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Berta Pensado
Temas españoles, nº 208
Publicaciones españolas
Madrid 1955 · 30 + IV páginas
España mística · Aclarando conceptos · El misticismo español · Precedentes históricos y doctrinales · Panorama de la mística española · Primer periodo · Segundo periodo · Tercer periodo · I. Místicos afectistas · II. Místicos intelectualistas · III. Escuela ecléctica · IV. Misticismo heterodoxo · Cuarto periodo · Conclusión
España mística
Si consideramos los derroteros que ha emprendido la historia de España a partir del 18 de julio de 1936, observaremos que una de las más valiosas adquisiciones del alma española ha sido la de la conciencia de su catolicidad. No es de extrañar, por tanto, que se acuse en todo nuestro panorama ideológico un nuevo sentido de valorización de la cultura católica. Queda muy lejos ya, no obstante su cercanía temporal, el siglo XIX, esencialmente confusionista, propicio a toda clase de individualismos y de anarquías y con una evidente inclinación hacia las formas protestantes de irreligiosidad. Pero... hoy, no. Hoy se tiende más bien a la organización y se va abriendo paso un nuevo clasicismo, digámoslo así, enamorado del arte y del pensamiento católicos. No podía ser de otro modo. Como en toda buena tradición hispana, nación y religiosidad, catolicismo e imperio, se funden nuevamente en estrecho haz de unidad.
En este resurgir del genio patrio tenían que estar presentes las letras castellanas, tanto más cuanto que nuestra literatura no ha sido nunca una actividad que se haya desarrollado paralelamente a una confesión o que haya sido tan sólo producto de unos pocos escritores creyentes. No. Su sentido católico es consustancial a su naturaleza hasta el punto de que gran parte de sus géneros y de sus obras fundamentales se basan precisamente en el dogma, en la liturgia y en la doctrina católica. Con razón se ha podido decir que una de las notas características de nuestra cultura es su religiosidad. No hay, así, lengua en el mundo en la que el tema religioso haya gozado de un cultivo tan extraordinario como el que siempre tuvo en la lengua española. Lo advertimos ya en aquellos ingenuos titubeos de nuestra épica y lírica medievales, hasta presentar, en progresión constante, dentro del Siglo de Oro, aquella floración de místicos y ascetas, no ya superada, pero ni aun siquiera igualada por pueblo ni cultura alguna. Y en este sentido, nuestra literatura medieval no fue sino el camino que, paso a paso, había de llevarnos a la mejor y más copiosa literatura mística.
No se nos ocultan las dificultades pavorosas y múltiples que su estudio presenta al investigador. Falta para ello una historia de la teología española donde se estudiaran las características de la misma y sus reacciones ante los graves momentos de crisis del pensamiento europeo. No se ha realizado tampoco la historia completa [4] de nuestra filosofía, que nos habría de permitir analizar y comprobar las analogías, discrepancias y peculiaridades del misticismo español en relación con los caracteres generales de la mentalidad filosófica nacional. Por otra parte, la producción mística de nuestro Siglo de Oro, cifrada por Menéndez Pelayo en no menos de tres mil obras, aunque entre ellas se encuentren muchas que se repitan y carezcan de interés, abruma a cualquiera. No obstante, vamos a emprender esta tarea sin otra pretensión que la de dejar a lo largo de estas breves reflexiones un guía para un estudio más amplio de tesoros tan poco explorados, al mismo tiempo que damos a conocer un aspecto tan peculiar e interesante de nuestra cultura.
Aclarando conceptos
Antes de pasar adelante, no estará de más fijar los diversos conceptos forjados sobre el misticismo, lo que ofrece no pocas y pequeñas dificultades. Es cierto que existen unos límites claros y definidos por la Iglesia, en el interior de los cuales se encuentra y desarrolla el cuadro doctrinal de la mística. Pero no es menos cierto que aun dentro de ellos quedan abiertos amplios cauces a interpretaciones y tendencias que han apasionado siempre a los tratadistas, originando una copiosa literatura polémica.
Vamos a recoger aquí, prescindiendo de todas esas controversias, la doctrina comúnmente admitida.
La misma etimología de la palabra «mística» no nos ofrece un concepto claro de lo que teológicamente se entiende por tal. «Mística», del griego «mester», puede considerarse como algo misterioso y oculto lo que nos la definirá, aunque en sentido vago, como una vida espiritual secreta y distinta de la que llevan ordinariamente los cristianos. Sin embargo, los padres de la Iglesia no utilizaron esta palabra, al menos en muchas ocasiones, con un significado tan estricto. Más bien designaban con ella el conjunto de las vidas espirituales, tanto las comunes como las más extraordinarias formas de santificación.
Para ir fijando aún más los conceptos, podemos decir que la teología mística, tomada en un sentido más restringido, comprende el estudio de las manifestaciones de la vida religiosa sometida a la acción extraordinariamente sobrenatural de la Providencia. Y en este aspecto, como acertadamente señala el padre Seisdedos, abarcará «las relaciones sobrenaturales secretas, por las cuales eleva Dios a las criaturas sobre las limitaciones de su naturaleza y las hace conocer un mundo superior, al que es imposible llegar por las fuerzas naturales u ordinarias de la gracia».
Pero... ¿cómo llegamos a este concepto?
Paralela a la vida natural, por medio de la cual se va desarrollando nuestro cuerpo hasta adquirir su completo vigor y lozanía, se da también en nosotros, seres racionales elevados por Dios al orden superior de la gracia, otra vida que nos levanta muy por encima de la naturaleza humana. Su desarrollo implica un perfeccionamiento cada vez mayor del alma, y no alcanzará su meta sino cuando hayamos logrado aquella santidad que pide Dios de nosotros. Consiste en una participación del mismo vivir divino, que se nos comunica mediante la gracia santificante, principio sustancial [5] y formal de esa vida, el cual hace posible al hombre, aun conservando la suya humana, vivir sobre esta tierra la misma vida de Dios, quien, al crearle y destinarle a esa vida superior, se reservó el intervenir de manera directa en su vida espiritual. De ahí que no haya inconveniente alguno en admitir que Dios puede elevar al hombre a un plano sobrehumano para, sin necesidad de un raciocinio previo, regalarle con un conocimiento anticipado de su ser.
Esto sería el grado supremo de la vida espiritual, que de ordinario se va desenvolviendo en una verdadera lucha, al ser solicitada el alma por dos poderes contrapuestos: el divino, inspirado por el amor, y el diabólico, agitado por el odio y la venganza. Para salir victoriosos de esta lucha, para lograr el triunfo sobre nosotros mismos y preservarnos de enfermedades y caídas, tenemos como guía la teología moral. El que quiera, además, conocer el camino para llegar a ciertos estados especiales de santidad y unión con Dios, tiene la ascética y la teología mística.
¡Qué maravillosamente, como lo hace todo, nos va explicando Santa Teresa, en «Las moradas», esta doctrina! Nos dice allí la santa que puede compararse el recinto cerrado del alma a un castillo interior dentro del cual se realiza la comunicación de Dios con el hombre. Las moradas de esa fortaleza pueden dividirse en dos grandes series. En ambas se ofrece la oración al Señor; pero en la inferior, el hombre ora con la única ayuda de los auxilios ordinarios y comunes de la Gracia. Por el contrario, en la serie superior, el alma se comunica con Dios por medio de una oración íntima, sobrenatural y extraordinaria; tal es, a grandes rasgos, el contenido de la Mística. Tal el misticismo, estado psicológico producido por un don de Dios y al cual puede llegarse de dos maneras: paso a paso, a través de ejercicios espirituales y oraciones nacidos de la voluntad del individuo, o de repente, después de haber sido elevados hasta la cima por la voluntad exclusiva de Dios.
Las obras de aquellos autores en que se relatan las experiencias de un estado místico personal o las noticias históricas de fenómenos de esta índole, forman lo que se denomina la «Mística experimental». En cambio, la Mística doctrinal es una parte de la teología, cuyo objeto no es otro sino el estudio del modo que tienen los místicos de conocer a Dios, determinando a la par la índole de esta contemplación, los grados por que pasa, las pruebas a que suelen ser sometidos los favorecidos con dicho don, los carismas especiales con que Dios los distingue...
Es preciso abordar, al llegar a este punto, una cuestión de excepcional importancia que viene debatiéndose hace ya siglos entre los tratadistas de estas materias. Nos referimos a la limitación y límites entre la Ascética y la Mística, los dos caminos que se ofrecen al hombre en su deseo de acercarse hasta Dios.
Como hemos podido ver por lo ya expuesto hasta aquí, el «estado místico» es una gracia extraordinaria cuya concesión depende exclusivamente de la voluntad divina, mientras que la Ascética es producto de la actividad humana. El mismo origen etimológico de esta palabra derivada del verbo griego «asqueo», que significa ejercitarse, nos está diciendo la naturaleza de su contenido, que no es sino aquel período de la vida espiritual en el que por medio de ejercicios piadosos, de penitencias y oración, logra el alma purificarse y desprenderse del afecto a los placeres y bienes terrenos.
La Ascética puede existir sin la Mística, [6] porque la gracia y las virtudes no necesitan, para llegar a su perfecto desarrollo, de operaciones extraordinarias. En cambio, la Mística no puede existir sin la Ascética, primero porque se funda sobre ella, y, por eso, cuando los fenómenos místicos comienzan a aparecer, ya ha recorrido el alma una buena parte del camino ordinario o ascético; y segundo, porque, aun en pleno período místico, no puede el alma prescindir de los ejercicios de la ascética, ya que los fenómenos místicos ni son continuos ni para todos los órdenes de la vida, sino pasajeros y exclusivos casi por completo de la oración. En este sentido la vía mística es insuficiente e incompleta.
No son, sin embargo, dos caminos paralelos e independientes. Por uno y otro se llega al mismo término: la perfección. Pero el de la Mística se pierde muchas veces en el de la Ascética para volver a separarse de nuevo. De ahí que nuestros escritores tengan en sus obras ejemplos de Ascética y de Mística. Ambas son partes de la vida espiritual, la cual, según los tratadistas, recorre tres etapas en su acercamiento a la divinidad: la de los que empiezan, los cuales deben dedicarse a la llamada «vía purgativa». En ella el alma va librándose paulatinamente de sus errores y apetencias mundanas. La de los que van aprovechando, los cuales han de ejercitarse en la «vía iluminativa», en la que el espíritu es iluminado por los ejemplos de Cristo y el presentimiento de la gloria. Tenemos por fin, la de los perfectos, que siguen la «vía unitiva», donde se logran las místicas bodas entre Dios y el alma.
¿Son, por consiguiente, la Ascética y la Mística esencialmente distintas? ¿Son más bien aspectos diversos del mismo camino que nos lleva al conocimiento perfecto de Dios?
