Historia política y novela histórica en el siglo XIX español/ noviembre 2006 (original) (raw)

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Ignacio Gracia Noriega

¿Puede reducirse la historia política del siglo XIX al enfrentamiento entre los defensores de ciertas concepciones del progreso a otros que se oponían a ellas, con todas las variantes que se quiera?

El siglo XIX entra en España en 1808. En este sentido, puede decirse que España va muy retrasada con respecto a su modelo francés, que había sido abolido en 1789. En España, el «antiguo régimen» pervive hasta la invasión napoleónica, y aún da coletazos con las dos reacciones absolutistas de Fernando VII, en 1814 y en 1823; aunque por sus características peculiares, borbónicas y españolas, más que por ir contra corriente, ambas reacciones fernandinas presentan un carácter fuertemente grotesco, de caricatura con aspectos desvergonzados del «antiguo régimen».

El siglo XIX español se inicia con una guerra y concluye, en el aspecto cronológico, con un desastre: la pérdida de las últimas colonias. Aunque el siglo XIX en España entra mucho en el siglo XX. Según algunos historiadores, el siglo XX, en Europa, no entra hasta los primeros cañonazos de la Gran Guerra, 1914. España, que se mantuvo neutral en esa guerra, aunque tomando partido, con los decididos enfrentamientos, aunque verbales, entre aliadófilos y germanófilos, humorísticamente retratados por Wenceslao Fernández Flórez, en «Los que no fuimos a la guerra», todavía se mantendrá decimonónica hasta el comienzo de la suya, o acaso hasta la revolución de Asturias en octubre de 1934. La guerra civil de 1936-1939 culmina la profunda división en dos grupos de parecida fuerza, virulencia y capacidad energuménica, que caracteriza a la historia española moderna. Aquí hubo enemistades irreconciliables: entre cristianos viejos y conversos; entre gongorinos y culteranos, con su curiosa derivación taurina: Góngora era taurófilo y Quevedo antitaurino; entre afrancesados y patriotas; entre constitucionalistas y anticonstitucionalistas; entre carlistas y liberales; entre aliadófilos, que representaban a la burguesía ilustrada y liberal, y germanófilos, más partidarios de soluciones autoritarias, y, en fin, entre «rojos» y «nacionales», que fueron quienes llevaron esos enfrentamientos al campo de batalla en 1936. Tan español es ese enfrentamiento que Miguel de Unamuno decía que en él mismo lidiaba un carlista y un liberal. Y tan local y universal al mismo tiempo. El enorme zanjón que separa a las dos Españas empieza a abrirse de manera definitiva e irremediable en las Cortes de Cádiz, siendo las cabeceras de cada una de ellas dos asturianos de dos concejos limítrofes y estrechamente relacionados, Ribadesella y Llanes: el llanisco Pedro Inguanzo y Rivero, por aquel entonces canónigo de Oviedo y luego arzobispo de Toledo y cardenal, portavoz del conservadurismo o, para ser más exactos, como señala Gustavo Bueno Sánchez, de la reacción, y el riosellano Agustín Argüelles, el gran orador y político liberal.

Según explica Valentín Andrés Álvarez en sus deliciosas Memorias del medio siglo, el paso del siglo XIX, liberal, romántico y bohemio, al XX, socializante y centralizador, tiene su metáfora en el cambio de iluminación del quinqué a la iluminación eléctrica: «pues el quinqué, la luz que hace uno mismo en su casa, es individualismo puro, mientras que la bombilla nos enchufó a todos a una central.»

Sin embargo, el neutralismo español en 1914-1918, retrasó la entrada, para bien o para mal, de España en la modernidad. Un humorista y un poeta reaccionaron contra esa neutralidad que repetía el estruendo de los campos de batalla sobre las mesas de mármol de los cafés. Según Julio Camba: «Esta neutralidad ustedes debieran organizarla como se organiza una guerra. Debieran ustedes hacerla valer diplomática e industrialmente. Una neutralidad consciente y activa, no esa neutralidad perezosa de no querer complicarse la vida y de no querer mezclarse en los destinos de Europa». Y Antonio Machado, a su vez, escribe:

¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.
Salud, ¡oh buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,
yo te saludo. Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes
el arma de tu vieja panoplia arrinconada;
si pules y acicalas tus hierros para, un día,
vestir de luz, y erguida: heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía...

La guerra del 14 fue otra oportunidad desaprovechada. La neutralidad llegó a interpretarse fuera de España, y en España misma, como expresión de impotencia, de dejadez: era la «España sin pulso» de Silvela, la que había perdido las colonias, más por incapacidad de los políticos que de los militares, la que a lo largo del conflicto europeo sustituía los ejércitos por las tertulias. Incluso un escritor tan ajeno a estas cuestiones como William Faulkner aventura en su novela Una fábula que España se mantenía al margen del conflicto por carecer de medios: de medios espirituales, más que materiales, hubiera debido añadir.

