El maíz y la patata/ septiembre 2006 (original) (raw)

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Ignacio Gracia Noriega

A raíz del descubrimiento de América, el europeo tuvo la oportunidad, por última vez, de descubrir sabores y viandas enteramente nuevos

La intervención de asturianos en el descubrimiento y conquista de América fue poco significativa, sobre todo si se tiene en cuenta el gran auge de la emigración transoceánica a partir de la segunda mitad del siglo XIX. En la preparación del viaje de Colón tuvo gran importancia el asturiano Alonso de Quintanilla, contador de los Reyes Católicos y protector del navegante. Se deduce por los apellidos de uno de los embarcados en la nao «Santa María», Pedro de Acevedo, que pudiera ser Asturiano, tal vez de Castropol. Y entre los conquistadores, hubo dos de primer orden, el marino Pedro Menéndez de Avilés, adelantado de La Florida, y Gonzalo Díaz de Pineda, compañero de Pizarro en Perú. Extrañamente, Pedro Menéndez de Avilés, al norte, y Díaz de Pineda, explorador de las selvas amazónicas, al sur, emprendieron sendas empresas imposibles, poéticas y aventureras, la búsqueda del mítico El Dorado, una ilusión de la estofa con que se tejen los sueños; que si bien, para Pedro Menéndez de Avilés era algo que podía existir en las tierras que gobernaba, para Díaz de Pineda fue la culminación de su vida y causa de su muerte. Otros asturianos se distinguieron asimismo en la conquista, como el almirante Diego Flores Valdés, que actuó en aguas de la Florida y de Sudamérica; el piloto Esteban de las Alas, general de la Armada o Pedro Menéndez Marqués de Avilés, capitán de mar y tierra, y sobrino de Adelantado.

Pero en líneas generales puede decirse que el descubrimiento que Francisco López de Gomara calificó como «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la Encarnación y Muerte de quien lo crió», contó con menor presencia de asturianos que repercusión tuvo en la propia Asturias y que se manifiesta, como muestra más representativa, en la difusión de alimentos hoy humildes, comunes si se quiere, pero que modificaron profundamente los hábitos alimentarios de los europeos, y, naturalmente, de los asturianos, entre quienes no puede decirse que, aun a riesgo de contradecir a los alcaldes metidos impropia y abusivamente a promotores turísticos y que siempre ofrecen la «gastronomía» como reclamo publicitario, reinara la abundancia. Porque aunque el optimista y exagerado P. Luis Alfonso de Carvallo elogia la gran fertilidad de la tierra de Asturias, Feijoo, en el siglo siguiente, escribe sobre el alimento de los aldeanos que «es un poco de pan negro, acompañado o de algún lacticinio o alguna legumbre vil, pero todo en tan escasa cantidad que hay quienes apenas una vez en la vida se han levantado saciados de la mesa». El maíz y la patata supusieron, por tanto, un refuerzo alimentario importantísimo. Mayor el de maíz, ya que la implantación de la patata fue mucho más tardía.

A raíz del descubrimiento de América, el europeo tuvo la oportunidad, por última vez, de descubrir sabores y viandas enteramente nuevos, de manera que, en el aspecto gustativo por lo menos, los nuevos caminos abiertos a las Indias son la continuación de la ruta de la seda y de las especias. Colón salió a los mares en busca de un atajo a las tierras de las especias, pero en lugar de pimienta, clavo o nuez moscada, trajo la patata, el maíz y el tomate, que a diferencia de las especias no surtieron solo las mesas de los poderosos, sino que constituyeron a partir de entonces las bases de la cocina de los humildes.

También a Asturias llegan desde Américas las «fabes» o alubias, que dan la base a un plato regional muy conocido y difundido, aunque muy reciente, de finales del siglo XIX como muy tarde, como insistiría el difunto José Caso.

