José María Salaverría, De las palabras y las divisas, 1925 (original) (raw)

De las palabras y las divisas

El voluntario compromiso de hermandad que tenemos con la América de nuestro idioma no debe exigirnos sacrificios que rebasen los términos posibles. El sacrificio de callar, y aun de aceptar lo que entendemos por erróneo, es algo que nunca ha de pedirse en todo trato entre iguales. Por eso hemos de creer que nuestro silencio ante las voces o actitudes equivocadas que nos lleguen de América puede ser, al final, más contraproducente que otra cosa.

Además, los españoles no tenemos derecho a considerar a los americanos como seres primitivos, casi coloniales, a quienes se lisonjea sin medida y se adula sin pudor a cambio de explotarlos. En esta conducta que más de un pueblo europeo sigue –Francia, por ejemplo–, hay una humillación para aquellas Repúblicas, que acaso algunos americanos acepten hasta con gusto, pero que conviene evitar por decencia. Esas adulaciones exageradas que París suele otorgar a naciones, a políticos y a literatos americanos, esconden el mismo desdén del mercader por el cliente adinerado, o el del galanteador por la mujer hermosa y vanidosa, a la que pretende seducir. Es lo que en alguna parte Pío Baroja ha reprochado a Miguel de Unamuno, el cual, en efecto, se muestra como nadie resistente a reconocer los valores literarios europeos, llegando a tratar a Nietzsche con ofensiva conmiseración, y en cambio acepta y ensalza a cualquier Aníbal Gómez o Pompiliano Díaz, que pulse la lira o pastoree muchedumbres en aquellos países ultramarinos.

El doctor Avelino Gutiérrez publicaba días pasados un artículo en El Sol para convencernos de que el panamericanismo, latinoamericanismo e hispanoamericanismo son expresiones que, en resumidas cuentas, carecen de importancia. Y concluía diciendo que no son las palabras lo que importa, sino las obras.

Don Avelino Gutiérrez es uno de aquellos españoles que allí donde se hallen estamos ciertos de que han de poner muy en alto el nombre de la Patria. Es hijo de la Montaña, país que en artículo reciente, al hacer un paralelo entre Pereda y Valera, designé como una de las comarcas españolas donde con más frecuencia surgen personalidades de firme fondo moral. El doctor Gutiérrez, que tanto se distingue por sus trabajos profesionales en la Argentina, tiene otra celebridad, otra gloria todavía, y es la firmeza con que se aplica a servir los mejores ideales y la honradez de viejo cuño con que vive y obra. Aunque se ha establecido, y para siempre, en Buenos Aires, permanece tan español como el primer día. Por su acento en el hablar, por sus ideas y sus modos, sigue siendo lo que allí dicen un «gallego». Gracias a él, en suma, ha llegado a crearse y consolidarse la Sociedad llamada Cultural Española, la fundación más práctica y hermosa de cuantas nacieron hace muchos años.

Opinaba en su artículo el doctor Avelino Gutiérrez que esas designaciones de panamericanismo y latinoamericanismo nacen de un principio nacionalista, o sea egoísta. Y daba a entender que esto lo consideraba reprobable o de calidad inferior. Todos sabíamos que los movimientos absorbentes, integralistas, extensivos e imperiales tienen necesariamente un fondo nacionalista y egoísta. Pero esta convicción no nos compromete a pensar que el principio sea malo y reprobable. Si a la humanidad le hubiese faltado el estímulo del egoísmo y la necesidad de la expansión y la dominación, la historia de las ideas y los adelantos se hubiese detenido en los rudimentos de la piedra tallada.

Por otra parte, resulta de un franciscanismo extraordinariamente candido la voluntad que pueden tener los menos fuertes de renunciar a aquello que los más fuertes se obstinan en mantener con creciente brío. Cuando el más fuerte presume de fuerza y amenaza, ávido, a todos los de su derredor, un deber elemental –el deber de conservación que la naturaleza impone a las criaturas– manda a los menos fuertes que se defiendan con todos los medios que hallen a la mano. Porque si el menos fuerte hace dejación de ese deber moral de la propia defensa, automáticamente será tragado por el más fuerte. El menos fuerte debe decir, cuando se hable de fraternidad universal, de antimilitarismo y antipatriotismo: «Todo eso está muy bien; pero que empiecen los otros, los más fuertes.»

Si existe, como sabemos, un panamericanismo que tiende a englobar a todos los pueblos americanos para desviarlos de la influencia europea y meterlos sencillamente en el gran saco de los Estados Unidos de Norteamérica; si existe, además, un latinoamericanismo que Francia e Italia, cada una a su modo, tratan de utilizar para sus fines nacionalistas, no parece que la actitud nuestra haya de ser la de renunciación. Esto supondría en españoles e hispanoamericanos demasiada filosofía o demasiada candidez. Cuando la voracidad ajena está patente, ¿por qué distraerse en disquisiciones sobre la legitimidad ideológica del egoísmo nacionalista? Mientras los otros no renuncien, nosotros no podemos renunciar.

