Miguel de Unamuno, La Educación, 1902 (original) (raw)

El Dr. Osvaldo Magnasco, Ministro de Instrucción pública de la República Argentina, encomendó al Dr. C. O. Bunge un viaje a Europa para que estudiara el espíritu y cuerpo de los institutos de educación y los rumbos que emprendía ésta, y fruto de tal estudio fue el informe que dio Bunge para la instrucción pública nacional argentina con el título de «El Espíritu de la Educación». La presente obra es este mismo informe, algo modificado en algunas de sus partes.

Al editarla el Sr. Lázaro, sobre prestar un buen servicio a nuestra cultura, echa un nudo más en las relaciones entre España y los pueblos de lengua española de allende el Océano. He de ahorrarme aquí las consabidas consideraciones respecto al cambio de ideas y productos para estrechar la unión iberoamericana, sin más que lamentarme de que sean tantas nuestras no satisfechas necesidades de cultura y tan escasa y pobre nuestra labor en ella, que excediendo con mucho nuestro consumo a nuestra producción, con ser aquel tan menguado, no nos baste lo que de nuestro ingenio sacamos, teniendo que acudir a la importación del extranjero y no logrando exportar ideas. Y no se tome a ingeniosidad metafórica lo que digo, pues el escritor español, obligado a escribir entre españoles y para ellos, se ve por fuerza llevado a una cierta labor pedagógica, a elevar el nivel del pueblo en que vive, más que a dar sugestiones a otros pueblos.

Adviértase que es esta una obra escrita en lengua castellana por un Bunge, apellido alemán, a excitación de un Magnasco, apellido italiano, y véase en este solo hecho un indicio de ese espíritu cosmopolita que caracteriza al pueblo argentino, según el autor y otros muchos publicistas, sobre todo del país. Me parece, sin embargo, que extreman en buena parte lo del espíritu cosmopolita, y que éste se halla más en la superficie que en el fondo. Una región, un clima, un género de vida, un idioma sobre todo, da una fuerte homogeneidad a una reunión cualquiera de hombres, por muy extraños que sean éstos entre sí en cuanto a su origen. El elemento más numeroso, que es casi siempre el más antiguo, predomina en el compuesto en mucha mayor proporción que la que le da su superioridad numérica, sobre el elemento adventicio, de tal modo que si hay tres nativos del país por cada inmigrante, figurará el espíritu de los nativos en el compuesto en mayor razón que de tres cuartos. Figurará en la vida íntima, en la sub-histórica, en lo que podemos llamar sub-conciencia nacional. Los hijos de colonos italianos, franceses o alemanes hablarán en la Argentina castellano y la lengua es la sangre de la casta histórica, de la raza espiritual. Cuando los ingleses dicen que la sangre puede más que el agua, aludiendo a su parentesco con los yanquis, de los que les separa el Océano, suele replicárseles que hay en el yanqui poca sangre inglesa. Mas el inglés está en lo cierto, ya que nada hay más engañoso que este criterio de la sangre material. El criollo es siempre criollo, lleve apellido castellano, catalán, vasco, italiano, alemán o francés, aun sin tener en cuenta lo conducente a error que el apellido es, puesto que en el caso mismo del Dr. Bunge sé que lleva tanta o más sangre vasca que prusiana en sus venas. Y la lengua del criollo es el español, siendo ilusiones, fundadas en gran parte en imperfecto conocimiento del estado y vida actuales del castellano que en España se habla, todo eso de la lengua nacional argentina. Al Dr. Abeille le faltó venir a España a aprender el español que aquí se habla. Mas como esta cuestión, aunque interesantísima, no es de este lugar, la dejo para ocasión más adecuada a ella.

Un poco sombría me parece, y tal vez algo recargada de tintas, la pintura que del carácter de la juventud de la clase rica bonaerense nos hace el Dr. Bunge al tratar de la educación del carácter nacional, y hallo, por otra parte, que cuanto de dicha juventud nos cuenta no es tan privativo de ella. Nada blandos estuvieron ni Ghild ni Groussac.

