Zeferino González, Crítica (original) (raw)
Por más que la Filosofía de Kant haya recibido generalmente la denominación de Filosofía crítica, es lo cierto que la parte crítico-teórica es muy diferente de la parte crítico-práctica, y que se trata aquí de una Filosofía que abraza y contiene dos grandes partes, el criticismo propiamente dicho de un lado, y de otro lo que pudiéramos llamar el eticismo.
La base primera, y, por consiguiente, el vicio radical del criticismo, consiste en la afirmación de los juicios sintéticos a priori. Según Kant, en estos juicios, que son los que en rigor constituyen la ciencia, y en los cuales el predicado conviene de una manera [479] necesaria y universal al sujeto, sin que esta conveniencia se funde ni en la idea misma del sujeto, ni en la experiencia, no existen realmente, pues los que presenta como tales (7 + 5 = 12, la línea recta es la más corta entre dos puntos determinados, lo que se efectúa o comienza a existir tiene alguna causa, etc.), son en realidad juicios analíticos, puesto que el predicado está contenido en el concepto íntegro y verdadero del sujeto. Dicho se está que, arruinada esta base, viene a tierra todo el edificio del criticismo, tanto más, cuanto que la doctrina de Kant acerca de las categorías del entendimiento y las ideas de la razón pura como formas subjetivas, no tiene más fundamento ni más objeto que explicar la naturaleza de estos juicios sintéticos a priori y dar razón de su posibilidad, la cual coincide y se identifica con la posibilidad del conocimiento científico.
En esta cuestión de las categorías hay no poco de arbitrario y sistemático. Kant pretende deducir o aparenta deducir sus categorías de las formas del juicio, y afirma que éstas representan los elementos simples y necesarios de este acto del entendimiento. Pero el autor de la Crítica de la razón pura, ¿demuestra acaso la realidad y la legitimidad de esta deducción? De ninguna manera; y a poco que se reflexione, se descubre que el schema categórico adolece de graves defectos, y, sobre todo, que en la deducción y ordenación de las categorías, si hay algo racional y científico, hay también mucho artificial, hipotético y gratuito. En este punto estamos conformes con Lange, cuando escribe: «La deducción de un solo principio, procedimiento generalmente muy seductor, se limitaba en el [480] fondo a construir una figura formada de cinco líneas perpendiculares, cortadas por cuatro líneas horizontales, en la cual se llenaban las doce casillas resultantes; y, sin embargo, es evidente que de los dos juicios de la posibilidad y de la necesidad, por ejemplo, sólo uno de ellos, a lo más, puede ser forma primitiva, de donde nace el otro, gracias al empleo de la negación. A decir verdad, valía más el procedimiento puramente empírico de Aristóteles, porque a lo menos no conducía a ilusiones tan peligrosas».{1}
Lo que se acaba de indicar acerca del vicio radical que entrañan las categorías de Kant, es igualmente aplicable a lo que él llama ideas puras de la razón. Las cuales no son otra cosa en el fondo que deducciones y aplicaciones artificiosas de las formas del raciocinio. Hay arte y apariencia de ciencia, pero nada más que arte y apariencia de ciencia, cuando por medio de procedimientos sutiles y laboriosos se deduce la idea de alma del raciocinio categórico, la idea de universo del raciocinio hipotético, y la idea de Dios del raciocinio disyuntivo. Estas disquisiciones complejas y artificiosas de Kant acerca del origen y naturaleza de las categorías e ideas, la elaboración sistemática, subjetiva y digamos como aranearia de las mismas, no podían menos de arrastrar al filósofo alemán al terreno esencialmente idealista, terreno en el cual debía ser, y fue, sobrepujado por sus sucesores.