«Entre las muchas aportaciones que el continente americano haría al Viejo Mundo figuran una serie de productos alimenticios que iban a incorporarse a la dieta de la casi totalidad de los países europeos, en muchos casos de manera muy significativa –escribe Eduardo Méndez Riestra–. Ahí estuvo, más que está, el maíz para demostrarlo, sobre todo en la España húmeda. Pero ahí siguen también otros como la patata, la alubia, el tomate, los pimientos en sus distintas variedades, el cacao, la piña, el plátano (algún cronista de este reino lo describe con asombro; sin embargo, otras fuentes aseguran que procede de la India y habría sido introducido precisamente en América por los españoles), la mandioca, el cacahuete... o el tabaco, que aunque no sea en rigor un alimento, parece obvio que gira en una órbita más o menos gastronómica. En cualquier caso, está probado que a finales del siglo XVI la mayoría de las plantas comestibles que interesaron a los colonizadores ya se habían dado a conocer en Europa y eran cultivados en distintos jardines botánicos, auténticos focos de adaptación y difusión ilustrada».

Algunos de estos alimentos, como el maíz, aunque hoy estén en decadencia tuvieron en su día una difusión rápida y extraordinaria. Como escribe Manuel Martínez Llopis: «Así como el trigo fue el cereal que constituyó la base alimentaria de las comunidades humanas establecidas en las márgenes del Mediterráneo, el centeno lo fue de las tribus germánicas y el arroz permitió la supervivencia de las multitudes que poblaban el lejano Oriente, el maíz, que ha conservado su nombre indígena, constituyó el alimento fundamental para los aborígenes americanos». Tanto es así que los primeros hombres, según el «Popol Vuh», el libro sagrado de los indios del Quiché, fueron hechos de maíz, después de haber fracasado las tentativas de crearlos con lodo y madera. La extensión de esta gramínea abarcaba buena parte de las Indias, según constata el P. José de Acosta en su «Historia Natural y Moral de las Indias»: «Así como en las partes del orbe antiguo, que son Europa, Asia y África, el grano más común a los hombres es el trigo, así en las partes del nuevo orbe ha sido y es el grano de maíz, y casi se ha hallado en todos los reinos de Indias Occidentales, en Perú, en Nueva España, en Nuevo Reino, en Guatemala, en Chile, en toda Tierra Firme. De las islas de Barlovento, que son Cuba, la Española, Jamaica, San Juan, no sé qué se usase antiguamente el maíz; hoy día se usan más la yuca y el cazabí». López de Gomara lo señala como el sustantivo de algo tan fundamental (para un castellano) como el trigo, que, naturalmente, era desconocido por los indios: «Tampoco tenían trigo en todas las Indias, que son otro mundo; falta grandísima, según la costumbre de aquí. Pero sin embargo, los naturales de aquellos lugares no sentían ni sienten tal falta, comiendo pan de maíz, y lo comen todos».

Gonzalo Fernández de Oviedo da, en su Historia Natural de las Indias, una descripción detallada de esta novedad y de su cultivo: «En la dicha isla Española tienen los indios y los cristianos que después usan comer el pan de estos indios dos maneras de ello. La una es maíz, que es grano, y la otra cazabe, que es raíz. El maíz se siembra y recoge de esta manera: este es un grano que nace en unas mazorcas de un geme (14 cm.) y más y menos longueza, llenas de granos casi tan gruesos como garbanzos; y para los sembrar, lo que se hace primero es talar los cañaverales y monte donde los quieren sembrar, porque la tierra donde nace yerba, y no árboles y cañas no es tan fértil, y después que se ha hecho aquella tala o roza, quémase y después de quemada la tierra que así se taló, queda de aquella ceniza un temple a la tierra, mejor que si se estercolara; y toma el indio un palo en la mano, tan alto como él, y da un golpe de punta en tierra y saca luego, y en aquel agujero que hizo echa con la otra mano siete u ocho granos poco más o menos del dicho maíz y da luego otro paso adelante y hace lo mismo, y de esta manera a compás prosigue hasta que llega al cato de la tierra que siembra y va poniendo la misma simiente, y a los costados del tal indio van otros en ala haciendo lo mismo y de esta manera torna a dar al contrario la vuelta sembrando y así continuándolo hasta que acaban. Este maíz desde pocos días nace, porque en cuatro meses se coge y alguno hay más temprano, que viene desde a tres; pero así como va naciendo tienen cuidado de lo desherbar, hasta que está tan alto que va el maíz señoreando la hierba». Incluso proporciona Fernández de Oviedo consejos sobre la mejor manera de comerlo: «y hase de comer caliente, porque estando frío ni tiene tan buen sabor ni es tan bueno de marcar, porque está más seco y áspero. También esos bolos se cuecen, pero no tienen tan buen gusto, y este pan, después de cocido o asado, no se sostiene sino muy pocos días, y luego, desde a cuatro o cinco días, se mohece y no está de comer». Inconveniente que debía ser tenido muy en cuenta en tierras de mucha humedad como Asturias, en la que se aclimató fácilmente, constituyendo a partir de entonces uno de los fundamentos de la dieta del asturiano.

