Los exiliados (original) (raw)

Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El final de la dictadura permitió el regreso de los escritores republicanos que salieron de España con la Guerra Civil y que durante varias décadas gozaron de gran prestigio

Durante la oprobiosa dictadura, los escritores exiliados, a los que se denominaba, haciendo prosopopeya, «literatura del exilio», gozaron de un prestigio inmenso porque nadie los leía, o se los leía clandestinamente en las ediciones de Losada, como decía Umbral. La sed de clandestinidad era tanta cuando el franquismo empezaba a bajar la guardia que a cualquier cosa se la catalogaba como clandestina. No obstante, yo prefería leer en Losada a Sartre, y luego le prestaba sus libros a Antonio Masip para que se hiciera rojo y ateo, cosa que ni él ni yo fuimos nunca: ni rojos ni ateos.

Una vez coincidimos él y yo en unos ejercicios espirituales en la Virgen del Camino, él iluminado por el fervor místico, y yo, a regañadientes. Pero qué remedio, pues en el Colegio de los Dominicos de Oviedo se había impuesto la línea dura después de la expulsión de Vigil porque se enfrentó al fraile Areopagita (que él creía que la llamábamos así por justo o por San Dionisio Areopagita, pero se lo llamábamos porque tenía aspecto de pájaro), dándole a entender con un gesto expresivo lo de «monta aquí y da pedal» cuando el fraile, que ni siquiera era cura, le ordenó que se pusiera de rodillas delante de los de ingreso en el patio de arriba, que estaba lleno de cascotes, piedras sueltas y casquillos de balas del cerco de Oviedo. Una humillación inconcebible y nunca vista en un alumno de Preu, a quienes nos permitían fumar, nos servían vino en las comidas y nos advertían a todas horas de los muchos peligros que nos aguardaban en la Universidad.

El padre Ruiz, que nos daba Filosofía (es un decir), aseguraba que si Sartre y «ese catedrático que acaba de llegar, Gustavo Bueno», fueran alumnos suyos como lo éramos nosotros, los suspendería automáticamente, no por marxistas y ateos, sino porque no sabían filosofía. Y refutaba a los filósofos sospechosos con la prueba del algodón. De una página de Ortega podían sacarse a lo sumo dos o tres ideas sin cuento.

En la Virgen del Camino, Masip comía a mi lado, mientras desde la cátedra, al modo frailuno, un espontáneo leía en voz alta para nuestra edificación un reportaje publicado en «Actualidad Española» o «Sábado Gráfico» sobre una pareja de jóvenes que vivían maritalmente y se habían suicidado en Valladolid, aunque ella era de buena familia. Pero él había escrito una novela titulada «El chulo», de unas sesenta páginas. Todo esto para que nos percatáramos de cómo estaba el patio al que íbamos a entrar en octubre si un suspenso en el examen preuniversitario no lo remediaba.

Durante una de aquellas comidas como de régimen, Masip le dijo al director de los ejercicios, el padre Sama, que también velaba por el buen orden del comedor:

–Padre Sama, Noriega lee a Sartre.

El Padre Sama me miró despectivo desde su altura imponente y murmuró: «Pobrecito». Muchos años después vi al padre Sama sin hábitos y bebiendo sidra y, la verdad, no me pareció tan imponente.

A estas alturas, y aunque reconozco que los curas tenían razón cuando nos prevenían contra Sartre, tengo la sensación de no haber perdido el tiempo leyéndole, como la tendría si hubiera incurrido, que no incurrí, en leer la «literatura del exilio».

Entre lo poquísimo «del exilio» que leí se cuenta «La forja de un rebelde», de Arturo Barea, que no me produjo ni frío ni calor. Aquello sonaba demasiado a Galdós y yo estaba a aquellas alturas descubriendo el «Ulises» en la benemérita edición de Salvador Rueda. Antes, en el colegio, había descubierto a Kafka, gracias al padre Basilio Cosmen, que me prestó «La muralla china» (tal vez creyendo que se trataba de un libro de geografía) y los «Poemas en prosa» de Baudelaire, razones por las que mi agradecimiento hacia el inolvidable y querido padre Basilio es infinito.

Muchos años después releí a Kafka y encontré, para mi sorpresa, que aquella primera lectura continuaba viva en mi memoria, y ello se debe a que Kafka es un escritor visual, de imágenes poderosas y portentosas. Pero al tiempo que estos agradecimientos sin límites, le he de hacer al padre Basilio un serio reproche. Como él era de Cangas del Narcea, me animó a leer a Alejandro Casona. En aquella primera lectura, me pareció muy inferior a los hermanos Álvarez Quintero. Pero Casona, además de lo que había escrito, tenía mucho prestigio, por exiliado. Se repetía que había afirmado que no volvería a España mientras viviera Franco y que una vez que el barco en que viajaba hizo escala en Barcelona, se negó a pisar suelo español mientras estuviera aherrojado por la dictadura.