Si se trata de una diferencia total, que suponga diversidad de principio y de forma, es evidente que no existe dentro de la perfección cristiana más que un camino, porque una es la gracia y una la caridad en las que se apoya sustancialmente la vida sobrenatural de las almas. Por el contrario, si se habla de diferencias meramente accidentales y externas a la misma vida espiritual, pero que influyen en ella comunicándole matices característicos, los caminos para llegar a la perfección son innumerables, como innumerables son las almas que aspiran a la misma, pues no hay dos espíritus cuya ascensión a Dios sea idéntica. Finalmente, si nos referimos a una diferencia especifica, media entre la total y la accidental, los caminos para alcanzar la perfección son esos dos: la Ascética y la Mística.
He ahí la solución más sencilla, más clara y más exacta.
Indicadas ya las diferencias y relaciones que se dan entre ambas, pasaremos a estudiarlas ahora desde el punto de vista literario.
El misticismo español
Aunque es cierto que el carácter individual de nuestros escritores místicos se impone tanto como su número, no lo es menos la existencia en los mismos de notas comunes y predominantes que integran los rasgos más característicos del misticismo español.
En primer término nos encontramos con su aversión, si nos es lícito hablar así, hacia la metafísica. El español ha [7] aborrecido siempre las abstracciones y sutilezas, mostrando sus preferencias por lo concreto y sustancial, por la acción más que por el raciocinio especulativo. Dice Menéndez Pelayo que el misterio de nuestra raza es su poco gusto por lo abstracto, y comenta: «La gente española propende a la acción». Para Ganivet, «el espíritu español no enmudece, como algunos piensan, para dejar el campo libre a la acción; lo que hace es hablar por medio de la acción».
Esta huída de la especulación se pone de manifiesto, más que en ninguna otra parte, en los místicos españoles, psicólogos muy prácticos, excelentes directores de almas y muy capaces de traducir sus experiencias de arrobos y éxtasis en obras que se dirigen tanto a los muchos como a los pocos. Por eso, el misticismo español es más psicológico que ontológico; más que doctrinal, experimental.
«No parte la Mística castellana –nos dice Unamuno– de la idea abstracta de lo Uno ni tampoco directamente del mundo de las representaciones para elevarse a conocer lo incomprensible de Dios por las criaturas que salieron de sus manos. Arranca del conocimiento introspectivo de sí mismo, cerrando los ojos a lo sensible, y aun a lo inteligible, para llegar a la esencia nuda y centro del alma que es Dios y en ella unirse en toques sustanciales con la sabiduría y el amor divinos.»
Todo esto no es sino otra manera de decir que el misticismo español es intensamente realista y personal. Nada puede existir menos parecido al panteísmo ni estar más lejos de la propia aniquilación. Por lo mismo, a pesar de que casi todas las escuelas europeas, cuando se deslizan a la heterodoxia, caen en el panteísmo, unas conscientemente y aun formando sistema, otras dejando deslizar frases llenas de sabor panteísta, no sucede eso jamás en los místicos españoles. De ahí la seguridad y persistencia con que se afirmó en nuestra mística la doctrina del libre albedrío frente al espectáculo producido en el mundo por la reforma protestante. De ahí el activismo, tan fundamental entre los místicos castellanos, en cuya doctrina late, dándole un dulce calor humano, el sentimiento de la caridad. ¿Podía la Santa, la que enseñó a sus monjas a mostrarse como hombres fuertes, predicar el «nirvana»? Su quietud y la quietud de aquellos a quienes ella guiaba sólo pudo ser un descanso lleno de actividades. De este modo, ante aquel siglo de luchas religiosas, lo mismo en el terreno intelectual como por los campos de batalla de Europa, nuestros místicos se presentan como un oasis de ardiente caridad y de amor al prójimo.
Con razón se ha podido afirmar que «este espíritu caritativo, esta actividad en las obras toma en aquel ambiente guerrero y de lucha un carácter verdaderamente heroico, soportando nuestros místicos con alegre corazón las persecuciones y sufrimientos más grandes».
Consecuencia lógica y natural de tal activismo es el hecho de que muchos de ellos sean excelentes directores de conciencia y que casi todos dediquen buena parte de sus escritos a la guía y dirección de las almas. ¿Qué extraño –y es otro de sus caracteres– que nuestro misticismo no resulte en modo alguno exotérico y misterioso? ¿No aspiraba a influir en la educación moral del pueblo? Pues, para conseguirlo, tenía que ser comprendido por el pueblo y tenía que utilizar el lenguaje del pueblo en sus obras, muchas de las cuales reflejan el idioma adulto, limpio y lleno de vigor de la sociedad castellana del siglo XVI.
Este aspecto de popularización que ofrece [8] la literatura mística española ha sido también la causa de su extraordinaria difusión e influencia por el mundo entero. Sería imposible tal vez exponer la bibliografía completa de las traducciones de nuestros místicos. Baste el ejemplo de fray Luis de Granada, cuyas obras alcanzan, si es que no pasan de esa cifra, las mil ediciones, y entre ellas, sesenta en alemán y sesenta y dos en inglés.
Por lo demás, las características enunciadas armonizan perfectamente con las demás manifestaciones filosóficas, artísticas y psicológicas del pueblo español. El pueblo individualista de los conquistadores de Indias y de los comuneros castellanos: tenía que ser el pueblo de los místicos que afirman la personalidad humana y defienden el libre albedrío. El pueblo de tan arraigada tradición senequista producirá unos místicos inquietamente activos y eminentemente moralistas. El pueblo de la novela picaresca, hecha de realidad y vida, pero que supo convertir los harapos de Guzmán de Alfarache en púrpura imperial, se presenta con esa misma tónica artística en las metáforas y alegorías de sus escritores místicos. El pueblo, todo minuciosidad en los manuales de confesión y en las leyes del honor, todo cominería, da a luz unos místicos llenos de finura exquisita en la observación y en el análisis. Y el pueblo que, como Teresa, sabe buscar a Dios entre los pucheros, pues entre ellos también anda el Señor, no podía ofrecer en cambio al mundo un misticismo abstracto y metafísico. Quizá sea ésta la razón de que se manifieste preferentemente en la literatura, donde la palabra se presta a establecer con la máxima claridad todas las salvedades necesarias a nuestra personalidad práctica y realista.
Precedentes históricos y doctrinales
Sin pretender trazar aquí –lo que sería absurdo– una historia del misticismo universal, vamos a tratar, sin embargo, de ofrecer al lector un esquema de los grandes focos místicos que se han sucedido a lo largo del tiempo por los diversos pueblos del mundo. Esto nos ayudará a fijar las posibilidades históricas de la influencia ejercida por el misticismo universal sobre nuestros escritores.
La mística india. – Nos encontramos, ante todo, con la India. Su pensamiento místico, a través de Persia y de las escuelas gnósticas de Alejandría, dejó evidentemente sus huellas en el sufismo musulmán y en el misticismo estático de los neoplatónicos.
Misticismo semítico. – El sufismo musulmán llegó, a su vez, a España, sobre todo con la escuela de Abenmasarra, cuya fuente principal fue el pseudo Empédocles alejandrino, y que tuvo dos núcleos principales de prosélitos en Córdoba y Almería. Las predicaciones del místico Batiní Abulabás Benalarit habían de difundir esas ideas por el Algarve, Sevilla y Granada, hasta llegar a tener este movimiento filosófico una indudable trascendencia, no sólo cultural, sino aun política.
Otro tanto pudiera decirse del misticismo judío, que se inicia con la doctrina de Filón, para alcanzar su apogeo con el libro llamado «Zohar», es decir, «el libro de la luz». Célebres filósofos entre los judíos españoles fueron Judah Haleví, Moisés [9] Benezrra, y más que ningún otro, Abengabirol, quien habría de enlazar con el misticismo de nuestro Siglo de Oro.
No obstante lo anteriormente apuntado, nuestra Mística no es sino la expresión definitiva de la tradición cristiana relacionándose directamente y sin solución de continuidad con los místicos medievales y con la patrística. Quiere esto decir que tenemos que buscar por caminos distintos a los ya señalados su posible contacto con el misticismo semítico. Y esos caminos no son otros que el magisterio extraordinario ejercido por el pensamiento árabe en la evolución de la filosofía escolástica medieval. Incorporadas así a la tradición cristiana llegaron a España las doctrinas místico-filosóficas del semitismo, que, a su vez, son transmisión de otra fuente más remota: el misticismo alejandrino.
No podemos soslayar en este enlace de la mística árabe con la filosofía cristiana el papel representado por la escuela de traductores de Toledo, en la que colaboraron hombres de la más distinta procedencia: Abelardo de Bath, Harmann el Dálmata, Alfredo de Morlay, Gerardo de Cremona, Miguel Escoto y Hermann el alemán, entre los extranjeros, y entre los nacionales, Dominico Gundisalvo y Juan Hispalense, por no citar sino a los más conocidos.
Dominico Gundisalvo influye indudablemente en la escolástica europea. Su obra «De unitate liber» está inspirada en el «Fons vitae» de Abengabirol. He aquí el primer eslabón de una cadena de filósofos medievales: Guillermo de Auvernia, Alejandro de Hales, San Buenaventura, Duns Scoto, Rogerio Bacon y Raimundo Llull, todos los cuales colaboraron profundamente en la elaboración de nuestro misticismo.
La Filosofía pagana. – Quizá parezca absurdo a no pocos el solo intento de ir a buscar el misticismo en el fondo de la cultura clásica. Es verdad que no todas las religiones son igualmente favorables al desarrollo de los gérmenes místicos puestos por Dios en el alma humana, como sucede con el politeísmo griego. Sin embargo, Grecia poseyó cierto misticismo, que tendremos que buscar, por consiguiente, fuera de la religión; tanto más cuanto que la filosofía helénica ha producido ideas que, desarrolladas más tarde en otro ambiente cultural, se convirtieron en la base y raíz de ciertas construcciones místicas sistemáticamente elaboradas.
En este sentido, la filosofía de Empédocles de Agrigento ofrece doctrinas utilizadas por el pseudo Empédocles alejandrino, fuente, como indicábamos antes, de la mística hispano semítica. Del mismo modo, Platón, de tan positivo imperio en el pensamiento universal durante los primeros siglos de nuestra Era, contribuye con elementos de su filosofía mixtificados con otros de origen vario a la formación de muchos de los sistemas místicos posteriores; y es que su doctrina, que bordea ella misma las fronteras de la mística, tenía que arrastrar necesariamente al misticismo a quienes pretendieran llegar en sus conclusiones más allá de donde él se detuvo.
La filosofía de Empédocles y Platón se transforma así, en manos del pseudo Empédocles y de los neoplatónicos alejandrinos, en doctrina mística cuya influencia, a través de Filón, Plotino, Porfirio Jámblico y Proclo, es bien evidente en los padres de la Iglesia, principalmente en tres de ellos: San Clemente Alejandrino, San Agustín y San Dionisio Areopagita. Todos ellos son el manantial primero de la exposición sistemática o teórica de la tradición mística cristiana. [10]
La tradición cristiana. – Los tres jalones capitales de dicha tradición son: el areopagita, puerta que comunica el misticismo medieval con las doctrinas filosóficas de la antigüedad; la abadía de San Víctor, que tuvo por sus más genuinos representantes a Hugo y a Ricardo, y Santa Teresa de Jesús. La cadena intermedia es la que es preciso señalar ahora rápidamente.
