Víctor Pradera / Carlos Guinea Suárez / Temas españoles 37 (original) (raw)
Carlos Guinea Suárez
Temas españoles, nº 37
Publicaciones españolas
Madrid 1953 · 31 + IV páginas
I
De Víctor Pradera puede decirse, con el verso de un poeta francés, que desenterró el sol antes de que llegara el alba. Por la gracia de las ideas y la conducta, este hombre, nacido en la España ochocentista, sobrevive a la muerte física, que le llegó en sazón que había alcanzado un punto de beatitud. Vio, en las sombras de la vida de España, mientras la patria empezaba a sufrir cruel martirio y despedazamiento, la remota claridad cenital que sólo podían divisar los elegidos.
Es uno de los hombres patrimoniales de la Nación otra vez unida. «El nombre de Víctor Pradera –ha escrito el Jefe del Estado–, unido para siempre a nuestra historia, obliga sin distinción a todos los españoles.» El Guerrillero de la Unidad es –y ha de emplearse el tiempo presente, pues de las ideas y la conducta del gran español se nutren, anchuroso caudal, las turbinas del pensamiento y la política nacionales– la insignia de un sentimiento augusto que prevalece en el alma de millones de patriotas: la adhesión a la integridad española.
No fue, a contar de su madurez, el político de una región o de un partido, sino el verbo de la mayoría nacional. Don Juan Vázquez de Mella había movido a los espíritus a invocar el nombre dramático de Gibraltar; otros Gibraltares más vastos y afrentosos se preparaban en los días que Pradera suscitaba intensas y eficaces conmociones parlamentarias, y el Congreso de los Diputados tenía que doblegarse al ímpetu patriótico de las multitudes, acuciado por el verbo del diputado jaimista.
Su sangre estuvo crismada biológicamente por el Pirineo vasconavarro. La genealogía praderiana depara un censo abundante de puros linajes pirenaicos. Ese país tiene su destino marcado hace siglos. Lo afirmó poéticamente el gran latino de Vizcaya, Ramón de Basterra:
El manual de «Ejercicios» de San Ignacio, aroma;
pebetero de gracia, la sumisión a Roma
del Pirineo vasco. Contra aquel estandarte
que alzó en los densos bosques de Eisenach, la otra parte,
con el «Non Serviam», «No sirvamos», nuestras cumbres,
capitaneando a las romances muchedumbres,
erigieron el «Serviam», el «Sirvamos»; al Lacio.
En este Pirineo ignaciano vivieron los antecesores de Víctor Pradera. [4] El abuelo paterno, Juan Pradera Martinena, tenía su cuna en Sara, pueblo del antiguo Laburdi, asimilado administrativamente por el departamento francés de los Bajos Pirineos. Formularia y superficial asimilación, porque en la Vasconia francesa subsiste la marca sentimental de, las tres provincias, Benabarra, Laburdi y Zuberoa. En ellas perdura la catolicidad y rige la lengua eúskara. Como en los días que el vascofrancés Joseph Agustín Chaho pasaba los Pirineos para unirse a las muchedumbres militarizadas que seguían a don Carlos –el año 1835–, el corazón de los pirenaicos de ambas vertientes late acompasado ante los grandes acontecimientos en que se dilucidan cuestiones esenciales de la vida espiritual. A Vasconia y Navarra llegaron en demanda de asilo los vascofranceses perseguidos por la Convención, y a los Bajos Pirineos iban los combatientes de las guerras carlistas después de su batallar frustrado.
La abuela paterna, María Ángela Leiza, era de Sumbilla, aldea que se mira en las aguas del río Bidasoa: uno de esos pueblos de la montaña de Navarra que tienen antiguo aire patriarcal, con parroquia donde se reunía el Concejo, bajo los porches.
En la línea materna, el abuelo, Ángel Larumbe Iturralde, oriundo del valle de Ulzama, riñón agrario de Navarra, había casado: con la pamplonesa Javiera Ayala e Íñigo de Angulo. Ángel Larumbe había sido combatiente de la primera guerra carlista, y su alma de guerrillero era indomable. Peleaba por la montaña, en Navarra y en Guipúzcoa, allí donde los carlistas luchaban en el ámbito familiar y eran invencibles. fue hecho prisionero por los cristinos y condenado a muerte.
—Pueden matarme ahora mismo, –dijo Larumbe–, porque no dejaré dé ser carlista.
Pretendieron los mandos cristinos que la muerte de Larumbe y de otros guerrilleros constituyese severa y trágica intimación a la Pamplona carlista, y se les llevó, en cuerda, a la ciudad. Iban custodiados por buen número de soldados, y Ángel Larumbe lanzaba al viento canciones joviales. Animaba con chanzas a sus compañeros de cautiverio, y suavemente iba deshaciendo, sus ligaduras. Al llegar al puerto de Velate, el guerrillero aprovechó la contigüidad de una espesura y echó a correr con la agilidad lograda en años de tantas y esquivas a las tropas de la Reina. Ganó el bosque, bajo una lluvia de balas. Las breñas, las mugas, los vericuetos y los montes habían sido varias veces su áncora de salvación, y de nuevo le servían para evadirse y reanudar la pelea.
No quiso ser convenido y pasó a Francia, con don Carlos, el 14 de septiembre de 1839. En las tropas vencidas por la traición de Maroto, secundado por Iturbe, Urbiztondo, Fulgosio, Cuevillas, Latorre, iba también un guipuzcoano destinado a fama histórica, vida errabunda y vejez prematura y triste: José María de Iparraguirre.
Años después Larumbe fue notario de Vera del Bidasoa, y allí preparó el frustrado alzamiento de 1848. Más tarde le desterraron a Valladolid, y ya sexagenario, colaboró en la segunda guerra carlista al servicio del duque de Madrid, Carlos VII, el mismo a quien había de servir su nieto Víctor. Contaba éste tres años –nació el 19 de abril de 1873, en Pamplona– a la muerte de don Ángel Larumbe, guerrillero de la legitimidad.
Don Francisco Pradera Leiza, hijo de Juan Pradera Martinena y de María Ángela Leiza, había vivido la primera juventud en América. Tenía la veta del emigrante industrioso. Sus padres se habían establecido en Echalar. Como Ramuntcho, [5] el personaje de Pierre Loti, iba a América, donde su «alma, arrancada del país natal, debería sufrir y endurecerse; su energía gastarse y agotarse quién sabe dónde, en tareas y en luchas desconocidas...» Pero los augurios pesimistas con que Loti abrumaba a su personaje fueron de otro signo para Francisco Pradera, al fin vencedor y enriquecido. Tornó a Navarra, y al mayorazgo, Juan Víctor, le sucedieron tres hijos más: Luis, Juan y Germán. Por llamarse Juan el segundo de los vástagos, al primogénito se le llamó familiarmente Víctor, y así sería conocido más tarde en su vivir político y social.
De la Pamplona encastillada y militar, cuyo fuerte de San Cristóbal era domicilio de los Argos de la Restauración, siempre temerosa de un nuevo levantamiento carlista, fue Víctor Pradera, a los siete años de edad, a vivir en la abierta y risueña San Sebastián. Del signo ciudadano carlista pasaba a vivir en una ciudad emblemática del alfonsismo liberal. Era Donostia la ciudad vascongada en la que existían menos carlistas. Los conservadores, los liberales y los republicanos burgueses predominaban en el gobierno de la urbe, que apenas contaba sesenta años de nueva existencia: los que mediaron desde el incendio suscitado por las tropas napoleónicas, al evacuarla.
La fortuna de don Francisco Pradera se aplicó a construir casas junto al mar, cerca de las rocas y arenales de la Zurriola. En el juego de los azares vitales es curioso que mientras Víctor Pradera, pamplonés, llegaba a Donostia, Pío Baroja, donostiarra –y nacido un año antes que nuestro personaje–, era llevado por sus padres a Pamplona. Y en la misma primavera de 1873, en que nació Pradera, venía al mundo, en Monóvar, José Martínez Ruiz, «Azorín». Los tres, figuras de la generación del 98, como lo ha sido don Miguel Primo de Rivera, nacido en 1870.
En 1887 el nuevo bachiller Víctor Pradera salía de Donostia para vivir un año en Burdeos. Quería el padre que la vocación hasta entonces incierta del adolescente se revelara y acrisolase en el contacto con una civilización técnica que ya entonces lograba plenitud. Burdeos, ciudad náutica, industriosa y mercantil, emporio y universidad, desplegaría ante el muchacho la teoría de sus resortes vitales. Tenía la urbe girondina un cierto aire de república patricia, jerarquizada, en la que asumían principales papeles los grandes vinicultores, los comerciantes y los navieros. Burdeos y Lyón eran, en distintos paralelos, la imagen de la Francia que había postulado Thiers: una República fundamentalmente antiliberal y resignadamente demócrata.
Al regresar a San Sebastián, Víctor Pradera formuló su decisión.
—Quiero ser ingeniero de caminos.
—Pues será como tú quieres –respondió el padre. En octubre irás a Deusto.
En las aulas jesuitas del bilbaíno Deusto permaneció el estudiante un año, preparando el ingreso en la Escuela de Ingenieros, conseguido en la primera comparecencia ante el implacable tribunal examinador. En Deusto se afirmó el gran lógico que Pradera llevaba dentro. Las Matemáticas fueron su musa, precediendo a las Humanidades. Pudo sufrir la deformación profesional, que habría esterilizado una parte de su ánima y de su mente, y convertirse en un árido ingeniero con angosta concepción de la existencia. El teatro, la novela y la sociología, por los años del nacimiento de Alfonso XIII, infante pueril cuando Pradera se examinaba en Madrid, habían puesto de moda aquel tipo de [6] ingeniero, cúspide de los setecentistas ideales de la Enciclopedia.
* * *
El estudiante vivió en Madrid las jornadas del pacto entre los liberales y los conservadores, que determinó la instauración del sufragio universal, y de las leyes de Asociaciones y del Jurado. Veía el primer desfile proletario del 1 de mayo y el triunfo, en 1893, de seis diputados republicanos por la Villa y Corte de Madrid. Llegaban a la capital los ecos de la tempestad secesionista en las Antillas y Filipinas. El partido carlista acababa de escindirse. Don Ramón Nocedal, hijo del delegado de Carlos VII, don Cándido, acusó de liberal a su rey y constituyó el partido integrista, que tenía por órgano de su política a El Siglo Futuro. Postulaban los integristas una política que podía resumirse en la célebre frase de uno de sus ideólogos, Sardá y Salvany: «El liberalismo es pecado.»
Sentíase Víctor Pradera vinculado al carlismo, y su sentimiento provenía antes que de los claros ejemplos de sus antecesores, de una íntima y razonada dilucidación del problema de España. Su espíritu ignaciano, ensanchado por la fructuosa estancia en Deusto, estaba fervorosa y ortodoxamente unido, al primer lema carlista: Dios. Su sangre era hija de la Patria. Filosóficamente era monárquico, y moralmente, legitimista. El carlismo hizo que don Juan, hijo del conde de Montemolín, Carlos VI en la genealogía carlista, renunciara sus derechos a favor de su vástago Carlos VII. Don Juan se había mostrado incompatible con la permanencia de la doctrina legitimista. Pero Carlos VII había declarado que no daría «un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo». Pradera reconocía en don Carlos a su rey legítimo, descendiente de reyes, que si no había sido ungido en Madrid con la pompa oficial, había reinado sobre grandes zonas del territorio nacional y en el corazón de millones de súbditos.