De cómo se piensa en la Argentina en castellano, nos da muestra este libro mismo, pues aunque abundante en vocablos de origen francés que aquí, en España, jamás usamos, como rol, controlar, monarquía temperada y otros, es en el fondo del lenguaje y estilo profundamente español, a pesar de la cultura cosmopolita del autor. Porque hay quien sin salirse de las más estrictas reglas gramaticales, sin emplear vocablos que no sean castizos, sin faltar a la más cuidadosa corrección formal, escribe en un castellano que parece traducido, muy bien traducido, pero traducido al cabo del francés, y hay quien escribe en lengua radical y hondamente castellana, aunque llena de impropiedades gramaticales y de galicismos de toda clase. Y este libro es en el fondo un libro español, de un español europeo y cultísimo, pero de un español al fin y a la postre, y al decir español quiero decir de un hombre que piensa en lengua española. Su estilo es animado, vivo, pintoresco; la exposición poco continua, con saltos y esguinces que la animan. A las veces recuerda a Carlyle, pero lo más a menudo recuerda a escritores nuestros. Y el mismo Carlyle, ¿no está más cerca, mucho más cerca de nuestra literatura, que los más de los escritores franceses?

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Empieza esta obra con una parte general, casi metafísica, en que el autor nos traza a grandes rasgos su filosofía, y en que noto aquella idea madre de que «debe considerarse verdad _cualquier creencia sincera_», es decir, «inspirada por las necesidades de la época, del pueblo y del hombre que la siente, porque la creencia no se piensa, sino se siente». He aquí una manera vigorosa, y más sentida que pensada, de expresar el fecundo principio de la relatividad de todo conocimiento, principio que, llevado de la esfera intelectual a la moral, es la base de toda profunda tolerancia. Es el esfuerzo del Dr. Bunge ser tolerante de verdad, comprenderlo todo, explicárselo todo, no excluir más que la exclusión. Y de aquí cierta esquivez al espíritu francés, que es, con apariencias de lo contrario, uno de los más exclusivistas. ¡Como que se presenta cual padre del tolerantismo a un Voltaire, espíritu estrecho, para quien permanecieron siempre cerrados mundos enteros del espíritu, mundos que negó por no alcanzar a verlos! El siglo XVIII francés es un asombro de claridad y netitud incomprensivas.

Hay a este respecto un precioso pasaje en esta obra, un pasaje que quiero anticipar al lector, y es donde el Dr. Bunge nos dice que «para el ratón hambriento que roe un queso, la verdad debe circunscribirse a la esfera del queso. La despensa, los despenseros, la quesería donde se fabricara el queso, las vacas que dieron la leche para que se compusiera el queso, el ameno valle, el ambiente, el sol que bañó la piel manchada del rebaño, todo debe ser, para el ratón, mentira. Si alguien se lo contara, contestaría que son ridículas fantasías de teólogos, teósofos y metafísicos. Y los hombres, como el ratón, no creen, en general, más que en las sustancias que alimentan su cuerpo y su espíritu...» Este admirable pasaje me parece una felicísima caracterización de lo que en sentido estricto y casi etimológico llamaría racionalismo, o más bien intelectualismo; racionalismo que me recuerda siempre la profunda sentencia de Sófocles: «la verdad puede más que la razón», y racionalismo al que opongo un sentido, más bien que de doctrina, que llamaría de espiritualismo, si no tuviese este vocablo una significación profundamente distinta de la que ahora quiero darle. Cordialismo parecería algo violento. En el fondo, se reduce a oponer a los que sólo se atienen a su pensamiento racional y lógico, a los que apenas piensan más que con el cerebro, los que se atienen a su conciencia total y vital, los que piensan con todo el cuerpo y aun con todo el circum-cuerpo, con el Umleih que lo llama Bruno Wille, con el universo todo. A un racional antepongo un espiritual, y espiritual propende a ser el Dr. Bunge.