El carácter fundamental de la filosofía durante la Edad Media es su íntima subordinación al dogma teológico. Dos corrientes principales podemos distinguir en ella. Se caracteriza la primera por el predominio de la dialéctica. La otra es la corriente mística. Primero viven apartadas; se unen después, en el momento cumbre de la escolástica, para separarse al fin, quedando reducida la dialéctica a un nominalismo vacío y extremándose el misticismo hasta la experiencia extática y quietista.
Puente de enlace entre esta filosofía y la antigua, a través del cual pasan a los escolásticos las cuestiones e ideas desarrolladas otrora por la patrística, es Juan Escoto Erígena. San Anselmo, por su parte, es el iniciador de la escuela mística medieval, consolidada de manera definitiva en San Bernardo, quien, a su vez, se enlaza con la célebre abadía de San Víctor, en París, heredera de la doctrina y espíritu agustinianos. Con marcada predilección por las tendencias platónicas y enamorados del simbolismo de la naturaleza que los conducía a Dios, los maestros de esta abadía representan un término medio entre la escuela de San Bernardo, eminentemente afectiva, y la dominicana, que surgirá después, y que es, ante todo, intelectualista. Los de San Víctor armonizan hermosamente ambas tendencias, dando una parte a la disquisiciones y otra al encendimiento del corazón.
Surge luego, en el segundo período de la escolástica, un elemento nuevo merced a la influencia del pueblo árabe, que dio a conocer íntegramente la filosofía aristotélica. Dicha incorporación se hace desde dos puntos de vista: el intelectualista y racional, representado por los dominicos, y la tendencia opuesta o filosofía de la voluntad de la escuela franciscana. Dentro de ésta San Buenaventura es el más conspicuo representante del misticismo. Su «Itinerario de la mente hacia Dios», obra bellísima en que corren parejas la profunda claridad del raciocinio y el puro encendimiento del afecto, es, como su nombre lo indica, una senda para subir desde la tierra al cielo.
Pero el gran maestro de la filosofía medieval lo tenemos, sin disputa, en Santo Tomás de Aquino. Sin ser místico, Santo Tomás ha formulado las bases sobre las que se asentará después toda la ciencia espiritual y ha bastado sacar las consecuencias para levantar el edificio de la ciencia mística en lo que ésta tiene de racional y dogmático. Esparcidos quedan por sus obras los principios que esclarecerán todas las cuestiones y que aprovecharán luego los místicos experimentales o descriptivos para declarar y confirmar la verdad y el sentido de sus experiencias. Todo es estudiado por el angélico doctor, que se hizo así maestro de todos los místicos posteriores.
Llegados al tercer período de la escolástica, el misticismo que se produce en él se caracteriza por la desconfianza del entendimiento en la eficacia de aquel casuismo terminista en que había caído la filosofía. De ahí que tome un carácter mucho más metafísico y especulativo. Es el misticismo de la llamada escuela alemana. El del maestro Eckart, fundador de la misma; el de Juan Tauler, el mayor místico entre los que precedieron a San Juan de la Cruz [11] y a Santa Teresa, y cuya influencia en la mística posterior es bien notoria; el de Enrique Suso, más ascético que místico; el de Ruysbroeck, llamado «el Admirable» por la elevación de su doctrina y por la eficacia de sus escritos. Si se exceptúan el Areopagita, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, no encontraremos otro autor que haya ejercido en la Mística un magisterio tan hondo y tan universal. En él llega a su cumbre la tendencia hacia la embriaguez mística, en la que el alma pierde la conciencia de sí misma para moverse sólo según la divina voluntad.
No hay que olvidar, entre los místicos alemanes, por sus evidentes influencias en nuestra Mística del Siglo de Oro, especialmente en la Santa de Ávila, a Dionisio el Cartujano. Tampoco podemos soslayar la aparición de un libro, «La imitación de Cristo», cuyo autor no se conoce con seguridad, si bien parece ser el religioso Tomás de Kempis. Toda la ciencia doctrinal, que iba ya perdiendo ambiente, se esfuma ante esta efusión de piedad que prefiere el amor a la ciencia. Su éxito, al poner al alma piadosa en relación directa con Cristo, sin la ciencia enojosa del teólogo, fue extraordinario. El momento era propicio a esa difusión. La escolástica, impotente para resolver los problemas, decaía, y el espíritu fatigado se refugiaba en el seno de este misticismo ardiente y efusivo. En medio de aquella crisis moral del mundo, las almas encontraban un guía y un consuelo en la fe y en la caridad sublimes que respiran la obra de Kempis. Esa tendencia es, quizá, la que recoge y representa en la tradición cristiana la mística española. «Parece según se ha dicho como si un hálito surgido del sepulcro de Kempis se extendiera por toda Europa, encontrando su concreción y manifestación más excelsa en el misticismo español del Siglo de Oro.»
Otras manifestaciones no religiosas del misticismo hay que buscarías principalmente en el judío español León Hebreo, en cuyos «Diálogos de amor» vuelven a unirse la tradición neoplatónica y la cristiana, que va desde los padres de la Iglesia a toda la corriente franciscana y realista de la filosofía medieval. De este modo la doctrina de Platón sobre el amor adquiere una trascendencia social enorme, siendo su influencia en nuestros místicos una de las más importantes y notorias que se advierten en ellos.
Panorama de la mística española
Hora es ya de que pasemos a estudiar, si bien tengamos que hacerlo sumariamente, la evolución y el contenido doctrinal del misticismo español. Vaya por delante esta afirmación. No es una exageración, sino una verdad incontrovertible, el hecho de que las obras místicas del Siglo de Oro español hayan de ser contadas por millares. Menéndez Pelayo fija su número en tres mil, y si damos a la palabra «místico» un sentido lato, su estimación no resulta en manera alguna exagerada. ¿Cómo no va a ser en extremo difícil cualquier intento de clasificación y exposición de nuestra Mística? Y eso que no nos fijamos sino en los esplendores de esos cien años, durante los cuales el misticismo germinó y floreció una y otra vez en el campo de la literatura española. Los productos de esta época, en este aspecto, proporcionarían [12] material bastante para toda una vida de estudio.
Es cierto que en este inmenso acervo cultural se observa un evidente predominio de la Ascética sobre la Mística; la evolución de ésta tiene siempre, o casi siempre, un período preliminar, mucho más amplio, de preparación ascética. Por lo mismo, un estudio de las obras exclusivamente místicas no resultaría de proporciones tan desmesuradas. Pero ¿sería posible? Tal vez no, pues en muchos casos no se podría separar el ascetismo de la Mística, los cuales, precisamente en las obras de mayor interés, forman un todo doctrinal sistemáticamente expuesto. Típico es el caso de «Las moradas», de Santa Teresa, ascéticas las tres primeras y místicas las cuatro restantes.
Aparte de este predominio de las obras ascéticas sobre las místicas, es de notar la circunstancia de que en nuestra literatura la mística doctrinal prevalece sobre la experimental, o, lo que es lo mismo, son más las exposiciones doctrinales que no los relatos de las experiencias místicas del propio escritor.
Esto supuesto, en la Mística española pueden considerarse cuatro períodos, de los que vamos a ocupamos a continuación.
Primer periodo
Abarca desde los tiempos primeros del medievo hasta el año 1500, y durante él se observa una trayectoria preferentemente moral. Época de importación e iniciación, abunda en ella la traducción y difusión de obras extrañas. Al mismo tiempo se va dando, aunque muy lentamente, una producción propia, cada vez más intensificada, sobre la doctrina contemplativa. Período de fe, la Edad Media tenía que serlo también de exaltación mística. Las corrientes de espiritualidad van encauzándose por los álveos que marcan las diversas reglas monásticas y comienzan a formarse las escuelas místicas, que encuentran sus centros principales en los monasterios y abadías.
Obras como «El arte de bien vivir», de Pablo Hurus; el «Espejo de la vida humana», de Rodrigo de Zamora; el «Tratado de las diez cuerdas de la vanidad del mundo», de Gonzalo García de Santa María, y otras muchas que sería imposible pretender enumerar, señalan en nuestra opinión esa escala ascendente hacia la Mística original. Más aún; algunas de ellas, como «El carro de dos vidas», de Gómez Carcía, y el «Exercitatorio de la vida espiritual», de Antonio García de Villalpando, nos muestran de manera clarísima cómo aquella literatura puramente moral, a la que aludíamos antes, ya va orientándose hacia una preocupación de tipo eminentemente contemplativo.
Segundo periodo
Es el momento de asimilación de las doctrinas importadas, que son expuestas a la española por un grupo de autores que pudiéramos considerar como las fuentes donde bebieron los grandes maestros de la escuela carmelitana. Abarca desde el año 1500 al 1560, en el que se cierra esta etapa con el comentario del «Audi, Filia», del beato Juan de Ávila. Durante él comienzan a dibujarse ya las tres notas que van a caracterizar a nuestra Mística: la claridad, la unión del elemento empírico [13] con el racional y su codificación en manuales y disertaciones escolásticas. Por la claridad pierde la Mística aquel aspecto de ciencia ininteligible que tiene en los autores de la Edad Media y que la hacía accesible tan sólo a contadísimas personas. Gracias a ella, desde el siglo XVI la Mística se vulgarizará tanto que incluso Regará a ser materia de conversación aun entre las matronas de la buena sociedad. Surgirán, sí, como desviación de ese fervor místico, las doctrinas erróneas de quietistas y alumbrados; pero esas mismas aberraciones crearán, como contrapartida, la necesidad de fijar las leyes que rijan este mundo sobrenatural, determinando el origen, la naturaleza y los efectos de los fenómenos místicos. Se llegaba así a la perfección de la ciencia mística. No restaba sino codificarla, y esa fue la labor de los siglos posteriores.
Los autores más interesantes de este período son aquellos que fueron leídos por Santa Teresa y algún otro que, aun ignorado por ella, pertenece a este momento de nuestra Mística, en el que la doctrina difundida por tanta obra anterior se va incorporando a la literatura patria, como alimento con que nutrir aquel espíritu de catolicismo militante, tan consustancial con la sociedad española de entonces.
Resulta sumamente atractivo comenzar estas notas sobre los precursores de Santa Teresa con _Fray Hernando de Talave_ra (1428-1507), uno de los hombres más representativos del espíritu que reinaba en la época de los Reyes Católicos. Confesor y director espiritual de aquella gran reina, a él le cupo el honor, al ser conquistada Granada, de llevar el estandarte de la Cruz y de plantarlo en la más alta de las torres de la Alhambra. Arzobispo de aquella ciudad, a cuyos hijos llamaba Ganivet «los más místicos de la España mística», ¿quién podía estar mejor que él a la cabeza de los místicos españoles? Aunque, a decir verdad y hablando en sentido estricto, poco hay de místico en sus obras. Su «Breve forma de confesar», arquetipo y precedente de una larga serie de manuales de confesión, su «Libro de comulgantes», el «Tratado de vestir y de calzar», interesante más que nada por su valor histórico, son más bien obras prácticas de un práctico director de almas. Interesan a nuestro propósito por sus fugaces llamaradas de emoción mística y por la doctrina, expuesta en la primera de ellas, para saber distinguir en casos de misticismo si se trata o no de una gracia extraordinaria. Fuera de esto, toda su elocuencia y su fuego y su riqueza en metáforas aparecen únicamente en contados momentos por encima del nivel del más puro ascetismo.