El sentimiento carlista de Víctor Pradera adquirió su madurez en la urbe de la altiplanicie, y quizá por esa razón fue transparente y estuvo decantado. Las sugestiones telúricas del Pirineo y de la mar cantábrica; el trato con los veteranos de las guerras carlistas; el conocimiento de los ingenuos y viriles romanceros de las guerrillas; la memoranza de las batallas y de los héroes de la Legitimidad; la música popular –jotas de la Ribera y zortzicos de la Montaña– que creaban los combatientes y la influencia amistosa pudieron arrastrarle al carlismo. Pero este hombre, que era apasionado temperamentalmente y que se encomendaba para los negocios del vivir terrenal a la lógica, rehusó acatar aquellas influencias. fue carlista a través de la filosofía y de la historia. Mas no se opine que tuvo una primera juventud sombría, de pálido y absorto estudiante. Aquel muchacho de elevada, casi gigantesca estatura, de ojos penetrantes y alegres, con una chispa irónica, era un perfecto gentilhombre navarro. El carlismo fue reflejado muchas veces, por literatura e iconografía desprevistas de autenticidad, como un censo de personajes sórdidos y trágicos que, en la realidad, no fueron más numerosos de lo que suele acontecer en todas las colectividades humanas. Ese es un convencional, falso carlismo de melodrama o de folletón tenebroso.
El año 1897 nuestro personaje se reintegraba al hogar con el título de ingeniero de Caminos ganado brillantemente. En la antigua capital foral de Guipúzcoa, en la Tolosa campesina e industrial, le esperaba [7] tarea difícil: debía renovar y consolidar una fábrica de papel, la «Laurak-Bak», comprada por su padre. El mayorazgo, en plazo breve, realizó todas las esperanzas: las instalaciones se modernizaron, la fábrica producía en condiciones de eficacia y el negocio incierto resultaba pródigo. Pudo entonces dedicar los ocios fecundos a dos empresas que le seducían. Conoció Navarra y las Vascongadas palmo a palmo. Acudió a los lares de la familia y se relacionó asiduamente con todas las clases sociales. Paladín instintivo de la familia obrera, fue patrono generoso por ser hombre cristiano. Sabía ya que la doctrina de la Legitimidad debía tener en cuenta el paso del Tiempo, el grávido correr de los años, y que la industrialización y las nuevas formas de vida creaban problemas que no existían en octubre de 1833, al darse el grito de ¡Viva Carlos V!, en Talavera de la Reina, repetido por millares de gargantas en Navarra, las Vascongadas, Valencia, Aragón, Burgos y la Rioja. El quietismo doctrinal, en cuanto no fuera atañadero a lo sustantivo –el trilema Dios, Patria, Rey–, podía ocasionar graves daños a la causa; el más peligroso, la esterilidad de la acción que bajo el gobierno del marqués de Carralbo, Delegado de don Carlos, se orientaba al forzoso parlamentarismo y a la propaganda. Habían surgido fuerzas que, aun siendo afines al carlismo, como la representada por don Alejandro Pidal, y que en el fondo habrían visto con júbilo el triunfo de la Legitimidad, aceptaban la colaboración con la Monarquía alfonsina. Ceñía la tiara papal el Pontífice León XIII, y los católicos que dirigía Pidal parecían acogerse a las doctrinas sociales del Papa.
En el entendimiento de Pradera se afirmaba cada día con mayor ahínco la convicción de que era preciso vigorizar dos conceptos básicos del carlismo: la Patria y el Rey, eficaces en su categoría ideal para los convencidos, y no más que términos abstractos para los indiferentes y los neutros. Por otra parte, si en 1895 una tercera guerra parecía, a más de imposible, corrosiva para España, ya vitalmente amenazada en Ultramar, debían aprovecharse la amargura y la pesadumbre nacionales que coincidieron con los últimos años de la regencia de doña María Cristina. A pesar de la escisión integrista, la fortaleza numérica del carlismo no decrecía. Estaba organizado en juntas provinciales y locales que rebasaron los dos millares, y se hallaban abiertos quinientos círculos. Alguna vez, y sin eufemismos, llegó hasta la Presidencia del Consejo de Ministros la advertencia de que el carlismo podía poner en pie de guerra a 80.000 hombres. Y Sagasta, jefe del Gobierno, sabía que la cifra no era hiperbólica.
La segunda empresa a que se dedicó Pradera revelaba lo tesonero de su carácter y su ilimitada ambición intelectual. Se aplicó al estudio del Derecho y resolvió examinarse, abreviando los plazos. Las Humanidades sucedían a las Matemáticas...
Las tristes Cortes de 1898, que asistieron y asintieron a la iniciación de la guerra de Ultramar y al Tratado de París, fueron disueltas después de breves, intensos y dramáticos meses, en cuyo transcurso el trono de España se encontró a merced de un ataque resuelto (1. Según la Constitución, al Rey incumbía declarar la guerra y concertar la paz). No lo intentaron los republicanos, y entre los carlistas faltó el hombre de genio, a lo Zumalacárregui o Cabrera, que, con el justo respeto al Duque de Madrid, podía haber decidido favorablemente la coyuntura. El ambiente popular en 1898 era aún más favorable al levantamiento carlista de lo que el [8] cansancio, el escepticismo y el desprecio respecto, a la vieja política dinástica representaron como puntos de apoya para el general Primo de Rivera en 1923. El socialismo y el anarquismo, de igual manera que los Sindicatos, carecían de fuerzas organizadas y numerosas. El partido conservador se hallaba escindido, y Sagasta, al frente de los liberales, tenía un pulso senil. Sólo Cataluña levantó algunas partidas, cuyos fuegos se apagaron rápidamente. El Gobierno persiguió al carlismo, cerrando sus círculos y suspendiendo sus periódicos. El marqués de Cerralbo y don Juan Vázquez de Mella –al que Navarra dio la primera acta de, diputado, y que había nacido en 1861– huyeron a Portugal.
II
El mes de marzo de 1899 los católicos afines al carlismo, muchos de ellos empadronados durante años en la Comunión, aportaban representantes a los Consejos de la Corona. Bajo la presidencia de don Francisco Silvela, el marqués de Pidal y don Camilo G. de Polavieja, llamado «el general cristino», marcaban la colaboración de los pidalinos y de otros grupos católicos. Estaba preparándose el enlace matrimonial de la princesa de Asturias, doña Mercedes, con su primo don Carlos de Borbón, hijo del conde de Caserta. Este se había ilustrado en la segunda guerra carlista, peleando al lado de su primo el infante don Alfonso de Borbón y Austria. Este, hermano de Carlos VII.
Iba a presidir el Congreso de los Diputados –lección significativa que presagiaba posible ascenso a la jefatura del Gobierno– don Alejandro Pidal y Mon, ex ministro de la Corona. Coincidiendo con ese acercamiento a la dinastía isabelina de los afines al carlismo, aparecía el nacionalismo vasco, fundado por Sabino de Arana Goiri en 1893, ante reducido concurso de amigos que se reunieron en el caserío Larrazábal, de Begoña. El lema del partido nacionalista era «Jaungoikoa eta Lege zarrak»: Dios y leyes viejas. Aspiraba a la separación de Vasconia para formar una confederación euskariana de Estados: Navarra, Laburdi, Zuberoa, Benabarra, Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, bajo el signo republicano, católico, apostólico y romano.
El nacionalismo, en 1899, se limitaba a núcleos reducidos de Vizcaya. Pero su presunta fuerza expansiva, que Silvela intuyó, reprimiéndola, mientras conllevaba el nacionalismo catalán, que ya estaba fuertemente caracterizado, podría robustecerse a costa del carlismo. No era probable que en Vasconia los liberales y los conservadores dinásticos, de una parte, y los republicanos, de otra, emigraran de sus respectivas posiciones al nacionalismo. Más podía conjeturarse que el lema «Dios y leyes viejas», que tenía relativa concordancia con la ideología carlista, pudiera seducir a las generaciones jóvenes, en cuyos hogares se había profesado culto a la Legitimidad. El mismo Sabino de Arana fue hijo de un carlista de acción.
Necesitaba el carlismo hombres jóvenes, y de ellos fue Víctor Pradera candidato a diputado a Cortes en las elecciones de la primavera de 1899. Luchaba por el distrito de Tolosa frente a un candidato dinástico. En carros tirados por caballos fueron trasladadas a Tolosa, desde la sucursal del Banco, de España en San Sebastián, cien mil pesetas en monedas de a duro. Era la víspera de las elecciones, y ese dinero constituía el óbolo del candidato dinástico a los votantes. Tres parejas de la Guardia Civil custodiaron el pequeño [9] tesoro durante el camino. La jornada siguiente tuvo una traza báquica en las fondas, tabernas y figones tolosarras, que proveían con largueza y gratitud a cuantos se mostraban dispuestos a votar la candidatura del Régimen.
Con todo, los carlistas lograron el acta para Víctor Pradera, recién ingresado por entonces en el Cuerpo de Ingenieros de Caminos. Iba a cumplir los veintiséis años. Era el benjamín de la minoría carlista, presidida por don Matías Barrio y Mier, castellano de Palencia y catedrático de la Universidad Central. Las Cortes se abrieron el 2 de junio, y el día 19 Pradera prometía el cargo, costumbre adoptada por los carlistas, a quienes no les era posible jurar fidelidad y obediencia a Alfonso XIII ni tampoco «guardar y hacer guardar la Constitución de la Monarquía española».
* * *
Componían los carlistas la minoría más exigua del Congreso, y a Pradera se le encomendó desde las primeras sesiones la misión de ser frecuente portavoz. Habló primero de temas económicos; semanas después se refirió, objetivamente, al empréstito ilegal realizado con el Banco Español Filipino por el ex capitán del archipiélago oceánico don Fernando Primo de Rivera.
Silvela, jefe del Gobierno, contendió dialécticamente con Pradera. Cuatro veces se levantó el escéptico presidente del Consejo para contestar al diputado carlista. En el Senado, el general don Fernando Primo de Rivera procuró defenderse. Quedó de relieve la falta de autorización expresa del Gobierno para contratar el empréstito. En los discursos praderianos se manifestaba un vigoroso polemista. Había aparecido un parlamentario de genio que lograba vivificar la presencia carlista, muy desvaída por el exilio de Vázquez de Mella, quien permaneció cinco años en Portugal, hasta 1903. A poco, el mes de noviembre, había de cruzar sus armas con Maura.
En la antología de los numerosos discursos praderianos, a raíz de su llegada al Congreso, surge alguna afirmación sustantiva para entender su futura obra: «Yo no he venido a hablar como diputado carlista, sino como diputado de la Nación, que viene a pedir cuentas al ministro de la Guerra para que el presupuesto de gracias y condecoraciones no se haga llegar a lo infinito.» Hombre de partido, sí, pero también magistrado de la Patria. «La revolución –decía el año 1900, en el Parlamento– es necesaria, es de todo punto imprescindible; mas para que esta revolución no sea un crimen de lesa patria, es preciso que tenga en cuenta las energías vitales del país. La revolución tiene que ser un revulsivo rápido y enérgico, pero en manera alguna puede ser una sangría suelta. Estas son las opiniones del partido carlista en cuanto a los hechos de fuerza. Los derechos que creemos tener nos los reservamos y siempre tendremos en cuenta estas ideas y estos sentimientos que os he expresado... Nosotros, de llegar a regir los destinos de la Patria, queremos que venga España viva a nuestros brazos; no queremos que nuestro abrazo con ella sea un abrazo de muerte.»
Le rodeaba una general estimación entre los parlamentarios, hombres, al fin, de oficio, que eran finos conocedores de la maestría y de la dignidad humana. Es curioso que entre aquellos figuraran, sobre todo, los políticos dinásticos liberales don José Canalejas y don Antonio Maura –que todavía no era conservador–, algún republicano, como don Gumersindo de Azcárate, y el fluctuante y donoso don [10] Francisco Romero Robledo, quizá el más experto de todos los parlamentarios.
El primer año del siglo empezó el invisible pero efectivo cerco de la personalidad praderiana por los que hubiesen deseado atraerle al redil dinástico. El desplazamiento fue sugerido con cierta cautela, pues no era hombre nuestro personaje al que pudiera requerírsele para la deslealtad. De las filas pidalinas, incorporadas a la Monarquía constitucional, salieron, tras el infructuoso cerco, diversas maniobras contra la Comunión. El Gobierno presidido por el general don Marcelo de Azcárraga intentó una maniobra anticarlista a cuenta de pintorescos e incruentos alborotos ocurridos en Cataluña, Jaén y Alicante. Se llegó a la suspensión de las garantías constitucionales. Había en el Gobierno ministros de la Unión Católica. Pradera, defendiendo sus ideales y su partido, trazó el perfil del partido de Pidal.
