El Marqués de Comillas / Berta Pensado / Temas españoles 83 (original) (raw)
Berta Pensado
Temas españoles, nº 83
Publicaciones españolas
Madrid 1954 · 29 + IV páginas
Hacia el Altar · ¡Era un Santo! · Siempre y en todo, ¡amor! · El amor del Marqués a los pobres · «Limosnero mayor de España» · Angel de salvación y consuelo · Patrono ejemplar · El amor del Marqués a la Patria · Las guerras coloniales · Política africanista · «Todo por España y para España» · El amor del Marqués a la Iglesia · Obreros españoles ante el Papa · El precursor de Letrán · El Seminario de Comillas · Nuevos testimonios de amor · Apóstol de la Acción Social · Hijo fiel de la Iglesia · Magnate santo
Hacia el Altar
El 15 de noviembre de 1948 se entregaban en Roma a la Sagrada Congregación de Ritos los procesos diocesanos practicados en España, en orden a conseguir del Sumo Pontífice la beatificación del segundo marqués de Comillas, al que ya en vida se llamó «el Santo laico» y «el Marqués humilde de la caridad».
La impresión producida en Roma fue excelente. Tal vez no esté lejano el día en que tengamos la dicha de contemplar elevado al honor de los altares a tan egregio representante del catolicismo español.
Caso singularísimo por la calidad de la persona de quien se trata, como personaje de la nobleza, del negocio, de la familia y de la Acción Social; caso extraordinario por ser él, ejemplar acabado del caballero, del patriota y del cristiano, hace del marqués de Comillas el modelo más aleccionador de cuantos pudieran ofrecerse a la veneración del mundo moderno.
En la carta postulatoria, que reproducimos a continuación, se suplica se acelere el día de ser ensalzado a los altares el Siervo de Dios, D. Claudio López Brú.
«Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado español, humildemente postrado a los pies de Vuestra Santidad, con la mayor reverencia expone lo que sigue:
El día 14 de mayo del pasado se cumplió el primer centenario del nacimiento del siervo de Dios Claudio López Brú, segundo marqués de Comillas, varón excepcional por muchos conceptos, hijo sumiso y amante y generoso bienhechor de la Iglesia Católica y del Sumo Pontífice.
Frutos de su magnanimidad y de su largueza son, entre otras fundaciones, el espléndido edificio del Seminario y Universidad de Comillas, por él levantado para ser plantel de selectos sacerdotes para España y la América hispana, del cual el mismo fundador hizo generosa donación en título de propiedad a Su Santidad León XIII para alojar el Seminario y la Universidad Pontificios. Proclama igualmente su magnificencia la Peregrinación Obrera de 1894, en la que llevó a los pies del mismo León XIII cerca de 18.000 obreros, presididos por 24 Prelados, como homenaje al Papa de los obreros al celebrarse el quincuagésimo aniversario de su sacerdocio; y, en fin, su generoso proceder con ocasión del terrible terremoto que, en 1903, asoló la ciudad de Mesina.
Fue el marqués de Comillas el fundador de la Acción Católica en España y su primer presidente durante veinticinco años, hasta su muerte, trabajando con increíble constancia y costosísimos sacrificios pecuniarios, y consiguió notables triunfos en sus luchas para abolir leyes impías en materia de educación y sobre los derechos de las Ordenes religiosas.
Las misiones españolas de Marruecos y el golfo de Guinea le tuvieron por su más benemérito patrono.
Al apostolado social dedicó la principal actividad de su vida en fidelidad a una resolución aprobada y bendecida por el mismo Sumo Pontífice en la peregrinación obrera. Entre las instituciones sociales [4] que él fundó destacan los Círculos católicos de obreros y el benemérito Banco Popular de León XIII. A él deben, en gran parte, su origen las primeras leyes sociales de España. Mucho antes que el Estado las promulgase, ya las tenía él implantadas en sus empresas, siendo en todas estas el ejemplar del patrono católico, que procedía siempre al dictado de las Encíclicas Pontificias y de las enseñanzas episcopales.
En premio a sus egregios servicios, Papas y Reyes le concedieron excelsos títulos nobiliarios y las más altas condecoraciones. León XIII le honró con los títulos de Caballero de San Gregorio Magno y de la Orden Suprema de Cristo; Pío X, con las insignias de Caballero de la Espuela de Oro. Los monarcas españoles llegaron a otorgarle el más encumbrado de los honores, el Toisón de Oro. Varón humildísimo, en medio de todas las grandezas, jamás pretendió uno solo de estos honores y rechazó muchos otros.
Las riquezas. que afluyeron a sus arcas con asombrosa abundancia, jamás se le pegaron al corazón. «Yo sólo las quiero –confesó una vez– para bien de la Iglesia y de la Patria; no perdería la paz aunque las perdiese todas.»
Su santa vida fue coronada con la muerte preciosa de los bienaventurados.
En el Año Santo de 1925, Vuestro Augusto predecesor, Pío XI, de santa memoria, ante más de 200 profesores y alumnos de la Universidad de Comillas, pronunció un magnífico elogio de la santidad del recién difunto marqués de Comillas: «A quien tuvimos –dijo– la suerte de ver y de oírle y hablarle; y conocerle, como era fácil, aquella su piedad, que tan claramente se traslucía en sus palabras y en todo su aspecto, no solamente bueno y piadoso, sino tan alta y místicamente virtuoso que respiraba santidad...»
Esta fama de santidad prosiguió y prosigue hoy, siendo muchos los que le invocan para conseguir por su intercesión favores del cielo, atribuyéndosele curaciones prodigiosas y otras gracias extraordinarias.
Una vez que ha sido terminado el proceso diocesano para su beatificación, Nos, como Jefe de la nación española, a quien cupo la dicha de engendrar un hijo tan esclarecido, nos consideramos en el deber de secundar los anhelos de tantos españoles que ansían venerar pronto en los altares al siervo de Dios, y elevamos humildes súplicas a Vuestra Santidad para que se digne acelerar el día feliz en que las insignes virtudes que en vida de él admiramos, resplandezcan con nuevo fulgor aureoladas con la gloria de la Beatificación.
Esperando ver cumplidos estos ardientes deseos de la nación y nuestros, besamos con el mayor acatamiento y la más profunda reverencia los Augustos Pies de Vuestra Santidad.
Dado en el Pardo, a 16 de febrero de 1954.
Firmado: Francisco Franco.»
¡Era un Santo!
¡Vivió como un santo!
Y santa y dulcemente como había vivido, entregó en Madrid su alma a Dios el 18 de abril de 1925, a los setenta y dos años de edad, el excelentísimo señor don Claudio López Brú, segundo marqués de Comillas.
La imagen del Crucifijo fue lo último que contemplaron sus ojos al velarse; la voz de su esposa, verdadera mujer fuerte que le ayudaba a bien morir con fortaleza y magnanimidad admirables, el último sonido que escuchó. Su vida se extinguía, como se apagan los últimos rayos del sol poniente.
Con él desaparecía un glorioso adalid [5] de la Iglesia militante en nuestra Patria. Con él se iba toda una época, toda una tradición de catolicismo práctico. España perdía en él a uno de sus hijos más preclaros; la Iglesia, uno de sus más ilustres defensores.
Bien puede afirmarse que los venerados restos del egregio varón que supo dar la flor de su vida a su Patria y a la Iglesia, fueron al sepulcro cubiertos de flores: de flores de pensamientos delicados, de flores de alabanzas amplísimas, de flores de encendidos afectos, regadas todas con lágrimas de gratitud.
Delante de su cadáver acudieron a llorar cuanto de grande había en la Corte: los Reyes, el Gobierno, los Prelados, los políticos, la nobleza. Todos, a una, asentían a la frase del Monarca a la viuda: «Tú has perdido un esposo modelo; nosotros y España hemos perdido más que tú.» Sí; el Rey de España, la Monarquía y la Iglesia perdieron al mejor de sus servidores. Ninguna otra muerte hubiera arrancado lágrimas tan sinceras de tantos ojos y de tantos corazones.
Porque no sólo lo lloraron los grandes como al mejor de los suyos, y los ricos, a quienes supo guiar. Lo lloraron los pobres, a quienes amó siempre; los humildes, porque supo hacerse uno más entre ellos, y lo lloraron todos, por la ejemplaridad de su vida y lo excelso de su patriotismo. Allí no había nada fingido, nada de cumplimiento. Todas las palabras salían del corazón, lo mismo que las lágrimas: del corazón agradecido en unos, admirado en otros, temeroso en todos, al considerar que el marqués, sin un milagro de Dios, sería insustituible. «Su ausencia –como dijo el Cardenal Benlloch– se habría de sentir cada día más clara y hondamente cuando se palpara que no tenía sucesor.»
El financiero, el naviero, el industrial, el hombre de negocios podían ser reemplazados. El gran patriota, el monárquico ferviente, el hombre generoso, dispuesto en todo instante al sacrificio, ése, no.
En una sencilla caja de caoba con aplicaciones artísticas de metal, pasaron sus restos, amortajados con una humilde sotana de jesuita, por las calles de nuestra capital, en el entierro más solemne –con la solemnidad de una procesión– que haya visto Madrid. Todas las clases sociales, cuantos en vida se relacionaron con él, cuantos debían gratitud a su generosidad, cuantos pudieron apreciar sus dotes admirables, se dieron cita en este callado homenaje. Hasta el Rey, a quien el protocolo impedía sumarse al fúnebre cortejo, ordenó que el cadáver pasara ante su Palacio. Allí, desde su balcón, con una tristeza inmensa en el semblante, dio el último adiós al más leal de sus vasallos. «Bien puedes llorar –se decía para sus adentros el apoderado del marqués, señor Guasch, contemplando el tristísimo ademán de Su Majestad, apoyado el brazo en el hierro del balcón y la frente sobre la palma de la mano–, bien puedes llorar, pues se te va el mejor de tus amigos.»
El cadáver fue trasladado a la Capilla-panteón de Comillas. Desde Torrelavega, los caminos, atestados de un gentío inmenso, que lloraba y bendecía su memoria, hicieron de su entierro un triunfo fúnebre, igual al que se tributa a los santos.
Porque entre todos los sentimientos que la muerte del marqués de Comillas excitó, ninguno tan universal como el de la veneración. «¡Era un santo!», se oía por doquier: en la calle y en los salones, en los tranvías y en las tiendas. Y ese elogio no hacia sino expresar la voz de la justicia, que reconocía en él algo más que una honradez sin mancha y una ordinaria perfección moral.
Pocos días después de su muerte, con la autoridad que le confería su elevada representación, la expresaba también desde las columnas de la Prensa diaria, el representante de Su Santidad: «Yo, Nuncio del Vicario de Cristo, como tal lo lloro y como a tal lo venero. ¡Bendito sea en Dios el marqués de Comillas! Mas no basta que yo lo llore con mis ojos y lo [6] venere con mi corazón. sino que, con la amplitud de la autoridad y del agradecimiento del Papa, siento el deber de indicarle a la veneración al afecto, a la gratitud de cuantos son en el mundo sensibles al bien y a la virtud, donde quiera que llegó el cristiano resplandor de esta alma canonizable, junto con algunos de sus universales, callados y señoriales beneficios, verdadero paso de Cristo y confortador perfume celestial de la caridad divina, viviente todavía, gracias a Dios, en su Santa Iglesia y en su católica España.»
Eso es, en verdad, el marqués de Comillas. Dechado puesto por Dios a la vista de la nobleza española y de la nobleza del mundo entero –nobleza del dinero, de las finanzas, del poder, de la industria–, para que en él aprenda a servir a la Patria, a servir a la Iglesia, a servir a Dios.
Siempre y en todo, ¡Amor!
Es de todo punto imposible pretender encerrar en breves rasgos la figura extraordinaria, verdaderamente prócer, del marqués de Comillas. Y es que su prodigiosa actividad, para muchos desconocida, se desenvolvía intensamente en múltiples y variados aspectos. Por eso, si algo hay que merezca la pena de ser recogido aquí por nosotros, ha de ser aquello que él dejó de sí mismo en la estela de su vida, como sangre y simiente espiritual de su alma, esparcida por doquiera que pasó.
