«Anna Karenina»: una novela feliz (original) (raw)

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Ignacio Gracia Noriega

Espléndida edición de una obra maestra que parece escribirse sola y que, en realidad, es «un trozo de vida»

Plantear cuál es la mayor novela jamás escrita es ponerse en un aprieto. Puede haber preferencias: «Rojo y negro» sobre «Madame Bovary» y «La cartuja de Parma» por encima de «Rojo y negro»; o se puede preferir «David Copperfield» a «La comedia humana» (con Balzac no cabe mencionar una novela individualizada, sino la totalidad de su obra), y, naturalmente, reconocer la grandeza sin límites de «Los hermanos Karamazov», que desborda y supera los esfuerzos titánicos de «Crimen y castigo», «El idiota» y «Demonios». Incluso se deben mencionar (yo lo hago sin el menor rubor) «Cumbres borrascosas» y «Moby Dick». Pero si preguntamos por las «mayores novelas» es imprescindible mirar hacia Tolstói y entonces el problema casi no tiene solución, ya que se ha de decidir entre «Guerra y paz» y «Anna Karenina». Por fortuna, para leer novelas no es necesario enfrentarse a disyuntivas como ésta. Pero aun siendo así, si yo hubiera de decidir cuál es la mayor novela, continuaría dudando entre «Anna Karenina» y «Guerra y paz» (y algunas veces pasaría a primer plano «Los hermanos Karamazov»).

Lionel Trilling, que se hizo parecida pregunta, reconoce que la naturalidad que Tolstói posee en grado máximo entre todos los demás novelistas no lo hace superior a Dickens, Dostoieviski y Henry James, quienes consiguen mejores resultados «mediante la manipulación consciente y la distorsión, la intención y el puro invento, métodos que Tolstói no utiliza». En cambio, «él es quien da a la novela su norma y su pauta, no del arte sino de la vida». Porque leyendo a Tolstói, no sólo en sus novelas mayores, sino en sus novelas cortas y en sus cuentos, se está leyendo vida: la vida tal cual es, y como se despliega a nuestro alrededor, abarcando todo el universo y la totalidad de la creación, desde las briznas de hierba hasta un perro levantando becadas, los prejuicios de la sociedad petersburguesa durante una representación de ópera y las ideas sobre la agricultura de un propietario rural.

Ya en el momento de la publicación de la novela (que empezó a publicarse por entregas de 1875 a 1877, y en forma de libro en 1878), el crítico inglés Matthew Arnold observó que «Anna Karenina» no debía ser considerada una novela, sino como «un trozo de vida». Razón por la que resulta muy exacta la apreciación de Nabokov: «Tenemos la sensación de que la novela de Tolstói se escribe sola, de que crece a impulsos de su contenido, de su asunto...». Aunque también se debe tener en cuenta la objeción de Trilling:

Leemos novelas y vivimos la vida, y si expresamos nuestra reacción hacia ciertas novelas diciendo que las «vivimos», esto es sólo una manera de hablar. Pero es una manera de hablar necesaria para indicar la naturaleza del arte de Tolstói.

La impresión de vida que se desprende de «Anna Karenina» nos permite sentirnos rusos, generalmente en buena situación económica, que van al hipódromo, frecuentan las salones, asisten a las representaciones teatrales, cenan con los oficiales de un regimiento con motivo de la separación del servicio de uno de ellos llamado Vronski, participan en cacerías, viajan en ferrocarril de Moscú a San Petersburgo y visitan las posesiones rurales de Levin. También se informa al lector sobre el libro que está escribiendo Levin e incluso se presencia un parto. La novela discurre como la vida, fluye corno un río, los episodios se suceden tan naturalmente como la noche al día, como las estaciones. Como en la vida, nada es totalmente trágico ni nada es del todo negro y siempre a un día sombrío sigue otro risueño. En Tolstói se advierte la fervorosa intuición de la vida, la comunión con la naturaleza, la plenitud de estar vivo, de pisar la hierba, de respirar, de sentir el sol o la nieve. Es el autor que lo comprende todo y todo lo refleja, que se pone en el lugar de un árbol cuando describe un bosque y que transmite la pureza de la nube nacarada que contempla Levin poco antes del amanecer: la belleza del mundo. El mundo de Tolstói está bien hecho y está muy bien transmitido literariamente.