Porque ello es incontestable que, una vez colocado en este terreno inseguro; convertidas las categorías del entendimiento, las ideas y hasta las intuiciones puras [481] de la sensibilidad (espacio y tiempo) en leyes a priori, en meras formas subjetivas, vacías de contenido objetivo-real, era inevitable la tesis escéptico-idealista, que representa la conclusión general y última del criticismo kantiano. Excusado parece añadir que la fase idealista de la tesis kantiana contiene la razón suficiente y dio origen a las construcciones apriorísticas y esencialmente idealistas de Fichte, de Schelling y de Hegel. Que si es cierto que la razón dicta e impone sus leyes a la naturaleza, como pretende Kant, Fichte bien pudo decir que el yo es quien pone el no-yo y comunica al mundo la existencia, y Hegel pudo afirmar que todo lo ideal es real.
Por más extraño que parezca a primera vista, y por más que sea muy cierto que la refutación del sensualismo materialista fue uno de los objetos principales que se propuso llevar a cabo el autor de la Crítica de la razón pura, es lo cierto que su criticismo puede considerarse como una de las causas principales, ya que no única, del materialismo contemporáneo. Hemos visto que Kant no considera cosa imposible que el mundo externo, el Etwas nouménico que afecta y obra sobre nuestros sentidos, sea a la vez el sujeto del pensamiento (zugleich das Subject der Gedanken sein), idea muy en armonía, por no decir idéntica, con la tesis del materialismo contemporáneo. Por otra parte, si las concepciones del entendimiento y de la razón pura no son más que leyes, formas e ideas a priori, sin valor real objetivo, el materialismo y el positivismo están en su perfecto derecho cuando pretenden que la experiencia, y sola la experiencia, es la que puede alcanzar la realidad de las cosas; que toda tesis teológica se [482] resuelve en una hipótesis ideal, y que las verdades metafísicas equivalen a combinaciones de ideas sin sentido real y sin valor objetivo. Esto sin contar que en el origen y desarrollo del materialismo de nuestros días, tuvo no escasa influencia la necesidad de una reacción contra las exageraciones del idealismo iniciado por Kant y desarrollado por sus sucesores.
La Filosofía crítica de Renan, que se resuelve en teísmo ideal, y el cosmismo ateísta de Vacherot, proceden también en línea recta del criticismo kantiano. Si Dios, en el terreno de la razón y de la metafísica, es una idea, y nada más que una idea sin valor objetivo, como afirma el autor de la Crítica de la razón pura, Renan y Vacherot tienen razón cuando admiten la existencia de un Dios-idea, de un ser perfectísimo ideal, pero no la existencia de un Dios-realidad. En este terreno, Kant va más lejos que Descartes; porque si éste había intentado demostrar que nuestras percepciones, el mundo interno y el conocimiento de las cosas, sólo existen bajo la condición del pensamiento, Kant pretende que los objetos externos, el mundo mismo de la materia y de los sentidos, sólo existen con dependencia, o, digamos mejor, como fenómenos del yo. Al idealismo subjetivo de Descartes, Kant añade el idealismo objetivo, y por consiguiente su teoría en este punto se resuelve en un idealismo universal.
Las teorías y consecuencias que se derivan de lo que pudiéramos llamar el eticismo de Kant, no son menos importantes ni menos desastrosas que las que hemos visto nacer de su criticismo especulativo. Para Kant el valor del cristianismo no es sólo un valor puramente natural, sino que se resume en su idea [483] moral; los dogmas y hechos contenidos en la sagrada Escritura son meros símbolos de ideas morales y deben someterse a una interpretación moral, sin perjuicio de la gramatical y de la histórica, pero siempre en sentido naturalista. No se necesita reflexionar mucho para reconocer que esta teoría kantiana, que subordina el Cristianismo a la moral, o, mejor dicho, que lo identifica con la moral puramente humana y filosófica, entraña las bases y premisas naturales de la exégesis racionalista de la escuela de Tubinga y de la crítica religiosa de Renan, exégesis y crítica que vienen suprimiendo y arrojando fuera del Cristianismo, unos en pos de otros, todos sus elementos sobrenaturales y divinos.