Si nos acercamos reverentes a su alma, veremos que en ella todo es luz suave, atractiva y purísima, porque todo es allí una misma cosa: ¡amor!, ¡siempre y sólo amor!
Todo el resplandor radiante que circunda con aureola de gloria, la figura del marqués de Comillas –el fulgor de su oro, los timbres de su escudo, la estela de su flota, el aliento triunfador de sus empresas, la magnificencia toda de su Marquesado–, no es más que el reflejo externo, que se derrama a través de su vida, de esa joya, la más rica y luminosa, que guarda en el alma: su amor. De ese amor brotan, como ríos, sus obras maravillosas.
Y se desborda un río de amor convertido en oro, o de oro convertido en amor, y es el amor del Marqués a los pobres, derramándose como bálsamo de suavísima caridad sobre toda clase de miserias, físicas o morales.
Y otro río de amor, cuajado de abnegaciones y sacrificios, es el amor del Marqués a la Patria. Amor tan grande que supo confortarla cuando la vio caída y desmayada, para pasearla después, radiante y gloriosa como una reina coronada, sobre el trono flotante de sus barcos.
Y otro río de amor que es celo y apostolado y obediencia filial a la Esposa de Jesucristo, es el amor del Marqués a la Iglesia, tan fecundo que hizo brotar en el corazón de la Patria el Monumento del Cerro de los Angeles,{*} que sirviera de trono a Jesucristo en su Reino de España; y tan poderoso, que fundió a la Patria con la Iglesia en aquel abrazo de nuestro Monarca con el Prisionero del Vaticano, el día en que vio postrado al Rey Alfonso XIII a los pies del Papa Pío XI.
Eso es el marqués de Comillas, que vamos a presentaros en estas breves páginas. ¡Siempre y en todo, amor!
El amor del Marqués a los pobres
¡El amor de don Claudio a los pobres! Y... ¿cómo podía faltar esta faceta en su cristianísima personalidad? Alma grande y castizamente española, corazón de noble estirpe, saturado de amor a Dios y de sumisión a la Iglesia, ¿cómo no había de difundir su corazón, cual bálsamo de amor, de suavidad, de paz, sobre todas las miserias materiales y morales, que a su conocimiento llegaban?... De ahí qué, aun enredado en las mallas de complicadísimos asuntos financieros, puesto al frente de colosales empresas mercantiles, clavada la vista en América y Oceanía, agitada su mente y su corazón por los ideales patrios, requerida constantemente su autoridad y su prestigio en asuntos políticos, económicos, culturales y familiares, entre aquel piélago de consultas y decisiones, el marqués de Comillas reservaba la flor de esas iniciativas, energías y consejos en beneficio de la clase indigente.
Como fiel discípulo de Cristo, «pasó haciendo bien».
Consideró la riqueza, más que un beneficio, como una carga: algo que providencialmente se le había confiado para que lo administrase a favor de los demás. Para su persona apenas si tomó lo necesario al vivir modestísimo, más bien austero, que llevó toda su vida. Lo demás, empleado en obras benéficas, religiosas y sociales, era para la Iglesia, para la Patria, para los pobres.
A todos los rincones, aun los más apartados, llegó aquella beneficencia cristiana del marqués. Aquí será un enfermo que tuvo necesidad de ayuda para hacerse una operación. Más allá un obrero impedido para el trabajo. En otra parte, un emigrante sin recursos para el pasaje. En otra, un establecimiento benéfico, falto de medios de subsistencia. Por doquier, un monasterio de pobres religiosas, un templo amenazado de ruina, un círculo, una escuela, un taller..., ¿qué sé yo? ¡Si hasta el banco, la institución, el economato, el anuncio en los que sólo parecía encontrarse el hombre de negocios, eran en él una forma, tan disimulada como llena de finísima delicadeza, de practicar la caridad y la limosna!
Luz y protección fue la columna que guió al pueblo escogido durante su peregrinación por el desierto. Eso fue también él. Columna bendita que Dios concediera a España para guía y escudo de la pobreza, a lo largo de su peregrinar por el desierto de la vida. Por ella sacrificó su talento, sus empresas y su bienestar personal. Por ella dio, más que nada, el corazón.
Y... ¿cómo lo entregó?
Sin medida, sin reserva. Alma de nobilísimo temple, corazón vaciado en el troquel de la tradicional piedad española, tuvo entrañas de misericordia y solicitud y desvelos de padre para cuantos acudían a él en demanda de pan, de luz y de consuelo. A ninguno repudió por miserable y harapiento. Recogió, por el contrario, los latidos de todos los corazones heridos, para sentirlos en el suyo propio, y los asoció con espléndida largueza al disfrute franco, leal y desinteresado de cuanto era y le pertenecía.
Eran todas las necesidades humanas, todos los dolores, las cuitas y los sinsabores todos de la vida, desfilando a la continua, en lúgubre procesión, delante de las puertas de su casa, verdadero hogar paterno de todos los afligidos, y dando aldabonazos en aquel corazón tan magnánimo.
¿Cómo extrañar, por tanto, su incesante actividad para idear vastos proyectos en beneficio del pobre?... la penetración tan profunda con que medía el alcance de [8] cada desventura..., su luminosa comprensión para atinar siempre con el remedio más eficaz de la desgracia ajena?...
Todo ello no era sino producto de su acendrado amor a los pobres. Y es que el pobre o, como dijo hermosamente el señor Nuncio de Su Santidad, «quien de pobre llevase la librea», gozaba ante sus ojos de tal dignidad, autoridad y prestigio, que le estimó siempre acreedor a su atención, a su estudio, a sus desvelos.
A todos recibía con afable cortesía, sacrificando el tiempo debido a sus negocios, y aun a su mismo descanso. Y entonces, en aquella secreta comunicación, de que sólo Dios era testigo, el corazón del marqués se mostraba en toda la grandeza de su bondad. Diríase que aquel hombre, todo de Dios, se revestía en esos momentos de los afectos todos de la pobreza y que, por raro privilegio, confundía en su personalidad al potentado, a quien nada falta, con el pobre que de todo carece.
Verdaderamente, «¡pasó haciendo bien!»
Apenas fallecido, se levantó en todas partes este mismo clamor, pero de una forma espontánea. Y es que toda la sociedad estaba llena de sus favores, los cuales florecían a su muerte para darle gloria por los muchos beneficios que sembró.
«Limosnero mayor de España»
En artículo necrológico publicado el 20 de abril de 1925 en El Siglo Futuro, se le llamaba «el limosnero mayor de España en el pasado y en el presente siglo».
Es ésta la faceta quizás más conocida del marqués de Comillas, sin duda por ser esa cualidad la que mayor número de personas han palpado y agradecido. Precisamente, uno de los fundamentos para encarecer su fortuna y atribuirle millones sin cuento, radicaba en los centenares de miles de duros que cada año empleaba en remediar necesidades privadas y en fomentar y sostener obras de pública beneficencia. Era natural, pues don Claudio repartía, no un tanto por ciento de sus rentas, sino todas ellas, descontados los gastos, bien exiguos por cierto, en su posición y casa.
Pensiones perpetuas o por largos años, algunas de bastantes miles de pesetas anuales; socorros esporádicos para salvar de inminente ruina a familias, otrora bien acomodadas; organizaciones de caridad dirigidas o alentadas por sus capellanes; obras de beneficencia al por mayor; suscripciones periódicas u ocasionales; limosnas manuales... He ahí las puertas por donde salían los réditos de su cuantiosa fortuna.
Resulta tarea imposible hacer un recuento, siquiera aproximado, de caridad tan inagotable. Inútil buscar entre sus papeles cifras del dinero repartido. No gastaba el tiempo en anotarlas. Dejaba ese cuidado a Dios, porque entendía y practicaba a la letra el consejo evangélico de ocultar a la mano izquierda aquello que hiciese la derecha. Pero sí pueden consignarse algunos datos que han referido sobre este particular sus limosneros.
Su capellán Verdaguer tenía carta blanca para socorrer cuantas necesidades conociese, y lo hizo en cantidades que sobrepasaron el millón y medio de pesetas{**}. Por medio del señor Vilaseca, capellán mayor de la Trasatlántica, repartía varios miles todos los meses. Por la de otro de sus agentes, treinta mil duros cada año.
Aparte de esto, la Beneficencia de Barcelona le salía anualmente al marqués por centenares de miles de duros, pudiéndose afirmar otro tanto de Madrid. En esta capital únicamente, durante 1924, entregó para pobres vergonzantes, a través de uno de sus confidentes, doscientas cincuenta mil pesetas.
De ochenta a noventa cartas personales que recibía diariamente, la mitad eran –afirma su secretario Cabañas– de petición. [9] Poquísimas, o ninguna, quedaban sin respuesta. Y que no le dijese su administrador que el presupuesto de sus limosnas no daba para tanto. Con plácida sonrisa le contestaba el marqués: «No me había fijado en que tiene usted demasiado trabajo para su edad, y esto de las limosnas es complicado. Ya le enviaré quien se encargue de esa sección.»
No era, sin embargo, nada de esto lo que caracterizaba el corazón del marqués. Sobre todas esas dotes brillaba la delicada atención de un silencio absoluto. No le bastaba ser misericordioso en el sentir, ni aun en la dádiva misma.
Supo el marqués de Valdeiglesias una quiebra fulminante, de las que no sufren espera. Sólo Comillas podía remediarla. Lo busca, le cuenta el apuro. Don Claudio oye, sin inmutarse, abre el cajón y le da un billete de cien pesetas. Valdeiglesias salió descorazonado. Aquello no servía ni para empezar. A la mañana siguiente, al visitar a la familia socorrida, la encuentra regocijada. Un señor, a quien no conocían, se les había ofrecido para remediar su angustiosa situación.
De estos casos, infinitos pudieran contarse. Así extremaba el marqués sus delicadezas hasta en el modo de dar. No ignoraba que la limosna, para quien la recibe, tiene no sé qué de humillante y vergonzosa. Y ahí estaba su ingeniosa caridad buscando siempre un secreto camino por donde dirigir el remedio. Varón singular, exquisito y ejemplarísimo, dio la limosna en la medida evangélica: colmada, llena, rebosante; pero encerrada la ofrenda en el cofre, asimismo evangélico, de la modestia más encantadora, que quiere olvidarse de lo que da, y que se ruboriza cuando la gratitud le recuerda lo mucho que ha dado.
Angel de salvación y consuelo
Párrafo aparte merecen las manifestaciones de su caridad ante las miserias morales y ante las desgracias públicas, por lo mismo que en tales ocasiones no es la limosna en sí lo que más agradecemos, sino las entrañas de compasión y misericordia con que se acude a remediar las heridas y las lágrimas ajenas. Por eso, apenas si se concibe un hombre genuinamente cristiano, el cual no se sienta a la vez ángel de los afligidos y apóstol activo de las almas.
Este espíritu alumbró también todas las empresas del marqués de Comillas. Dos casos extraordinarios, por su significación el uno, el otro por su magnitud, nos lo van a dar a conocer ahora, entre otros muchos que pudieran referirse.
En cierta ocasión –lo cuenta el Padre Regatillo–, recibe el marqués una carta, donde un padre le dice cómo le llevan secuestrada a su hija a la Habana. Don Claudio, al leerlo, se levanta vivamente, va al despacho y ordena a su secretario:
—Escriba usted este cable a la Habana.
Comienza a dictar largo y tendido. Tanto, que el secretario no puede menos de preguntar:
—«Pero, ¿esto es un cable o una carta?»
Allí se explicaban minuciosamente las señas personales de la muchacha; se daban instrucciones para mejor identificarla recogerla y devolverla nuevamente a su padre. El cable llevaba –puede suponerse– varias páginas. Le costó cuatro mil duros.
¡Locura extraña que sacrifica sus caudales para salvar la honestidad de una pobre joven!
El otro hecho nos presenta al marqués como ángel consolador en aquella catástrofe del Cabo Machichaco, que regó de sangre, de ruinas y de lágrimas las calles de Santander.