A su lado puede colocarse a Alejo de Venegas (1493?-1554). Poco, muy poco sabemos de él, y sus obras «Agonía del tránsito a la muerte» y «Diferencia de libros que hay en el universo» son, al igual que la «Guía del cielo», de Fray Pablo de León, y la titulada «Remedio de pecadores», de Fray Juan de Dueñas, meros tratados doctrinales de ascética.
Más importancia tiene, aun tratándose también de una obra más ascética que mística, el «Arte para servir a Dios», de Fray Alonso de Madrid (muerto en 1521). Su influencia en Santa Teresa es innegable. La reconoce la propia Santa en estas palabras: «Puede el alma en este estado hacer muchos actos para determinarse a obrar mucho por Dios y despertar el amor; otros, para ayudar a crecer las virtudes a lo que dice un libro llamado Arte para servir a Dios, que es muy bueno y apropiado para los que están en ese estado». El libro, sin embargo, tiene un carácter [14] más moralista que afectivo, y en él va discurriendo el autor sobre los engaños e ilusiones de la vida interior y el conocimiento de sí mismo para acabar ocupándose en la última parte del amor divino.
Alonso de Orozco (1500-1591), cuya vida abarca casi todo el siglo XVI, escribió igualmente muchas obras que no son místicas en principio. Su «Vergel de oración» es un estudio sobre la oración vocal. El «Desposorio espiritual», una exposición para monjas acerca de los tres votos. Incluso en la «Historia de la reina Sabá», declaradamente mística, trata, más que nada, de los pasos preliminares de esta vida, no de la meta final de la unión con Dios. Si no su libro original, sí lo es el más importante desde nuestro punto de vista el «Monte de contemplación». Escrito en forma dialogada, va describiendo en él las diversas jornadas de la vida de los místicos, de las que es la superior la contemplación de Dios en sí mismo.
De todos estos místicos primitivos, el mejor, sin comparación alguna y sin disputa el más importante del período, es Fray Francisco de Osuna (hacia 1500), cuya obra había de influir hondamente en Santa Teresa y en todo el misticismo posterior. Las enseñanzas de los místicos alemanes, flamencos y en general de la tradición europea, fueron recogidas por Osuna, divulgándolas y popularizándolas con un lenguaje campechano y sencillo.
Dichas enseñanzas quedan expuestas en los «Abecedarios espirituales», cinco volúmenes, uno de ellos póstumo, que representan en aquel tiempo una verdadera enciclopedia espiritual. Fiel a la tradición constante de su orden, la franciscana, hace de la meditación de la vida de Cristo el punto de partida de todo su misticismo. La santificación del alma, según él, es, principalmente, obra del amor, y al amor hay que atender más que a las penitencias, ayunos y vigilias, porque éstas no son posibles para todos; pero... ¿quién no puede amar? El camino más corto para llegar a la perfección de ese amor es la oración de recogimiento, la cual nos la define como «una manera de transformación en aquello en que nos recogemos». Fray Francisco agota además toda la capacidad verbal a fin de transmitirnos su grandeza: «Es el advenimiento del Señor al ánima; es la amistad o abrimiento del corazón devoto al de Cristo; es una ascensión espiritual con Cristo; es el cielo tercero al que es arrebatada el alma contemplativa...»
La influencia de este místico en Santa Teresa –lo indicábamos antes– es extraordinaria. Casi todas las metáforas que toma la Santa para explicar el amor divino proceden de Osuna; y de él aprendió muchas de sus recomendaciones contra las ansias de «suavidad» y «contentamiento interior», su desdén por el acompañamiento externo de los fenómenos místicos, la claridad con la que su vista se fija en la alta meta, y aquella gran ansia por el Amado, después de la cual es dable alcanzar la cima de la contemplación, en la que el deseo deja de existir para que no haya más que paz y calma. «Y así –nos dice la Santa–, holguéme mucho con él y determinéme a seguir aquel camino con todas mis fuerzas... teniendo aquel libro –se refiere al de Osuna– por maestro, porque yo no hallé maestro, digo confesor, que me entendiese.»
Otro libro temprano que guió también a Santa Teresa y que une a su autor al número de los que prepararon el camino de la gran escritora carmelita es la «Subida al monte Sión», de Fray Bernardino de Laredo (muerto en 1545). Cítale expresamente la Santa en el capítulo XXIII de su [15] Vida: «... y era el trabajo que yo no sabía poco ni mucho decir lo que era mi oración...; mirando libros para ver si sabía decir la oración que tenía, hallé en uno que llaman «Subida del monte», en lo que toca a la unión del alma con Dios, todas las señales que yo tenía.»
Cinco grados abarca, según dicha obra, el camino espiritual: lección, oración, meditación, contemplación y espiritualidad. «Con la lección –dice– busca el ánima lo que quiere; con la oración, lo demanda; la meditación lo recibe; en la contemplación lo posee y goza de toda quietud y paz, y en la espiritualidad pura y simple y verdadera conoce a su Hacedor, que demanda ser buscado en espíritu y en verdad.» La contemplación en puro espíritu, es decir, «de sola el ánima en su pura sustancia esencial, ajena de sus potencias inferiores», es la misma perfecta oración. Laredo la cuenta entre la Mística y la define como «un súbito y momentáneo levantamiento mental, en el cual el ánima, por divino enseñamiento, es alzada súbitamente a ese ayuntar por puro amor, por vía sola afectiva, a su amantísimo Dios, sin que antevenga medio de algún pensamiento ni de obra intelectual o del entendimiento ni de natural razón.»
Lego como era su autor, este libro no podía tener ni el método ni la solidez doctrinal de los «abecedarios» de Osuna, pero no por eso deja de ser una de las claves indispensables para entender la Mística española. Fray Bernardino de Laredo es un alma lírica, llena de entusiasmo, y la exaltación casi panteísta, pero sin serlo –claro es–, doctrinalmente, de sus descripciones de la Naturaleza son páginas admirables, quizá no superadas por ningún prosista posterior.
Entre todas estas figuras hay una, de fama mucho menor, pero que no puede olvidarse si hemos de conocer el ambiente social en que se producía aquella eclosión de misticismo. Se trata de Fray Francisco Ortiz, autor de epístolas muy interesantes y que, además, se vio implicado en el célebre proceso contra Francisca Hernández, una de las fuentes fundamentales para formarnos cabal idea del pensamiento religioso en la España de entonces.
Cierra este período el tratado «Audi, Filia», del Beato Juan de Ávila (1500-1569). No es sino un comentario muy extenso del Salmo 44, en el cual se encuentran algunos capítulos, sobre todo los relativos a la pasión de Cristo, que influyen en la Mística posterior. Su autor, llamado el Apóstol de Andalucía, es, ante todo, un misionero inflamado en el fuego de la salvación de las almas, y llevado por eso a un contacto íntimo y continuo con espíritus poco maduros, resulta inmensamente práctico. No obstante, podemos reconocer en él muchas, quizá todas las características de la gran escuela mística que se estaba formando en su tiempo. «Sus obras –comenta uno de sus biógrafos– no proceden de un cerebro especulativo y reflexivo, sino de un corazón que sangra y arde, que arde en el amor de Dios y que sangra por los pecados del mundo; y no es maravilla que sus palabras sean parecidas a tantos otros corazones ardientes, que pueden servir para cauterizar almas, que estén llenas de heridas purulentas, y para encender otras en el amor del Todopoderoso.» Al leerle tenemos la sensación de encontrarnos ante un gran místico, pero un místico muy hundido en la tierra e incapaz de levantar el vuelo.
Tercer periodo
Durante él llega a la cúspide nuestra producción mística; y un plantel de autores, con experiencia personal y con notas [16] originales, profundamente españolas en la doctrina, comienzan a irradiar sus luces por el mundo entero. Es el período propiamente nacional, que dura desde 1560 hasta 1600.
Son tantos los escritores que brillan en él, tan acusadas las características doctrinales que presentan, que es menester hacer aquí otra nueva clasificación. Se ha discutido mucho sobre el fundamento que debe presidir y orientar la misma y se ha llegado a criticar –no poco, por cierto– la que por órdenes religiosas hizo Menéndez y Pelayo, a pesar de lo acertado y exacto, de la misma, pues cada orden religiosa tiene una tradición y unas características propias. ¿Qué extraño que estas características y esa tradición se reflejen en la Mística con matices originarios y que pueda así hablarse del misticismo franciscano, agustino, dominico o carmelitano?... Esto presenta, sin embargo, una dificultad: la de abarcar dentro de dicha clasificación las discrepancias individuales, que no dejan de surgir dentro de una misma Orden religiosa. Además, si las diferencias doctrinales entre los miembros de las diversas órdenes son muy acusadas en aquellas cuyo contenido discrepa notoriamente, como sucede, sin ir más lejos, entre dominicos y franciscanos; son, por el contrario, mínimas y casi sólo de matiz entre otras. Esta es la razón de que, siguiendo un criterio ecléctico, reduzcamos la clasificación de Menéndez y Pelayo con sus cinco grupos de franciscanos, agustinos, carmelitas, dominicos y jesuitas, a sólo tres que encuadren las grandes corrientes que los tratadistas de Teología mística coinciden en señalar.
La Escuela franciscana, con San Buenaventura a la cabeza, sostiene que el misticismo es ciencia puramente afectiva, de amor, sin que tengan parte en ella el discurso y la meditación. Los Dominicos, por el contrario, afirman que sólo consiste en el ejercicio de la inteligencia. Y equidistantes de ambas tendencias extremas, los Carmelitas pretenden armonizarlas, defendiendo que el misticismo es «acto de dos potencias: inteligencia y afecto», pues, según la frase del P. Lafuente, «en lo Místico, siempre andan juntos conocimiento y amor».
Estas tres corrientes podrían denominarse: Mística afectiva, Mística intelectualista y Mística ecléctica. La primera acusa el predominio de lo sentimental y tiene siempre presente a Cristo-Hombre, como la mejor guía para llegar nosotros a la Divinidad. La segunda busca el conocimiento de Dios por la elaboración de una doctrina metafísica; la tercera, eminentemente española, está representada por los grandes místicos carmelitas.
No obstante estos matices diferenciales, los místicos españoles presentan unánimemente durante este período características inconfundibles, que aquí no hacemos sino indicar. Tales son la exaltación de la Humanidad de Cristo, el individualismo humano que les libra de caer en errores de tipo panteísta, convirtiéndoles en valientes defensores del libre albedrío, y el ser frente al quietismo plenamente activistas, pues la exaltación de la caridad y de las obras son los caminos mejores para llegar a Dios.
