David Stoll | Rigoberta Menchú... (original) (raw)

Capítulo 2

Uspantán como frontera agrícola

“Lo que pasa entre nosotros los indígenas es peor.”
—Miembro de la familia Menchú al autor, 1991

Desde el sur, la Sierra de los Cuchumatanes es una larga cordillera azul envuelta en nubes. Más allá de la capital departamental, Santa Cruz del Quiché, la carretera serpentea entre valles erosionados y sierras cubiertas de pinares. Poco hay excepto hierba y maleza, que están amarillas la mayor parte del año, con ralas parcelas de maíz intercaladas y caseríos de aspecto triste que extraen su sustento de la carretera y no de la tierra. Después de Sacapulas, un pulcro pueblo de adobe encalado, la calzada sube zigzagueando la muralla, de kilómetro y medio de altura, de los Cuchumatanes y se mantiene igual de pedregosa y abrupta la mayor parte del camino. Más tarde una rara señal de fertilidad, el verde valle que rodea el pueblo de Cunén. La carretera gira hacia el este; atraviesa una garganta rocosa, a continuación un valle largo y estrecho que ofrece ciertas esperanzas agrícolas y, finalmente, llega al pueblo de Uspantán. Con unos 3.000 habitantes, este es el centro urbano del municipio del mismo nombre que lo rodea.

A diferencia de las aldeas remotas en las que vive la mayor parte de la población, el pueblo de Uspantán tiene comodidades básicas: mesas donde comer, colchones en los que dormir, electricidad, instalaciones sanitarias y teléfonos. Pero nunca ha sido la Meca de los buscadores de indígenas, ni siquiera ahora que tiene una premio Nobel. Pocos extranjeros se quedan algo más que la noche necesaria para abordar la próxima camioneta que salga hacia occidente o hacia oriente. Los forasteros que ha atraído Uspantán son más bien buscadores de tierra, principalmente guatemaltecos. Al norte del pueblo se elevan las cumbres de los Cuchumatanes, en torno a ellas se reúnen las nubes todas las tardes. En la subida, pinos y pasto ceden lugar al bosque húmedo tropical, o lo que queda de éste. Sólo restos de este biotopo fragante, jugoso, se sigue adhiriendo a las laderas más escarpadas, por encima de donde los campesinos han talado y quemado para los pastos y la agricultura.

Más al norte, una segunda cordillera todavía está cubierta con un rico bosque húmedo que se prolonga por kilómetros. El estrecho valle entre ambas cadenas montañosas, el primero deforestado y el segundo exuberante aún, es la cuna de nuestra historia. Es aquí donde el padre de Rigoberta inició en los años 50 un nuevo asentamiento llamado Chimel. Aquí es donde la frontera agrícola, de hombres abriéndose paso entre troncos de árboles mucho mas grandes que ellos, fue interrumpida por la violencia. Es donde aún abundan las lluvias, a diferencia de los alrededores del pueblo de Uspantán, donde ya no llueve como antes y donde ha vuelto a comenzar ahora la tala del bosque.

El paisaje de Uspantán no es un paisaje sencillo; ni ecológica ni etnológicamente Rigoberta estaba formulando una monografía académica cuando contó su historia en 1982, de modo que el medio es más complicado que el que los lectores podrían deducir. Esto incluye su composición étnica, la progresión de grupos indígenas y no-indígenas que a lo largo de los años han ido trasladándose a la región. Me llamo Rigoberta Menchú presenta una lucha titánica entre dos grupos opuestos: su propio pueblo indígena k'iche' y los ladinos (de ascendencia europea y mestiza) que les subyugaban. Estos son los oprimidos y los opresores, claramente definidos por odios ancestrales que los padres cuidadosamente inculcan a sus hijos. Rigoberta aprende eventualmente que no todos los ladinos son malos, que muchos son campesinos pobres como ella y que algunos son compañeros en el movimiento revolucionario. Pero lo que permanece es un modelo bipolar de relaciones étnicas, el mismo que aparece virtualmente en toda descripción de Guatemala.

La distinción entre ladino e indígena no es errada. La mayoría de los guatemaltecos están dispuestos a identificarse con uno u otro, algo que ellos entienden en términos de raza. Se puede caminar entre la multitud e identificar individuos que parecen recién salidos de las estelas que dejaron los antiguos mayas. También se puede ver la ascendencia europea en la mayoría de los ladinos. Pero muchos ladinos reconocen que son mestizos –principalmente de origen europeo y maya– y también lo son numerosos indígenas. No cuesta mucho encontrar ladinos que parecen indígenas e indígenas que parecen ladinos, porque la distinción, en última instancia, es más cultural que biológica. Los indígenas pueden volver a definirse a si mismos o a sus hijos como ladinos mediante una combinación de alejarse de sus lugares de origen, conseguir una buena educación, renunciar a la lengua vernácula, casarse en una familia ladina o adquirir riqueza.

Otra limitación del modelo bipolar es que resta importancia a las diferencias entre indígenas. No sólo hay en Guatemala veinte grupos lingüísticos mayas diferentes, si no que uno de ellos está notablemente ausente en el retrato que Rigoberta hace de Uspantán. Me refiero a los mayas uspantekos, que solían ser los principales habitantes del municipio. Que ya no lo sean se debe a los k’iche’s y ladinos que se han trasladado a la región. Sería engañoso comparar en todos los aspectos las corrientes migratorias de k’iche’s y ladinos, pero ambas fueron atraídas por lo mismo: tierras baldías en lo que solía ser un municipio escasamente poblado. Ambos, ladinos y k’iche’s, son también, en grados diferentes, grupos étnicos dominantes. Los ladinos tienen el monopolio del poder en el ámbito nacional, donde dirigen el estado, el ejército, la Iglesia Católica y toda otra institución nacional. El castellano que dominan es el idioma del poder y el estatus, y quien no lo posea no podrá llegar muy lejos.

