Gustavo Bueno Sánchez, A los cien años de la muerte del filósofo Zeferino González (original) (raw)

Se cumplen cien años de la muerte del más grande filósofo asturiano del pasado siglo, un filósofo que, aunque fue Cardenal de la Iglesia de Roma y Arzobispo de Sevilla y de Toledo prefería, con modestia de dominico, que le llamasen fray Zeferino (con Z), fray Zeferino González.

El centenario de 1994 está siendo más bien modesto y restringido principalmente al ámbito provincial. No se ha organizado un gran congreso internacional sobre su figura, como el que se celebró en 1948, en análoga circunstancia, en torno a Jaime Balmes, el más grande filósofo español de la primera mitad del pasado siglo (Zeferino González juega sin duda el mismo papel en la segunda mitad del XIX); ni ha acaparado la atención de toda la intelectualidad española, como ocurrió en 1956 cuando el centenario del nacimiento de Marcelino Menéndez Pelayo.

Incluso en la escala regional la celebración ha sido más bien tibia. A principios de año se anunció que el Ayuntamiento de Laviana preparaba alguna actividad al respecto. La Consejería de Cultura, quizá porque fray Zeferino, aunque asturiano, ni escribió de la gaita ni se sirvió de la llingua, no nos ha sorprendido con alguna cuidada edición de sus obras, de un interés intrínseco infinitamente superior al de tantas otras que han sido reeditadas con primor para ser regaladas o justificar almacenes. La Sociedad Asturiana de Filosofía no ha organizado un sólo acto dedicado a fray Zeferino, pero tampoco la orden fundada por Santo Domingo, quizá porque fray Zeferino perteneció a una “provincia” venida a menos (la del Santísimo Rosario de Filipinas), parece haberse destacado en su recuerdo (también parece haber olvidado este año el centenario del nacimiento del teólogo de Cornellana, Fr. Manuel Cuervo, ni el del lógico de Allande, Fr. Antonio Fernández).

La revista El Basilisco dedicó en la primavera la contraportada del número 16 de su segunda época a la celebración (limitándose a reproducir la efigie del filósofo y las portadas de sus cuatro obras más importantes) y el IDEA ha organizado con tal ocasión una exposición bibliográfica y un ciclo de conferencias. El inteligente seguidor de LA NUEVA ESPAÑA habrá percibido la carga ideológica que el RIDEA ha buscado insuflar a su celebración con la sola lectura de los titulares de las reseñas de las dos primeras conferencias: “Ramón Maciá: el ateísmo niega la moral y admite genocidios como el aborto”, “Solís: el pensamiento cristiano impulsó los avances científicos”.

Antes hemos calificado a Zeferino González como el más grande filósofo asturiano del pasado siglo. Y al decir filósofo lo decimos en un sentido preciso, es decir, no estamos diciendo teólogo, apologista o escritor. Es más, entendemos a Zeferino González como filósofo mundano (aunque muchas veces se le haya percibido como un rancio académico, tomista puro), en tanto que ejercita la “legislación de la razón” para interesarse por los problemas más acuciantes de su presente (sin que olvidemos, es obvio, su condición de hombre de Iglesia y creyente, de Cardenal y dominico). Sus coetáneos siempre le vieron como un filósofo, como un filósofo cristiano.

El cristianismo ha sido la única religión terciaria en la que se ha dado históricamente una confluencia con la filosofía (a partir de cierto desarrollo, Maimónides y Averroes, el judaísmo y el islamismo impidieron el cultivo de la filosofía, vista como algo peligroso y disolvente). El componente crítico inicial del cristianismo ante la filosofía griega, que acabó confiriendo un significado filosófico a toda su evolución, alcanza dialécticamente su resolución más paradójica en 1870, cuando el Concilio Vaticano I decreta el “dogma de fe en la razón”, la fe en la filosofía: “Quien afirma que el único y verdadero Dios, nuestro Creador y Señor, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana a través de las criaturas, sea anatema”.

Es del mayor interés comparar, en este sentido, las figuras de Balmes y González, indiscutiblemente las dos más grandes figuras del pensamiento cristiano español decimonónico. Jaime Balmes y Zeferino González tienen muchos puntos paralelos entre sí. Ambos escriben obras compactas, de tamaño similar y estructura literaria análoga: Balmes su Filosofía Fundamental, Zeferino sus Estudios sobre la Filosofía de Santo Tomás; ambos nos han dejado sendos manuales filosóficos sistemáticos y también grandes escritos de carácter apologético: El protestantismo comparado con el cristianismo de Balmes, La Biblia y la Ciencia de González. Ambos se declaran tomistas y los dos se interesan por las ciencias positivas. Pero mientras que Balmes orienta su interés hacia las matemáticas y la trigonometría, González cultiva las ciencias naturales morfológicas (la zoología, la geología o la botánica). Balmes, en la primera mitad del siglo, gravitaba hacia un escepticismo fideista; González prefirió cierto dogmatismo racionalista colindante con el “dogma de fe en la razón” que iba a proclamar el Vaticano I. Balmes había dicho: “La sociedad no se ha formado ni se conserva por la Filosofía, cuando los filósofos la han querido fundir en sus crisoles, el resultado ha sido producir una conflagración espantosa...”; González escribió: “La historia enseña que la Filosofía, a vuelta de muchos y graves errores, ha contribuido poderosamente al desarrollo y progreso de las ciencias, así naturales y físicas como morales y políticas, las cuales todas tienen su base y reciben sus principios de la Filosofía”.