Por esta su espiritualidad, por su empeño en encontrar verdad en cualquier creencia sincera, por su noble esfuerzo de penetrar en los más diferentes campos, me extraña más la dureza, a mi juicio injusta, con que en la parte histórica de su obra Espíritu de la educación a través del tiempo trata a la Edad Media. Profesor yo de lengua y de literatura griega, no comparto con el Dr. Bunge muchas de las opiniones, viva y brillantemente expuestas, respecto al espíritu de la antigüedad helénica, y aun indicaré aquí, reservándome desarrollarlo en otra parte, que la mística y el misticismo son elementos poco o nada genuinamente cristianos, lo menos evangélicos posible; que de la religión y la filosofía helénicas se desenvolvieron en los alejandrinos (Plotino, Proclo, Porfirio, &c.); que el cuarto evangelio marca ya la adulteración del espíritu cristiano por el pagano o místico, y que creo profundísima la concepción del Dr. W. Hermann, maestro en luteranismo, cuando dedica el capítulo primero de su hermosa obra El Comercio del cristiano con Dios{2} a «la oposición de la religión cristiana a la mística». Doctrina es ésta que puede verse muy bien tratada desde el punto histórico en las preciosas lecciones que sobre la influencia de las ideas y costumbres griegas sobre la Iglesia cristiana dio en 1888 Hatch{3}.

Y escribo esto, saliéndome acaso de mi cometido en estas líneas, porque observo en no pocos neo-paganos, entre los que no se cuenta ciertamente el Dr. Bunge, cierto prurito por ennegrecer y calumniar al cristianismo echándole en cara precisamente lo que del paganismo heredó.

Y volviendo de esta mi digresión, he de continuar diciendo que me parece el Dr. Bunge excesivamente duro con la pobre Edad Media. Hay mucho oro y de muy buena ley en el «fango de las oscuridades gótico-bizantinas de los escolásticos», mucho, muy profundo y muy liberador pensamiento en lo hondo de sus «abstrusas teologías» y extraordinario vigor mental bajo la «ridícula impotencia de sus ergotismos.»

No he podido llegar a creer que fueran «cuestiones bizantinas» las de los universales, sino que la creo la cuestión eterna, eternamente renovada, la de ayer, la de hoy, la de mañana y la de siempre, el aspecto metafísico del combate entre el individualismo y el socialismo. La frase, profundamente realista de Natorp, de que el individuo es tan abstracción como el átomo, ¿no ha de escandalizar a los nominalistas del individualismo? Encuentro mucha vida, mucha plenitud, profundísima originalidad en las «ideas muertas», las «frases huecas», las «indescifrables anfibologías» de la escolástica medioeval. La insoportable, la muerta y hueca es la escolástica galvanizada de hoy. ¡Profundo revolucionario Duns Escoto!, ¡maravilloso libertador del espíritu! Me cuesta admitir que aquella enseñanza medioeval no haya dejado raíces hondas en la educación moderna, «salvo en teología».

Y aunque así fuera, ¿es que la teología no significa nada en el pensamiento moderno? He aquí por qué comprendemos tan mal la escolástica, por empeñarnos en estudiar su filosofía desgajada de su teología; una historia de la filosofía escolástica es un absurdo. Es imposible entender el valor y alcance de las discusiones, respecto a la distinción entre la esencia y la existencia o entre la substancia y los accidentes, v. gr., sin entender el proceso de los dogmas de la Trinidad y de la Eucaristía, ni se entienden éstos sin penetrar en las razones de sentimiento, en la cardiaca, más bien que en la lógica que llevó a ellos. La atenta lectura de la fundamental obra del Dr. Harnack, respecto a la evolución de los dogmas cristianos{4}, pongo por caso, me ha enseñado, respecto a la escolástica, más que cuantas historias de la filosofía he leído. Aún hay más, y es que creo que el escasísimo éxito de cuantos trasplantes de filosofía alemana a tierra latina se han hecho, se debe a haber traído las plantas sin raíces, sin raíces teológicas, no ya sólo religiosas. Porque el pensamiento racional o filosófico no es en un pueblo, y más en el alemán, más que como la espuma de la vida total del pensamiento, de la vida toda espiritual, que en el pensar y sentir religiosos es donde mejor encarna. Puede un latino llegar a entender y aun comprender a Kant, tomándole tal cual se nos presenta; mas creo casi imposible que le sienta a no haber pasado, de un modo o de otro, por Lutero. El tránsito de la destrucción de la crítica de la razón pura a la construcción de la crítica de la razón práctica no se siente a no haberse penetrado del concepto, y más que del concepto, del sentimiento luterano de la fe. Si algo prendió en España el krausismo, es porque algunas raíces religiosas traía, es porque se nos presentaba menos estricta y exclusivamente filosófico que el hegelianismo, por ejemplo. De Hegel, de Fichte, de Schelling, se nos habló hasta la saciedad; pero ¿quién nos descubrió de veras a Schleiermacher? Conocemos a Wund, pero ¿y a Ritschl, a Hermann, a Kaftan?