La Gran Guerra, eso sí, trajo grandes beneficios económicos, aunque el dinero de la neutralidad es como el que se obtiene con el juego, y se va tan fácilmente como llega: aquella bonanza trajo la carestía que provocó las grandes convulsiones sociales de 1917. Todavía estaba España en el siglo XIX: todavía se vivía en la España mostrenca y sin pulso de la primera restauración borbónica. Sólo al dar el general Primo de Rivera su golpe de Estado para proteger a la Monarquía, destruye la Monarquía, ya que al abolir la Constitución, derriba la base sobre la que se sustentaba el sistema monárquico. La única salida natural y lógica era la República: una República que trajeron los que habían sido aliadófilos durante la Gran Guerra, es decir, liberales burgueses, en medio de la indiferencia, cuando no de la hostilidad, de las organizaciones socialistas y anarquistas. De no haber sido por la decidida actitud republicana de Indalecio Prieto, el PSOE hubiera permanecido al margen de la gestación republicana, y no olvidemos que si prieto intervino en el Pacto de San Sebastián, lo hizo a título personal. Largo Caballero desconfiaba de la República, y ya en plena guerra civil, el poeta marxista César Vallejo escribe en un poema sombrío de España, aparta de mí ese cáliz: «Cuídate España, de tu propia España», y también un severo e inquietante: «Cuídate de la República». Estaba claro que aquella guerra no se hacía para defender a la república liberal, parlamentaria y decimonónica, que representaba, por seguir con César Vallejo, la hoz sin el martillo y el martillo sin la hoz. Las viejas ideologías caen, y en la guerra civil se enfrentan esos dos hijos (malditos) del siglo XX, el fascismo y el socialismo, las dos caras de la misma moneda totalitaria. Y para colmo del sarcasmo, le toca introducir a España en la modernidad a un general retrógrado, al general Franco, que añoraba el retroceso hasta la época de Isabel y Fernando.

España abandona el «antiguo régimen» con una guerra en la que se enfrentan las fuerzas que, más desarrolladas, volverían a enfrentarse en 1936, y que, en rigor, estuvieron enfrentándose a lo largo de todo el siglo XIX.

1808 y 1939 se libra una misma batalla, unas veces con retórica política y otras, demasiadas veces, con las armas en la mano. Abandonar el «antiguo régimen» sólo significaba el principio: como muy lúcidamente vio Benito Pérez Galdós, el español abandona su casa en 1808, y desde entonces acá no ha encontrado otra patria a la que regresar. Sólo en 1939 España cambia de siglo. Inicia un nuevo periodo de su historia, autoritario y con tintes fascistas. Pero el fascismo ya es pleno siglo XX. Lo mismo hubiera ocurrido de haber ganado el otro bando, igualmente totalitario. La represión no hubiera sido menor, y a la vista de los ejemplos que nos ofrece la historia de la Europa llamada del Este, los resultados hubieran sido peores.

La historia del siglo es la historia de un constante enfrentamiento entre dos concepciones antagónicas y frenéticas. Dos concepciones en cierta medida utópicas, ya que mientras los defensores de una sitúan la historia en el futuro, los otros la colocan en el pasado, con absoluto olvido por parte de ambos del presente. Ese enfrentamiento entre progreso y reacción, entre hoy y ayer, ya se perfila la noche misma del primer día de la guerra que abre nuestro siglo XIX. Comentando el cuadro de Goya sobre el 3 de mayo de 1808 que nosotros conocemos por Los fusilamientos de la Moncloa, Hugh Thomas escribe: «Representa también un momento auténticamente decisivo en la infortunada y ambigua historia de la España moderna. El hombre de la camisa blanca (que ocupa una posición central en el cuadro, a punto de ser fusilado no está del lado del progreso. Por el contrario, sus opiniones eran sin duda primitivas. Pudo incluso ser pagado o atiborrado de alcohol para tomar la posición heroica que tomó. O pudo ser un inocente viandante, o un albañil trabajando en la iglesia de Santiago y San Juan y arrastrado al fuego 'pour encourager les autres'. Si era un nacionalista, como ha sido siempre calificado, el suyo era probablemente un nacionalismo estrecho, que encarna la opinión de Einstein sobre el nacionalismo: 'una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad'. Además, puede haber sido muy peligroso y, en este momento, tener la mente fija en Dios; o, dado que es español, más probablemente en su Virgen local, quizá la Virgen del Pilar de Zaragoza, la divinidad particular de su creador, Goya. Sin embargo, al matarle a él y a sus camaradas de los disturbios del 2 de mayo de 1808, los franceses propinaron un tremendo frenazo a la idea de Progreso. Los siguientes 150 años –o más– de historia política española pueden ser presentados como un comentario alos temas sugeridos por este cuadro. Está ahí el patriotismo, pero es religioso y antirracional; está ahí la Razón, pero es extranjera y brutal. La lucha por la ilustración política desde aquellos días ha sido dura. ¿Cuántos miles o centenares de miles de otros patriotas han muerto, sobre todo a manos de sus propios compatriotas, como ese hombre y sus camaradas, en vano, honorablemente y por una causa en la que creían pero acerca de la cual la historia da una respuesta ambigua?»

Esa causa, añadamos nosotros, se va perfilando a lo largo de un siglo en el que se suceden guerras, revoluciones, contrarrevoluciones y constituciones. El siglo XIX en España es un siglo de guerras civiles. Escribe T. S. Eliot en su ensayo sobre John Milton que las guerras civiles son las únicas verdaderamente serias, porque no terminan nunca. En España no terminan nunca, además, porque por apresurarse a concluirlas, quedan pendientes las más de las cuestiones que se dilucidaban. El abrazo de Vergara no significó una paz, sino una tregua, y la Constitución de 1876 no hizo otra cosa que aplazar unos problemas que habían de estallar de manera virulenta en la ya mencionada entrada de España en el siglo XX. Ni la revolución de 1868 fue realmente una revolución, ni las guerras carlistas terminaron del todo. Si algo define al siglo XIX es la provisionalidad.

