Iñigo Ongay, El Planeta de los Simios como caso de cine religioso, El Catoblepas 5:12, 2002 (original) (raw)

El Catoblepas
El Catoblepasnúmero 5 • julio 2002 • página 12
Animalia
cine

Iñigo Ongay

Comentarios sobre la película El Planeta de los Simios (Planet of the Apes) dirigida en 1968 por Franklin J Schaffner (EEUU, 119 minutos)

Presentación

El planeta de los simiosCuando en 1968 el realizador Franklin J Schaffner dirige al amparo productivo de la 20th Century Fox El Planeta de los Simios, sobre una novela homónima de Pierre Boulle, difícilmente podría haber calculado el largo alcance de la repercusión que iba a provocar su película, incluidas nada menos que cuatro secuelas de notable éxito –éxito claro está, «en taquilla» como conviene a todo cine «democrático» que se precie, en una sociedad de mercado– como lo son Regreso al Planeta de los Simios (Beneath the Planet of Apes), dirigida por Ted Post en 1969, un año después de estrenada la original; Huida del Planeta de los Simios (Escape from the Planet of Apes, EEUU 1970) o La rebelión de los Simios (Conquest of the Planet of Apes, EEUU 1972), ambas de Don Taylor y, finalmente La batalla del Planeta de los Simios (Battle for the Planet of the Apes, EEUU 1973) de J Lee Thompson. Además la influencia de la película de Schaffner pudo extenderse en seguida a la misma «pequeña pantalla» dando lugar a una serie de televisión. Hoy en día, más de treinta años después de su estreno, las cosas se ha atenuado un poco, con todo El Planeta de los Simios sigue figurando como uno de los clásicos más significativos de la historia del cine fantástico y de ciencia ficción, un título de culto que continúa sirviendo de combustible adecuado a la «creatividad» de los cineastas y de pasto propicio a las estrategias empresariales de los estudios y las productoras, como quedó de manifiesto en el año 2001 con ocasión del «remake» realizado por Tim Burton, uno de esos directores de cine que suelen ser considerados por los «especialistas» en la materia, antes como un «artista» o incluso como un «creador» que como un «artesano» (y ello al margen de lo que tales categorías de cuño ontológico puedan significar en este contexto). De cualquier modo la del 2001 fue una nueva versión del original a la que, pese a todo y sin perjuicio de atesorar una nada desdeñable recaudación en los cines de todo el mundo y de estar realizada con unos recursos y unos presupuestos con los que Schaffner no hubiese podido ni siquiera soñar, no le fue dado al parecer salir airosa de la implacable competencia navideña que presentaron otras producciones de su misma escala y que aspiraban al mismo mercado, al modo de El Señor de los Anillos{1} (Peter Jackson, EEUU 2001) o Harry Potter y la Piedra Filosofal{2}. Es empero la proximidad del estreno de la versión de Tim Burton lo que va a servirnos de ocasión y aun de pretexto para tratar de ofrecer a los lectores de El Catoblepas una reinterpretación en clave filosófica (y más en concreto en términos de filosofía de la religión y por ende de antropología filosófica) de los contenidos narrativos arrojados por el original; una reinterpretación que como es natural ni pretende ser exhaustiva (y seguramente no podría serlo si hemos de ser prudentes en la medición de nuestras fuerzas) ni tampoco concluyente, dada entre otras cosas la abundancia de fecundos materiales que el filme de Schaffner encierra. Muchas otras cosas –algunas certeras otras no tanto– se han dicho ya a propósito de El Planeta de los Simios y en relación a aspectos que, acaso centrales, nosotros optaremos por dejar intactos; a nuestro juicio sin embargo el Materialismo Filosófico –y en particular los desarrollos del mismo en el campo de la filosofía de la religión– constituye un sistema armado por un verdadero arsenal conceptual de inusitada potencia que rinde bien en el análisis de los materiales más heterogéneos, a esta cuya luz la película de referencia puede empezar a esclarecerse en sus momentos esenciales de la manera más fértil y penetrante. Se trataría por lo tanto, en el desideratum principal que alienta este trabajo, de remontar en lo posible las dimensiones fenoménicas de las aventuras que la película contiene (de desbordar el plano fenoménico accediendo al esencial); hacerlo eso sí, contando con estas mismas a título tanto de términos a quo (de los que partir en el regressus) como de términos ad quem (a los que arribar en el progressus) y sin darles, por así decir, «la espalda» en ningún momento, dado que se trata justamente de dar razón de la película y sus contenidos –el plano esencial, por decirlo de algún modo, se mantiene inextricablemente vinculado al fenoménico y al fisicalista–. Vamos antes de nada a esbozar someramente la peripecia que la película relata a fin de poner en antecedentes a algún lector que eventualmente no supiera de qué estamos hablando.