Pasa el autor de la Edad Media al Renacimiento, con el que por contrapeso se entusiasma, y ve el espíritu de la educación moderna sintetizado en Rousseau, en un pensador en el fondo más teólogo que filósofo, en un protestante radical; mas trata muy de prisa la influencia de la Reforma en la educación. Y la Reforma misma, ¿no fue en gran parte, por mucho que en contrario se diga, una reacción del espíritu medioeval, el de debajo del escolasticismo, contra el Renacimiento, más que una consecuencia de éste, como ciertos tendenciosos publicistas quieren demostrar? Lutero, que se confortaba con la lectura de la Theologia deutsch, famosa obra mística, ¿no era el heredero del maestro Eckart, de Taulero, de Ruisbroquio, de Suso, de los místicos alemanes y flamencos del siglo XIV?

Llega el autor a la época moderna, y acaso aquí es harto severo con Darwin, Spencer y la ciencia inglesa, aunque no con Balmes. Ve muy bien, sin embargo, qué inexhausto fondo de idealismo hay en el tan decantado positivismo de nuestro tiempo. Este fondo hay que sacar a superficie, hay que predicar de continuo contra esa barbarie de la supremacía de los conocimientos de aplicación y contra esa otra barbarie del especialismo a toda costa y sin base de universalidad. Así llegaríamos a aprender a manejar máquinas, pero no a saber hacerlas, y sobre todo a perder el apetito de vida y a no tener motivo de vivir.

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Desde que el autor entra en el libro II, parece que su paso se hace más firme, y si no gana en sugestividad, en viveza y animación de estilo, en espontaneidad de juicio, nos convence mucho mejor. La exposición de los cinco hábitos de virtud que hay que inculcar en el niño es muy jugosa, y me parece muy exacto cuanto a propósito de la libertad de estudios –punto en que me parece seguro y sólido el criterio del doctor Bunge– dice del estudiante francés.

Pero lo que más me interesa y lo que debe interesar más a los lectores españoles es lo que acerca de la enseñanza de la religión –punto que tanto y tan mal se discute hoy en España– nos dice el capítulo III del libro II, capítulo titulado: «Educación sectaria». Expónenos aquí los tres sistemas: el confesional, que enseña como imposición dogmática una religión dada; el laico, que más bien que no enseñar religión alguna, imbuye hostilidad hacia ellas, y la escuela interconfesional insectaria, que, en realidad, apenas cabe más que donde luchan varias sectas. Cuanto acerca de esto y del ideal de educación inglesa según Arnold, el de formar el caballero cristiano, el christian gentleman, el autor nos dice, merece meditarse, sobre todo en España.

Preguntáronme no ha mucho qué opinaba respecto a la enseñanza de la religión, y respondí que era partidario de ella por espíritu liberal. Es indudable que la religión católica, oficial en España, y la que profesan la inmensa mayoría de los españoles –aunque muchos finjan profesarla y otros no tengan conciencia de ella– ha influido y sigue influyendo en el modo de ser, de vivir, de pensar y de sentir del pueblo español, tanto o más –creo que mucho más– que su lengua, su legislación, su historia, &c., &c. Y si hemos de conocernos y de conocer al pueblo en que vivimos, ¿hemos de desdeñar el estudio de ese elemento? La profunda ignorancia que en asuntos religiosos nos aqueja, es la causa capital de los más de los males –de los que lo sean– que lamentan y combaten los que a la enseñanza de la religión se oponen, con más los males que a estos mismos oponentes aquejan. No conozco desatino más grande que eso de que la religión debe quedar al cuidado de las madres, que son precisamente las que más la ignoran y las que más la deforman y desreligionalizan. Una vez más, y no será la última, tengo que repetir lo vergonzoso y degradante que resulta el que en un país que se dice cristiano no haya leído el Evangelio la inmensa mayoría de los hombres que por cultos se tienen, y que en cambio se cuelgue del cuello de los niños, a modo de amuleto, trocitos del Evangelio, en latín, metidos dentro de unas bolsitas cosidas y adornadas con lentejuelas, y que se traguen las parturientas una cintita de papel hecha un rollo conteniendo una jaculatoria y otras formas del más bajo y anticristiano fetichismo.