El 3 de noviembre de 1893 ardía en la [10] bahía santanderina dicho barco, en cuyas bodegas se amontonaban, criminalmente ocultas, más de cincuenta toneladas de dinamita. La catástrofe no pudo ser más aterradora. Dejemos la pluma al gran escritor montañés don José María Pereda, quien nos la describe con acentos de tan hondo y patético dramatismo, que difícilmente podrán ser superados.
Dice así:
«En la pobre fantasía de los hombres no hay término de comparación para el sonar de aquellos dos estallidos casi simultáneos; para aquel cráter horrible que se abrió con ellos; para aquella inmensa columna de humo, que se elevó al espacio, y en cuya cima humeante flotaban, entre denegridas espirales, cuerpos humanos; para aquella infernal metralla de candentes y retorcidos hierros que vomitaban los senos del vapor, entre infectas oleadas de cieno del fondo del mar, sobre las apiladas, desprevenidas e indefensas multitudes; para el color extraño de aquella luz que se enseñoreó del aire, empañando la del sol.»
El cargamento de hierro en rieles y viguetas, impulsado por la dinamita, fue la metralla que barrió los muelles, llevando la destrucción y la muerte hasta una distancia de varios kilómetros. La ciudad entera, resquebrajada en sus edificios y anonadada en sus ánimos, corrió el riesgo de ser sepultada y desaparecer en aquella catástrofe más que dantesca.
Aquel barco no pertenecía a la flota del marqués de Comillas. Personalmente no le afectaba su ruina. Sin embargo, no bien le llegó la noticia a Barcelona, mandó disponer un tren especial; recabó del Ayuntamiento bomberos y material de incendios para llevarlos consigo; reclutó médicos, dio orden para que sus barcos acudiesen desde San Sebastián y Bilbao con bombas, personal y toda clase de material sanitario. Y todo ello a su cuenta y riesgo.
Ya en Santander, después de visitar en el hospital uno por uno a todos los heridos, sobre los cuales derramó el bálsamo de los consuelos cristianos, reúne las pocas fuerzas vivas que aún quedaban en la ciudad, las alienta con palabras que hicieron brotar las lágrimas de los ojos de cuantos las escucharon; organiza los distintos servicios, se cuida del arreglo, del orden y seguridad; en una palabra: volcó su espíritu y su nutrida bolsa para el alivio de tanta miseria y calamidad.
Tres días le bastaron para asentar la paz. La Prensa y las Corporaciones quisieron hacerle un homenaje. Mas él, para evitarlo, huyó sin avisar a nadie.
Posteriormente se pidió para él el título de duque de Santander. Sagasta presentó la solicitud a la Reina Regente, que consentía gustosísima en ello. Quien no consintió fue don Claudio. No había hecho, según él, sino cumplir como cristiano y como montañés. De este modo respondió a la propuesta oficial del Gobierno. Y como insistiesen los santanderinos, rogándole aceptase, seguro de que la ciudad se consideraría muy honrada con que tan ilustre patricio llevara su nombre, el marqués les contesta que su recompensa, no bien ganada, eran las demostraciones de cariño que el pueblo de Santander le dispensaba.
«El telegrama –les dice–, suscrito por tantos y tan esclarecidos montañeses, habrá de recordarme siempre que hay una ciudad tan querida a la que jamás podré pagar, con mi profunda gratitud y acendrado cariño, la deuda con ella contraída.»
Así era el segundo marqués de Comillas, o, como dijo en aquella ocasión el periódico santanderino La Atalaya, «el primero del mundo, porque no conocemos otro igual, ni de tan magnánimo corazón, ni de caridad tan grande». [11]
Patrono ejemplar
¿Qué más podemos decir del marqués de Comillas en este aspecto?... ¿Tenemos ya reflejada en toda su grandeza la medida de su caridad inextinguible?
Para el corazón de muchos quizás lo fuera todo cuanto llevamos dicho hasta aquí. Pero eso era nada para él.
Estamos hartos de ver grandes hombres de empresa que saben aprovecharse de una para acometer otras. Talentos colosales, si queréis, pero que se agotan en la explotación del negocio. Comillas, no. Comillas supo llevar sus empresas de gigante sin tener solamente fija la mirada en la explotación y en el negocio. Mucho menos sacrificando la conciencia al interés. Sin rebasar jamás los linderos de la justicia, antes bien, sacrificando día a día su interés a los intereses de la clase obrera, a la dignidad intachable de su conducta. Supo ser un coloso de las finanzas, pero llevando en primera línea, con el negocio de la Patria y el del Catolicismo, el negocio de los obreros, dejando para después de todo eso el negocio financiero de sus empresas, y abriendo además a sus cajas de caudales una sangría constante con que alimentar el inagotable río de su caridad secretamente limosnera.
Verdadero padre y servidor del obrero, dedicaba a su adelanto y mejora los mayores desvelos, llegando en ello hasta el sacrificio. Y ahí tenéis al marqués en tiempos de crisis y de inquietudes sociales, como centinela avanzado de la paz y del amor, avizorando sus necesidades materiales y morales. El coadyuvaba con sus luces, con su prestigio y con su tesón a resolver el problema de la vivienda, de la viudez, de la enfermedad y del ahorro. Bajo su iniciativa y personal dirección, iban surgiendo Mutualidades, Cooperativas, Instituciones de crédito, todo lo cual había brotado al calor de la caridad cristiana en su mente y en su corazón. Y en esta obsesión constante de acortar las distancias entre patronos y obreros, de fundirlos en el régimen de amor preconizado por las luminosas encíclicas de León XIII, sabía comunicar su sacro fuego a los apóstoles sociales, precediéndolos con el ejemplo de patrono modelo, protegiéndolos con su influencia, ayudándolos con los productos de su fortuna y aun con su mismo capital.
Para juzgar exactamente el mérito de su conducta en esta materia, hay que tener en cuenta que cuando el marqués empezó a dirigir los negocios heredados de su padre, era creencia general que las empresas no tenían más obligación que la de pagar las retribuciones y salarios convenidos. El opinaba de diverso modo. Sabía, y así lo practicaba, que el negocio no tiene por fin único aumentar el capital o subir los dividendos. Al lado de la justa remuneración estaba para él el adelanto de la industria nacional, estaban la beneficencia y la caridad, que, si son virtudes de los individuos, no pueden tampoco desentenderse de ellas las sociedades.
Por eso, en sus empresas la asistencia médico-farmacéutica de empleados y obreros se extendía siempre hasta los medicamentos extraordinarios y a las enfermedades contraídas fuera del servicio; en caso de accidente, se abonaban los jornales enteros; el concepto de orfandad abarcaba aun a los padres y hermanos que vivieran del salario del obrero muerto; y las casas baratas eran más bien regalo de la empresa, pues el alquiler –las había hasta de siete pesetas mensuales– era irrisorio.
Ya en 1894 escribía el después cardenal Cascajares: «Si el ilustre marqués de Comillas, modelo de capitalista católico, tuviera entre los patronos muchos imitadores, habríamos andado casi todo el [12] camino en el arreglo del problema social.»
Y téngase en cuenta que lo que le mereció ese dictado de patrono modelo no fue tanto su ideario ni su espíritu organizador, como la práctica de la caridad organizada, el «hacer» más que el «planear», el buscar por todos los medios a su alcance el bien de sus obreros, el trato más cristiano dado a la clase trabajadora. Su práctica iba muy por delante de su teoría, porque en ésta, por ser para todos, predominaba la justicia. Y eso era muy menguado para la caridad del marqués.
Como gran terrateniente, que también lo era, dio los mismos ejemplos que como gran patrono industrial.
Administró sus bienes con equidad; señaló rentas moderadas a sus fincas; conservó los arrendatarios; aplazó el cobro de las rentas y las redujo en casos calamitosos; prohibió el trabajo en domingos y días festivos, y dio siempre a los que dependían de él, aun a los guardas de campo, el tiempo necesario para que pudieran cumplir sus deberes religiosos; y apenas el Instituto Nacional de Previsión organizó el retiro, aseguró en él a todos sus dependientes, aun antes de que la Ley lo hiciera obligatorio.
Cada vez que visitaba sus fincas, hacía obsequios en metálico a todos sus empleados, para los que era un verdadero padre. En efecto, sólo un padre podía acudir con la solicitud y cariño, con que él lo hacía, a sus subordinados, por insignificante que fuese su categoría.
Cuenta uno de sus administradores, don Zenón Sarró, que las veintiséis dehesas que poseía no le producían nada por las limosnas, rebajas y perdones que hacía. «Los demás terratenientes –añade–, comparados con él, eran como la noche y el día. El marqués no tuvo pleito alguno; al revisar las cuentas y ver tales o cuales deudas, decía: 'Esto tachado y cuenta aparte'.»
El Arcipreste que fue de Navalmoral de la Mata, señor Polo, confirma también estos datos: «Había –dice– un contraste entre el marqués y los demás terratenientes, como de lo blanco a lo negro. Allí pagaba sueldo a don Pedro González Peral, procurador de los Tribunales, para los pleitos que surgiesen. En dieciocho o veinte años sólo actuó una vez, porque se lo impedía el señor marqués. Esa vez lo hizo sin contar con él, contra un rentero a quien llevó a los Tribunales porque no pagaba, pudiendo hacerlo, y se excusaba con que no podía. El marqués le dijo: 'Cuando él dice que no puede, así será. Retire usted la demanda'.» Admirado el procurador, decía: «¿Pues para qué me paga sueldo este señor?»
Padre era también con sus criados domésticos. Desde el momento en que entraban a servir en su casa, los consideraba como de la familia, respondiendo a esa consideración el trato que les prodigaba.
¡Cuantísimos rasgos podrían recogerse a este propósito! Valga por todos algo de lo que se ha sabido a través de su inseparable servidor, Antonio Calderón.
«A todos los criados –refiere– nos pagaba dos trajes nuevos cada año, uno para verano y otro para invierno, zapatos y ropa interior. Nos hacía los trajes el sastre de la casa, pasando la cuenta al marqués. En los nueve años que estuve a su servicio, yo no compré ni ropa ni calzado. Cuando iba a París nos traía una pulsera, una pluma estilográfica u otro regalo que nos gustase. Nos pagaba el billete para el cine o el teatro, enterándose antes de si eran buenos, y, sobre todo, para los toros, que le parecía diversión menos peligrosa.»
Mayor cariño no se puede tener para quienes nos sirven. Los trataba como a hijos, pero al mismo tiempo con todo respeto.
Sucedió en una ocasión que uno de la servidumbre le hizo un encargo todo al revés de como se lo había mandado, y en el primer momento le dijo:
—Pero, bruto, ¿qué me has hecho?
No había aún salido de la estancia el servidor, cuando cayó en la cuenta el [13] marqués de la palabra que había proferido. Mandóle llamar y se excusó diciéndole:
—Perdóneme usted. Usted es mi hermano. Yo no tengo derecho a tratarle de ese modo. Perdóneme.
Así era el marqués de Comillas. Así era su alma.
El amor del Marqués a la Patria
Todavía caliente el cuerpo exangüe del marqués de Comillas, ponía la Prensa en labios de un ex presidente del Consejo de Ministros, señor Sánchez Guerra, estas palabras: «Lo que España le debe aún no se sabe ni quizás no se sabrá nunca. Nosotros, los que hemos gobernado, sí. Lo que ha propugnado, lo que ha ayudado, lo que ha evitado... eso lo sabemos nosotros.»
Y en iguales o parecidas manifestaciones abundaron cuantos habían podido calibrar lo que en la vida del marqués representaba su amor a la Patria. «Ornamento de España», le llamó el Papa por su secretario de Estado; «español del siglo de oro que tenía tan alta idea de la Patria como San Fernando o los Reyes Católicos», el Nuncio Monseñor Tedeschini; y la Infanta Paz, «retrato de los caballeros españoles, que admiramos en las leyendas».
Es verdad. Servir a España y servir al Rey, fue su vida toda. En sus numerosas empresas, en su conducta sin tacha, brilla deslumbrante el carácter nacional. Para España y para el Rey son su persona, su dinero y su capacidad como hombre de negocios. La dignidad de la Patria, su sueño de grandeza.