1. Sinopsis de la peripecia

Corre el año 3978, después de un largo viaje por el espacio una astronave de los Estados Unidos de Norteamérica procedente del siglo XX{3} aterriza en un desértico y extraño planeta en el que ha llegado a florecer una civilización integrada por unos sorprendentes póngidos vestidos y capaces de vocalización. En un tal planeta los escasos homo sapiens sapiens existentes conforman una especie de bestias degradadas, que es utilizada por los simios como material de laboratorio y de cacería. Taylor (Chartlon Heston), el comandante de la astronave, resulta atrapado junto a sus compañeros en una de las expediciones venatorias de los monos y es destinado a la investigación.

Una vez en los laboratorios simiescos, Taylor se convierte en el objeto de estudio de un joven e inquieto matrimonio de científicos formado por Aurelio (Roddy Mc Dowall) y Zira (Kim Hunter), quienes mantienen planteamientos muy heterodoxos respecto a las capacidades cognitivas de los seres humanos, unos planteamientos que les hacen entrar en perpetua colisión con las coordenadas «paradigmáticas» entre las que se inserta la «ciencia normal» de sus colegas, más propensos a considerar a los hombres como meras bestias, animales irracionales carentes de cultura y de habla, casi autómatas sin conciencia en relación a los cuales escaso sentido podría tener toda ética posible. Pero el caso es que Taylor constituye un ejemplar humano singular: no solamente pronuncia palabras si no que además hace uso de un lenguaje «doblemente articulado»{4} y es perfectamente capaz de escribir su propio nombre. Semejantes «anomalías» comprometen claramente el armatoste teórico de los científicos «oficiales» –con el provecto doctor Zaius (Maurice Evans) a la cabeza, quien sabe mucho más de lo que le conviene callar a fin de mantener la _pax socialis_– de la civilización simia (cuyas teorías fijistas parecen quedar amparadas bajo la techadumbre de una revelación supraracional o praeter-racional «de lo alto», objetivada de algún modo en las «Leyendas de los Antepasados») dando por el contrario aliento a las teorías «transformistas» de Aurelio y su novia Zira con arreglo a las cuales los monos no formarían tanto una especie separada de los restantes animales en virtud de un corte tajante y discontinuista, sino que habrían emergido «por evolución» de organismos inferiores, más primitivos. De esta manera los seres humanos constituirían algo así como los «primos hermanos» de los simios, unos parientes sensibles y capaces de sentir dolor, a los que no cabe desde el punto de vista «ético» tratar como meras máquinas. En consonancia con un tal cuerpo de hipótesis Aurelio y Zira tienden al principio a considerar a Taylor, el nuevo término incorporado a su campo categorial, como una suerte de eslabón intermedio (algo así como un Archaeopteryx) entre los hombres y los simios

osculo zoofilico o comunion numinosaA través de su relación con la pareja de investigadores (relación que en el caso de la doctora Zira adquiere según algunas mentes retorcidas unos tintes eróticos evidentes, sobre todo en el zoofílico beso final), a Taylor le es dado descubrir la desoladora historia del planeta de los simios: la anteriormente dominante civilización humana quedó arrumbada por un cataclismo bélico tras el cual los hombres sufrieron un proceso de involución que los redujo a la condición de acémilas, de bestias, y los simios pudieron evolucionar hasta erigirse en una especie triunfadora en la competencia evolutiva, capaces en razón de su intelecto y sus logros civilizatorios de señorear por entero a los primitivos homo sapiens.

futuro neoyorquinofuturo neoyorquinoTras poner en práctica un ingenioso plan de fuga con ayuda de sus amigos monos, Taylor tratará de abandonar el planeta, para descubrir –de manera casi fregueana, si se permite que bromee un poco (recuérdese Sobre el sentido y la referencia: la estrella matutina es la estrella vespertina, y ambas no son otra cosa que el planeta Venus)– en el «apocalíptico» plano final –acaso el más célebre de la película– que el planeta de los simios no es otro que la Tierra, como lo atestiguan las ruinas semienterradas de la Estatua de la Libertad y otros emblemáticos edificios de la ciudad de Nueva York, asolada por los efectos de la debacle. El recorrido sideral de la astronave le ha traído de retorno al planeta Tierra, al territorio ocupado una vez por los Estados Unidos de Norteamérica.