La Mística española puede quedar, por consiguiente, clasificada de este modo: Místicos afectistas, representados en casi su totalidad por franciscanos y agustinos; Místicos intelectualistas, entre los que hay que colocar a dominicos y jesuitas; y Escuela ecléctica, representada por los carmelitas y por todos aquellos que se han nutrido después con la doctrina teresiana. Habrá que añadir aún, para que esta visión panorámica de nuestra Mística quede completa, un grupo más: el dedicado al [17] Misticismo heterodoxo, en el que tendrán cabida los místicos protestantes, como Juan de Valdés, los quietistas de Miguel de Molinos, los panteístas tipo Servet, y todos aquellos otros iluminados o hechiceros que andan dispersos por varias sectas sin gran contenido doctrinal.
I. Místicos afectistas
A) Agustinos. – Reclama esta Orden para sí el magisterio de San Agustín, aunque, a decir verdad, sea maestro el «Águila de Hipona» de todas las escuelas. Fieles a esa dirección, los agustinos del siglo XVI tienden a una posición teórica acerca del amor de Dios y de las vías para llegar a la posesión suprema del mismo. Son, por tanto, teóricos de la Mística.
Sea el primero, con su obra tan profunda como bella, Fray Luis de León (1528?-1591). Y no sólo, ni siquiera principalmente, por su libro inmortal de los «Nombres de Cristo», que nos ofrece en su admirable cristología páginas de un misticismo sublime, porque más místico que éste es el «Comentario al Cantar de los Cantares», verdadero tratado de vida espiritual, dividido en tres partes, correspondientes a los tres estados de principiantes, aprovechados y perfectos. En él va estudiando la ascensión del espíritu humano, a través de esos estados, hasta llegar a la mística y fruitiva unión con Dios. Sin que olvidemos tampoco sus «Comentarios al libro de Job», más místicos quizá y más bellos que los mismos «Nombres de Cristo».
Fray Luis es hombre representativo no sólo de la tradición agustiniana, sino quizá del pensamiento místico más influido por el Renacimiento. Es, ante todo, un renacentista, lleno de aquel espíritu independiente que tan hondos disgustos le había de proporcionar por su doctrina como escriturario. El es el último gran místico que encuentra un lugar –y bien alto, por cierto– en la historia de la literatura española y el último, también, que conserva una actitud sana, práctica y realista hacia las cosas de este mundo. A través de su obra sopla un viento que procede de una esfera desconocida para los místicos que fueron sus contemporáneos: el aliento del espíritu humanístico. Dice de él a este propósito don Miguel de Unamuno: «Desde dentro y desde fuera nos invadió el humanismo externo y cosmopolita, y templó la mística castellana castiza, tan razonable hasta en sus andanzas, tan respetuosa con los fueros de la razón. El ministro por excelencia de su consorcio fue el maestro León...; clasicista y hebraizante, unió al espíritu del humanismo griego el del profetismo hebraico, sintió en el siglo XVI lo que un pensador llama la fe del siglo XX.»
Fray Luis tiene poco del espíritu de un asceta. Es un fiel discípulo de Horacio, que se siente feliz al comprobar que Cristo habita en los campos, que se encuentra en los bosques y jardines por donde pasea, en el tranquilo río que discurre a través de la ciudad y en los cantos de los pájaros y en los rayos del sol y en el fulgor de las estrellas que tachonan los cielos en la noche serena.
«Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueno y en olvido sepultado;
el amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente,
despiden larga vena
los ojos hechos fuente,
Olarte, y digo al fin con voz doliente: [18]
Morada de grandeza,
templo de claridad y de hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, escura?»
Aquí tenemos la verdadera Mística, y en pensamientos como éste reside sobremanera el valor extraordinario de sus insuperables poemas, en los cuales está más manifiesto su misticismo, por prestarse mejor a la expresión vaga e insistemática de la forma poética. Fiel a Platón y a San Agustín, Fray Luis de León es una figura aparte, sintética, de cristianismo interior, de imitación del Redentor y expositor de sus prerrogativas, un sabio comentarista distinto del tipo corriente del escritor de su Orden. Pero fray Luis no es, por eso, un platónico sistemático. El fondo de su doctrina es el escolasticismo, aunque modificado por el ambiente renacentista, a la manera de Vitoria, Cano y Suárez. Por otra parte, su doctrina sobre el libre albedrío y su exaltación de Cristo-Hombre le colocan dentro de las notas fundamentales del misticismo español.
Interesante también para la Mística, lo mismo que para la Literatura, tenemos el encantador tratado de la «Conversión de la Magdalena», de Pedro Malón de Chaide (1530-1589). Dividido el libro en cuatro partes, con arreglo a los estados por que pasó la santa protagonista, sólo la última contiene doctrinas místicas; las otras tres, dedicadas al alma pecadora y penitente, pertenecen a la Ascética.
A diferencia de la calidad que se observa en la obra maestra de fray Luis –mundo religioso interior, sin efectismos ni desequilibrios ni follaje–, el libro de Malón de Chaide representa una posición mucho más cerca del pueblo, de lo castizo, de lo pintoresco. Es una religiosidad de galas pomposas y de sangre y de lágrimas, cual un paso procesional que habla a los sentidos, que conmueve y excita, como el florido y retorcido sermón de un jesuita troquelado por los ejercicios. Jesuitismo como el de los cuadros de Rubens o el de parte del teatro calderoniano; pero, como en estos artistas, con algo más poético y creacional que en la mayoría de los secos tratados de la Compañía. En Malón actúa la tradición de la Orden. Por eso, en páginas de vivo colorido, fustiga enérgicamente los vicios de su tiempo, lo mismo que pinta la hermosura divina o traza las propiedades del amor, inspirado siempre, como buen agustino, en la filosofía platónica. Platónico se nos muestra igualmente al explicar la naturaleza y los efectos de la unión divina. Por eso, quizá, no ha ejercido influencia en los demás autores, a pesar de lo maravilloso de su estilo. Su mística resulta un poco literaria y artificiosa.
Todo lo contrario es la del Ilustrísimo Agustín Antolinez (1554-1626), insigne comentador de las poesías místicas de San Juan de la Cruz, y la del Padre Agustín de San Ildefonso (1585-1662), cuyo libro «Theologia mistica, ciencia y sabiduría de Dios misterioso, oscura y elevada para muchos» constituye la primera obra didáctica que de este género poseía la Orden agustiniana.
No nos resta sino citar a Fray Hernando de Zárate (hacía 1570), uno de los escritores más secamente ascéticos, quien en su tratado «De la paciencia cristiana» continúa la tradición estoica y senequista, y piensa que las tribulaciones y fracasos no son sino pruebas a que somete el Señor antes de llevar a los hombres y a los pueblos a cimas de gloria, como igualmente al Padre Fonseca (1550?-1621), que señala dentro de la Orden agustiniana, con su «Tratado del amor de Dios», la decadencia del misticismo. Es la figura paralela a Nieremberg entre los jesuitas y al padre Juan de Jesús María entre los carmelitas, los cuales pertenecen ya, como veremos, al cuarto período.
B) Franciscanos. – En los comienzos del siglo XVI adquiere la mística de los hijos de San Francisco el grado máximo en su carácter afectivo. Sus principales representantes están en España. Alimentados con las páginas ardientes de San Buenaventura, dotados de un alma sensible a todos los encantos de la Naturaleza y de una imaginación fresca y exuberante, agraciados con un decir encantador, los místicos franciscanos españoles de este tiempo llevaron la espiritualidad de la Orden a una altura desde donde se vislumbran ya claramente los encumbramientos de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz.
No es oportuno estudiar aquí la ardua cuestión bibliográfica sobre si el «Libro de la oración», de fray Luis de Granada, es anterior o no al «Tratado de la oración» de San Pedro de Alcántara. Lo que sí interesa hacer constar es que ambos tuvieron influencia en el misticismo posterior, y principalmente en Santa Teresa.
Fray Pedro de Alcántara (muerto en el año 1562), aquel severo asceta, que, según la Santa, parecía hecho con raíces de árboles, ejerció un hondo magisterio en el espíritu de la mística Doctora. «Es autor –nos dice ella– de unos libros pequeños de oración que ahora se tratan mucho de romance; porque, como quien lo había ejercitado, escribió harto provechosamente para los que la tienen.» Se refiere al «Tratado de la oración y meditación», el cual es esencialmente un libro para el pueblo, pensado –nos dirá el propio autor– para que lo compren los pobres, incapaces de adquirir los libros voluminosos y caros, que eran casi los únicos que entonces se publicaban. Precisamente su brevedad y su fervor son los que le hicieron tan apreciado de las almas contemplativas.
En otro estilo es también interesante Diego de Estella (1523-1578), que, aunque no fuera el único, había de influir más tarde sobre San Francisco de Sales. Su afectivismo es más intelectual que emocionadamente sentido, por lo cual en su obra se nota cierto choque, si bien externamente disimulado, entre la tradición de San Francisco y su áspero temperamento navarro, que corría como en cauce más natural por el seco ascetismo. De sus libros sólo dos son leídos hoy corrientemente: el «Tratado de la vanidad del mundo», obra preferentemente ascética, y «Cien meditaciones del amor de Dios», que, si no siempre trata de la vida mística, rezuma al menos misticismo en cada uno de sus capítulos. Su doctrina, llena de reminiscencias literales de San Agustín, sigue la corriente española al defender las obras como una de las fuentes del conocimiento divino.
Entre las personalidades más destacadas de nuestra Mística, por lo bien construido de sus libros, que parecen tratados doctrinales elaborados por un profesional de la filosofía, se encuentra la de Fray Juan de los Ángeles (1536?-1609). Andaluz de nacimiento, él es el verdadero representante de la escuela franciscana, el alma de exquisito poeta, el místico de los delicados amores y del puro reino interior, un caso de amplia cultura renacentista, que le hace poner a contribución, para elaborar su doctrina, toda una vastísima colección de autores y de obras. Cita a Pitágoras, a Séneca, a Plotino, a Aristóteles y Ovidio. Siente un verdadero fervor por Platón, y platónica es su concepción del alma y de la belleza. Su formación era clásicamente humanista y sistemáticamente teológica. Su [20] doctrina, la tradicional franciscana, dentro de la corriente de San Dionisio Areopagita, a quien cita y utiliza en sus «Triunfos del amor de Dios». Frecuentemente se sirve de San Buenaventura, copia literalmente sin citarle a Raimundo de Sabunde, y claramente se percibe también en él el aroma de los místicos alemanes, sobre todo Ruysbroeck, con cuya doctrina y temperamento tiene grandes afinidades. Resulta así uno de los pocos españoles de su época directamente influido por el misticismo extranjero, si bien en ningún momento deja de ser genuinamente español.
