Excombatientes / Temas españoles 10 (original) (raw)

Temas españoles, nº 10
Publicaciones españolas
Madrid 1952 · 29 + IV páginas

En la ciudad de Segovia se inauguró el 16 de octubre [de 1952] el I Congreso Nacional de Excombatientes, que había sido convocado por la Delegación Nacional en una vibrante proclama firmada por el Delegado Nacional, camarada José Antonio Girón de Velasco.

Un grupo de excombatientes mutilados, durante el discurso de S. E. el Jefe del Estado en el acto de clausura del CongresoLa clausura de dicho Congreso, en el cual se adoptaron importantes conclusiones, tuvo como escenario el Alto de los Leones de Castilla, en la Sierra de Guadarrama.

Cincuenta mil excombatientes, en representación del millón doscientos mil soldados que combatieron en la Cruzada a las órdenes del Generalísimo Franco, asistieron a este acto.

Por la trascendencia de los discursos pronunciados por S. E. el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, Francisco Franco; el Ministro de Trabajo y Delegado Nacional de ex combatientes, José Antonio Girón de Velasco, y el Ministro Secretario general de la Falange, camarada Raimundo Fernández Cuesta, «Temas Españoles» dedica este número a recoger en sus versiones íntegras los citados discursos.

Discurso del Caudillo en el Alto de los Leones

Compañeros y camaradas:

La ocasión de la reunión del Congreso de ex Combatientes en Segovia y la aspiración y entusiasmo de los de ambas Castillas de reunirse en este próximo y ya histórico lugar, a fin de reiterarme, con su lealtad, la afirmación de su fe, de su energía y de su entusiasmo, ha permitido que, con las representaciones más lucidas de nuestros Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, se reúnan también las Comisiones y representaciones de los combatientes de las distintas provincias españolas para reafirmar la unidad, la forma y el espíritu común que anima a todos los ex combatientes de la Nación.

Yo hubiera deseado que el término de las obras del grandioso monumento que estamos erigiendo en honor de los héroes y de los mártires de nuestra Cruzada, donde han de descansar sus gloriosos restos, nos hubiera podido ofrecer ya ocasión de reunir en aquel lugar un mayor número de combatientes y reiterar ante sus restos la solemne promesa de guardar sus mandatos.

El estado actual de las obras me permite hoy anunciar que, salvo dificultades imprevistas que no se esperan, antes de dos años podremos realizar al pie de estas montañas, en el ya conocido por el Valle de los Caídos, la magna concentración que los combatientes de nuestra Cruzada hace tiempo anhelan.

A través de los años transcurridos se apercibe de una manera clara que la Cruzada española no constituyó un episodio más de nuestra vida política contemporánea, un suceso más revolucionario de esos que se pierden entre los episodios de la Historia, sino un verdadero acontecimiento que en el orden nacional enlaza y se asemeja al que los Reyes Católicos realizaron al cambiar el signo de la Nación en otra época de revueltas y de turbulencias, rebasando los límites nacionales para tomar naturaleza en el acaecer de lo internacional, al constituir la primera batalla victoriosa que se libró en el mundo contra el comunismo.

Vosotros sabéis muy bien que no se trató de la victoria de un grupo o de una clase, como pretenden hacer ver los cabecillas exilados. Nuestros Ejércitos fueron compuestos, como vuestra propia naturaleza acusa, por la Nación en armas, [6] con sus estudiantes, trabajadores y campesinos, y que si la voz del Alzamiento salió de los cuarteles, y el Tradicionalismo y la Falange respondieron a aquel grito desde la primera hora con la riada de camisas azules y de boinas rojas a las filas de nuestros Ejércitos, llegó el mar de nuestra juventud desde todos los lugares de España. La victoria fue de todos, y por eso se administró para todos. Sabéis también cómo, frente a vuestras trincheras y posiciones, el nervio del Ejército contrario lo constituyeron las brigadas comunistas internacionales, cuyos miembros principales presiden, como ayer aquí, el terror en los países ocupados tras el telón de acero.

Aquellas esencias sagradas de la Patria y de la fe, cuidadosamente guardadas en el templo cívico de nuestros cuarteles y en el recinto íntimo de nuestros hogares, ante la persecución de que fueron objeto, se desbordaron con el Movimiento Nacional por todo el solar de la Patria, y a su conjuro se escribieron epopeyas de glorias y sacrificios heroicos que admiten parangón con los más grandes y sublimes de nuestra Historia.

Cuando, al mando de nuestros Ejércitos, rescatábamos en dura lucha y paso a paso toda la geografía española, con sus valles y sus montañas, sentía todo el dolor de la sangre generosa que derramabais y presentía que Dios, en sus inescrutables designios, quería unirnos más estrechamente por el heroico sacrificio de nuestros mejores. Mártires y héroes que más de una vez, en estos años difíciles de la posguerra, presentíamos hacían la guardia de su Patria en peligro; mas si en el cielo ellos forman legión para velar nuestra victoria, aquí en la tierra corresponde a vosotros, combatientes de nuestra Cruzada, el velar por que no se pierda, como tantas veces perdimos a través de la Historia y recientemente la hemos visto perder en los campos de Europa. Es necesario que esa insobornable lealtad frente a la crítica desmoralizadora, que esa forma noble y generosa con que supisteis vencer los años de escasez y necesidad, que esa moral de victoria y esa fe en la revolución nacional creadora se transmitan íntegras sobre las generaciones que nos sigan, si no queremos que nuestro esfuerzo se pierda en la dimensión del tiempo, como se perdieron hasta casi extinguirse los esfuerzos de aquella otra generación de nuestros siglos de oro. Pueblo el español de heroicas virtudes, somos propensos a la disgregación y necesitamos que la disciplina mantenga nuestra unidad, exaltando nuestras virtudes y combatiendo nuestros defectos.

La quiebra de nuestra fortaleza se logró siempre a través de nuestras disensiones internas. El impulso siempre vino de fuera, a través de las logias y de los servicios secretos de las otras naciones, aunque no hayan faltado en nuestro solar ciegos o miserables que los secundasen. De cómo aprovecharon los otros nuestras banderías la Historia es elocuente.

Desde que la victoria hizo posible el resurgimiento de España y una firme voluntad de ser se exteriorizó, comenzó la eterna conjura de la anti España. Vosotros conocéis bien cuántos esfuerzos se movilizaron para explotar las dificultades y el descontento, cualquiera que fuese el sector en que apuntase; la siembra de recelos y la explotación de las pasiones fueron el objetivo y la consigna perennes de los pasados años. No contaban nuestros enemigos con el frente unido de nuestro patriotismo y de vuestra lealtad. Esperaban una victoria sin alas, que [7] nuestro Movimiento fuera un movimiento negativo carente de contenido y de doctrina propia, que había de extinguirse en poco tiempo y que les había de permitir volver a saciar sus apetitos sobre el cuerpo lacerado de la Patria. En su miseria no podían comprender esta lealtad insobornable a nuestros muertos, el valor de nuestra responsabilidad ante la Historia y la voluntad firme de nuestra juventud de dar impulso a nuestra Nación por tiempo ilimitado.

Desde el día que, levantándome sobre el pavés, me elevasteis a la suprema jerarquía del Estado y los comisarios carlistas y los consejeros nacionales vinieron a depositar en mí su confianza y ofrecerse a la unidad política de nuestra Nación, se inició la instauración de la unidad política de nuestra Patria. Nuestro movimiento político se nutrió desde entonces de lo más puro de nuestras tradiciones, construyendo sobre lo que era común al anhelo de los españoles y al pensamiento de esos distintos grupos. Que a ello hayamos tenido unos y otros que sacrificar pequeñas cosas es evidente; pero, ¿qué representa esto en relación al enorme beneficio y la coincidencia en lo principal? Menguados son nuestros sacrificios frente al generoso de los que dejamos en el camino.

Las concreciones de nuestro Movimiento político no fueron una sorpresa para nadie, ya que desde los primeros momentos, cuando se convocaban nuestras juventudes para la guerra, se expresaron claramente los objetivos de nuestra Revolución Nacional. De cómo vamos cumpliéndola vosotros sois testigos, porque en todas las comarcas de España se acusa con caracteres claros la obra de transformación realizada, inigualada por ninguna otra época de nuestra Historia. No fue desde su nacimiento una expresión dialéctica, sino una realidad tangible que, como toda operación quirúrgica, está condicionada a la capacidad de resistencia del enfermo. No podemos olvidar que España era una Patria enferma, y cuando se analice la obra de estos años habrá que tener en cuenta tres factores: la debilidad heredada de nuestra economía, los resabios capitalistas y marxistas de la sociedad española y que nuestra Revolución, recogiendo las ansias de todos los españoles, tenía que realizarse con el mínimo daño y con el menor estrago. No en vano un millón doscientos mil combatientes se alistaron en la Cruzada bajo nuestras banderas, que unidos a los miles de mártires y de cautivos componen, con sus familias, la inmensa mayoría de la sociedad española. No bastaba que una minoría política selecta viese claro las necesidades de nuestra Patria; teníamos que conseguir llevarlas a la conciencia de los españoles y que éstos se apercibiesen, como se están apercibiendo, de las ventajas positivas de su realización.

Desde que terminó nuestra contienda no nos cupo momento de descanso; pese a la utopía de la paz, la vida se presenta como una constante batalla. Pugna el mal frente al bien, la mentira frente a la verdad, el vicio contra la virtud, los intereses y las ambiciones empujadas por el motor de las pasiones humanas. Sería quimérico el querer vivir en paz y sin preocupaciones. Se acabaron los tiempos en que, en un mundo menos poblado, las naciones aisladas, por lo lento de las comunicaciones, podían vivir egoístamente tras sus fronteras naturales. El futuro de los pueblos será siempre hijo de las inquietudes del presente.