2. El Planeta de los Simios en sus lecturas radiales y circulares

Hasta aquí un apretado resumen de lo que la película de Schaffner –y también la de Burton, que poco cambia en lo tocante al relato– narra a los espectadores; ahora bien, ¿cómo interpretar tal historia? En principio es necesario advertir que la tendencia predominante hasta el momento ha tendido a incidir sobre diferentes aspectos que a nuestro juicio ni mucho menos agotan –en ocasiones ni siquiera arañan– el significado esencial del filme. Al decir de la mayoría de los comentaristas sería preciso advertir un cierto mensaje eco-pacifista en El Planeta de los Simios. Tales acentos ecologistas quedarían completamente explicados si insertamos la obra de Schaffner en su contexto histórico-político: 1968 nada menos, en plena Guerra Fría, muy próxima todavía la crisis de los misiles con Cuba y con un magno conflicto en ciernes en Vietnam. En este sentido resultaría difícil dejar de leer El Planeta de los Simios como una especie de llamada de atención a la «humanidad» sobre la eventualidad de un desenlace catastrófico del llamado Equilibrio del Terror. De este modo, sería la Guerra Fría entre las dos plataformas imperiales principales, que a la sazón se disputaban la influencia sobre tantos países, el nutriente ideológico fundamental de El Planeta de los Simios, como lo fue en la década anterior de otras obras cinematográficas pertenecientes al género de Ciencia Ficción, como puedan serlo La humanidad en Peligro{5} por poner un ejemplo, pero también La Invasión de los Ladrones de Cuerpos{6} y tantas otras películas de «ovnis» parodiadas brillantemente en los noventa por el mismo Tim Burton en su divertido pastiche Marte Ataca{7}.

Entre nosotros, el crítico e historiador del cine José María Latorre arroja en su libro El Cine Fantástico (monografía por otro lado muy interesante si se acepta nuestro testimonio) una formulación muy gráfica de esta tradición interpretativa que acabaría a nuestro entender por ejercer una reducción circular (en el sentido del eje circular del espacio antropológico{8}) de los contenidos vehiculados en El Planeta de los Simios, una reducción por cierto que muestra un alcance muy limitado en la medida precisamente en que no es capaz de recubrir los materiales mismos que se trata de explicar. Señala José María Latorre:

«El interés del novelista, del guionista y del director se centra en plantear en una civilización extraña una serie de temas que están en el centro de las preocupaciones e la sociedad moderna, sirviéndose para ello de un planteamiento muy poco refinado y escasamente dialéctico entre progreso y reacción: los simios más jóvenes quieren saber, tiene sed de conocimiento: el viejo científico simio borra del suelo la huella de la escritura de Taylor. Una de las secuencias que mejor lo ejemplifica es el momento del interrogatorio de Taylor, construido inequívocamente a la manera del Galileo de Brecht sobre la idea de la herejía científica. El prestigio de la película no se apoya, empero sobre estas cuestiones, y ni siquiera se basa en su parentesco con los modos brechtianos, sino por el impacto visual de su último plano: Taylor, que ha huido con una esclava humana (Linda Harrison), trasladándose a la zona prohibida del planeta, descubre medio enterrada en la playa, la estatua de la Libertad, y entonces comprende que el vagabundeo espacial de su aeronave le ha devuelto a su planeta de origen. El discurso de film, que giraba en círculos concéntricos en torno a las ideas evoluticas, e, instinto en ello, al enfrentamiento entre reacción progreso, se explica finalmente en una negra dimensión catastrofista: en la destrucción de la Tierra a manos de sus propios habitantes.»{9}