El maíz recibía este nombre en Méjico y entre los indios barloventanos, en Perú se le llamaba «zara». Al grano tierno le llamaban «capia», y es «mucho regalo», según el Inca Garcilaso, y al duro «muruchu», que fue el que viajó a España. Se preparaba el maíz de diversas maneras, casi siempre caliente, porque si no se vuelve correoso y mohoso, «y no está de comer», como advierte Fernández de Oviedo, siendo la más extendida en forma de tortas o tortillas, que en Perú se llamaban «tanta»; en Nueva España, «tlascala» y en Tierra Firme, «arepas», y que merecieron el elogio del P. Cobo en su «Historia del Nuevo Mundo»: «En una ocasión que en un pueblo de indios deste reino nos faltó el pan, mandó el cura a las indias que nos hicieran tortillas de maíz como las que solían hacer antiguamente para sus caciques, y hiciéronlas tan regaladas y sabrosas que parecía fruta de sartén, porque amasaron la harina de maíz con huevos y manteca» escribe.

El maíz entra pronto en España, y no tarda en hacerse popular, ya que hasta Lope de Vega lo menciona en una de sus obras. A Asturias llega a finales del siglo XVI, de acuerdo con un contrato de arriendo fechado el 11 de octubre de 1600 en el que se especifican las simientes de cebada, trigo, maíz y legumbres. Según documentos aportados por Marino Busto, en 1598 ya se cultivaba en el concejo de Carreño. En un testamento fechado en Tamón el 9 de agosto de 1598, Juan Alonso de la Vallina y su esposa dejan a sus herederos «una fanega de maizo y otra de panizo», y meses más tarde, el 16 de diciembre de ese año, la viuda de Juan Cuervo, de Perlora, señala que «quedaron sin coger once fanegas de maíz y panizo por mediado, digo seis de maíz que cogí en la llosa de la fragua». Aunque se da como fecha de la recogida de la primera cosecha de maíz el año 1605, en Tapia, debido, sin duda, a la mayor relevancia de su interlocutor en aquellas tierras, el almirante Gonzalo Méndez de Cancio, que había sido gobernador y capitán general de La Florida, y de allí trajo aquel primer maíz, en dos famosas arcas.

La Florida, durante el siglo XVI, por conquista de Pedro Menéndez de Avilés, fue una especie de feudo de los asturianos en América. Nacido en San Esteban de Tapia, concejo de Castropol, hacia 1554, fue en sus comienzos armador y navegante por la costa cantábrica; luego amplió sus horizontes hacia los mucho más extensos de los mares americanos. En esas aguas luchó contra corsarios franceses y llegó a tener un enfrentamiento con sir Francis Drake, que se encontraba haciendo aguada en Guadalupe, y a quien desarboló dos naves. El 22 de marzo de 1596, Felipe II le nombra Capitán General de la Florida, cargo en el que le habían precedido otros dos asturianos, conquistador Pedro Martínez de Avilés y su sobrino, Pedro Menéndez, Marqués de Avilés. Como gobernador, contruyó hospitales e iglesias, reforzó la iglesia de San Agustín, la primera de América del Norte, que era de paja, y promovió el cultivo del maíz, proporcionando a quienes lo cultivaban semillas y herramientas, y edificó molinos para moler el grano; también sofocó una rebelión de los indios en la zona de Guale. Al ser relevado por Pedro de Ibarra en febrero de 1603, regresó a España, trayendo en su equipaje dos arcas, una de madera de cedro y otra de castaño, que contenían las semillas de maíz que mandó plantar en las vegas de Bría. Aunque retirado de América, de las luchas contra piratas y contra indios y de la administración, no se limitó al cultivo del maíz, sino que ocupó los cargos de Alcalde Mayor de Castropol y Capitán de Milicias, antes de fallecer en su casa natal de Casariego, en San Esteban de Tapia, el año 1622. En esta casa se conserva una de las arcas que vino de América, la de cedro.