Todas sus obras –«Triunfos del amor de Dios», «Diálogos de la conquista», «Manual de la vida perfecta», «Lucha espiritual» y «Consideraciones sobre el Cantar de los Cantares»– tienen un carácter psicológico tan marcado que hace palidecer al místico. En ellas se ocupa, sobre todo, del amor, de la naturaleza del amor, de sus conflictos y heridas, de sus privilegios y goces, de la intimidad a que conduce, porque es éste, el amor, la razón suprema del bien y del mal que hay en el hombre. Por eso escribe en la primera página de los «Triunfos»: «Todo el bien y tesoro del hombre y su riqueza es el amor, si es bueno, y su perdición y su miseria, si es malo; luego bien se sigue que la virtud no es más que un amor bueno, y el vicio, un amor malo. De donde saco yo que quien tiene ciencia de amor, la tiene de todo el bien y mal del hombre, de todos los vicios y virtudes.»
De ahí concluye que la perfección del alma está en llegar al amor unitivo. Para ello no hay que prescindir de la obra intelectiva, pues es un medio para conseguir la perfección del amor, pero sí hay que purificar la inteligencia de todas sus aprensiones, como inútiles con relación al perfecto conocimiento de Dios. Desde luego, la felicidad del hombre no está en la inteligencia, sino en la voluntad. Por eso admitirá amor sin conocimiento en el acto de mística teología y afirmará con Osuna y Laredo el carácter gratuito de la oración infusa, la cual llámase «graciosa porque para ella ni la Naturaleza basta ni por alguna industria humana se alcanza, sino que por privilegio especial la da y comunica el Espíritu Santo a quien quiere y cuando quiere y como quiere».
Tal proceso tiene una importancia extraordinaria para ilustrar tanto el temperamento de su autor como las tendencias psicológicas del misticismo español en general. Desde el punto alcanzado pasa al tema del místico amor por Dios y sus deseos de amor y transformación. Tres clases de rapto distingue: el rapto de la imaginación sobre las fuerzas sensitivas inferiores, «que es causado por afección de amor», el de la razón que se hace por amor a la voluntad, y el rapto de la mente», por afección de la centella apropiada a la inteligencia», que no es otra cosa que el amor estático.
Aunque en el fondo y en la forma de su doctrina arda, como se ha pedido apreciar, una gran pasión y llegue a predominar sobre todos el elemento afectivo, fray Juan de los Ángeles no vacila en utilizar las enseñanzas de autores tan contrarios a su temperamento como Aristóteles en la Filosofía, y Tauler, el más metafísico de los místicos alemanes, en la Mística. No sin razón es considerado como la figura que, conservando las notas características de su escuela, sirve para unir el franciscanismo con la tradición alemana.
II. Místicos intelectualistas
A) Dominicos. – Sin perder el aire que recibí de Santo Tomás, la Orden [21] dominica se caracteriza desde sus orígenes por su severa formación teológica, si bien adquiere matices particulares conforme al medio ambiente por que va atravesando. En España, y en los comienzos del siglo XVI, pierde aquel carácter de misterio y oscuridad que ofrecían los dominicos alemanes Tauler y Suso y adquiere, sobre todo con fray Luis de Granada, un carácter más sencillo y popular, haciendo así accesible, aun a las inteligencias menos cultivadas, los misterios de la vida sobrenatural.
El principal místico dominico de nuestro Siglo de Oro, el «primer místico del mundo», como se arriesgó a decir Donoso Cortés, lo tenemos en Fray Luis de Granada (1504-1588). Su influencia ha sido notoria. San Carlos Borromeo vio en él el resumen fiel de la doctrina de los padres de la Iglesia. Santa Teresa le escribía felicitándole por el escrito de sus libros de piedad, mientras recomendaba su lectura a las carmelitas. «Entre las muchas personas –le decía– que aman en el Señor a vuestra paternidad, por haber escrito tan santa y provechosa doctrina y dan gracias a Su Majestad por haberle dado para tan grande y universal bien de las almas, soy yo una; y entiendo de mí que por ningún trabajo hubiera dejado de ver a quien tanto me consuela oír sus palabras si se sufriera conforme a mi estado y ser mujer_.._.»
Aunque dominico, fray Luis no pertenece doctrinalmente a la tradición intelectualista y ontológica de su Orden. Un examen sereno de su biografía nos muestra ya sus discrepancias con el ambiente que reinaba dentro de la misma. ¿Qué extraño que aquel gran cerebro intransigente y lleno de intemperancias que fue Melchor Cano no vacilara llevado por ese desacuerdo doctrinal en mortificar a su hermano de hábito, señalando hasta con fruición aquellos pasajes de las obras de fray Luis, que tenían, según él, algún saber de herejía de alumbrados?
Distinto a la inmensa mayoría de los místicos españoles, fray Luis de Granada tiene algo de místico de la Naturaleza. Lejos de despreciar las cosas creadas o apartarlas como estorbo para el progreso espiritual, hace de ellas medio con que elevarse a los planos más elevados de la experiencia mística. Con frecuencia utiliza también la tradición platónica, echándose, además, de ver en todos sus libros una bien asimilada cultura clásica, cuyos recuerdos y citas desenvuelve con profusa puntualidad. Aristóteles, Virgilio, Plotino, Séneca, Píndaro y Cicerón, por no enumerar sino a los más conocidos, son citados por él nominalmente, con tanta frecuencia como puedan serlo Santo Tomás, San Basilio y San Ambrosio. Es asimismo interesante señalar en él un predominio de las ideas platónicas y agustinianas. En el «Memorial de la vida cristiana», influido por León Hebreo y que forma una especie de vademécum de todo lo que el cristiano ha de hacer desde el principio de su conversión, expone la teoría platónica de las ideas arquetípicas, modificada según San Agustín.
Era natural que así fuese. Fray Luis de Granada fue un escritor en quien predominaba lo sentimental y afectivo sobre lo puramente intelectual. En él encontramos, como en pocos, ese sentimiento cósmico de intuición mística del mundo, que se manifiesta lleno de colorido y de observación minuciosa, al describir ciertos aspectos de la vida y de la Naturaleza, para encontrar en ellos testimonios de la grandeza de Dios. Pocos han amado los sonidos y la visión de las cosas como él. Las maravillas del claro de luna y de la noche estrellada son temas corrientes en sus obras. Casi con tanta frecuencia describe los rientes campos en el verano y los bosques en [22] primavera. Pero sus pasajes más elocuentes son aquellos en que habla del mar. Todo le llevaba hacia Dios y todo le sirve para dar fuerza y vida a sus concepciones morales y ascéticas.
Cronológicamente está colocado entre el segundo y el tercer período de nuestro misticismo, marcando la transición hacia la escuela española y siendo uno de los que mayor magisterio ejercieron sobre Teresa de Jesús. fue leído y utilizado igualmente por fray Luis de León, quien escribiendo a Arias Montano declara haber aprendido en los escritos del místico dominico más que en toda la Teología escolástica. Sus libros anduvieron ya en vida del autor en las manos de todos, siendo los más apreciados por las distintas clases sociales. Hoy quizá siga siendo el escritor español más leído en el mundo. San Francisco de Sales no se contentaba con aconsejar las obras de Granada, sino que establecía el método y el orden con que habían de leerse para mayor provecho. Nada puede suplir el efecto de sus palabras: «Tened –os ruego– las obras de Granada todo entero, y sea éste vuestro breviario... Mi opinión sería que comenzaseis a leerlo por la «Guía de pecadores»; después, que pasaseis al «Memorial»; después, que lo leáis todo. Pero para leerlo fructuosamente conviene no engullirlo, sino ponderarlo y apreciarlo y, capítulo por capítulo, rumiarlo en el alma con grande consideración y súplicas a Dios. Hase de leer con reverencia y devoción, como libro que contiene las más útiles inspiraciones que puede el alma recibir de lo alto para reformar todas sus potencias, purgándolas por la detestación de todas sus malas inclinaciones y encaminándolas a su verdadero fin por medio de firmes y grandes resoluciones.»
A pesar de todo lo dicho, la Inquisición recogió por algún tiempo sus tres mejores obras: «Guía de pecadores», «De la oración y consideración» y «Memorial de la vida cristiana», siendo acusado, aun por sus mismos hermanos, de favorecer las doctrinas iluministas.
Entre esos acusadores se encuentra el célebre Melchor Cano (1507-1560), uno de los más decididos adversarios de las divulgaciones místicas, que no descansó hasta lograr que la Inquisición prohibiese los libros sobre Mística en lengua vulgar. Sin embargo, por una de tantas contradicciones como se advierten en su vida, él también se dedicó luego a idéntica tarea. El «Tratado de la victoria de sí mismo» no es sino un ensayo de vulgarización de materias espirituales. Más que obra propia parece una adaptación de la que Serafino de Fermo publicó en italiano con el mismo título. No más original resulta el «Compendium doctrinae spiritualis», de Bartolomé de los Mártires (muerto en el año 1590), con que terminan entre los dominicos las obras místicas de carácter puramente expositivo.
B) Jesuitas. – San Ignacio de Loyola (muerto en 1556) no sólo dejó la huella de su personalidad en la organización externa de la Compañía; la imprimió también fuertemente en la espiritualidad, que legó como herencia a sus hijos. No es fácil que se pueda confundir con otra. Su distintivo es el método que abarca todas las manifestaciones de la vida espiritual que tiene su centro en el libro de oro de los «Ejercicios espirituales». Es éste una severa e inquebrantable disciplina del espíritu, la cual tiene por objeto regular los actos y movimientos de las potencias superiores e inferiores, hasta hacerles seguir en todo el impulso del espíritu de Dios.
La vida de San Ignacio nos ofrece claramente lo que había de ser las características de su magisterio. En su tiempo no [23] era este o aquel aspecto parcial de la doctrina católica lo que estaba en crisis. Era la catolicidad misma, en su más íntima y entrañable esencia. Frente a ella no bastaba acentuar esta o aquella parte de la moral o del Credo. Había que reafirmar la catolicidad toda; había que entregar desmayadamente la voluntad a la unidad, a la obediencia y a la disciplina. Por eso, toda la organización de la Compañía, y aun la de la misma espiritualidad ignaciana, está llena del espíritu militar y ordenancista de su fundador. fue el férreo defensor de la disciplina en el momento en que el mundo se indisciplinaba; el entorpecedor de la moral alegre y facilitona de Lutero. El aguafiestas del Renacimiento. He aquí por qué renunció conscientemente a muchas cosas por amor a la verdad. Cuando el mundo entero se refocilaba en el lecho de plumas de una nueva civilización materialista, él se abrazó a la cruz austera de la moral disciplinada y obediente, quedando soterrada como vena oculta de agua entre cardos y austeridades y disciplinas toda la humanidad del Ignacio de carne. Basta un poco de finura de oído para percibir en cualquier instante, bajo la severidad imponente de su obra, el latido de todas las amabilidades renunciadas. Funda así una Compañía sin coro; pero la llama la «Compañía de Jesús», no de Cristo. De Jesús, para hacerla más próxima a nosotros, porque Cristo es el nombre del Dios-Hombre, y Jesús es el nombre del Hombre-Dios. Y en toda su obra, en su creación y en su doctrina, a poco que sepamos entenderlas, está presente Jesús, con toda la amable proximidad de esta palabra. Y más que en ninguna parte, en la mejor flor de su espíritu, en la más completa versión de él, en el áureo libro de los «Ejercicios espirituales».