La teoría de la moral independiente tan en boga hoy, es también hija legítima de la doctrina de Kant. Si la voluntad, como potencia autónoma, es la razón suficiente del orden moral, la norma y el origen de todos los deberes morales del hombre; si no hay más religión que la moral; si la conciencia moral, o sea la esencia de la moralidad, es anterior y superior a la idea de Dios, toda vez que esta conciencia moral, y no la razón ni la religión, es la que nos da el conocimiento de Dios; si estas afirmaciones de Kant son verdaderas y exactas, exacta y verdadera es también la teoría de la moral independiente, sobre todo si se tiene en cuenta que, según Kant, el hombre es fin en sí mismo, es fin último y completo de sus acciones,{2} ya sea que [484] éstas se refieran al mismo, ya sea que se refieran a otros seres dotados de razón.
Decir que el hombre es fin en sí, equivale a decir que el hombre es el ser absoluto en su fondo y en su esencia íntima; equivale a decir que el hombre o, si se quiere, la razón humana, la voluntad humana, la humanidad, en una palabra, es el principio y el centro del orden moral. Y no hay necesidad de advertir que esta moral, que considera a la humanidad como fin en sí, como fin de los otros seres, como fin del universo, coincide y se identifica en el fondo con la moral independiente, con la moral que pretende constituirse con independencia de toda idea religiosa y divina. La teoría moral antropocéntrica de Kant, conduce necesariamente a la conclusión de que la ley universal y autonómica del deber se identifica con la personalidad humana, tomada como fin, conclusión o afirmación que entraña, no ya sólo lo que se llama moral independiente, sino una moral esencialmente ateológica. La monstruosidad e inconsecuencia de esta doctrina aparecen más evidentes todavía si se tiene en cuenta que para el criticismo no puede existir el hombre-fin en sí, el hombre, principio y objeto del deber; porque para el criticismo el hombre no es más que un conjunto de fenómenos sometidos a categorías puramente formales y apriorísticas.
Si fijamos ahora la atención en la Filosofía de Kant, tomada en conjunto y como concepción sistemática de la ciencia, encontraremos en ella, además de los defectos e incoherencias que hemos indicado de paso al hacer su exposición, dos grandes contradicciones. Refiérese la primera al Etwas trascendental, a la cosa en [485] sí, cuya existencia sospecha la razón humana, pero que no puede afirmar ni negar. Kant afirma que esta realidad trascendental es la que determina y produce en nosotros las impresiones y representaciones de la sensibilidad, que sirven de primera materia para el conocimiento humano, el cual se constituye aplicando las categorías internas y apriorísticas a aquellas representaciones. Una de estas categorías, y acaso la más importante en el orden científico, es la de causa (relación), la cual, lo mismo que las demás categorías, en su calidad de forma puramente subjetiva y a priori del yo, sólo es aplicable al mundo de fenómenos, pero no al mundo de los noúmenos, a la cosa en sí; y sin embargo Kant, incurriendo en flagrante contradicción, supone y afirma que la cosa en sí, la realidad nouménica trascendental, es la causa real y efectiva de las sensaciones y representaciones sensibles.