«Fueron ramas desgajadas del partido carlista las que vinieron a formar el partido de Unión Católica, y ¿sabéis por qué? No porque no gustasen de los principios carlistas, sino, sencillamente, porque no tenían la virtud de comer el pan de la emigración con el partido carlista. No he de negar que, además, entraron a formar parte de él elementos con verdadero entusiasmo y de buena fe que querían realizar la obra de unir a todos los católicos en el terreno político, lo cual es un absurdo. Pero el origen del partido Unión Católica fue ése y no otro. Quiso hermanar, como era natural, ideas del partido carlista con ideas del partido liberal para establecer de esa manera una especie de puente por el que pasaran tranquilamente todos los carlistas al campo de la dinastía. ¿Y qué sucedió? Pues que no pudo ser, y aquel partido de Unión Católica vino a confundirse con el partido conservador y nosotros nos quedamos fuera. Pero ocurrió que los elementos que pasaron al partido conservador traían como recuerdo algunas de las ideas que tuvieron en tiempo en que formaban en las filas carlistas; pero este recuerdo fue debilitándose, y esas ideas vinieron a tomar proporciones monstruosas y fueron verdaderas aberraciones, y así tenéis que conforme nosotros defendemos con energía y vigor el principio de autoridad, ese principio fue degenerando poco a poco en los elementos disgregados del partido carlista hasta convertirse en verdadero despotismo, y enfrente de la idea que nosotros tenemos de lo que deben ser las relaciones de la Iglesia y el Estado, vinieron a establecer ideas, especiales que eran una mezcla de escepticismo en la vida pública y de religiosidad en la vida privada que, como es natural, repugnaban estar juntas.»
* * *
El diputado por Tolosa, estudiante libre de Derecho, realizaba, mientras fue diputado a Cortes, su ambición de obtener el título de abogado.
En una capilla del barrio de Ategorrieta, en San Sebastián, casó por entonces Víctor Pradera con la señorita María Ortega, de cuna donostiarra. Sus hijos fueron doña María Victoria, doña Blanca –cuya vocación la llevó a profesar en las religiosas del Sagrado Corazón, y murió a poco de cumplir su fervoroso deseo–, don Javier y don Juan José, los cuales siguieron la carrera de Leyes.
Disueltas las Cortes de 1899 por un Gobierno, Sagasta, fueron convocadas elecciones para el mes de mayo de 1901. En aquellas Cortes iban a manifestarse ideas, y personas que tendrían indudable gravidez en la vida nacional. Serían planteadas las aspiraciones autonomistas de [11] Cataluña, contenidas en las Bases de Manresa, y de las que fueron adalides cuatro diputados por Barcelona. A la vez surgía en esta ciudad, vencedor en las elecciones, Alejandro Lerroux, con su Fraternidad Republicana. Iba a revelarse un orador, de filiación republicana, Melquíades Álvarez y González-Posada, destinado a ejercer poderosa influencia en los Parlamentos de la Monarquía. Gracias al triunfo electoral del catalanismo, aparecía la «Lliga Regionalista», en la que Francisco Cambó no era aún sino distinguido amanuense de Prat de la Riba.
En Vizcaya, Sabino de Arana había logrado conquistar el acta de diputado provincial, y en el Municipio bilbaíno tenían asiento cinco concejales nacionalistas. Empero Guipúzcoa se mantenía indemne, y la lucha electoral se desarrollaba entre los dinásticos y los carlistas. Tuvo Pradera en el distrito de Tolosa un antagonista alfonsino. Otra vez se apelo a los medios impuros para arrebatar el acta al carlismo. Pero se había producido –y el mismo Pradera lo declaró en el Congreso– un fenómeno de curiosa adhesión de los tolosarras a su diputado. Los liberales sinceros del distrito le habían votado en 1899 y volvieron a votarle en 1901, convencidos de que los intereses provinciales serían defendidos con ahínco y probidad. Muchas veces, en el curso de su vida, encontró Víctor Pradera la aquiescencia y aun el entusiasmo, que partían de individuos y colectividades apartados de las concepciones vitales y políticas del carlismo. También Zumalacárregui, faccioso, según la terminología de los isabelinos, halló profunda estimación a su genio militar en los mismos que eran sus adversarios.
Otra vez diputado, Pradera asistió al nacimiento de la ofensiva anticlerical de los liberales dinásticos, de la que eran cabezas y capitanes Segismundo Moret, Alfonso González, el conde de Romanones y José Canalejas. Alfonso XIII juraba la Constitución el 17 de mayo de 1902, y Sagasta moría el mes de enero de 1903.
La personalidad praderiana se ensanchaba con sus primeros trabajos de escritor y periodista. Tenía una extraordinaria curiosidad científica, y a los treinta años era, más que un polígrafo, verdadero politécnico por sus carreras, que ejercía de consuno, y su especialización en la Historia, la Filosofía y la Economía. Se acogía a la pluma con más entusiasmo que al menester parlamentario. Había nacido orador, pero la esterilidad casi absoluta del esfuerzo parlamentario le llenaba el alma de inquietud y desasosiego. Convenía al Carlismo poseer una minoría en las Cortes para fines de defensa, ataque y conservación. Pradera podía escribir artículos periodísticos que hubiesen acarreada a un ciudadano, sin investidura procesos y probables condenas: jueces y fiscales eran harto diligentes y celosos ante las alusiones a la dinastía llamada usurpadora y las críticas a los prohombres del Régimen. Existían, además, las necesidades vitales de los distritos que votaban al carlismo, las cuales debían ser amparadas: la política era también administración. Era posible asimismo hacerse oír desde el centro de España en las graves coyunturas nacionales.
Mas todo ello tenía en ocasiones precio muy elevado. Un carlista, historiador del carlismo, ha escrito, después de la guerra de 1936:
«Y así se llegó al siglo XX. El partido iba a entrar de lleno en el terreno de la lucha legal: elecciones y mítines, componendas y pasteles, chaqueteo y uniones circunstanciales.
En resumen, impureza política. No es [12] que los delegados quisieran todo esto; ni don Matías Barrio y Mier, ni su sucesor, don Bartolmé Feliú, otro catedrático, éste de Física, bellísima persona, pero de menos prestigio, nombradía y sabor carlista que aquél, lo deseaba. Los jefes no eran los propulsores de tal táctica, pero, sin embargo, la toleraban en todas partes, especialmente allí donde se contaba con votos para ultimar combinaciones electorales. Tal diputado salía sin oposición, pero era a base de arrebatarle el acta a tal otro que contaba con gran apoyo en su distrito; éste se unía con los demócratas para vencer a un conservador pío, y a veces a un integrista; en ocasiones la unión era con republicanos para aplastar a un candidato de extrema derecha... De todo esto hubo mucho. Así, el partido fue perdiendo pureza, ímpetu, brío...» (1. Román Oyarzun: Historia del Carlismo. Editora Nacional. Madrid, 1945.)
La política de la Restauración, que, por desdicha, fue estableciendo maneras de profesionalidad, impregnaba gran parte te la vida del país. Escalafones, mesnadas, taifas, caudillismos minúsculos, convenían en el Parlamento y le daban la traza de una banderiza lucha medieval. Al modo de las parcialidades que ensangrentaron la Edad Media, singularmente en Navarra y las Vascongadas, las fuerzas estaban mandadas por capitanes profesionales, sombríos condotieros, que ahogaban con la fuerza el juego espontáneo de las aspiraciones españolas. Todos los partidos perdieron su armazón formal, que era un liviano y frágil retablo, al sobrevenir el golpe de Estado de 1923, en cuya fecha desaparecieron. Ninguno de ellos subsistió.
Perduraron, sí, determinadas ideas esenciales, mas la planta de los viejos partidos españoles, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, fue radicalmente modificada el año 1931. Los republicanos, los socialistas, los carlistas, los monárquicos liberales y los autoritarios pudieron entonces argüir cuerpos de doctrina que correspondían sin duda a sus orígenes; pero los modos, las trayectorias y cuanto correspondía a su esencial actividad, fueron distintos a los que habían prevalecido hasta el año 1923.
Sentíase Pradera decepcionado, porque era, en el fondo de su ánimo, un moralista. A la nueva convocatoria de elecciones para el mes de abril de 1903, suscrita por el Gobierno Silvela-Maura –las anteriores Cortes no habían vivido más que año y medio–, los dirigentes carlistas de Guipúzcoa convocaron a Víctor Pradera.
—No habrá otro remedio que emplear dinero en las elecciones. No vamos a comprar votos, pero hay que realizar desembolsos. Los adversarios redoblarán en esta ocasión sus esfuerzos por vencernos...
—Yo doy –replicó Pradera– mi nombre, mi trabajo, mi esfuerzo, todo mi ser, para una labor política carlista. Moralmente, yo no puedo aportar dinero para salir diputado. Saben ustedes perfectamente que no soy avaro ni hay nada que me duela si ha de ser empleado en el servicio de nuestros ideales.
No fue diputado, y el carlismo sólo obtuvo siete actas, entre ellas la de don Juan Vázquez de Mella –«mi maestro», decía Pradera– por Estella, ciudadela de la Comunión. Las elecciones fueron sangrientas, pero en cuanto a la conducta del Poder público, representado por Maura en el Ministerio de la Gobernación, no tuvieron la intensa y consuetudinaria coacción oficial. Los republicanos habían conquistado las mayorías en Madrid, Barcelona y Valencia y un total de treinta y [13] cuatro actas. La mayoría parlamentaria obtenida por Silvela y Maura sólo rebasaba en cincuenta y siete votos a las oposiciones.
* * *
Permaneció don Víctor Pradera quince años ausente del Parlamento. Murió –1909– Carlos VII, al que sucedió, en la conciencia de los legitimistas, su hijo don Jaime. Antes de que ocurriese la muerte del duque de Madrid, el carlismo catalán, muy numeroso y ahincado, participó en el bloque de la Solidaridad Catalana, pacto de la Lliga Regionalista, los republicanos federales y de otros matices –con la exclusión de Lerroux–, muchos dinásticos liberales y conservadores, los nacionalistas catalanes –de sentimiento republicano– y los integristas. Ese bloque pretendía la derogación de la ley de Jurisdicciones y la concesión de autonomía a Cataluña. Surgió la Solidaridad Catalana en 1907, y era propósito de sus inspiradores extender la fórmula de ese pacto electoral a Navarra y las Vascongadas. Don Manuel Llansá, duque de Solferino y jefe de la Comunión en Cataluña, había sido uno de los más entusiastas paladines del intento.
Se deshizo la Solidaridad Catalana, según había profetizado el catedrático don Enrique Gil y Robles. Su jefe parlamentario, el ex Presidente de la República, don Nicolás Salmerón –fallecido en 1908–, llegó a ver, en el transcurso de pocos meses, que la alianza electoral no podía mantenerse en el Parlamento.
La posición praderiana ante el regionalismo había sido expuesta en el Congreso de los Diputados el año 1899:
«Regionalismo no es separatismo... Se cree que la Patria se ha defendido siempre uniéndose todas las provincias en una sola idea: el principio de la libertad... Yo he visto cómo se han formado esas provincias, cómo se han unido, y que al unirse no lo hacían sólo en virtud del principio de la libertad, sino por un principio mayor: el de la fe unido a la libertad, habiendo llegado por la fe todas las provincias a constituir la Nación. El separatismo, o sea la independencia, no lo admitimos nosotros; al contrario, queremos la unidad de la Patria, respetando los derechos que corresponden a todas las provincias, no solamente para las nuestras, sino para las de toda España.