Como puede advertirse, y según nos parece, la lectura de Latorre prueba demasiado al menos en tanto que sólo puede hacerse verdaderamente operativa a precio de evacuar los aspectos fundamentales del hilo argumental de El Planeta de los Simios (la presencia de los mismos simios sin ir más lejos, que nada tienen que ver en principio con la «negra dimensión catastrofista» que se atribuye a la película, ni tampoco con la estatua de la Libertad de la secuencia final), y ello supone desde luego abstraer contenidos, al margen de los cuales la misma película tampoco hubiese sido posible. No se trata sin duda de poner en la picota que los intereses de los artífices del film residan en plantear el tema del enfrentamiento entre progreso y reacción, como diagnostica Latorre, bien puede ser así, no lo negamos; sólo que ese diagnóstico se inserta totalmente en la esfera subjetivo-psicologista de los fines operantis dejando intacto el ámbito de los fines operis, manteniendo inexplicada por lo tanto la película como tal, a través de la cual el supuesto discurso catastrofista vendría a realizarse. Con ello lo que queremos poner de relieve es la naturaleza superficial, epidérmica, de la interpretación de Latorre. A lo mejor, queremos decir, los que son «muy poco refinados y escasamente dialécticos» no es tanto el discurso de la película cuanto los propios argumentos que Latorre maneja, con lo que su crítica, aunque pudiera mantenerse como «crítica verdadera» por así decir (en la medida en que nos circunscribamos a un diagnóstico sobre la esfera de las intenciones psicológicas más vulgares), no podría ser considerada tanto como una «verdadera crítica», si no más bien, a lo sumo, como una huera descalificación que delata las limitaciones y la impotencia del instrumental utilizado; y si es que es así, ¿la razón no habrá que buscarla tal vez en el carácter plano del sistema antropológico de coordenadas sobre el que reposan los comentarios de Latorre?

Ahora bien, así las cosas cabe preguntarse: ¿dónde encontrar las claves que nos permitan hacer justicia al frondoso tejido argumental que la película compone? Sin duda muy lejos, al menos a nuestro juicio, de los senderos trillados que nos marcan las convencionales interpretaciones radiales (aquellas que enfatizan el supuesto mensaje apocalíptico en la línea de la «ecología profunda», la hipótesis gaia de Lovelock o direcciones similares) o circulares (las que inciden sobre su discurso pacifista, o sobre la oposición entre el «progreso» y la «reacción»), lecturas todas ellas que, como ya dijimos, anulan de El Planeta de los Simios una de sus cantidades menos despreciables, a saber: los mismos simios; los auténticos protagonistas del relato, unos simios por lo demás muy particulares, entre otras cosas por que sin ser seres humanos se describen con todo como «monos vestidos», animales ceremoniosos y comedores de pan.

3. El Planeta de los Simios desde una perspectiva angular

Una vez recusadas de raíz –aunque sin despreciarlas enteramente– como impracticables las interpretaciones circulares y radiales sobre El Planeta de los Simios{10}, sólo puede quedar como operativa una alternativa, aquella que permitiese encastrar el núcleo de su peripecia entre los límites del eje angular del espacio antropológico, el eje en el que según la filosofía –angular– de la religión del materialismo religioso tienen lugar las relaciones de los hombres con los númenes reales, la esencia de los fenómenos religiosos. Ello nos exigiría ciertamente comenzar a hacer uso de un sistema tridimensional –y no bidimensional, plano como hemos visto– de coordenadas antropológicas, a cuya luz analizar las aventuras de Taylor y sus amigos, pero también obligaría a rectificar la grosera hermenéutica de José María Latorre, cuyos puntos de vista son realmente muy limitados y toscos: El Planeta de los Simios da, diríamos, para mucho más que todo eso. Es, para empezar y esencialmente, un caso ejemplar de cine religioso.