¿Puede reducirse la historia política del siglo XIX al enfrentamiento entre los defensores de ciertas concepciones del progreso a otros que se oponían a ellas, con todas las variantes que se quiera? Probablemente sí. Un problema fundamental es el de la apertura a Europa. La guerra de las comunidades de Castilla fue un fenómeno tan complejo que resulta difícil considerarlo de manera unitaria, ya que en él confluyen los intereses de las incipientes burguesías urbanas con un espíritu medieval todavía poderoso, y el rasgo que unifica a ambas posiciones aparentemente contrarias es el rechazo del nuevo rey que venía de afuera, de Carlos I y sus consejeros borgoñones, es decir, de Europa. El problema se acentúa en el siglo XVIII, en que al fervor europeísta de unos pocos se opone el rechazo frontal por parte de de los más. Ojo: de los más porque eran los más manipulables, y en este sentido, la guerra de la Independencia, con la que termina el siglo XVIII español, según ya hemos dicho, es una reacción tan antieuropea como la de los comuneros. El ilustrado y europeísta, reconocidamente europeísta, no era menor en número que el ultramontano a ultranza. Ambos constituían minorías. Según José Cepeda Adán: «Precisamente el carácter de esta centuria está determinada por el juego de fuerzas que representa un grupo de minorías actuando sobre la masa de los pueblos –sujetos pasivos y menores de edad– en busca de un mejoramiento del orden establecido. Es verdad que estas minorías tienen puestos los ojos al otro lado de los Pirineos y muchas veces resulta insufrible, cuando no ridícula, esa mirada –las camisas enviadas a planchar a Francia–. Esto constituye, si se quiere, una nota desfavorable para ellos, porque con esos modos destruyeron cosas venerables y positivas del ser español. Pero siempre ha ocurrido así. Todo proyecto de reforma implica al mismo tiempo un cambio y un modelo a imitar; se parte de una situación para alcanzar lo que se pretende, tomando de aquí de allá los materiales que se consideren más útiles. A estos vientos ultrapirenaicos se opone el muro de los que defienden una manera de ser genuina e incontaminable. Precisamente ellos marcan el punto 'non plus ultra' a donde debían de llegar las aguas, y por ello mismo su postura resulta fructífera en el resultado general de esta centuria. Con su insobornable defensiva frenaron la loca carrera de formas extrañas que hubieran vaciado el contenido español y, en cambio, hizo posible un atemperado clima por donde discurriera el proceso».

De todos modos, el proceso no discurrió de forma armónica ni apacible. Las Cortes de Cádiz son herederas de ese siglo XVIII del despotismo ilustrado que gobierna para el pueblo, pero sin el pueblo. Según escribe García de Cortázar, «el modelo instaurado en Cádiz sigue adoleciendo de un exceso de elitismo. Como en el siglo XVIII, reaccionarios y progresistas constituyen minorías, sin la fuerza suficiente para imponerse una sobre otra e incapaces de llegar a un acuerdo, lo que provoca una inestabilidad generalizada durante toda la centuria. La monarquía, lejos de mantenerse al margen, se comprometerá, según el único criterio de sus propios intereses y los de las clases acomodadas, desprestigiando la institución, y poniendo en peligro su supervivencia».

Esa inestabilidad genera las guerras civiles, aparte que tres de los grandes hechos históricos del siglo, las guerras civiles, la desamortización de Mendizábal y la primera restauración borbónica, no resuelven, acaso por no enfrentarlos de manera directa o suficiente, los problemas de fondo planteados. El enfrentamiento y la inestabilidad perjudican, naturalmente, a todos los ámbitos de la sociedad, incluido el científico: «Desgraciadamente, el examen sereno de nuestro pasado científico ha estado sometido a la misma deformación que toda la vida española a partir de los comienzos del siglo XIX: a la absurda, a la insensata división de los españoles en derechas e izquierdas, cuyo primer episodio, de sentido un tanto borroso todavía, es en realidad, la guerra de la Independencia, dibujándose después con caracteres no siempre sangrientos pero siempre trágicos en las luchas políticas del reinado de Fernando VII; y culminando en las guerras inciviles, que llama civiles la Historia, las dos que ensangrentaron nuestra península por la sucesión del trono y las que después hemos visto nacer y crecer con ímpetu que nos acongoja, bajo el nombre de luchas de clases: fenómeno este último universal, pero al que nosotros hemos infundido también el fermento rencoroso y esterilizador de nuestra castiza pugna de derechas e izquierdas –escribe Gregorio Marañón–. Y a través de esa luz que ciega y no alumbra, se ha planteado por las mentes más características de uno y otro bando, el problema de la ciencia española; problema que requiere la ecuanimidad que dan el silencio y la penumbra gris de la celda de trabajo y no el estrépito y el fulgor que vienen de la barricada».

Tenemos, pues, un siglo de guerras civiles, de liberalismo exaltado aunque retórico, y de reaccionarismo no menos exaltado, pero acaso algo menos retórico, y, por tanto, en algunos momentos, más eficaz. Como escribe Pío Baroja propósito de los fracasos de los generales liberales en su intento de frenar al general carlista Gómez, que dio una «vuelta a España» en 1836, sin encontrar grandes obstáculos: «El reaccionario ha sido reaccionario de veras; el liberal ha sido muchas veces liberal falso, de pacotilla».

