Pedro V. Aja, Unamuno y la inmortalidad del hombre concreto, Revista Cubana de Filosofía 1951 (original) (raw)
Pedro V. Aja
En las intuiciones centrales de la Filosofía del profesor de Salamanca sobresalen dos temas fundamentales: la doctrina del hombre de carne y hueso y la doctrina de la inmortalidad; meditados ambos en agonía por don Miguel de Unamuno, para decirlo a su riesgo y gusto.
Estos temas son tratados por el más egregio representante de la generación del noventa y ocho en su obra «Del Sentimiento Trágico de la Vida». El primer y segundo ensayo, y el tercero, cuarto, quinto y sexto respectivamente, están dedicados a debatir estas cuestiones en tan originalísima obra, que es, sin duda, la que más notoriedad ha alcanzado entre las publicaciones de don Miguel.
Manuel Altolaguirre califica como «el más hermoso de sus poemas», esta lucha entre la razón insuficiente y la voluntad creadora de fe y de poesía, de donde brota el sentimiento trágico de la vida. Y no anda descarriado el poeta español. Porque el pensamiento de Unamuno es, en lo intransferible, más poético que científico. Su autor no se nos da como un profesional de la Filosofía, cosa que después de todo no era, sino como un hombre cuya escritura le salía teñida de la sangre vital que corría en lo irracional en su vida. Así crea su obra. Y por eso la poesía resulta su cauce natural. Y la voluntad el gran motor de su pluma. Había que ganar la vida, dijo, con razón, sin ella, o contra ella. Diálogo consigo mismo, le llamó él. Y se catalogó a sí propio, como un hombre de soberanas contradicciones.
Al hilo de estas consideraciones nos luce ajustada la ubicación que al pensador vasco le ha fijado Humberto Piñera, al situarlo, en su reciente trabajo sobre Descartes, entre los existencialistas creyentes que representan la lucha renovada de la fe frente a la posición sostenida por el sentido común –vale decir: la razón, el intelecto– en la cultura de Occidente. En el fondo, asevera Piñera, es la pugna de Job y Sócrates, de la Biblia con el symposium griego.
Presentar la doctrina que sobre el hombre de carne y hueso meditó Unamuno, comporta tocar el soporte de todo su pensamiento, la cual insurge, precisamente, al calor de una ardua polémica contra el hombre abstracto: esa entidad mental que han elaborado filósofos de gabinete en tanto hacían filosofía en lugar de vivirla. Pero sobre esto dejemos que el propio Unamuno nos lo diga directamente:
«Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el hombre político de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, [26] el homo económicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra; que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre.»
«El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pisamos sobre la tierra.»
«Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos.»
Como se ve, Unamuno concibe al hombre como un ser de carne y hueso, como una realidad cuya existencia no se puede poner en duda, como «un principio de unidad y un principio de continuidad». Lo otro es un no hombre.
Sigue en esto una tradición personificada en la antigüedad cristiana y en el medioevo por San Pablo, Tertuliano, San Agustín; emergiendo en la modernidad a través de Pascal, Rousseau, Kierkegaard... Contemporáneamente su proximidad al existencialismo luce inobjetable.
Ya tenemos, pues, a Unamuno en lucha sin cuartel contra toda forma de filosofía desvitalizada y él imperio de la lógica. Rechaza de plano una vaga e inexistente «humanidad». Habrá que atenerse a lo sustantivo: el hombre concreto. Lo demás es pura entelequia. Por tanto, y por lo pronto, impugnará al cientificismo racionalista por padecer de radical insuficiencia para penetrar la esencia de lo humano. El intelectualismo no podrá nunca llenar una vida humana concreta, ni entregarnos el ser de un hombre de aquí y de ahora.
«El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se ha dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y, acaso, lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.»
En su oposición denodada al racionalismo y al intelectualismo, Unamuno le atribuye importancia a todo cuanto sirva para confirmar o reputar lo que constituye el centro de su pensamiento; mientras proclama, en su concepción sui generis, la continuidad de sí mismo y el afán de inmortalidad como la verdadera esencia de lo humano. En efecto, concordando con Spinoza que tiene como la esencia actual de una cosa, el esfuerzo con que la misma trata de perseverar en su ser, el pensador español afirma:
«Quiere decirse que tu esencia, lector, la mía, la del hombre Spinoza, la del hombre Butler, la del hombre Kant y la de cada hombre que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir. Y la otra proposición que sigue a estas dos, la octava, dice: conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur, nullum tempus finitum, sed indefinitum involvit, o sea: el esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, no implica tiempo finito, sino indefinido. Es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual. Y, sin embargo, este pobre judío portugués, desterrado en las nieblas holandesas, no pudo llegar a creer nunca en su propia inmortalidad personal, y toda su filosofía no fue sino una consolación [27] que fraguó para esa su falta de fe. Como a otros les duele una mano, o un pie, o el corazón, o la cabeza, a Spinoza le dolía Dios. ¡Pobre hombre! ¡Y pobres hombres los demás!»