Mas, cuando la cursilería insufrible de su teatro dejó de interesar a públicos tan cursis como los hispanoamericanos, volvió a la patria víctima de la dictadura a la primera oportunidad que se le dio de representar aquí, e incluso una vez que doña Carmen Polo de Franco asistió a una de sus obras, subió al palco y le beso la mano. Sic transit.

Umbral traza de él un retrato maligno y exacto: «No había perdido su estilo usado y triste de maestro asturiano, con los pantalonazos caídos sobre los zapatones, la calva sin belleza y un cierto énfasis didáctico». Lo de los «pantalonazos y los zapatones» recuerda al traje carbonoso de minero asturiano de Ramón Pérez de Ayala, según Juan Ramón Jiménez. A Pérez de Ayala, que se las daba de dandy y que con «frac» daba un aire a Fred Astaire, le parecía falta aquella alusión a su indumentaria.

En cuanto al pobre Casona, parecía buena persona, pero escribía un teatro de una cursilería sonrojante. Esto lo he afirmado por escrito en diversas ocasiones; en una ocasión, alguien me envió una carta poco menos que insultándome, afeándome que no me gustara Casona, pese a que era republicano. Una vez más se confunde la velocidad con el tocino. Ser republicano puede ser muy respetable (o no serlo), pero nunca es garantía de ser un buen escritor.

Durante algún tiempo se creyó que, sólo por estar exiliados, aquellos escritores «del éxodo y del viento», según León Felipe, eran genios. El último en creerlo fue Zapatero, que decía que leía a María Zambrano por republicana. Como dice Gustavo Bueno, ¿qué se puede esperar de un abogado de León que lee a María Zambrano?

Yo tengo un amigo que se interesa de manera maniaca por los escritores conversos y otra por los militares o hijas de militares. Me parecen muy bien los escritores conversos, porque demuestran que alguna vez se interesaron por asuntos serios, pero eso no es ninguna garantía en el aspecto literario. En cuanto al de militar, es noble oficio, pero no implica que todos sean buenos cantando rancheras, como Jorge Negrete. Lo mismo puede decirse de los republicanos, entre los que hubo de todo. Además, en España, se tenía un concepto del republicanismo bastante limitado. Cicerón también fue un escritor republicano y aquí nadie lo reconoció como tal.

El prestigio de los escritores republicanos o «del exilio» era intocable mientras estuvieron en el exilio. En las Facultades (en la «Fácul», según el Guerra) era raro el día que no nos encasquetaban el consabido recital de las tres víctimas del franquismo (García Lorca, el fusilado; Miguel Hernández, el encarcelado, y Antonio Machado, el exiliado) o de los dos Pablos: Casals y Neruda. Lo peor del caso es que tanto García Lorca como Hernández, Antonio Machado o Neruda eran buenos poetas, pero esto no importaba, porque se reducían a presentarlos como rojos, y así el soneto a la pistola de Líster era muy superior a «Campos de Castilla».

En primero o segundo de carrera, cuando yo era un jovencito suficiente y pedante, dejándome llevar de estas modas, le propuse a Martínez Cachero, catedrático de Literatura contemporánea en la Universidad, que diera un seminario sobre Ramón J. Sender. Me contestó, pausado como costumbre:

–¡Ah, el exilio! ¿Y por qué no sobre Benjamín Jarnés, que también estuvo exiliado?

Pero la verdad, y que me perdone Cachero, Jarnés es un escritor tan insufrible como Rosa Chacel, la nada en prosa. Cuando menos, Sender, con pesadez galdosiana, se ocupaba de Lope de Aguirre o Billy el Niño, que eran personajes con garra, aunque su manera de contar no estuviera a su altura. Pero había narradores mucho más pesados y peores.

La «literatura del exilio» fue la gran esperanza literaria del franquismo y la gran decepción de la democracia. Porque durante la transición vinieron todos con sus retales caducos, y entonces, cuando al fin pudieron publicarse sus libros, no los leyó nadie, porque los escritores españoles estaban mucho más al día en materia literaria que aquellos galdosianos nostálgicos y resentidos.

Eso sí, junto con los escritores hispanoamericanos del «boom», que también vinieron a la «madre patria» a pescar en río revuelto, acapararon toda clase de premios oficiales y subvenciones culturales. Cuando Rosa Chacel se quedó sin liquidez, amenazó con volverse a Brasil si no le daban cuatro millones de pesetas. Se los dieron.

Algunos tenían especial mala uva, como un impresentable llamado Manuel Granell, indigesto de soberbia, de resentimiento y de fatuidad. En cierta ocasión le comenté a don Pedro Caravia: «¡Vaya amigos que tiene usted, don Pedro!», y el viejo maestro contestó colérico: «¡No le tolero que insinúe que Granell es amigo mío!». Y me mostró un par de textos suyos de tono fascista (¡el profetismo!) y de una pedantería ridícula. ¡Pobre diablo Manuel Granell!

La Nueva España · 3 agosto 2009