El régimen nacionalista que defendemos nosotros no es la muerte de la Patria, es todo lo contrario: es el mantenimiento de los derechos, para que todos los derechos regionales subsistan en una unidad, que es la unidad de Patria; y así como los derechos individuales, que se han defendido siempre, subsisten en medio del Estado, y el Estado, dentro del orden público, establece el respeto a esos derechos individuales, así también en el orden general de la Nación tiene que guardarse siempre respeto a esos derechos que, por su esencia, tienen las regiones, los municipios y los pueblos.»
Era consecuente Pradera con el tácito fuerismo postulado por el infante Don Carlos al tomar el nombre de Carlos V. Las tropas y las guerrillas del carlismo en las Vascongadas y Navarra, habíanse levantado para defender la ley sálica, y también para impedir que los fueros desaparecieran por obra de la tendencia unificadora del Partido Liberal. Desde la Constitución del año 1812, el liberalismo español ha sido tenazmente unificador. Más tarde, en 1872, empezada la segunda guerra civil, Carlos VII devolvió sus fueros a los catalanes. «Como los años no transcurren en vano, os llamaré, y de común acuerdo podremos adaptarnos a las [14] exigencias de nuestros tiempos. Y España sabrá una vez más que en la bandera donde está escrito Dios, Patria y Rey están escritas todas las legítimas libertades.»
A contar de entonces, el trilema fue aumentado en las provincias en que subsistía alguna forma de régimen foral: Vasconadas y Navarra, y en otras donde subsistía un Derecho civil anterior al Código unificador. Apareció el «Dios, Patria, Fueros y Rey», que en otros lugares alteró el orden de colocación de los conceptos: «Dios, Patria, Rey y Fueros».
Los quince años que duró la ausencia de Pradera del Congreso de los Diputados fueron fecundos para su obra de político y moralista. Si le faltaba el escaño parlamentario, disponía, en cambio, de las tribunas públicas en círculos, ateneos, frontones y teatros, ámbitos en los que el nombre de nuestro personaje, reunió con frecuencia a las muchedumbres. Las distinciones que estableció Charles Maurras entre el país real y el país legal, referidas al pueblo francés, podían ser aplicadas a España. Entre 1909 y 1923 surgieron críticas situaciones nacionales, en las que se acusó a los Parlamentos de ser ingobernables. Quizá los movimientos inciertos y las conductas a veces caóticas que surgían en las Cortes provenían de esa separación entre lo real y lo legal, harto conocida por los jefes de la política dinástica.
En el ámbito vasconavarro tenía Pradera vasta autoridad y popularidad. Y su obra fue más importante para mantener los ideales legitimistas, ejerciéndose en contacto con las multitudes, de lo que hubiera sido en el Congreso. La ininterrumpida presencia de Vázquez de Mella, orador fecundo y prodigioso en las Cortes, aseguraba la continuidad del verbo carlista, la perenne resonancia de la ideología.
Los tres lustros, cuyo término coincidió con la plenitud vital de Pradera, fueron además fecundos para su obra de historiador e ideólogo. Los libros en que recogió su pensamiento y sus investigaciones históricas fueron la cosecha de una madurez atenta y vigilante, comprendida entre los treinta y los cuarenta y cinco años. Fernando el Católico y los falsarios de la Historia, Dios vuelve y los dioses se van, Modernas orientaciones de Economía política, derivadas de viejos principios y el Estado nuevo, que es, ideológicamente, su obra fundamental, componen, con otros libros que respondieron a coyunturas políticas nacionales, un gran legado a las generaciones españolas. El pensador se había emancipado de la servidumbre parlamentaria.
III
En 1917, las diferencias entre el país real y el país legal habían llevado hasta la consunción a los partidos dinásticos. Era imposible crear Gobiernos homogéneos, y se apeló a la única fórmula posible: los Gobiernos de grupos, en los que iban a figurar, confusamente vinculados por poco tiempo, liberales, conservadores, catalanistas y reformistas, denominaciones genéricas que tenían subdvisiones innumerables: mauristas, regionalistas, nacionalistas catalanes, garciaprietistas, romanonistas, albistas, alcalazamoristas, datistas...
Mientras la primera guerra universal engendraba para España cuantiosos problemas de seguridad, de comercio, de integridad territorial y náutica, de carestía de las subsistencias, de especulaciones industriales y bursátiles, de aumento de la riqueza privada y decaimiento de la Hacienda Pública, aparecían fuera de las Cortes movimientos estremecedores. [15] Protestaban las Juntas de Defensa Militares de la obra de los Gobiernos y del Parlamento; señoreaban el territorio español los agentes extranjeros, ávidos de perturbaciones que lanzarían a España a la guerra; la U. G. T. y la C. N. T. eran otro de los poderes que se alzaban contra el Estado constitucional; y el nacionalismo de Cataluña y de Vasconia tenía fuerzas multitudinarias, reflejadas numéricamente en la conquista de Diputaciones y Ayuntamientos y en el envío de minorías al Congreso y al Senado.
Aspiraba el nacionalismo vasco a que medraran las fuerzas de que disponía en Navarra, claramente localizadas en la Montaña. Esa tendencia era análoga a la de Cambó respecto de Valencia y Baleares, regiones que debían vincularse a las aspiraciones del catalanismo. Pues Cambó era el año 1917 propagandista y consejero universal de la acción autonomista. A San Sebastián acudió, en uno de sus viajes, para dictar una conferencia de propaganda. Hizo alguna incursión en las demarcaciones históricas del vasquismo y del catalanismo que suscitó una tajante réplica de Pradera.
Invitó éste a Cambó a pública controversia. Ya sabemos que el entendimiento praderiano de la unidad no era centralista, al modo peyorativo que el catalanismo sustentaba. Tenía la historia patria asimilada en la sangre y en la mente, y su señorío dialéctico le convertía en uno de los hombres de más valía de España.
Cambó no quiso aceptar la pública controversia. Pradera representaba el ideal que podía alzarse frente al ideal sustentado por el catalanismo. No se trataba de las vagas fórmulas forales del carlismo primitivo: era una elaboración modernizada de sustancias históricas de España. Para el tribuno navarro, él obstinado silencio de Cambó fue un inequívoco triunfo. Nada justificaba la actitud camboniana: había pactado, dialogado, tratado con políticos carlistas, jaimistas e integristas. Pradera tenía una personalidad moral y mental que en el País Vasco nadie podía aventajar.
La gravedad de los problemas nacionales determinó a Pradera para tornar a la lucha parlamentaria. Las elecciones que había convocado un Gobierno liberal para el 24 le febrero de 1918 se iban a realizar bajo el signo de la amnistía en favor de los condenados por el movimiento revolucionario de agosto de 1917 y en pro de las aspiraciones autonómicas de Cataluña y las Vascongadas. El nacionalismo vasco presentaba candidaturas por las tres provincias vascas y Navarra. También comparecía el socialismo representado por el asturiano Indalecio Prieto, candidato al acta de la villa, bilbaína.
Pamplona dio su representación en Cortes a Víctor Pradera, a un maurista y a un nacionalista vasco. El partido fundado por Arana Goiri obtenía siete diputados en el país vasconavarro. La Liga Regionalista alcanzaba en Cataluña veintitrés actas.
* * *
Corta vida tendría el Parlamento de 1918, disuelto al año siguiente, y en el que se presentaron las formales y expresivas demandas autonómicas de Cataluña y Vasconia: las catalanas, articuladas y refrendadas en un plebiscito de segundo grado municipal.
Para las nuevas generaciones españolas, la obra parlamentaria de Víctor Pradera fue una revelación. Ese año de 1918 nuestro personaje ganó por vez primera dimensiones nacionales. El Jefe del Estado, en el prólogo a la Obra Completa praderiana, ha escrito: «Las obras, oraciones y escritos [16] de Pradera –salidos a la luz en tiempos liberales, de desastres y traiciones, moviéndose en un clima político materialista y desintegrador, y teniendo que buscar la eficacia en lo posible, sin perder por ello la posición firme de la doctrina– encierran para los españoles un tesoro inagotable de enseñanzas, deducidas con la lógica irrebatible de la Historia fecunda de España en sus días luminosos del Imperio, o de las sentencias y vivas de sus grandes santos o de sus gloriosos capitanes.»
En su escaño estaba el fiscal de la Unidad, que veía en el remedio o emplasto temporal allegado por Alfonso XIII –marzo de 1918– para los problemas sustantivos de la Nación un fermento disolutivo a la larga. Don Antonio Maura, cediendo a las súplicas del Rey, había formado un Gobierno de concentración dinástico, en el que figuraban liberales, conservadores y el catalanista Cambó. Alfonso XIII conminó a los jefes dinásticos –pues Cambó había renunciado a su convicta y confesa teoría de la accidentalidad de las formas de Gobierno– para que depusieran rivalidades, enconos y antipatías; si no llegaban los políticos a conciliarse, el Rey estaba dispuesto a ausentarse de España. La amenaza –que después se repitió durante cinco años hasta el golpe de Estado–, tan insólita y grave, de la que no había precedente alguno en la historia española, pues la conducta de Ramiro el Monje, de Carlos I y de Felipe V no podía emparejarse con los anunciados propósitos de Alfonso XIII, congregó, por el momento, a los prohombres en torno a don Antonio Maura. Creía éste que por lo menos lograba una tregua. Pradera, amigo personal, afectuoso, de Maura, no compartió tal opinión. La guerra interna, la guerra civil seguiría hasta que cambiara radicalmente el estilo de la gobernación.
La voz de Pradera se alzó en el Congreso con la hidalguía de los caballeros que se aprestaban a penetrar en la liza: pregón de su conducta fue la oposición que hizo al acta de don Ramón de la Sota Llano, diputado electo por el distrito vizcaíno de Valmasecia. Sota, oriundo de la Montaña de Santander, era públicamente nacionalista desde el 21 de julio de 1895. Por su fortuna personal, acrecida merced a la guerra europea, que dio vigor impensado a la flota mercante, a las minas y a la industria vizcaínas, se convirtió en uno de los grandes financieros del nacionalismo vasco. El Rey de Inglaterra le había otorgado un título honorífico, y el plutócrata de cuna santanderina se hizo llamar constantemente sir Ramón de la Sota. Justo es decir que en el curso de la Dictadura de Primo de Rivera sir Ramón de la Sota se procuraba un título de Castilla, y acudía a la sapiencia genealógica de un vizcaíno, don Fernando de la Quadra y Salcedo, para rellenar el trámite de la ejecutoria.
Las elecciones de 1918 requirieron nutrida aportación dineraria. Las colectas entre los nacionalistas de Cataluña y de Vasconia eran periódicas, y según los usos de la Lliga Regionalista y del partido de «Jel» –contracción con la que se denominaba a los nacionalistas vascos–, normales. El acta de Valmaseda había costado una fortuna, y la contribución, sin tasa, del esfuerzo filial de don Ramón de la Sota y Aburto, presidente de la Diputación de Vizcaya e hijo del candidato vencedor.
El acta le había sido arrebatada a un liberal, don Gregorio de Balparda y de las Herrerías, ilustre gentilhombre vizcaíno, cuya muerte acaecería de modo análogo a la de Pradera.
El «ministro de Hacienda del nacionalismo» –así le llamó el diputado por Pamplona– gozaba en sus negocios de todas [17] las ventajas y beneficios que reportaba España en los días de la guerra. Una parte de su historia política la adujo don Gregorio de Balparda al defender en el Congreso la legitimidad de su propia elección. El día de San Roque de 1893, Sota, con Arana Goiri, penetró en un círculo de recreo situado en las afueras de Bilbao y pisoteó la bandera española.
«Sota –decía Pradera– adolece de una incapacidad total y absoluta para sentarse entre nosotros. No es una incapacidad de esas que la ley escrita establece, sino una incapacidad sustancial y radicalmente opuesta a todo lo que sea representación política española... Cualquier extranjero tiene mayor capacidad para sentarse en este Congreso que el señor Sota. Porque el señor Sota, que tuvo la fortuna, la dicha, el honor de ser español, ha abjurado públicamente de su Patria. Y esta abjuración de su Patria no es una abjuración implícita deducida de los principios que profesa; es una abjuración positiva, práctica. Es decir, que no es que a consecuencia de unos principios erróneos sea el señor Sota antiespañol, sino que a consecuencia de extravíos efectivos, el señor Sota no ama a España; el señor Sota odia a España.