No obstante, en el altiplano occidental los k’iche’s tienen un cierto peso propio. Justo al sur de las pequeñas tierras Uspantekas, los hablantes k’iche’s gobernaron una vasta región antes de la Conquista española; han seguido siendo el grueso de la población (de ahí el nombre del Departamento del Quiché, escrito a la vieja usanza) y finalmente están haciendo un esfuerzo para volver a su antigua posición. Esto es evidente en la economía regional, en la cual los k’iche’s destacan visiblemente en una nueva burguesía indígena; en los gobiernos municipales; y en el Movimiento Maya, en el que los portavoces de los hablantes k’iche’s juegan un papel importante.

Desde finales de los años 80, el Movimiento Maya ha reunido a los k’iche’s y otros grupos lingüísticos en maneras que podrían transformar la política guatemalteca. Pero el término “maya” es tan nuevo en el discurso guatemalteco que Rigoberta apenas lo mencionó en su relato de 1982. Hasta recientemente, era utilizado principalmente por los antropólogos para designar a cinco o seis millones de hablantes de treinta lenguas correspondientes en el sureste de México, Guatemala y Honduras. Incluso hoy no es necesariamente una forma común de identificación entre ellos mismos. En su lugar, muchos siguen identificándose en términos de su aldea y municipio, como indígenas o naturales (“naturales” en oposición a “gente de razón”), o en términos de la lengua propia que hablan.

A excepción de los más detallados, todos los mapas lingüísticos dan la impresión de que los hablantes de cada lengua maya viven juntos en un territorio contiguo. Una inspección más minuciosa muestra que éste no es el caso, especialmente en la Sierra de los Cuchumatanes. Kanjobales, q'eqchi's y poqomchi's se han ido desplazando de un lugar a otro, al igual que los ladinos y la etnia de Rigoberta: los k’iche’s, cuyas aldeas puntean los montes delanteros, y que se han convertido en un factor político en varios municipios. Aunque las poblaciones nativas de Sacapulas y Cunén mantienen la mayoría demográfica y lingüística frente a la migración K'iche', no es éste el caso de los uspantekos, que ahora son una pequeña minoría en el municipio que lleva su nombre.{1}

En añadidura a su modelo bipolar de etnicidad, la tierra es un segundo aspecto por el que Me Llamo Rigoberta Menchú requiere un comentario. Para los campesinos de Guatemala se ha convertido en una escasez crónica, habiendo tenido que desplazar sus cultivos hacia laderas montañosas que mejor hubieran seguido siendo bosque. Uno de los motivos para esta insuficiencia está detallado en la historia de Rigoberta del 82, así como en la mayoría de los relatos de Guatemala: la tenencia desigual de la tierra. La tierra más fértil está controlada por las fincas productoras de café, azúcar, algodón y ganado para la exportación, especialmente en la costa del Pacífico, donde la mayoría de los campesinos indígenas (y muchos campesinos ladinos) se han visto reducidos a pequeñas propiedades de subsistencia en el altiplano. En los valles que rodean Uspantán, hay unas cuantas fincas que podrían ser repartidas entre pequeños propietarios, aunque no se debe exagerar su importancia. La mayoría de la tierra ya es propiedad de los campesinos. Es más, una gran parte de las fincas ha sido alquilada ya a campesinos que viven en ella.

El otro motivo para la escasez de la tierra no aparece en Me llamo Rigoberta Menchú. A menudo se le resta importancia en los relatos sobre Guatemala porque cualquier referencia que no sea somera desencadena objeciones políticas, culturales y religiosas. No sería un problema insuperable si la productividad agrícola pudiera seguirle el ritmo, ni sería tan urgente si la tierra estuviera distribuida más equitativamente, pero nada puede reducir su importancia, que aumenta cada año que pasa. Me refiero al rápido crecimiento de la población.

Se dice que los campesinos mayas están arraigados a su tierra, pero la metáfora primordial casi niega cómo su relación con ella requiere desarraigos periódicos. Al igual que muchos otros campesinos, los mayas han desgastado sus tierras regularmente y se han ido en busca de nuevas. Los ciclos de asentamientos, crecimiento de población, sobre explotación y migración se remontan al Maya Clásico y su espectacular colapso alrededor del año 800 A.C, al noreste, en lo que ahora es el Departamento del Petén. Durante todo el siglo pasado, ha tenido lugar otro gran ciclo en el que la población guatemalteca se ha quintuplicado.{2} En el departamento del Quiché los municipios densamente poblados del sur han ido enviando remesas de campesinos sin tierra al norte, a las montañas de Uspantán y a los municipios vecinos. Allí deforestan laderas escarpadas y roban la fertilidad al suelo cultivando maíz año tras año según los métodos tradicionales. “Ya se cansó, se fue toda la tierra buena”, me dijo un poblador de Chimel acerca de su localidad anterior. Procedentes de tierras que se han vuelto “cansadas”, “secas”, “flojas”, los hombres buscan terrenos nuevos, que todavía estén en el bosque, que puedan ser talados y quemados para sembrar maíz. Eventualmente llevaran a sus familias a vivir al nuevo lugar, en un movimiento que se repite cada unas pocas generaciones.

