Robo en la Catedral (original) (raw)

Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El 10 de agosto de 1977 la Cámara Santa fue saqueada brutalmente durante la noche, quedando destrozados los símbolos de Asturias y de Oviedo

La Cámara Santa de la catedral de Oviedo custodia desde antiguo joyas y reliquias misteriosas y sagradas, legendarias e ilustres, traídas desde lejos en tiempos lejanos. Esta capilla con cripta que se encuentra en la zona meridional del templo es uno de los recintos sagrados de la cristiandad. Atribuida su construcción a la época de Alfonso II el Casto, otros eruditos la trasladan al reinado de Alfonso III (866-910). Estas reliquias y el tesoro convirtieron a la iglesia de San Salvador de Oviedo en etapa central del Camino de Santiago, hasta el punto que los peregrinos franceses repetían a partir del siglo XI el conocido cantar:

Qui a esté à Sainct Jacques
et n'esté à Sainct Salvateur,
a visité le serviteur
et a laissé le seigneur.

Que vale, en nuestra lengua, por «quien va Santiago y no a San Salvador (ya que la iglesia de Oviedo estaba bajo la advocación del Salvador), visita al criado dejando al Señor» a un lado del camino.

En la Cámara Santa se reunieron reliquias piadosas y veneradas y joyas de alto valor material e histórico. Los primeros restos fueron los de los santos Leocricia y Eulogio, traídos por el presbítero toledano Dulcidio desde Córdoba, donde habían sido martirizados, y guardados en un cofre de plata, a comienzos del siglo XIV, por orden del obispo don Fernando Álvarez. Con la invasión musulmana fue preciso poner a salvo las santas reliquias cristianas en lugares inaccesibles. El Arca Santa, que contenía algunas de las reliquias de la Pasión, había sido sacada secretamente de Jerusalén ante la amenaza de los selyúcidas y arrojada al mar Mediterráneo, ya que, al ser de madera, podía flotar. Sin piloto ni timón, como la barca de piedra que condujo el cuerpo de Santiago, llegó a las costas españolas y, después de la invasión árabe, fue trasladada a Asturias, donde se estaban produciendo los primeros focos de resistencia. Tales reliquias fueron celosamente guardadas. Nadie osaba abrir el Arca, pues se temía que el resplandor de los objetos que contenía cegara a quien lo hiciera.

A estas reliquias sagradas se añadían otros objetos de gran significación histórica e incalculable valor material. La Cruz de los Ángeles tenía una historia legendaria no menos prodigiosa que la del Arca Santa. La habían construido dos ángeles orfebres vestidos de peregrinos en el tiempo que el rey Alfonso II, quien había puesto a su disposición oro y piedras preciosas, echó en comer; y cuando ya terminaba la comida envió a sus «mandaderos» que fueran a ver qué hacían los «oreses» y regresaron los enviados diciendo que los orfebres no estaban, pero habían dejado «la cruz fecha e acabada de muy maravillosa obra», aunque la luz que inundaba el cuarto eran tan intensa que no pudieron contemplarla al detalle. Se trata de una cruz griega cubierta de chapa de oro y adornada con cuarenta y ocho piedras preciosas. El centro de la cruz estaba ocupado por un camafeo de ágata, joya delicadísima e infortunada, ya que se rompió en la voladura de la Cámara Santa por obra de los insurrectos socialistas de octubre de 1934 y se perdió, parece ser que definitivamente, en el robo de la noche del 9 al 10 de agosto de 1977. Lo que preservaron milenios no pudo sobrevivir a la barbarie del siglo XX.

La Cruz de la Victoria, de madera de roble, que enarboló don Pelayo durante la batalla de Covadonga (lo mismo que Arturo en su victoria sobre los sajones en el fuerte de Guinnion llevaba una imagen de la Virgen María), presidió la iglesia de la Santa Cruz de Cangas de Onís (el primer templo cristiano de Asturias) hasta que Alfonso III la trasladó a la iglesia del Salvador de Oviedo, revestida de oro y piedras, perlas, filigranas y cristales. Se la considera la joya más valiosa de la Alta Edad Media española.

La Caja de las Ágatas o de las Caldedonias, cubierta de oro, salvo la parte inferior, que lo está de chapa de plata, y adornada con placas de ágata listadas, es la gran muestra conservada de la orfebrería carolingia y la joya más destacada de la catedral de Oviedo, junto con las cruces, y otros objetos de gran significación material e histórica, como los dípticos bizantino y gótico, el Cristo de Nicodemus, el cofre eucarístico, el cáliz gótico, o religiosa, de los que sobresale el Santo Sudario.

Todas estas joyas y reliquias, imprecisamente conocidas por la mayoría de los asturianos o desconocidas por completo, estaban vinculadas desde los orígenes de la Catedral a la Cámara Santa y a la ciudad de Oviedo. Aunque no supieran qué había en ella, todos los asturianos sabían que la Cámara Santa custodiaba piezas muy santas y muy valiosas. Por ello, la ciudad, primero, y la provincia, después, se conmocionaron cuando la mañana del 10 de agosto de 1977 se supo que la Cámara Santa había sido saqueada brutalmente durante la noche. Las dos cruces estaban protegidas por inscripciones amenazadoras: en el brazo derecho de la Cruz de la Victoria figuraba, en latín, el consabido «Cualquiera que intente robar esta ofrenda nuestra perezca con un rayo divino»; y en la de los Ángeles: «Cualquiera que intente llevarme lejos de donde mi buena voluntad la dedicó, perezca espontáneamente con el rayo divino». Pero se conoce que no bastaron. Tampoco pudo protegerlas un coche de patrulla de la Policía Municipal que, según el canónigo don Luis Cortina, algunas noches rodeaba el recinto catedralicio. Pero aquella noche no pasó en el momento preciso.