El maíz se difundió muy rápidamente en Asturias. El P. Carvallo se refiere a él en Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias, obra publicada en 1695, pero escrita hacia 1613 (el retraso en su publicación debe achacarse al Santo Oficio y a suspicacias de la Compañía de Jesús, a la que Carvallo pertenecía, hacia sus miembros escritores): «Y en nuestros tiempos se ha comenzado la agricultura del maíz, que es el pan ordinario y común de las Indias, y lo produce esta tierra con grandísima pujanza». Incorporado el «pan indio» a la dieta campesina asturiana, en 1634 superaba en cotización al mijo y el panizo, aunque por debajo de la escanda, y dos años más tarde, la Junta General del Principado, dada la abundancia de las cosechas, autorizó su exportación «para promover las provincias comarcanas que padecen necesidad y donde tiene precio y valor». Poco más de veinte años después, las Ordenanzas de la Junta de Santos de San Pedro, del año 1659, prohíbe tales exportaciones alegando que «maíz, haba y paniza (son) mantenimiento de la gente pobre. Dentro de Asturias, el maíz se extiende por la totalidad del Principado, pronto su éxito será mayor en la zona oriental que en la occidental, de la que procedía originariamente.

Eduardo Méndez Riestra explica los motivos de este éxito porque «sus rendimientos (son) bastante superiores tanto a los del mijo como a los del panizo e incluso a los de la escanda. Por otro lado, resultaba perfectamente compatible con otros cultivos, al ser un cereal de verano. De este modo en las mejores tierras era posible obtener tres y hasta cuatro cosechas en dos años, al sembrar escanda o trigo en invierno (cosecha de verano); una vez recogido el cereal se sembraban nabos y cebada, que se cosechaba a fines de año; los rastrojos eran aprovechados por el ganado hasta la primavera, en cuyo momento se sembraba el maíz, junto a 'fabes', guisantes o calabazas, especies que se desarrollaban bien con el grano americano, todo lo cual era recolectado hacia octubre. Simultáneamente el nuevo cereal proporcionaba alimento al ganado, cuyas cañas y 'tarucos' se sumaban con forraje a nabos y cebada. Ello permitió una mayor estabulación de las reses y un consiguiente aumento del estiércol, con una mejora del abonado, que venía a cerrar el ciclo. Incluso las hojas de las mazorcas o 'panoya' tuvieron rápida aplicación como relleno de colchones en las viviendas más modestas».

Jovellanos afirma que «la sementera del maíz es la más general del país aunque revela algún desconcierto al deducir la antigüedad de su cultivo en esta tierra: «No creo yo que sea muy antiguo su cultivo en Asturias, a que algunos, engañados acaso por la autoridad de Cristóbal Pérez de Herrera, que habla de la introducción de este grano en España, quieren atravesar hasta el tiempo del descubrimiento de las Indias, de donde vino seguramente».

En el siglo XVIII se produjo una curiosa traslación del maíz desde la Asturias occidental, en la que se cultiva por primera vez, hasta la Asturias oriental, en la que se sigue cultivando, señalándose el límite de la Asturias del centeno (la occidental) y la del maíz (la central y oriental) en una línea imaginaria que iba desde el Cabo Vidio al puerto de Somiedo, según Florentino López Iglesias. Esta división determina incluso una organización económica y social diferentes: en la Asturias del centeno, la familia campesina es patriarcal, de heredero único, y con una economía doméstica basada en el ganado vacuno y ovino cabrío, en la agricultura, la vid (de las cuencas altas de los ríos Navia y Narcea) y la arriería, en tanto que en la Asturias del maíz la ganadería era fundamentalmente vacuna, las familias eran nucleares y los prados se gestionaban en comunidad. A partir del siglo XIX, la emigración a América fue uno de los motivos de la decadencia campesina de la Asturias oriental, en tanto que esa organización se mantuvo en la occidental hasta muy entrado el siglo XX. En su «Memoria geoagrícola de Asturias», Pascual Pastor, en 1853, señala el maíz en la costa («En la zona litoral se coge maíz») y el centeno en el interior («En la serie occidental se cultiva centeno en la montaña»).

