Helicópteros sobrevolando la ciudad (original) (raw)

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Ignacio Gracia Noriega

Un paseo por Oviedo en el día de la entrega de los premios «Príncipe de Asturias»

El pasado día 25 de octubre hacía en Oviedo un calor bochornoso. A la lente le encanta el calor, sin reparar en lo desagradable que es el bochorno y que los cambios bruscos de temperaturas, por ejemplo, pasar de una calle con sol a otra en sombra, puede ser muy peligroso; pues como decía Somerset Maugham, tenemos que dedicar una parte de nuestra atención a las corrientes de aire. Yo llevo quince días con un catarro tenaz. Fui a ver al doctor Pedro Barthe, que me dijo: «Tiene usted una sinusitis de categoría». Vamos, de premio Nobel.

Aquel mismo día se concedían los premios «Príncipe de Asturias», por lo que las calles estaban muy transitadas, no por los premios propiamente dichos, sino porque el centro de la ciudad se h encontraba cortado en previsión de los fastos que habían de celebrarse por la tarde.

Yo no sé si los premios «Príncipe de Asturias» tendrán tanta repercusión como se pretende. Se ha llegado a decir que «han puesto a Asturias en el mapa». Eso de afirmar que un «evento» (otra espantosa trivialización pone a tal o cual lugar en el mapa, se repite como decir «casoplón», yo consulto el Atlas Universal del cartógrafo portugués Vaz Dourado, de 1571, magníficamente editado por Moleiro, y allí figura Oviedo.

El fallecimiento de Manolo Escobar sí fue un acontecimiento. Todos los españoles sin excepción saben quién es Manolo Escobar. La primera vez que yo oí su nombre fue en el colegio, estudiando el Bachillerato: una de las criadas que hacían el servicio doméstico comentó con acento extremeño que el cantante que más le gustaba era Manolo Escobar y, desde entonces, hará más o menos sesenta años, no dejó Manolo de estar en el candelero. Era un monumento vivo a la «incorrección política»: amaba a España («Que viva España»), afirmaba la propiedad privada ami carro es mío!»), y era aficionado a los toros y machista: «no me gusta que a los toros te pongas la "minifarda"», le ordenaba a su novia, y el motivo de la prohibición era más que razonable, porque algún espectador podía «mirar hacia arriba» y ver más de lo que permite la decencia, por lo que Manolo tenía que saltar en defensa del pudor de su novia, emprenderla a bofetadas con el mirón y perderse la faena que se desarrollaba en el ruedo.

Los premios «Príncipe de Asturias» son la manifestación más extremada de la «corrección política» en nuestro país, a la altura del cambio climático, la defensa de las ballenas, Nelson Mandela y el racismo de los separatistas. Todo lo referido a estos premios está medido y milimetrado de acuerdo con los principios más exigentes establecidos por las «ideas vigentes», sin que se permita la más microscópica desviación.

La ceremonia de los premios atrae a mucha gente porque, como decía el marqués de Leguineche, «al pueblo le gustan mucho estas cosas». Encuentro' al abogado Alberto Alonso, que va corriendo para no perder el tren, pero, de todos modos, me cuenta: «Esta mañana vi frente al hotel Reconquista un nutrido grupo de personas vestidas de domingo que miraba impacientemente hacia la puerta del hotel. A ambos lados de la puerta había grupos de gaiteros y frente a ellos, más de lo mismo. Estos grupos se iban relevando para tocar música sin parar. Más tarde seguía el mismo panorama, y como preguntara qué sucedía, me contestaron que los Príncipes de Asturias estaban en el hotel y la gente endominga-da estaba esperando a que salieran. Pero los Príncipes no acababan de salir». Y como Alberto es hijo de ferroviario y aficionado a los trenes, continuó su cartera hacia la estación.

El espectáculo del «pueblo soberano» aguardando la salida de los Príncipes es el equivalente del «pueblo llano» agolpándose a la puerta del teatro Campoamor para ver entrar a la ópera a la «gente distinguida». Pero desde que la ópera se «democratizó» se ha perdido el antiguo esplendor, porque ahora la elegancia es ir con traje, camisa sin corbata y barba de tres días y las señoras con pantalones. A lo que parece, la etiqueta ya solo se respeta en la Casa Real (y no siempre). Por eso el pueblo dejó de acudir a la entrada de la ópera y continúa esperando la salida de los Príncipes. Muchos del séquito y de los que ocupan las primeras butacas del teatro Campoamor son republicanos declarados. ¿No les dará qué pensar que esta ceremonia que tanto les gusta y en la que tanto se lucen sólo es posible en una monarquía? Nadie espera horas a la puerta de un hotel sólo para ver a un presidente de República.

A la puerta del hotel Reconquista, como a la puerta del teatro Campoamor antaño, se declaran las dos Españas. El «pueblo soberano» sabe que si un tribunal falla a su favor debe continuar insistiendo para pedir «ejecución de sentencia»; en cambio, los del otro lado aceptan que poner en la calle a una asesina porque lo ordena un tribunal foráneo sin la menor resistencia ni decoro por parte del Gobierno (al menos, podían no haberla soltado al día siguiente), es lo correcto.

Los Príncipes salen al fin. El pueblo soberano aplaude. Y sobre el cielo de la ciudad vuela un helicóptero, al que el sol de la tarde da el aspecto de un insecto metálico y luminoso.

La Nueva España · 2 noviembre 2013