Las convulsiones políticas del siglo XIX universalizan una serie de palabras, que pasan a las principales lenguas europeas con su forma española, siendo las más notables y características «liberal» y «guerrilla». Naturalmente, éstas y otras palabras amplían entonces su campo semántico hasta el extremo de cambiar o modificar su significado originario. El amante liberal, de la novela de Cervantes, no era, en modo alguno, un secuaz de D. Agustín Argüelles, sino, si nos atenemos a Covarrubias, «el que graciosamente, sin tener respeto a recompensa alguna, hace bien y merced a los menesterosos, guardando el modo debido para no dar en el extremo de pródigo; de donde se dijo liberalidad la gracia que se hace». Y en el «Nuevo diccionario de la lengua castellana» de 1866, no figura el término liberal con su significado político hasta su quinta acepción: «Amante de la libertad, enemigo de la tiranía; más o menos demócrata». En cuanto a guerrilla, es la «partida de tropa ligera que hace descubiertas y rompe los primeros fuegos». Es la forma más efectiva de lucha de los españoles tanto en la guerra de la Independencia como en las guerras carlistas. Un tipo de guerra que tiene poco que ver con las formas convencionales de guerra y con la organización del ejército profesional. Para ser guerrillero no son necesarios grandes conocimientos de academia militar, sino un exacto conocimiento del terreno que se pisa. Por eso, los mejores guerrilleros son cazadores, como el cura Merino, o pastores, como aquel pastor lusitano llamado Viriato, que fue la pesadilla de las legiones de Roma. Los cántabros y astures resistieron a Roma aprovechando las grandes montañas de su territorio, y, como escribe el historiador Floro, «Fueron los primeros, los más temibles, fieros y pertinaces en la rebelión». Para que una guerra de guerrillas sea efectiva es necesario un territorio montañoso, poblado por pastores y cazadores, con carácter individualista y suspicaz. Todas esas cosas sobraban en la España y en los españoles de comienzos del siglo XIX.

El ejército que se encara con la guerra de la Independencia era un ejército del pasado, borbónico, pesado y rutinario. «En una sociedad sin otra política que las intrigas cortesanas, el ejército estaba sometido al absolutismo, concluida la rebeldía que, durante los siglos XVI y XVII, agitaba esporádicamente a los mercenarios de los tercios –escribe Gabriel Cardona–. Ni la carrera militar existía en el sentido actual ni la guerra ofrecía oportunidades, como en los tiempos de la conquista de América». Es obvio que este ejército, en el que «las unidades de la Guardia era una fábrica de privilegios para la nobleza militar, que se adueñaba de los mayores honores, grados y sueldos por el procedimiento de acaparar un número de plazas de generales, coroneles y jefes mucho mayor del necesario para encuadrar los efectivos», no era el más adecuado para enfrentarse a Napoleón. Por ello, las guerrillas sustituyeron con éxito al ejército convencional, que, durante esta guerra y a partir de ella, pasa de ser un ejército real, del Rey, a convertirse en un ejército nacional. A la muerte de Fernando VII se busca en los militares el apoyo a Isabel II. El 2 de octubre de 1832 se levanta en Talavera la primera partida por Don Carlos. Las guerras carlistas serán los caldos de cultivo de un militarismo de carácter liberal, con generales demasiado aficionados a intervenir en política. Cada partido procuraba tener de su parte al consiguiente espadón, para que, en caso de necesidad, diera el «cuartelazo» o hiciera el «pronunciamiento» para recuperar con las armas lo que se había perdido con los votos. Así surgen los Espartero, los Narváez, los O'Donnell, los Serrano, los Prim... No eran militares sanguinarios, y muchos de ellos eran decidida y sinceramente liberales. Narváez, por ejemplo, más conocido por el «Espadón Loja», procuró ser un buen administrador en el aspecto civil y en el militar, sujetó al ejército mediante la aplicación de la disciplina y del principio de «paga y vara». (Pero, a consecuencia de esto, como escribe Pedro Antonio de Alarcón, «los políticos cuentan por revoluciones y por constituciones, por motines y por palizas».)

En consecuencia, tenemos de una parte la militarización de la política, y de otra, la politización del ejército. El ejército español no hubiera tenido las características que le definieron durante más de un siglo de no haber sido porque los partidos políticos recurrieron a él con excesiva frecuencia. El ejército, es obvio, está para otras cosas, pero daba la sensación de que en España, en algunos momentos del siglo XIX, sólo existía para sacarle las castañas del fuego a los políticos. No se crea que este aborrecible vicio de la clase política española termina con el siglo XIX, ya que en el XX, durante la segunda restauración borbónica, del mismo modo que los políticos decimonónicos se atraían a los generales y coroneles adictos, los actuales procuraron atraerse a los jueces, colaborando de este modo al vergonzoso desprestigio de una institución ya de por sí desprestigiada. El caso más conocido, bochornoso y grotesco, es el del juez Baltasar Garzón, a quien Felipe González captó personalmente para las filas del PSOE, figurando durante algún tiempo de sobredicho juez como diputado socialista. Posteriormente surgieron diferencias entre el jefe de filas y el juez militante, cambiando éste la política activa por el frenesí judicial. Durante algún tiempo pretendió erigirse en el «sheriff» de la democracia en el planeta, aunque no puede decirse que haya salido muy bien parado de sus aventuras internacionales. Lo mismo ocurrió con los espadones del siglo pasado, que por lo general tampoco demostraron ser en el terreno profesional grandes lumbreras. Ganaron las guerras carlistas con dificultad, pese a la gran superioridad de medios de que disponían; las aventuras coloniales en África, Asia, Méjico, &c., acabaron en agua de borrajas; y, finalmente, terminaron el siglo perdiendo las últimas colonias: no por culpa de ellos, todo hay que decirlo.