El maíz se convirtió, pues, y en poco tiempo, en uno de los ingredientes principales de la alimentación de los asturianos, aunque contó con detractores, entre los que figura fray Toribio de Pumarada, que escribió un Arte General de Granjerías entre 1711 y 1712, en el que denuncia que «el maíz no es para poder fiar de él la gente su común y ordinario sustento. Y está vista de experiencia, años ha, las razones. Porque tiene dos manifiestos peligros: o quemarle los calores y falta de agua en julio y agosto, o quitarle de granar los fríos, en septiembre u octubre. Explícome más. O el maíz se siembra temprano o se siembra tarde. Si se siembra temprano, que para San Pedro esté reandado, ya con su sombra y el recio, y si la tierra es gorda y húmeda, se defenderá de los calores susodichos. ¿Pero cómo se defenderá en las tierras cálidas y secas? Y en unas y otras, ¿qué lo asegurará de los fríos de septiembre y octubre, y más si la tierra es fría? Si se siembra tarde, en cualquier tierra son casi seguros los dos peligros: porque lo cogerán los calores chiquito, muy niño, y sin hacerse sombra y cata, que en dos días se lo papan y consumen; y como será preciso venir después allá tarde, cogéranlo más tiempo los fríos y a pocos aprietos lo quitarán de granar y voló».

Sin embargo, y aparte estas cuestiones, contra lo que el sensato fray Toribio advertía era contra los peligros del monocultivo: «¿Cómo pues en granos de tantos peligros (tan naturales y tan manifiestos, y tan experimentados en muchos y muchos y repetidos años) se puede fiar el sustento cotidiano de la gente por todo el año? Fíese sí en los otros granos que en la ley y establecimiento quedan expresados. Porque esos naturalmente no están sujetos a los dos dichos peligros».

Jovellanos, al tiempo que reconoce la extensión del maíz por toda Asturias se hace eco de las críticas, añadiendo que «si esta preferencia es o no útil, véase aquí un problema muy disputado en las conversaciones ordinarias de este país. Por la utilidad está la costumbre general, no solo del cultivo, sino también del alimento, pues el pan hecho de ese fruto, que llaman 'borona' es el que come todo el pueblo rústico, y además lo que llaman en algunas partes 'fariñes' y en otras 'farrapes', que es una especie de farro o poliento hecho con la harina de maíz cocida en agua; también aboga por la utilidad la abundancia de los productos, muy superiores a los del trigo, la poca aptitud de la tierra para la sementera de éste, el convalor de los demás granos y, sobre todo, la dificultad de volver atrás las ideas y las opiniones de un pueblo entero».

En cuanto a los inconvenientes, enumera «las penosas y continuas labores con que debe se solicitada la tierra para producir el maíz; la necesidad de agua en todos los meses del estío, a que no siempre responde el cielo aunque por lo común es lluvioso; la poca virtud de las tierras altas para una planta tan hambrienta y que las esquilma cual otra ninguna; y, en fin, la estimación en que deja las tierra doblando la exigencia de abonos y labores».

Y al cabo, Jovellanos llega a una opinión equidistante y prudente: «Véase el pro y el contra del problema. Yo me guardaré bien de empeñarme en su resolución sin el debido conocimiento. Pero cuidado con la alteración si se pensare en ella, que es cosa muy delicada y peligrosa, cuando se trata de objetos de primera necesidad, cambiar las opiniones de un pueblo que no sabe leer sino en el cielo y en la tierra».

La introducción de la patata en Asturias fue más tardía y tuvo mayores dificultades que el maíz; aunque una vez vencidas éstas, su éxito fue no menos inmediato que el del «pan indio». Seguramente es la patata el fruto procedente de América de aceptación y difusión más universal; como afirma John Steinbeck en alguna página de «Al Este del Edén», pocas cosas hay más inconcebibles que una buena chuleta sin su guarnición de patatas. No obstante, su entrada en Europa fue lenta y recelosa, salvo en Alemania e Irlanda, a donde la llevaron los ingleses, que a su vez la habían recibido en las naves de sir Walter Raleigh, quién sabe si a modo de experimento. Durante un par de siglos fue apreciada más como adorno que como alimento, hasta que Parmentier, siendo farmacéutico del Hospital de los Inválidos, la impuso contra los prejuicios que sobre ella existían. De manera que si los ingleses dieron las patatas a los irlandeses, Parmentier se las dio a los alienados. Posteriormente, las campañas napoleónicas extendieron las patatas por toda Europa; en ello tal vez haya influido el nombramiento de Parmentier como inspector de Sanidad Militar en 1803. También se ocupó de popularizar el uso del maíz.