Terminada nuestra guerra de Liberación la universal nos amenazó con sus [8] salpicaduras; en un momento cualquiera podía la voluntad ajena envolvernos en el conflicto. Frente a esos peligros tuvo su valor la unidad de nuestras juventudes, la buena forma demostrada durante nuestra guerra, el perfeccionamiento en la enseñanza de los cuadros, las mejoras de material, la creación de reservas y la revaloración de nuestros medios. Tuvimos que armonizar durante esta etapa la preparación de nuestra defensa con la realización de nuestro ideario, la instauración de los Seguros sociales, la creación y multiplicación de riquezas, la industrialización y la mejora de la agricultura y la gran lucha en un día en un mundo perturbado por la guerra para atender a las necesidades de cada día. Y terminada aquélla y la ingratitud de los beneficiados por nuestra firme posición de neutralidad y su conjura del peor estilo. Y cuando, desarmados los intentos de cerco, debieran venir otros tiempos más fáciles, la amenaza de una tercera guerra mundial que afecta a la vida de todos los pueblos.

En el gobierno de las naciones pasa lo mismo que en los campamentos. Mientras el ejército descansa, el jefe vela y cela por la paz. No es posible impresionar a la nación, como a los soldados, del peligro de cada hora que nos acecha, pero hay que vigilarlo y conocerlo para prevenirse contra sus golpes. Para el soldado, hasta que, consciente de su deber de soldado, se mantenga en la mejor forma. He aquí por qué es importante el mantenernos en forma y el sostener nuestra moral.

Vientos de guerra soplan desde hace varios años por Europa sin que se vea el término ni la solución. Frente a lo que pueda llegar, España se prepara armonizando el perfeccionamiento de sus armas y el resurgimiento de todos los órdenes de la Nación. Si esa guerra llega, no será como las que conocimos, en que se discutía la hegemonía de unas naciones que arrastran en su guerra a las vecinas, ya que la derrota del Occidente representaría el eclipse de toda una civilización bajo el terror materialista y despótico que el comunismo encarna. A los objetivos limitados de los anteriores conflictos suceden los ilimitados que el comunismo pretende sin medir los años ni los sacrificios para lograrlo. Sólo otra fortaleza parecida podrá contenerlo; de aquí los esfuerzos del Occidente para presentarle demografía, técnica y potencia industrial superiores que cohíba al agresor y, en su caso, asegure el triunfo.

Si para otros el peligro principal reside en la amenaza material de la máquina bélica que una nación, entregada exclusivamente a la preparación para la guerra, pueda lograr, para nosotros es todavía mayor el constituido por el virus corrosivo filtrado en la sociedad moderna por la falaz propaganda comunista al explotar estados de conciencia que los abusos capitalistas y las doctrinas marxistas prepararon. Si el factor hombre, con sus virtudes y sus pasiones, ha de ser el que ha de dar vida a la máquina bélica, se comprende mejor el valor que tiene el que no se pierda el hombre, y el oponer al comunismo en el campo ideológico nuevas ilusiones que le cautiven, respaldadas por realizaciones sociales efectivas. Mas no basta el ser eficaces; urge la rapidez de ser eficaces, y ante esta apremiante necesidad no puede concebirse el viejo Estado liberal, inoperante, paralizado por las discusiones bizantinas, sin capacidad para enfrentarse con los peligros que se le avecinan.

Nosotros, que derrotamos en nuestra [9] Nación al comunismo, sabemos que de poco nos hubiera servido haberlo vencido en los campos de batalla si dejábamos perennes las causas y debilidades que facilitaron su arraigo. Si, interesados como el país que más, en la derrota del comunismo, estamos dispuestos a defendernos de su agresión, discrepamos, sin embargo, en los medios y en los fines, y consideramos indispensable que, paralelamente a la preparación militar, se estimule y no se cierre el camino a que nuevas ideologías desplacen al comunismo; que se ayude desinteresadamente al progreso de las naciones de economía débil, estimulando las transacciones comerciales con miras a elevar su nivel de vida; el afirmar los principios de la no intromisión y el respeto de la soberanía de los otros Estados, reconociendo el derecho de cada uno a regirse por el sistema que mejor estime, sin interferencias, hostilidad ni coacciones extrañas, y el dar termino a la explotación económica de los pueblos más débiles.

El principal obstáculo que se ofrece para nuestra intimidad con el Occidente, se encuentra en el mal trato, ya secular, que venimos recibiendo en nuestras relaciones con determinados países europeos y en que todavía se retenga por uno de ellos ese pequeño trozo de nuestro solar, declarado como inalienable en el testamento de nuestra grande y previsora Reina. Por ello, una cosa es que sirvamos en cortés relación la necesidad imperiosa de nuestros comunes intereses, y otra, que pueda reinar entre nosotros cordialidades que a los españoles repugnarían.

No es la guerra, pese a sus graves rigores, lo que debe preocuparnos, sino las consecuencias de esa guerra, el destino que el mundo y nuestra civilización pueda sufrir. Por eso, si es importante nuestro armamento material para resistir el asalto, más trascendente es el fortalecimiento de nuestra unidad y de nuestras virtudes. No se trata sólo del peligro de hoy, sino del que puede acecharnos mañana, y el que, con mayor o menor intensidad, nos amenaza en esta guerra fría.

A vuestra lealtad corresponde mi plena confianza. Poco podrían la voluntad y la vida de un hombre para que el Movimiento Nacional alcance su proyección en el tiempo. Sólo la firme voluntad de las generaciones lo conseguirá si logra ir entregando de una en otra el depósito sagrado de una unidad y de unos ideales que, al correr de quinientos años, han demostrado su consustancialidad con nuestra grandeza.

Llevad, queridos camaradas, a los demás compañeros de nuestra Cruzada nuestra fe firme e inquebrantable en los destinos de la Patria, y a las madres, viudas y huérfanos de nuestros caídos, nuestro mejor recuerdo, con el reconocimiento de su sacrificio y la promesa de guardar fieles su sagrado mandato. [10]

Discurso del Delegado Nacional de Ex-combatientes

El Ministro de Trabajo y Jefe Nacional de Excombatientes, José Antonio Girón, durante su vibrante discurso en el Alto de los LeonesCamaradas combatientes de Castilla: Que Dios os guarde, camaradas. Que Dios os conserve la juventud con que dais brillo a vuestras canas primeras. Camaradas de Castilla: Viejos amigos, hermanos de la hora dramática, hijos de la gleba y de la majada, que Dios os guarde para la prole, para la Patria y para la Historia.

Al contemplaros juntos y rectos, como chopos de los sotos, como pinos de los montes, como picachos y como espigas, con vuestras nobles y altas frentes tostadas y maduras bajo las cuales la mies de la experiencia ha granado en el ejemplo que dais a vuestros hijos, es imposible no evocar, con el corazón en la garganta, a aquellos que faltan a la cita. Vemos sus claros en nuestras filas, tocamos el aire que ocupaban a nuestro lado sus cuerpos, oímos su voz inextinta en nuestro recuerdo, percibimos el latir de sus corazones y, sobre todo, camaradas, tenemos presente su testamento: aquel testamento inexpresado, pero cierto, y que nos traspasa el alma y en virtud del cual estamos obligados, nosotros, precisamente nosotros, a transmitir a las generaciones que sucedan a la nuestra el mensaje dictado por la infinita generosidad que les llevó a morir por esta incómoda, noble y amada España, de la que es Castilla levadura y sal.

Camaradas: sea, pues, nuestro primer recuerdo para aquellos que cayeron a nuestro lado por todos los caminos de la ancha España. Eran los mejores, pues la Patria los eligió para su ara. Eran los mejores, porque estaban siempre con su intacto corazón lleno de pasión en el sitio de mayor peligro, y por eso la muerte los llevó y a nosotros nos negó el honor de seguirlos. Camaradas: que su presencia en nuestras jornadas sea permanente. Haced un sitio en esta parada para que quepa el aire que ellos ocuparon en vida y sintamos ese vacío a nuestros flancos como una congoja que nos haga estar despiertos y vigilantes. Camaradas combatientes de Castilla: nuestros muertos están presentes aquí. ¡Aquí! Camaradas, oído: Firmes. Camaradas caídos por Dios y por España: ¡Presentes! ¡Arriba España!

Y ahora, camaradas, invocados los eternamente presentes, vengamos a meditar sobre nuestro destino; nosotros, los que tenemos que marchar todavía con la historia de nuestra Patria a cuestas y los que tenemos que ganarnos cada [11] veinticuatro horas, con nuestra conducta y con nuestro ejemplo, el título de españoles de primera clase para poder ser fieles a nuestra condición de ex combatientes.

Y vamos a meditar aguantando, como aguantasteis los mayores peligros hasta alcanzar la victoria, las inclemencias del tiempo con las que Dios quiere que recordemos que nuestra vida es áspera y difícil.

Nuestra primera meditación sea para declarar una vez más que nosotros no fuimos a la guerra para obtener un privilegio posterior ni siquiera para dar muestras de valor. Nosotros fuimos a la guerra para cumplir sencillamente un deber y para obedecer un llamamiento maternal. Nosotros ni hemos pedido ni pediremos nada porque fuimos a la guerra, ni queremos que se nos dé nada porque fuimos a la guerra, porque lo contrario es una actitud de mercenarios que nos avergonzaría adoptar y que estaría bueno que al cabo de los siglos adoptara Castilla.