Cuando el Monarca, nublado por la tristeza del semblante, veía desde su palacio desfilar los restos del amigo fiel, del prudente consejero, del vasallo rendido, del servidor desinteresado, contemplaría también que España entera se posaba tristemente sobre el féretro, para seguirle, plegadas las alas, hasta el panteón. ¿Qué extraño que al manifestar su pésame a la marquesa, el Monarca se expresara en estos términos: «Tú has perdido un esposo modelo; nosotros y España hemos perdido más que tú»?
No fue político; pero por España se metía en la política, que a sus gustos personales más bien repugnaba, y pocos españoles habrá que hayan realizado desde fuera una labor política tan eficaz e intensa como la realizada por él, estimulando cuanto fuera actuación ciudadana en todo lo que cabía dentro de su esfera de acción.
No fue diputado, ni senador{****}, ni ministro, aunque pudo serlo todo; pero por España supo ser lo que vale más que todo eso: un español en grado excelso, siempre en la brecha para mirar por la independencia patria, para ser en días azarosos el sostén de la Monarquía y para hacer de su flota el heraldo de la Patria a través de los anchurosos caminos de la mar.
Por patriotismo consideraba como suyo cuanto pudiera contribuir al bienestar y a la grandeza de España, aun a costa de sus propios intereses. Por eso, cuando en días de mundial perturbación otras empresas se aprovecharon de ella para realizar pingües ganancias, y otros barcos comerciaban con la guerra o pasaban bajo pabellón extranjero, la bandera de los barcos de Comillas, con un gesto de patriotismo y de hidalguía y de elegancia supremas, seguían recorriendo sus rutas de siempre, paseando por los mares y por nuestras antiguas colonias el amor a España y a la paz cristiana. Así pudo llegar a ser el culto viviente de las glorias y tradiciones nacionales, el amor de la patria chica engarzado en la Patria grande, y hecho centro de la Raza, concentrando el pasado, engrandeciendo el presente y [14] organizando espléndido y magnífico su porvenir.
Su alma, nido de grandes ideales, pensó siempre en una España excelsa; pensó en una España que continuara siendo madre de grandes naciones allende los mares; pensó en una Corte de España que superara a todas las del mundo, en Madrid-Toledo unidas en una sola ciudad, que reuniera las glorias de los pasados siglos, los monumentos de sublime arte y las grandes avenidas de las modernas metrópolis.
Y, ante todo, ¿qué concepto tenía de la Patria? Para él España, la Monarquía y la Iglesia, eran una trilogía de amores; mejor dicho, eran el mismo amor, la misma semilla que, prendiendo en su corazón, se dividió al brotar en las diversas ramas de su actividad y apostolado.
No entendía por patriotismo ese cosmopolitismo igualitario, que borra las fronteras y extiende sobre todos el nivel del polvo y de la estepa, o ese materialismo geográfico que solamente admira la onda del río o la espiga de la era, o el cielo que iluminó nuestra primera sonrisa. Para él España era el solar ibérico, tejido con alegría comunes y comunes desventuras; cruzado por la rica malla de nuestra historia, amasado con sacrificios y premiado por la mano de Dios con larga recompensa; dilatado sobre las espumas de las olas en pueblos inmensos, que hablan nuestra lengua y viven de nuestra civilización, y fecundado por una religión divina, que nos cogió de los brazos ensangrentados de Roma y nos infundió generosamente hálitos de inmortalidad y de vida.
Esta era la España del marqués de Comillas, la España ardientemente católica, sin mutilaciones ni distingos; la España que iluminó al mundo con los resplandores de su ciencia; la España que él amó y veneró y engrandeció con todos los actos de su vida.
Este amor patrio lo demostraba el marqués no con declamaciones oratorias, sino con hechos, con todos los hechos de su vida, consagrada a España como a una madre a quien profundamente se ama y se venera, lo mismo en ocasiones solemnes como en la callada oscuridad de la vida ordinaria, cuando daba su nombre y cuando trabajaba con hilos sutiles que apenas si rozan al mezclar la urdimbre.
Este amor, patentizado ya en lo que llevamos escrito, resaltará todavía más en los rasgos que vamos a consignar.
Las guerras coloniales
Hablar del patriotismo de D. Claudio es traer a la memoria las guerras coloniales.
De Real Orden le dieron ya las gracias cuando el conflicto entre España y Alemania acerca de las islas Carolinas, porque ante la amenaza de lucha puso a disposición del Gobierno sus barcos. El sacrificio, que entonces quedó en la voluntad, fue consumado cuando la pérdida de Cuba y Filipinas.
El Gobierno, en aquellos años luctuosos, no tuvo auxiliar mejor que la Trasatlántica: en 1868{***} una sola expedición llevó 22.000 soldados; en 1895 transportó a las Antillas 86.000; al año siguiente, 113.000. Día hubo en que a bordo de dieciocho barcos suyos navegaban 30.000. Y tal actividad ponía en acudir a la llamada de la Patria, que en 1896, tres días después de avisar el Gobierno se alistara el embarque, navegaban a Filipinas cerca de 6.000 hombres.
Cuando estalló la guerra con los Estados Unidos, él fue también el hombre de España. Veía al Ministro de la Guerra desatinado, oprimido por el desaliento y el pesimismo, y él no sólo fue su paño de lágrimas y su consejero obligado. Hizo más: fue el verdadero ministro en lo que [15] al trabajo atañe. Encerrado en su despacho día y noche, convirtiendo en secretarios a sus propios parientes, hizo el más completo estudio de la escuadra enemiga y de cada una de sus unidades; siguió el movimiento de los barcos y de su probable situación diaria; convirtió a sus corresponsales en agentes de España. Por ellos averiguaba dónde vendían buqués, tanteaba el precio, estudiaba sus condiciones, y el plan, ya bien preparado, lo presentaba al ministro. Tanto trabajó en esta ocasión y tan calladamente lo hizo, según era en él habitual, que uno de los que quiso acercarse a él, sin llegar a conseguirlo, hubo de exclamar: «Caramba con el marqués. Se parece a Dios, todos hablan de él y nadie lo ve.»
Así era D. Claudio. Se olvidaba del descanso para servir al Gobierno; pero de esas faenas de Gabinete, duras y agotadoras, poco trascendía a la calle. En cambio los servicios de sus barcos no podían esconderse: la Trasatlántica fue entonces nuestra escuadra verdaderamente útil. Veintiún buques dedicó el marqués al servicio oficial; siete de ellos en Filipinas, los demás en el mar Caribe. Comillas los enviaba a conciencia del riesgo que corrían. Sus marinos rivalizaban en arrojo y pericia con los del Almirante Cervera. Bastantes de sus unidades rompieron el bloqueo de la poderosa escuadra norteamericana, otras sucumbieron gloriosamente. Una sola destruyeron los cañones enemigos y otra fue apresada. Siempre sus capitanes recibían la orden de salvar primero y ante todo el personal y la carga, aunque para ello se perdiera el navío.
Claro es que la Trasatlántica contrataba estos servicios con el Gobierno. Gratis, ni la Compañía pudiera soportarlos ni D. Claudio ofrecerlos, pues no era él único accionista; pero lo hizo a precio que ninguna otra Compañía, nacional ni extranjera, admitió. Partidas hubo que pagó de su bolsillo. Las mejor libradas tardaron muchísimos años en cobrarse. Pero este punto lo miraba él como secundario. Si la necesidad urgía, si la Patria lo reclamaba, los barcos recibían la orden de acudir. Las cuentas vendrían después, si venían.
Imposible desconocer estas hazañas del patriotismo del marqués de Comillas. Pero qué pocos saben todavía que, en aras dé la Patria, aventuraba de un lance en tales ocasiones su fortuna toda entera y que para no arrastrar a ninguno de sus socios a la posible ruina, siempre que brindaba al Gobierno en servicio extraordinario la flota de la Trasatlántica, respondía él ante los demás accionistas del riesgo de la misma con el valor total de su fortuna.
Igualmente respondía con ella de las obligaciones contraídas por el propio Gobierno, que sólo en el crédito financiero de D. Claudio encontraba a veces la suficiente garantía. Hacia el otoño de 1895 necesitó el Gobierno español un empréstito de 600 millones de pesetas y acudió a la Casa Rostchild. Mas ésta puso tales condiciones que el Gobierno las juzgó inadmisibles. El empréstito fracasaba y la necesidad era extrema. ¿Cómo solucionar el conflicto? El marqués de Comillas ofreció, sin exigencias ni condiciones, su dinero y sus empresas, y trabajó para que otros le imitasen. El empréstito se cubrió con exceso; salvóse el honor de España, pero las energías físicas del generoso patricio quedaron por aquel entonces agotadas.
Eran los días de la guerra con Norteamérica. La catástrofe amenazaba como nube de tempestad. El Gobierno español, para las necesidades más apremiantes, acude a la industria extranjera, la cual no reconoce solvencia en el Gobierno y pide mayores garantías. ¿De dónde vendrán? ¿Quién podría y, sobre todo, quién querrá darlas ante la boca del abismo...? El marqués de Comillas. Solamente él, y con la evidencia plena de la catástrofe, ofrece generosamente su firma y responde con toda su fortuna.
Y la catástrofe estalló como una cordillera de volcanes en erupción. [16] El Gobierno se declaró insolvente y entonces la industria extranjera reclamó entera la firma del marqués. Si más tarde, repuesto el Gobierno de su aturdimiento, no hubiera pagado toda la deuda, quedando a salvo la fortuna del marqués, éste nos habría enseñado a dar hasta el último céntimo y abrazarse heroicamente con la ruina por el honor y la salvación de su Patria.
Política africanista
Semejantes muestras de patriotismo, aunque en menor escala, porque la necesidad fue menor, dio en las guerras de Marruecos, no sólo en el transporte de tropas, sino en su solicitud por los soldados. En 1909 puso a disposición del mando un «fondac» y una enfermería. En 1921 sus barcos aportaron víveres aun para los embarcados en otras compañías, porque hubo tan repentina orden de zarpar, que ni de la comida pudieron acordarse. Y lo mismo cuidaba de otras necesidades: automóviles y camiones blindados en sus talleres y que fueron los primeros utilizados en la guerra, buques-hospitales, tiendas de campaña, colchonetas incombustibles e impermeables, que aunque resultaron caras, decía no importar «si con ello conseguía librar a los pobres soldados, que tienen que dormir muchas veces al raso y en el suelo húmedo, de una enfermedad reumática que los deje enfermos y achacosos».
El enemigo más implacable en Marruecos era la falta de agua. La gran matanza de 1921, cuando el desastre de Annual, más que las balas rifeñas la ejecutó la sed. Don Claudio se adelantó a todo, incluso al mismo Gobierno, para buscar solución a un problema tan de vida o muerte. Regalo suyo fueron los diez primeros tanques automóviles que tuvo nuestro Ejército de Africa. No contento con esto, ordenó a los ingenieros que tenía en sus Empresas estudiaran máquinas destiladoras para instalar en las posiciones. Y todavía más; mientras las estudiaban, envió miles de barricas que sirvieran de aljibes.
Su política africanista le llevó a ser además en nuestras colonias el factor más importante de la industria y del comercio, del prestigio español ante los indígenas y de la resistencia a las ambiciones extranjeras.
Desde 1884 poseía España en el Sahara un buen trozo de territorio, de gran porvenir para la Patria, pero que por desidia del Estado estaba inculto, casi abandonado y en peligro de caer en manos extranjeras. No podía llevarlo en paciencia, y de acuerdo con el Gobierno fundó allí la factoría que fue base de la actual Villa Cisneros.
Puede decirse que por mucho tiempo la soberanía española no tuvo allí otro representante que el marqués de Comillas.
Otro tanto puede decirse de Fernando Póo y Guinea. Hasta que llegó allá la Trasatlántica el comercio era nulo; desde entonces, los riquísimos productos de aquella zona afluyeron a la Patria en proporciones crecientes. Tan asombrosa fue la labor patriótica en esta colonia que en 1907 fue nombrado presidente honorario de la Cámara Agrícola de Fernando Póo.