Es cierto que a primera vista podría parecer extravagante calificar la película de Schaffner como ejemplo de cine religioso, puesto que valdría preguntar ¿qué tendrá que ver una película de «ciencia ficción» como ésta con las religiones? La cuestión principal en este punto reside en la imposibilidad de responder a esa pregunta desde ningún lugar, como si nos fuese dado proceder desde la posición del tercero o partiendo del «conjunto cero de premisas». Es decir, el interrogante por el significado del sintagma «cine religioso» exige presuponer en el ejercicio una determinada concepción de la religión misma; requiere, por decirlo rápidamente, el compromiso con una cierta constelación de premisas disponible (y no caben infinitas constelaciones distintas) que justifique la aplicación del rótulo a algunas películas y no tanto a otras –o acaso a todas si es que somos panteístas, con lo que «cine religioso» podría devenir una expresión trivial por redundante o idempotente–. Según eso sólo cuando se supone dado un tal compromiso sin ponerlo en discusión (es decir cuando se nos solicita que concedamos el principio) puede aparecer como algo muy claro que filmes tales como Los Pájaros{11}, King Kong{12} o Superman{13} nada tienen que ver con la religión (siendo en todo caso películas profanas, no santas, para decirlo usando de la dilemática distinción de R Otto y M Eliade) y que en cambio Los Diez Mandamientos{14} o Jesús de Nazareth{15} deben consignarse plena iure como «términos» de la clase «cine religioso». Pero sucede en rigor que esta claridad no es más que una claridad aparente que encierra toda la oscuridad de que son tributarios sus supuestos de partida, como puede esclarecerse cuando son sometidos a análisis.

Nosotros por nuestra parte vamos a atenernos precisamente a la hora de interpretar El Planeta de los Simios a las líneas maestras que Gustavo Bueno traza en su importante artículo «¿Qué significa 'cine religioso'?»{16}, líneas que por otro lado remiten como es claro, vía ejercicio, a la idea general de religión expuesta –representada– en el libro El Animal Divino y en otros lugares{17} y que no podemos replantear aquí por motivos obvios. Señala Gustavo Bueno en el artículo mencionado:

«Desde el punto de vista de la idea de religión que hemos desarrollado en El Animal Divino, y en función del «contexto cinematográfico» que ahora nos importa las distinciones más importantes que habrá que tener presentes son de dos tipos, según procedan del curso de las religiones, o bien del cuerpo de las mismas»{18}

De este modo, en rigor, lo que sucede es que desde el punto de vista del curso –dejando de lado las distinciones (sobre todo «capas») relativas al _cuerpo_– en que se realiza el núcleo de las religiones, pueden distinguirse tres fases diferentes (Primaria, Secundaria y Terciaria) presentes y rastreables –cada una a su manera– en la película que nos ocupa. El propio Bueno distingue por su parte, un «cine religioso primario» de otros «secundarios» y «terciarios», y cada modalidad disfrutaría de distinta incidencia en el conjunto de producciones cinematográficas existentes. Ahora bien, ¿cómo entender en este contexto la naturaleza religiosa de El Planeta de los Simios? Caben desde luego múltiples posibilidades y no todas sin duda igualmente fértiles ante el trámite de arrostrar los contenidos expuestos por la película dando cuenta de los mismos.

Vamos a empezar –por motivos de conveniencia expositiva (ordo doctrinae)– por el final y recorriendo por así decir un orden inverso al lógico-ontológico (al ordo essendi).

3a. El Planeta de los Simios y las religiones terciarias

Pues bien, son pocos los indicios de religiosidad terciaria que se nos ofrecen en el transcurso de la narración; desde este punto de vista bien puede decirse que es precisamente la fase terciaria de las religiones la menos representada en términos relativos entre los materiales que El Planeta de los Simios proporciona. Ello en principio tampoco tendría por qué parecer una circunstancia sorprendente a nadie, toda vez que como muestra G Bueno en el artículo que viene sirviéndonos de plantilla de análisis, el concepto mismo de «cine religioso terciario» es una idea próxima en su alcance al de la «clase vacía» (y ello en consonancia con el carácter «epilogal» que en la filosofía materialista de la religión se asigna a la misma idea de religión terciaria en cuanto «antesala del ateísmo») sin perjuicio de la «copiosidad de su repertorio»{19}.