La patata, que había llegado a España en las naves de los conquistadores, vuelve a entrar con los ejércitos de Napoleón. Curioso destino el de esta solanácea, que siempre que llega a nuestro país lo hace a la sombra de las armas. Antes de la invasión de Napoleón la patata era muy poco apreciada en las mesas distinguidas, como lo certifica un comentario de don Ramón Mesonero Romanos, que recuerda en las «Memorias de un setentón», haber comido las primeras patatas de su vida, y como cosa extraordinaria, durante la Navidad de 1808.

Las patatas fueron descubiertas por los conquistadores españoles en un valle de los Andes, cerca del Cuzco, la residencia de los antiguos reyes del Perú; pero no se fomentó su cultivo. Sir Walter Raleigh las trae a Europa en 1586, y ya se ha dicho que fueron destinadas para alimento de los irlandeses. Contra la patata existía la prevención de que casi todas las solanáceas son venenosas, por lo que se consideró menos arriesgado utilizarlas en los jardines que en las mesas. Al fin, Parmentier consiguió imponerlas, y fue tal el empeño que desplegó en su defensa que muchos creían que fue él quien las había inventado. Así que las patatas volvieron a España, lo mismo que algún escritor argentino, a través de Francia.

Pedro Mártir de Anghiera menciona la patata muy tempranamente, en 1516, pero sin adivinar su importancia. Habrá de pasar un tiempo para que Pedro Cieza de León la describa en su «Crónica del Perú»: «De los mantenimientos naturales fuera del maíz hay otros dos que se tienen por principal bastimento entre los indios; al uno llaman 'papas', que es a manera de turmas de tierra, el cual después queda tan tierno por de dentro como castaña cocida; no tiene cáscara ni hueso más que lo que tiene la turma de la tierra, porque también nace debajo de tierra, como ella; produce esta fruta una hierba ni más ni menos que la amapola».

La historia de la patata en Europa es compleja. Algunas de las primeras fueron enviadas a Europa y constituyeron una curiosidad botánica. A Inglaterra llegaron gracias a piratas y aventureros como Hawkins, Raleigh y Drake, a quien, por cierto, es imposible no encontrar en empresa alguna relacionada con el mar en su tiempo. Después de su introducción en Irlanda el botánico francés Charles de l'Ecluse la introduce en los Países Bajos en 1588. Pero Martínez Llopis proclama que «debe quedar sentado que los primeros que experimentaron la patata como alimento fueron los españoles. En 1573, la comunidad religiosa que regía el Hospital de Sevilla pasaba por unas desafortunadas circunstancias económicas, pues a pesar del saneado patrimonio que poseía, sus bienes no le alcanzaban para alimentar debidamente a sus enfermos y pobres. El ecónomo de este centro benéfico, al considerar que las colectas que se venían realizando resultaban insuficientes, tuvo la idea de comprar los nuevos tubérculos que cultivaban algunos colonos que habían regresado de América, que por la poca aceptación que tenían en el mercado se vendían a precio muy bajo. Así, lo que las gentes refinadas rechazaban, resultó un excelente alimento para los enfermos hospitalizados». Posteriormente, se destinó a las gentes pobres y a los soldados. Lo que, evidentemente, no es manera de prestigiar un alimento, y mucho menos un alimento precedido de muy mala fama.