Hambre de supervivencia y afán de inmortalidad: he aquí para don Miguel, los sentimientos radicales del hombre concreto. Y transitando por estas aristas sobresalientes de su pensamiento, arribamos a lo que constituye su doctrina de la inmortalidad. Previamente urge esclarecer que, para Unamuno, toda reflexión enderezada a fundamentar o a invalidar estos sentimientos radicales, ha sido como la expresión de una actitud; es decir, se ha arrastrado una especie de lastre; o, si se quiere, se ha padecido como de una miopía dañina para el enfoque integral: por eso el hombre se les presenta sólo como un ente de razón y no como lo que auténticamente significa, esto es, como un haz de contradicciones violentas.
Unamuno hace el más completo elogio de la contradicción, en su combate sin tregua contra los que «sólo tienen razón». Después de todo, bien se lo tenía ganado el racionalismo desbordado, el cual con soberbia inaudita había blasonado de un triunfo factible y que de tal modo estorbaba el enfoque certero del hombre, que hubiera llegado a impedirnos totalmente su concepción integral. Lo interesante de todo esto –según arguye Ferrater Mora– es que el hombre no puede vivir tampoco sin la razón, «la cual ejerce represalias» y coloca al hombre en una inseguridad, que es, a la vez, el fundamento mismo de su vida. ¡Y a qué conclusión tan conmovedora llega el insigne pensador vasco!: el cientificismo, nos dice, es uno de los caminos que conducen al suicidio.
No hay más escapatoria, pues, que la contradicción: éste y solamente éste es el valedero modo de pensar y de sentir en el hombre de carne y hueso. Por eso en el pensamiento filosófico solamente la paradoja encarna la gran verdad. Aquello otro es mera «abogacía».
En el curso de estas consideraciones, Unamuno no encuentra más soporte para la creencia en la inmortalidad que la esperanza. Imposible recurrir a la lógica, como tampoco a la ciencia. Ni silogismos, ni inducciones.
Por otra parte, en Unamuno la inmortalidad es sobre todo una necesidad vital:
«El Universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en el aire que respirar. Más y cada vez más; quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!»
Y más adelante aflora la terca voluntad que salva a don Miguel, pues aunque la razón y las razones den prueba de lo absurdo que es [28] la creencia en la inmortalidad del alma, a él esos razonamientos no le hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se apacienta el corazón...
«No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.»
Esto, y no otra cosa, es el sentimiento trágico de la vida. Nace de la contradicción honda y quemante entre una lógica fría y razonadora, que considera absurda la idea de la inmortalidad, y una voluntad sangrante, tensa, que a pesar de todo pugna por sobrevivir.
«Y vuelven los sensatos, los que no están a dejarse engañar, y nos machacan los oídos con el sonsonete de que no sirve entregarse a la locura y dar coces contra el aguijón, pues lo que no puede ser es imposible. «Lo viril –dicen– es resignarse a la suerte, y pues no somos inmortales, no queramos serlo... No me someto a la razón y me rebelo contra ella, y tiro a crear, en fuerza de fe, a mi Dios inmortalizador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros, porque si tuviéramos fe como un grano de mostaza, diríamos a ese monte: «pásate de ahí», y se pasaría y nada nos sería imposible. (Mat., XVII. 20.)»
Pero Unamuno no se conforma con la mera supervivencia de las almas. Pretende nada menos que, junto a aquélla, la del cuerpo –don Miguel quería salvarse con levita y todo–, con lo que, justamente se vincula a la doctrina católica. Ese cuerpo suyo, que tanto le padeció, ganaría un espléndido y brillante «derecho de permanencia». Como que:
«La fe cristiana nació de la fe de que Jesús no permaneció muerto, sino que Dios le resucitó y que esta resurrección era un hecho: pero esto no suponía una mera inmortalidad del alma, al modo filosófico... Y puede, a partir de esto, afirmarse que quien no crea en esa resurrección carnal de Cristo podrá ser filócristo, pero no específicamente cristiano.»
En Unamuno, pues, hay una voluntad: no morirse; y una esperanza: que la muerte sea vía, que no implique la aniquilación del cuerpo y del alma. Yerra quien pretende hallar en su afán de sobrevivir una especie de justificación ética en este peregrinar del hombre sobre los caminos del mundo. Y esta esperanza es un sentimiento universal que está presente, aunque como a escondidas, en casi todos los sistemas filosóficos.
Admira el esfuerzo de este sublime insurgente que es don Miguel, por señalar la presencia de la sed de inmortalidad en los mitos, en las leyendas y teorías del eterno retorno, en no pocos sutiles sistemas filosóficos, en el propio afán de gloria, en fin, en el interior de cada hombre, cuando la razón ordena apartar esta idea de la conciencia y sin embargo la duda se insinúa sin desmayo en el fondo del espíritu.
Después de todo, esto de la inmortalidad del alma cae fuera de la razón. El vio que como problema era de naturaleza irracional. [29] Y, en verdad, racionalmente, carece de sentido hasta el plantearlo. Pues si inconcebible fuera la persistencia de la conciencia individual, asimismo resultaría su desaparición absoluta. En última instancia a la razón le sobra tarea: explicarse el mundo y la existencia. Y para ello –lo subrayó muchas veces el profesor de Salamanca– no ha menester de la mortalidad o inmortalidad de nuestra alma.
La fe, pues, en la inmortalidad es irracional. Unamuno lo medita en agonía: no hay más sostén que aquello que contiene al mismo tiempo una duda y una convicción: la esperanza.