Escritos por San Ignacio hacia 1524, su eficacia no ha hecho sino aumentar desde entonces. Poco importa que los «Ejercicios» no sean, ni por la mente de su autor ni por el contenido del libro, un manual completo de vida espiritual. No existe en ellos ni siquiera una alusión a las oraciones místicas, y aun en el orden ascético está muy lejos de resolver todas las cuestiones más fundamentales. Sin embargo, el fin que el autor se propuso resulta tan central en la vida del espíritu, que, aun siendo tan reducido, influye en todas las etapas de aquélla. Los «Ejercicios espirituales» forman, además, un verdadero monumento de análisis psicológico y de lógica. Las reglas tan minuciosas y atinadas que allí se dan sobre la oración y el dominio de las pasiones humanas, constituyen una obra maestra de análisis y férrea disciplina. San Ignacio, por la observación empírica, se adelantó a las conclusiones de los autores modernos, que han tratado experimentalmente de la psicología de la atención. La tendencia doctrinal de la obra de San Ignacio, plenamente voluntarista, fue una verdadera higiene contra el quietismo.
Como indicábamos anteriormente, no se contiene en los «Ejercicios» la teoría de la contemplación mística. Más aún; San Ignacio ni siquiera nombra expresamente los dones místicos en su obra. Quería evitar que sus dirigidos se dejaran arrastrar por el deseo de obtener las gracias divinas olvidándose de la mortificación, a la que concede los más encumbrados honores que puedan concederse a una virtud en orden a alcanzar la perfección. Medicina, la más eficaz, contra todos esos cristianismos laicos y humanitarios hechos de efusiones sin disciplina y de delincuencias sin perfiles.
Este carácter exclusivamente ascético de los, «Ejercicios» creó en la Compañía [24] una suerte de preocupación, digámoslo así, antimística, que duró algunos años, contribuyendo a la misma, y no poco, los excesos de los alumbrados de entonces. Por esto se puede decir que en los jesuitas españoles, si prescindimos de las apariciones que tuvo el propio San Ignacio, no encontramos ejemplares de mística experimental. No quiere esto decir que no se den entre ellos, producidos por la amplia cultura teológica de la Orden, profundos tratadistas de mística doctrinal, como el Padre Luis de la Puente (1554-1624), con su «Guía espiritual» y sus «Meditaciones sobre los misterios con la práctica de la oración mental», o el Padre Álvarez de Paz (muerto en 1620), con su «Mortificación del hombre interior» y su «Vida espiritual», o, finalmente, el Padre Alonso Rodríguez (1538-1616), autor de un célebre tratado sobre la «Práctica de la perfección y virtudes cristianas».
Hemos de notar también que, si bien la influencia de la doctrina jesuítica en el misticismo fue indudablemente posterior a la gran escuela mística española, no se ha de pensar por ello que no existan fuertes relaciones entre la Compañía de Jesús y la mística teresiana, sobre todo por el influjo de los confesores jesuitas en la vida y espíritu de Santa Teresa. Tal es el caso del Padre Francisco Rivera, su biógrafo y confesor, quien parece haber sido místico experimental, favorecido por la gracia divina. Ese padre que, como Nieremberg, pertenece más bien al período que marca la decadencia productiva del misticismo español, representa el lazo de unión entre la escuela carmelitana y la Compañía de Jesús.
III. Escuela ecléctica
Está representada por la mística carmelitana, Sus orígenes son muy remotos, y su espiritualidad pone en la pureza del alma y en la contemplación divina el doble fin de la vida sobrenatural. No son éstos, sin embargo, fines paralelos; el primero será el resultado de un esfuerzo continuo del hombre por librarse de todo lo que mancha el espíritu, mientras que el otro responde a una gracia liberal y gratuita de Dios que da a gustar al alma las dulzuras de su divina presencia.
Siguiendo esta doctrina, aunque sin dar excesiva importancia a las cuestiones místicas, fue desarrollándose la espiritualidad carmelitana a todo lo largo de la Edad Media, si bien la mística de esta escuela no se manifestara propiamente hasta el siglo XVI, siendo sus fundadores Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
Santa Teresa de Jesús (1515-1582) encarna, sin disputa, la figura más extraordinaria de mujer de la literatura y aun de la historia de España. Sus «Cartas», providencialmente conservadas, nos permiten ver y apreciar en ella a la mujer por detrás de la figura sublime de la Santa. Resultan tan naturales, tan prácticas e íntimas y a la vez tan endiosadas, que se nos aparece allí como una mujer de un sentido común extraordinario, dotada de un gran instinto para los negocios y con una no pequeña dosis de gracejo y buen humor. Difícilmente se encontrará otro caso en el que hayan andado tan bien hermanadas Marta y María.
La mística teresiana está íntimamente enlazada con la tradición mística y patrística cristiana. Basta examinar las lecturas directas comprobadas en Santa Teresa para convencerse de ello. Su simple enumeración nos releva de todo comentario. Fueron las siguientes: la Biblia, San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio Magno, Ludolfo de Sajonia, Kempis, Alfonso de Madrid, Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, [25] Antonio de Guevara, San Pedro de Alcántara, el padre Granada, el Cartujano y el «Flor Sanctorum».
Tal vez por eso su obra representa el mejor inventario y el estudio más completo de los diversos estados y matices del camino que lleva al alma a la unión con Dios. No hay en la Mística universal un solo fenómeno de esta índole que no esté observado, estudiado y encasillado, quizá sin ella proponérselo, dentro de la obra teresiana. Con razón se ha dicho que «Teresa es en el misticismo algo semejante a lo que fue en la lógica la ardua empresa realizada por Aristóteles en la observación y organización del mecanismo del entendimiento humano. Las 'Moradas' vienen a ser el 'Organon' del misticismo cristiano».
Apenas podemos considerar en la mística de Santa Teresa otro elemento que el experimental, pues sus conocimientos teológicos son exclusivamente reflejo de sus lecturas y de la ciencia de sus directores espirituales, mientras su psicología se confunde por completo con su experiencia mística. Pero ésta es tan completa que con razón se ha dicho: «Después de Santa Teresa, la mística descriptiva ha progresado muy poco; no se han descubierto nuevos hechos».
Toda la experiencia teresiana, reunida en su «Autobiografía» y «Relaciones», y, de un modo más completo, en «Las Moradas» o «Castillo interior» hállase ordenada según un progresivo aniquilamiento de las potencias en sus operaciones connaturales, que comienza por los sentidos en el recogimiento infuso, sigue por la voluntad en la quietud y termina por el entendimiento en la unión. Dura ésta inicialmente poco tiempo; preséntase luego con más frecuencia y acompañada de éxtasis, revelaciones y locuciones, y llega por fin a su perfección suprema en la entrega mutua que Dios y el alma se hacen y a la que sigue un acompañamiento casi continuo de la Santísima Trinidad, que va dirigiendo al alma, obrando en ella y por ella hasta transformarla en Sí.
He aquí cómo queda sistematizada la experiencia mística por la eximia doctora carmelita. Sencilla, clara, precisa y completa, como propia de quien había vivido en la más viva intimidad de la realidad mística.
La obra de Santa Teresa, iniciada en 1561, caracteriza plenamente el tercer período cronológico de nuestra mística, y su magisterio produce una verdadera y rica eflorescencia de misticismo. Siguieron pronto la reforma y enseñanzas de la Santa muchos hombres, como Fray Antonio de Heredia, prior de Santa Ana; Juan de Jesús Roca, representante de Teresa en Roma; Fray Juan de la Miseria, el ingenuo retratista de la Santa, y Ambrosio Martín de San Benito, noble personaje en el siglo, soldado en San Quintín, doctor en Trento y finalmente carmelita descalzo, sin contar los que con sus obras doctrinales coadyuvaron a la reforma y magisterio de Santa Teresa, entre los que pueden citarse, aparte de San Juan de la Cruz, a los padres Jerónimo Gracián y Juan de Jesús y María.
Amigo y discípulo de Santa Teresa y su compañero infatigable en la reforma de la Orden carmelita fue San Juan de la Cruz (1542-1591), quien llevaba consigo, junto a su personal experiencia de las recónditas moradas por que pasa el alma, una exquisita cultura literaria y una ciencia filosófico-teológica tan completa como cabía en su tiempo. Él mismo establece las fuentes de toda su doctrina espiritual cuando nos dice, en el prólogo de «La subida al monte Carmelo», que se aprovechará tanto de la experiencia como de la ciencia, y más aún de la divina Escritura, sin apartarse del [26] sano sentir y magisterio de la Santa Madre Iglesia Católica.
En su exposición escalonada de las ascensiones del alma a Dios campean cualidades excepcionales de método y de ciencia: claridad y precisión perfectas en las definiciones de los fenómenos místicos, solidez en las pruebas a que invariablemente sujeta sus capitales aseveraciones y orden riguroso en las fases que tan seguramente va describiendo. Vienen, ante todo, como preparación negativa, pero indispensable, las purificaciones activas del sentido en todos sus apetitos, único medio de elevarnos a Dios y de unirnos con Él; siguen las purificaciones pasivas, obra principal de la contemplación incipiente y de acrisolamiento, la última mano que Dios mismo desciende a dar en su criatura y en la que primero purifica el sentido, lo fortalece y adapta al espíritu a fin de que desfallezca en arrobamientos ante sus inefables comunicaciones; luego, esa misma contemplación se desarrolla en una serie de modalidades gozosas, en que el alma se recobra y prepara al amargo purgatorio de la parte espiritual, que la espera; por fin se verifica la unión tan anhelada, cuyas etapas va exponiendo, escalonadas como grados de luz y de amor, hasta llegar a aquella aspiración de bien y de gloria llena, en que el Espíritu Santo enamora al alma «de Sí sobre toda lengua y sentido, en los profundos de Dios».
La doctrina de San Juan de la Cruz, falsamente interpretada, produjo una serie de apologistas como los padres Jerónimo de San José Nicolás de Jesús María, Jaime de Jesús y Basilio Ponce de León, que representan el momento máximo en la difusión de sus enseñanzas. San Juan de la Cruz, al contrario de Santa Teresa, no logró formar escuela. Quizá se debiera esto a las dificultades de comprensión de sus obras, cuya causa no es sino aquel defecto, si así puede llamarse, que tan atinadamente le señaló la Santa: «Es demasiado refinado; espiritualiza hasta el exceso.»