Nosotros, camaradas, no tenemos nada que ver ni nada de semejante con esos grupos de antiguos combatientes que en algunos países de Europa llegaron a constituir una verdadera plaga política y que llegaron a ser germen de disturbios, de inquietudes y de exigencias que acabaron por hacer odiosa una virtud, la virtud del valor, al convertirla en profesión.

Tenemos en cambio mucho que ver con esos otros ex combatientes que después de la victoria volvieron a sus fábricas y a sus trabajos con humildad, con espíritu auténticamente patriótico y que ofrecieron al mundo el espectáculo de seguir laborando con denuedo en la paz por la prosperidad de su Patria vencedora. Y tenemos que ver también con aquellos otros, que, derrotados, sobre un campo de ruinas humeantes y en un esfuerzo que despierta el orgullo de toda la estirpe europea, están levantando una patria vencida a tal altura que parece vencedora por el espíritu de sus ex combatientes.

Se os ha convocado aquí, se nos ha dado cita al pie de las piedras venerables que son el cimiento de Castilla para que oiga bien claro y bien alto España entera y para que sepan los pocos trabucaires que queden por ahí echando baladronadas, que a los castellanos no nos gusta la guerra y que vamos a ella cuando la Patria lo exige, sin dramatismo, sencillamente, llanamente, con esa llaneza que es en nosotros una condición que parece impuesta a nuestra alma por la propia llaneza de nuestro paisaje nativo. Y cuando vamos a la guerra vamos para volver. Si la muerte nos llama, obedecemos sin gestos teatrales y morimos con las palabras justas, por regla general palabras de amor y de paz, encomendadas a nuestros hijos, a nuestros hermanos menores, a nuestros camaradas. Si la vida nos devuelve a nuestras casas, empuñamos de nuevo la estela o la herramienta o el bisturí o la pluma y no pedimos nada. No añoramos la guerra, aunque la hagamos siempre que sea necesario hacerla por la independencia o por el honor de la estirpe que fundaron nuestros mayores. Ni siquiera amamos las supersticiones simbolistas y, por lo tanto, somos poco amigos de guardar recuerdos ni de transmitir a los hijos cancioneros ni de crear folklore guerrero. No nos gusta guardar herrumbrosas armas ni adoptar el paso jaquetón ni la actitud pendenciera. Los castellanos deseamos hacer historia sin saberlo, porque sentimos instintivamente que queda mucha por hacer y siempre nos falta tiempo para detenernos a mirarnos en [12] el espejo de nuestras propias hazañas.

No despreciamos los símbolos, y cuando están en nuestra presencia los respetamos, pero no los cultivamos. Nos cuesta un trabajo tremendo vivir de las rentas de la Historia y engañar nuestra quietud con el recitado de hazañas pretéritas: remotas o inmediatas.

Tenemos tal ansia de futuro, tal ambición para España, tan permanente agonía histórica de pueblo en marcha que a veces hasta podemos parecer injustos con nuestro pasado. Y es que, camaradas, para nosotros los caminos que nos trazaron los antepasados son caminos para andarlos y para seguirlos: no para contemplarlos.

Nada hay más interiormente apasionado, nada más turbulento, nada más hervoroso, nada más entrañablemente volcánico que esta aparente mansedumbre, esta aparente serenidad de Castilla bajo cuya quietud late una agitación casi cósmica que, por etapas de la vida del mundo, produce esos asombros periódicos que, a veces, hacen a la propia tierra multiplicarse por dos ante el paso de Castilla, como se multiplicó hace cuatrocientos sesenta años, en que la Patria que pisamos inventó un universo para ser poblado, blanqueado, adecentado y cristianizado por Castilla.

Camaradas: nosotros no tenemos derecho a exigir nada a cambio de ser fieles a nosotros mismos, de ser fieles a nuestro destino histórico y de ser fieles a los hermanos que cayeron junto a nosotros y cubrieron con su muerte nuestra vida. Pero vosotros tenéis derecho a exigir –y a eso hemos venido– que se os diga por dónde ha de discurrir la historia que vosotros habéis entregado en manos de los gobernantes y por dónde ha de discurrir la historia que todavía tenemos que hacer; y tenéis derecho a conocer la conducta de los administradores de la victoria que vosotros fraguasteis y que fraguaron, sobre todo, los que hoy han faltado a la formación. Han pasado tres lustros largos y ya es tiempo bastante el transcurrido para poderle ver la cara al futuro.

Nosotros no queremos participar clasistamente en el Poder. Nosotros, como ex combatientes, no queremos ser un grupo aparte y, os lo repito, mucho menos como aquellos grupos cargantes, inaguantables y molestos que un día formaron los ex combatientes en algunas partes del mundo. Nosotros no queremos privilegios nacidos de nuestra condición, porque entonces seríamos unos sucios especuladores con la sangre de nuestros hermanos. Pero nosotros tenemos un derecho, que nace de una experiencia que otros no tienen, a repasar las páginas de la Historia y a interpretarlas mejor que aquellos que tienen por único oficio leerla o cantarla en vez de hacerla.

Nosotros sabíamos a dónde íbamos. Porque ya es hora de acabar con el lugar común de que íbamos a la guerra cantando por espíritu de aventura. Eso de que el pegar tiros por los montes es cosa de jóvenes atolondrados podrá ser valedero para otros pueblos, pero para el pueblo de Castilla en plena recolección, cuando la mies se concentra en las gavillas apretadas, no es grato abandonar las eras ni es grato abandonar el provecho del trabajo en un año duro. Fuimos a la guerra conscientemente, y sabíamos que íbamos a luchar por una España más justa, más equilibrada, más cristiana, más honesta, más cortada por el molde castellano, más austera, más viril, más independiente. Fuimos a la guerra no para establecer privilegios, sino para derribar [13] todos los existentes nacidos de la injusticia y de la fuerza, establecidos como principios inmutables por los poderosos que vivían de los humildes. Fuimos a la guerra para acabar con un régimen depravado que corrompía las conciencias y los hogares. Fuimos a la guerra para echar de España a una turba de invasores producto de los suburbios físicos y morales de todos los pueblos. Fuimos a la guerra por devolver a España su independencia y la libertad de creer en Dios y la libertad de progresar y gobernarse por sí misma sin coloniajes, sin servidumbres, sin sometimientos. Fuimos a la guerra para hacer lo que quisiéramos de nuestro destino, sin necesidad de vender nuestra primogenitura por un plato de lentejas ni de hipotecar nuestro señorío a cambio de los centavos de la indignidad, como otros han hecho.

Fuimos a la guerra para desmontar aquel trágico tinglado que, revestido del noble ropaje sindical, atraía a los trabajadores españoles para devorarlos en banderías, huelgas y represiones mientras el más fuerte, en repulsiva complicidad con los agitadores profesionales, entregaba a los más débiles al hambre, a la cárcel o al exilio.

Fuimos a la guerra, precisamente y entre otras cosas, para levantar una doctrina verdaderamente sindicalista sobre la tierra de España y para dotar al hombre de un instrumento de justicia y de hermandad con el que poder defenderse, sin distinguir de condiciones sociales o de fuerzas económicas. Fuimos a la guerra para que en el mundo del trabajo imperaran la justicia y la razón y para aventar de él las sombras del crimen y del expolio. Fuimos a la guerra, no para crear dos castas de españoles, vencedores y vencidos, no para abrir abismos entre hermanos, no para dividir la Patria por credos políticos o por colores del arco iris, sino para evitar que las doctrinas secesionistas ahondaran las grietas que separaban unos españoles de otros y partieran a sangre y fuego la Patria en dos mitades, una de las cuales habría de perecer en océanos de sangre y en huracanes de crimen. Nosotros fuimos a la guerra en busca de la paz. Y en resumen: fuimos a la guerra, camaradas, para enseñarle al mundo, con quince años de anticipación, lo que se debía hacer para obtener la libertad y la dignidad del ser humano, amenazado por el comunismo. No teníamos más armas que un ejército improvisado, un pueblo iluminado por la adivinación histórica, como tantas otras veces, y un depósito moral guardado en el alma inexpugnable de los españoles. Y con eso, nada más y nada menos que con eso, enseñamos al mundo lo que ahora el mundo quisiera hacer con bombas atómicas, con armas fabulosas, con ejércitos mundiales: lo que ya está tardando en hacer acaso por no haber tenido la humildad de reconocer que un puñado de soldados, estudiantes y campesinos, de un áspero país llamado Castilla, le señala de cuando en cuando al mundo de los poderosos y de los soberbios el camino de la salvación, aunque el mundo de los poderosos y de los soberbios no lo quiera reconocer y nos insulte histéricamente por haberle avisado a tiempo y nos aborrezca por haberle aleccionado.

Por virtud de todo esto es por lo que nosotros podemos dejar oír nuestra voz. No nuestra voz bravucona y perdonavidas, sino nuestra reposada voz de jóvenes patriarcas con las sienes plateadas, con quince cosechas aradas y sembradas y recogidas, después de haber dado de comer quince veces a España y de haberle [14] dado trabajo y haberle dado hijos calladamente, sin hacer sonar en las calladas plazas de nuestros pueblos los clavos de hierro de nuestras botas de guerra, sino atravesando los caminos del trabajo, hacia el campo o hacia el taller, con la sandalia del caminante, silenciosa y humilde, obediente y segura, como nos enseñaron nuestros padres. Algunos fuimos llamados por nuestra condición de combatientes y en nombre de todos a la responsabilidad de gobernar, a la obediencia inmediata en lo civil al capitán que nos llevó a la victoria y que no hurtó su persona y su vida en el instante más difícil de la historia contemporánea –el instante de la paz cercada por una guerra imponente– y que ocupó su puesto de mando y de responsabilidad cuando tan fácil le hubiera sido traspasar, cubierto de laureles, el desafío que a su figura histórica hacía el destino y que él aceptó para vencer nuevamente. Y en nombre de los que en obediencia a él y como ex combatientes y sin otro título le hemos seguido en esta segunda parte de su mando victorioso, estamos aquí para ver qué es lo que se ha hecho.

