Yeats o el nacionalismo lírico / noviembre 1981-julio 1982 (original) (raw)

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Ignacio Gracia Noriega

Con motivo del centenario del nacimiento de James Joyce puede surgir, como una comparsa muy secundaria o como una reputación, el nombre de William Butler Yeats. En principio se trata de dos escritores muy distintos, aunque no por sus orígenes y educación sino por algunas actitudes. De hecho, la educación de Joyce con los jesuítas le hizo más universal: algo bueno habrá de tener el catolicismo. Yeats venía de refinamientos y bambalinas simbolistas que él procuraba traducir, en algún momento de su obra, en populismo elitista; y si ya desde sus orígenes(desde «Retrato del artista adolescente», desde «Dublineses»), Joyce es un escritor urbano, Yeats, al inicio de su madurez, se refugia en un ruralismo mágico y artificioso, tan alejado del espíritu de Irlanda, que creía interpretar (y que no llegó a conseguirlo porque nunca se pueden interpretar con objetividad los signos que uno mismo y sus amigos están inventando), como Joyce lo estuvo físicamente de la ciudad que fue el escenario de sus novelas. Actualmente, Joyce es un escritor realista, el mejor cronista de Dublín, mientras que Yeats se ha convertido en un olvidado autor de cuentos de hadas. Yeats creía (o creía creer) en el «renacimiento cultural de Irlanda», del que se proponía ser el Profeta y el Sacerdote; Aristóteles, Vico y Hendryck Ibsen, entre otros, alejaron al joven Joyce de tales tentaciones. Lo que no impidió, no obstante, que en su última obra, «Finnegans Wake», alcanzara a reelaborar algunas formas del folclore irlandés con una fuerza y una imaginación inusuales en los místicos del populismo nacionalista, como Lady Gregory o Yeats. Más durante su juventud, éstos llegaron a resultarle insufribles. Harry Levin escribe en su imprescindible biografía de Joyce:

Su veneración por Ibsen le mantuvo alejado del Teatro Literario Irlandés. Rehusó adherirse a los estudiantesque protestaban contra «La Condesa Cathleen» no por simpatía hacia Yeats y sus colegas sino porque desconfiaba del intolerante nacionalismo que sirvió de base para el ataque a la obra. Y entonces, con desafiante imparcialidad, se lanzó con furia contra los dos teatros. Atacaba al Teatro Literario Irlandés por haberse sometido a la galería, a «la canalla de la raza más atrasada de Europa».

Convendrá distinguir dos tipos de escritores irlandeses, los que lo son por nacimiento (como Swift, Osear Wilde, Edward Dunsany o Bernard Shaw) y los que lo son por nacimiento, vocación y gestos (como Synge, Lady Gregory o Douglas Hyde). La diferencia entre un accidente y una actitud puede observarse en ios dos textos que reproduzco a continuación. En un artículo de 1902, en su época de nacionalismo más exaltado, más entusiasta (al final de sus días escribiría poemas a Bizancio como una dorada metáfora de la vejez, y se iría a vivir a la Costa Azul; como cualquier escritor inglés culto, tendrá también la nostalgia de las viejas culturas mediterráneas, que en su sueño hiperbóreo olvidara en los tiempos a los que nos estamos refiriendo), Yeats dicta temas, asuntos, leyendas, naturalmente irlandeses, o si se quiere célticos, a sus compatriotas con posibles inclinaciones literarias:

En la actualidad se está abriendo una nueva fuente de leyendas que, en opinión mía, es el manantial más abundante de todas las de Europa, el de las leyendas gaélicas: la historia de Deirdre, única entre las mujeres que han enloquecido a los hombres, en la que se reunían por igual el encanto y la sabiduría; la de los hijos de Tuireann, con sus misterios ininteligibles, que es, en opinión mía, la búsqueda de un viejo Grial, la historia de cuatro hijos trasmutados en cuatro cisnes, que se lamentaban en las aguas; la del amor de Cuchulain por una diosa inmortal y su regreso al hogar, en el que esperaba una mujer mortal... etc., etc., etc.