La búsqueda de productividad agrícola es evidente en Uspantán la mayoría de los días de la semana, cuando hombres y mujeres recorren los cerros y el valle para cultivar las pequeñas parcelas de tierra que han heredado o comprado, a menudo en diferentes altitudes y en ecozonas distintas. Un amigo de Caracol, una aldea sobre el camino a Chimel, tenía un programa bastante típico: el jueves caminaba dos horas al otro lado del cerro para cultivar una parcela de zanahorias, después regresaba ese mismo día. El viernes bajaría caminando dos o tres horas en otra dirección para cultivar una parcela de frijol, luego subiría penosamente de vuelta ese mismo día. El sábado sólo tenía que caminar una hora y media por la ladera del cerro para cultivar maíz y frijoles. El domingo bajaba a pie tres horas hasta el mercado de Uspantán, luego recorría una subida de cuatro horas para llegar a casa. Según el criterio local ninguno de los trayectos era largo, pero después del cuarto día habría pasado veinte horas subiendo y bajando montes a pie, cargando a menudo pesados bultos con el mecapal ya que, al igual que la mayoría de los campesinos, era demasiado pobre para tener una bestia de carga.

Este capítulo ahonda en la ecología que hay detrás de esos esfuerzos extraordinarios: un proceso degenerativo de crecimiento demográfico; una agricultura de tala y quema, y unas corrientes migratorias que se complican con el conflicto ladino-indígena y la tenencia desigual de la tierra, asuntos a los que Rigoberta concede tanta importancia, aunque no llegan a transformar necesariamente los aspectos fundamentales de esta migración. La mitificación romántica de los campesinos es una vieja tradición que tiene la virtud de dramatizar su derecho a la tierra. Pero el romanticismo también puede ser utilizado para ignorar el daño que hacen los campesinos, cómo compiten por tierras baldías y los pleitos que resultan –tal como lo ejemplifica la historia de un pionero de la frontera agrícola de Guatemala, el padre de Rigoberta, Vicente Menchú.

El auge y la caída de la hegemonía ladina

Los restos de la fortaleza maya de Uspantán se asientan sobre una cresta situada a cuarenta minutos de camino a pie desde el pueblo actual. No mucho es visible desde la distancia. Después emergen entre las cañas de maíz unos cimientos bajos de piedra. También hay montículos con vestigios de muros de piedra. A diferencia de la urbe fundada por los españoles en el siglo XVI, en una llanura más baja, el Uspantán precolombino estaba situado para la defensa en caso de ataque. En ambos lados el cerro cae en picado. Hacia el oeste la salida está bloqueada por una abrupta pendiente de tierra, seguida de un escarpado foso del tamaño de un talud del ferrocarril. Según las crónicas españolas, desde esta fortaleza se gobernaba un pequeño reino que resistió después de que los conquistadores destruyeran el reino k'iche'en el sur. En 1529 los uspantekos rechazaron una expedición española, sólo para sucumbir ante otra un año más tarde.

Puesto que la región no resultaba atractiva para los colonos españoles, la Corona dispuso que los frailes dominicos se hicieran cargo de la población sobreviviente. Bajo la Pax Dominica, en palabras de Jean Piel, los indígenas estaban obligados a vivir juntos en los nuevos pueblos. Gradualmente, las haciendas de la iglesia se convirtieron en la puerta de entrada para el asentamiento de los ladinos a través de los criados ladinos que las administraban.{3} Pero los indígenas eludieron algunas de las formas más destructivas del colonialismo. Alrededor del pueblo de Uspantán, la propiedad y la población siguió siendo casi prácticamente uspanteka. Las familias ladinas más antiguas del pueblo sólo remontan sus antepasados locales a finales del siglo diecinueve e inicios del veinte, cuando llegaron como ganaderos desde el sur del Quiché. Aunque la mayoría de los ladinos se estableció en los peñascos más meridionales de los Cuchumatanes, los k’iche’s que comenzaron a llegar durante el mismo periodo se instalaron cerca del pueblo de Uspantán, luego empezaron a abrir claros en el bosque húmedo de los cerros del norte.

Desde el este llegaron los emigrantes más exóticos de todos –los alemanes del Departamento de Alta Verapaz. Hasta que fueron deportados durante las dos guerras mundiales por dictadores presionados desde Washington, los empresarios alemanes marcaron el paso en la economía del café. Dominaron Alta Verapaz y la convirtieron en uno de los rincones más prósperos del país. Se desplazaron también hacia los valles tropicales de las tierras bajas al norte de Uspantán, la mitificada Zona Reina que está aislada de la cabecera municipal por montañas amedrentadoras y densos bosques. Pero el aislamiento de la Zona venció hasta a los alemanes. Los niños que engendraron “se perdieron entre la gente”, según un dicho popular. Sus descendientes no viven en mejores condiciones que las del resto de la población, principalmente mayas q'eqchi's que también llegaron procedentes de Alta Verapaz en busca de tierra.

Hacia la segunda mitad del siglo veinte, los k’iche’s eran mayoría en los alrededores del pueblo de Uspantán, pero no lo controlaban. En términos étnicos, el poder político había pasado de una población uspanteka disminuida a un elemento ladino pequeño pero en expansión. A primera vista Uspantán parece un pueblo ladino, pero en parte esto es el resultado del terremoto de 1985 que destruyó la mayoría de las antiguas construcciones de adobe. Todavía en la década de 1950, había pocos ladinos en el pueblo y, probablemente, incluso hoy día los indígenas siguen siendo más numerosos. En qué número les superan es algo tan confuso como el total de la población. Según el censo de 1981 (subreportado), el veintiséis por ciento de los 42.685 habitantes del municipio eran ladinos. Hay, sin embargo, un patrón definido de cómo se asentaron los ladinos en la región. Fuera de la cabecera municipal, tienden a vivir en un grupo de aldeas en el sur, donde hay pocos indígenas. Al norte del pueblo, en los valles más altos y húmedos, los campesinos ladinos sólo predominan en unas pocas aldeas, y una gran mayoría habla k'iche'como su primera lengua.