Primero habrá que recordar lo que no habían hecho los demás. Pero lo más fácil es decir que en el orden de la justicia social, cuyo frente nos fue encomendado, los demás no habían hecho absolutamente nada. Habían hablado incesantemente, habían incendiado el alma de la juventud antes de incendiar físicamente otras cosas y habían llevado al trabajador español a la idea de que no tenía más salida ni más solución que la solución y la salida catastróficas de la subversión en sí misma, sin objetivo y sin meta, la subversión por la subversión, la desesperada actitud del que quiere morir, pero antes quiere que muera todo a su alrededor. Y el alma del español, tan abierta a todos los misticismos, estuvo a punto de caer en las simas nihilistas, en las simas de la negación pura, porque las clases dirigentes, o vendidas o degeneradas o acobardadas, no se atrevían a agitar en sus manos, como banderas brillantes, las reservas morales de la Nación, los tesoros de su alma, que, como en ningún sitio, estaban guardados en el arca de Castilla esperando la mano que los convirtiera en estandartes de paz, de optimismo y de redención. Ellos no habían hecho nada. Y nosotros, camaradas, si no lo hemos hecho todo, en estos años hemos echado los cimientos de una obra que constituye en este momento la mejor ofrenda que podemos traer a los pies de nuestra Patria, como ofrenda de ex combatientes en la paz. Y no olvidéis, camaradas, que llamo a esta obra obra de ex combatientes porque ha estado dirigida y mandada y vigilada y en lo esencial realizada por el primero de los ex combatientes, por el que tiene como nosotros, pero en grado sublimado por la gloria y por la Historia, aquella experiencia de que sólo nosotros podemos alardear y que en él tiene la grandeza y la clarividencia que Dios pone solamente sobre los elegidos. Esta obra, camaradas, es obra de nuestro jefe Nacional, del combatiente número uno: Francisco Franco, nuestro Caudillo.

Y esta obra es, en el orden de la dignidad del hombre español, el jornal más justo, la reglamentación más humana, la seguridad en el empleo, la vivienda más decente, la defensa contra el infortunio a la hora de la vejez, de la viudedad, de la orfandad y de la enfermedad. Y en el orden de la libertad, de esa cosa impalpable por la que nuestros abuelos lucharon durante [15] siglos, el ex combatiente, nuestro jefe, nos ha ordenado legar a las generaciones futuras, en su nombre y en nombre de todos los caídos, un instrumento permanente de liberación, una prenda segura de libertad, una escala firme por la que se puede llegar al dominio del propio destino, lo cual constituye la última meta de la libertad verdadera. El jefe ha descubierto, con esa videncia que sólo se tiene desde la cumbre, que si el hombre yace en la ignorancia, si el hombre está alejado de la responsabilidad, y si el hombre es eternamente pobre, por mucha que sea la prudencia del gobernante, el hombre será un esclavo. Y por eso quiere dar a los trabajadores la cultura suficiente para defenderse contra la ignorancia, la participación en la dirección de los negocios para defenderse de la ocultación de los bienes de disfrute y el crédito para defenderse de la soledad financiera, de la pobreza total en que se frustran tantas esperanzas, tantas ilusiones y tantos proyectos que podrían ser hermosa realidad para la Patria.

Este es el saldo que los ex combatientes presentan a la Patria, y que os presentamos a vosotros para que lo aprobéis. Todo esto que se ha hecho, esta labor que es visible a los ojos físicos de los hombres en unas ciudades mejores, en unas aldeas reconstruidas y continuamente mejoradas, en unas fábricas nuevas esparcidas por toda la Patria, en unas Residencias Sanitarias que han alejado para siempre la siniestra estampa del hospital, en unas conquistas que han transformado el trabajo del hombre español humanizándole y librándole de la tiranía del más fuerte, es obra de los ex combatientes y bajo su nombre está realizada. Vosotros podéis encontrarla mejorable. Probablemente tenéis razón, camaradas, pero tened en cuenta las condiciones bajo las que ha sido realizada. Nadie podrá deciros a qué instantes de desolación hemos llegado en esta lucha, porque no hay quien lo sepa. Sólo Dios, y un ex combatiente lo saben. Ese ex combatiente es Franco, que como caudillo ha conocido él solo el peligro, él solo ha sabido sobre qué abismo nos hallábamos y él solo, con la ayuda del cielo, supo salvarlo sin dejar de sonreír, para que nosotros pudiéramos seguir confiados nuestra marcha sin decaer.

Combatientes han sido los hombres que dotados de un poder casi taumatúrgico, enardecidos en la pelea civil bajo las consignas del Caudillo han hecho ese milagro de crear, pegadas a las viejas ciudades patricias de Castilla, las nuevas ciudades que doblan en población a las viejas pueblas y que parece que se ufanan en contrastar las venerables estructuras levantadas por las generaciones esforzadas de los abuelos con las atrevidas y arrogantes estructuras del presente ambicioso proyectado hacia el futuro como un dardo ilusionado cuya parábola no tiene fin. Combatientes han sido los hombres que han restablecido la jerarquía mundial de nuestro comercio y han abierto con los golpes de su tesón y de su talento el hosco muro que cerraba mercados que un día fueron enseñoreados por España y que se han entregado nuevamente a la honradez, a la seriedad y a la solvencia que fueron nuestro orgullo. La entera virilidad, la juvenil experiencia de camaradas ex combatientes ha devuelto a nuestras relaciones con el exterior la serena andadura hecha de paciencia y de agudeza ante la conducta de quienes incumplieron sus promesas formuladas con solemnidad y hasta con dramatismos en instantes en que nuestra caballerosidad y [16] nuestra responsabilidad como europeos fueron sometidas a prueba. Combatientes han sido los hombres que fieles a una venerable tradición, que llamó jueces a sus más altas jerarquías políticas, han llevado la justicia española, entre los arrecifes de la pasión, al puerto de la serenidad y del equilibrio sin que en un solo instante la toga del juez sirviera de manto encubridor de rencores ni venganzas. Combatientes fueron los legisladores que redactaron los Fueros de la nueva España y dieron cauce jurídico a una Revolución y dotaron de instrumentos institucionales a un estado social para cien años. Combatientes han sido los intelectuales que han llevado a la Universidad, con el aire puro de los campamentos y la disciplina de las trincheras, aquella alegre seriedad, juvenil y madura al mismo tiempo, con que han quedado para siempre desterradas de los claustros españoles las capitulaciones de la dignidad, la infamia del parricidio moral que se ejercía sobre las conciencias escolares y ha quedado en cambio establecida la alegría del trabajo y del progreso junta con la autoridad de los maestros. Combatientes fueron los que hoy constituyen las escuadras de Dios al mando de la jerarquía eclesiástica española; aquellos que luchaban por lo que tan brillantemente han conseguido: la libertad y exaltación de la Iglesia elevada por la victoria al lugar más alto de su historia en España, gracias a aquellos que repartían consuelos y absoluciones entre granizadas de balas y hoy están esparcidos por las parroquias, las catedrales, las casas de religión y las misiones de todo el mundo. Y gracias a la sangre que derramaron de sus venas o que enjugaron de las venas ajenas en una guerra que fue llamada con razón una Cruzada. Combatientes de los más calificados fueron los hombres que en las Academias Militares han forjado el nuevo Ejército de España y han creado esa Oficialidad que es un ejemplo no sólo de espíritu profesional, no sólo de capacidad técnica, sino de agudeza histórica, de responsabilidad nacional, que ha alejado para siempre la estampa del militar que solamente era valiente, para devolver a la Historia la estampa del militar que es espejo de todas las virtudes, acrisoladas en la suprema virtud de la disciplina, en el horno del valor y en el volcán del patriotismo.

Estas virtudes llevaron al ejército, que es el pueblo en su más pura y permanente expresión, a saber que del pueblo viene y al pueblo va y es el volante regulador de la historia que no podría funcionar sin un conocimiento perfecto de su propia sustancia popular, sin una conciencia social que ha penetrado en la médula del ejército que de esta manera denota su sensibilidad, su condición de conductor del paso de las generaciones por la Historia y su percepción de la tónica de nuestro tiempo. Ex combatientes, camaradas nuestros, de todas las profesiones, han sembrado España de fábricas que nos están redimiendo del coloniaje técnico a que veníamos sometidos desde hace un siglo, y hoy, hasta las industrias más progresivas, toman carta de naturaleza en nuestras viejas ciudades que se rejuvenecen al conjuro del espíritu de los ex combatientes. Ese espíritu, camaradas, es el que está haciendo el milagro de convertir lo seriales en vergeles y allí, en los páramos extremeños, donde toda esterilidad y toda aridez tenían su asiento unos ex combatientes intrépidos, han hecho surgir, no se sabe si con el riesgo de las entrañas de la tierra alumbradas o con el [17] riego caudaloso de sus corazones, vegas espléndidas que dentro de pocos años necesitarán tres millones de hombres para rendir toda la riqueza de que son capaces. Ex combatientes han botado al agua las naves de la reconquista mercantil de los mares en que fuimos señores. Ex combatientes han renovado con un esfuerzo heroico el material de transportes. Ex combatientes han hecho nuestros puertos y han triplicado la energía eléctrica bajo unas condiciones increíblemente difíciles y que hacen casi milagrosa una política.