La Iglesia tampoco se mantuvo neutral. Agraviada en lo que más duele por la desamortización, pronto se puso a la cabeza, cuando no lo encarnó, del espíritu reaccionario. No era ésta, ni con mucho, la Iglesia del siglo XVIII, ni siquiera la de las Cortes de Cádiz, en la que numerosos clérigos defendieron ideas avanzadas, frente a las ideas conservadoras de otros cuya figura más notable fue Inguanzo. Clérigos como Martínez Marina o Lorenzo Villanueva son imposibles de encontrar avanzado el siglo XIX.

A la muerte de Fernando VII se instaura un sistema liberal, más o menos democrático. Pero la democracia, como observa Alberto Lista, «tiene muchos estómagos y muchas manos». El predominio democrático en España es inseparable de la corrupción, e incluso de la arbitrariedad. A partir de entonces, el enfrentamiento entre los españoles sigue planteándose en parecidos términos a como se había planteado en el siglo anterior; sólo que ahora el enfrentamiento se ha popularizado y generalizado, y eso es lo absolutamente peligroso. «Románticos tradicionalistas –revolución hacia el pasado– y románticos liberales –revolución hacia el futuro. Catedrales góticas y Monarquía tradicional en unos. Máquinas de vapor y Constitución en los otros –escribe Cepeda Adán–. El punto de partida es el mismo, y, sin embargo, parece que únicamente se ha reconocido esta posición en la Revolución hacia la izquierda, como si la contraria no quisiera también borrar la realidad, escapándose a un tiempo imposible, como paradigmático de la felicidad».

El enfrentamiento –insistamos– no es nuevo; pero va cobrando formas muy complejas. Se trata de la oposición entre el mundo rural y el mundo urbano, entre el capitalismo y la sociedad agraria, entre la organización nacional y la patriarcal, entre el centralismo y los viejos fueros locales. Y no hay posibilidad de tregua y compromiso entre unos y otros. Lentamente, penosamente, va surgiendo una mezquina clase media urbana como la que Galdós describe en «Torquemada en la hoguera», sobre la que se apoyará la primera restauración borbónica. Cánovas compone la Constitución de 1876, «pesada, meditada, analizada en cada una de sus palabras con la esperanza de que con ese tono mesurado encuentren los españoles el reposo necesario. Los hombres de la Restauración se lanzan a la tarea de pacificar los espíritus, y quizá esta urgente necesidad les hizo olvidar que aquella sociedad exigía también, para que el intento resultase fructífero, un adiestramiento honrado y paciente de sus virtudes cívicas, a fin de conseguir la savia eminentemente popular que, arrancando del suelo, llevase hasta los gobernantes el latido cordial y entusiasta de las masas» (Cepeda Adán). En el extremo opuesto incurre la Constitución negociada cien años más tarde, sobre la que se asienta la segunda restauración borbónica presente, y que se ha preocupado por lograr buenos demócratas antes que buenos ciudadanos.

El siglo XIX presenta en España un aspecto revuelto y clamoroso. «La primera impresión que produce cuando nos asomamos a él es trepidante y confusa –escribe Cepeda Adán–. Suenan muchos tiros; hay pronunciamientos con intervalos de pocos años; se interrumpe violenta y frecuentemente la marcha del Estado; funcionan los pelotones de ejecución; se promulgan a cada paso nuevas Constituciones; se derrocan y reponen reyes; echan a andar los ferrocarriles entre el humo de sus máquinas y el humo de los escándalos financieros; aparecen en algunas zonas del país –Cataluña y País Vasco– los primeros ensayos modernos de un industrialismo positivo; se suceden los hombres y los gobiernos con rapidez funambulesca; se desgastan los partidos políticos y se cambian por otros; la personalidad regional, en un federalismo exasperado, se anarquiza en el cantonalismo; se copian fórmulas extranjeras –la Restauración–, en el fondo también nostalgia de una especial Europa serena y burguesa; y como traca final, una guerra triste con soldaditos comidos por la fiebre que ven arriar la bandera de España en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Parece que el siglo no tiene hilo conductor, y si lo tiene éste no es otro que la Revolución permanente».

Resumiendo: en el siglo XIX se producen cuatro guerras civiles (si entendemos la de la independencia también como una guerra civil); cinco Constituciones (aparte, por ejemplo, que Fernando VII no otorga otra Constitución que derogue la de Cádiz, la cual volverá a entrar en vigor en 1820), dos reyes extranjeros, una reina destronada, una república efímera y un rey repuesto previo el consiguiente golpe de Estado; y, para poner la guinda, unas desastrosas guerras coloniales, a la entrada y a la salida.

El pronunciamiento de Sagunto dirigido por Martínez Campos repone a la dinastía de los Borbones, rama isabelina, en la persona del joven rey Alfonso XII en diciembre de 1874. La Constitución de 1876, obra personal de Cánovas del Castillo, abre un periodo de estabilidad y sosiego, liquidándose no solo la tercera carlistada, sino también la llamada Guerra de los Diez Años, en Cuba, que duró desde 1868 hasta 1878. A partir de aquí, las mayores alteraciones vendrán del exterior: el resurgimiento de los movimientos insurrectos de Cuba y Filipinas primero, y la guerra de los Estados Unidos después, que dará como resultado la pérdida de las colonias, con las más variadas e impensables consecuencias. Pero en el momento en que los últimos restos del Imperio se derrumban, el pueblo de Madrid iba a los toros.

