Manuel de la Revilla, Revista crítica, 15 febrero 1877 (original) (raw)
Manuel de la Revilla
ontinúa en el Ateneo la discusión pendiente sobre la constitución inglesa, habiendo terciado en ella el distinguido orador D. Gabriel Rodríguez. Considerado en conjunto, su discurso ha sido uno de los mejores que se han pronunciado en este debate, tanto por la fuerza de la argumentación como por la templanza y mesura con que ha tratado el Sr. Rodríguez a sus adversarios. Es el Sr. Rodríguez muy simpático como orador y como hombre. Agradan sus discursos por sobrios y razonados y por cierta energía y calor que en ellos se nota y que no impide que sean serenos y templados. Gustan, sobre todo, porque revelan una convicción firme y un sincero amor a la libertad y al progreso y porque rara vez aparecen turbados por la pasión violenta. Si a esto se agregan las prendas personales que al Sr. Rodríguez adornan y que le han valido una envidiable reputación de buena fe y consecuencia, fácilmente se comprenderá que su palabra es siempre oída con viva satisfacción por sus amigos y con respeto por sus adversarios.
En la ocasión presente el Sr. Rodríguez no ha desmentido las esperanzas que en él se fundaban. Su discurso ha sido una vigorosa réplica de las doctrinas asentadas por los conservadores; una enérgica defensa de los principios liberales y una demostración clarísima de las contradicciones en que abundaba el discurso del señor Moreno Nieto.
Trazó a grandes rasgos el Sr. Rodríguez la historia de las libertades inglesas, atribuyendo su consolidación a la ruptura con Roma y poniendo de relieve los beneficios prestados por el protestantismo a la causa de la libertad; defendió la libertad religiosa, combatiendo la existencia de religiones oficiales; sostuvo la necesidad [412] de que los gobiernos reconozcan y garanticen los derechos ciudadanos; disertó extensamente acerca del concepto del Estado ocupándose después de las formas de gobierno, declaró que las monarquías debían transformarse al impulso de las ideas modernas, como se ha hecho en Inglaterra y otros países constitucionales y que una vez verificada esta transformación, la democracia y la libertad podían concertarse igualmente con la forma monárquica y con la republicana. No habría tacha en el discurso del Sr. Rodríguez y bien pudieran considerarse sus doctrinas como símbolo de todas las escuelas liberales si no hubiera caído en la fatal tentación de sustentar los funestos principios de la escuela economista. Hízolo así, con efecto, y por más que procuró atenuarlos, llamando organismo al Estado y empleando ciertas fórmulas impropias de su escuela, no por eso dejó de exponer aquellas desacreditadas doctrinas que tantos daños han originado a la democracia. Por centésima vez oímos definir al Estado como órgano del derecho (palabra que en lengua economista no es más que orden exterior y mecánico de la sociedad), enaltecer hasta la exageración los derechos del individuo, negar al Estado toda participación directa y eficaz en la vida social y proclamar ese pernicioso individualismo que no es otra cosa en suma que el entronizamiento de la anarquía y la negación del carácter ético del Estado y del carácter orgánico de la sociedad. Aunque el Sr. Rodríguez no sacó las consecuencias de sus principios, claramente las adivinamos y con facilidad nos representamos la imagen de esa sociedad individualista entregada al laissez faire, laissez passer, sorda a los gritos de dolor del proletariado, contempladora indiferente de las armónicas leyes económicas, dirigida por un Estado mudo, ciego e inconsciente que abandona a su suerte a individuos e instituciones, que a nadie ampara ni protege, que en nada interviene y de nada se ocupa, limitándose a castigar los delitos y conservar el orden público, y denominando pomposamente realización del derecho a lo que no es más que el cumplimiento de una función de policía.
Síntoma grave y peligroso nos pareció el ver que muchos liberales y demócratas aplaudieran esta parte del discurso del Sr. Rodríguez. Séanos permitido asombrarnos y dolernos de ello; ¿tan poco vale la experiencia y de tan poco sirven los adelantos de la ciencia, que aún haya demócratas que conserven la ilusión individualista. ¿Vamos de nuevo a sacrificar los altos intereses de la democracia y de la sociedad misma a ese individualismo anárquico, con el cual es imposible todo gobierno e imposible también el mejoramiento de la situación de las clases inferiores? Cuando la ciencia proclama el carácter orgánico y ético del Estado, cuando ve en él, como decía acertadamente el Sr. Moreno Nieto, el colaborador de la obra social o el mediador del destino humano, según la feliz frase de Ahrens, cuando las cuestiones sociales piden soluciones eficaces y justas, [413] cuando todos reconocen que es necesario aliar el orden con la libertad y el interés social con el individual, ¿vamos a entregar la sociedad a los individualistas?