Pero debemos meditar sobre lo que no se ha hecho porque ha habido que acudir por el momento a lo más urgente. No se ha podido desenroscar del cuerpo de la Patria la sierpe de la codicia ni la sierpe de la injusticia. Todavía hay españoles que viven de la explotación de sus semejantes y todavía hay mercaderes del hambre y usureros repelentes, y todavía se ciernen buitres de ambición sobre la flaca carne española. Todavía hay quien anida en su corazón ideas de esclavitud, ideas de egoísmo, que desconoce la existencia del hermano y del semejante. Todavía hay mentalidades zahínas, escondidas tras la cortina de la avaricia y de la crueldad, que no vacilan en marchar ciegamente hacia objetivos inmediatos atropellando el derecho de los demás. Todavía hay aventureros que al amparo de las dificultades aspiran a hacerse ricos en unas semanas, mientras sus compatriotas tienen que pagar el doble por los productos de sus especulaciones. Todavía hay siervos de potencias extranjeras que abominan de lo español por cursilería mental y por degeneración moral y tratan de sustituirlo por lo forastero, no porque sea mejor, que eso sería inteligente, sino porque no es español, lo cual es una infamia. Todavía hay españoles que entregarían a su Patria maniatada e inerme a las fuerzas de la destrucción y del mal.

Y la tarea que nos espera, la tarea que os espera, camaradas, a vosotros como ex combatientes, a Franco como nuestro Jefe, es hacer eso que no hemos podido hacer, porque tareas más urgentes nos reclamaban y antes de transformar el alma de los españoles nos urgía transformar sus condiciones de vida, su ser físico, su pobre humanidad entregada a todas las carencias y a todas las miserias y a todos los abandonos. Pero tenemos que transformar el alma española y desarraigar de ella todas las lacras que aún la afligen, y para disponernos a emprender esta segunda parte de nuestra marcha hemos sido convocados aquí en nombre del que en su puesto de mando va a recibir dentro de tinos momentos el mensaje de nuestra lealtad.

Tenemos que seguir transformando España en silencio. Tenemos que seguir nuestra tarea, apenas empezada, de recuperar al hombre español, pero en sus tres vertientes: la física, la intelectual y la moral. Nosotros, que recibimos de Franco las consignas de la Revolución como soldados que hemos sido suyos y que hemos recibido de labios de nuestros camaradas el mensaje directo de la juventud española en su trance más dramático, tenemos el deber de realizar esta transformación. Si en algo somos totalitarios, y si esta palabra, de tan vaga significación, define una manera de ser frente a un hecho, somos totalitarios ante el ser humano, ante la sociedad humana, en la que, si no acertamos a ver castas por el origen, tampoco acertamos a ver clases por las circunstancias económicas, ya que una clase económica no es un concepto tan permanente como el de hombre, y si [18] no se pueden cambiar las circunstancias que determinan el ser humano, se puede cambiar de situación económica, y no ya por un esfuerzo de la propia voluntad, sino por un simple golpe de la suerte. Nosotros queremos transformar al hombre allí donde esté emplazado y queremos que el reino de la justicia se establezca entre todos y para todos. Esta es nuestra manera de ser de ex combatientes, y así volvimos de las trincheras a nuestras casas después de haber visto cómo el aristócrata y el labrador, y el peón y el burgués, son un solo hombre frente a la soledad ante Dios, frente al tremendo instante de la muerte, frente a cualquiera de esos hechos elementales que transforman al hombre en niño y que nos igualan a todos y nos dejan el alma desnuda, sin que el traje exterior diferencie nada. Tenemos que transformar el hombre y hacerle justo y desarraigar de él la idea de que el regimiento de la sociedad es una cosa iría que obedece a una técnica que se puede ejecutar de un modo mecánico. Queremos llevar a todas nuestras instituciones un aliento humano. Tenemos que atender a todos, tenemos que defender a todos, y para nosotros no habrá privilegio alguno por el origen de los hombres, por su nombre, por su posición económica. Pero os digo, en nombre del Caudillo, que si los más desheredados, los más pobres, los más carentes de todo, los más abandonados que constituyen legión, que constituyen masa ingente, son los predilectos del Régimen y lo seguirán siendo, no es por el prurito de hacer una política clasista, ni mucho menos por hacer una política demagógica o de apaciguamiento, que ni Franco ni el Régimen necesitan. Franco, la Revolución, España, la España nueva y lavada, nacida de vuestro esfuerzo, camaradas, no ha mirado nunca más que la justicia. Y justicia es dedicar quince años a reparar las ferocidades esclavistas, las ferocidades morales, las vejaciones y las crueldades con que quince siglos de barbarie habían aplastado a las clases trabajadoras. ¿Rojos? ¿Blancos? A la hora de querellarse por principios políticos es posible que haya rojos y que haya blancos. Y en esas querellas nadie tiene por qué enseñarnos a nosotros lo que hay que hacer. Repetiríamos lo que hicimos, y en paz. Pero a la hora de establecer el reinado de la justicia social sólo hay hombres, seres humanos con hijos, y con hogares, y con ilusiones y con un alma trascendente redimida por Cristo, y sólo hay, para nosotros, españoles, camaradas y hermanos que sufren y carecen de todo, hasta de la defensa de una cultura con que poder evadirse de la esclavitud. Y a ellos hemos acudido en nombre de Franco antes que a los demás.

Estas verdades hay que clavarlas, corno clavasteis las banderas de las victorias, en las cumbres de España, camaradas. No podemos entretenernos, en el camino de la transformación de España y de los españoles, en distingos ni en pequeñeces. Todas las clases necesitan aquella transformación espiritual en la misma medida. Pero como no podemos abandonar la transformación de las condiciones de vida del español os repito que nada nos hará torcernos de la ruta emprendida y de continuar nuestra tarea, dando la preferencia a los más necesitados. No olvidamos, camaradas, a las clases heroicas, a las clases soporte de todas las demás, a las calladas y sufridas clases que se encuentran de paso en una zona económica responsable y pobre. Pero fijaos bien que digo que se encuentran de paso, es decir, camino de una zona mejor. Estas clases poseen sistemas de defensa intelectual de [19] que no disponen las clases proletarias, y si merecen el apoyo denodado, decidido, de una política que se llama social y cristiana, es cierto también que la urgencia de ese apoyo debe ir equilibrándose con la urgencia mucho mayor que reclaman las clases operarias abatidas por siglos de injusticia y servidumbre, en la indefensión y la ignorancia.

La escuadra de vanguardia de esta tarea gigantesca que espera a los españoles tiene que ir formada, durante algún tiempo, por ex combatientes. Pero hay que ir adelantando gente de refresco hacia nosotros y preparar el relevo.

Queremos declarar que hemos aceptado con gusto el papel que nos señaló Franco, que un día llamó a esta generación la generación que no descansa. Queremos, por tanto, que sobre nuestros hombros, que no esperamos ya ver doblados jamás, pasen las generaciones nuevas, a quienes daremos nuestra experiencia y nuestro consejo, y en las que queremos infundir aquel coraje, aquella alegre decisión, aquella iluminada arrogancia que llevó a nuestros mejores camaradas a ocupar un puesto en las estrellas del firmamento español.

Camaradas: Vosotros seguís formando el gran embalse, la gran reserva de la Patria. Sin vosotros casi se puede decir que no sería lícito marchar por la Historia de este país hacia un futuro distinto, porque vosotros sois los artífices de ese futuro y poseéis el santo y seña de todos los cruces del camino. Vosotros sois la levadura de la Revolución, la solera de la España nueva. Vosotros estáis por revelación en los secretos de la Historia presente, y, sin que nadie os lo diga con palabras, percibís por el pulso de vuestro corazón dónde está el peligro para la Patria. Vosotros, ahincados en la tierra sacra de Castilla, junto a los grandes ríos mansos y lentos, a cuyas márgenes se ha bordado la túnica del mayor imperio material y del mayor imperio moral del Universo. Vosotros, hijos de la llanura ondulada en que cada pueblo plantado entre los trigos es un centinela de Dios, hijos de las sierras madres por donde las estirpes mejores del planeta han cruzado, dejando la huella de las mejores culturas, Vosotros, camaradas, vieja familia unida bajo las sangres bravas y nobles de los hombres más valientes y las mujeres más santas. Vosotros sois los guardianes fieles de la doctrina y de la fe de España, por la que fuimos a la guerra. Vosotros sois los sacerdotes de su verdad, igual que nuestros camaradas caídos fueron sus mártires. A vosotros nadie os puede engañar ni vosotros aguantaríais el engaño.

Velad, camaradas. Velad a la sombra de los castillos y de las iglesias hasta el alba de España. Anunciadla con vuestra voz robusta de soldados. Nuestra actitud es siempre una actitud de centinela frente al amanecer. Anunciad la España nueva hasta vuestra muerte, hasta vuestra ancianidad si es preciso. Dios os dará tal vez la gloria de verla llegar un día, precedida del cortejo de los héroes y de los santos, por los caminos del César y de Isabel de Castilla y por los caminos de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz. Porque la misma grandeza tiene en nuestra historia de ayer y en la de hoy y en la de mañana el carro de oro del César, atravesando el Puerto del Pico al mando de sus legiones contra Pompeyo, que la carreta de la Santa de Ávila yendo a fundar un convento con cuatro monjitas iletradas. Y la misma grandeza el caballo blanco de la Reina Isabel entrando en el patio de ese alcázar a someter a su [20] imperio a los levantiscos, que el asnillo que llevó a Duruelo a San Juan de la Cruz, menudo y frágil, adelgazado por el espíritu. Y la misma grandeza tiene la muerte de los comuneros, vencidos en Villalar, por querer defender a su modo la altiva honrilla de los hidalgos pagados de sus franquicias, que la muerte obscura del misionero castellano en el Amazonas, que defiende los derechos de Cristo al señorío sobre almas. Y la misma grandeza el emperador Trajano calando sobre el azul del cielo de Segovia el increíble artificio del Acueducto, que el lego de Villacastín que le da al Rey más poderoso del mundo la fórmula económica para terminar El Escorial. Y la misma grandeza el gesto desgarrado del héroe que se deja partir el corazón de un balazo al frente de un puñado de soldados, que la mansedumbre seráfica del Padre Nevares repartiendo por estas lomas, que tanto saben de vuestro patriotismo, bendiciones, sonrisas, consuelos y esperanzas entre una granizada de balas. En este país, camaradas, somos todos señores. Empezamos por ser señores de nosotros mismos y lo podemos decir sin petulancia alguna.