Contrariamente a lo que dice Me llamo Rigoberta Menchú, los ladinos de Uspantán no destacan como una clase alta acomodada. Más bien, trabajan principalmente en ocupaciones comerciales y de servicio, como trabajadores especializados, maestros y enfermeras. Muchos son más pobres que los indígenas más prósperos y es difícil encontrar un ladino que posea más de una caballería de tierra, la medida local equivalente a cuarenta y cinco hectáreas.{4} El propietario de la línea de camionetas de transporte es un ladino y unos cuantos son dueños de comercios, pero hay otras tiendas propiedad de indígenas, que también poseen parte de la flota local de vehículos y que son propietarios de edificios cercanos a la plaza. Las cantinas que sirven licor a los vulnerables son principalmente propiedad de indígenas. Solía haber algún que otro ladino contratista de trabajo, pero han sido sustituidos por indígenas.

En efecto, los ladinos dominaron los asuntos del pueblo desde finales del siglo diecinueve hasta la década de 1970 y siguen ejerciendo una autoridad que supera con creces su número. La falta de una base económica de poder sugiere que sus ventajas políticas más bien han sido culturales y sociales, basadas en su dominio del castellano y en sus conexiones superiores en el sistema nacional. ¿Por qué no ha habido alcaldes indígenas hasta recientemente?, le pregunté a los ancianos. “Porque los ladinos dieron muchos consejos y nosotros decimos que sí”, explicó uno. “A los ladinos se les tiene mucha confianza” añadió otro, un viejo amigo de los Menchú que ayudó a ganar una victoria legal importante contra una finca. “Saben expresarse cuando hay comisiones. Entonces la gente estaba contenta”.{5}

Como sucede a menudo cuando reina la cortesía hispana, bastantes habitantes, indígenas al igual que ladinos, niegan que la tensión étnica sea un problema serio. Sin embargo, la pregunta correcta consigue historias acerca de un tiempo más opresivo. “De discriminación había un sinnúmero”, me contó un k'iche' activista de derechos humanos. “Cuando la gente llegaba a la muni para sacar sus asuntos, no los atendían. Les decían de esperar dos tres días, no le atendían a uno. Y también hacían los servicios regalados. Los mayores hacían servicios de una semana sin recompensa. No valorizan. Sólo el alcalde ladino estaba pagado.” “Para mí”, declaró uno de los familiares de Rigoberta, “mi abuelo lo tenían como esclavo, porque le mandó cargar 6 arrobas a Guatemala, más su comida para él tenía que cargar. Los ladinos siempre mandaban en la gente porque el indígena se deja mucho”.

Los peores abusos fueron menos frecuentes bajo las reformas laborales de las décadas de 1930 y 1940. Durante los próximos treinta años, los k’iche’s de Uspantán minaron gradualmente el control ladino de la municipalidad, al igual que hicieran los indígenas de otros muchos pueblos durante este periodo. En Uspantán la subordinación étnica comenzó a desmoronarse con una revuelta en contra de la institución del alcalde indígena. Este era un sistema que se remontaba a la colonia española, según el cual los pueblos indígenas conservaban jerarquías de deberes comunales conocidas como cargos. Aunque algunos cargos suponían un servicio a la municipalidad, otros giraban en torno al culto de los santos, era costumbre celebrar fiestas en su honor y en ellas la población bebía hasta caer desmayada.

Cuando los ladinos sustituyeron a los indígenas en el puesto de alcalde, las obligaciones del cargo quedaron bajo la autoridad de un segundo alcalde indígena. Era elegido por una asamblea de ancianos, que también nombraba hombres más jóvenes que servían bajo su mando. El alcalde indígena se encargaba de los problemas suscitados entre su gente y en su propia lengua. Lamentablemente, una concesión a la soberanía indígena también se convirtió en un medio para que los ladinos explotaran la mano de obra indígena. Los hombres que servían bajo la autoridad del alcalde indígena estaban a disposición de las autoridades ladinas como mensajeros y cargadores y no eran remunerados por su trabajo.

El sistema de Uspantán se desplomó a finales de la década de 1960 debido a la oposición de los catequistas. Estos eran indígenas (incluyendo la familia de Rigoberta) organizados por una nueva generación de clero español para divulgar la doctrina de la iglesia, frenar la embriaguez y modernizar sus comunidades. Dado que los catequistas se negaron a asistir a la asamblea anual para elegir los cargos del próximo año, los deberes recayeron con más fuerza en un número decreciente de tradicionalistas. Luego de que algunas de las aldeas ya no participaran, otras también rehusaron hacerlo, hasta que la alcaldía indígena y sus obligaciones laborales fueron abolidas. Los catequistas fueron los actores claves en estos dramas de cambio y empoderamiento en muchos pueblos.

