La obra de un gigante (original) (raw)

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Ignacio Gracia Noriega

El centenario de la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo

Don Marcelino Menéndez Pelayo murió el 19 de mayo de 1912, al caer la tarde, a consecuencia de una cirrosis hepática. Fernando Lázaro da por cierto que poco antes de pronunció la conocida frase: «!Qué lástima, cuando me queda tanto por leer!». Aquella noche, al extenderse la noticia por Santander, el maestro Arabós, que dirigía un concierto, cambió el programa por la marcha fúnebre de Wagner.

Sabido es que las cirrosis pueden afectar también a los abstemios, aunque éste no era el caso de don Marcelino. Lo que le humaniza, ya que al margen de su obra ingente, sacaba tiempo para beber o para liarse a garrotazos con el actor Ricardo Calvo en el interior de un coche que recorría el centro de Madrid por causa de una «demi-mondaine», o para participar en una campaña electoral en la que optaba a un escaño de diputado, por los conservadores, naturalmente; y durante un mitin en Palma de Mallorca, desentendiéndose del programa político, dio una amena charla sobre Raimundo Lulio. Detalles biográficos mínimos, si se quiere, pero que acercan a un personaje que en modo alguno era el típico sabio que vivía aislado en el mundo cerrado de sus erudiciones y señalaba las páginas del libro que leía mientras comía con raspas de sardina, o la «rata de biblioteca» desconectada con la vida, aunque a los 20 años ya conocía la Biblioteca Nacional mejor que los bibliotecarios. En cierta ocasión, don Antonio Cánovas del Castillo, rarísimo caso de político español que iba a las bibliotecas, preguntó por un libro que no aparecía por ninguna parte, y como último recurso el bibliotecario acudió al joven Marcelino, que, como era de esperar, sabía dónde estaba.

Se cumplen, por tanto, los cien años del fallecimiento de uno de los españoles más grandes en medio de la indiferencia nacional y a los pocos días de que la España oficial «doblara a duelo» por un mediocre escritor de la «pomada», autor entre otras obras de «El espejo enterrado», donde con galimatías de menestral ilustrado resucita el anacronismo de la leyenda negra antiespañola. Don Marcelino amaba la literatura hispanoamericana, aunque jamás hubiera descendido a la bobería de admitir el término «latinoamericana», de la misma manera que tampoco le gustaba llamar «español» al castellano, sino que prefería el término «lenguas españolas», que incluyen el castellano, catalán, gallego y portugués, pero presumiblemente hubiera encontrado incomprensible a un escritor como Carlos Fuentes, no sólo por su pedantería cosmopolita, sino porque escribía muy mal. Don Marcelino, hay que decirlo muy alto, era ante todo un excelente y copioso escritor, autor de una de las prosas más elocuentes y vivas de su época. Y por el conjunto de su obra es el único escritor posterior a la muerte de Calderón de la Barca que da la talla de los del Siglo de Oro, y, sin duda alguna, el español moderno que más leyó y escribió, y que de manera continua y abnegada trabajó de manera infatigable por la definición y ordenamiento de la cultura humanística española, desde sus orígenes hasta sus días. No hay otro que pueda comparársele. Hubo muchos españoles grandes (él mismo rescató a muchísimos del olvido), pero nadie que haya realizado una labor que se aproxime ni de lejos a la suya. El ímpetu titánico de don Marcelino lo abarcó prácticamente todo, desde la prehistoria a la historia, desde la crítica literaria a la estética, desde la historia de la ciencia a la de las ideas, y puso en orden materiales inmensos y caóticos como sólo un hombre de su genio, de su tesón y de su amplitud de miras podía llevar a cabo. Hoy su obra es gigantesca, casi inabarcable e inconcebible, no la hubiera llevado adelante una docena de departamentos universitarios con personal funcionario, Internet y toda la pesca, porque para ello serían imprescindibles muchas cosas que hoy no existen: una poderosa mente rectora, una pasión ciclópea por el material que se trabaja, las ideas claras, una actitud antisistemática casi antiacadémica (en la medida en que los métodos académicos cierran caminos y ponen cortapisas) y, sobre todo, amor, mucho amor a España y a un pasado glorioso sin el que, sin ir más lejos, la Europa que hoy conocemos no hubiera existido ni sobrevivido. No se limitaba don Marcelino a la literatura o a la historia españolas de una época determinada, ya que la universalidad de sus concepciones le convierte también en el antiespecialista, que es ese extraño personaje académico que sólo sabe de un siglo o de un autor. Para don Marcelino no había barreras de tiempo, ni de géneros literarios, ni de lenguas y nacionalidades, y lo mismo se ocupaba de literatura latina que de estética alemana o del romanticismo inglés y con el mismo que emprendió la edición de las obras del único autor español que puede comparársele en fecundidad y torrencialidad, Lope de Vega, acometió también la traducción de Shakespeare. Nada de lo humano le era ajeno, aunque no por ello dejó de tener en cuenta lo divino. Por encima de todo creía en la libertad humana y en la religión católica: se proclamaba «católico a machacamartillo», pero en materia de arte y letras se reconocía pagano. Aunque Juan de Valdés o Miguel Molinos fueron herejes, reconocía que eran buenos escritores, y si arremete contra Blanco White no fue por su protestantismo, sino porque renegó de ser español. En realidad, el clérigo sevillano era de una especie de afrancesados ahora en boga: los anglosajonizados. Su conservadurismo no excluía un liberalismo de buena ley, que fue manifestándose conforme con la madurez se serenaban sus ímpetus. La derecha ultramontana o moderada no le merecían confianza y siempre manifestó poca simpatía hacia algunos de sus más conspicuos representantes, como los Pidal. Su candidatura a la dirección de la Real Academia de la Lengua dio lugar a un sonado conflicto, ya que fue derrotada ¡porque no ostentaba título nobiliario!, siendo apoyado en esta ocasión por escritores jóvenes como Azaña, Pío Baroja y García Morente. Y cuando hubo de dar su veredicto sobre cierta documentación histórica que el propio Alfonso XIII estaba interesado en falsear y ocultar, don Marcelino hizo valer su implacable honradez intelectual.