«Casi nadie sabe –escribía ABC a raíz de su muerte– que el marqués de Comillas, sacrificando anualmente muchos miles de duros, sostenía en tierras de la Guinea Española el potrero de Moka, la factoría de Río Benito y una pesquería en Villa Cisneros. El potrero suministra carne fresca, y a precio inferior al de costo a los súbditos españoles. La factoría y la pesquería trafican con los indígenas, pagándoles los objetos a precio superior al del mercado, para contrarrestar el influjo de otras factorías europeas y afirmar y arraigar el prestigio español entre los bubis, pamúes y demás indígenas.» [17]
«Todo por España y para España»
De sus empresas puede decirse que eran sobre las acciones y los dividendos empresas nacionales. Por eso, si alguna vez hubo conflicto entre ambos intereses, el de la nación prevalecía. Por volver a España las acciones de los Ferrocarriles del Norte, arrastradas a Francia cuando la peseta andaba por los suelos, Comillas trabajó sin descanso y perdió en el intento cantidades fabulosas, unos cinco millones de duros.
Mirando por la independencia nacional, atraía así hacia España, para fijarlos en empresas españolas, los capitales españoles, y sostenía empresas hulleras bien poco remuneradoras para él, y fundaba la Constructora Naval, y aclimataba en Madrid la industria de blindajes, y recogía moribunda la línea de Madrid-Cáceres-Portugal; y en la guerra europea, alejaba su flota de las ganancias inverosímiles por lo gigantescas, que a otros navieros producían los servicios prestados a los beligerantes, y orientaba sus barcos a líneas menos productivas, pero de necesidad palpitante en la realidad de España y de interés permanente en su porvenir.
No hubo obra de aliento nacional, empeño del espíritu patriótico, causa de alta trascendencia en los destinos de la raza que no encontrara en el marqués de Comillas fervoroso y entusiasta paladín. Las grandes empresas que su genio propulsó y que fueron en mil ocasiones brillantes, orgullo de España, quedarán como recuerdo perdurable de un espíritu organizador, de un carácter enérgico, de un temple de tenaz voluntad puestos al servicio de un ideal colectivo, que fue siempre el pabellón con que se abanderaron los . negocios que Comillas abordó.
Quizás en ninguna de sus empresas floreciera este espíritu tanto como en la Trasatlántica, obra inmensa de patriotismo. Toda ella respondió a uno de nuestros dogmas nacionales: España y América. Porque si es verdad que él llevó sus barcos a todos los Continentes, donde flameó gallarda la sacrosanta bandera española, confió sobre todo a su flota la misión honrosísima de ser el centinela avanzado de España al otro lado de los mares, estableciendo un periódico y eficaz intercambio espiritual y material entre la Madre Patria y sus hijas de América.
Como empresa de interés nacional la sostuvo el marqués por encima de su interés personal. Construía sus buques en España y con materiales españoles. Es verdad que así costaban más caros; pero también así favorecía a nuestro comercio e industria enfrente de la competencia extranjera. Hasta los nombres de los vapores son escuela de patriotismo. Entre otros, el Colón y el Alfonso XIII, parecían España flotando sobre las olas. Porque de autores españoles eran los libros de las bibliotecas; artistas españoles y con temas españoles habían engalanado salones y galerías; ciudades españolas como Toledo, Salamanca y Segovia, presidían desde sus cuadros los pasillos; Granada había puesto allí las filigranas de la Alhambra, y a la sombra del genio de Colón y del Monarca, los buques del marqués de Comillas entonaban con sus sirenas y exhibían con sus quillas sobre las espumas del mar la epopeya de España.
«Todo por España y para España.» Ese era su lema. Tratándose de ella, nada era pequeño, nada sin importancia para él. En siendo de España, bullía celoso su cariño embalsamado de veneración; y es que además del cariño abrigaba la persuasión íntima de que sólo cultivando el esplendor y la dignidad nacional volveríamos a ver a la Patria como en los días felices en que era oráculo del mundo y el Universo entero caminaba a la sombra de los hispanos laureles. [18]
El amor del Marqués a la Iglesia
Fue ante todo el marqués de Comillas el modelo más acabado del caballero cristiano. Constantemente vivía la dignidad de su catolicismo y tuvo a gloria ser y manifestarse en todo momento hijo fiel de la Santa Iglesia.
Una vez más ha sido Monseñor Tedeschini el que ha hecho el más cumplido elogio y también el más autorizado de esta faceta de la personalidad de D. Claudio. Vamos a transcribir sus palabras:
«Fue, en verdad –nos dice–, el siervo fiel y prudente que Dios puso al lado de su familia.
Siervo siempre; y tan adicto, tan subordinado, tan sumiso que nunca quiso, ni lo intentó, invertir los papeles ni hacer valer sus obras, sus servicios o sus títulos para que la Iglesia, en mucho o en poco, le sirviese.
Siervo fiel: la Iglesia pudo, en los tres cuartos de siglo que Dios le dio de vida, contar con sus empeños, antiguos y recientes, siempre. No hubo un momento en que este caballero faltase a su fidelidad. La Iglesia lo sabía, lo sabía el Papa, lo sabían los Nuncios, lo sabían los Prelados.
Siervo prudente: con aquella prudencia tan rara entre los hombres como raro es el conjunto de condiciones que requiere; pero tanto más rara cuanto lo es, no la prudencia humana de este siglo, pobre, necia e incapaz, sino la prudencia de Dios, en Dios, según Dios.
La Iglesia pudo siempre confiar en la prudencia, en el consejo, en la ayuda acertada del marqués de Comillas... Y su consejo, nunca ofrecido ni insinuado, venía sin renuncia siempre que fuese solicitado, y venía grato a Dios, ventajoso a los hombres.»
Así era, en efecto, D. Claudio. No fue sacerdote, pero en su pecho abrigó para Jesucristo amores de custodia; miró al Papa con obediencia y entusiasmos de zuavo; sintió caridades para los humildes y entrañas de misericordia por los extraviados, emuladores del pecho más sacerdotal, y alimentó el celo basta el sacrificio, como pudiera hacerlo el alma inflamada de Javier. Su vida toda fue el esplendor de la virtud heroica velado por la humildad más recatada; y como fruto de todo ello, amó con invencible constancia, sin desmayos ni eclipses, a nuestra Santa Madre la Iglesia.
Figura dulce y melancólica de Pío IX, el primer prisionero del Vaticano; figura luminosa y radiante de León XIII; figura santa de Pío X; figura excelsa del Papa de la Paz y las Misiones, finísima y delicada figura de Benedicto XV, vosotras dais testimonio de ese amor que un hijo ilustre tuvo para la Madre Iglesia. Y eco vivo de vuestro testimonio fue la palabra de Pío XI, quien tuvo para el difunto marqués miradas de cariño y muestras intensas de amor y amargura, la más honda, por su muerte.
Y es que la Santa Sede, y con ella el Episcopado español, tenían experimentada la existencia de una palabra mágica con que rendir instantáneamente el corazón del marqués y hacer que se abrieran en amplísima generosidad sus manos. Esa palabra era la más leve insinuación de la Iglesia. Cuando la Iglesia había hablado él no discutía, prestaba su valioso apoyo con enérgica decisión. Y sobre sus negocios y empresas, por encima de quehaceres e ideales, ponía aquel interés de la Iglesia y le brindaba, como si en ello recibiera honra y favor, su trabajo y su dinero. ¿Qué extraño, por tanto, que los Papas le distinguieran como a ninguno, concediéndole tan altos honores que sólo él ostentaba? Unicamente el marqués de Comillas, entre los católicos de todo el mundo, poseía, entre otras, las dos [19] condecoraciones pontificias más excelsas: la Orden Suprema de Cristo y la de la Milicia Áurea.
Pero... detengámonos.
Cuando se habla de la Iglesia no se puede hacerlo de una manera teórica y vaga, pues la Iglesia es el mismo cuerpo de Dios, cuya cabeza visible es el Papa. Por eso donde está el Papa se encuentra la Iglesia, y en lenguaje concreto e inequívoco puede afirmarse que la Iglesia es el Papa.
Pues bien: ¿cómo sirvió al Papa el marqués de Comillas?
Obreros españoles ante el Papa
Uno de sus sentimientos más profundos y a la vez más tierno era el amor al esplendor del Pontificado Romano. El marqués amaba a la Iglesia en el Papa; en el Papa amaba y veía a la Iglesia, y por eso quería que el brillo del Papa ante las naciones fuera el más refulgente de la tierra. A ese fin ideó y realizó obras de mérito incalculable, hizo gastos enormes, trabajó con sacrificio gustoso de todas las energías de su vida.
La estela de los buques que llevaron a Roma la peregrinación obrera se habrá borrado en los mares; pero no se ha borrado ni se borrará en la Historia. Los dos millones de pesetas que de su peculio gastó, los dio él por bien empleados y los quitó de la reseña de tan memorable hecho; pero no puede quitarse ese generoso desprendimiento del recuerdo de los buenos.
Eran los días del cincuentenario de la ordenación sacerdotal de León XIII. En una Asamblea de Acción Social celebrada en Valencia se acordó ir en peregrinación a Roma para postrarse ante el Sumo Pontífice. Don Claudio se hizo cargo de la idea a requerimientos del Arzobispo de dicha capital, y tal entusiasmo puso en ella que ni antes ni después ha visto Roma cosa semejante. Verdaderamente fue espléndida la primera aparición en el campo internacional de la Acción Social Española. En sus barcos, y en gran parte a su costa, llevó el marqués a los pies del Papa a 24 prelados. y con ellos más de 18.000 peregrinos, en su mayoría obreros. Allá fue un sacerdote ciego; fue un viejo de ochenta y cuatro años, que murió en la Ciudad Eterna, asistido, por los médicos pontificios, y fue una pobre lavandera, que entregó al Papa en una cajita veinticinco duros, los ahorros de media vida, sobre los que León XIII depositó, conmovido, sus besos y sus lágrimas, y fueron miles de trabajadores que, no teniendo más caudal que el de sus manos encallecidas, pidieron las herramientas a los obreros del Vaticano para trabajar unas horas en los jardines del Papa y mostrar con sus sudores el cariño que abrigaban al Pontífice de los Obreros.
La solemne beatificación de los Apóstoles de Andalucía, el Padre Maestro Avila y Fray Diego de Cádiz, que de propósito retrasó Su Santidad, fue la primera ocasión que tuvieron de ver al Vicario de Cristo. Los aplausos, los vítores, las lágrimas de aquellos 18.000 hombres, que, por ser del pueblo, sentían más hondo y expresaban más alto su sentir, conmovió profundamente al Padre Santo, a quien se le humedecían los ojos mientras pasaba en la silla gestatoria sobre aquel mar de cabezas congestionadas por la emoción de la fe y del entusiasmo. Si la mole maravillosa de San Pedro siempre encoge y eleva los ánimos, si las solemnidades de la Capilla papal siempre conmueven aun las fibras más ocultas del corazón, ¿qué no pasaría en aquellos pechos, recios y sencillos, que no habían visto sino las humildes iglesias de sus pueblos y que se encontraban ante el representante de Cristo, de quien les hablaron como un [20] semidiós, y más siendo el «Papa de los Obreros» y celebrándose una fiesta tan española?
Cuando al día siguiente recibió León XIII en audiencia a los peregrinos y desfilaron ante él las diversas Comisiones, el Papa tuvo la atención de buscar a los marqueses para colocarlos a su derecha, pues ellos, los primeros en el trabajo y los últimos al llegar la hora de los honores, andaban muy en segunda fila, según era su costumbre.
El precursor de Letrán
Veneró al Papa y contribuyó a su esplendor ante el mundo. En este sentido, el proyecto de compra de Roma y de un territorio hasta el mar para entregarlo a la Santa Sede y asegurar así la independencia pontificia, fue sin duda el más atrevido pensamiento que pudo inspirar a don Claudio su amor al Pontificado.
