Un coronel del tiempo de la reina Ana (original) (raw)

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Ignacio Gracia Noriega

Alba edita «La historia de Henry Esmond», de William M.Thackeray

He recordado a William Makepeace Thackeray con motivo del bicentenario de su nacimiento (en Calcuta, el 18 de julio de 1811) en un artículo breve; pero como el mejor recuerdo que se puede hacer de un escritor es leerlo o releerlo, he releído una de las más hermosas novelas inglesas del siglo XIX, publicada al fin en su integridad en una edición de Alba Clásica Maior cuya portada reproduce el cuadro de Benjamin West que representa la batalla de Boyne (uno de los episodios que influirán en el desarrollo de esta novela, y, naturalmente, de Inglaterra en unos momentos indecisos de su historia) y excelente traducción de Ana Pinto, que salpica el texto de oportunas y lacónicas notas a pie de página, ya que se trata de una novela histórica además de una gran novela sentimental, sobre aspectos del pasado inglés (el cambio del siglo XVII al siglo XVIII) poco conocidos por los lectores españoles, o al menos eso supongo.

Thackeray (1811-1863), al ser contemporáneo estricto de Charles Dickens (1812-1870), con frecuencia es comparado con él, y como a veces en la crítica literaria las comparaciones se establecen en términos de pugilato, da la impresión de que el vencedor es Dickens, aunque lo sea a los puntos. En el artículo referido establecí algunas diferencias entre ambos. De lo que se trata es de que Dickens era más popular y escribió más novelas de éxito, aunque el éxito de «La feria de las vanidades» de Thackeray puede equipararse al más duradero de los Dickens y aún lo supere. Si alguien quiere saber de modo seguro qué es una verdadera novela debe leer «David Copperfield», de Dickens, y «La feria de las vanidades» y, sin duda, «Middlemarch», de George Eliot. «Cumbres borrascosas» y «Jane Eyre» son otra cosa, aunque personalmente prefiero «Cumbres borrascosas» tal vez a todo Dickens, pero no a «La vida de Henry Esmond». Ambas novelas, «Cumbres» y «Henry Esmond», son grandes y fatales novelas de amor: con la única diferencia de que Emily Brönte relata un «amour fou» y Thackeray un amor que se resuelve en un acomodo casi burgués: es decir, termina con final feliz, que es lo que verdaderamente gusta a los buenos lectores de novelas del siglo XIX, del XX y de éste, si es que queda alguno.

Dickens y Thackeray eran diferentes como novelistas y como personas. El padre de Thackeray era un alto empleado de la Compañía de las Indias Orientales, mientras que el de Dickens vivió bastante «a la quinta pregunta» (como se dice aquí), lo que le llevó en alguna ocasión a la cárcel por deudas, como a Mr. Micawber en David Copperfield. Esto determinó la educación que recibió cada uno, pues mientras Thackeray estudió en Charterhouse y Cambridge, Dickens aprendió mucho en la «Universidad de la calle». Todo esto determinó que uno y otro se tomaran la vida de diferente manera. Como escribe Ifor Evans, «Dickens, cuando era pobre, conoció el significado de la pobreza, en tanto que para Thackeray ser pobre significaba que durante algún tiempo tenía que depender del crédito». También eran distintos en carácter: el de Dickens era excitable y el de Thackeray tendía a la indolencia: en consecuencia, este juzgaba la vida y sus cosas con menos pasión que aquel. Asimismo influyó en su visión el terreno acotado por cada uno para sus novelas. Thackeray desarrollaba las suyas en el pasado o en países lejanos («Barry Lindon», «La historia de Henry Esmond», «Los Virginianos»), mientras que las de Dickens eran de asunto contemporáneo y escenario inglés, con la notable excepción de «Historia de dos ciudades». A través de sus novelas, Dickens procuró mejorar la sociedad de su tiempo, debiéndose a sus denuncias reformas en la educación de las clases populares, el sistema penitenciario, etcétera, objetivos totalmente ajenos a los de Thackeray, el cual se había fijado como meta la ganancia de 10.000 libras anuales con sus libros. No está nada mal en una época en la que no había adaptaciones cinematográficas que un escritor pudiera sacar tanto dinero de sus libros. Pero acaso la diferencia más notable entre uno y otro es que Dickens es un sentimental mientras que en Thackeray predomina la ironía. A Dickens no le importa que algunas páginas de sus novelas, o las novelas enteras, sean un alegato, en tanto que Thackeray presenta los hechos de tal modo que el lector no forme un juicio sobre lo que está leyendo. En este sentido, sus personajes tienen más autonomía que los de Dickens, y nunca los presenta de una vez, pero el conjunto ofrece un retrato muy sagaz de la Inglaterra del siglo XVIII y comienzos del XIX.

Con esto tal vez proceda indicar que la manera de novelar de Thackeray es más compleja que la de Dickens.