¿Desarmaremos al poder social y entregaremos en breve plazo la sociedad a la reacción o a la anarquía, proclamando de nuevo los derechos absolutos, hoy con mejor acuerdo llamados libertades necesarias? ¿Cerraremos las universidades, los museos, los establecimientos benéficos, negaremos toda protección a la ciencia y al arte y nos condenaremos a la oscuridad y la barbarie por dar gusto a los economistas? ¿Renunciaremos a la enseñanza obligatoria y gratuita, base de todo sistema democrático y único medio de que el gobierno del pueblo por el pueblo sea una verdad? ¿Nos negaremos a intervenir en la organización del trabajo y dejaremos que los niños perezcan en las fábricas y las mujeres se perviertan para que se cumplan las leyes económicas? ¿Separaremos la Iglesia del Estado para que el ultramontanismo se haga en breve plazo dueño de la Europa? ¿Suprimiremos el ejército para que la demagogia o la reacción hagan presa de nosotros? Todo esto y mucho más habrá que hacer si prevalecen las ideas del Sr. Rodríguez; pero esto es simplemente la negación de los fines supremos de la democracia; esto es la transformación de la libertad en anarquía; esto es el breve e irremediable triunfo de la reacción; esto no lo puede querer nadie que de demócrata se precie y que tenga en algo las prerrogativas del poder social.
No le costó gran trabajo al Sr. Moreno Nieto, en la polémica motivada por el Sr. Rodríguez, mostrar en una brillante peroración los absurdos y peligros de la concepción individualista. Inspirándose en las doctrinas de los grandes publicistas alemanes, singularmente en los krausistas, que han prestado eminentes servicios al derecho público, desenvolvió una concepción verdaderamente orgánica del Estado, según la cual, no sólo cumple éste la función exterior de administrar justicia y conservar el orden, sino que coopera a toda la obra social, supliendo con su ayuda la flaqueza del individuo, auxiliando a las instituciones que no pueden vivir por sí mismas, prestando condiciones de desarrollo a todas las fuerzas sociales, dirigiendo toda la vida, por virtud de un como derecho eminente que tiene sobre toda ella, organizando grandes servicios públicos, fomentando la ciencia, el arte, la industria, &c. por medios indirectos, pero eficaces. No obstan estas funciones del Estado para que los individuos vivan y se desarrollen libremente; antes bien, el Estado garantiza sus libertades y derechos, sin imponerles otros límites que los que requieren los derechos de los demás individuos y los supremos intereses de la sociedad. Ni ha de intervenir el Estado en lo íntimo de los fines sociales, definiendo la verdad científica o religiosa o la belleza artística; pero sí debe prestarles auxilio exterior, sosteniendo grandes instituciones de este género, y [414] protegiendo los esfuerzos de la asociación libre. Por eso el Estado debe dar la enseñanza primaria universal y gratuita y declarara obligatoria, sostener universidades, institutos, bibliotecas, museos, conservatorios, &c., celebrar exposiciones, crear establecimientos benéficos, regular, en bien de la higiene y de la moral, las condiciones del trabajo, proteger la industria nacional, hacer obras públicas de interés general, velar por los intereses del comercio y de la agricultura, prestar los grandes servicios públicos, como son correos, telégrafos, moneda, &c.; intervenir, en suma, en toda la vida para garantizar el derecho de los individuos y el de la sociedad, para favorecer el desarrollo de todos los fines sociales, para velar por el interés de la generalidad, para dirigir la marcha de esta inmensa máquina social de que él es cabeza y eminente representación.
A esto llaman socialismo los economistas, confundiendo los términos y apelando a nombres terroríficos para conseguir efecto. Pero eso no es socialismo en el sentido perturbador de la palabra, sino en el sentido de concepción que afirma los derechos e intereses de la sociedad, menoscabados por la concepción individualista. Buena prueba de ello es que los conservadores más recalcitrantes convienen con los demócratas en aceptar ese soñado socialismo.
Este error del Sr. Rodríguez le impidió combatir con éxito la existencia de las religiones oficiales, pues la razón capital que contra ellas adujo es que el Estado no tiene conciencia, y por tanto, no puede definir la verdad religiosa. Pues si así es, ¿cómo define el derecho y la justicia? Para el Sr. Rodríguez el Estado es una persona jurídica y no un individuo personal; claro está, pero las personas jurídicas se consideran capaces de derechos y deberes y no lo serían si fueran inconscientes al modo de un mineral o de una planta.
Hay en el Estado inteligencia, conciencia y voluntad: las de la sociedad de que es personificación. Por eso define el derecho y la moral sociales, definidos antes por la conciencia de la sociedad; por eso no puede definir la verdad religiosa ni aceptar una religión oficial, cuando la sociedad profesa en esta materia principios diferentes: y no lo define además porque no necesita definirlo; porque no es una institución religiosa, sino jurídica, porque usurparía al hacerlo las atribuciones de la única institución competente para ello, que es la Iglesia, y porque de hacerlo así, necesariamente tendrá que ser intolerante y perseguidor y negar el primero de todos los derechos, la libertad de la conciencia. En la existencia de este derecho, y no en la idea absurda de un Estado inconsciente, es donde ha de fundarse la negación de las religiones oficiales.