Este dato, suficientemente repetido, parece indicar la indiferencia del pueblo respecto a los acontecimientos políticos y militares. En 1898, el pueblo se iba a los toros. Cien años más tarde, el pueblo se va de fin de semana, a pensar en la prejubilación o en cómo pagar las letras del adosado. Al «pan y toros» de antaño sucede el «yogur y bienestar» de hoy. La sociedad «light» de la segunda restauración borbónica se parece demasiado a la de la primera, aunque en 1898 tan sólo se habían perdido unas colonias, mientras que en la actualidad es la propia España la que se encuentra ante la posibilidad de desvanecerse, a causa del separatismo en el interior, no encarado con realismo ni energía, y de una aventurera integración europea, en la que se ingresó por la puerta de los criados.

Bajo la Constitución de 1876, «España poseía unas Cortes elegidas –escribe Gabriel Jackson–. En tales Cortes existía una auténtica libertad de palabra, se podían formar partidos independientes y, en general, la prensa disfrutaba de la mayor libertad. Sin embargo, las Cortes no eran ni mucho menos un organismo gobernante responsable, semejante al Parlamento británico. El presidente del Consejo de Ministros era libremente nombrado y retirado por el rey y la iniciativa legislativa era casi enteramente una prerrogativa real. Las limitaciones al sufragio y el hábito de contar los votos de antemano, privaron a las elecciones de todo significado real hasta principios del siglo XX. Gobernadores y alcaldes eran nombrados más bien que elegidos y la política rural era controlada por jefes locales llamados caciques, según la palabra indígena que designaba a los jefes indios de América a través de los cuales los españoles dominaron sus colonias del Nuevo Mundo. La palabra –añade Jackson– es muy significativa de la psicología política de la clase gobernante española. Habiendo perdido su imperio americano a comienzos del siglo XIX, seguían gobernando la España rural del mismo modo que otrora gobernaron a indios ingenuos e ignorantes».

Para bien o para mal, Cánovas era un anglófilo convencido y un liberal confeso: «Soy –proclamó en un discurso parlamentario, el 8 de abril de 1869– quien, por encima de todo, siempre ha sido y es, y no puede dejar de ser, liberal». En este sentido, aceptaba los principios liberales de las Cortes de Cádiz («únicos principios que nos deben regir, únicos principios que actualmente son legítimos en España») y afirmaba también que «cabe ser liberal y muy buen católico juntamente». Sobre los partidos políticos señaló que «son una absoluta necesidad de los gobiernos parlamentarios, cualesquiera que sus efectos sean, cualesquiera que sean sus inconvenientes, que no dejan de tenerlos, y muy grandes, por lo cual el espíritu de partido, como el sistema representativo todo entero, está atravesando por una gran crisis en el mundo civilizado, no tanto en los hechos como en la región de las doctrinas y de las especulaciones científicas». No obstante, situaba por encima de los partidos la idea y el interés nacionales: «A un lado, los monárquicos; a otro, los republicanos. Españoles somos todos; hay una sola cuestión que puede unirnos: la cuestión de España, si por desgracia estuviera amenazada nuestra integridad nacional o nuestra independencia». Y no tiene inconveniente alguno, en un país en exceso afrancesado, de proclamar su admiración por las instituciones inglesas: «Mi afición de toda la vida a las grandes instituciones comprensivas, tradicionales y perfeccionables a un tiempo, que han hecho a Inglaterra por dos siglos, no obstante la falsedad de muchas de sus corrientes máximas de gobierno, la mejor regida de las naciones modernas. ¿Por qué ocultarlo? Ése y no otro ha sido siempre mi ideal concreto para España».

Antonio Cánovas del Castillo, a diferencia de quienes rigieron la segunda restauración borbónica, era un hombre culto, patriota y con un claro concepto del Estado, historiador, ensayista, orador eminente y hasta autor de una novela, «La campana de Huesca», que según apunta maliciosamente Pío Baroja, no se puede leer si no es a carcajadas. Fruto de su tendencia anglosajonizante es el bipartidismo instaurado como motor y fundamento de la primera Restauración: de un lado se encontraba el Partido Conservador, dirigido por Cánovas, y de otro el liberal, liderado por Sagasta, que se distinguía por una orientación más laica. Pero en lo substancial, no se diferenciaban gran cosa uno de otro. El partido conservador y el partido liberal establecieron un turno pacífico en las labores de gobierno, cuya consecuencia inmediata era el relevo de funcionarios gubernamentales, los «cesantes», personajes fundamentales de la novela realista española. La figura del burócrata, miserable, mezquino y mediocre, es la marca de fábrica tanto de la novela realista española como de la rusa (Gogol, Goncharov, Dostoiewski, &c.). El asesinato de Cánovas en 1897 y la pérdida de las últimas colonias ultramarinas supusieron dos fuertes aldabonazos en aquella sociedad mostrenca, progresista y adormecida, y como la diagnosticaría Silvela, «sin pulso». El sistema bipartidista se desintegra poco a poco, hasta 1917; y un nuevo desastre colonial abre paso a la dictadura de Primo de Rivera. Abolida la Constitución de 1876, la caída de la monarquía es el resultado coherente e inevitable.

La pérdida de las colonias es otro fenómeno que se va produciendo a lo largo del siglo XIX. La pérdida de la América continental, en la segunda década del siglo, apenas tiene eco en la Metrópoli, acuciada por convulsiones intestinas más apremiantes. Aunque el territorio perdido era infinitamente mayor, las consecuencias de la pérdida de las Américas españolas no fue comparable a la pérdida de las islas en 1898. Aunque la pérdida de 1898 no fue tan desastrosa como habitualmente se cree, ya que con ella se produjo una importante repatriación de capitales que revitalizó la decaída economía española. Y supuso una reacción de carácter intelectual, de consecuencias amplias, variadas y fructíferas.