Empero el vicio más radical de la concepción kantiana es y será siempre la contradicción absoluta, es la antinomia esencial e insoluble entre la razón teórica y la razón práctica, entre la metafísica y la moral. Esforzarse en establecer y afirmar la existencia de Dios, la libertad y la inmortalidad del alma sobre la base de la ciencia moral, cosa es por cierto digna de alabanza; pero semejantes esfuerzos son completamente estériles y hasta ridículos, después de haber escrito la Crítica de la razón pura. Porque es empresa irrealizable y un contrasentido pretender deducir ciertas verdades metafísicas de la verdad moral, después de haber demostrado la indemostrabilidad de aquellas verdades, después de afirmar la impotencia de la razón humana para conocer la verdad metafísica. [486]
Por otra parte, ¿qué es en definitiva la ley moral; qué son los postulados de la razón práctica, sino verdades metafísicas apoyadas en el principio de causalidad? Y si el principio de causalidad es incapaz e impotente para establecer y afirmar la existencia de Dios en la esfera de la razón teórica, ¿por qué ha de ser competente para establecer y afirmar esa existencia en la esfera de la razón práctica? El abismo entre la razón pura y la razón práctica quedará siempre abierto; la antinomia radical entre una y otra permanecerá insoluble, a pesar de todas las sutilezas de la dialéctica y de todos los esfuerzos del ingenio. A los ojos de una lógica rigurosa, consecuente y de buena fe, es y será siempre incontestable que, una vez arruinada la verdad metafísica, no puede subsistir la verdad moral. Porque la base de la moral es la metafísica, y el mismo Kant lo reconoce implícitamente, pudiendo decirse que se pone en contradicción consigo mismo al escribir sus Principios metafísicos de la moral. Establecer que la verdad metafísica se deriva de la verdad moral; afirmar que ésta contiene la razón de aquélla y le sirve de base, y escribir después una obra con el título de Principios metafísicos de la moral, es un verdadero contrasentido, una contradicción in adjecto.
Dos consecuencias importantes se desprenden de lo dicho:
1.ª Las especulaciones que el filósofo de Königsberg emprendió con el designio preferente de poner un dique al sensualismo materialista y de acabar para siempre con el idealismo de Berkeley y con el escepticismo de Hume, dieron por resultado abrir la puerta y legitimar las pretensiones del materialismo por un [487] lado, y por otro afirmar y consolidar la tesis escéptico-idealista.
2.ª Casi todos los grandes errores de nuestros días, o deben su origen directo al criticismo de Kant, o se hallan incubados por su doctrina, a la cual se debe también en gran parte la atmósfera esencialmente racionalista y anticristiana que respiramos; porque la Filosofía de Kant se halla penetrada e informada en todas sus partes por la idea racionalista.
Si hay algo bueno y laudable en los trabajos de Kant, son los esfuerzos que hizo para poner a salvo y conservar las principales verdades del orden moral, bien que semejantes esfuerzos son en realidad estériles, dada su tesis metafísica, de suerte que lo verdaderamente laudable aquí es la intención más bien que la obra misma. No son menos laudables sus esfuerzos para desenvolver e ilustrar el problema crítico, y sus propósitos de poner coto a las pretensiones exageradas del dogmatismo; pero también aquí traspaso los límites legítimos, y si prestó servicio a la ciencia llamando la atención sobre la importancia filosófica de estos problemas, fue mayor el daño que le hizo, merced a sus teorías y conclusiones escépticas e idealistas. Sus antinomias cosmológicas, algunas de las cuales entrañan argumentaciones sofísticas que no haría un mediano estudiante de lógica, indican que su lucha contra el dogmatismo, en ocasiones, tiene más de sistemática que de racional y lógica.
Al lado de este mérito relativo y de las excelencias parciales de la doctrina de Kant que dejamos apuntadas, es preciso reconocer que su Filosofía es una Filosofía esencialmente errónea y perniciosa, toda vez que [488] se trata aquí de una doctrina cuyos caracteres más fundamentales son el escepticismo y el idealismo en Filosofía, el naturalismo en moral, el racionalismo en todo; y, como consecuencias directas e inmediatas, el panteísmo y el materialismo, porque es cosa de suyo manifiesta para los que saben leer en la historia de la Filosofía novísima, que estos dos grandes sistemas de los tiempos modernos son derivaciones directas y legítimas de la teoría y doctrinas de Kant acerca de la cosa en sí o del Etwas nouménico, cuya realidad objetiva y trascendente es inaccesible a la razón humana.