El Sr. Moreno Nieto contestó al Sr. Rodríguez, rayando a grande altura, como hemos dicho, en la exposición del concepto del [415] Estado; pero cayendo en notables contradicciones al ocuparse de la institución monárquica. En la cuestión religiosa estuvo acertado probando contra el Sr. Rodríguez que el Estado tiene conciencia. Pero flaqueó al defender las religiones oficiales y no se libró de las contradicciones en que le colocan su entusiasmo místico de un lado y su adhesión a la libertad religiosa de otro. A pesar de estos lunares, el Sr. Moreno Nieto nos ha gustado más en sus réplicas que en sus discursos, y creemos que no mereció que el Sr. Rodríguez se negase a continuar la polémica, sin razón suficiente para ello.
Terminaremos esta reseña, dando de nuevo la voz de alarma a los demócratas contra los conatos de resurrección de la escuela economista. Ni a los demócratas, socialistas y radicales, ni a los demócratas conservadores debe ser simpática esa escuela: a aquellos, porque es la negación de todas sus aspiraciones, a éstos porque es contraria a los procedimientos de gobierno y al sentido conservador de que hacen gala. El individualismo es el más funesto y mortal enemigo de la democracia, y antes de que la invada y ejerza en ella su fatal influjo, hay que dar la voz de alerta para que se le arroje del campo. De otra suerte, la libertad y la democracia correrán gravísimos peligros.
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Escasa en publicaciones ha sido esta quincena. La más importante es La colonización en la historia por D. Rafael María de Labra, infatigable propagandista de la abolición de la esclavitud y de las reformas coloniales. Su nuevo libro, resumen de unas lecciones pronunciadas en el Ateneo, tiene por objeto estudiar la colonización desde los tiempos antiguos hasta nuestros días, deduciendo de este estudio conclusiones favorables a un régimen colonial autonómico que prepare sin peligros la emancipación de las colonias. El trabajo es tan erudito y notable como cuanto sale de la discreta pluma del Sr. Labra; pero no juzgamos oportuno ocuparnos de sus conclusiones, pues no creemos llegada la hora de tratar con espíritu severo e imparcial estos asuntos que se relacionan con cuestiones que afectan muy de cerca a nuestra patria, y nos limitamos, por tanto, a reconocer su mérito y recomendarlo a nuestros lectores.
Tenemos además a la vista el cuaderno primero de una traducción española de la Historia de la civilización en su desenvolvimiento natural hasta el presente, por Federico de Hellwald, y las traducciones de La Revolución por Edgardo Quinet y de un folleto de monseñor Dupanloup titulado ¿A dónde vamos a parar? Todas publicadas en Barcelona.
La obra de Hellwald es importantísima y notable por ser quizá la [416] primera historia escrita según los principios del transformismo Larwinista. La de Quinet no lo es menos, por ser una crítica profunda, imparcial y severa de la revolución francesa, tanto más autorizada cuanto que procede de un entusiasta republicano que sin embargo, ha tenido la entereza de censurar las faltas de la revolución. En cuanto al folleto de Dupanloup es un cuadro pavoroso los horrores que esperan a la Francia si la democracia prevalece, para lo cual da cuenta el fogoso obispo de varias ridículas y brutales exageraciones de algunos demagogos. Propónese con ello Dupaloup infundir miedo a las gentes y atraerlas al campo ultramontano, como si fuera tan seguro ni pudiera durar ni prevalecer triunfo de los demagogos, y como si no ofreciera peligros acaso más graves el predominio de la teocracia.
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Los teatros no han ofrecido otra novedad importante que la representación de una discreta comedia de D. Miguel Echegaray, titulada Vanitas vanitatum, que ha merecido el aplauso del público y ha sido muy bien desempeñada por los actores de la Comedia, y de otra del Sr. Echegaray (D. José), titulada Iris de paz, escrita para el beneficio de la señorita Boldun y que es un delicado juguete, una preciosa filigrana, digna del genio de su autor.
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La Academia de San Fernando celebró la inauguración de sus tareas en el presente año, leyendo en tan solemne acto el académico D. Emilio Arrieta un elegante y bien pensado discurso en que se ocupó de la protección que el Gobierno debe otorgar a la enseñanza musical, de las reformas que deben introducirse en nuestra música religiosa, de la necesidad de crear la ópera española y de la lucha entre los partidarios y enemigos de Wagner. El distinguido maestro trató todos estos puntos con mucho tino, exponiendo doctrinas muy acertadas y haciendo muy oportunas consideraciones.