La reacción intelectual y crítica dio lugar a uno de los momentos más brillantes de la literatura española y la total renovación de nuestras letras, adormecida y entontecida por el espíritu mediocre de la restauración. Es como si en la actualidad, en España, entre tanto escritor «políticamente correcto», cosmopolitas aldeanos, celebradores de la homosexualidad y del lesbianismo, autores de refritos o de novelas policíacas camufladas, y los hispanoamericanos de turno, surgen de pronto escritores de verdadero talento: escritores que además de producir una obra literaria valiosa, no tengan inconveniente en plantear problemas y en buscarles solución, y en escribir una y mil veces, y cuantas haga falta, la palabra «España», que era lo que más preocupaba en 1898, como debiera ser ahora una preocupación de hoy, aunque se oculte y se evite la palabra. Estos escritores, que en su juventud mantuvieron posiciones políticas radicales (Unamuno fue socialista militante a finales del siglo, Azorín anarquista, &c.), con el tiempo derivaron hacia posiciones decididamente conservadoras, tomando la mayoría de ellos un partido en 1936 que hoy no está bien visto, con la excepción del pobre Antonio Machado, quien, creyendo cantar a la libertad, cantaba a Stalin. Unamuno aprobó el levantamiento militar; su enfrentamiento con Millán Astray en la apertura de curso de la Universidad de Salamanca no pasa de ser una anécdota que demuestra que D. Miguel no era capaz de callarse cuando la prudencia recomendaba silencio. Dos escritores del 98, Ramiro de Maeztu y Manuel Bueno, fueron asesinados por el mismo bando que se hartó de enarbolar el cadáver de García Lorca como bandera. Baroja y Azorín escaparon a Francia, y desde allí, Baroja en plena guerra civil: «En este momento en que blancos y rojos luchan con una rabia desesperada en España, no parece que pueda haber una solución intermedia. Esto es lo peor. O dictadura roja o dictadura blanca. No hay otra alternativa. Yo no soy un reaccionario, ni un conservador. Tampoco tengo intereses prácticos en uno u otro bando. No tengo fortuna ni he gozado de beneficios del Estado. He sido un español bastante absurdo para querer vivir independientemente de mis libros, cosa difícil e ilusoria. A pesar de todo, creo que una dictadura blanca, no siendo clerical, es, hoy por hoy, preferible para España. Una dictadura de militares se puede suponer lo que va a ser. Consignas más o menos severas, pero con sentido. Una dictadura roja en todos los países es lo mismo, un poder lleno de equívocos, de intenciones obscuras y de confusiones».

Luis Cernuda, que salió, por cierto, bastante escaldado de la política de izquierdas, al referirse a los aspectos «admirables y ejemplares» de la biografía de Valle Inclán, aprovecha para lanzar una andanada contra «aquel grupo de traidores y apóstatas (excepción hecha, claro, de Antonio Machado)». Yo no creo que la figura de Valle Inclán sea nada ejemplar, sino más bien lo contrario, pasando del carlismo estetizante de su juventud a los interesados coqueteos con Manuel Azaña, e incluso con dictadores mejicanos, como el general Álvaro Obregón. Valle Inclán, independientemente de su talento literario, inmenso, era tan oportunista como los escritores hispanoamericanos que, desde hace años, atosigan a la «madre patria» pretendiendo vender (y vendiéndolo, que es lo más pasmoso) material averiado y caduco.

Algunos de estos escritores del 98 compusieron varios conjuntos de novelas históricas que tienen por asunto las grandes convulsiones políticas y militares del siglo XIX. Como escribe Manuel Díaz Alegría, quien, por no ser historiador protecional de la literatura, tuvo la ocurrencia de poner en relación estos tres grandes ciclos novelescos, «contamos en España, a caballo entre los siglos XIX y XX, con tres novelistas históricos de excepcional calidad: Galdós, Valle Inclán y Baroja. Cualquiera de ellos bastaría para acreditar por sí solo una literatura nacional. Los tres reunidos producen una sensación de asombro». Aunque no sea autor de un ciclo novelesco, sino de una sola aunque gran novela histórica, es justo añadir a este trío al Miguel de Unamuno de Paz en la guerra.

Benito Pérez Galdós (1843-1920) pertenece a una generación anterior a la de Unamuno, Valle Inclán y Baroja, los tres plenamente noventayochistas. En 1898, Galdós era un novelista prestigioso, con buena parte de su obra ya realizada, y con el imponente ciclo de los Episodios nacionales en marchas: en 1898 comienza precisamente la tercera serie, que se inicia con Zumalacarregui, es decir, con la primera guerra carlista. Los Episodios nacionales, comenzados en 1873 y cerrados en 1912, se componen de cinco series, que abarcan la totalidad del siglo XIX, desde Trafalgar hasta Cánovas. Este impresionante ciclo narrativo, sin equivalente en ninguna otra literatura europea, recoge la guerra de la Independencia, la reacción fernandina, la pérdida de las colonias americanas (Los Ayacuchos), las guerras carlistas, la guerra de África (Aita Tettauen), las últimas proezas geográficas (La vuelta al mundo del 'Numancia'), la restauración borbónica... y entre tantas novelas magníficas, alguna obra maestra absoluta y sin par, como «Un voluntario realista».