Durante el verano de 1895 Roma hervía en preparativos oficiales para celebrar las bodas de plata de la Ciudad Eterna con el reino de Italia, apuesto doncel apenas entrado en la mayoría de edad. Liberales y masones, jaleando encomiásticamente «el derrumbamiento de la tiranía con que el cielo torturaba a la tierra», pretendían paliar con frases, tan falsamente sonoras como ésta, lo que no había sido en realidad sino un simple robo a mano armada. En medio de ese alborozado entusiasmo, el Daily Telegraph de Londres, razonando la urgencia de que el Papa recobrase su soberanía temporal, exponía un arbitrio para lograrlo, sin desdoro alguno para Italia, antes al contrario, con grandísimo provecho: la venta de Roma a los católicos, que la ofrecerían así al Romano Pontífice. El artículo, uno de los más sensacionales en la historia del periodismo, resonó como una bomba por toda Europa. Nadie pudo acertar entonces quién lo había inspirado. Algunos se lo atribuyeron al gran diplomático de la Santa Sede en aquella época, el después Cardenal Galimberti. Pero, sin embargo, quien preparó el artículo y fomentó la campaña subsiguiente no fue sino el marqués de Comillas.
Muchos quizá consideraron fantástico e irrealizable el proyecto. Él no lo vio así. La Hacienda italiana se encontraba en la bancarrota. Sería tentador para ella un río de oro que la sacase adelante. Animado con la idea, tomó la pluma; llenó de cálculos muchos pliegos antes de presentar su plan a la Conferencia Católica Internacional, reunida en Lieja para estudiar precisamente el tema de la Independencia Pontificia, y llegó al resultado de que sin excesivos esfuerzos y mediante un empréstito entre los católicos, se podría reunir la cantidad necesaria: unos doscientos millones de libras esterlinas.
El trabajo personal de D. Claudio, verdaderamente titánico y serio, como de técnico en los negocios, fue enorme. Los gastos, más increíbles aún. Baste consignar aquí un solo dato: la «Agence National» de Francia, por anunciar el artículo publicado en el Daily Telegraph cobró cincuenta mil francos, que él pagó de su bolsillo. Pero poco le dolía el dinero si se trataba de mostrarse una vez más hijo de la Iglesia. Y si el proyecto no cuajó en realidad, no por eso fueron baldíos sus desvelos. Al menos sirvieron para despertar la conciencia católica por todo el mundo. «La gente del oficio –decía el corresponsal en Londres de La Civiltá Cattolica– está pasmada de lo que se ha conseguido.»
Con razón dijo después el duque de Bailén que podía llamarse al marqués de Comillas «el precursor del arreglo de la Cuestión Romana». [21]
El Seminario de Comillas
«¿Qué haría el marqués –preguntaba en ocasión solemne Monseñor Tedeschini– para la Iglesia y para la mayor gloria de Dios y bien de las almas, con la voluntad, la generosidad y los medios que Dios le había otorgado?»
La respuesta se la daba una obra, quizá la más amada por el marqués y en la que había puesto su ilusión más honda y sus más caros ideales: el Seminario de Comillas.
En el pueblecito montañés de este nombre, sobre la cumbre de un altozano, cuya vertiente Norte acaba en el mar, que se abre a sus pies en anchuroso semicírculo, y la del Sur en la villa, apiñada en el hondo y encaramada como un nacimiento en las fronteras colinas; dominando con la majestad de su mole, la esbeltez de sus torreones y los alegres recortes de sus almenas y ventanales, el bellísimo panorama de palacios, casas, praderíos y huertas, se levanta lo que se ha calificado como el más tierno amor y la honra más grande del marqués de Comillas. «Obra que por sí sola –fueron palabras de Pío XI a una peregrinación de antiguos alumnos– bastaba para medir el alma excelsa de su fundador, puesto que ella es la más grande, la más bella y la más cristiana.»
Es cierto que la idea primera fue concebida por el Padre Tomás Gómez, de la Compañía de Jesús, al sentir en su alma apostólica cómo naufragaban muchas vocaciones sacerdotales en los escollos de la pobreza. Cierto también que fue el primer marqués de Comillas quien, encariñado con ella, ofreció al jesuita su aliento y su dinero. Pero no es menos cierto que ante la piedad de D. Claudio se transparentaba en toda su magnitud aquella obra, henchida de frutos para gloria de la Iglesia y bien de muchas almas. Por eso, a la muerte de su padre miró el Seminario como la herencia más preciada y vio en él el más digno obsequio que poder ofrendar al Romano Pontífice. Para ello, los planes primitivos le parecieron demasiado modestos, y encargó otros que habrían de reflejarse en la magnífica arquitectura que hoy nos admira. Lo que hubiera bastado para encuadrar dignamente el escudo del marqués era mezquino, según él, para la Tiara y las Llaves.
Así nació y eso fue el Seminario de Comillas: un Seminario modelo, que sobresaliese sobre los demás; que se abriese para todos, ricos y pobres; que estuviese informado por el más alto espíritu; que fuese regido por la milicia selecta de la Iglesia; que satisficiese a todas las modernas exigencias de la cultura y de la pedagogía eclesiástica y que fuese del Papa, no sólo en la formación y en la doctrina, sino también en la propiedad.
Durante los primeros años sufragó el marqués en su integridad todos los gastos del Seminario; pero cuando, con motivo de la guerra de Cuba, expuso toda su fortuna para salvar de la ruina a la Patria, se vio forzado, con gran amargura de su alma, a reducir su aportación económica.
De esta obra, de su proyección de luz y de amor en la Iglesia de España, la Historia tiene ya las primeras páginas en los frutos que ha cosechado a lo largo de su existencia y en las palabras y documentos de los Nuncios, de las Sagradas Congregaciones y de los mismos Pontífices. Baste citar aquí, en aras a la brevedad, las siguientes tan sólo:
«Quien ha podido visitar aquel grandioso plantel de las más halagüeñas esperanzas de la Santa Iglesia, no puede, si ha entendido bien el alcance de la obra, dejar de dar gracias a Dios y a su instrumento escogido, el marqués de Comillas, y no felicitar cordialmente a esta noble España, cuyos sagrados intereses [21] tienen por mérito del gran prócer a dónde y cómo orientarse para alcanzar un nivel siempre más alto en su glorioso, santo y apostólico clero.
Por eso, cuando el tiempo, que todo lo borra y entrega al olvido, haya borrado de la memoria de los hombres las otras grandes obras del marqués de Comillas; muchos años después de que el público distraído haya dejado de hablar de ellas, el Seminario Pontificio de Comillas seguirá levantándose majestuoso y erguido, con rumores de colmena laboriosa y fecunda, sobre la costa cantábrica, pregonando a las generaciones futuras y llevando a todas las provincias de España y a las naciones hispanoamericanas, en el cáliz virgen de cientos, de miles de corazones sacerdotales, el nombre de su ilustre fundador, la gloria de sus méritos por la Iglesia y por la Patria y la bendición agradecida de su santa memoria.»
Nuevos testimonios de amor
Los anales vaticanos conservarán siempre como regia esplendidez de uno de sus hijos más devotos, aquellas atenciones con que el marqués de Comillas miraba a la continua por el honor del Padre y Pastor Supremo de la Iglesia.
De una de esas finezas fue ocasión el terremoto de Messina, que en 1908 conmovió al mundo con sus cien mil muertos y sus incontables heridos. El telégrafo esparció entonces por doquier la caridad con que se acudía de todas partes al socorro de los heridos, de los huérfanos, de cuantos quedaban en el arroyo sin fuerza apenas para llorar sobre las ruinas de sus hogares deshechos. Todas las naciones enviaban auxilios. Entonces se le ocurrió a D. Claudio un proyecto genial: socorrer, sí, espléndidamente a los menesterosos, tan espléndidamente como pudieran hacerlo los más ricos Estados, pero hacerlo de modo que la beneficencia obrase por manos del Papa, ganando así para la Santa Sede el agradecimiento de los socorridos y la admiración y estima del mundo. Dar, pero no él, sino el Papa.
Convirtió para ello uno de sus barcos, el Cataluña, en hospital, y dotándole de todas las instalaciones precisas para ello, se lo ofreció al Sumo Pontífice. A Reggio y Messina zarpó el trasatlántico eficientemente equipado y allí embarcó su triste carga de huérfanos y heridos, conduciéndolos a Civitta Vechia para llevárselos al Papa.
El marqués no creyó que su rasgo fuera más que un obsequio obligado de su devoción; Pío X no lo vio así y en aquella ocasión le otorgó el titulo de «Caballero de la Espuela de Oro», segunda de las condecoraciones pontificias y que nunca se concede al que, como él, poseía ya la «Orden Suprema de Cristo».
Pero la mayor prueba de cuán sabido era en el Vaticano hasta dónde podían contar con D. Claudio, es una carta que Benedicto XV le escribió el 27 de abril de 1920.
Llenaban de tristeza el corazón del Pontífice los sufrimientos de los prisioneros de la Gran Guerra, que a los dos años de firmada la paz aún gemían en las cárceles rusas. El Papa quería devolverles la libertad; no se le ocultaba que los sufrimientos de todo orden habían matado en ellos la esperanza, no sólo en los hombres, sino, lo que era más triste, hasta en Dios. Llamó por ello a todas las puertas. Ninguna se le abrió. Y entonces pensó en el marqués. «Hemos resuelto –le escribe– suplicaros, en nombre de Nuestro Señor, miréis si no os será posible enviar alguna de vuestras naves, de aquellas, por ejemplo, que hacen la ruta de Filipinas, al mencionado puerto de Wladi-Vostock para transportar de allí aquellos desgraciados a cualquier puerto de Europa.»
La súplica del Papa era para el marqués una orden estricta, e inmediatamente [23] dictó las disposiciones oportunas para cumplirla. No pudo, sin embargo, conseguir su propósito. Lo que esto le dolió, nadie lo sabe. Sin exageración puede decirse que una de las mayores amarguras de su vida fue el verse en la imposibilidad absoluta de responder satisfactoriamente al llamamiento de Benedicto XV. Aparentemente se lo estorbaba la Cruz Roja norteamericana, pero el verdadero motivo era que ninguna nación quería el repatriamiento de aquellos prisioneros, que en gran parte se habían convertido al bolchevismo. Por él no había quedado.
Apóstol de la Acción Social
Y, ¿qué decir de la actuación del marqués en el terreno social, en este problema de los pueblos modernos, tan complejo, tan vario y tan hondo y que tales efusiones de buena voluntad y de sacrificios exige por parte de todos para su acertada resolución? Hasta los que con él sostuvieron diferencias de procedimiento o de criterio han reconocido noblemente la preeminencia de su figura y su labor perseverante, nobilísima en la altura de miras y decisiva en nuestra Patria. Empezó actuando en ese terreno social con los hechos, con el ejemplo, que es el procedimiento más firme y menos expuesto a alucinaciones. Fue el marqués un modelo de patronos cristianos, no sólo no superado hoy por hoy en España, pero ni aun siquiera en el mundo.
Joven aún y cuando, conocedor del estado de su Patria en los diversos órdenes, completaba su educación esmeradísima en viajes de estudio por las principales capitales europeas, consultó al mismo Pontífice León XIII cuál era la vocación a que Dios le llamaba, y el Papa, percatado de sus aptitudes y del influjo que con su posición y talento había de ejercer sin duda en la sociedad, le respondió:
—Hijo, tú estás llamado a ser el gran propulsor de las cuestiones sociales en el campo católico. Deja la política y sé un apóstol moderno de la Acción Social Católica en España.
Obediente a esta consigna, con aquella sumisión con que él acataba siempre aun las menores indicaciones de la Santa Sede, puso en esta empresa todo su talento, toda su energía, todo su tacto, toda su resistencia de trabajo.
Estudió cuanto en España y fuera de España se iba publicando sobre cuestiones sociales; meditó singularmente la Encíclica «Rerum Novarum»; hizo de ella el Código de su labor social; infiltró los principios de la Sociología Cristiana en todas sus empresas financieras; fundó e impulsó las obras sociales más básicas en España; con su consejo, con su dinero fue apoyo seguro de la Jerarquía católica en este campo del Apostolado moderno.