La petulancia no es nuestro vicio, y no es cierto que despreciemos aquello que no conocemos, y es cierto, en cambio, que conocemos muchas más cosas de lo que se cree. Conocemos, por ejemplo, el heroísmo de nuestros camaradas de otras regiones, el de los camaradas de las ciudades. Sabemos que desde la pequeña escuadra de una aldea serrana a las banderas de Madrid, que pudieran agruparse filtrándose por las filas hojas para dar su sangre por una España mejor en la Casa de Campo, y en Usera y en Garabitas, una misma vena de heroísmo corre. La misma vena que se agarrotaba de ira, de impotencia y, en tantas ocasiones, de sublime desesperación arrebatadora en aquellos camaradas, tan meritorios como el que más, que, de escondite en escondite, de catacumba en catacumba, muchas veces vistiendo con repugnancia pero con callada eficacia el uniforme enemigo, formaron aquellas falanges clandestinas y renunciaban como espartanos al placer de lanzarse al goce de una evasión para mejor servir a la Patria oscuramente, humilde y calladamente, en el más ingrato servicio que un hombre puede desempeñar, porque en este servicio se le niega hasta la más ligera exteriorización de alegría por el deber cumplido. Sabemos cuánta fue y hasta qué cimas de inmolación llegó la fabulosa amargura, pero al mismo tiempo el heroico goce que abrió las puertas de la gloria a los camaradas martirizados en las checas, inmolados en las trágicas madrugadas de las sacas, y que entraron en la inmortalidad cantando el «Cara al Sol». Sabemos bien de qué temple eran aquellas almas que en la soledad, en el trágico vaivén de esperanza y desesperanza, oyendo alternativamente el clarín de nuestras vanguardias o el bárbaro cerrojo de la mazmorra, no sabían cómo iba a terminar aquella espera desesperada, que casi siempre terminaba en la muerte, una muerte erecta, con el nombre de Cristo y de España en los labios y en el corazón abierta la rosa de una juventud cuya entrada en el Paraíso saludaban los arcángeles con espadas de que habló José Antonio. Y sabernos de la abnegación y la fortaleza con que las mujeres españolas, en un acto de superación de sus legendarias virtudes, sustituyeron a los hombres en el gobierno de la hacienda rural y en la dirección de los hogares; y cómo organizaron improvisadamente la institución de Frentes y Hospitales y la de [21] Auxilio Social y cómo finalmente, en la paz, con esa fidelidad sin segundo de la mujer española a la Patria y al ideal, han ido transformando hasta la imagen externa de la mujer de nuestra Patria y la han sabido presentar al mundo con todos los vigorosos perfiles de su personalidad, eligiendo para cuna de las mujeres de mañana el sagrado lugar donde cerró sus ojos la fundadora del Imperio: el Castillo de la Mota, de Medina del Campo, donde la bandera española, escoltada por los estandartes tradicionales y juveniles del Movimiento, saluda el paso del viajero en nombre de la criatura más dulce y más fuerte del Universo: la mujer española. Sabemos cómo a fuerza de sacrificio y de capacidad se ha rehecho una marina de guerra en un verdadero milagro de patriotismo, como si desde la tumba de acero del «Baleares» aquel grito inextinguido, aquel «¡Arriba España!», que llenó de asombro a los marinos británicos y de vergüenza a nuestros enemigos actuara sobre las mentes y los corazones de unos hombres que tantas veces sin medios y tantas veces incomprendidos supieron, contra todas las adversidades, mantener en alto la gloria de la que fue la primera marina del universo. Sabemos cómo de la nada física y sobre el tesoro moral que nos habían legado los precursores Ruiz de Alda, Morato, Franco, Haya y tantos otros, se hizo posible que la Aviación española improvisara técnicas e inventara aplicaciones tácticas del arma más nueva, abriendo, con la sangre y la audacia de los héroes de nuestras alas, caminos nuevos para la defensa de la cultura, de la paz y de la independencia de Europa. Sabemos cuánto fue el heroísmo de aquella oficialidad provisional, ejemplarizada por los gloriosos militares profesionales que comunicaron a sus nuevos camaradas las viejas virtudes castrenses y, al enseñarles a mandar y a morir, les enseñaron a dirigir la Patria en la paz. Sabemos de la legendaria bravura de la legión, escuela del arrojo, cuyo solo nombre evoca todas las virtudes castrenses y que tuvo el honor de ser mandada por quien se adelantó a Europa para marcarle el camino de su dignidad y de su salvación. Sabemos de la incontenible bravura, de la seca y eficaz bravura de los batallones y los regimientos de línea, donde hombres de todas las comarcas de España, encuadrados por unos mandos subalterno, de valor y de gran experiencia sin par en cuya veteranía descansaban los mandos superiores, escribiendo las páginas más imborrables que son y serán por mucho tiempo honor y gloria de las armas españolas. Sabemos que los bravos catalanes, vencedores de un ambiente antiespañol, vencieron luego en las lomas de Espinosa y de Santander con aquellos tercios que llevaban a la Virgen de Montserrat por guía y Señora. Sabemos cómo, después de batirse heroicamente en el Alto de los Leones de Castilla y en Asturias, los invencibles y duros gallegos de las inolvidables banderas de Teruel golpearon como arietes el muro rojo y abrieron el camino hacia el mar de la civilización. Sabemos cómo los alegres andaluces de Cerro Muriano recibían a tiros y a coplas los asaltos de las fuerzas enemigas, y cómo los aragoneses de Alcubierre y de las Peñas de Aholo eran el yunque de las desesperadas acometidas del Ejército comunista. Sabemos, camaradas, cómo los soldados de la Tradición bajaron, corno una riada constelada de boinas rojas, a tapar los huecos que nosotros no teníamos con qué defender, y preservaron la tierra burgalesa de la [22] penetración enemiga y de la infamia que la amenazaba. Sabemos cuánta sangre navarra regó los campos de Brunete. Y sabemos del fabuloso heroísmo, del increíble arrojo de aquellos leales voluntarios que taponaron con sus cuerpos el túnel de Somosierra por fidelidad a su Patria y a la milenaria Institución que fue medula y eje de nuestra Historia. Sabemos de la fortaleza inexpugnable de los corazones astures, que, en un nuevo Covadonga, sobre las ruinas venerables de Oviedo, fueron yunque y martillo a la vez. Sabemos de la áspera bravura incontenible de las banderas extremeñas que renovaban en su propia Patria laureles antiguos de los legendarios abuelos conquistadores, y de la tenaz acometividad del vasco que levantaba banderas con nombres como Montejurra, Oriamendi y Lacar, que hacían saltar de gozo juvenil a los veteranos de la tradición; y de la elástica agilidad de los valientes camaradas de Levante, que se filtraban por las sierras fronterizas hacia nuestras unidades y se sumaban ardorosamente al avance como puntas de flecha enderezadas al corazón de las huertas fecundadas. Sabemos de la entrañable y alegre exaltación de los isleños: Los canarios, que vaciaron las islas de hombres jóvenes y de bastimentos preciosos; los serenos y duros baleares, que defendieron hasta límites heroicos las playas ilustres y las preservaron de la huella infame. Y sabemos de la inflamada solidaridad de los creyentes del otro lado del mar. Sabemos cómo unos toledanos, nietos de las mejores estirpes españolas, escribían para ejemplo universal que las más gloriosas gestas de otros pueblos no han conseguido borrar, el nombre del Alcázar como símbolo de la bravura y de la fidelidad a la Patria. Y sabemos, en fin, de qué vena antigua, de qué mandato milenario surgió la voz aquella, una voz como geológica, que puso en pie, en otro mes de julio como el nuestro, a otra generación española a la que se sumaron tantos veteranos de nuestras filas para partir hacia aquella aventura, otra aventura universal de España que llevó rosas de sangre de las venas ibéricas a los hielos del lago Ilmen y ganó para el Ejército español el más fresco lauro de su historia y el asombro de los ejércitos más aguerridos de Europa y la gratitud del mundo creyente, absorto ante tanta generosidad. Sabernos muchas cosas y las proclamamos y las admiramos, porque a ello nos obliga nuestra nobleza nativa y porque cuando evocamos la muerte de Onésimo en las eras de Labajos queremos tener la medida exacta de nuestra estatura española sin deformaciones ni espejismos y queremos vernos asistidos del coro de los héroes, que, en todas las tierras de España, sin ninguna excepción, entendieron que bien valía la pena de entregar la vida en plena juventud para preservar de la profanación la heredad europea de que todos los pueblos se nutren para ser dignos y para ser libres y sobre todo la heredad española, donde siempre se forjaron en sueños ideales, aventuras del espíritu y esfuerzos del cuerpo que por los siglos de los siglos causarán la admiración y también la envidia de la humanidad. Y tampoco queremos olvidar a los camaradas que entendieron lo que nuestra rebelión tenía de Cruzada cristiana y se alistaron bajo nuestras banderas fraternalmente; camaradas germanos, irlandeses, rumanos, lombardos, toscanos y silicianos; camadas lusitanos, que también se unieron a nosotros bajo el águila que amparó las legiones del César de Europa. Muchos de ellos [23] quedaron bajo el cielo de España para siempre, y esos cementerios que esmaltan los páramos de la Lora, los Altos del Escudo, las llanuras de la Alcarria y las ásperas colinas de Aragón son un depósito sagrado que nos comprometemos a custodiar y a cuidar, porque en ellos está enterrado el oro de una solidaridad europea, que un día será cantada por los poetas de todo el continente como un ejemplo de coraje, de hermandad, de fe y de idealismo; como un ejemplo de religiosidad histórica en que los méritos del más pequeño como los méritos del más grande, igual que en la Comunión de los Santos, se suman al tronco común de los comunes merecimientos para la salvación de todos. Esos méritos, camaradas, que, como todo lo que nace del espíritu, no se detienen ni en el tiempo ni en la geografía y que han quedado fijos en el firmamento como un airón de esperanza para los hermanos que padecen el horrendo purgatorio del cautiverio en la propia Patria y que detrás del telón de acero esperan en los merecimientos de los mártires de la fe de Cristo que perecieron en la casi soñada España y brillan en el horizonte como la sonrisa de la Madre del Carmelo sobre las llamas de la Iglesia Purgante.