En el sentido geográfico, español es todo el que ha nacido en España. Desde este punto de vista, el sentido geográfico, la palabra español no tiene otro contenido efectivo que la palabra europeo. Los nacionalistas vascos dicen que ellos son españoles como nosotros decimos que somos europeos, porque radican, viven, tienen haciendas y sus medios de vivir en una parte de la península que se llama España, no por otra cosa. Desde el punto de vista político, los nacionalistas suelen decir que son españoles, de la misma manera que los antiguos españoles hubieran dicho que ellos eran romanos; es decir, por efecto de la coacción. Ellos son españoles sin afecto a la nación española, por imposición, por coacción del Estado. Desde el tercer punto de vista, en el sentido en que nosotros pronunciamos la palabra español, es decir, con amor a nuestra Patria, considerando que en España, aparte del Estado, hay una Nación, una sociedad pública, que es nuestra madre, desde este punto de vista, los nacionalistas vascos dicen que ellos no son españoles. Por eso hacía falta que yo distinguiera los tres sentidos que la táctica del nacionalismo vasco da a la palabra español.
Claro es que al decir yo que el señor Sota ha abjurado de su Patria quiero decir que no el español en ese último sentido, porque se vive en España, en España tiene sus negocios, es ciudadano español y se aprovecha de todos los beneficios y privilegios que las leyes españolas otorgan a sus naturales.»
Conminó Pradera al diputado electo por Valmaseda –ausente del Congreso– para que declarara que amaba a España como su Patria y que no tenía más patria que la española. La petición debía quedar sin respuesta. Sota había dicho: «Tenemos que elegir mandatarios para un organismo extraño, para las Cortes españolas de Madrid. Los diputados vascos que a ellas llevemos deben saber que son extranjeros en esas Cortes, que no van a ellas a defender los intereses de España, sino los sagrados de su patria: Euzkadi.»
Argüía Pradera:
—Lo que yo pregunto al señor Sota es si, efectivamente, es español; es decir, si su Patria es España, no si es ciudadano español. Esto no es una doctrina. Cuando a uno se le pregunta quién es su madre, no tiene por qué saber todos los misterios de la generación; le basta decir quién es su madre. No puede sentarse en el [18] Congreso nadie que no conteste de una manera categórica a esa pregunta.
Dos diputados de la Lliga Regionalista le interrumpieron:
—Si nos lo preguntan, no contestaremos– dijo don Pedro Rahola y Molinas, que fue ministro en un Gobierno radical-cedista durante la II República.
—Si a mí me lo preguntan, no contestaré –proclamó don José Bertrán y Musitu, que iba a ser ministro de Alfonso XIII.
—Yo celebro –dijo Pradera sonriente haber dado ocasión a que la minoría nacionalista catalana diga que no contestará a esta pregunta, porque ello me servirá para, en el debate correspondiente, decir lo que es el nacionalismo.
Las Cortes de 1918 tuvieron en Víctor Pradera su figura preeminente. No es probable que la posteridad pueda figurarse el clamor nacional que en las calles de Madrid y en las calles de las ciudades de España suscitó el diputado jaimista. El discurso pronunciado el mes de abril contra la presencia de Sota en el Congreso –aunque el Tribunal Supremo dio por válida el acta, el personaje separatista no llegó a tomar posesión– había sido el preludio. Era un hombre solo, pues la minoría jaimista, exigua y resquebrajada por una latente escisión que no tardaría en manifestarse, representaba débil punto de apoyo contra una mayoría dispuesta a conceder los Estatutos autonómicos de Cataluña y de Vasconia. La mayoría la aceptaba con repugnancia y violencia, en nombre de los compromisos establecidos entre los partidos. Francisco Cambó era ministro del Rey. En Cataluña y Vasconia se movilizaban Ayuntamientos y Diputaciones; se hacían manifestaciones multitudinarias, que sufragaban los capitalistas de las dos regiones; había un general enardecimiento separatista; los trabajadores se confinaban en sus posiciones de clase y contemplaban desdeñosamente la agitación promovida por la plutocracia secesionista; la gran Castilla, que agrupaba a todos los españoles de conciencia nacional, aunque profesaran en diversas ideas políticas, parecía dispuesta a escupir su repulsa a los separatistas, dejándoles territorios que habrían de reconquistar antes de que fueran posesiones francesas y británicas, y comenzaba a surgir, por obra de los nacionalistas, el odio fratricida entre los españoles. A la escuela histórica de los nacionalismos, que veía todos los males en Castilla, los castellanos empezaban a oponer un pragmatismo irrebatible: las rotas del siglo XVII por obra de la entrega de los secesionistas catalanes a Francia; la sangrienta guerra civil entre la mayoría española que acataba a Felipe V y los catalanes que sostenían al archiduque; su consecuencia, que fue la terrible paz de Utrecht, desmembradora del imperio europeo de España y autora de la usurpación de Gibraltar; la asistencia de las corporaciones de Barcelona al Congreso de Bayona en 1808; las quemas de conventos y fábricas y las matanzas de eclesiásticos en 1835; los sucesivos movimientos revolucionarios, sitios y bombardeos de Barcelona; la primera huelga general surgida el siglo XIX en el «cap i casal» del Principado; los sacrificios de la Nación en favor de la industria y el comercio catalanes; las actitudes de insolidaridad del secesionismo catalán en los días del 98; los tratos con los aliados durante la primera guerra universal para desgajar a Cataluña del tronco nacional... Y la grave responsabilidad de haber inutilizado para siempre a un hombre insigne: don Antonio Maura, que sucumbió, de hecho, por la «semana sangrienta» de la Barcelona de 1909, en que fue protagonista el catalán de Alella Francisco Ferrer Guardia. [19]
Todas esas circunstancias adversas tuvieron que someterse al verbo de Pradera. Melquíades Álvarez y Antonio Maura tenían, estéticamente, como le sucedía a Vázquez de Mella, valores oratorios de mayor calidad. Antes que a la escuela ciceroniana, se adscribía Pradera a la de Demóstenes: con la diferencia favorable de que el hombre del Pirineo sabía arriesgarlo todo: la vida, la hacienda, el porvenir... En Víctor Pradera se encontraba reflejado el pueblo español, ese único y portentoso conglomerado de seres humanos que puede sentir aversión a sus gobiernos y quizá a sus convecinos más inmediatos, pero que se convierte en muralla heroica de pechos si corren peligro la unidad y la independencia de la Patria.
Vivía Pradera en el madrileño hotel de Roma, de la recién abierta Gran Vía. En el curso de 1918, el cruce de la nueva arteria urbana con la calle del Clavel fue el ámbito de constantes manifestaciones y desfiles ciudadanos. Allí afluían millares de telegramas y cartas de aliento, fechadas en múltiples pueblos españoles. Todo ello significaba una espontánea adhesión que no tenía móviles interesados. El pueblo de Madrid, tan complejo, lo testimoniaba. Por el hotel de Roma y los alrededores del Congreso de los Diputados aportaban la mesocracia y el proletariado, los grandes de España y los militares, los universitarios y los clérigos.
—¿Es que Madrid se ha vuelto carlista? –preguntaba Pradera a sus íntimos.
No. Madrid era liberal, republicano y socialista. Pero el tribuno había puesto al aire una llaga que amenazaba convertirse en cáncer, insertándose profundamente en el cuerpo de la Nación. En la apariencia, los jefes políticos de la dinastía no estaban conformes con Pradera.
Mas en el alma española late la conciencia de que es necesario que España sea una. Hay una oscura, no por eso menos eficaz, conciencia mayoritaria de lo que costó la Unidad y de la trascendental importancia que tiene su perduración.
Los proyectados Estatutos autonómicos de Vasconia y de Cataluña fracasaron en las Cortes de 1918 por la gestión parlamentaria del tribuno pirenaico. Maura tuvo en Pradera un casual paladín que le permitió hacer frente a las demandas catalanistas, de las que Cambó, ministro de Fomento, era pegajoso y perseverante eco. Desde los bancos de la oposición, Pradera dijo cuanto Maura no podía expresar por su jerarquía de presidente del Consejo de Ministros, requerido por Alfonso XIII en momentos críticos. Y lo que sentía el Ejército, el cual, a pesar de las inciertas maneras de algún fundador de las Juntas de Defensa, velaba, arma al brazo.
Desde el día que se discutió el acta de Valmasada, en todas las sesiones sonó el nombre del nacionalismo vasco.
Habló Maura, presidente del Consejo, refiriéndose a la «palabra elocuente e inflamada de Pradera», que había dado un «testimonio palpitante de la compenetración de la representación del país con el país mismo». Se alzaba Maura contra el supuesto, vertido desde los escaños nacionaIistas, de que el debate fuera lamentable: al contrario, era «para aplaudido». Algo había en el discurso de Maura que resultaba, en cierto modo, invitación pública al tribuno jaimista.
—Yo le digo al señor Pradera que no eche de menos a ningún Monarca ni ninguna Monarquía, porque la Monarquía que vive, la que alienta, la que ha de servir a España, es esta que comparte con vosotros y con nosotros las tributaciones y las prerrogativas del Poder público.
Hablaba también –y con feroz saña [20] antirreligiosa– el diputado socialista Indalecio Prieto, que atacó al nacionalismo, su futuro aliado, por la confesionalidad del partido. Y Cambó, ministro de Fomento, dio tardías explicaciones a Pradera por su negativa a aceptar la pública controversia de San Sebastián.
* * *
Quería el nacionalismo vasco arrastrar a Navarra a la petición oficial de un Estatuto autonómico, secundando así la actitud de los catalanistas y de las tres provincias vascas. Iba a decidirse la petición en una asamblea de Ayuntamientos, diputados provinciales, senadores y diputados a Cortes. Fueron los nacionalistas –asimismo llamados «jelkides»– maestros en la intimidación, y el día 30 de diciembre de 1918, el Palacio Provincial de Navarra estaba materialmente rodeado de huestes llegadas de todo el País Vasco, encabezadas por «txistularis», coros y bailarines. Pradera, enfermo con fiebre, acudió desde San Sebastián y, secundado por sus correligionarias, logró que la asamblea Navarra, en vez de suscribir la petición nacionalista, acordara pedir al Poder público la reintegración de las facultades forales, sin quebranto de la unidad de España.
Surgía a poco la segunda escisión de la Comunión. Había acontecido la primera el siglo XIX, al desgajarse los integristas. Se producía la segunda al declarar don Jaime que sus sentimientos no habían sido nunca germanófilos: no olvidaba que era el jefe de la Casa de Barbón, «cuya historia milenaria está estrechamente entretejida con la gloriosa historia de la Francia tradicional y monárquica». Don Juan Vázquez de Mella había dado al jaimismo un cariz germanófilo. Don Jaime pedía cuentas de lo realizado por Mella y sus seguidores durante los tres años que permaneció incomunicado en Austria. La escisión surgió inmediata y tuvo gran dureza, porque Mella se defendió con energía. Siguieron al gran orador asturiano, Sanz Ezcartín, el marqués de Valdespina, Lezama Leguizamón, el duque de Solferino... Tenía que sentirse vinculado Pradera a su maestro, aunque le llenaba de amargura la escisión. Representaba ésta una pérdida de energías que él se propuso remediar, apelando, con ideas esencialmente legitimistas, al pueblo español.
Signo de su pensamiento fue la conferencia que celebró en el teatro de la Comedia, de Madrid, en la que expuso un programa de acción nacional, concentrado en cinco puntos capitales: Religión, Patria, Estado, Propiedad –comprendido el fruto del trabajo– y Familia. Mientras los mellistas y los jaimistas, en «El Pensamiento Español» y «El Correo Español», órganos centrales respectivos de ambas tendencias, polemizaban acremente, Víctor Pradera veía la amenaza de la dictadura del proletariado, triunfadora en Rusia, y la descomposición de los instrumentos de Gobierno de la Monarquía constitucional.
