Francisco Trinidad, Fray Zeferino González. Repaso a la vida y obra del sacerdote y filósofo, que aunó los valores de la religión y la ciencia (original) (raw)

«Ninguno de tan poco llegó a tanto, / Fraile ayer, Príncipe hoy, mañana Santo.» Sirva este conocidísimo pareado de Ramón de Campoamor para resumir la trayectoria eclesiástica de fray Zeferino González, aunque sus valores intelectuales y su trascendencia científica no se agotan ni en estos dos versos ni en el apretado resumen que habrá de hacerse en este artículo.

Zeferino González nació en la parroquia de Villoria, Laviana, el 28 de enero de 1831, hijo de humildes labradores colonos del Marqués de Camposagrado. A los trece años ingresó en el Colegio de Ocaña, donde profesaría cuatro años más tarde, para embarcar a continuación con destino a Filipinas, donde la orden dominicana tenía una gran presencia misionera y educativa desde la Universidad de San Juan. En Manila terminó sus estudios, se ordenó como sacerdote y comenzó su labor intelectual como profesor de Teología y Filosofía y como escritor: en Manila publicó también sus primeros trabajos, dos escritos sobre los temblores de la tierra y la electricidad y sus Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás, con los que, según Ángel Ganivet, buscaba «rejuvenecer la filosofía escolástica, armonizándola con los progresos actuales, y en este propósito debe fundar todo juicio crítico acerca de la significación y merecimiento en el movimiento filosófico actual.»

Fray Zeferino González
Retrato de Fray Zeferino González exhibido en el Ayuntamiento de Laviana. F. T.

Tras haber desempeñado cargos importantes en el convento de Manila, regresó á España, en 1865 por motivos de salud, lo que sería una constante en su vida: su mala salud crónica y su propia humildad le impidieron desarrollar quizás más altos cargos y sobre todo escribir más, aunque al decir de Javier Fernández Conde, «su obra literaria fue sencillamente impresionante». A las obras citadas hemos de sumar, en apretado resumen, su Filosofía Elemental, en latín y en tres volúmenes, en el que vierte las pautas de la nueva escolástica; su Historia de la Filosofía, también en tres volúmenes; su compilación de artículos titulada Estudios religiosos, filosóficos, científicos y sociales, o su última obra, La Biblia y la Ciencia, en la que «afronta problemas científicos de índole paleontológica, de extraordinaria modernidad a finales del XIX». Además, colaboró con diversos artículos sobre la filosofía de la historia, economía política, filosofía alemana y escolástica en el periódico La Cruzada y en revistas como La Ciudad de Dios, La España moderna o La España católica.

Sus obras sobre santo Tomás de Aquino fueron traducidas y en algunos casos utilizadas como libro de texto en algunas escuelas de Francia, Bélgica, Italia, Alemania, Polonia o Rusia. Según Gustavo Bueno Sánchez, que le ha dedicado una muy documentada tesis doctoral, «fue el filósofo sistemático más riguroso del panorama hispánico durante la segunda mitad del siglo XIX, e importante impulsor del intento de restaurar el tomismo que se produjo dentro de la filosofía cristiana en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX». Y el también lavianés y dominico, fray Norberto del Prado, lo sitúa, desde el punto de vista intelectual, como «digno discípulo de Santo Tomás de Aquino y de San Alberto Magno, y legítimo heredero de las tradiciones de los Dominicos científicos españoles Vitoria, Cano, Soto, Báñez y otros grandes teólogos», entre los que siempre suele señalarse a Jaime Balmes, al que se considera su predecesor y del que suele decirse que incluso es a él a quien debe su vocación filosófica.

Su conocida modestia –en realidad, fray Zeferino sólo aspiraba a seguir enseñando y escribiendo en la tranquilidad de su convento de Ocaña– le hizo renunciar al obispado cuando le ofrecieron los de Astorga y Málaga. Emilio Martínez cita los de Tuy y Málaga, por evidente error. Llegó incluso a buscar el apoyo de influyentes personajes para que no se turbasen sus meditaciones con el peso de dicho cargo. Pero en 1875 fue nombrado obispo de Córdoba y ante sus habituales protestas el Papa Pío IX parece ser que dijo aquella frase que se ha hecho famosa: «Por lo que escribió le hice obispo; que sea obispo y que escriba». Pero lo cierto es que, una vez nombrado obispo, «su actividad intelectual se vio hasta cierto punto resentida. Durante los quince años en que ocupó puestos de responsabilidad en la Iglesia, las ocupaciones pastorales amortiguaron el ritmo de su producción filosófica, reducida casi a la tarea de corregir y actualizar las sucesivas ediciones de sus obras. Tres años después de ocupar la silla cordobesa vio la luz la obra por la que quizá ha sido y es más conocido Fray Zeferino, la monumental, en términos relativos a la época y a España, Historia de la Filosofía (editada en 1878-79 en tres volúmenes y en 1886 en 4 volúmenes, traducida al francés en 1890). La Historia de la Filosofía de Fray Zeferino representaba la más completa y amplia obra de su género escrita por un español hasta entonces». (Gustavo Bueno Sánchez).