Tengo observado la inmensa diferencia que va de los librepensadores a quienes se educó más o menos religiosamente, aunque fuera en las formas más impuras de religión, y aquellos otros a quienes se criara en principios de irreligión. Los primeros, aun siendo ateos y, en toda la extensión del vocablo, materialistas, no saben bien cuánto jugo y savia dan a su vida mental y espiritual las profundas aguas de la niñez, oreadas en algún aliento religioso, y al educar a los segundos, a sus hijos, en irreligión ignoran que les privan de lo mejor que ellos tienen, de la raíz positiva, hasta de aquello que de fecundo y noble tiene su librepensamiento. Y esto por no decir nada de la inmensa diferencia de los que rechazaron los dogmas religiosos que se les imbuyera sin adentrárselos y los que se los han digerido, disolviéndolos así.

El autor trata en este interesante capítulo, y en su párrafo 86, de la doctrina del moderno «anticristianismo», hablándonos de Nietzsche, que también en España ha hecho sus estragos, de este pensador de pura cepa teológica, cuya irreligiosidad es una forma aguda de religión, de este pobre espíritu atormentado por la angustia metafísica y la religiosa, por el problema pavoroso del destino individual y de la inmortalidad –tormento que le llevó a lo de la «vuelta eterna»– de ese caso agudo de erostratismo. Se ha tomado mal su doctrina del sobre-hombre, que aparece ya en San Pablo y aún antes, como él tomó mal el principio darwiniano de la sobre-vivencia de los más aptos. De los más aptos, digo, y no de los más fuertes. ¿Y quiénes son los más aptos? ¿Quiénes los más fuertes? Recuerdo que hace años, siendo yo estudiante, me produjo honda impresión oír a un estudiante de medicina decir que el Estado debía prohibir la vacunación de los niños, pues si desde el punto de vista del padre estaba esto bien, al Estado le convenía ciudadanos robustos y eliminar en su primera edad los débiles, librándolos así de la infelicidad, y que la viruela se encargaría de eliminarlos. Y ya entonces di en pensar en ello, y me dije: «pero ¿han de ser infelices los que éste llama débiles? Y sobre todo, la viruela mataría a los organismos débiles para resistirla, para resistir la viruela; pero ¿hemos de declararlos por eso débiles en absoluto? ¿Quiénes son los débiles?» Y hoy en que oigo a menudo tachar a éstos o los otros de débiles, de fracasados, de vencidos, de enfermos, me digo: ¿quiénes son los débiles? La resignación, la mansedumbre, la paciencia cristianas: tan mal entendidas por unos y tan mal practicadas por otros, ¿no son acaso poderosa arma en la lucha por la vida? Con frecuencia se rompe antes el martillo que el yunque, pues no sufre menos aquél con los golpes que da, que éste con los que recibe. La resignación, la resignación activa, no la pasiva, no consiste en cruzarse de brazos, sino en no volver la vista atrás ni apesadumbrarse por lo irremediable, en comprender que el porvenir es el único reino de la salud. Los grandes caracteres, los más enérgicos, han sido los más resignados, los más capaces de cumplir el precepto de Alfredo de Vigny:

...Souffre et meurs sans parler.