En las postrimerías de 1918, Maura, poco a poco abandonado por los ministros que se concentraron a su alrededor, había presentado la dimisión. Le sucedió Romanones, que duró desde diciembre al mes de abril de 1919. Tornaba a ser llamado don Antonio Maura, que pensaba componer un Gobierno en el que participasen, con el partido conservador y el maurista, otros prohombres políticos y algunos técnicos. Entre esos prohombres figuraban Víctor Pradera y Juan Vázquez de Mella, Cambó, Antonio Flores de Lemus –experto en Hacienda y admirador de Maura–, González Hontoria –al que se requería como [21] diplomático y no como diputado romanonista–. Se advierte el empeño de Maura de atraer a la Monarquía constitucional a Pradera: el propósito quedó fallido.
Tuvo el nuevo Gobierno Maura que disolver las Cortes, y en las elecciones, Víctor Pradera fue derrotado. El nacionalismo vasco, aliado con determinadas fuerzas personalistas y apelando a todos los medios imaginables, consiguió que Pradera no fuese diputado.
—Sabiendo que el acta que me disteis el año 1918 había de serme robada por la energía misma que puse en la defensa, dije, en nombre del pueblo vasco: Nosotros no podemos romper amarras con España. Nosotros hemos de vivir o morir con España. ¡Dios quiera que nos salvemos con ella! –dijo en una conferencia pronunciada en Pamplona.
Fue motivo aquella conferencia de dura polémica sobre hechos históricos, mantenida entre Pradera y los nacionalistas Manuel Aranzadi, Julio Altadill, Jesús Etayo y algún otro.
—Si persiste –decía Altadill hablando de Pradera–, trataremos de dar a este asunto una solución sencilla y contundente. Es intolerable que se ofenda a Navarra en Navarra y por navarro.
—Iré a Pamplona –replicó Pradera cuando lo estime conveniente, y más si mis obligaciones profesionales me lo demandan. Prevengo al señor fiscal de la Audiencia y al señor juez de Instrucción de estas amenazas, para contestar a las cuales estaré prevenido.
El diputado nacionalista Aranzadi, imaginando que Pradera sería derrotado en la polémica, escribió:
— ... Y una vez que haya terminado el lance, yo le prometo a Pradera ir a recoger sus restos mortales y darles cristiana sepultura.
—No se moleste el señor Aranzadi –contestó el tribuno–. A mis restos mortales no les dará sepultura.
Quince años después, las hordas rojoseparatistas asesinaron al tribuno.
Poseedor de gran autoridad moral y política, famoso en la Nación, Pradera tuvo a partir de entonces una considerable actividad de escritor, periodista y orador. Sus conferencias en Madrid, celebradas en teatros de gran cabida, como el Calderón, eran seguidas con anhelante interés por nutridas muchedumbres. «El Debate» incitaba a Pradera a proseguir su labor.
«El éxito enorme, que ayer alcanzó –acaso superior al que alcanzara el año pagado en el mitin de la Comedia– debe convencer al señor Pradera que pesa sobre él la obligación de prodigar más sus intervenciones en la vida pública, y no sólo desde la tribuna, que no estamos tan sobrados de hombres para que sea lícito prescindir en la gobernación del país de hombres de la capacidad y actividad del ilustre orador tradicionalista. Por eso señalamos nosotros su concurso como muy necesario en el «Gobierno fuerte», defendido tantas veces en estas columnas.»
Llegó una crisis de índole grave, el mes de mayo de 1920, y requerido don Antonio Maura para la consulta regia, expuso a Alfonso XIII: «Si V. M. me honrase con su confianza, yo reuniría en mi casa a los señores Dato, Cierva, Sánchez de Toca, Pradera y Cambó, y les exhortaría a prescindir de nuestros antecedentes, de nuestros agravios y de la historia de nuestra actuación para consagrarnos por entero a España.»
La solución de la crisis fue diversa; se entregó el poder a Dato, que un año después sería el cuarto presidente del [22] Consejo de Ministros a de su cargo.
* * *
Fue el Partido Social Popular, esencialmente católico en su ideario, el precedente histórico de otras fuerzas que más tarde surgirían en la política española. Lo fundó Víctor Pradera, unido a hombres que procedían del maurismo y a otros que habían militado en la Legitimidad. Les secundaba un puñado de jóvenes. «Con Parlamento y sin Parlamento, actuaremos.» La llegada de la Dictadura y también la indiferencia, el temor y el escepticismo de algunos estamentos sociales impidieron que el Partido Social Popular –cuyo título fue copiado después en Francia por una organización semejante– llegase a medrar.
¡La Dictadura! Pradera, invitado con su esposa a una recepción que se celebraba la noche del 12 de septiembre de 1923, en el palacio donostiarra de Miramar –doña María Cristina fue amiga afectuosa de ambos–, vio por azar la última entrevista de don Santiago Alba con el Rey, seguida por sendas conversaciones del político liberal con doña Victoria y la Reina madre. El dato es importantísimo, porque demuestra el acuerdo existente entre la Familia Real y el ministro de Estado para que éste marchara a Francia, poniéndose a cubierto de la Dictadura de Primo de Rivera, que a aquella hora tenía en su poder la mayoría de los resortes del mando.
Al siguiente día, ante las carteleras que anunciaban el golpe de Estado, Pradera exclamó en una de las calles más céntricas de San Sebastián: «¡Gracias a Dios! ¡Ya era hora!
Siete días después del golpe de Estado, don Miguel Primo de Rivera convocaba al tribuno en Madrid para pedirle que aportase su colaboración doctrinal a la obra de los militares. Elegíale Primo de Rivera como asesor, y él aceptó redactar cuatro memorias que concernían a temas capitales: organización natural e histórica de la Nación española; carácter y modo de elección de las Cortes en el nuevo régimen; futura organización de los funcionarios de la administración de Justicia; organización del Gobierno y sus relaciones con las Cortes.
Una mínima parte de las ideas y de los articulados sometidos por Pradera al jefe del Directorio fue aplicada por el general; el resto quedó inédito por entonces.
Al constituirse la Asamblea consultiva, fue Pradera uno de sus miembros, recabando de antemano su derecho civil a exponer el propio pensamiento. En el libro «Al servicio de la Patria,» consignó sus frecuentes intervenciones en la Asamblea y sus trabajos en las Comisiones.
Le preocupaba a Pradera el hecho de la continuidad del régimen político inaugurado por Primo Rivera, es decir, la salida, inevitable, por desgaste, cansancio físico o fallecimiento del marqués de Estella. Su lema en los días de la Dictadura fue, siempre, constituir. Constitución. Veía los inmensos peligros de una caída de Primo de Rivera sin tener asegurado jurídicamente el porvenir. Creía, y lo patentizó en sus memorias, y en el voto particular al dictamen de nueva Constitución, que Primo de Rivera debía crear intereses nacionales vinculados a la obra de regeneración política. El fuerismo, el sufragio orgánico y la representación corporativa en las Cortes, y la entrega al Rey del poder de gobierno, que no debía depender del voto de las Cortes, fueron los puntos en que concentró su posición política. [23]
IV
Mediada la Dictadura, y después del desembarco feliz en Alhucemas, Pradera anudó amistad con el general más joven del Ejército español, don Francisco Franco Bahamonde. «Me unieron a Víctor Pradera una viva simpatía y una sincera amistad, nacidas en una comunión de inquietudes por la suerte de nuestra Patria», ha referido el Caudillo. Entre el guerrillero y el general fue prosperando la inicial convivencia, que ambos cultivaron con suma cordialidad. Hablaban de la problemática de España y dedicaban mucho tiempo a discurrir sobre la Historia. Un publicista francés ha dicho que la Historia es el «petit péché» del general Franco; también lo era de Víctor Pradera.
Ya entonces el tribuno reconocía la existencia de singulares dotes intelectuales y de mando en el futuro Generalísimo. Coincidía así con otros políticos, que obtenían de su trato con don Francisco Franco una impresión sorprendente.
Al expatriarse el general Primo de Rivera, Pradera vio llegar la revolución, que no apaciguarían los emolientes seudoconstitucional del Gobierno Berenguer, y del Centro, que pretendían crear Cambó, el duque de Alba, Gabriel Maura..,
—Salen de las sombras donde están al acecho los Kerensky, los Teixeira de Souza y los Karoly para preparar a la revolución –según frase de, don Antonio Maura en correspondencia con que me honró en ocasión parecida a la presente– la rampa de acceso al Poder.
El 14 de abril exclamaba:
—Ha empezado la guerra. Para resolver esta situación, España tendrá que derramar mucha sangre.
Los antiguos jefes políticos del carlismo, deponiendo ante el hecho republicano, sus discrepancias –subsistían las divisiones entre los mellistas y los jaimistas, los integristas y los carlistas que habían colaborado con la Dictadura–, iniciaron una inteligencia electoral para las elecciones a Cortes constituyentes. No tenían seguridad en los resultados. La marea republicana había ascendido en Navarra, Guipúzcoa, Álava y Vizcaya hasta muy altos niveles. Pesaba sobre, España la tremenda incógnita de los ocho años transcurridos in que el país diera signos fehacientes de su pensamiento. Las elecciones municipales habían dado a entender cuál era el sentimiento de la mayoría ciudadana de las capitales: republicano. Mas ¿cuál sería la reacción de los millares de municipios que habían elegido a candidatos monárquicos? Y surgió la alianza extraordinaria, que en Madrid tuvo una denominación: la minoría vasconavarra. Se juntaron los nacionalistas vascos –que también desconfiaban de su fuerza electoral–, los integristas, los jaimistas, algún mellista y personas que habían mostrado alternativamente simpatías por el canovismo, el pidalismo y el maurismo, para componer una alianza electoral que estaba concebida a través de la petición de un estatuto autonómico. Los adalides de la Legitimidad creían sinceramente que el Estatuto autonómico podría convertir a Vasconia y Navarra en «un Gibraltar vaticanista». Los nacionalistas vascos transigieron con el aire foral del proyectado Estatuto, dispuestos a maniobrar de consuno con las fuerzas de la República.
Medió el ofrecimiento de un puesto en la candidatura vasconavarra. Pradera contestó:
—He leído que se va a presentar un proyecto de Estatuto. ¿Es cierto?
—Sí. [24]
—¿Están ustedes conformes con ese proyecto?
—Lo estamos.
Lentamente, don Víctor contestó:
—Pues yo no lo estoy. Creo que esa minoría que se pretende enviar a las Constituyentes debe tener unidad absoluta. Debe ser la más compacta del Parlamento, pues ustedes invocan a Dios. Yo no puedo compartir el criterio estatutista de ustedes. Soy enemigo de un Estatuto concedido por la República, a imagen y semejanza del que ha empezado a concederse, antes de que se elijan las Cortes, a Cataluña. El deber español y católico es robustecer la unidad para que la nación salga del caos actual con fuerzas para reconstituirse. La República es un régimen transitorio, porque es antiespañol. A combatirla estoy dispuesto, y así lo haré en cuantos momentos sean propicios o medianamente favorables. Nada me importan la vida, ni la libertad, ni la hacienda. Lo digo sin jactancia, con serenidad y sentido de mis responsabilidades de todo orden. La primera voz que impugnaría al Estatuto sería la mía.
Los comisionados escuchaban perplejos.
—Antes que separar –continuó–, hay que unir. Si rompemos la secular comunicación entre las regiones españolas, será más difícil la obra común contra el sectatarismo laico y revolucionario. Los cantones de 1873 contribuyeron a hundir la primera República; les Estatutos de 1931 servirán para fortificarla. Y, en todo caso, ni siquiera por razones de táctica política puedo yo comprometerme a colaborar en inminentes desmembraciones que pueden tener una repercusión internacional, dado que España se halla en un momento de suprema debilidad.
Alguna vez, hace años, dije que, o nos salvábamos con España o nos hundíamos con ella. Ese es nuestro destino y no rectifico aquellas palabras mías. Estoy muy agradecido, señores, a su ofrecimiento, y para agradecerlo no me hace falta pensar en lo que les movió al venir a esta casa.