«Anna Karenina», de la que Alba Editorial acaba de presentar una espléndida versión de Víctor Gallego, es una «novela feliz» y tal vez «la gran novela de la felicidad»: lo que en apariencia resultó paradójico, dado que la protagonista se suicida. Mas debe tenerse en cuenta que no habría vida si no hubiera muerte, y la naturaleza no desconoce la muerte: un árbol es abatido por un rayo y es inolvidable la mirada que la yegua moribunda dirige a Vronski. La muerte de Anna no es más ni menos importante que la del árbol y la yegua, y el mundo seguirá girando durante toda la octava parte, que culmina con unas escenas esplendorosas de felicidad y aceptación:

Seguiré enfadándome con el cochero Iván, seguiré discutiendo, seguiré exponiendo mis ideas sin venir a cuento, seguirá existiendo un muro entre el santuario de mi alma y los demás, incluida mi mujer; seguiré culpándola de mis propios miedos y arrepintiéndome; seguiré sin comprender con la razón por qué rezo, sin por ello dejar de hacerlo.

Después de un día magnífico y de una tormenta majestuosa, Levin se reafirma en la vida y sobre la tierra. Al contrario de lo que Shakespeare escribe sobre Marco Antonio, los días esplendorosos no han pasado ni se ha entrado en el reino de las tinieblas.

Para quien conozca el argumento de «Anna Karenina», o haya visto las versiones cinematográficas, pero no haya leído la novela, su lectura tiene que representar una gran sorpresa. La frase con la que se abre ya de por sí es sorprendente: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karenina, que en rigor no es la protagonista de la novela, sino uno un personaje con no mayor presencia que Levin (no entra en escena hasta el capítulo XVIII), es una mujer que labra su propia desdicha. Por lo que no es una novela de adulterio como lo es «Madame Bovary». Hay en ella no un adulterio, sino dos: el príncipe Stepan Arkadevich Oblonski, simpático y vividor, hermano de Anna, engaña a su esposa, la buena Dolly, prototipo de buena esposa, con la institutriz inglesa. Anna viaja desde San Petersburgo a Moscú para poner orden en el hogar a punto de deshacerse. Durante el viaje en tren conoce a la madre de Vronski; en el viaje de regreso encuentra al propio Vronski. En esta novela, el tren tiene tanta importancia corno en «Sonata a Kreutzer» o como en «El idiota» de Dostoievski.

El adulterio de Arma hubiera tenido muy poca importancia de no ser ella una mujer muy especial. Y de no haber sido su marido, Karenin, un político que ni siquiera en sus relaciones matrimoniales se olvida de la corrección. A veces Karenin parece un hipócrita y otras un hombre justo de hecho, el hombre justo siempre tiene mucho de hipócrita. Pero Tolstói no toma partido en las relaciones entre Anna, Karenin y Vronski, ni da motivos para que el lector lo torne. Ninguno de los tres es juzgado.

Paralelamente a la historia de Anna discurre la de Levin: hidalgo rural, de gran fuerza física, ancho de hombros, barba rizada: recuerda al príncipe Pierre de «Guerra y paz». Su matrimonio con Kitty, la hermana de Dolly (cuñada de Anna) se desenvuelve con los altibajos y a veces la monotonía de los matrimonios al uso.

No debe establecerse un contraste entre la situación de Anna y la de Levin, pero lo cierto es que Levin forma una familia y Arma destruye la suya. Ni la historia de uno depende la del otro: Anna y Levin no se encuentran hasta el capítulo IX de la séptima parte, y la aparición de ella, recordando a su retrato, tiene algo mágico.

Anna en realidad está perdida: también lo está Levin en algunos momentos, pero sus asideros son más firmes que sus dudas y su desconcierto ante el mundo y la imposibilidad de dar respuestas_a sus preguntas sobre la vida y su lugar en el mundo encuentran pequeñas pero poderosas compensaciones, en los campos, la siega, la caza, el paso de las estaciones y Kitty. Anna, en cambio, «pensó en lo feliz que podía ser su vida, en lo tortuoso de su amor por Vronski y en los terribles latidos de su corazón» y no sabe cómo salir de la situación en que se encuentra: «No es que sea celosa -se dice-, sino que estoy descontenta».

No hay presencia abrumadora del Mal, como en Dostoievski, aunque Nicolai, el hermano de Levin, es presa de la desesperación, y a Anna la persigue un sueño premonitorio y su muerte es terrible: «algo enorme e implacable la golpea en la cabeza...». Pero permanecen, sobre todo, las imágenes felices: la plenitud de Levin durante la siega y después de la tormenta, el reproche de la perra Laska cuando Oblonski y Levin se ponen a charlar en vez de cazar, la niñita de Anna que le recuerda a un pez, la sensación de felicidad después de la extracción de una muela cariada, «las copas de los álamos mecidas por el viento, con sus hojas mojadas y relucientes, bajo el sol frío»... Como Homero, y ningún otro escritor posee esta cualidad extraordinaria, Tolstói no se interpone entre sus personajes, los objetos que los rodean, el mundo en que viven y el lector. Por eso, cuando se lee «Anna Karenina», el lector queda sumergido en ella hasta agotar sus mil páginas, o como afirma Nabokov, «cuando se lee a Tolstói, se lee porque no se puede dejar el libro».

La Nueva España · 25 agosto 2013