He aquí por qué no acepto la doctrina del párrafo 89 de este mismo capítulo, la primera parte de cuyo título dice: Ineficacia del espíritu cristiano en la educación de individuos de razas débiles. Estoy convencido de que el espíritu cristiano si templa las intemperancias de los individuos de las razas llamadas, no sé bien por qué, fuertes, vigoriza a los de razas débiles. Por otra parte, el autor mismo, a pesar de su gran perspicacia, destruye esa primera parte del título del párrafo 89 con la segunda de él, que dice: ejemplo de la instrucción jesuítica en las misiones de Sur América; y digo que la destruye, porque la educación jesuítica no ha consistido nunca en imbuir espíritu cristiano ni fue este espíritu el que llevaron a las reducciones del Paraguay. Esto, aparte de que no estoy convencido tampoco del fracaso de aquel noble ensayo, fuera o no cristiano, que nuestro Carlos III cortó cuando no había podido aún madurar.

Repito que todo este capítulo III del libro II, escrito con un espíritu amplísimo y muy noble y elevado, merece leerse y meditarse en España hoy que frente a la barbarie tradicional quieren traernos algunos la barbarie volteriana y que hallan curso necedades anticristianas que delatan la más profunda ignorancia y la más deplorable inespiritualidad.

Es también muy interesante el capítulo IV de este mismo libro III, que trata de la cuestión de la enseñanza clásica, cuestión que en España apenas existe. Porque resultan aquí hasta ridículos los ataques a la enseñanza del latín, ya que no se enseña latín en España. Y como de esto he tratado con alguna extensión en mi folleto De la enseñanza superior en España, no vuelvo a ella. Me limito a manifestar mi conformidad a los puntos de vista del autor.

Trata éste en el capítulo V de este mismo libro III de los planes de estudios secundarios, y hay en él una interesantísima referencia a esa perniciosa separación entre los estudios de ciencia y de letras. Mil veces he observado, en efecto, cuan iliteratos son nuestros hombres de ciencia, qué mal escriben y exponen, qué pesados y soporíferos son, y cuan incientíficos nuestros literatos, qué enormes disparates sueltan, qué hueros y superficiales resultan. Desde aquel literato que al decirle yo de un amigo mío que era ingeniero me respondió: «¿Ingeniero? ¡Ah, sí! ¡Uno que se ocupa en cosas sin importancia!» hasta un amigo mío que suele decirme: «¿Poeta? Bueno, sí, ¡un pobre inútil!» hay toda una gradación de figuras. Desdeñar la poesía arguye tanta estrechez de espíritu como desdeñar la geometría. Y ambas necedades se dan. Y en España no es cierto, como se dice, que nos pierdan la retórica y la oratoria, sino la mala retórica y la mala oratoria, contando entre la mala a casi toda la que pasa por buena. Y cuando uno de nuestros hombres de ciencia se mete a literato o uno de nuestros literatos a hombres de ciencia, parécenme aquél un elefante bailando en una maroma y éste una ardilla revolviéndose en una jaula. Lo que nos hace falta no es dar a todos una sólida instrucción en ciencias y en letras, sino no enseñar éstas disociadas, sino asociadas. La metafísica que se enseña en nuestras Facultades de Letras es deplorabilísima, porque carece de toda sólida base científica, así como las ciencias carecen de base filosófica; disértase en nuestras cátedras de filosofía acerca de la noción del infinito sin la menor tintura de cálculo infinitesimal y se enseña ciertas ciencias sin el menor vislumbre del problema del conocimiento. De aquí ese desecho de escolástica manida de una parte, y de otra parte esos matemáticos que creen que la única ciencia exacta son las matemáticas, las matemáticas que, como el arsénico, en debida proporción y mezcladas con otras sustancias, fortifican, y, pasando de la medida y administradas solas, envenenan la mente.

Agréguese, y lo he dicho antes de ahora, que en países tan atrasados como el nuestro y de tan menguada y tan poco difundida cultura general, la especialización científica tiene más inconvenientes que ventajas, con ser éstas tan grandes.