Sustituyó a Pradera en la candidatura navarra José Antonio Aguirre.
Todo sucedería según anunció Pradera. El anteproyecto de Estatuto fue aprobado en Estella, «la ciudad santa» del carlismo, y ratificado en Guernica, donde los nacionalistas empezaron a mostrar su verdadera faz. El anteproyecto quedó archivado y jamás reapareció. El que discutieron las Cortes de la República fue el que habían elaborado posteriormente los nacionalistas unidos a las izquierdas anticatólicas. El carlismo, ya unificado por la jefatura de don Alfonso de Borbón y Austria-Este, que había sucedido a su sobrino don Jaime, fallecido en París el año 1931 había caído en trampa parecida a la que representó la Solidaridad catalana el año 1907. Pero la juventud, en Navarra y en las Vascongadas, en otras regiones también, aportaba su fuerza nueva, con la que renacían los Tercios de requetés. Era aquél un instante en que las juventudes tradicionalistas se manifestaban en las calles, en los periódicos, en las universidades y en las montañas, los valles y las llanuras del País Vasconavarro.
En la organización estudiantil tradicionalista y católica de España participaba, con energía heredada de su progenitor, don Juan José Pradera y Ortega. Había centenares de jóvenes a los que instruía militarmente en Navarra el coronel retirado don Eugenio Sanz de Lerín, dispuestos a secundar un alzamiento.
* * *
Elegido por Navarra vocal del Tribunal [25] de Garantías Constitucionales, don Víctor Pradera no podía ser candidato a diputado a Cortes en las elecciones de noviembre de 1933. Pero su palabra y su conducta eran ejemplares, y luminosamente señalaban el camino que debían seguir los electores del País Vasconavarro. La victoria en Navarra de los antinacionalistas fue total y clamorosa.
En el Tribunal de Garantías –presidido por Álvaro de Albornoz, con el que tuvo un preliminar choque, en que Pradera, hombre ya de sesenta años, puso la fogosidad y la intrepidez de un mozo de veinte– aportó su energía dialéctica habitual.
También le había llevado al núcleo de Acción Española, que le contó entre sus miembros más insignes. Don José María Pemán ha descrito elocuentemente la presencia del tribuno en aquella sociedad de sentimiento monárquico, en la que participaron alfonsinos, tradicionalistas, neomonárquicos.
Profeso de la independencia personal y convencido de que el renacimiento español había de brotar de las entrañas nacionales, Víctor Pradera percibió lo que tenía de genial el mensaje de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española. En Madrid y en Guipúzcoa, aquí y allá, cuando se vio que el nuevo marqués de Estella era hombre indomable, que iba a consumar lo que su padre inició –la ruptura definitiva del pueblo español con los viejos partidos políticos de la derecha y de la izquierda–, se organizó la conspiración del escepticismo, del gesto conmiserativo y del silencio. Vieron algunos con recelo que la Falange Española, hechura exclusiva de José Antonio Primo de Rivera, no aportaba mansedumbre, sino energía jerarquizada. El artículo «¿Bandera que se alza?», publicado en Acción Española, expresó la adhesión espiritual de Pradera al movimiento que nacía. Las palabras del Caudillo, en este punto, son terminantes:
«Hablamos seguidamente de José Antonio, del eco de sus palabras entre las juventudes, de la hostilidad con que se le recibía en algunos campos blanduchos de las derechas, y me atajó, rápido:
–¡Yo, no!
Y levantándose con vehemencia sacó de un mueble inmediato unas cuartillas que agitaba en el aire: «¿Bandera que se alza?» Este era el título de un valioso trabajo, publicado recientemente por Pradera en Acción Española, respondiendo al notable discurso doctrinal de José Antonio, en el que suscribía sus principales puntos y recababa para el tradicionalismo la paternidad de gran parte de la doctrina, dando así, con su escrito, el primero y más importante paso para la unificación...» (1. El Caudillo ha memorado de nuevo esa coyuntura, en discurso que pronunció el mes de mayo de 1953.)
En diciembre de 1934 se concibió la empresa política del Bloque Nacional, destinada a fines electorales, que aspiraban a la revisión fundamental de la Constitución republicana. Pradera y Calvo Sotelo fueron los artífices de aquella tarea; asumía la jefatura el ex ministro de Hacienda del Directorio cívico-militar, y Pradera secundó, con digna y eficaz consciencia del deber, la intensa campaña de propaganda. El Bloque Nacional, que debía luchar no sólo contra las izquierdas, sino contra las organizaciones de otra índole que por entonces compartían el Poder, pudo ser el intérprete de grandes multitudes españolas.
La victoria, conseguida por la audacia, y asimismo por la medrosidad del Poder [26] Público, del Frente Popular, le hizo ver el inmediato futuro.
—Esta República ha culminado. Llega a su final, que para nosotros será horrendo. Ella morirá, víctima de sí misma. ¿A cuántos nos adelantará la hora de la muerte ?
A pesar de su predicciones sombrías, trabajaba animosamente en su libro fundamental El Estado Nuevo, cuya edición inglesa tiene un prólogo de varias páginas, firmado en Roma por don Juan de Borbón, el mes de diciembre de 1938. Al acabar la obra dijo Pradera a su esposa:
—Ya he hecho lo que debía. Ahora puedo morirme tranquilo. No veré yo los frutos de esta doctrina, porque moriré antes. Pero dejo trazado un camino a la juventud española.
Vislumbraba el remoto claror cenital a que hemos aludido: lo asociaba a la personalidad del general Franco.
—He hablado con Franco –decía en la intimidad y en sus diálogos con Calvo Sotelo–. Creo, absolutamente, que es el hombre de mañana.
El Gobierno disponía por entonces el confinamiento, disfrazado con un cambio de destino, del general Franco, enviado a la Comandancia militar de Canarias, y del general Goded, destinado a la de Baleares, Don Francisco Franco y su esposa acudieron a visitar a Pradera antes de partir para Canarias. Invitábale el general Franco al tribuno a que se trasladara a las islas.
—Donde, yo esté –aseguró el futuro Caudillo de España– no triunfará el comunismo.
«Se condolía –ha escrito el Jefe del Estado– en nuestra última entrevista, en vísperas de mi salida para Canarias, de la ceguera de los grupos políticos ante la tragedia espantosa que sobre España se cernía, y cuando yo le exteriorizaba mi fe en las altas virtudes de nuestro Ejército y en la generosidad de nuestras juventudes para la salvación de España, pero significándole la inutilidad e ineficacia de todo esfuerzo si había de ser para retornar, como a la caída de la Dictadura, a los egoísmos de los partidos que arrastraron a España a esta situación, Pradera me cogía del brazo con vehemencia, repitiendo;
—No, no, mi general. Hay que imponerles la unidad. ¡La unidad sobre todo!»
Se marchaba Franco a Canarias, depositario de la máxima esperanza de Víctor Pradera. Soñaba el tribuno con un nuevo régimen que crearía y constituiría un Estado superior, moral y políticamente, al monárquico constitucional y al republicano. Sentía el vivísimo temor de que una Dictadura terminara por devorarse a sí misma.
A mediados de junio, destituido ya Alcalá Zamora de la Presidencia de la República, e instalado Manuel Azaña en ella, salió la familia Pradera de Madrid para instalarse en su casa donostiarra, con lo que seguía costumbre inveterada. En Donostia vivían los hermanos de Víctor Pradera y residía su hijo don Javier, abogado, que desempeñaba funciones de letrado en el Municipio y había contraído matrimonio con la señorita Carmen Gortázar.
La convocatoria de una reunión del Tribunal de Garantías Constitucionales suscitó el viaje de Pradera a Madrid, el 7 de julio. Era la última sesión que celebraría aquel organismo, contribuyente, por la presencia del tribuno, a la reacción nacional contra las Cortes elegidas el año 1931.
Gran parte, de las horas que pasó en Madrid fueron empleadas en conversar con don José Calvo Sotelo. Su abrazo de despedida fue, sin que ellos pudieran intuirlo, una cita para la eternidad. Al llegar a [27] San Sebastián, en la intimidad, declaró:
—Ya sólo esperamos la decisión del Ejército.
Contaba entonces sesenta y tres años, y hombres que todavía se hallaban en la juventud se disponían a trasponer las fronteras de España. No quiso él, ni siquiera acogiéndose a la petición de clientes, amigos y simpatizantes, evadirse de la Patria en el momento decisivo...
Vinculados otra vez los carlistas, después de las dolorosas escisiones que se habían registrado en la Comunión, recibió en su casa donostiarra, el 16 de junio, a su amigo don Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno y ex delegado de don Alfonso Carlos. Marchaba Rodezno a Navarra para obedecer las órdenes que emanaran del general don Emilio Mola.
—¡Que Dios nos ayude! exclamó Pradera–. Tomás, si fracasamos, nos cortarán el cuello.
V
Nuncio de lo que sucedería en San Sebastián y en todo el País Vasco, fue la declaración de Euzkadi, órgano oficial del nacionalismo que se titulaba católico, al conocerse las noticias del alzamiento de África. «Planteada la lucha entre la ciudadanía y el fascismo, entre la República y la Monarquía, caemos del lado de la ciudadanía y de la República, en consonancia con el régimen demócrata y republicano, que fue privativo de nuestro pueblo en sus siglos de libertad.» Había en San Sebastián, ciudad que vivía esencialmente del ocio y del placer, unas minorías que eran, respectivamente, monárquicas alfonsinas, tradicionalistas, conservadoras y liberales burguesas: éstas, sin compromiso alguno con las izquierdas. Pero el núcleo principal de la población –que había votado clamorosamente a la República el 12 de abril de 1931– era socialista, comunista y anarcosindicalista, y en la mesocracia, el predominio nacionalista, «jelkide», era evidente. Del San Sebastián de los primeros años del Novecientos, donde los republicanos se destocaban respetuosamente al paso de la Reina María Cristina, no quedaba huella. Los asesinatos, los atracos, los motines, las huelgas revolucionarias, los provocadores actos nacionalistas y los homicidios cometidos por los jelkides, incluso en ciudadanos republicanos y vascos, anticipaban lo que sucedería al estallar el Movimiento si la autoridad militar no se apresuraba a dar un golpe audaz. Por desgracia, el ímpetu de la oficialidad fue sofrenado por las vacilaciones del jefe de la guarnición.
Los nacionalistas y sus aliados de las extremas izquierdas se hicieron dueños de la ciudad, aunque resistieron con heroísmo los cuarteles de Loyola y el hotel María Cristina, convertido éste en reducto de los leales a España. Pero en aquellas jornadas, que duraron desde el 19 hasta el 28 de julio, Víctor Pradera sólo pensaban la conducta de Navarra. La radio le deparaba noticias tranquilizadoras y optimistas. Desde Pamplona las ondas llevaban hasta la casa de la calle donostiarra de la Reina Regente, en que habitaba Pradera, las notas del Oriamendi y todo el antiguo romancero musical de los tercios carlistas. Alguna vez podía captar la estación de Zaragoza, y, muy débilmente, la de Sevilla. Desde Francia e Italia se transmitían noticias de la batalla comenzada y de la constitución de la Junta Nacional de Burgos. Mas no era posible continuar en la casa propia, a la que llegaban balas perdidas, por la vecindad con el hotel María Cristina, donde resistían oficiales del Ejército, falangistas y tradicionalistas. [28] Había comenzado, asimismo, la caza del hombre. Pradera permanecía impávido. Pensaron los suyos salir de la ciudad, pero las zonas agrarias y marineras resultaban más peligrosas que la urbe donostiarra. No se le ocurrió al tribuno pedir asía una representación diplomática extranjera. Se avino, tras largas discusiones, a trasladarse a un hotel modesto domiciliado en la calle de Urbieta.
En el trayecto al hotel no se ocultó Pradera, El fondista, que le conoció, fue sincero:
—No puedo recibirles a ustedes. Estoy obligado a dar cuenta de todas las personas que vengan a hospedarse.