El proyecto de fray Zeferino constituye una de las últimas tentativas de la filosofía escolástica, en el sentido más estricto, para formarse un juicio teórico y práctico (político, moral) sobre el significado de la Iglesia católica en el conjunto del mundo contemporáneo y para defender la necesidad de la filosofía en el contexto de la vida política, espiritual y religiosa de los hombres. Una tentativa que hoy, cien años después, seguramente ningún filósofo cristiano se atrevería a promover en términos tan ambiciosos.

Zeferino González nació en Villoria, Pola de Laviana, el 28 de enero de 1831, en el seno de una familia de labradores. En una Asturias eminentemente agrícola y ganadera, ni siquiera eotécnica, que iniciaba su industrialización de la mano del carbón y del hierro, la Asturias paleotécnica, negra, ruidosa y contaminada a cuyo declive asistimos hoy, eran pocas las posibilidades que se ofrecían a unos padres humildes para poder mantener a sus hijos. El futuro más seguro (para vástagos y padres) continuaba siendo la entrega de los hijos a la religión, y los dominicos, en particular, tenían especial audiencia en los concejos de montaña de Asturias (también en los de León). No deja de sorprender el número de filósofos dominicos asturianos posteriores a Zeferino González: Ramón Martínez Vigil, Norberto del Prado, José Noval Gutierrez, Albino y Antonio González-Menéndez Reigada, José y Manuel Cuervo, Manuel Barbado Viejo, Cándido Fernández García, Máximo Canal Gómez, Ramón Cachero, Cándido Miranda...

José Ramón, el hermano mayor de Zeferino, fue también dominico y profesor de filosofía en Manila, y otro hermano, Atanasio, sacerdote, siguió la carrera de su hermano en Córdoba, Toledo y Sevilla (se cumplen también los cien años de su muerte, pocos meses antes que el cardenal).

El 28 de noviembre de 1844 (hace ahora exactamente 150 años; de otra manera, Zeferino fue dominico exactamente medio siglo y un día) toma el hábito en el convento de Ocaña, que desde 1830 se había transformado en lugar de preparación y colegio de misioneros. La delicada situación político social del del año 1848 aconsejó apresurar la marcha para Ultramar de los jóvenes misioneros dominicos que se formaban en Ocaña, entre ellos fray Zeferino. Tiene dieciocho años cuando llega a Manila, donde termina sus estudios.

En 1857 están datados sus dos primeros trabajos publicados. Es interesante advertir que estas dos primeras publicaciones no tienen un carácter filosófico, sino que corresponden a las ciencias naturales: Los temblores de tierra y La electricidad atmosférica.

Lo delicado de la salud del joven dominico privó probablemente a la Orden de un nuevo mártir evangelizador en Ton-kin y determinó la dedicación de González a la academia y no a la misión. Fray Zeferino maduró como filósofo en las Filipinas: en 1864, veinte años después de su llegada a Ocaña, publica, en Manila, su obra doctrinal más solida, los tres volúmenes de Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás (fueron reeditados en Madrid en 1866-67 y publicados en alemán en Regensburg, 1885).

La delicada salud aconsejó también el traslado a la península que decidió la Orden: en 1867 irrumpe en Madrid un fraile de 36 años, dotado de una sólida formación, pero perfectamente desconocido. Al parecer fue en el coloquio a una conferencia filosófica que en el Ateneo acababa de pronunciar Segismundo Moret donde Zeferino González sorprendió a los concurrentes con la solidez de su réplica.

El revolucionario 1868 publica en Madrid la primera edición de su Philosophia elementaria, y comienza a organizar una reuniones en las que se tratan asuntos filosóficos: se ha llegado a hablar de un “grupo de la Pasión” (nombre anterior de la actual calle Fray Zeferino, de Madrid, donde se encontraba el convento de misioneros dominicos) en torno al asturiano. El discípulo más fiel y la personalidad más influyente que fray Zeferino tuvo ocasión de conformar fue precisamente la de otro asturiano, Alejandro Pidal y Mon (quien, nacido en 1846, patrocinó en 1873, cuando tenía 26 años, la edición de los dos volúmenes que recogían una miscelánea de artículos sueltos de su maestro, los Estudios religiosos, filosóficos, científicos y sociales; dos años antes de que diera a la estampa su propio libro Santo Tomás de Aquino, de más de 400 páginas, en el que se percibe la profunda influencia de fray Zeferino).