En Uspantán, el movimiento catequista fue el responsable de la elección del primer alcalde municipal indígena del que haya habido constancia. Ganó en 1978 como miembro de los demócratas cristianos, un partido reformista asociado con la Iglesia Católica. Como secretario paralegal, el nuevo alcalde estaba bien preparado para sus obligaciones y acabó su periodo de cuatro años sin ser acusado de corrupción, lo cual es todo un honor en la vida pública guatemalteca. Pero su administración no fue del agrado de los ladinos más conservadores, que sentían que un indígena en el sillón municipal desvirtuaba la imagen de modernidad de su pueblo. El resultado fue la secesión de Chicamán, el segundo centro de población más grande del municipio, como una jurisdicción propia. Los ladinos son mayoría en el pueblo de Chicamán y también abundan en muchas de las aldeas que se incorporaron al nuevo municipio. Hubo también otras quejas más, pero el nuevo municipio fue una escisión ladina en contra del éxito político indígena.

Uspantekos, k’iche’s y títulos de propiedad

Solamente una pequeña minoría de la población de Uspantán sigue hablando uspanteko. A diferencia del sacapulteco y el cunense hablados en los municipios cercanos, el uspanteko no es una versión local del maya k'iche'. En vez de ello, es una lengua separada aunque muy relacionada cuya inteligibilidad con el k'iche' sólo es de un sesenta por ciento. Según el Instituto Lingüístico de Verano, una misión evangélica especializada en la traducción de la Biblia, tres mil personas siguen hablando uspanteko. Pero de éstos, sólo mil lo utilizan como forma principal de comunicación, y se concentran en dos aldeas. En los lugares donde viven los otros uspantekos las lenguas dominantes son el k'iche' y el castellano. El motivo más obvio para dicho declive es que muchos uspantekos se han casado con gente de afuera, especialmente con k’iche’s. La pérdida del idioma es algo común cuando en estos grupos uno es demográficamente más fuerte que el otro. Puesto que el k’iche’s es el mayor grupo lingüístico maya del país, con cerca de un millón de hablantes, se puede utilizar mucho más que el uspanteko, de modo que es lo que tienden a aprender los hijos de parejas mixtas.

A medida que disminuyen los hablantes de uspanteko, muchos han ido perdiendo interés en identificarse a si mismos como indígenas, especialmente en el centro del pueblo. “Casi la mayoría ya no quieren hablar uspanteko, hablan k'iche' y español. Quieren ser ladinos, pero es imposible por sus apellidos, y por el color de piel también”, dijo un anciano. “Muchos hacen de menos nuestro dialecto. Nos sentimos muy cerca de los ladinos, pero no somos ladinos”, me dijo un uspanteko que tenía esperanzas de revitalizar la lengua: “Muchos hablamos mucho español con nuestros niños y por eso no aprenden uspanteko”. Su disminución como grupo único ha sido rápida. Dos ancianos recordaban que cuando ellos eran niños, en las décadas de 1920 y 1930, en el pueblo había pocos ladinos y k’iche’s. Otro afirmaba que hasta 1940 los uspantekos todavía ganaban en número a los k’iche’s. Ahora son un vestigio, superados también por los ladinos. Incluso visualmente, se ha vuelto difícil distinguir por su traje a las mujeres uspantekas de las k’iche’s.

Hasta una reciente ráfaga de organización étnica, cuya importancia está por ver, los uspantekos opusieron poca resistencia a la transformación étnica de su tierra natal. En vez de ello, muchos vendieron sus propiedades de los alrededores del pueblo y se retiraron a las montañas. Cuando preguntaba a los ancianos por qué, sus respuestas siempre tenían que ver con la ecología. Acompañando al flujo de ladinos y k’iche’s hubo cambios perturbadores, incluyendo pérdida de tierras baldías, deforestación y reducción de lluvias. Entre los uspantekos, los más tradicionales se vieron obligados a levar anclas. “Casi cada uno tenía ganado, hasta los pobres tenían dos o tres”, me dijo un anciano. “Pero ahora el pueblo es más grande y no hay tierra vacía sin un dueño”. Otro anciano dijo: “Cuando yo era joven, había más lluvia y empezaba el 20 de abril. Ahora a veces en mayo y a veces en junio. Tal vez porque abunda la gente, han botado mucho árbol y no siembran otra vez. O porque así lo quiere Dios”.

En este medio se ha vuelto muy difícil encontrar tierras baldías. El resultado puede ser hostilidades graves, y no solamente entre indígenas y ladinos. Aunque por regla general los uspantekos han logrado evitar verse enfangados en conflictos interminables, éste no es el caso de los k’iche’s. En el vecino municipio de Nebaj, los ixiles se refieren a los k’iche’s como ulá –personas de otro lugar–. El término otorga a la conducta personal un cariz competitivo, reñido con los ideales de armonía comunal. En palabras de un detractor ixil: “Les gusta acaparar tierra. Compran un pedazo y después agarran más”. En justicia, algunos k’iche’s logran vivir en armonía con sus vecinos. Si tienen fama de peleoneros se debe a la forma en que llegaron muchos de ellos a la región ixil, mediante el sistema nacional de titulación de la tierra que establecieron los dictadores del Partido Liberal a finales del siglo diecinueve.

Los liberales querían desarrollar tierras de municipios indígenas. Los beneficiarios deseados eran los ladinos, pero los k’iche’s también lograron sacar provecho a las nuevas leyes. Algunos eran miembros de milicias que habían luchado por los dictadores liberales. Otros, sencillamente, sabían más acerca de la legislación nacional de registro de propiedades que los atrasados ixiles. Desgraciadamente, ésta era una estrategia reñida con el concepto local de tenencia de la tierra, el cual se remonta a la colonia española cuando los indígenas poseían su tierra mediante títulos comunales. Aun hoy día, pocos campesinos ixiles han obtenido títulos de propiedad jurídicamente válidos porque son demasiado caros. En vez de ello, solicitan al alcalde municipal un papel con la descripción de los límites de su propiedad, lo cual normalmente es suficiente entre los vecinos aunque tiene poca validez ante un tribunal.