Por el volumen de su obra, Pío Baroja (1872-1956) va detrás de Galdós. Es el único novelista español que se puede situar a su altura, ya ambos a la altura de Cervantes. Aunque Baroja, a fin de cuentas, escritor de otra época, es consciente de sus diferencias con Galdós. «Algunos han comparado estas novelas mías –escribe en Desde la última vuelta del camino refiriéndose a las Memorias de un hombre de acción– a los Episodios nacionales de Galdós. Aunque la comparación para mí sea halagüeña, no creo que sus libros históricos y los míos tengan más que un parecido externo: el que les da la época y el asunto. Galdós ha ido a la historia por afición a ella; yo he ido hacia ella por curiosidad hacia un tipo; Galdós ha buscado los momentos más brillantes para historiarlos; yo he insistido en los que me de ha dado el protagonista. El criterio histórico es también distinto: Galdós pinta a España como un feudo aparte; yo la presento muy unida a los movimientos liberales y reaccionarios de Francia; Galdós da la impresión de que la España de la guerra de la Independencia está muy lejos de la actual; yo casi la encuentro la misma de hoy, sobre todo en el campo».

Las Memorias de un hombre de acción son una serie de novelas que giran en torno a un personaje principal, Eugenio de Aviraneta, aventurero y conspirador liberal, lejano pariente del novelista. A esta figura, sugestiva y oscura, Baroja le dedicó asimismo una biografía, Aviraneta o la vida de un conspirador. Aviraneta luchó en la guerra de la Independencia con el Empecinado y el cura Merino (ahí es nada), ocupó cargos políticos durante el trienio liberal, participó en la primera guerra carlista y conspiró e hizo espionaje en París. A estos pueden añadirse episodios más novelescos, como el de su participación en la expedición a Méjico de Barradas, o su entrevista con lord Byron durante la guerra de la independencia de Grecia. Baroja escribió también otras biografías de inquietos liberales decimonónicos, como Juan Van Halen, el oficial aventurero, con fondo de guerras carlotas; o Los últimos románticos, que tiene por escenario el París de la emigración liberal, o la extraordinaria La feria de los discretos, desarrollada durante la revolución de 1868 que da al traste con la monarquía de Isabel II. De su trilogía El mar, merece especial atención la novela Los pilotos de altura, en la que se relatan con detalle las actividades de los negreros españoles, asunto que, por lo general, se pasa por alto.

Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) es autor de dos importantes ciclos novelescos, La guerra carlista, trilogía compuesta por las novelas Los cruzados de la causa, El resplandor de la hoguera y Gerifaltes de antaño, en la que se agiganta la figura del cura Santa Cruz. También se ocupa de la tercera guerra carlista en la Sonata de invierno. El ruedo ibérico es un abigarrado fresco, caricaturesco y lleno de vida y sátira, de los últimos tiempos del reinado de Isabel II (a quien dedicó también el implacable esperpento Farsa y licencia de la reina castiza). La corte, con sus cortesanos, querulantes, arribistas, espadones, señoritos juerguistas, damas lascivas, gente del bronce, macarras, intrigantes y pronunciamientos, se adecua extraordinariamente al título de la primera novela de la serie: La Corte de los milagros. Es una serie extraordinariamente escrita, en la que Valle alcanza las máximas alturas de su imponente imaginación verbal. Deberíamos añadir que la serie es divertidísima, por grotesca, aunque la situación histórica que presenta sea bochornosa y representativa de un país a la deriva en manos de sinvergüenzas.

Paz en la guerra de Miguel de Unamuno (1864-1936) es una gran novela que se desarrolla durante el cerco de Bilbao, en la tercera guerra carlista. No se trata de un ciclo novelesco, como los anteriores, sino de una excelente novela histórica, cuyo título, Paz en la guerra, dice algo de sus ambiciones, al incluirse en él los términos «Guerra y paz».

Estas novelas presentan distintos, e incluso opuestos puntos de vista. También es distinta la valoración que se hace de la historia: bastante positiva en Pérez Galdós, pesimista en Baroja y como algo que no tiene remedio en Valle Inclán. El final de Cánovas casi parece una llamada a la utopía; pero es una ensoñación. Por el contrario, Valle Inclán capta el reverso de una historia desdichada: es espadón que se dispone a dar el «pronunciamiento» para salvar la patria, lleva la bragueta abierta. Los militares gloriosos aparecen como fantoches en actitudes teatrales o sacados de un romance de ciego: «El general Prim caracoleaba su caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas: Teatral, Santiago Matamoros, atropella infieles tremolando la jaleada enseña de los Castillejos: –¡Soldados, viva la Reina!»

Captan, sin embargo, todos ellos, la figura mezquina y triunfadora del arribista, del oportunista, del trepador sin escrúpulos, del trepín sin madre, perro dispuesto a mover el rabo al amo que haga falta. Figura tan característica de esta segunda restauración borbónica, su acta de nacimiento se encuentra en los avatares políticos del siglo XIX; puede que levante ese acta Galdós en sus Memorias de un cortesano de 1815. Así describe a Antonio Ugarte, «agente de todo lo agenciable» y factotum de la camarilla de Fernando VII: «Tenía suma destreza para resolver en todo; respondía siempre a medida, sin decir más ni menos de lo necesario; disimulaba sus proyectos con discreción excelsa, a prueba de ajena perspicacia; jamás emitía ideas exageradas; por el contrario, era juicioso, y en sus conversaciones sobre fútil política siempre daba la razón a su interlocutor; hablaba con veneración del rey, guardando prudente silencio sobre la dominación francesa, y no insultaba jamás a los vencidos, sin duda por la consideración de que pudieran ser vencedores». ¿No estamos ante el retrato de la «corrección política» personificada? Como dice Pío Baroja en La feria de los discretos: este es el país de los discretos. Lo malo es que cuando dejan de ser discretos, los españoles se matan como quien tala, según la escandalizada apreciación de Saint-Exupery en 1936.

El Catoblepas · noviembre 2006