Las otras Juventudes Socialistas (original) (raw)
Ignacio Gracia Noriega
Avelino Cadavieco, ex militar republicano y rico empresario, fue una persona clave en el PSOE ovetense de la transición
Las Juventudes Socialistas realizaron un papel importante en la reconstrucción del Partido Socialista en Asturias a partir del verano de 1976. Gracias a ellas, al menos en Oviedo, el número de militantes, hasta entonces reducido a catorce individuos mal contados, aumentó de manera considerable, y el entusiasmo, trabajo y tesón de algunos miembros de aquellas Juventudes como Avelino Cadavieco, Alejandro García de Paredes, Antonio Alcaide Albajara, Leonardo Velasco y los militantes de Latores, que no perdían acto ni asamblea en Oviedo, siempre conducidos por Pepín el de Latores, el único de ellos que no había participado en la guerra civil ni conocido la represión dura, hizo posible la formación y puesta en marcha de la Agrupación Socialista Ovetense.
Naturalmente, no me estoy refiriendo a las escasas y mal avenidas Juventudes Socialistas de las que ahora habla Álvaro Cuesta, a quien, por cierto, desde aquí expreso mi condolencia por el fallecimiento de su padre, sino a las anteriores a la guerra civil, de las que había sido secretario general Rafael Fernández. Los miembros de estas Juventudes, que se reincorporaban al partido cuando ya estaban jubilados, eran entusiastas y desinteresados, y su categoría moral y experiencia les permitía dar consejos a los «jóvenes de edad», pero ni entusiastas ni desinteresados, como el referido Álvaro Cuesta, a quien el veterano y venerable Emilio Llaneza Prieto (un socialista de lucha y convencimiento que había asistido a la huelga revolucionaria de 1917 y participado en la revolución de octubre de 1934, en la guerra civil de 1936 a 1937 y en los episodios de la clandestinidad) aconsejaba que se dejara de politiquerías y estudiara y terminara la carrera de una vez: porque, afirmaba Llaneza con muy buen sentido, politicastros le iban a sobrar al partido cuando las cosas se encarrilaran, y, en cambio, la gente preparada y con conocimientos no se improvisa.
Aquellos viejos socialistas eran gente admirable y emocionante, y también responsable, razonable y disciplinada. Bajo ninguna circunstancia hubieran aprobado el radicalismo pequeño burgués de Zapatero y hubieran considerado innecesario el revanchismo ridículo de la «memoria histórica», que consiste en expulsar del callejero a los que ganaron una guerra para colocar en su lugar a los que la perdieron. Preferían no acordarse de la guerra, y cuando lo hacían, no se regodeaban en la derrota ni en pensar qué pudo haber sido lo que no había podido ser. Con haber perdido una guerra les bastaba y sobraba, y no querían perder las posibilidades de la paz. No es que fueran escépticos, y no renunciaban al ideario socialista ni a su pasado revolucionario. Como escribe Rafael Fernández en el prólogo a «Los cimientos revolucionarios no se ven», de Luis Suárez, libro que recoge los recuerdos de José Alcaide Albajara, secretario de las Juventudes de Oviedo en 1936: «En aquellos años, llegados al socialismo por sentimiento, nos bastaban a él y a mí los programas del PSOE, máximo y mínimo». Aunque bien aprendió Rafael que el «programa máximo» es impracticable a estas alturas, aunque Zapatero no se haya enterado.
Aquellos viejos militantes, que habían intentado la revolución y perdido la guerra, no sentían de ninguna manera la tentación radical. Preferían ir paso a paso a dar un gran salto para caer en una zanja profunda. A esta prudencia surgida de la experiencia se añadía la suspicacia nacida de la actuación conjunta de comunistas y socialistas durante la guerra civil. Por lo que en rigor podían ser calificados como socialdemócratas legítimos. El veterano Albajara confesaba que le entraban ganas de reír cuando alguien se le presentaba proclamándose de «izquierda socialista», y reflexiona en su libro: «Creo que lo que soy, y lo he sido siempre, es un militante disciplinado que acato las decisiones de los responsables del partido, me gustasen o no. Fui donde me mandaron. Hice lo que me dijeron que hiciera. Y me siento orgulloso de haber sido, ante todo, obediente a las órdenes y las instrucciones de los que sabían mejor que yo lo que convenía a la UGT y al PSOE».