Interesantísimo es el capítulo VI sobre Universidades; mas de esto nada he de decir, a pesar de hallarme al frente de la más antigua y más histórica de España, y tal vez por esto mismo. He de limitarme a indicar cómo aquí en España no queda del ceremonial de la colación del grado de Doctor nada, absolutamente nada, ni aun lo que describe el autor en las páginas 387 y 388. Una vez aprobados los exámenes y la tesis, redúcese todo a un acto administrativo, a pagar los derechos y que le remitan a uno el título. Título al que, por otra parte, no se le da aquí ninguna importancia social. No sucede como en América, donde todos los que le tienen le usan, a tal punto, que solemos decir por aquí que por allá el hombre público que no es General es Doctor. Aquí llamamos Doctor al Médico, séalo o no, y los demás que tenemos tal título nunca le usamos, sobre todo de algunos años acá, pues aún quedan los que firman Doctor Fulano.

Trata el autor en el capítulo VII de la educación de la mujer; pero yo no sé qué sino me persigue, que nadie ha logrado aún interesarme por eso del feminismo, ni logro verlo como problema sustantivo y propio, y no como corolario de otros problemas. Paréceme que desde que se han atravesado escritoras en la cuestión, rara vez se coloca ésta en su verdadero punto, en el que la colocan, v. gr., los profesores Patrick Geddes y J. A. Thomson (The Evolution of sex) o Havelook Ellis (Man and Woman). Podrá parecer ello muy superficial y grosero, pero para mí todo el feminismo tiene que arrancar del principio de que la mujer gesta, pare y lacta, y está organizada para gestar, parir y lactar, y el hombre no. Y el gestar, parir y lactar llevan consigo una predominancia de la vida vegetativa y del sistema linfático y, con ellos, del sentido común y práctico. Hasta cuando tiene menos inteligencia, tiene más sentido común que el hombre.

He olvidado indicar las interesantes observaciones del autor respecto a la educación nacional, problema de vital importancia en España. El fundamento de los deberes de los padres para con los hijos es, a mi parecer, la herencia; no estoy para con mis hijos tan obligado por haberlos engendrado como cuanto por haberlos engendrado tales cuales son, pues son como son, en gran parte, por ser hijos míos y no de otro. Lo que principalmente debo hacer es combatir en ellos todas aquellas tendencias que de mí hayan heredado y que me hayan resultado perjudiciales en mi vida; ya que, conforme a aquel nuestro adagio de «genio y figura hasta la sepultura» no pueda yo ya corregirme en mí mismo, estoy en el deber de corregirme en ellos, robusteciendo lo bueno que de mí saquen y amenguando, si es que no logro borrarlo por completo, lo malo que les haya trasmitido. Y de aquí mi deber de conocerme para conocerles mejor. Y este principio de la herencia, base de los deberes paternos, es también la base de los deberes de cada generación para con la que le sigue y a que educa. Difícil es que los españoles que pasamos de los veinte años nos corrijamos ya, ni espero cambio alguno radical en nuestro modo de gobernarnos; harto será que eduquemos a nuestros hijos para que mañana se gobiernen mejor. Y en esta educación compete un capital papel al Estado.

«No es posible organizar el Estado sino por medio de la educación; no es posible organizar la educación sino por medio del Estado.» Sentencia es esta del autor, con la que estoy de completo acuerdo.

Más adelante se refiere el Sr. Bunge a aquella definición que de la educación dan muchos diciendo que es un proceso de adaptamiento al medio. Lo cual me sugiere la idea de que aquí en España hay dos procesos de adaptamiento al medio, uno el del individuo a nuestro medio social, a la sociedad española, y otro el de esta misma sociedad al medio internacional o europeo, habiendo, por lo tanto, dos tareas educativas. Hay aquí, en efecto, que educar tanto a la sociedad toda cuanto al individuo, para hacer que aquélla no quede rezagada entre los demás pueblos. Hay aquí que cumplir una labor de pedagogía y otra que llamaría de demagogia, si no tuviese este vocablo desde muy antiguo un sentido diversísimo, y en el fondo opuesto al que quiero aquí darle –¿por qué no llamar a esto demagogia, acentuado como pedagogía, dejando la vieja palabra, demagogia, para el viejo sentido?– o de demopedia, como otros dicen. Y aquí surge de nuevo una faz de la vieja cuestión de los universales, la de si hemos de obrar sobre los individuos por el universal o sobre el universal por los individuos, si ha de modificarse la sociedad modificando antes al individuo y obrando sobre éste o es más eficaz obrar sobre las masas, demagógicamente, para modificar a los individuos. Conozco a un insigne maestro en pedagogía, a un hombre socrático, forjador de almas, que habla de la esterilidad de los esfuerzos de un insigne político, de un hombre demosténico, movedor de muchedumbres, el cual a su vez acusa al primero de haber perdido el tiempo. Por mi parte creo en la eficacia de ambos, no sabré decir en cuál de la de los dos más, pero me parece que les falta razón cuando cada uno de ellos niega en parte la del otro. Tengo mi cátedra, procuro en ella, no sólo enseñar la materia que me está encomendada, sino disciplinar y avivar la mente de mis alumnos, obrar sobre cada uno de ellos, hacer obra pedagógica; pero no desperdicio ocasión de hacerla demagógica, de dirigirme, ya por la pluma, ya de palabra, a muchedumbres, de predicar, que es para lo que acaso siento más vocación y más honda.