De las concesiones de tierra otorgadas en los albores del siglo por presidentes liberales, surgieron generaciones de conflictos sin desenlace a la vista. En teoría, los beneficiarios de estas concesiones no podían sacar el título de una tierra que ya estuviera ocupada. En la práctica, podían sobornar a topógrafos, secretarios del registro y jueces para que no hicieran caso de los indígenas que ya estuvieran allí. Incluso cuando la tierra aún estaba baldía, tendía a ser la periferia de un pueblo indígena, lo cual, según la ley colonial, se consideraba una reserva territorial para su propia expansión demográfica. O terratenientes ausentes obtenían títulos en las instancias nacionales sin manifestar sus derechos localmente, aun después de que los parcelarios invirtieran décadas de esfuerzo bajo la impresión errónea de que las tierras no tenían dueño.

La confusión era algo normal en los densos bosques al norte de Uspantán. Los mapas de registro muestran que la mayoría de la tierra tenía título de propiedad durante la fiebre de tierra del gobierno Liberal, pero algunos de los nuevos propietarios tardaron en ocupar su propiedad, haciendo que pareciera tierra baldía para los colonos. Los límites eran tan vagos que no era extraño instalarse por error en la propiedad de otro. Había títulos de registro confuso que se remontaban al siglo diecinueve; derecho de ocupación para los colonos que mejoraran tierras desocupadas; y el indolente legado de topógrafos, notarios y jueces que estampaban su sello en cualquier cosa por la que les pagaran.

A cargo de la solución de todos los problemas está el Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA), que se fundó para aliviar la presiones por la reforma agraria. En teoría, y a veces en la práctica, el INTA puede aplicar un impuesto a las tierras ociosas que obliga a los propietarios de las fincas a traspasarlas a los campesinos. La función más importante de la agencia ha sido parcelar terrenos públicos. Ambos aspectos requieren una mediación entre demandantes rivales que a menudo son indígenas. Sería difícil exagerar las dimensiones de esta labor para una institución de recursos muy limitados. Año tras año, cientos de conflictos tienen que ser manejados por un puñado de investigadores del INTA que normalmente carecen de medios prácticos para resolverlos, con el resultado de que nunca se terminan.

No es de sorprender que el INTA haya sido objeto de duras críticas por virtualmente todos los que han tenido que tratar con él. Exhaustos y en bancarrota por sus incontables viajes a las oficinas, los solicitantes lo acusan de indiferencia, ineptitud y corrupción. No hay duda de que el INTA ha puesto a prueba la resistencia de miles de campesinos. Pero cuando se toma un caso como el que estamos a punto de examinar –más conflictivo que la mayoría, pero para nada extraño– surge una posibilidad perturbadora. Los propios demandantes podrían estar volviendo imposible la solución.

La lucha por la tierra de Vicente Menchú

Una pregunta que surge del testimonio de Rigoberta de 1982 es por qué ella y su familia pasaban buena parte del año lejos de las nuevas tierras que estaban colonizando, para trabajar por un pequeño salario en fincas remotas. Es cierto que convertir un bosque tropical en una milpa de maíz lleva años, como lo menciona Rigoberta (hay que quemar los troncos; las raíces deben pudrirse y la tierra debe secarse antes de que la cosecha llegue al máximo).

Sin embargo, el maíz crecerá desde el principio. Pasarse la mayor parte del año en una finca suena algo exagerado para campesinos que están talando y quemando sus propias tierras nuevas.{6} A juzgar por las fuentes de Uspantán, el motivo de esta incongruencia es que Rigoberta nunca trabajó en las fincas. Algunos vecinos iban a la costa del Pacífico, pero principalmente entre octubre y diciembre, mientras esperaban que madurase la cosecha.

En cuanto al padre de Rigoberta, Vicente, trabajó en las fincas a edad temprana pero lo dejó mucho antes de que naciera ella en 1959. La razón es que él no era pobre según el criterio local. Conforme con el relato de Rigoberta, sí creció en la pobreza, sin padre y por lo tanto sin tierra, tras nacer en el pueblo de Santa Rosa Chucuyub, en el sur del Quiché, en 1920. Su padre murió cuando él era niño, según Rigoberta, después de lo cual su madre se lo llevó a él y a sus dos hermanos pequeños a Uspantán, donde se ganaban la vida como criados.{7} A decir de su nieta, Rosa Menchú trabajó para un adinerado patrón ladino que abusaba de ella sexualmente y la obligó a entregar a Vicente a otra familia. Cuando averigüé el paradero de la familia del patrón, resultaron ser uspantekos en vez de ladinos, al igual que una familia para la que Rosa había trabajado anteriormente.{8} “Todos vivíamos y trabajábamos juntos, con un azadón”, afirmó un hijo que creció con Vicente.

Social y étnicamente, Uspantán era una sociedad más fluida que la que da a entender el testimonio de Rigoberta de 1982. Puesto que ella era de una aldea dedicada a la agricultura y narraba una historia de opresión, da una imagen de su pueblo que es más conservadora que la que resultaría de, digamos, una investigación sociológica. Durante su juventud, los ancianos hablaban de experiencias atroces de principios de siglo. Aunque los indígenas seguían siendo ciudadanos de segunda clase, los trabajos forzados eran cosa del pasado, a excepción del servicio militar obligatorio, del cual Chimel estaba convenientemente distante. Entretanto, los indígenas estaban aprendiendo mejores medios para ganarse la vida. Ya no trabajaban para las fincas tanto como antes.{9} En su lugar, eran cada vez más los que iban a la escuela. Algunos prosperaban en los negocios. Un síntoma de estos progresos es el vestigio del catolicismo animista del testimonio de Rigoberta en 1982. Ella era de una aldea que lo había rechazado, junto con el consumo intenso de alcohol en la fiesta, el cual contribuía a la pobreza.

