Zeferino González / Historia de la Filosofía / 80. La lógica según los estoicos (original) (raw)
§ 80
La lógica según los estoicos
Ya queda indicado que para el estoicismo, la lógica, lo mismo que la física y todas las demás ciencias, inclusa la teología, sólo tienen una importancia secundaria, o, lo que es lo mismo, en tanto deben cultivarse en cuanto sirven de preparación e introducción para la ética, única y suprema ciencia, a la vez que perfección verdadera del hombre, a la cual deben subordinarse todos los demás bienes, las demás ciencias, y en general, todas las cosas.
El fondo y como substancia de la lógica de los estoicos, en la cual comprendían generalmente la retórica y poética, es la teoría del conocimiento; pues, en cuanto a lo demás, coincide generalmente con la lógica aristotélica.
La teoría estoica del conocimiento reconoce las sensaciones como fuente común de todas las ideas intelectuales, las cuales se reducen a cuantro categorías, que son: substancia, modalidad o modo de ser_, cualidad_ y relación. Nuestra alma es una tabla rasa en la que nada hay escrito, y sus concepciones o ideas, lejos de ser innatas, como pretende Platón, traen su origen de la sensación y deben su ser a la acción misma del [340] entendimiento. La impresión sensible que da origen a la sensación es una impresión material, como la que produce el sello sobre la cera. Las Ideas universales y subsitentes de Platón son un absurdo y una quimera: las naturalezas representadas en los conceptos universales no tienen realidad, ni en las Ideas de Platón, ni en los singulares, como supone Aristóteles, sino que son meros conceptos subjetivos y abstracciones del entendimiento (nominalismo), a las cuales no corresponde realidad alguna objetiva. En otros términos: el universal, objeto de la ciencia, no existe ni fuera de las cosas, según quiere Platón, ni en las cosas, según quiere Aristóteles, sino como abstracción del pensamiento.
La verdad de una idea o concepción consiste en la fidelidad y exactitud con que reproduce y representa el objeto; la claridad objetiva, la perspicuidad inteligible del objeto, constituye el único criterio de verdad, o, mejor dicho, de certeza, en la cual se deben distinguir cuatro grados, imaginación, fe o creencia, ciencia y comprensión. La mano abierta representa la imaginación o sensación; medio cerrada, representa el asenso o creencia de alguna cosa; cerrada completamente, representa la ciencia; enlazada con la otra mano, representa la comprensión, o sea la ciencia universal y sistemática, la sabiduría. La evidencia es el único y general criterio de verdad, la norma del juicio: perspicuis cedere, rem perspicuam approbare, como dice Cicerón.
En conformidad con su teoría esencialmente sensualista y empírica, los estoicos no veían en la memoria, en la experiencia y en las ideas primeras, más que modificaciones y asociaciones espontáneas de las [341] sensaciones, y como representaciones o anticipaciones de la espontaneidad sensible. «Los estoicos, escribe Plutarco a este propósito {123}, enseñan que cuando el hombre nace, la parte principal de su alma es para él como un pergamino, como una especie de tablilla en la cual anota e inscribe los conocimientos que adquiere sucesivamente. En primer lugar, anota allí las percepciones de los sentidos. Si ha experimentado una sensación cualquiera, por ejemplo, la sensación de lo blanco, cuando ésta ha desaparecido, conserva la memoria de la misma. Cuando se asocian muchas sensaciones semejantes, resulta y se constituye la experiencia, según los estoicos, en fuerza y por virtud de esta asociación; porque la experiencia no es más que el resultado de cierto número de sensaciones homogéneas. Ya hemos dicho de qué manera se verifica la percepción de las nociones naturales (sensaciones, representaciones sensibles), sin auxilio extraño. Las otras son fruto de la instrucción y del trabajo propio, razón por la cual son las únicas que merecen apellidarse nociones (conocimientos racionales), pues las primeras son meras prenociones o _anticipaciones._»
{123} De placit. philosoph., lib. IV, cap. XI.