En «La historia del caballero Henry Esmond, coronel al servicio de Su Majestad la reina Ana, escrita por él mismo», le da al narrador el papel de memorialista, testigo y a veces personaje principal de lo que narra. El lector, en principio, se entera de lo que sucede por la pluma de quien mejor puede informarle. A Thackeray no le basta que Henry Esmond sea un personaje real en el texto, sino que autentifica sus «memorias» al imprimirlas en su primera edición de 1852 en tres volúmenes de tipografía dieciochesca y ortografía arcaica, tal como serían las «memorias» del coronel publicadas por su hija Rachel en 1778; la cual hija, además, contribuye al texto con algunas notas explicativas. Para que la objetividad del relato no se pierda, está escrito en tercera persona, salvo cuando en momentos especialmente intensos, o cuando es necesario aclarar algo, el memorialista pasa a la primera persona. Asimismo, los títulos de los capítulos van dados en primera persona. Por ejemplo, el capítulo V de la primera parte lleva por encabezamiento: «Mis superiores se ven envueltos en conspiraciones para la restauración de Jacobo II», pero el relato sigue de la siguiente manera: «Como no había sido capaz de conciliar el sueño pensando en los sedales para pescar anguilas que había dejado puestos la noche anterior, el muchacho (Henry Esmond) esperaba en su cama la hora en que la verja se abriese...».

Henry Esmond, que vive en tres reinados, participa en numerosas conspiraciones (casi es un conspirador profesional, siguiendo el ejemplo de su maestro, el jesuita Holt, escurridizo, casuístico, leal y muy valiente) y batallas, asiste a un duelo (como testigo) y da muestras constantes de generosidad, valor y lealtad (en este sentido fue un buen discípulo del P. Holt, además de luchar, como él, por la restauración de los Estuardo), padece la incertidumbre, y también la melancolía, de dos amores imposibles en principio: se ha enamorado de una mujer ocho años mayor que él, lady Castlewood, y de su hija Beatrix, ocho más joven. El primer amor es el de lady Castlewood, los primeros amores son los más intensos. Su posterior atracción hacia Beatrix no le sirve de consuelo, ya que se trata de una muchacha frívola, que sólo piensa en el ascenso social, en los títulos y en el dinero aunque sus sucesivos proyectos matrimoniales se le frustran: finalmente, aunque de manera inconsciente e involuntaria, acaba malbaratando el retomo del rey por el que Henry y su familia habían trabajado y arriesgado su fortuna y su propia seguridad. A estas alturas, Henry ya es un hombre maduro y en la madurez la diferencia de edad se nota menos. No hará falta añadir que sus desvelos tienen como recompensa el matrimonio con lady Castlewood, y ambos se marchan a Virginia, en el nuevo mundo, donde fundan un nuevo Castlewood: sus nuevas aventuras las relata Thackeray en «Los virginianos». También con final feliz.

Pero no sólo es una historia de amor difícil al final recompensado. Los sucesos históricos no son menos protagonistas que los privados. «El reinado de la reina Ana, que llena el período intermedio entre dos monarcas extranjeros -escribe Chesterton-, es la verdadera época de la transición: es el puente en que los aristócratas eran tan débiles que necesitaban el auxilio de un hombre fuerte y los tiempos en que eran ya tan fuertes que deliberadamente acudían a un hombre débil para gobernarse por sí mismos». Para exponerlo en términos políticos: es el cambio de los torys por los whigs, es decir, los conservadores son sustituidos por los reformistas, y el papismo de los Estuardo por la reposición de la Iglesia inglesa al recaer el trono en el alemán Jorge I, a la muerte de la reina Ana. Las memorias de Esmond abarcan desde el destronamiento de Jacobo II en 1690 a la instauración de los Hannover.

En el continente, Inglaterra lucha contra le hegemonía francesa, y Esmond interviene, entre otras guerras, en la de la Sucesión española, hallándose presente en Cádiz y Vigo. Sale sin quebranto de las batallas con el rango de coronel. Y trabaja y conspira por la restauración de los Estuardo en la persona del que habría de llamarse Jacobo III de no haber sido un botarate borrachín; como afirma Stevenson, los individuos de esa casa eran simpáticos, pero no pertenecían a la estirpe de Salomon.

A lo largo del relato aparecen el eficaz Henry Saint-Cyr (Bolingbroke), el duque de Marlbomugh, presentado como un traidor canallesco; el admirable general Webb, y los grandes literatos de la época: el impertinente Swift (que no obstante sabía distinguir muy bien las clases sociales) y la estupenda pareja de Addison y Steele, los fundadores del periodismo moderno. Esmond observa con curiosidad y aceptación el convulso mundo que le tocó vivir. Al final le dice palabras muy justas a un pretendiente a rey que confunde la alta política y las conspiraciones para sus restauración con una aventura de alcoba. Ante él, Henry Esmond rompe su espada y renuncia a todo, pero la vida le ofrece otras compensaciones y embarca a América felizmente casado con la mujer en la que había pensado siempre. «Pensar en ella es alabar a Dios».

La Nueva España · 4 diciembre 2011