En Asturias, la primera descripción de la patata está relacionada también con otro grupo marginal, los vaqueiros. Escribe Jovellanos en su novena carta a Ponz que «hay algunos que a la cría de ganados juntan el cultivo de las patatas, y los que así lo hacen, apenas conocen otro alimento que este fruto y la leche; mas como no sea dado a todos los vaqueiros la proporción de este cultivo, porque o la esterilidad o la estrechez del suelo lo rehúsa, los que carecen de tan buen auxilio tienen que comprar maíz, pues viven de boroña o de una especie de polentas hechas con harina de este grano». José Caso anota a propósito de este párrafo: «Creo que es este el primer testimonio del cultivo de la patata en Asturias y testimonio curioso; recuérdese que todavía hacia 1817 se leía a los campesinos días festivos una real orden que recomendaba a las autoridades locales a los párrocos que aconsejasen el cultivo de la patata, contra la que había grandes prevenciones». Esto es: que aunque algunos vaqueiros las cultivasen, el resto de los asturianos las rechazaban. Más o menos de la misma época que la carta de Jovellanos en es el «Diálogo de las glorias de Asturias», del clérigo de Villaviciosa Bruno Fernández Cepeda, en el que aparece la patata entre los productos de la huerta de Asturias.

Eduardo Méndez Riestra adelanta un poco la mención de las primeras patatas asturianas. «La mención más antigua parece corresponder al año 1753, en el concejo de Boal, registrándose otras para Navia y Villaviciosa en 1772. El propio Jovellanos las menta en sus Diarios, aún con el nombre de 'batatas', e incluso en alguna ocasión con el de 'castañas de Indias' según se la denominaba a veces por entonces. El geógrafo Fermín Rodríguez considera que su adaptación se habría dado previamente en Europa, como prueba el hecho de que algunos las conocieran como 'patatas de Francia' y en Asturias habría penetrado a través de los concejos limítrofes con Galicia, región en la que el cultivo se documenta en 1788».

El botánico Durieu, que recorrió Asturias en 1835, aporta una noticia de gran interés: «Actualmente, lo mismo que en la parte llana de Asturias, también se producen abundantes patatas en el valle del Naviego, prósperamente cultivadas por todas partes hasta la región subalpina, de igual modo que el centeno, los cuales constituyen casi el principal alimento de los moradores. En Asturias, su reciente aparición fue poco afortunada en los comienzos, porque el clero, sintiendo la consiguiente disminución del tributo diezmal (ya que los llamados frutos nuevos no se consideraban diezmables), se desató desde los púlpitos contra la 'raíz del diablo', e hizo todo lo posible por arrojar de la provincia la especie advenediza, consiguiéndolo de primera intención; pero luego, como reapareciera el exótico tubérculo y suscitase idéntica tempestad, por la protección de las autoridades pudo resistir con más fortuna y consolidarse finalmente, de tal manera que su cultivo rotatorio se ha hecho común hasta en los últimos valles de Asturias, como e las cultas regiones de nuestra Europa septentrional. Indicio de que los españoles se van civilizando muy digno de subrayarse».

No obstante, este tardío cultivo de la patata tuvo algún efecto benéfico ya que al producirse la plaga de la patata a mediados del siglo XIX a causa de la sarna ordinaria de la patata y de la «phytophtora infestas» no tuvo las desoladoras consecuencias que en otros lugares, como Irlanda, por ejemplo, por estar los cultivos más diversificados, y no obstante alcanzar la hambruna también aquí proporciones gravísimas, agravadas por la actuación de un gobernador civil harto incivil. Y a pesar de todo y bien mediado el siglo, Alejandro Oliván anota en su «Manual de agricultura» en 1856, que «se encuentran gentes que desdeñan la comida de la patata».

Pero los prejuicios fueron derrumbándose poco a poco, y el 25 de octubre de 1878, Máximo Fuertes Acebedo escribe en la «Revista de Asturias» que «cuando se pudieron apreciar las excelentes cualidades de esta planta alimenticia y sus aplicaciones a la industria, la patata fue cultivada con interés en todas las comarcas del mundo, así en las altas montañas como en las riberas del mar, pues en todas partes se arraiga, vive, crece y fructifica».

El maíz y la patata fueron las consecuencias más apreciables del descubrimiento de América en el ámbito campesino; tanto, que un gastrónomo como Busca Isusi habla de «cocina precolombina» al referirse a la anterior al maíz y la patata, y en la que el pote se hacía con nabos y castañas. El destino de ambos frutos americanos fue, por lo demás, bien diverso: el maíz tuvo pronto éxito y hoy es testimonial; en cambio, la patata se universalizó después de vencer fuertes prevenciones.

El Catoblepas · septiembre 2006