La obra social del marqués de Comillas es imposible de reseñar por lo inmensa que es y por el modo con que procuró siempre ocultarse. Fueron treinta años largos los que consagró a esta empresa. Tuvo horas de triunfo y horas bien amargas. Lo que jamás cambió fue su tesón, su cariño y la generosidad con que puso en ella su dinero y su persona. Un abultado volumen no bastaría para encerrar estos treinta años, que son la historia de la Acción Social en España. De frente, o de través, por toda ella aparece Comillas.
Así brotaron fruto y campo a la vez de su trabajo, el Centro de Defensa Social, el Consejo Nacional de las Corporaciones Católico-Obreras, la Confederación Nacional de Sindicatos Católicos y, singularmente, la Junta Central de Acción Católica, desde las cuales se difundió como savia, por toda la obra social católica de España, la influencia callada y eficaz del marqués de Comillas.
El Centro de Defensa Social sea acaso su labor más eficiente bajo este aspecto. Era un centro de estudios sociales prácticos, [24] en el que se meditaban despacio las mejoras posibles del obrero, y al cual concurrían personas de gran relieve en la vida política nacional. Bastará citar, entre otros que sería prolijo enumerar, nombres como los de Dato, Sánchez Toca, Rodríguez San Pedro, Azcárraga y marqueses de Pidal, de Lerma y de Aguilar de Campoo.
A su estudio y a su influjo se debieron en gran parte las primeras leyes sociales de que gozamos en España, particularmente la de accidentes del trabajo; la del trabajo de las mujeres y de los niños; la del descanso dominical; la de tribunales mixtos de patronos y obreros. Puede así decirse que todo el conjunto de nuestra legislación social lo estudió él, lo ensayó en sus empresas él; para su estudio e implantación oficial él impulsó a los Gobiernos, él los alentó y sostuvo, él los alumbró y guió con su ciencia, con su ejemplo, con su experiencia.
Las empresas financieras del marqués son, igualmente, una floración de obras sociales, tanto más completas cuanto más de lleno han dependido de su autoridad. En todas ellas introdujo bien temprano las pensiones de viudez, la asistencia gratuita de médicos y medicinas, los salarios remuneradores y a menudo reforzados con mensualidades añadidas por gratificación y con socorros a las familias numerosas, las escuelas de aprendizaje para los hijos de los obreros. Y es que en sus industrias el patrono no era sólo patrono ejemplar; era padre y hermano, que trataba a sus obreros con bondad y llaneza de hermano, que atendía a sus obreros con solicitud y desvelos de verdadero padre.
No sólo retribuía con largueza al personal de toda clase, sino que creaba y sostenía multitud de obras de carácter patronal: mutualidades, cooperativas. periódicos y revistas para la instrucción popular, bibliotecas de buenas lecturas, economatos, iglesias, casas baratas, retiros y pensiones. Que también en materia de previsión social se anticipó al régimen legal del retiro obrero. Antes de que fuera obligatorio, ya él había inscrito a miles de obreros en el Instituto Nacional de Previsión. Pero no se contentó con someterlos a las condiciones legales, sino que rebajó de su voluntad la edad del retiro en cinco años. Las personas competentes en materia de seguros comprenderán el aumento que esto supondría en las primas a satisfacer por este concepto. El resultado fue que en los doce primeros meses sólo la Hullera Española pagó por seguro casi medio millón de pesetas.
Y siendo él alma de estas y de tantas otras obras de carácter social, con una modestia de muy buen tono, se mantenía al margen, si podía en el último plano, en una discreta penumbra. Por eso si quisiéramos ahora verle apoyar, desde fuera, sin entrometerse en su régimen interior, las empresas sociales de otros, entraríamos en un terreno de minas feracísimas y ocultas.
Desde el principio de su campaña social en España estaba ya el marqués de Comillas al lado de aquel propagandista heroico, del P. Vicent, alentándole, aconsejándole, apoyándole con su influyo y su poder y atendiendo con larga mano a los gastos de sus primeras propagandas. «No sé si se sabe –dice don Severino Aznar, autoridad indiscutible en estas materias–, que el P. Vicent no hubiera podido hacer aquellas olvidadas, pero épicas siembras, sin la colaboración del marqués de Comillas. Este con su generosidad le facilitó medios económicos; con su consejo y la firmeza de su voluntad, le ofreció necesarios puntos de apoyo. Creo que nadie ha influido tanto como él en la Acción Social católica y oficial de España.»
¿Y qué normas dirigían a este apóstol en la Acción Social? Las encíclicas de los Papas, las direcciones de los Prelados.
«Ningún otro en el mundo prestó a las enseñanzas pontificias mayor estudio, mayor respeto, ni mayor aplicación teórica y práctica», escribió Monseñor Tedeschini, Nuncio en España.
En cuanto al fruto de su labor, si no [25] fue todo lo que era de esperar, debióse más bien a la falta de preparación en los elementos patronales, que no coadyuvaban, y aun a veces se oponían, y a la falta de fe y de piedad en los trabajadores. Pero al menos sirvió su apostolado para despertar la conciencia de los católicos sobre el deber social y para ganarse el respeto y aun el amor de la clase obrera.
¿Qué extraño que su muerte fuese llorada por sus mineros de Asturias, los cuales le levantaron a sus expensas un monumento, que ni los rojos se atrevieron a tocar durante la guerra?
Hijo fiel de la Iglesia
El marqués amó a la Iglesia, la amó en sus instituciones, la amó en sus Prelados, la amó en sus sacerdotes y la amó a través de trabajos y sacrificios, y aun a veces de humillaciones e ingratitudes.
Lo que fue el marqués para los Nuncios, en quienes veía reflejada la persona augusta del Sumo Pontífice, lo ha dicho uno de los representantes de Su Santidad en España con frases tan exactas que el más leve comentario no haría sino desvirtuarlas: «La Santa Sede sabía que el marqués estaba a su lado en todas las ocasiones, porque cuando la Iglesia había hablado, él no discutía, prestaba su valioso apoyo con enérgica decisión.»
Lo que representó para los Prelados, lo han proclamado a coro nuestros Obispos, que le consideraban su brazo derecho y a él acudían con libertad y confianza sin límites. El marqués de Camarasa recogió una frase de don Claudio verdaderamente lapidaria, y que refleja con sin igual exactitud su espíritu disciplinado: «Cuando se trata de Obispos, no se me ofrece que puedan equivocarse; no discurro, obedezco.» Y así lo demostró, por no citar sino una sola de ellas, con ocasión de la «Campaña Social» patrocinada hacia 1921 por el Episcopado, y que él apoyaba por lo mismo lealmente. Disgustaba al Rey y éste se propuso frustrarla, por lo que encomendó al señor Marín Lázaro disuadiera de la misma al marqués. Pero él respondió a sus insinuaciones: «Nadie sabe mejor que usted lo opuesto que soy a esta campaña, por no creerla oportuna en estas circunstancias, y cuánto he rogado porque no adquiriese estas proporciones; pero frente al Rey no puedo abandonar a los Obispos, y aparezco partidario de ella, hasta que ellos desistan.»
Lo que era para los párrocos, para él infalibles en lo que a su jurisdicción atañía, lo pregona esa obra, toda del marqués, de las Juntas Parroquiales, precursoras de la Acción Católica, hecha para cooperar a la labor del párroco y ayudarle y servirle en la Catequesis, en la escuela, en las obras postescolares, en la Organización de la Juventud, en las Asociaciones piadosas.
Lo que era para los religiosos, ¿quién lo puede decir?... ¿Quién podrá reducir a números las dotes proporcionadas por él y los socorros hechos a cada una de sus obras?... Imposible silenciar a este respecto este rasgo magnífico, recogido por el P. Garzón, que intervino en el mismo. Eran los tiempo de la revolución portuguesa de 1911. El Gobierno había encerrado en la cárcel, como rehenes, a los novicios de la Compañía de Jesús, esperando el precio de su rescate. Hasta Madrid vino el P. Provincial en busca de socorro, y fue presentado al marqués de Comillas. Lamentóse don Claudio de que llegara en mala coyuntura, en la que apenas si podía ayudarle. No obstante, le entregó un cheque de treinta mil duros.
—¿Cómo tanto? –exclamó el portugués, sorprendido de tanta largueza.
—¿Qué? –respondió don Claudio–. ¿Es que un solo novicio de la Compañía de Jesús no vale más de doscientos mil duros? [26]
Su amor a la Iglesia supo organizar el esplendor de las fiestas Constantinianas, en las que gastó más de cien mil pesetas, y los triunfos del Congreso Eucarístico de Madrid, y puso sus afanes en la implantación del Reinado Social de Jesucristo en nuestra Patria, impulsando al Monarca y al Gobierno a reconocerlo ante España y ante el orbe en el Cerro de los Angeles y en la visita al Vaticano.
Y entrando en cosas más íntimas, hora es ya de recoger algo de lo mucho que en política religiosa debemos a la callada intervención del marqués de Comillas. Siempre al acecho para sorprender en las esferas del Gobierno el menor síntoma de ataque a los supremos intereses de la Iglesia, se reunía con sus colaboradores en la biblioteca del marqués de Pidal, tan pronto adivinaba a dónde dirigía sus tiros el anticlericalismo. Allí examinaba con ellos el asunto por el lado religioso y canónico, y por el lado nacional y legislativo. El fruto de este estudio aparecía en periódicos y folletos que, repartidos gratis o a precio de coste, difundían por doquier la luz de la verdad. Hojitas condensadoras del razonamiento, de los hechos y de estadísticas se entregaban a diputados y senadores y aun a los propios ministros. D. Claudio, con su llave de gentilhombre que le dispensaba de pedir audiencia, acudía a Palacio, y con respeto de vasallo, pero con lealtad y franqueza de amigo y confidente, exponía a la visión clara y rápida de Su Majestad el fondo del problema. Y esas conferencias del marqués de Comillas, tanto más eficaces cuanto más íntimas, ¡cuántos decretos sectarios hicieron abortar!... ¡Cuántas leyes perseguidoras ahogaron en la cuna!... ¡Cuántas crisis tuvieron su última razón de ser en una frase concebida en aquellas conversaciones y a la hora del despacho deslizada con estudiada espontaneidad por el Monarca!
Ahí están como testigos de mayor excepción la impía «Ley del Candado», dirigida por Canalejas contra las Ordenes Religiosas, y que se echó abajo con una hábil fórmula, preparada por el marqués, y que se consiguió añadirle; y la campaña cuando el proyecto de Ley sobre el Catecismo en las escuelas, que hizo exclamar al propio ministro que lo proponía: «Se formó tal revuelo entre los católicos, que me obligaron a retroceder y desistir; presumo –no se equivocaba– que en alguna de aquellas protestas andaba la mano de Comillas, aunque yo no me encontré con ella».
En una palabra: si el marqués amó a la Iglesia y procuró su engrandecimiento ante el mundo, ¡cómo la amó y con qué eficaz amor trabajó para conseguir su triunfo y su gloria en España!...
Con razón se ha dicho que «durante medio siglo fue él, el ideal del seglar católico que puso una gran inteligencia, una firme voluntad y una enorme fortuna al servicio de la Iglesia y del Papa».
Magnate santo
Penetremos un momento ahora, para terminar estos trazos biográficos del marqués de Comillas, en lo más íntimo de su personalidad gigante, allí donde sólo es posible llegar después de sorprender, siquiera sea a la ligera, como lo hemos hecho nosotros, algo de lo mucho que guardaba su alma.
Parece una contradicción: un hombre cargado de millones, tal vez la primera fortuna de España y el mayor prestigio de toda la nación, y repetía a menudo esta frase: «Yo nací para ser pobre.»
Y así fue; pobre de espíritu que tiene el corazón completamente despegado de las riquezas y de los honores.
«El dinero –repetía con frecuencia– por sí solo no merece la pena de buscarlo; puede traer la dicha y la desgracia. Si Dios lo manda, empleémoslo conforme a [27] su voluntad; si lo quita, bien ido sea; quizás con él se vaya el peligro de males que no sospechamos.»
Estas palabras no eran sino manifestación externa de lo que sentía íntimamente en su alma.