San Juan procede doctrinalmente de Santa Teresa; pero esta procedencia innegable no quita originalidad a su doctrina ni vigor a su acusada personalidad. No han faltado quienes han querido presentarlos como antagónicos. No hay tal. Cierto que Santa Teresa nos da en sus obras la relación de la belleza positiva de las gracias místicas, mientras que San Juan nos describe preferentemente en las suyas la hermosura negativa de los misterios ocultos en estos dones. Cierto también que en algún sentido son el uno complemento del otro. Y así, San Juan prescinde de la exposición por grados de las evoluciones místicas –eso ya estaba realizado en Santa Teresa–, para entrar de golpe en las más hondas profundidades del misticismo, después de agregar a las descripciones teresianas el relato del desierto espiritual que media entre lo ascético y lo místico. La diferencia fundamental, no antagonismo, está, a nuestro entender, en que Santa Teresa se contenta con describir los fenómenos, mientras San Juan nos da además la explicación filosófica de los mismos. Como ha dicho el padre Crisógono, «la Santa afirma; el Santo demuestra; aquélla se detiene en el hecho que describe con todos los encantos de un análisis finísimo y con una expresión llena de gracia y de claridad; éste se eleva del hecho particular a los principios universales para iluminar los fenómenos con la luz de la más pura y elevada filosofía».
Por eso, lejos de oponerse y contradecirse, se completan mutuamente. Bastaría que faltase uno de ellos para que, no ya la mística carmelitana, sino la misma mística universal, quedara incompleta. [27]
Los demás místicos de la escuela carmelitana enlazan directamente con la doctrina teresiana. Son, entre otros, Fray Miguel de la Fuente, autor del «Libro de las tres vidas del hombre», admirable por la finura del análisis psicológico y por la claridad con que marca la posición ecléctica de su escuela; Fray Jerónimo Gracián, cuyos escritos tienen el mérito de ser los primeros en recoger una parte importante de la doctrina de la Madre Teresa; Fray Juan de Jesús María y el ya citado Padre Francisco Rivera, que, aunque jesuita, se relaciona íntimamente con la tradición teresiana.
Con Santa Teresa y San Juan de la Cruz quedaba la mística doctrinal completa y definida para siempre como rama aparte de las disciplinas teológicas. El siglo XVII, floración copiosa de experiencias y exposiciones místicas, seguirá sus pisadas y consolidará su obra en innumerables tratados. Resumiendo, podemos afirmar que la escuela ecléctica española representa, por un lado, la utilización de las conclusiones a que llegó la escuela mística alemana, y, por otro, la asimilación de la doctrina y del simbolismo de la gran corriente italiana.
IV. Misticismo heterodoxo
Recojamos, aunque sea muy brevemente, para completar el estudio de este período, las desviaciones del espíritu humano en el orden místico, fijándonos sobre todo en las notas distintivas de estas escuelas heterodoxas en relación a la escuela mística española.
Desviaciones místicas doctrinales ha habido muy pocas. Lo más ordinario ha sido acogerse a un principio filosófico o teológico que justificase, en consecuencia más o menos remota, la licitud de una vida desarreglada. Esa ha sido la aspiración de nuestras sectas pseudomísticas. Más que desviación de la inteligencia han sido descarríos del corazón. Esto supuesto, tres son los movimientos que representan en España la mística heterodoxa: la mística protestante, el misticismo panteísta de Servet y el quietismo.
A) Mística protestante. – Su germen ha de buscarse en la doctrina de la justificación por solos los méritos de Cristo y sin la eficacia de las obras. Principal representante en España de esta tendencia lo había de ser el exquisito humanista Juan de Valdés (muerto en 1545), el defensor benemérito de la lengua castellana. Sus obras teológicas «Alfabeto cristiano», «Comentarios a la epístola de San Pablo a los Romanos» y, sobre todo, «Ciento diez consideraciones divinas», exponen un sistema teológico al que atrajo a no pocos, debido, sin duda, a sus eximias dotes personales.
Luterano en la doctrina de la justificación, unitario en la de la Trinidad, late a lo largo de todas las páginas de su producción el espíritu del libre examen, que no se somete a ningún dogma o autoridad ajena, todo ello mezclado con un ilusionismo de notas quietistas y otras de índole original. La finura de su análisis psicológico en alguna de sus consideraciones y su preocupación por los motivos de las acciones humanas es lo único de su doctrina que ofrece alguna relación con las características fundamentales del misticismo ortodoxo español.
B) Misticismo panteísta. – Está representado por Miguel Servet, cuya vida, verdaderamente trágica, ofrece marcado interés por las vicisitudes que corrió y sobre todo por las llamas de la hoguera que recogieron sus últimos momentos ante aquel escenario de las encantadoras riberas del [28] lago de Ginebra, cerradas en inmenso anfiteatro por la cadena del Jura.
La obra en que expuso su doctrina se titula «Christianismi restitutio». Según ella, Dios se manifiesta en el mundo de varias maneras: por modo de plenitud de su sustancia en el cuerpo y espíritu de Jesucristo; por modo corporal; por modo espiritual; y en cada cosa, según sus propias ideas específicas individuales. De éstas se derivan todas las restantes. Para Servet «Dios es todo lo que ves y lo que no ves; es parte nuestra y parte de nuestro espíritu, y es la forma y el alma y el espíritu universal». Doctrina claramente panteísta, a la defensa de la cual pone todo el caudal del panteísmo universal, derivado del neoplatonismo alejandrino, viene así a representar en pleno Renacimiento la última consecuencia de la doctrina nacida en Alejandría, a la vez que realiza el mayor esfuerzo en sus aspiraciones de conciliar la doctrina cristiana con el panteísmo.
C) El quietismo. – Tiene esta doctrina por fundamento la idea de la contemplación pura del propio aniquilamiento. Según ella, el alma, abismada en la infinita esencia con pérdida de su personalidad, llega a tal estado de perfección que la hace irresponsable de los pecados que entonces pueda cometer.
Antecedentes suyos se encuentran en las prácticas de los brachmanes, yoguis y budistas de la India y en las enseñanzas del gnosticismo alejandrino y del misticismo neoplatónico. En España fue ya profesada dicha aniquilación en plena Edad Media por los priscilianistas.
Sin embargo, el quietismo tenía ahora otros antecedentes más inmediatos. Comenzó por el empleo de vocablos equívocos o por la errónea inteligencia de algunas expresiones de los escritores místicos. En efecto, durante el siglo XVI se comenzó a hablar –Osuna, en su «Tercer abecedario», seguido por Santa Teresa y San Juan de la Cruz– de una oración de «quietud», en la cual el alma debía suprimir la multiplicidad de sus actos hasta quedarse en un estado pasivo con que recibir la acción de Dios. No todos llegaron a comprender debidamente esta doctrina. De la quietud se pasó a un estado de pasividad total; de la pasividad, al abandono; del abandono, a la aniquilación de la propia personalidad, y de aquí a la identificación del alma con Dios. Quedaban así de par en par abiertas las puertas del quietismo.
Con un sistema, basado en profundos conocimientos teológicos, expuso esta doctrina, dándole unidad y envolviéndola en apariencias de ortodoxia el clérigo español Miguel de Molinos (1627-1696), en su obra «Guía espiritual, que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfecta contemplación».
Considerado su autor como hombre docto y contemplativo, su obra alcanzó un buen éxito. Aprobada por teólogos eminentes, elogiada por obispos y cardenales, todo el mundo se dedicó a poner en práctica sus doctrinas. Nadie descubría en la «Guía» enseñanzas peligrosas. Pero el error existía oculto bajo aquellas expresiones consagradas por los místicos ortodoxos. Se descubrió por sus cartas, en las que Molinos hablaba sin misterio.
Es evidente el parentesco del quietismo de Molinos con los errores de los iluminados españoles, como igualmente con las obras del quietista italiano Juan Falconi. Sus coincidencias con las doctrinas del aniquilamiento contenidas en la filosofía india hacen pensar en una posible influencia directa del budismo, llegada quizá hasta Molinos a través de los misioneros jesuitas procedentes de la India. [29]
Molinos no fue, ni puso serlo, un místico experimentado. Los pecados cometidos por él en su estado de quietud prueban esa imposibilidad. Su «Guía» no es más que una síntesis sistemática de lecturas y de experiencias místicas ajenas.
Por la misma razón no pueden considerarse como místicos ni los alumbrados de Llerena ni los clérigos solicitantes de Extremadura, ni otros muchos herejes, más o menos imbuidos de quietismo, cuyas doctrinas y actos han quedado reseñados en la «Historia de los heterodoxos españoles», de Menéndez Pelayo.
Cuarto periodo
Época ésta de compilación y decadencia, se caracteriza por la falta de originalidad de los autores que florecieron durante ella. No existen casos de experiencia personal, y los tratadistas se limitan a recoger toda la doctrina del período anterior, ordenándola y sistematizándola con gran aparato teológico y escolástico. Son como los artífices del código de la Mística. Uno de los autores más representativos de este momento –citar a todos sería imposible– es el ya nombrado Padre de Jesús María, insigne teólogo lleno de erudición y discípulo fiel de la escuela teresiana. Su obra «Teología mística» es modelo de la literatura de este período. En ella nos dirá que no bastan los hábitos de los dones del entendimiento, ciencia y sabiduría para explicar la contemplación infusa, sino que es necesaria una influencia particular que, actuando esos hábitos, eleve la operación al orden sobrenatural y extraordinario. De la naturaleza de la contemplación infusa deduce el carácter totalmente gratuito de la Mística y su accidentalidad respecto a la perfección de la caridad.
Conclusión
Los brotes de la Mística no sólo son muchos y muy bellos, sino que tienen, además, una fisonomía muy nuestra. De su belleza, los que lean la literatura mística habrán de juzgar. De su valor y profusión, los trescientos escritores místicos y sus tres mil obras o más pueden atestiguar que la Mística española es superior a cualquier otra, arrebatada como lo está por el anhelo insaciable de la belleza divina.
«Para España –concluimos con Menéndez Pelayo–, la edad dichosa y el siglo feliz es aquel en que el entusiasmo religioso y la inspiración casi divina de los cantores se une con la exquisita pureza de la forma traída en sus alas por los vientos de Italia y de Grecia. Siglo en que la mística castellana, silenciosa o balbuciente hasta aquella hora, rotas las prisiones en que la encerraba la asidua lectura de los Tauleros y Ruysbroeck, de Alemania, y ahogando con poderosos brazos la mal nacida planta de los alumbrados, dio gallarda muestra de sí, libre e inmune de todo resabio de quietud y de panteísmo, y corrió como generosa vena por los campos de la lengua y del arte, fecundando la abrasadora elocuencia del Apóstol de Andalucía; el severo y ascético decir de San Pedro de Alcántara; la regalada filosofía de amor de fray Juan de los Ángeles; la robusta elocuencia del venerable Granada, toda calor y afectos que arrancan lumbre del alma más dura y empedernida; el pródigo y mal represado lujo de estilo de Malón de Chaide; la serena luz platónica que se difunde por los 'Nombres de Cristo', de Fray Luis de León; y la alta doctrina del conocimiento propio de la unión de Dios con el centro del alma, expuesta en 'Las Moradas' teresianas, como en plática familiar de vieja castellana junto al fuego.»
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I. Místicos afectistas · II. Místicos intelectualistas · III. Escuela ecléctica
IV. Misticismo heterodoxo · Cuarto periodo · Conclusión