Los indígenas también estaban empezando a emigrar a los Estados Unidos. Una prima hermana de la madre de Rigoberta, tan indígena como ella, se trasladó a la ciudad de Quetzaltenango, se casó con un ladino y desde hace décadas vive con sus dos hijos en Los Angeles, California. Sus nietos (primos segundos de Rigoberta) son ciudadanos estadounidenses. El uspanteko con el que creció el padre de Rigoberta es un agricultor indígena, pero tiene un hijo que vive en Maryland, una hija viviendo en Suiza y dos nietas trabajando en Italia. “Nunca hemos sido discriminados por ser indígenas”, afirmaba una hija que conoció a Rigoberta cuando era niña. “Mi familia siempre ha tenido buenas relaciones con los ladinos. La mayoría de nuestros vecinos son ladinos. Los indígenas tienen un poco de culpa por la discriminación. A veces la discriminación es peor si uno no se quiere a uno mismo, si no se siente igual. Si alguien dice: 'Como soy indio, no soy igual' entonces se discrimina. Pero si uno se siente igual, no”.

Vicente y sus dos hermanos menores se encuentran entre los muchos miembros de su generación que ascendieron socialmente. Esto no sólo lo confirman sus propias vidas independientes, también las de la mayoría de sus descendientes. Uno de los medios mediante los que se estableció Vicente fue el servicio a los ladinos, primero en el ejército y después como auxiliar en la municipalidad. También se hizo catequista católico. Otro medio más que mejoró la situación de Vicente fue su unión con una mujer de un clan de campesinos acomodados. En Me llamo Rigoberta Menchú no se menciona un matrimonio anterior y menos afortunado. Duró lo suficiente como para engendrar cuatro hijos, dos de los cuales sobreviven todavía. La unión se deshizo luego de que Vicente regresara del servicio militar hacia 1943, renovara su interés en la agricultura y se enamorara de una muchacha aún adolescente. Su nombre era Juana Tum Cotojá. Dos de sus primeros hijos murieron cuando todavía eran pequeños, pero sobrevivió uno, nacido en 1949, así como otros seis más.{10} El cuarto de los siete que llegaron a adultos era la futura laureada, nacida en 9 de enero de 1959.

El primer suegro de Vicente le había dado tierras de cultivo, pero el segundo tenía muchas más. Juana Tum Cotojá pertenecía a la próspera comunidad k'iche' de Xolá. Situada en una fértil cuenca en las montañas, a pocos pasos de distancia hacia el noreste del pueblo, Xolá estaba colonizando nuevas tierras en el norte. Según el testimonio de Rigoberta en 1982, la familia de su madre es tan pobre como la de su padre, aunque ella misma corrigió este retrato una década más tarde.{11} Según su segundo relato, la familia de la madre de Juana (los Cotojás) eran naturales de Lemoa, una aldea próxima a la capital departamental, Santa Cruz del Quiché. La familia del padre de Juana (los Tums) eran chiquimultecos –nativos de Santa María Chiquimula, en el Departamento de Totonicapán– a los que se les conocía como los “gitanos” de Guatemala porque abandonaron su superpoblado municipio para convertirse en comerciantes itinerantes.

Puede ser que los Tums y los Cotojás fueran pobres cuando llegaron a Uspantán. Pero ya en 1928 ambas familias formaban parte de un grupo que compró más de ochocientas hectáreas de bosque a un día de camino hacia el norte, en un lugar llamado Laguna La Danta.{12} Con buenas tierras en Xolá, más en Laguna Danta y aún más tierras despobladas que se extendían al norte de la nueva localidad, los Tums y los Cotojás tenían los requisitos para asegurar una vida independiente a sus hijos y sus nietos. Justo al norte de Laguna Danta se extiende un valle dramáticamente escarpado que corre de este a oeste. La caída hacia el fondo es larga y abrupta –trescientos metros– y el muro septentrional del valle se eleva más aún, por encima de los quinientos metros, a una altitud de 2.613 metros. Esta es la cadena montañosa de bosques ancestrales que atraviesa la parte meridional del municipio, en torno al pueblo de Uspantán, extendiéndose desde el norte hasta la Zona Reina. Eran también unos terrenos nacionales que nunca habían sido registrados con éxito durante la fiebre de tierras del gobierno Liberal, lo que lo convertía en uno de los últimos reductos sin dueño de la región.