Cuando en 1896, al borde de la bancarrota, con la mayor tranquilidad, sin que la paz de su alma se conturbase lo más mínimo, anduvo echando cálculos para vender todos sus bienes libres y arrendar los vinculados. Con esos fondos pensaba satisfacer hasta la última peseta de los caudales ajenos a él confiados. En cuanto a él y a su esposa, ya se mantendrían con un empleo en cualquier oficina.
Motivos espirituales, puramente cristianos, fundaban este desasimiento. La tierra le sonreía; pero los ojos alzados al cielo, todo lo de acá le parecía comedia, y en medio de las grandezas y opulencias, como él mismo dijo, «desde que alcancé algo de madurez, jamás me olvidé de que estaba representando».
Era también don Claudio la modestia y la humildad personificadas.
Tenía a sus órdenes ejércitos de empleados. Quien le notara jamás un gesto de arrogancia, venga a contarlo.
Poseía y manejaba caudales inmensos; su firma comercial no tenía en España quien la igualase, y su pobreza de espíritu, su despego de los bienes y de los honores terrenos podían compararse con los de un religioso.
Vivía en palacios dignos de monarca. Pero las predilecciones de su alma eran para los que habitaban en buhardillas o carecían de albergue. Entre ellos, se desbordaban las efusiones de su cariño, como si él fuera el hermano mayor, que goza en repartir lo que administra para los pequeños. Por eso, las limosnas no salían secas de sus manos. Las daba su corazón, ungidas con el bálsamo de la caridad, ocultamente, para evitar el sonrojo de recibirlas, con gracia tal que consideraba un gran favor el que se las admitiesen.
No ambicionaba nada. Lo tuvo, sin embargo, todo. Lo buscaban todos los honores, que el más vanidoso pudiera apetecer, y las condecoraciones más preciadas del Papa y del Rey. El jamás pretendió ni una sola. Rechazó, por el contrario, muchísimas.
Contaba la Infanta Paz que, deseando el Rey honrar de alguna manera al marqués, se lo encomendó a ella diciéndole: «Yo no sé cómo demostrar a Comillas y a su cuñado Güell mi agradecimiento; si les doy una gran cruz, me la devuelven. Te voy a dar a ti dos llaves de gentileshombres para ellos. Si les explicas que son las llaves de mi casa, para que puedan entrar sin pedir audiencia, y se las das tú, las aceptarán.»
Y es que los honores, que tanto halagan al corazón humano, sobre todo si las personas son nobles, eran tormento para el marqués. «El deseo de Claudio –ha contado su esposa– era que ni en vida ni en muerte se hablase nunca de él.»
Sentía la grandeza del trabajo. El mismo lo celebró con inspiración y lirismo de artista, en ocasión bien solemne. Fue en el acto de cubrirse ante la Reina Regente, al exponer, según era tradicional, los títulos merecedores de la Grandeza de España.
He aquí reproducidos algunos de sus preciosos conceptos:
«Educado en el ejemplo de mi noble antecesor, firme en la convicción de que el engrandecimiento del trabajo nacional es la única base sólida del engrandecimiento de nuestra Patria, permítame vuestra Majestad que haga presente ante el Trono mi voluntad resuelta de perseverar en los caminos que me trazara el primer marqués de Comillas, y de avanzar por ellos hasta donde mi aliento alcance, con la vista siempre fija en la prosperidad de mi Patria y en las indicaciones y conveniencias de la Monarquía que la rige.»
Don Claudio cumplió, a fuer de leal caballero, esta palabra tan sagradamente empeñada. Su vida estuvo consagrada toda ella al trabajo y al bien.
Con razón ha podido decir su [28] secretario, don Luis Cabañas: «Treinta y un años consecutivos he trabajado con el marqués, y puedo decir con qué nobleza, con qué laboriosidad, con qué admirable bondad procedió siempre. Trabajaba tanto que era incomprensible cómo podía realizar la formidable tarea que efectuaba a diario.»
Pero... la explicación es bien sencilla. El sabía que a la ley promulgada en el Paraíso nadie le puede huir, y se abrazó con ella, como con la Cruz que le había tocado en suerte para merecer el cielo.
«El marqués de Comillas –son palabras del cardenal Alcolea– tenía el vicio del trabajo.»
Estas cualidades de caballero, que en otro tiempo le hubieran bastado para coronar de trofeos las torres de sus castillos y andar en las canciones de los trovadores, estaban sublimadas e inmortalizadas en él por un espíritu de fe y de piedad tan hondo, que causó la admiración y aun la veneración de los que de cerca le trataron.
Sobre todas las cosas, era Comillas hombre de Dios, el hombre de la fe. De la fe que no sólo acomoda su obrar a las normas evangélicas, sino que unge de aroma espiritual su vida toda. De la fe, que ve la mano de Dios dirigir, impalpable, la urdimbre de los acontecimientos humanos, y la bendice cuando se abre para dar, y la adora reverente también cuando derrama acíbar en el corazón.
Hombre de fe y de Dios, lo sentía junto a sí, y su compostura de alma y de cuerpo era la de quien jamás aparta los ojos de Él, como de quien anda y negocia y suspira y vive dentro del recinto de una iglesia.
Su voluntad, siempre firme y a la vez suave, sabía mandar con soberanía de rey; sabía obedecer con humildad de religioso; sabía trabajar con tesón de obrero; sabía emprender con resolución de conquistador; sabía enternecerse con ternuras de padre; sabía vencerse también con heroísmo de santo.
Santo, sí. En concepto de tal, fue ya tenido durante su vida. Y de santo, no en el sentido vulgar de hombre bueno, sino en el más riguroso sentido de la palabra: un hombre que por sus extraordinarias virtudes es reputado digno del honor de los altares.
«Era voz del pueblo –sentenció el conde de Romanones, que le veneraba, a pesar de su distinta ideología–, aun entre sus enemigos, que era un santo; y ordinariamente se le llamaba 'el Santo Marqués de Comillas'».
Silvela, respondiendo al marqués de la Viesca, que para encarecerle un negocio aducía el tomar parte en él el marqués de Comillas, le replicó: «¿Pero no sabe usted que los Santos hacen milagros, pero no hacen negocios?»
El prestigioso hombre de empresa, don Manuel Arnús, decía también: «Este hombre cualquier día se las carga con un milagro.»
Amar y hacer el bien. He ahí el resumen de la conducta toda del marqués de Comillas.
Este título de nobleza, con su vida de abnegación, de sencillez y virtudes cristianas, se ha convertido en un símbolo de santidad. Como esos patriarcas que con su ascendiente, discreción y riqueza saben hacer de una aldea una sola familia, el marqués de Comillas ha sabido hacer de toda España una aldea, para ser en ella un patriarca, bendecido y venerado de todos.
Su nombre es de los que llenan un siglo, y oiremos, como la cosa más natural, la noticia de que Dios le honra con la aureola que sólo se ciñe a los Santos.
Pero sea en definitiva el fallo de la Iglesia el que sea, el marqués de Comillas tiene ya levantado un altar en el corazón de todos los buenos españoles.
Pasó por la tierra haciendo bien, con todas las puertas del corazón abiertas para todos. Por eso a su paso dejó el rastro bendecido de una fragancia tan celestial. Y por eso, sobre todo por eso, es hoy su ejemplo para nosotros la gran lección. [29]
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Notas del Proyecto filosofía en español a esta edición
{*} Para la construcción del Monumento al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles (Madrid), propuesto en 1900 por Francisco Belda, del que se colocó la primera piedra el 30 de junio de 1916, e inaugurado el 30 de mayo de 1919, se recaudaron en suscripción pública nacional un total de 529.069,90 pesetas (los gastos ascendieron a 471.398,75 y quedaron 57.671,15 pesetas para otros proyectos). El señor Conde de Guaqui aportó 50.000 pesetas (don Juan Manuel de Goyeneche y Gamir costeó íntegramente la imagen de Jesús, de nueve metros, que corona el monumento), la Familia Real aportó en total 10.300 pesetas (Alfonso XIII y Victoria Eugenia 5.000 pesetas), la Duquesa de Goyeneche 6.000 pesetas, el Banco de España 6.000 pesetas, la Marquesa de Baroja 5.000 pesetas, la Marquesa viuda de los Vélez 3.000 pesetas, la Condesa de Arcentales 2.550 pesetas, la Duquesa de la Conquista 2.010 pesetas, la Duquesa de Monteleón 1.000 pesetas, la Marquesa viuda de Aldama 1.000 pesetas, los Marqueses de Arriluce de Ibarra 1.000 pesetas, el Marqués de la Torrecilla 1.000 pesetas, los Marqueses de Urquijo 1.000 pesetas... y los Marqueses de Comillas 1.000 pesetas solamente, si bien es verdad que don Claudio y doña María pusieron cada uno lo mismo que lo aportado simbólicamente por Su Santidad el Papa Benedicto XV: 500 pesetas. La relación completa de los donativos (de 5 pesetas en adelante), ordenada por provincias (donde más se recaudó, por supuesto, fue en la provincia de Vizcaya: 43.582,39 pesetas, seguida de la provincia de Guipuzcoa: 24.674,65 pesetas), fue publicada en El libro de Oro de la piedad española, Madrid 1920, 150 páginas. Tampoco figura en esa memoria el Marqués de Comillas reconocido de otro modo, por lo que es absolutamente falso que Claudio López Brú tuviera en esta curiosa actuación católica el protagonismo que se le atribuye en el texto. Por cierto, no figura ni un solo céntimo como recaudado en Comillas.
{**} Es muy instructivo recordar una de las consecuencias de la «carta blanca» de la que dispuso mosén el poeta, que puede leerse en El Marqués de Comillas y Jacinto Verdaguer.
{***} En primer lugar la Compañía Transatlántica no se constituye hasta 1881, al adoptar ese nombre la naviera Antonio López y Compañía. Pero lo más grave es que se atribuyen al que sería segundo Marqués de Comillas en 1883 –Claudio López Brú, que en 1868 cumplía quince años de edad– los méritos que en exclusiva corresponden a su padre, Antonio López López, que fue por ellos premiado, después de la guerra de África, con la Gran Cruz de Isabel la Católica en 1864, y después de la guerra de los diez años en Cuba, con el marquesado de Comillas, en 1878. Adviértase que en el texto de Berta Pensado no se menciona ni una sola vez el nombre del padre de Claudio López, ni se dice nada de él: tan sólo un par de menciones a la fortuna que Claudio heredó de su padre y a los inicios del proyecto de Seminario en Comillas. Podemos encontrarnos ante simples errores sucesivos achacables a la torpeza de la autora del texto, errores inadvertidos por los responsables de la colección oficial en la que aparece publicado, pero también cabe sospechar que no existía, en plena campaña pro beatificación del Siervo de Dios Claudio López, mayor interés en recordar la biografía del primer Marqués, con la leyenda negra del origen inicial de su fortuna en el tráfico y el comercio caribeño de esclavos. En todo caso, si no manipulación, es grave error atribuir al que se considera Marqués de Comillas por antonomasia actuaciones en las que nada tuvo que ver, y que precisamente le valieron ganar a su padre el Marquesado, que luego heredó la familia. En este sentido adviértase la curiosa variante que en la portada de este opúsculo se ofrece del emblema de la Universidad Pontificia de Comillas: en el escudo que, formando parte de tal emblema, recuerda al fundador de la institución, aparece un áncora símbolo del origen naval de la fortuna, la corona marquesal y, en esta versión de 1954, la letra capitular «C», de Comillas; pero sucede que en todas las versiones del emblema utilizadas antes y después de esa fecha por la misma Universidad Pontificia de Comillas, en el escudo del fundador, en lugar de esa «C», se entrelazan precisamente las capitulares «AL», iniciales de Antonio López, el fundador que algunos, parece, quisieran olvidar.
{****} Claudio López sí que fue Senador, como también lo fue su padre. Sin ir más lejos: cuando el Sexto Congreso Católico Nacional Español (Santiago de Compostela 1902) incluso asistió en su calidad de Senador, como bien figura en la relación de Socios Titulares de dicho Congreso: «Excmo. Sr. Marqués de Comillas. Senador del Reino.» (Actas..., Santiago 1903, página 692.)