Campesinos de la Moraña y del Carracillo, pastores del Valle de Amblés y de Pedraza, labriegos de la Sagra y de la Orden, mozos de los campos de Calatrava y de Montiel, camaradas que partisteis el pan con José Antonio en los mesones de Don Quijote, soñando con la gran aventura de vuestra Dulcinea, España, por la que él murió cuando nuestros brazos y nuestra obediencia le esperaban, gente de Castilla, clara gente, noble y seca gente: vosotros poseéis la palabra secreta, vosotros poseéis la palabra santa; vosotros la pronunciaréis al unísono si la ocasión llega como llegó entonces y se la transmitiréis a vuestros hijos y ellos a los suyos hasta el fin de las generaciones. Y vendréis aquí o vendrán ellos o vendrán los hijos de ellos, porque aquí siempre se viene desde cualquier confín de las dos Castillas, desde donde el Ebro nace hasta el balcón por donde se avizoran los olivares de Andalucía, la gente de las dos Castillas, que abrazamos ahora con nuestros ojos desde este altar de rocas, escucha siempre esa voz abisal que recorre, en las altas noches estrelladas, los espacios, de la Patria de veinte patrias encerradas en ese arca de tierra y de pan que va desde el Sayago a las Conchas de Haro y desde Puerto Ventana a las Ventas de Cárdenas, el Alto de los Leones por medio. Ese arca que de cuando en cuando deja que de su seno salga un perfume que embalsama la historia del mundo.

Y si un día retumbara por la tierra augusta de Castilla el alerta de la guardia y los arcángeles centinelas hicieran sonar su trompa de guerra sobre las eras y las aulas y las plazas porticadas de nuestras villas castellanas, y si las campanas de nuestras iglesias tocaran a rebato, nuestra juventud, aquella que se puso en pie hace dieciséis años, rebrotaría en nuestros pulsos, herviría en nuestra sangre, y, seguida de la juventud de nuestros hijos que hemos engendrado para gloria Leones, y Castilla no sería mancillada y España se salvaría nuevamente con la sangre de nuestras venas y la sangre que hemos cedido hervorosa y pujante a los hijos, poblaría de banderas el Alto de los de una Patria que jamás llevará los hierros de la esclavitud.

Y porque ninguno de nosotros ha olvidado el camino y, sobre todo, porque [24] nos da la gana, porque la juventud nos salta en el corazón al vernos juntos, porque la mano echa de menos el calor aquel de la caja del mosquetón, porque nos piafa el corazón mismo como un potro encerrado, porque en el ara en que cayeron nuestros hermanos va a estar hoy con nosotros, Franco, camaradas, el General Franco, nuestro General, nuestro hermano en la guerra y nuestro padre en la paz, y porque para su alma es preciso nuestro aliento y para la nuestra es necesario el suyo. Camaradas, el grito sagrado de ¡Arriba! ha sonado en nuestros corazones y nos ha hecho subir otra vez a la cumbre igual que entonces. Con coraje y con fe, con alegría y con músculo, sin que nos pesen las canas ni los años, para dar esta lección a nuestros hijos.

Camaradas de las dos Castillas, ¡escuchad!: Más arriba de aquí, más arriba de este sitio no se puede subir en la Historia de la Patria española. Pero aquí no podemos estar solos, y estamos solos si nos falta el Capitán. Y éste es un Capitán, camaradas, que jamás nos ha dejado solos, y hoy no nos deja. Dentro de un rato Franco estará aquí. Viene a ver cómo anda la guardia vieja y a tomar el pulso a una generación elegida. Camaradas: si nuestro corazón no estalla de gozo y de orgullo es que ni somos castellanos ni somos nada.

Camaradas: Esperemos al jefe en nuestra guardia preferida. Camaradas. ¡Oído! ¡Firmes otra vez! El Caudillo avanza hacia nosotros. ¡Fir... mes! ¡Alinearse con los muertos! ¡Arriba España y vista al futuro! ¡Viva Franco!

Discurso del Ministro Secretario General del Movimiento

Caudillo de España:

Como Secretario General de un Movimiento que aglutina y unifica las más puras voluntades y las más nobles ambiciones españolas, me ha cabido el más alto honor que la vida podía depararme: el de presentar ante Vos, como primer combatiente de España que sois, a esos miles de hombres concentrados en esta altura de nuestra geografía, que ha visto desplazado su nombre por el coraje y la bravura de aquellos españoles que como leones lucharon en ella y que defendieron palmo a palmo estos riscos, estas peñas, estas laderas y collados, parando en seco el avance de los que, con fines de exterminio, pugnaban desparramarse por toda la llanura castellana.

Son los que lucharon en las filas de los batallones y de los regimientos, en escuadrones y baterías, en las mehalas y tabores, en la Legión, en las banderas de la Falange, en los tercios de Requetés; en bous, cruceros y submarinos; en cazas y bombarderos; son los voluntarios de todas las edades, los soldados de reemplazo, los alféreces provisionales, los capellanes castrenses, los militares de carrera, los retirados extraordinarios; los hombres de la División Azul, la Policía Armada, la Guardia Civil y la Guardia de Franco; son todos los que, al grito de ¡Arriba o Viva España!, fecundaron con su sangre la tierra de España y supieron hacer de vuestro Ejército un instrumento valioso para las mayores empresas patrias.

Merced a ellos, nuevos nombres españoles han entrado en la órbita de la epopeya, adquiriendo la dimensión universal de lo heroico, y Otumba, Lepanto, Mullberg, San Quintín o Garellano han encontrado su eco glorioso, su versión moderna, en el Alcázar, en el Ebro, en Oviedo, en Simancas, en Brunete, en Santa María de la Cabeza y en tantos otros sitios y lugares que han reafirmado el prestigio de España ante el mundo y han convertido el suelo de la Patria en inmenso latifundio en el que florecen la abnegación y el heroísmo español.

Vienen en nombre propio y en el de todos los que a vuestras órdenes combatieron por aire, tierra y mar, a renovaros públicamente su lealtad a vuestra persona y a todo lo que simbolizáis en la historia de España.

Vienen también en nombre de los que formaban en los patios y en las galerías [26] de las cárceles rojas, de los que marchaban en las lívidas madrugadas conducidos por sus crueles verdugos a ser inmolados, de los que durante meses y años hicieron una trágica peregrinación por checas y presidios, cárceles y campos de concentración de la zona marxista.

Vienen en nombre de los que murieron para que nosotros pudiéramos vivir, y en el de las nuevas generaciones españolas, de las actuales juventudes, que aprendieron de ellos una moral nueva, una nueva concepción de la muerte y de la vida, el ímpetu revolucionario creador de la nueva España y la ofrenda absoluta de sus actos en servicio de Dios y de la Patria.

Vienen, en fin, como símbolo y encarnación humana de todos los españoles que no quisieron que la Patria se deshiciese corroída por el odio del marxismo, el egoísmo capitalista, la irreligión masónica, la disgregación separatista y las intrigas de los partidos políticos; de los que lucharon por la defensa del catolicismo en cuanto dogma de fe y en cuanto clave de los mejores arcos de nuestra Historia; porque España volviera a ocupar el puesto que le correspondía por todo cuanto había aportado al progreso de la Humanidad; porque los trabajadores tuvieran una vida más justa, no sólo en lo económico, sino también en la valoración personal; porque no se vieran en ellos tan sólo unas máquinas que hay que alimentar más y mejor para que rindan más, sino unos hombres españoles con todas las consideraciones y respetos que esta cualidad lleva implícitas, y que hemos proclamado como concepto imborrable desde el primer día del Alzamiento; vienen en nombre también de los que, desde entonces, con reiteración machacona, están repitiendo de palabra y por escrito –que también nuestra conciencia social es viva y sensible– que les escandalizan, como al que más puedan escandalizar, y las irritantes desigualdades sociales y de fortuna, y que precisamente el reducirlas al mínimo posible y acortar las distancias ha sido una de las consignas de nuestro Movimiento y una de las más tenazmente perseguidas, no con persecución retórica, sino con afanes de realidad.

