Bicentenario del cardenal Newman / 12 octubre 2001 (original) (raw)

Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Ocurre con las personas que alcanzan edades muy respetables que la fecha de su muerte queda próxima a la de su nacimiento, con lo que, si se trata de un individuo ilustre, se pueden celebrar ambos aniversarios sin que, al celebrar el segundo, se hayan apagado del todo los ecos del primero. Es el caso de John Henry Newman (1801-1890), universitario y eclesiástico, escritor y polemista, una de las grandes prosas inglesas del siglo XIX, y clérigo protestante, converso y cardenal de la Iglesia de Roma. Se le ha definido como un escéptico ávido de dogma. Tal vez por eso, después de mucha reflexión y de mucha controversia interior y exterior, optó por el catolicismo, cuyo dogma, según ha afirmado Chesterton, extrañamente, se basa en el sentido común.

Con motivo de los actos culturales celebrados en su recuerdo en 1990, la Universidad de Oviedo, a su modo, se sumó a ellos, con la tesis doctoral «Vocación y perfil universitario de John Henry Newman», de José Ramón Rodríguez Fernández, dirigida por Patricia Shaw Fairman y leída el 29 de mayo de 1990 ante un tribunal presidido por Emilio Alarcos Llorach. Han transcurrido once años desde entonces. Patricia Shaw y Emilio Alarcos ya no se encuentran entre nosotros, desdichadamente. Tampoco parece que haya aumentado, ni siquiera que sea perceptible, la estima en España hacia la figura y obra de Newman. No es España tierra de conversos, y la única conversión que cae dentro de la lógica es el protestantismo, del mismo modo que son muchos los protestantes convertidos al catolicismo, Newman entre ellos. Por los años sesenta se produjeron conversiones al budismo entre la gente de la llamada «contracultura», que creyeron que aquello era la Jauja psicodélica. El descontento de su propia cultura procura remediarse con recetas extravagantes. Ahora predomina el nacionalismo local y caleyero frente a la universalidad (aunque no sea contrario al «internacionalismo», porque, como observaba escandalizado Octavio Paz, el marxismo siempre apoyó los nacionalismos disgregadores, salvo en Rusia y países satélites). Pero la religión no puede ser conforme con la dispersión y el localismo, porque su aspiración es la unidad y la universalidad. Por eso, nacionalismos virulentos como el que en este reino padecemos son más de sacristía que de teología.

El otro día se entrevistaba en LA NUEVA ESPAÑA al langreano Yusuf Fernández, converso al mahometismo. Este tipo de conversiones tienen un cierto aire exótico y obedecen a los motivos más dispares. El estimable filósofo francés Roger Garaudy se hizo musulmán porque se le hacían poco los radicalismos que hasta entonces había defendido. Yusuf Fernández se permitió lanzar una andanada contra Gustavo Bueno porque dijo que había que racionalizar el islam, y contra Berlusconi, porque afirmó la superioridad de la religión cristiana; a éste le llamó racista, porque a cualquier europeo que se atreva a defender su cultura, su religión y su patria, se le acusa de racista, fascista y reaccionario. Sin embargo, estoy seguro de que Yusuf Fernández está convencido de que el mahometismo es superior a todas las demás religiones, porque de lo contrario no se hubiera tomado la molestia de convertirse a ella, y de cambiar la Biblia por el Corán, que es, en mi opinión, y la doy aunque peque de racista, libro poco ameno.

Naturalmente, Newman no incurrió en este tipo de frivolidades. Su decisión fue meditada. Tampoco tuvo que hacer grandes cambios espirituales para pasar de una Iglesia a otra, habida cuenta que tanto la de la Protesta como la de Roma son cristianas, y que las diferencias entre ambas son de detalle, no de fondo. Ser cristiano es una de las características definitorias del europeo, y es tan profunda que afecta incluso a los irreligiosos. Newman confiesa en la «Apología "pro vita sua"» que «era menester para nosotros tener una teoría positiva sobre la Iglesia, levantada sobre bases sólidas. Esto me llevó a estudiar a los grandes teólogos anglicanos y entonces me di de pronto, naturalmente, cuenta de que no era posible formar teoría alguna sin cruzarse con la doctrina de la Iglesia de Roma». Así, Newman, cuyos grandes amores habían sido la Universidad y la Iglesia de Inglaterra, llegó a ser, por razonamiento, convencimiento y coincidencia ideológica y dogmática, cardenal de la Iglesia de Roma.

La Nueva España · 12 de octubre de 2001