Desde muy pronto es considerado por la opinión pública como filósofo: así leemos en 1870 en el periódico La Epoca que “el notable escritor filosófico fray Zeferino González acaba de publicar un opúsculo bien escrito sobre la infalibilidad del Pontífice”, o en 1873, en La Iberia, que “la Academia de Ciencias Morales y Políticas ha elegido para cubrir tres vacantes a los señores Arnao y Valera, habiendo obtenido mayoría de votos el filósofo dominico fray Zeferino González”. Ese mismo año publica la versión española de su Filosofía elemental, que no es una mera traducción de la versión latina: han desaparecido algunas espinosas discusiones doctrinales que, en lengua vulgar, podrían sugerir nocivas pistas a lectores no preparados (al menos para leerlas en latín).

Gumersindo Laverde prepara por carta, en noviembre de 1874, una entrevista de Menéndez Pelayo, que sólo tiene 18 años, con el filósofo. “Mañana, que tengo la tarde libre a consecuencia de haberse suspendido las clases por ciertos motines universitarios haré una visita a Fr. Zeferino, a quien no he podido ver hasta ahora”, escribe Marcelino. Pero esa visita no se celebró entonces, y en febrero de 1875 Laverde vuelve a urgir a su discípulo para que le visite “antes de que obispe”. Cuando el filósofo promete al joven polígrafo datos sobre traductores filipinos, en la entrevista urdida por Laverde, el dominico ya está propuesto como obispo.

De 1875 a 1883 es fray Zeferino Obispo de Córdoba, de donde pasa como Arzobispo a Sevilla, donde en 1884 es preconizado Cardenal por el papa León XIII. Al año siguiente le encontramos como Cardenal Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas. Pero el dominico, que como hombre de Iglesia es celoso organizador y pulcro administrador, no puede menos de enfrentarse con el aparato clerical toledano y prefiere en 1886 volver a Sevilla como arzobispo, por segunda vez, hasta el último día de 1889 en que dimite para jubilarse.

En Córdoba preparó fray Zeferino la obra que quizá le ha dado más popularidad en los ambientes filosóficos, la monumental Historia de la Filosofía (3 tomos la 1ª edición, 1878-79; 4 tomos la segunda, 1886; publicada en francés en París, 1890-91, en 4 volúmenes). Se trata de la primera gran historia de la filosofía escrita en español y de la primera gran exposición católica de una Historia de la Filosofía que quería mantenerse en un horizonte filosófico, con pretensiones sistemáticas y críticas. Hoy le faltará sin duda rigor filológico a esta Historia, pero mantiene sin duda todo su interés en tanto que verdadera historia filosófica de la filosofía.

La última obra publicada por González, cuando ya estaba jubilado, es sin embargo la obra que ha quedado más anticuada. La Biblia y la Ciencia es respuesta, un tanto tardía, a la polémica provocada por la publicación del libro de Draper sobre los conflictos entre la religión y la ciencia. Es el último desesperado intento realizado, en el siglo en que la geología y la evolución obligaron a retirar de las ediciones de la Biblia la fecha del -4004 como año de la creación del mundo o el -2986 como año del diluvio, para arreglar una armonía entre un relato mitológico con dos mil años de solera y los imparables conocimientos científicos sobre el mundo, la vida y el hombre. La forma de ser más piadosos al recordar el centenario de fray Zeferino sería no remover mucho La Biblia y la Ciencia, pues si hace cien años ya resultaban ridículas especulaciones sobre un “diluvio antropológico”, restringido y armonizador, después de la teoría de la relatividad y de otros cien años de desarrollo científico es simplemente penoso volver a escuchar ingenuidades sobre la fe y la ciencia o la ciencia y la fe.

Fracasada en la primera mitad de nuestro siglo la restauración tomista de la filosofía cristiana que había impulsado el papa León XIII y en la que tanto influyó el cardenal González y, sobre todo, tras el repliegue ideológico posterior al Vaticano II, las obras de fray Zeferino no interesan ni siquiera a los propios dominicos (que ya ni estudian latín ni conocen a Santo Tomás). La obra de fray Zeferino, que conoció siete ediciones de la Philosophia elementaria y otras tantas de la Filosofía elemental, dos ediciones de los Estudios y de la Historia de la Filosofía, con traducciones al alemán y al francés, no ha vuelto a ser editada en este siglo.