En resumen: la concepción filosófica de Kant es una concepción grandiosa y profunda, considerada como revelación del genio y de la fuerza analítica de su autor; pero considerada en sus relaciones con la verdad y la realidad, es una concepción sofística y gratuita; es una concepción fecunda para el mal y el error, estéril e infecunda para el bien. En el fondo y en la esencia, en los resultados y en la historia, la obra de Kant es una obra de muerte y no una obra de vida. Al rudo golpear de su crítica implacable, desaparecen del mundo real y objetivo la materia y el espíritu, el hombre y Dios. La ciencia queda reducida a un conjunto de intuiciones problemáticas, de categorías y leyes apriorísticas que ningún valor objetivo encierran. La psicología es un tejido de paralogismos; la cosmología y la teodicea encuéntranse sometidas fatalmente a una serie de antinomias insolubles. En una palabra: aparte de los fenómenos sensibles, en cuanto determinaciones subjetivas del espíritu, para el hombre de la ciencia no existe realidad alguna trascendental y metafísica; sólo existe una realidad [489] confusa e indeterminada, mejor dicho, la posibilidad de un Etwas nouménico, X incógnita e incapaz de ser jamás conocida por el hombre. Cierto que nuestro filósofo, asustado de su propia obra y sobrecogido de espanto al ver las ruinas en su derredor amontonadas, inventa, porque ésta es la palabra, un Dios sui generis, con el designio de salvar la moral del universal naufragio. Pero la verdad es que, una vez proclamada la impotencia radical de la razón humana para demostrar la existencia de Dios, este Dios no es ni puede ser otra cosa más que una hipótesis gratuita, un simple postulado, una afirmación de congruencia. ¿Qué Dios es ese que la razón pura declara imposible, o al menos indemostrable, y que sin embargo aparece en la escena de repente para que el drama tenga oportuno desenlace? No; el crítico de las antinomias no llegará jamás a resolver, por legítimo y lógico procedimiento, la antinomia radical que existe entre su Crítica de la razón pura y su Crítica de la razón práctica.
Y esta imposibilidad aparece más de bulto si se tiene presente que la libertad que, en la teoría de Kant, sirve a éste de premisa para establecer la existencia de Dios, no es la libertad como fenómeno de la experiencia individual o como hecho de conciencia, puesto que, según la doctrina kantiana, el mundo fenomenal, tanto externo como interno, se halla regido por un determinismo absoluto. La libertad, pues, que sirve de base a la razón práctica para postular la existencia de Dios, es la libertad inteligible, superior al espacio y al tiempo, la libertad posible, es esa c_osa en sí_, invisible para la razón y para la ciencia; es la libertad que la razón práctica pone, o, mejor dicho, supone en la [490] realidad nouménica y desconocida que se oculta tras del mundo fenomenal. De aquí resulta que el filósofo alemán se coloca a sí mismo en la imposibilidad de establecer sólidamente, ni siquiera la existencia de la libertad, que sirve de base al postulado de la existencia de Dios. Por una parte, al negar el valor objetivo de los fenómenos de la sensibilidad interna, y al someterlos al determinismo absoluto, según lo hace en la Crítica de la razón pura, enerva y aniquila la prueba más convincente de la libertad humana, y hasta pudiera decirse la única que resiste a todos los sofismas, cual es el testimonio de la conciencia. Por otro lado, esa libertad, independiente del espacio y del tiempo, perteneciente al mundo inteligible, privilegio o propiedad del ser nouménico, cuya naturaleza nos es desconocida, sólo puede descansar en una especie de creencia o fe instintiva, toda vez que no es ni puede ser conocida por la razón, ni demostrada por la ciencia.
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{1} Histoire du Matérialisme, trad. Pommerol, t. II, pag. 61.
{2} «Or, je dis que l'homme, et en général tout être raisonnable, existe comme fin en soi... que dans toutes ses actions, qu'elles se rapportent à lui-même ou à d'autres êtres raisonnables, il doit toujours être considéré en même temps comme fin.» Princip. metaph. de la mor., pref., pág. 72.