El gran lógico respondió:
—Pues dígalo usted, a ver si es posible que nos quedemos.
—Pero, ¡señor Pradera, usted es muy conocido!
El fondista, tembloroso, porque vivía en la calle y conocía las cotidianas tragedias, llamó telefónicamente a un centro sindical. Es probable que se dirigiese a la U. G. T.
—Me dicen –explicó a Pradera– que puedo recibirles a ustedes. Y me han encargado que le diga a usted que no es conveniente que se deje ver por las calles.
Estaban reunidos en la fonda de la calle de Urbieta el tribuno y su esposa, con doña María Victoria Pradera de García-Lomas y sus hijos, alguno acabado de nacer.
Estaba Pradera animoso y sereno, mas comprendía que el problema militar y político, que entrañaban el antagonismo de dos Ejércitos y la hostilidad de dos Gobiernos, no podría resolverse con rapidez. Los hechos confirmaban su presunción de propia muerte violenta.
—¿Sabes, María –dijo a su esposa–, que no sería ocioso ahora confesarnos? Habría que encontrar a un sacerdote...
Por un criado de la fonda, conocedor del sitio en que se ocultaba don Santiago Reca, coadjutor de la iglesia del Buen Pastor, hoy convertida en catedral donostiarra, se mandó aviso al sacerdote. Acudió éste al hospedaje vestido como un campesino y confesó a los esposos.
* * *
Era la una de la tarde del 2 de agosto. Víctor Pradera meditaba en su habitación y sintió los pasos recios de varias personas que se detuvieron ante la puerta, golpeada con violencia. Llegaban cuatro milicianos; de ellos, dos ostentaban el brazalete nacionalista, con los tres colores de la bandera inventada por los «jelkides».
—Víctor Pradera, tienes que venir con nosotros.
—No tienen ustedes derecho a detenerme. Soy miembro del Tribunal de Garantías Constitucionales, y sólo con autorización expresa de ese organismo puedo ser detenido.
—Si no hay orden de Madrid –contestó uno de los milicianos nacionalistas–, la hay de San Sebastián. Aquí mandamos nosotros. Y si quiere usted convencerse, llame por teléfono.
—Pues llamaré ahora mismo.
Impasible, marcó un número, que probablemente era el del Gobierno civil.
—Aquí, habla Víctor Pradera, del Tribunal de Garantías Constitucionales. Vienen a detenerme y saben ustedes que tengo inmunidad.
Escuchó unos segundos y adujo, con un rictus de soberano desdén, que recuerdan la condesa de Pradera, su hija, María Victoria y su hija política Carmen Gortázar, las cuales acudieron al penetrar los milicianos en la habitación de don Víctor:
—¡Ahi! Bien. De modo que no obedecen ustedes a ley alguna... [29]
Y sin aguardar respuesta, se dirigió a los milicianos.
—Cuando ustedes quieran...
Tales eran su voz y su ademán, que sobrecogieron a la familia. La esposa protestó con energía.
—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde han sido mandados para detener a este señor? No tienen derecho...
El jefe de los milicianos repuso:
—Pertenecemos a la Comisión de Orden Público, de la que es presidente Telesforo Monzón...
Este nacionalista vasco, de orígenes aragoneses y antiguos fervores monárquicos y upetistas, habíase encargado de la Comisión de Orden Público, creada al comenzar el Movimiento Nacional por la Junta de Defensa de Guipúzcoa, en la que se reunían nacionalistas, republicanos, Comunistas y socialistas. Constituido el Gobierno de Euzkadi –7 de octubre 1936–, Telesforo Monzón ocupó asimismo el Ministerio de la Gobernación.
Pradera fue llevado en automóvil al Gobierno civil, y tras él, desolada, fue doña Carmen Gortázar, que previno por teléfono a su esposo. Asumía autoridad en el Gobierno civil un nacionalista llamado Juan Careaga –condiscípulo de Javier Pradera en la Universidad de Deusto–, y a él acudió, infructuosamente y con valentía cierta, la hija política del tribuno.
* * *
Al ingresar en la cárcel de Ondarreta, siniestro edificio que estaba enclavado al pie del monte Igueldo, en un lugar risueño, enriquecido y adornado por la adhesión de muchos castellanos a Donostia, los cuales convirtieron los arenales y prados primitivos en una diminuta y encantadora ciudad, el alma de Víctor Pradera se dirigió por el camino de la beatitud. Las celdas estaban ocupadas exclusivamente por detenidos políticos y militares. Se hablaban en Ondarreta los generales Muslera y Baselga, delegados por don Emilio Mola; el escritor don Honorio Maura Gamazo, el ex ministro conservador don Leopoldo Matos, don José María de Urquijo, falangistas y tradicionalistas.
Si el alma se encaminaba hacia la perfección, conmovida por la inminencia de la muerte, no podía desinteresarse del destino de la Patria. Dios y la Patria fueron los móviles absolutos de la existencia praderiana. Tenía fe en la redención nacional, y la angustia que le causaba el porvenir de los suyos se aliviaba al intuir que el hijo pequeño, Juan José, debía de hallarse en las filas de la lealtad. Adquirió Pradera las semanas de su cautiverio una traza apostólica de la que han hablado, con ternura y admiración, los presos supervivientes. Uno de los detenidos, don José María de Urquijo, escribió el testimonio de aquella convivencia dramática, y el documento llegó a través de muchas vicisitudes al archivo histórico de la Guerra de Liberación.
—Nada, importa la suerte que nos toque –decía Pradera– si la patria se salva.
Diez días después de llegar a Ondarreta, sus brazos se abrían para recibir a su hijo Javier. La fidelidad del hijo a las ideas del progenitor era conocida en San Sebastián, pero Javier Pradera carecía de vocación política activa. Le habían detenido siete días después de la prisión de su padre, y le trasladaron a una «checa» roja, cuyo nombre inspiraba terror. Le dejaron rápidamente en libertad.
Antes de que transcurrieran cuarenta y ocho horas, el diputado nacionalista por Navarra, Manuel Irujo, daba orden expresa de que se detuviera a Javier [30] Pradera. Los encargados de realizar la detención fueron milicianos nacionalistas.
El gobierno de la prisión lo desempeñaba un nacionalista de izquierda, asistido por numerosos carceleros que había reclutado entre los partidos que sostenían la guerra. Antes de que amaneciera el 24 de agosto, penetraron en la cárcel grupos de milicianos armados. Cuarenta y ocho horas antes se habían cometido los asesinatos de la Cárcel Modelo de Madrid, donde cayeron Fernando Primo de Rivera, Julio Ruiz de Alda, Melquíades Álvarez, el general Oswaldo Fernando Capaz, José Martínez de Velasco... Los milicianos invasores reclutaron a trece presos: eran, con Víctor y Javier Pradera, los que hemos enumerado anteriormente. Se disponían a ejecutarles en el paseo de los Fueros, junto al río Urumea. Maura y Víctor Pradera pidieron un confesor.
Ante los milicianos, que no podían comprender la admirable fortaleza de aquel sexagenario, fue animando a todos. A Muslera le dijo:
—Mi general, yo no tenía el honor de cocerle a usted, pero Dios quiere que sellemos ahora nuestra amistad para cultivarla en el cielo.
El general le contestaba:
—¡Muero por Dios y por España, y estimo como un honor altísimo el de morir junto a un hombre como usted!
—¡Vamos a morir todos como cristianos y españoles! Matos, abráceme usted, y a pensar sólo en el Cielo.
Se despedía de todos, abrazándoles, y les dijo:
—Compañeros, ahora vamos a rezar todos el Señor Mío Jesucristo.
—Recemos primero –pidió Honorio Maura–, y en voz alta, el Padrenuestro.
Permanecían los milicianos discutiendo entre ellos y se vio llegar al director de la cárcel, quien volvió a salir rápidamente. «Alguien –escribió don José María de Urquijo– hace sonar un nombre y un apellido y dice a Víctor: «¿Sabe usted, Pradera, quién es el que le ha denunciado y por qué está usted aquí?» Víctor le contestó heroicamente: «No lo sé, ni quiero conocer su nombre. Porque, sin saberlo, le perdono con toda mi alma.»
Ya estaban atados los presos, e inesperadamente penetró en la cárcel la Guardia Civil que tenía a su cargo la custodia exterior. Supieron entonces los condenados que los carceleros habían transmitido la consigna necesaria para que entraran en la prisión a los milicianos, con lo cual éstos pudieron rebasar el cordón de la Guardia Civil. El director de la prisión había sido sorprendido, mas pudo apelar a la Comisaría de Guerra. Intervino ésta porque el precedente de la Cárcel Modelo de Madrid, recientísimo, había causado ya, daño mortal a la causa de los rojoseparatistas; no querían que se repitiera en San Sebastián, aunque continuasen, de otra manera, las ejecuciones.
Fueron desatados los presos, y Pradera dijo sencillamente:
—Casi lamento la vuelta a la celda. Jamás me he sentido tan cerca de Dios.
* * *
Dispuso la Comisión de Orden Público, que una parte de los detenidos fuera trasladada al fuerte de Guadalupe. En Ondarreta se vio partir a los trasladados con la certeza de que alcanzarían pronto la libertad por el avance de las fuerzas de España.
Mas el fuerte de Guadalupe, como sucedería con la cárcel de Larrínaga, de Bilbao, y otras prisiones de la villa bilbaína, fue el lugar de martirio de numerosos presos, entre ellos Matos, Maura y Beunza. [31] Cuando los milicianos pasaron a cuchillo a los hombres indefensos detenidos en Guadalupe, gritaban, frenéticos:
—¡Pradera! ¿Dónde está Pradera?
Sonaba el cañón en Irún, y los milicianos se trasladaron a San Sebastián veloz. mente, de noche, para asaltar la cárcel de Ondarreta. Iban en un camión milicianos de diversas organizaciones y partidos, cuya pluralidad podía distinguirse por los brazaletes e insignias.
Asaltaron la cárcel, y sus primeras reclutas para las ejecuciones fueron Pradera, José María de Urquijo, el conde de Plasencia... Tenían prisa, en la que se mezclaban el miedo y la rabia del vencimiento, por acabar la trágica tarea. En el mismo camión que les había aportado desde Fuenterrabía, llevaron a los presos hasta el cementerio de Polloe, situado en la verde y dulce tierra de las cercanías de San Sebastián. En el camino de Polloe existen casas y talleres de marmolistas dedicados a trabajos funerarios. Cerca de una de esas casas, la del artesano Aguirre, hicieron bajar a las víctimas. Aguirre y los suyos, aterrados, escuchaban los preparativos de la ejecución.
—Sólo se oía a don Víctor Pradera –declararon.
Tenía el tribuno un crucifijo en la mano y decía con voz sonora y firme:
—Os perdono a todos, como Cristo perdonó en la cruz. Este es el Camino, la Verdad y la Vida. Vosotros me matáis y El me hace inmortal; volveos a El y os salvaréis.
Estaban ya los presos alineados y Pradera seguía:
—La única pena que tengo al morir es no ver aún a mi España salvada.
Les apuntaban los fusiles, y sus últimas palabras fueron:
—¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!
Al siguiente día supo la familia Pradera la muerte de su jefe. Don Juan Pradera Larumbe, sacerdote, acudió con un amigo al cementerio para reclamar el cadáver y enterrarle en el panteón de la familia. La deliberada exterminación de la familia Pradera quedó demostrada al encontrar también don Juan el cadáver de su sobrino Javier, asesinado pocas horas antes, y muy cerca del lugar donde había caído el tribuno.
Acaso la brevedad subsiguiente del dominio rojoseparatista sobre San Sebastián, urbe ganada días después por las tropas nacionales, en las que figuraba Juan José Pradera y Ortega, fue la única razón que evitó mayor y más terrible ensañamiento con los miembros de la familia que se hallaban en la ciudad.
La egregia beatitud de don Víctor Pradera y el martirio de su mayorazgo fueron procuradores indudables de la rápida y liberadora acción.