Gabriel Albiac, En torno al Congreso de Filósofos Jóvenes (original) (raw)
Gabriel Albiac
“...Miran cómo las águilas son los mayores...”
Boris Pasternak, El año 1905.
En este país cansado y taciturno ya nada es lo que era, ya nada será lo que fue. Tampoco los Congresos de Filósofos Jóvenes: esa entrañable plataforma unitaria que, a lo largo de la última década de la dictadura, viniera a convertirse en un punto de periódico encuentro de los filósofos antifranquistas, en todo su variopinto abigarramiento de analíticos lewiscarrolianos, incipientes aprendices de brujo del oficio marxista, lúcidos de toda especie, gentes de malvivir (que es cosa que genera una muy saludable mala leche), fauna ruidosa y bullanguera, viva, en medio de aquella mediocridad mortecina que éste muerto-vivo llamado mundo académico ha sido a lo largo del franquismo.
La edad, en este caso (y ello pese a la denominación-tapadera de Congresos de Filósofos “Jóvenes”), era lo de menos; todo lector atento de Wilde (y tengo la fundada sospecha de que todos nosotros lo hemos sido) sabe perfectamente que para conservar perpetuamente la eterna juventud no se precisa más arte que la de repetir incansablemente las mismas tonterías. Por eso no creo que nadie entre nosotros concediera jamás valor alguno al dichoso calificativo “jóvenes”. Todos estábamos allí, una vez al año, por algo muy distinto a la edad –y todos lo sabíamos perfectamente–. Lo sabía Javier, este Javier Muguerza a quien todos hemos querido tanto, y que, con la amable distancia de su ironía terrible, tantas veces evitó que la sangre llegara al río, entre los que no poseemos ni su flema ni su profundo sentido de la vergüenza ajena; lo sabía Gustavo Bueno, basilisco-bulldozer, capaz de arrastrar tan lindamente al pobre incauto que se metiera por delante de su máquina categorial. También otros lo sabían: Alfredo Deaño, por ejemplo, con quien no podremos volver a polemizar ya nunca más. Todos sabíamos bien que lo de los “jóvenes”, además de cursi, era un calificativo disparatado, en una disciplina que si a algo no puede aspirar es a la pretensión de novedad. Y me temo que, ante todo, lo sabía (o, al menos, lo sospechaba) aquel personaje gris, moderadamente sórdido, sentado siempre en un ángulo de la primera fila; aquellos inefables “delegados gubernativos” (léase “sociales”), que tanto contribuyeron a aguzar el ingenio y el gusto por la elipsis de toda una generación de profesionales de la filosofía, y a quienes tanto hemos de agradecer aquella presencia suya que actuaba indefectiblemente como catalizador que, más allá de todo desacuerdo profundo, reconducía las cosas hacia el cauce de una unidad inevitable frente al horror común: aquel horror, siempre presente, de la dictadura, que flotaba insoslayable en cada intervención, en el trasfondo de cada polémica.
Cenáculos de filósofos antifascistas, en plena dictadura, la trayectoria de los Congresos de Filósofos Jóvenes es inseparable de la del propio movimiento estudiantil bajo el franquismo. Desde un Javier Muguerza (por citar a los pioneros), hasta los nombres más recientes, es toda la historia de la oposición universitaria antifranquista, del 56 a los años álgidos de la segunda mitad de los sesenta, la que ha atravesado los avatares de lo que fueron primero pacíficas Convivencias, para, al fin, transformarse en barahúndicos Congresos. Sus líneas ideológicas eran –bien es cierto– gloriosamente dispares, y el aparente esquematismo “analíticos/dialécticos”, con el que cómodamente se trató de rendir cuentas de sus líneas maestras, ocultaba, en realidad, una verdadera caja de Pandora, de la que las variantes más exóticamente disparatadas estaban prestas a salir disparadas en cualquier instante. Así fueron las cosas; nunca más lo serán. La muerte impone un juego irreversible de modificaciones aparentes. En nuestro caso, la muerte –tantas veces invocada y, a fuerza de invocada, sacralizada, al fin, con toda la gravedad de lo impensable– del dictador ha acabado también, por fin, con la presencia de aquel personaje de la caspa, gafas de sol y bulto en la chaqueta, que se sentaba, un tanto incómodo, en una esquina de la primera fila, pensando para sí que aquella panda de rojos estaba como una auténtica colección de regaderas, sin sospechar, tal vez, que era él, y sólo él, el mágico fetiche que, contra él, nos mantenía unidos.
La diáspora ha quedado abierta. Los que nos empeñamos –al precio costoso de comenzar a caer en el ridículo– en mantener en pie la voluntad testaruda del recuerdo, creo que hemos recibido un buen cubo de agua fría en plena cara, en Burgos. Era justo y saludable. Si esperábamos hallar los viejos rostros amigos y cómplices, los viejos compañeros de disputa iracunda y vino amable, hemos de confesar que nuestra ingenuidad un tanto estúpida había de ser muy merecidamente premiada con el correspondiente bofetón de la realidad, poco amiga, como lo es, de tal tipo de autosatisfacciones onanistas.
Y quede muy claro que no pretendo sugerir con ello que no haya habido cosas interesantes –y mucho– en el Congreso de Burgos. Pienso, muy en particular, en el espléndido Elogio del enamorado y el reaccionario de Xavier Rubert de Ventós, modelo, rayando en lo perfecto, de una brillantez expositiva verdaderamente deslumbrante; o en la hermosa (aunque desmedida) intervención de Eugenio Trías. Creo que, aunque sólo fuera por el inmenso placer que la escucha de ambas ponencias –muy en particular la primera– me proporcionaron, ha valido la pena el soportar el espectáculo, con frecuencia bochornoso, de unos coloquios en los que la ignorancia y la mediocridad solían correr parejos sólo con la osadía de sus agentes. ¡Cuánto lamentamos más de uno, en medio de aquel maremagnum deprimente de coloquiantes indocumentados, la ausencia del bulldozer-Bueno!
Pero, en fin, así están las cosas. Las funciones han cambiado. No diré yo siquiera que haya que comenzar a plantearse la necesidad de abandonar el barco a su desguace. El barco ha sido ya, de hecho, abandonado. Y ya se sabe lo que sucede con los barcos abandonados: que, a veces, les da por poblarse de fantasmas. El problema es ahora otro: el de saber si, en un momento en el que las alternativas son aún inexistentes, no habrá sido un error considerable haber cedido los Congresos a la crítica polvorienta de los roedores, con tanta precipitación.
No sé si, en medio del clima asfixiante de derrota y decepción que el ocaso del franquismo nos deja como herencia, lograrán los esfuerzos de los compañeros sevillanos relanzar el año próximo este algo que tanto se va asemejando a un cadáver querido. En todo caso, en medio de la crisis profunda que nos sacude, tal vez vaya siendo hora de que los filósofos marxistas españoles comencemos a tratar de plantear, desde el principio, cuáles son nuestros proyectos, nuestros medios, las formas actuales de nuestra lucha por el marxismo, de nuestra lucha por la filosofía, de nuestra lucha, en fin, por ese “basilisco, cuya mirada nos ha iluminado al mismo tiempo que nos helaba” (Boris Pasternak, El año 1905).
Madrid, mayo 1978