Aquellos días de agosto fueron de sol y calor, y Oviedo se encontraba medio vacío. La víspera, día 9, «El País» había publicado un artículo de Areilza titulado «Los caminos de Europa», que causó cierta conmoción, y se hizo público que el Viejo Profesor, esto es, don Enrique Tierno Galván, se hacía cargo de la defensa del grupo que había entrado en su casa cierta noche con el propósito de atentar contra él; pero don Enrique, con argumentos capaces de aburrir hasta a las piedras, consiguió desarmarle y, tal vez, convertirle por arte de birlibirloque de terrorista en socialista. El profesor Santiago Melón, Jesús Hernández y yo, que habíamos cenado en el Ovetense y luego fuimos a tomar una copa al Tigre Juan, en el Oviedo viejo, pasamos parte de la noche discutiendo cómo estaría el Viejo Profesor la noche que el grupo invadió su casa y llegamos a la conclusión de que estaría sentado en un sillón de orejas ante la mesa camilla, vistiendo bata a cuadros, chaleco, corbata y zapatillas wamba, leyendo «El espíritu de las leyes», de Montesquieu. Poco antes habría cenado una tortilla francesa y un vaso de leche.

Naturalmente, al día siguiente me levanté tarde, por lo que tardé en enterarme del expolio. Anoto en mi diario, con entrada del 10 de agosto de 1977: «A las dos de la tarde, por la radio, una noticia que me deja helado: una banda de ladrones saquearon la Cámara Santa de la Catedral y destrozaron la Cruz de los Ángeles, la Cruz de la Victoria y la Caja de las Ágatas. El símbolo de Asturias y el de la ciudad, astillados por los suelos; algo inimaginable. El hecho es mucho más que doloroso, pero conviene preguntarse cómo joyas de tal valor, no sólo material, que sería lo de menos, sino sentimental e histórico, no gozaban de la adecuada protección, mucho más después del reciente robo en la catedral de Murcia. Don Luis Cortina dijo por la radio que había el proyecto de un dispositivo de seguridad y que hace algún tiempo, el deán había acudido a las autoridades en demanda de ayuda, obteniendo la callada por respuesta. Si con esto los asturianos no hemos perdido nuestra historia, hemos perdido su recuerdo material».

Al día siguiente, la prensa se volcó sobre el robo, señalando que había tenido repercusiones internacionales. Hubo comunicados de todo tipo: Magín Berenguer comentó que se sentía peor que si hubieran robado en su casa; Joaquín Manzanares lamentó el valor histórico de las joyas sin concederle importancia al material y Fernández Buelta envió un telegrama decimonónico al ministro de Cultura en el que se señalaba que el expolio se había cometido «con enorme sevicia». Un personaje pintoresco que se dejaba ver con mucha frecuencia por los alrededores de los mentideros de la política, con rostro, calva y barbita a lo Lenin, aunque más alto, llamado Armando Fernández pero que reclamaba para sí el título de El Asturiano de Asturias, exigió la inmediata dimisión de todas las autoridades civiles y eclesiásticas, desde conserje y monaguillo para arriba. Algunas librerías de Oviedo también se hicieron eco del desastre: Ojanguren colocó en lugar preferente de su escaparate el libro «Las joyas de la Cámara Santa», de Joaquín Manzanares; Polledo llenó su escaparate con ejemplares de ese libro, abierto en las páginas en que las joyas estaban fotografiadas; Santa Teresa cubrió el escaparate de crespones morados y, sobre ellos, un solitario ejemplar de «Las joyas de la Cámara Santa» con una nota al pie: «Este ejemplar no está a la venta».

Asimismo, algunas organizaciones políticas y sindicales, como PSP, CC OO y Conceyu Bable, emitieron comunicados. Yo propuse en el PSOE que se enviara también alguna nota, pero me contestó Gómez Llorente en el sentido de que no juzgaba conveniente entrar en cuestiones de curas y cruces. A lo largo del día, se extendió el rumor de que la Policía había detenido a los obreros que trabajaban en la reparación de la torre románica, seguramente para tomarles declaración.

A las dos de la tarde de aquel 11 de agosto, robaron en el CES unas 85.000 pesetas, aprovechando que el funcionario se había ido a comer. El ladrón era un hombre de unos 40 años que saltó desde un Alsa a la calle y posiblemente se lesionó en una pierna, por lo que tuvieron que ayudarle a subir a un coche amarillo en el que se dio a la fuga. Comentando los acontecimientos con Jesús Hernández mientras cenábamos en el Niza, Jesús indicó que los ladrones van a donde hay. No van a ir a robar a los testigos de Jehová o a la ORT.

Aquella noche llovió.

La Nueva España · 13 agosto 2007