La cuestión, para D. Avelino Gutiérrez, no es de palabras o nombres, sino de hechos. Quiere decir que si los españoles nos superamos en las obras, lógica y espontáneamente lograremos el predominio moral sobre aquellos países hermanos, y los beneficios materiales consiguientes.

He aquí una idea muy extendida entre ciertas personas culturales, pedagógicas y estimulacionistas. Como ocurre muchas veces con las ideas de apariencia muy brillante, esta que anotamos aquí puede esconder una falacia si se hace un uso extremado de ella. La estimulación es una gran cosa; la voluntad de superarse en la competencia para llegar a los primeros puestos en la carrera es algo plausible y admirable. Sin embargo, no debe olvidarse la realidad. Es preciso reconocer las fuerzas con que se cuenta. Y todos los estímulos pedagógicos del mundo no conseguirán que un flaco y desmedrado oficinista alcance a ponerse en condiciones de vencer a puñetazos a Uzcudun. Los Estados Unidos pueden, inexorablemente, más que nosotros. Francia puede más también, no por su ciencia y sus letras precisamente, sino por su enorme energía patriótica, por la fijeza y la unidad nacionalistas que a nosotros nos falta.

En semejante coyuntura, ¿qué nos importa hacer a los españoles? «Enviar obras palpables que demuestren nuestra superioridad», dice el doctor Avelino Gutiérrez. Ahora bien, como la superioridad no depende del mero deseo de uno, y entre tanto que soñamos con alcanzar algún día esa superioridad, por el momento nos conviene poner en acción los recursos de que disponemos. Los españoles, y a veces más los españoles culturales, somos excesivamente esclavos de la divisa «o todo o nada». Hay entre los españoles la tendencia a apuntar demasiado en alto con el anhelo, y no llegando a dar en el punto, abandonarse a esa postura tan nuestra del desalentado.

El recurso principal –y, en resumidas cuentas, el más fuerte– con que contamos los españoles es la palabra. El idioma. Los nombres. Los que se las echan de avisados, de sagaces, aseguran que el idioma por sí solo no sirve de nada. Tal vez no será un valor absoluto; pero ¿cómo osaremos siquiera admitir la sospecha de que el hecho de que tantos millones de seres vayan por el mundo hablando el mismo lenguaje, carezca de eficacia unificadora, identificadora?

Las palabras y los nombres son las cosas que los españoles no podemos nunca desdeñar. Y un título, en su aparente inocencia, esconde una gravedad trascendente. Por nombres, títulos y divisas han luchado los hombres en porfiadas y terribles guerras, no porque los hombres fueran estúpidos al asignar simples palabras tal trascendencia, sino porque íntimamente comprendían su valor esencial. Cuando franceses e italianos siembran en América la insidia del latinoamericanismo o lanzan los yanquis su divisa panamericanista, demasiado conocen la importancia de lo que hacen. Por lo mismo he protestado yo tantas veces contra esa desdichada dejación, contra esa admisión desatinada del rótulo «iberoamericanismo», pantalla que disimula una mala idea y a la que se han prestado las gentes con una ingenua buena fe.

Recuerdo que el doctor Avelino Gutiérrez me preguntaba una vez en Buenos Aires si el apellido Alberdi era de origen vascongado. Alberdi fue un gran político y publicista argentino, y los italianos de por allá, fiándose en la forma del apellido, por lo visto le atribuyen un origen italiano. Yo le contesté que el apellido Alberdi es completamente vascongado y español. El doctor Gutiérrez recibió con esto una satisfacción muy grande. Y lo cierto es que se trataba de un nombre, de una mera palabra. Como también es cierto que el mismo señor, al crear la Cultural Española, la puso al amparo de un nombre, el de Marcelino Menéndez Pelayo.

De la suprema importancia de las palabras no se dan aquí cuenta muchas personas que tienen la obligación de estar enteradas. Precisamente es en América donde los nombres adquieren más valor, por su poder de síntesis. La Empresa del Italcable, por ejemplo, ha tenido que significar para España una sensible merma de prestigio. No es más que una palabra, y, sin embargo, ella va a deslumbrar la imaginación suramericana con la idea de una Italia tendedora de cables transatlánticos.

Así también, al decidirse el viaje aéreo del comandante Franco a los países del Plata, no se han preocupado de que el hidroavión fuera construido en España. El hidroavión es italiano. ¿No tiene importancia...? Cuando nuestros pilotos lleguen al Brasil, al Uruguay y a la Argentina, los innumerables italianos e italianizantes que allí viven se apresurarán a hacer destacar el hecho de que el hidroavión sea italiano. Y agregarán que los españoles no somos capaces de construir hidroaviones.

José María Salaverría

Avelino Gutiérrez, «Panamericanismo, latinoamericanismo e hispanoamericanismo» (El Sol, 5 diciembre 1925)
Avelino Gutiérrez, «Carta abierta a D. José María Salaverría» (El Sol, 20 abril 1926)