El 26 de marzo de 1903, Joyce publica en el «Daily Express» de Dublín una crítica del libro «Poets and Dreamers» de Lady Gregory, donde escribe:

La mitad del libro no es más que relatos de viejos y viejas del oeste de Irlanda. Estos ancianos saben infinidad de historias de gigantes y brujas, de perros y de puñales de negra empuñadura, y cuentan esas historias muy prolijamente, una tras otra, con muchas repeticiones (no olvidemos que se trata de gente con mucho tiempo a su disposición), sentados junto al fuego o en el patio de un taller. Es difícil juzgar adecuadamente su sabiduría de encantamientos y curas mediante hierbas, ya que éste es un tema exclusivo de quienes dominan la materia y pueden comparar las costumbres de diversos países, y además es aconsejable mantenerse apartado de las ciencias mágicas, ya que si el viento cambia, mientras uno tritura manzanilla silvestre, puede enloquecer.

En cierto modo, estos textos expresan la disparidad entre etnología (lírica) y filosofía. Yeats entiende el celtismo como una propuesta política, pero tan sobrecargada de terminología poética y mística que resulta decididamente ineficaz. Los pueblos no renacen sobre las cenizas de Deirdre o con balbuceos gaélicos. El cekismo es una elaboración artificial, acadénnica, decimonónica, tardía: un cajón de sastre donde entran magia, romanticismo, erudición, poesía, religión, y con esta bandera tan difusa, Yeats puede considerar a los autores de las Sagas inferiores a los primitivos de «Kalevala» porque «estaban aprendiendo ya la meditación abstracta, que aparta engañosamente a los hombres de la belleza visible».

Sin embargo, y pese a su irracionalismo, Yeats no era un celtista en la medida en la que hoy pretenden serlo algunos iluminados que, en busca del Grial del «hecho diferencial » y de las «señas de identidad», lo mismo podrían situar en su pasado mítico al Preste Juan, y que más que por Cuchulain se apasionan por las bombas y las metralletas de IRA (o, en su versión hispánica, por las de ETA), y que alian gozosos a Fidel Castro, al Ayatollah Jomeini, a Tor y Odín, a Yasser Arafat y, eventualmente, a Leopoldo Galtieri. Aunque no hayamos de perder de vista el decidido apoyo de ciertos nacionalistas irlandeses a los nazis, la posición de Yeats era literaria, nostálgica. Quería parecer aldeano, como buen nacionalista rural; pero no por ello abandonaba el fraseo de una retórica prestigiosa ni dejaba de escribir en inglés. El rumor del surtidor de un escaparate de una floristería de Londres le inspira uno de sus poemas más conocidos, «Innisfree, la isla del lago»:

Quisiera huir, e irme, e irme hacia Innisfree, y alzar allí una choza de zarzas y de arcilla; nueve surcos de alubias tener, y una colmena, y en la cañada llena de rumor vivir sólo.

Pero esto es retórica. A los bosques se retiró Henry David Thoureau, que era un puritano que no quería pagar impuestos; mas Yeats se fue al Mediterráneo a lamentar la juventud perdida en vanas batallas libradas con prosa y verso excelentes.

La figura de William Butler Yeats resulta, en muchos aspectos, tan artificiosa como el propio nacionalismo místico y mítico. Cuando sucedió a S.L. Mathers (yerno de Henri Bergson) como Gran Maestre de la sociedad secreta Golden Dawn (en la que tomó el nombre de «Frére Démon est Deus Inversus»), presidía las reuniones con antifaz negro, kilt escocés y puñal de oro al cinto.

Nadie, en su sano juicio literario, puede dudar de la altura de Yeats como escritor, salvo quienes tan radicalmente le relegaron al absoluto olvido. Luis Cernuda, en una entrevista concedida a la revista «índice» (mayo-junio de 1959), señala a los máximos poetas de este siglo (y que, salvo dos o tres omisiones, como Fernando Pessoa, es una lista indiscutible): Cavafis, Boris Pasternak, Saint-John Perse, T.S. Eliot, Ezra Pound y Yeats «aunque acota su nacionalismo irlandés me parezca exagerado, así como antipática la parte pseudofascista de su ideología». En esta lista hay otro poeta vinculado al fascismo, el norteamericano Ezra Pound; pero su fascismo era historicista, ya que veía en Mussolini la reencarnación de César. El de Yeats, por ser más poético, resulta más sombrío y radical: aspira, ni más ni menos, que a un pasado primordial y prelógico, al bosque sagrado, a la religión del río y del bosque, del druida y del muérdago: tal vez, acaso, quizá, al Reich de los 1000 años.