Don Marcelino puede aportar mucho a los desnortados españoles (o lo que sean) de hoy. El triste complejo de inferioridad de los españoles desde el siglo XVIII por no haber tenido Reforma ni Revolución se resuelve en cipayismo intelectual afrancesado y en saltos en el vacío como la Revolución del 34, que pretendió ser la soviética con procedimientos de Pancho Villa. En los últimos siglos, los españoles se dividen de manera enconada en dos grandes bloques: los retrógrados cavernícolas que aborrecen lo ajeno, y los afrancesados progresistas que desprecian lo propio. Don Marcelino mostró en todo su esplendor el pasado español sin olvidar en ningún momento el contexto europeo en que se desenvuelve. Nuestra cultura es latina y cristiana; no otros son los fundamentos de Europa: latinidad y cristianismo.

Vivió épocas de desánimo como ésta que padecemos ahora. Tal vez sea el español el único pueblo europeo que carga sobre sus espaldas un desánimo de siglos. Las guerras carlistas y el desastre del 98 no fueron circunstancias propicias al optimismo; en 1910, don Marcelino clama: «Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por garrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse no pocas fuerzas que le restan, y corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es el único que ennoblece y redime a las razas y a las gentes, hace liquidación de su pasado, escarnece a cada paso las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la historia los hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía…». Cien años después, España vive contra las cuerdas los efectos catastróficos de una crisis económica que, se quiera reconocer o no, se acentúa por la actitud derrotista de los españoles. Un pueblo que está a la deriva no haría de más recordando el legado de un compatriota muerto hace cien años y que nos explica con apasionada elocuencia que España, en otro tiempo, estuvo unida, fue un pueblo y fue grande.

No debiéramos olvidar, en Asturias, lo mucho que de asturiano don Marcelino tiene. Su padre, don Marcelino Menéndez Pintado (1823-1899) había nacido en Castropol y fue durante muchos años catedrático de Matemáticas en Santander (ciudad de la que fue alcalde). Y asturianos fueron sus primeros y más importantes mentores, Gumersindo Laverde y José Ramón de Luanco. A Don Marcelino se le debe la inscripción latina de la base del monumento al marino Villamil en Castropol y unas interesantes apreciaciones sobre los orígenes de la literatura bable incluidas en «Horacio en España», en las que señala la presencia de temas de Virgilio y Ovidio en González Reguera («Antón de Marirreguera»), «el más antiguo de los poetas bables de nombre conocido», y elogia las traducciones del «beatus ille» horaciano realizadas en esa lengua por Acebal y por Álvarez Amandi.

La Nueva España · 19 mayo 2012