En largos años de invernación se había esfumado el sueño revolucionario. Instaurar el «reino del hombre sobre la tierra» es utopía noble pero perversa, que ha llenado de violencia, miseria, horror e infelicidad a los países en que se intentó y general al siglo XX. Mejor es dejar que las cosas evolucionen sin encauzarlas demasiado, que es lo que a fin de cuentas ha sucedido, y el resultado es que en los infiernos burgueses no ha ido tan mal como en los paraísos del proletariado.
Uno de los individuos clave del surgimiento de las Juventudes Socialistas fue Avelino Cadavieco, natural de Latores, vecino de Oviedo y empresario muy rico, propietario de una constructora, aunque él solía decir que «podré tener mucho dinero, que no es tanto como el que dicen, pero yo las ideas no las cambio». Durante la guerra civil llegó a ser el capitán más joven del ejército republicano, antes de cumplir los 20 años, por lo que le llamaban «el Capitanín». A la caída del frente del Norte fue hecho prisionero en compañía de un militar vasco o santanderino, que durante toda la guerra no había hecho otra cosa que retroceder hasta que, no teniendo otro territorio por delante, no le quedó más remedio que entrar en zona nacional, donde se rindió. Juzgado por consejo de guerra, resultó condenado a muerte. En la cárcel conoció a Ramón Rubial, el histórico militante socialista, más tarde presidente del partido, y desde entonces mantuvieron una amistad profunda y entrañable. Cuando Rubial iba a Oviedo, Cadavieco le llevaba a comer merluza a la sidra al Nalón. La merluza a la sidra era el plato preferido de Cadavieco y a Rubial le encantaban las angulas. Ramón Rubial antes de sentarse a la mesa se quitaba la chaqueta, la colocaba en el respaldo de la silla, se aflojaba el nudo de la corbata y, frotándose las manos, miraba con complacencia, casi con ternura, la cazuelita de barro con angulas borboteantes y exclamaba:
–¡No estarán mal estas angulitas!
Cadavieco se sentía muy satisfecho de esta vieja amistad con el dirigente socialista vasco, aunque de apellido asturiano, pues el topónimo Rubial existe en Salas y en Cangas del Narcea, subiendo el puerto de Leitariegos, y solía decir guiñando el ojo y refiriéndose a Vigil, Álvaro Cuesta y otros que perdían los estribos cada vez que F. González o Alfonso Guerra se acercaban a Oviedo:
–¡Fíjate si son tontos que van detrás de los sevillanos, cuando el verdadero socialista es Rubial!
Otra gran amistad de Cadavieco era Rafael Fernández. Cuando el PSOE andaba mangas por hombros y no había quien se entendiera en aquella desorganización, Cadavieco solía decir:
–¡Ya veréis cuando vuelva Falo de México y nos meta a todos en cintura!
En cierta ocasión lo dijo en presencia de un militante madrileño, que se sorprendió al escuchar lo de Falo; hubo que explicarle que es un diminutivo de Rafael muy frecuente en Asturias.
Yo conocía a Cadavieco de Casa Manolo, antes de que tuviera contactos con el Partido Socialista. Cadavieco tardó en enterarse bastante de que había actividad socialista en Oviedo, pero desde entonces no dejó de prestar su apoyo, tanto como militante como en el plano económico. En cierta ocasión hubo de avalar con su firma al PSOE por una cantidad importante, y como él decía: «Mi mano no tembló». Las Juventudes Socialistas (las de los que entonces tenían más o menos veintitantos años) habían alquilado un piso en Pumarín que utilizaban mayormente como tumbadero y cuya renta no pagaban. Al enterarse Cadavieco, la pagó de su bolsillo, porque, afirmó indignado, un socialista tiene que ser ante todo formal. Si se producían discrepancias entre compañeros, procuraba limarlas invitando a los enfrentados a comer merluza a la sidra en el Nalón. Lo único que no estaba dispuesto a hacer era salir por las noches a tirar pasquines y pegar carteles, «porque no estoy en edad. Si tuviera veinte años menos...».
Todas las mañanas, Cadavieco salía a dar un paseo por el Paseo de los Álamos, como si fuera un pescador con su caña. Sobre todo por la primavera, el Paseo se llenaba de pensionistas, y Cadavieco, reconociendo a antiguos miembros de las Juventudes Socialistas de los años treinta, los captaba. Luego volvía a los locales del partido, en el Alsa, satisfecho y lleno de orgullo, diciendo: «Hoy capté a tres». Y otro día a dos, y otro día a cuatro. Y así se fue reorganizando el PSOE, con la ayuda olvidada y magnífica de aquellos jóvenes que entendían, como escribió Rafael Fernández, que la juventud es el laboratorio de los adultos.
La Nueva España · 25 febrero 2008