Una porción de la montaña, de casi veintiocho kilómetros cuadrados, era la tierra que reclamaban Vicente Menchú y su grupo de colonos. El único límite disputado se encontraba en la esquina suroriental, donde una familia ladina reclamaba un pedazo estrecho de cuarenta y cinco hectáreas que el INTA adjudicaría más tarde a Vicente. Podría haberse contentado con este pequeño reino, hubiera obtenido el título una década antes de lo que tardó en conseguirlo. Lamentablemente, ya había situado su casa y su colonia justo más allá de la esquina suroriental. El nuevo caserío de Chimel se encontraba entre las 2.753 hectáreas reconocidas por el INTA y la aldea ya establecida de Laguna Danta, donde había llegado Vicente en calidad de yerno. Los Tums de Laguna Danta consideraban que las 151 hectáreas adicionales en las que él se había establecido eran de ellos.{13}

De este desacuerdo aparentemente pequeño habría de brotar un río de tragedia. Allí había empezado a desbrozar el bosque el suegro de Vicente a finales de la década de 1930, llegando su yerno una década más tarde para cultivar junto a él. Parece que los problemas comenzaron poco después de que apareciera Vicente, no con su suegro, Nicolás Tum Castro, sino con el hermano de éste, Antonio, y sus hijos. Con un gesto de impotencia, una de las hijas mayores de Vicente recordaba que cuando había ido a vivir con su padre en Chimel, entre 1949 y 1950, él y Antonio Tum “ya estaban pleiteando por la santa tierra... por cuestiones de tierra, de mojones”. Las 151 hectáreas de la discordia eran las tierras más accesibles de la reivindicación de Vicente. También estaban bien irrigadas, con arroyos que bajaban por la misma ladera en la que Vicente construyó su casa. Es más, como yerno de los Tum, ya había dedicado varios años de trabajo para desbrozarlo. En comparación, las 2.753 hectáreas debían parecer un paraje salvaje.

La lucha de Vicente por el título de propiedad comenzó antes de que naciera Rigoberta. Hacia el final del régimen del Coronel Carlos Castillo Armas (1954-1957), instalado por la CIA, otro colono k'iche' recuerda haber acompañado a Vicente al registro nacional de la propiedad. Luego de que el registro desoyera la solicitud, Vicente y su compañero fueron con un coronel retirado y abogado de la cabecera departamental, Francisco López, que les dijo que “juntaran más gente”. Para obtener el título que querían, les aconsejó el coronel, tendrían que invitar a otros colonos que se adhirieran a su causa. Desgraciadamente, el reclutamiento de gente de afuera aumentó la ira de los parientes políticos de Vicente. “Como yerno”, me contaba un anciano Tum cuatro décadas más tarde, “Vicente era miembro de la comunidad de Laguna Danta, por pedir mujer de allí. Pero nunca nos pidió permiso para traer gente de afuera, y nunca nos invitó... Nosotros ya teníamos nuestro título y ya teníamos nuestra tierra. Tal vez nuestros hijos querían la tierra, pero todavía no... Eran terrenos municipales: Vicente no tenía derecho para traer gente de otros lugares”.

Notas

{1} Para un mapa que muestre la complejidad de la distribución lingüística, véase Diócesis del Quiché 1994:25

{2} Arias de Blois 1987:8.

{3} Piel 1989:213, 253-261, 309, 320-322, 340-342..

{4} Las familias ladinas adineradas como los Brol (véase el capítulo 4) y los Botrán siguen teniendo propiedades importantes cerca de Uspantán, pero ya antes de la violencia la mayoría de sus herederos vivían en Ciudad de Guatemala, lo que les aleja del escenario social local. Puesto que la mayor parte de las fincas del norte del Quiché son escasamente rentables, la violencia de principios de los 80 aceleró la tendencia ya establecida a renunciar a ellas. Tradicionalmente, las propiedades se subdividen entre los campesinos que ya vivan en ellas.

{5} Si los indígenas dieron la bienvenida a los ladinos que llegaron como comerciantes, pudo ser consecuencia de que ellos ya estaban muy acostumbrados a que los párrocos actuaran como sus mediadores, y durante el régimen anticlerical de los liberales los sacerdotes escasearon paulatinamente.

{6} Burgos-Debray 1984: 4, 43, 109.

{7} Según otro miembro de la familia, el padre de Vicente se llamaba Pío Pérez y no reconoció a su hijo. Lo cual explicaría por qué éste prefirió llevar el apellido de su madre y no el de su padre. Vicente tendría que haber sido Vicente Pérez Menchú. En algunos documentos presentados en el INTA, aparece en ocasiones como Vicente Menchú Pérez, tal vez porque algún funcionario le pidió que proporcionara un segundo apellido.

{8} Burgos-Debray 1984: 2-3. Aunque la traducción inglesa de Me Llamo Rigoberta Menchú identifica al patrón como ladino, el original en castellano se refiere a él como ladino y como “de los uspantanos” (Burgos n.d.:23). En este libro utilizo el término uspantano para referirme a cualquier persona nacida en Uspantán, incluyendo k’iche’s y ladinos, y reservo el de uspanteko para los hablantes de esta lengua.

{9} En base a las investigaciones de inicios de los 70, Carol Smith (1984:212-215) ha reportado un descenso de la inmigración en gran parte del altiplano occidental.

{10} En su relato de 1982, Rigoberta menciona haber visto morir a sus dos hermanos mayores por la escasez de comida en las fincas, pero más tarde afirma que nunca conoció a su hermano mayor que murió y describe al otro que vio fallecer como al más joven de sus hermanos (Burgos-Debray 1984: 4, 38-41, 88). Según una fuente de la familia, ambos habían muerto mucho antes de que ella naciera.

{11} Burgos-Debray 1984: 4. Menchú y Comité de Unidad Campesina 1992: primera sección sin numerar.

{12} Documento del título de propiedad de la Finca Rústica 2.864, folio 244, libro 15, del departamento del Quiché, “Segundo Registro de la Propiedad”, 14 de noviembre de 1966 (Archivos del INTA, paquete 3.650, págs. 51-54).

{13} La cifra de 151 hectáreas aparece en el borrador de una resolución sin fecha, basada aparentemente en un estudio de 1972 (Archivos del INTA, nuevo paquete 139, págs. 37-38).

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