Más bajo ninguna circunstancia ni con nigún pretexto se le puede perder el respeto a una poeta que incluso en lengua ajena, como es el español, tiene esta sonoridad y esta magia:

Brama otra vez la tempestad; mi niña duerme escondida bajo la capota de su cuna y la colcha. Sólo el bosque de Frégory y un alcor pelado frenan el huracán nacido en las remotas regiones del Atlántico. («Plegaria por mi hija»)

Espíritu tras espíritu, van desfilando a horcajadas del cenagal y la sangre del delfín. ¡Las imperiales forjas doradas han roto la corriente de sus fuegos! Y los marmóreos suelos de los salones de baile rompieron el frenesí de tantas complejidades, esas imágenes que engendran nuevas imágenes, aquel mar que los delfines rasgan y atormenta el gong. («Bizancio»)

Di que los hombres de la vieja torre negra, aunque comen tan sólo lo que el cabrero come, gastado su dinero, agrio su vino, y sin echar en falta cuanto quiere un soldado, que todos ellos son hombres leales. («La torre negra»)

Las muestras pueden hacerse numerosas, por lo que nos detenemos. Yeats, a veces, tuvo la coquetería de señalar que sus fuentes eran la primitiva poesía de los irlandeses. Traslada a Bizancio (ciudad a la que dedica dos poemas, «Sailing to Byzantium» y «Bizancio», del que hemos reproducido los versos finales) el horror ante la vejez, que ya aparece en la vieja lamentación de Leyrach Hen. Ahí leemos: ¿No es verdad que yo he odiado a aquello que amo?», cuyo eco toma Yeats, a mi juicio, para su famoso poema «Un aviador irlandés prevé su muerte»:

Sé que el destino encontraré
en algún sitio, entre las nubes, alto;
a aquellos que combato no los odio,
ni quiero a quienes protejo.

Como poeta, Yeats acertó a elaborar temas remotamente populares («Todo arte popular es recuerdo de un arte culto que se ha perdido», escribió Luis Cernuda) aderezados con galas simbolistas. La belleza de Yeats no está en sus motivos de inspiración, sino en su verso. Sin embargo, en 1901 escribe:

Yo no puedo menos creer que si nuestros pintores de ganados de las tierras altas y de establos cubiertos de musgo se preocupasen de su país lo necesario para buscar lo que lo diferencia de otros países, no tardarían en descubrir, quizá cuando se esforzaran por pintar con exactitud el gris de las peladas colinas de Burren, un nuevo estilo y quizá se descubrieran a sí mismos. Yo reconozco -aunque en esto me veo impulsado por alguna vena de fanatismo- que incluso cuando veo un viejo tema escrito o pintado de manera nueva, siento celos acordándome de Cuchulain, de Baile y de Aillinn y de aquellas grises montañas a las qué les falta quien las haya hecho célebres.

Y añade;

Yo no puedo pensar sin cierto desasosiego en que nuestros estudiosos escriben acerca de los escritores alemanes o de ciertos períodos de la historia de Grecia. Me acuerdo siempre de que podían, en cambio, proporcionarnos cierto número de libros pequeños en los que se nos contaría cada libro para un sólo condado o para una sola parroquia:los versos, las historias o los acontecimientos que harían que todos los lagos y montañas que podemos ver desde nuestra propia puerta ofreciesen una emoción a nuestra fantasía. Me agradaría que alguno de esos estudiosos dejase la tarea a la que hoy están entregados, y para la que nunca faltarían manos, y se pusiesen a excarvar en Irlanda, el jardín del porvenir, comprendiendo que aquí, en nuestro país, es quizá donde el espíritu del hombre está a punto de ligarse indisolublemente con el suelo fecundo del mundo.

Mas Yeats no parece muy dispuesto a seguir él mismo este programa, a convertirse en erudito de caleya, conocedor de prados, genealogías y piedras, o poeta errante y popular como Raftery, el bardo ciego, aunque escriba: «Un inglés, con su fe en el progreso, con su preferencia instintiva por la literatura cosmopolita del siglo pasado, pensará quizá que éste es un arte de parroquia o barrio, pero es el arte cuya creación hemos emprendido». Adormece el complejo de inferioridad con cierta extraña militancia agresiva, y al cabo se proclama sacerdote de una religión peculiar cuyos enunciados son provincianos pero no rústicos. Con tono clerical (pero no druida: jesuítico) inicia una refutación en «El elemento céltico de la literatura» (1902):

Yo creo que ninguno de los que escribimos acerca de Irlanda hemos recogido esas características como base de nuestras afirmaciones, pero creo también que convendría que meditásemos un poco en ellas, y que viésemos en donde pueden sernos útiles y en dónde nos son dañosas. Si no lo hacemos, puede llegar día en que el enemigo arranque de cuajo nuestro jardín de flores para plantar en el mismo una huerta de repollos».