* * *

Tales son las consideraciones que la presente obra me ha sugerido, y una obra que sugiere algo es ya, por sólo esto mismo, una obra digna de atención. Lo es la del Dr. Bunge por muchísimos otros conceptos; sugiere, instruye y deleita. A su valor intrínseco aúna otro de ocasión y es el ser de grandísima actualidad en España, donde hemos dado en la flor de hablar y escribir acerca de asuntos educacionales. Que hay algo de moda en ello, no cabe duda; después de los grandes desastres nacionales, desde el de 1870 en Francia, se lleva mucho lo de agitar problemas pedagógicos, y decir: «no los soldados, los maestros de escuela nos han vencido», porque se resigna uno mejor a ser vencido por la mayor pericia y ciencia que por el mayor denuedo y valor; pero así y todo, la moda es muy útil. La inmensa mayoría de los españoles, aun de los que podríamos llamar cultos, dando grandísima extensión a este calificativo, maldito si creen en la eficacia del maestro de escuela ni en la importancia de los problemas pedagógicos; y si otra cosa dicen o es de boquilla y por no desentonar o se engañan a sí mismos; les carga la ciencia y están convencidos de que los brutos e ignorantes son más felices que los intelectuales y cultos; fáltales fe en la cultura, que es en España casi exótica; óyese con frecuencia decir a hombres de carrera que para lo que sacan con ella saben bastante; todo eso del sacerdocio del magisterio es aquí una mentira tan grande como la del magisterio del sacerdocio sería; un positivismo brutal y práctico –el teórico nos liberta de este otro– infesta a nuestras clases dirigentes; en los casinos en que están siempre ocupadas las mesas de tresillo, no se ve entrar a nadie en los salones de lectura más que a leer periódicos políticos, mientras los obreros consumen folletos y libritos de propaganda; el filisteísmo de nuestra clase media se reduce a un terrible beotismo; se llama teórico, soñador o idealista a quien no enfoca las altas cuestiones desde el bajo punto de mira de los intereses personales, locales o regionales; cunde la concepción hospiciana del Estado; se sostiene abierta o solapadamente que un instituto cualquiera de enseñanza es un medio de dar vida a una localidad o comarca, sin advertir no ya lo torpe, sino lo equivocado de este concepto, aun para los fines a que dicen enderezarlo sus sostenedores... mas con todo esto, cualquier obra que sobre educación se dé a nuestro pueblo será una gota más que cabe en la piedra.

Y esta obra es mucho más que gota; es ya chorro. Merece bien de la cultura patria el ya de antes meritísimo de ella Sr. Lázaro, al publicarla.

Miguel de Unamuno

Salamanca, Enero de 1902

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{1} Prólogo a la obra en prensa de Bunge, del mismo título. N. del E.

{2} Der Verkehr des Christen mit Gott, im Anschluss an Luther dargestellt von Dr. W. Hermann, professor in Marburg. Dritte Auflage. Stuttgart, 1866.

{3} The influence of greek ideas and usages upon the christian church. By the late Edwin Hatch, D. D. Eighth edition, Oxford 1901.

{4} Lehrbuch des Dogmengeschichte von Dr. Adolf Harnack. Friburg i. B. und Leipzig, 1894, tres volúmenes.