Vienen en nombre del pueblo español, de este magnífico pueblo que en los tiempos posteriores a la Cruzada, no menos difíciles y duros, con su trabajo, su inteligencia, su tesón y su unidad en torno a vos, ha hecho posible que aquélla no resultara estéril.

Vienen sin jactancia, sin desplantes, pero sí con todo el aplomo y la seguridad de haber cumplido con su deber de hombres y de españoles. No vienen con nostalgias del ayer trágico ni para que les admiremos como glorias pretéritas, sino para que ese pasado aleccione y se tenga presente en la formación del mañana; no como depositarios del espíritu de odio al enemigo, sino como guardianes de una victoria que llevaba en sus alas precisamente la unidad entre los vencedores y los vencidos; no como grupo asistencial o de clase, tal que en otros países acontece, sino con el sentido político que les da el hallarse encuadrados en una Delegación del Movimiento que, como jefe Nacional, acaudilláis.

Pero vienen también para afirmar con su presencia que, pese a los años transcurridos, conservan íntegros el coraje, la energía y el entusiasmo que les impulsaron a la lucha, la fe en vos y en los ideales de la Revolución Nacional, la firme creencia de que todos irán convirtiéndose en hechos y realidades y la resuelta voluntad de ayudarnos a vencer los obstáculos que se opongan a conseguirlo –como [27] muchos, desde hace años, lo vienen haciendo desde los puestos que les confiasteis– y de empuñar de nuevo el fusil, si necesario fuera, marchando, a vuestra voz de mando, donde les ordenarais.

Quieren que el sentido castrense de la vida, que es principal ingrediente de la doctrina de nuestro movimiento en cuanto significa disciplina, austeridad y servicio, siga inspirando conductas y siendo norma de comportamiento, sin que el tiempo ni la paz y tranquilidad que vuestra política nos ha proporcionado puedan servir para que esas virtudes se olviden o reblandezcan y sean sustituidas por el afán de lucro excesivo o la feria de las vanidades.

Quieren que sigamos siendo exigentes con nosotros mismos para poder serlo con los demás, y que el esfuerzo de todos ellos, la sangre que muchos derramaron y la muerte de los que cayeron no sirvan de trampolín a nadie para encaramarse en la vida sin ningún otro mérito por su parte, que nuestra guerra no se hizo para ser salvaguarda de la vida, de la hacienda y de las comodidades de unos cientos o miles de españoles, entre los cuales, en general, se encuentran los que más sé quejan y protestan, sino para algo más importante: para salvar todo nuestro pasado glorioso y también para llevar a cabo una revolución total de la vida española; y todo lo que ella se retarde retardará igualmente su satisfacción íntima y el logro de sus más caras ilusiones.

Estos ex combatientes no se contentan con una actitud negativa y crítica de la España del 36, sino que tienen una actitud afirmativa: niegan y reniegan de muchas cosas, pero en esa negativa llevan implícita la afirmación de las contrarias. Y como tienen capacidad e ímpetu creador no se contentan con defender todas las conquistas políticas y sociales que la Revolución que acaudilláis ya ha alcanzado, sino que quieren ayudaros a lograr todas las aún pendientes, sin que nadie deba ajustarse por esta inspiración llena de sentido profundamente humano y social, que es una de las finalidades de nuestro Movimiento, el cual debe ser lo suficientemente ancho y profundo para que en él quepan todos los que de buena fe quieran venir a él, para que no quede fuera ningún sector valioso de opinión, pero también lo suficientemente puro, auténtico y aséptico para resistir absolutamente todos los contagios.

Al Estado, para subsistir, no le basta ni la fuerza material ni el poder de coacción. Necesita de una base política de sustentación, de una doctrina que le justifique y le infunda contenido y de un sistema de formas que desenvuelvan su proceso de vida. Nuestro Estado, gracias al Movimiento, dispone de todos esos ingredientes perfectamente definidos. Si con arreglo a ellos se ha constituido y funciona en plena normalidad, lógico y necesario en darle la máxima vitalidad para que la máquina estatal rinda cuanto deba rendir, pues lo contrario nos llevaría al absurdo de un Estado opuesto a sus propios principios, montado sobre una estructura exclusivamente burocrática o administrativa, sin saber a dónde iba ni para qué existía, a menos de que fuese sustituido por un Estado de partidos o de dictadura, pero claro está que entonces ello implicaría un planteamiento radicalmente nuevo del problema.

El Movimiento Nacional, del que vosotros sois principales artífices, aspira a una dimensión universal, tanto por lo que valga en sí como por lo fecundo que pueda ser en consecuencias políticas, que así como el liberalismo ha servido de [28] común denominador a todos los partidos políticos de centro, derecha e izquierda, igualmente nuestro Movimiento, en lo que tiene de fundamental y no de circunstancial, puede ser el punto de partida de una nueva etapa política y de rescate de muchos conceptos, justicia, Patria, Democracia, no para suprimirlos, sino para darles un nuevo contenido más de acuerdo con la realidad de los tiempos, ya que en muchos de ellos la sustancia se había evaporado y estaba reducida a mera retórica.

Nuestro Movimiento, pues, ni es reacción, ni contrarrevolución, ni dictadura transitoria que busca vencer los obstáculos y resistencias que se oponen a una tarea de restauración, sino un Régimen nuevo, instaurado por la Revolución Nacional en julio de 1936 con una doctrina política, social y filosófica que en lo fundamental sigue siendo hoy tan válida como cuando se formulara, pero, en lo contingente y circunstancial, perfectamente adaptable a la realidad de cada momento, por lo mismo que más que un programa concreto –y ésta fue su originalidad– era una manera de entender la vida y de reaccionar ante los problemas que ésta presenta, entendimiento y reacción basados en las ideas de servicio, de espiritualidad y de solidaridad humana y nacional.

Estos ex combatientes saben que los españoles en general valoran y agradecen sus esfuerzos, pero quieren también que el mundo libre de Occidente valore lo que su esfuerzo y nuestro Movimiento representan en su beneficio.

Contra el comunismo se alzaron y al comunismo vencieron. Si así no hubiera sido, si nuestra guerra hubiera tenido un resultado contrario, la situación total de Europa sería también contraria a la actual, y probablemente en este momento España, en vez de ser un factor importante para la defensa del mundo libre, representaría justamente un peligro para él. Bien merecen, pues, ellos, vos y España entera la gratitud en lugar de la injusticia con que ha sido tratada por ese mundo, que no ha sabido, a pesar de su victoria, romper el nudo gordiano de sus propios problemas, sin duda porque para romperlo tenía que llegar con el cuchillo hasta su carne, llevándose en el corte los trozos putrefactos. Su victoria fue pírrica y no tenía alas. La nuestra las tiene como aquella de Samotracia, y con ellas ha sabido elevarse por encima de todo rencor y de todo odio, y pagar la injusticia con moneda de solidaridad cristiana y europea, demostrando así la alta calidad moral de nuestra Patria.

Pero como ese comunismo sigue fuerte y amenazador, no obstante intentar disimular ahora la amenaza tras la cortina de una aparente política de paz y de mano tendida, de posible convivencia entre el capitalismo y el comunismo, esos dos monstruos materialistas que recíprocamente se temen y aspiran a dominar al mundo, esa amenaza, repito, aparte de otras razones más, exige que se mantenga entre todos los españoles, civiles y militares, la unidad de 1936, siendo la presencia aquí de estos ex combatientes el mejor exponente de ella. Esta presencia viva de lo que fue aquella unidad del 18 de julio y de todos los momentos difíciles de los últimos años pregona bien a las claras la perfecta utilidad de su esfuerzo y de su sacrificio, porque se mantiene intacta a lo largo del tiempo, proclamando el derecho histórico a garantizarla en el futuro.

Caudillo de España: del desorden, que [29] es peor que la nada, iniciasteis, vuestra tarea; de la España de campamento, fortín, trinchera, parapeto, y dividida en bandos, habéis hecho la España unida, del trabajo, la paz, la justicia, abriendo a los españoles unas perspectivas de inmensas posibilidades culturales, económicas y de prestigio nacional que añadir a las también inmensas realidades que ya habéis logrado. Por eso los ex combatientes y los españoles todos, que no sólo ven en vos el Capitán invicto y el estadista preclaro, sino el recuerdo de todas sus luchas y heroísmos pasados, de la voluntad de trabajo y recuperación presente y de la esperanza del mañana; que os consideran símbolo del prestigio y la dignidad patria, la encarnación de las mejores cualidades de la raza, y que os quieren, os respetan y os admiran con la sobriedad de expresión que su estilo militar requiere, pero con la exaltación entrañable de su entrega total a la Patria, en esta ocasión memorable que hace la sinceridad irreprimible y la buena fe indudable, en estas alturas serranas batidas por el viento y el cierzo de Castilla, cuadrados ante vos, con la mirada puesta en vos, por todos los sacrificios pasados y por los que resten por hacer, os piden no cejéis en la empresa titánica que estáis realizando, para que por obra de vuestra voluntad y previsión, esa unidad, ese esfuerzo y ese sacrificio sean como el puente tendido hacia el futuro que garantice la permanencia y continuidad de vuestra obra sin que nuevas oleadas de odio ni manos inexpertas derriben con el tiempo la obra y el afán de hoy, y para que sus hijos os bendigan el día de mañana a la sombra de las banderas que habéis levantado en triunfo y que serán las auténticas banderas victoriosas que han vuelto al paso alegre de esta paz que nos habéis dado a los españoles. ¡Arriba España!

Discurso del Caudillo en el Alto de los Leones
Discurso del Delegado Nacional de Ex-combatientes
Discurso del Ministro Secretario General del Movimiento