Y pasa a hablar de un impreciso «tiempo primordial», común a todos los pueblos, aunque los totems que lo representan sean, significativamente, atlánticos:

Hubo un tiempo en que todos los pueblos del mundo creían que los árboles eran seres divinos, y que podían asumir formas humanas y grotescas para danzar entre las sombras, y que el ciervo, los cuervos y los zorros, los lobos y los osos, las nubes y las lagunas y casi todas las cosas que había bajo el sol y la luna, y el sol y la luna mismos, eran seres tan divinos como los árboles y capaces de cambiar de forma. En el arco iris veían el arco de un dios que se había venido abajo por la negligencia de éste; el trueno se les representaba como el repique de su jarro de agua o el estrépito de las ruedas de su carro; y cuando cruzaba por encima de sus cabezas una bandada de patos salvajes o de grajos, creían estar viendo a los muertos que volaban presurosos hacia el lugar de su descanso; y soñaban al mismo tiempo que dentro de las cosas pequeñas se encerraba un misterio tan grande que el vaivén de una mano o de un arbusto sagrado, bastaban para llevar la turbación a corazones que se hallaban muy lejos, o para que la luna se cubriese con un cagychón de tinieblas.

Es el predominio de la etnología sobre la filosofía (en otro lugar de ese artículo, lamenta: «La Naturaleza se ha ido borrando hasta ser únicamente amiga y agradable, es decir, al modo de las gentes que se han olvidado de la religión antigua»); pero de una etnología sumamente fantástica, lírica, imaginaria. Lo que Yeats añora no es tanto el Estado Libre de Irlanda como el antiguo culto a la Naturaleza y el éxtasis conturbado en que caían los hombres ante ella; esa certidumbre que tenían de que todos los lugares bellos están llenos de seres invisibles». Yeats no niega que esta actitud sea religiosa sino que, muy al contrario, pide que el Artista oficie en el Altar:

Las artes, a fuerza de meditar sobre su propia intensidad, se han hecho religiosas, y buscan la manera de crear un libro sagrado, como creo que ha dicho ya Verhaeren. Tienen que expresarse forzosamente por medio dé leyendas, tal como lo hizo siempre el pensamiento religioso.

En otro artículo, «Irlanda y las Artes» (1901) -incluido, como el citado anteriormente, en una recopilación detítulo nada dudoso: «Ideas sobre el bien y el mal»- afirma:

Los constructores de religiones rebautizaron los manantiales y las imágenes y dieron nuevo sentido a los festejos de primavera y de la canícula, y a las cosechas. Las artes se hallaban en los tiempos primitivos tan dominadas por este método que eran casi inseparables de la religión y se metían a la par que ella én todos los aspectos de la vida.

A fin de cuentas, el nacionalismo de Yeats era tan esteticista y estaba tan falto de cualquier compromiso con cualquier mínima necesidad política como el carlismo de Valle-Inclán, que encontraba en él el encanto de las viejas catedrales góticas. El Sacerdote acabó Premio Nobel, Senador de la República de Irlanda y residente en las templadas riberas del Mediterráneo. Un bello film sobre Sean O'Casey, «El soñador rebelde», cuya dirección hubo de abandonar John Ford, por enfermedad, en manos de Jack Cardiff, muestra el escándalo que se produjo en el Abbey Theatre de Dublín con ocasión del estreno de «Arados y estrellas» de OCasey. Yeats, interpretado con la conveniente grandilocuencia por Sir Michael Redgrave, ya convertido en pontífice máximo de la cultura irlandesa, ordena que se avise a la policía para que desaloje a los alborotadores, a lo que O'Casey (un escritor proletario de convicciones firmes) se opone:

–¡Pero si se trata de nuestra policía, de la policía irlandesa! -exclama Yeats sorprendido.

–Sigue siendo la policía -fue la tajante respuesta de O'Casey.

El Basilisco · noviembre 1981-julio 1982