Fray Zeferino ocupó la mitra cordobesa durante casi diez años, aprovechando este tiempo para introducir en la diócesis algunas reformas, como la adaptación de los seminarios conciliares como centros de bachillerato, o como la implantación de los Círculos Católicos de Obreros, con los que fue pionero en el compromiso de la Iglesia española con la cuestión obrera. Nacieron con una circular de fray Zeferino instando a la creación de un movimiento de promoción de la doctrina católica como forma de evitar la entrada de los principios socialistas en la clase obrera de la provincia y como contrapunto a la Internacional Socialista. La finalidad de dichos círculos, además de la lógica promoción de las creencias católicas, era proporcionar trabajo a los asociados que lo necesitasen y la creación de cajas de ahorros para los obreros, así como proporcionarles un lugar de recreo.

En 1883 fue nombrado Arzobispo de Sevilla y renunció a la dignidad de senador que llevaba aparejada la de arzobispo para dedicarse por entero a sus deberes pastorales. Al año siguiente, León XIII le nombró cardenal con el título de Santa María supra Minervam; y un año más tarde, fue preconizado como Arzobispo Primado de Toledo.

Pero de nuevo su mala salud, deudora de infecciones contraídas en Manila, se interpuso en su camino y debió renunciar, primero, a la mitra de Toledo, cuyo clima y sobre todo su humedad le afectaban negativamente, y una vez regresado a Sevilla, también a este arzobispado, en 1890, regresando a Madrid, donde consumió sus últimos años afectado por una grave y penosísima enfermedad que lo fue minando poco a poco hasta llevarle a la muerte el 28 de noviembre de 1894. Su oración fúnebre fue pronunciada por el obispo de Oviedo, su compoblano fray Ramón Martínez Vigil, que había viajado expresamente a Madrid, enterado de su gravedad, y le había administrado la extremaunción.

Podía haber pedido que sus restos reposasen en las catedrales Córdoba, Toledo o Sevilla, como correspondía a su dignidad eclesiástica, y, sin embargo, prefirió elegir el convento misionero de Ocaña, al que se sentía tan sentimentalmente unido. Su muerte, que tuvo resonancia nacional, fue anunciada por el superior de los dominicos al Gobierno, «para que acordara los honores que se han de tributar a sus restos mortales» y el ministro de Gracia y Justicia, tras conferenciar con el Presidente del Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta, dispuso otorgarle honores de capitán general con mando que muere en plaza fuerte, de modo que las solemnes ceremonias celebradas vinieron a ratificar la admiración, respeto y popularidad que había alcanzado. Alejandro Pidal, que fue su amigo y uno de sus discípulos más significados, escribió una sentida necrológica en La Unión Católica, en la que, entre otras cosas, dice lo siguiente: «Mucho pierde la Iglesia, mucho pierde la Cristiandad, mucho pierde la Orden de Santo Domingo con la muerte del P. Zeferino, pero más pierde España, y Asturias, sobre todo, mucho más».

Laviana le homenajeó colocando una placa, costeada por José Gutiérrez Cortina, en la fachada de su casa natal, y un busto en la plaza de la Iglesia Parroquial de Villoria, donde había sido bautizado. Además del retrato que figura en esta galería.

Su retrato es el único que no está firmado de los diez que componen esta pinacoteca municipal. Sin embargo, la consulta del expediente de adquisición del cuadro nos revela su autor, Luis Ceferino Gutiérrez, pintor también lavianés que firma el cuadro de fray Graciano Martínez.

Luis Ceferino es un pintor menor, del que no he hallado referencia alguna –ni siquiera en el Españolito–, salvo un breve suelto del diario La Prensa, de julio de 1926, en el que da cuenta de una exposición en Sama de Langreo, en la que «expone paisajes, composiciones varias, reproducciones de cuadros célebres y algunos retratos». Y a renglón seguido, agrega: «Siempre certero, siempre justo en el colorido y en la forma, se nos ofrece este genial artista; pero donde sobresale de una manera que encanta es en el retrato. Aquí es donde se afirma la personalidad del pintor».

Aprovechando su estancia en Langreo para esta exposición, pues escribe desde el hotel «Carolina», de Sama, envía una carta al alcalde de Laviana, Arturo León, proponiéndole que el Consistorio adquiera el cuadro de fray Zeferino en 950 pesetas, que incluyen el marco. Pero la Comisión Permanente rechaza su adquisición, al carecer de fondos para ello. Luis Zeferino propone primeramente al alcalde que se le abone en dos plazos y finalmente rebaja su precio a 700 pesetas. Por último, el noviembre de 1926 se acuerda adquirir por ese último precio el cuadro que hoy luce en el Salón de Plenos.