En todo caso, es cierto que se supone que Taylor y sus compañeros cosmonautas, provienen de una sociedad instalada en un contexto religioso terciario (el propio de la religiosidad «reformada» de los Estados Unidos de América) sólo que este mismo contexto juega un papel muy desdibujado –por no decir que anulado por completo– en el transcurso de la peripecia. Mayor interés podría tener la eventual presencia de algún tipo de religión terciaria entre los simios del planeta de llegada (que al final resulta ser el mismo que aquel del que la astronave partió), sin embargo esta presencia es de suyo muy poco clara: a lo sumo asistimos –durante una de las fugas de Taylor del laboratorio– a una ceremonia fúnebre oficiada por un sacerdote simio; además a lo largo de toda la película el espectador oye hablar de las «leyendas de los antepasados» –auténtica autoridad, ultima ratio de disputas en todo género de materias– escritas por un pretérito Gran Legislador, el más sabio de los simios (a quien tal vez representen los bustos que pueden verse por todos los rincones de la civilización simia). Tales rastros con todo remiten a nuestro juicio, antes a una religión civil o política (en el sentido del Confucianismo o de la Religión Shinto del Japón) que a una verdadera forma terciaria –metafísica– de religiosidad. Además, y aún en el caso de que cupiese consignar tales motivos como integrantes de un contexto terciario, siempre sería necesario advertir su referencia al cuerpo y no ya al núcleo o género generador mismo de estas religiones.

3b. El Planeta de los Simios y las religiones secundarias

Nosotros nos inclinaríamos a mantener que tampoco son de estirpe secundaria las principales determinaciones del «coeficiente religioso» que habría de asignarse al film de Schaffner. Aunque siempre es posible interpretar a los simios que la película nos presenta como si fuesen, ya que no dioses, démones refluyentes secundarios caracterizados con atributos zoomórficos y antropomórficos (y ello si además tenemos presente la procedencia extraterrestre –sólo emic sin duda, ya que etic son tan terrícolas como pueda serlo Taylor– que para Taylor revisten tan singulares animales{20}). Sin desdoro de lo dicho, y siendo la cosa discutible –una discusión en la que tampoco podemos demorarnos por extenso– optamos (de manera fundada a nuestro juicio y no meramente subjetiva o gratuita) por negar la naturaleza demonológica secundaria de los simios, entre otras cosas por que justamente tales simios son fundamentalmente animales, animales además que señorean a los humanos y no a la inversa (como pudo empezar a ocurrir tras el asesinato de los númenes paleolíticos en la llamada «revolución neolítica), y si conservan algunos atributos antropomórficos, estos agradecen un significado muy distinto del que puede considerarse a esta luz.

3c. El Planeta de los Simios y las religiones primarias

Como podrá calcularse con facilidad, será el contexto primario, una vez bloqueadas las otras posibles salidas alternativas, el que arroje mayores rendimientos a la hora de dar cuenta de la naturaleza religiosa de la película que nos ocupa. En ese caso podría parecer ocioso peguntar dónde poner las relaciones verdaderas (no resultantes de una psicosis o de una alucinación delirante ni fruto de la falsa conciencia) con los númenes reales en las que el materialismo filosófico hace consistir no sólo el núcleo de la religión sino también la religión nuclear misma (la primaria). Y parecería ocioso preguntarlo dado entre otras cosas que sólo los poderosos simios de la película, tan superiores a los hombres, merecen ser investidos de numinosidad estricta. Simios, que someten a unos hombres «involucionados» –reducidos a un nivel de, para decirlo con Morgan y Tylor, «antiguos salvajes», de hombres de la cavernas prehistóricas– a implacables cacerías, a acechos y acosos análogos al menos estructuralmente (aun cuando como tendremos ocasión de ver subsisten diferencias capitales) a la persecución a la que un tigre-dientes de sable o un oso de las cavernas podía someter a un ser humano del paleolítico superior. En este sentido tendrá un significado muy potente advertir que para los hombres que habitan el planeta del film, los simios parlanchines que les persiguen para cazarlos tienen mucho de númenes tremendos y fascinantes (en el sentido de R Otto, mysteriurm tremendum ac fascinans) y muy poco de «animales máquina», de «autómatas», de mera res extensa o cosas por el estilo. Tales simios podrían muy bien representar algo así como los númenes reales que Gustavo Bueno describe en un párrafo impresionantemente sintético y preciso a la manera de Prólogo de El Animal Divino:

«El lugar en donde mana el núcleo de la religiosidad –tal es la tesis de este libro– es el lugar en el que habitan aquellos seres vivientes, no humanos, pero sí inteligentes, que son capaces de 'envolver' efectivamente a los hombres, bien sea enfrentándose a ellos, como terribles enemigos numinosos, bien sea ayudándolos a título de númenes bienhechores. El núcleo de la religión se encuentra en el mundo de los númenes, en tanto estos envuelvan efectivamente a los hombres, porque sólo de este modo la experiencia religiosa nuclear podrá ser no solamente una verdadera experiencia religiosa, sino también una experiencia religiosa verdadera.»{21}

De manera que es así que las relaciones religiosas que atraviesan la película vinculando a los hombres con los númenes reales (individuos etológicamente envolventes) cumple la doble requisitoria por lo que tal forma de religión no se erigirá ya exclusivamente en una verdadera religión si no también en una religión verdadera (en contradistinción a las fases posteriores, _verdadera_s religiones falsas, por así decir).

Todo esto está muy bien sin duda, y a nuestro juicio tales análisis exhiben su decisivo grado de potencia en la «prueba del nueve» de roturar cómodamente el anfractuoso terreno que dibujan los simios de El Planeta de los Simios; con todo, la cosa aún puede complicarse más, y al menos en dos sentidos distintos que pasamos seguidamente a desglosar:

  1. El Planeta de los Simios como «cine religioso natural»

Si hemos de dudar de que los seres vivientes –salvado el caso de Taylor en tanto que «visitante del pasado»– que en la película se nos presentan como hombres lo sean realmente, si hemos por lo tanto de ubicarles en las proximidades de los protohombres, de líneas evolutivas antepasadas o colaterales tales como puedan serlo el homo erectus, el homo sapiens neanderthalensis, el homo heildelbergensis o el homo antecessor de la sierra de Atapuerca, entonces nos sería forzoso concluir que tampoco sus relaciones con los simios puede interpretarse como una relación religiosa primaria con númenes animales (sería a lo sumo una relación proto religiosa). El proceso evolutivo que según finge la película ha dado lugar a la rotación de simios y hombres en sus relativos roles (vía progreso y regresión respectivamente) acaso pueda interpretarse en términos tan radicales que suponga un verdadero rebasamiento –aislamiento reproductivo, proceso de especiación– de los contornos de la especie misma, con lo que aunque a primera vista pudiese parecer que tales sujetos etológicos son humanos, es posible que ya no lo sean (constituyendo otra especie aunque sea bajo la forma de lo que los biólogos llaman una especie críptica, como lo es la drosophila oscura respecto de la suboscura). Sin duda los supuestos hombres que aparecen en el film aparentan realmente serlo sin perjuicio de lo cual no se nos muestran como animales ceremoniosos (aunque sí rituales en el sentido etológico), no hablan, ni parecen ser capaces de un verdadero lenguaje articulado de tipo fonético y ni siquiera se les ve hacer uso del fuego –«no fue el hombre quien descubrió el fuego, el fuego descubrió al hombre» habría dicho con la plasticidad de un quiasmo F Engels–, y en tales carencias estriban las razones de su inferioridad respecto a los simios{22}. Así las cosas, no parecería exagerado interpretar las relaciones de tales protohombres con sus «amos» monos, como relaciones (religaciones) religiosas –naturales–, lo que en la filosofía angular de la religión del materialismo filosófico se conoce como «religión natural», reinterpretando tal idea desde sus bases deístas e ilustradas{23} –previas todavía (al menos con precedencia ontológica) a las relaciones religiosas nucleares.

  1. El Planeta de los Simios como «cine religioso refluyente»

Es todavía practicable proceder de otra manera, acaso más profunda si cabe hablar así, que las anteriores. Hasta aquí hemos considerado las cosas desde el punto de vista de aquellos seres que en la película se nos muestran como –morfológicamente por lo menos– humanos. ¿Qué decir en cambio desde la perspectiva de los simios en torno a las relaciones interespecíficas trazadas en el escenario del film? Bajo este prisma, el radio de nuestro cono de luz comienza a poder barrer componentes muy interesantes del argumento de la película, que de cualquier otra manera se mantendrían en la penumbra.

Ya dijimos que los animales que hacen acto de presencia en la película encierran características bastante peculiares: no se trata ya de que pesquen termitas mediante un uso operatorio de ramas y otros instrumentos (como los chimpancés de Gombe de Jane Goodall) sino de que organizan cacerías ecuestres contra seres humanos; no construyen nidos como los gorilas de montaña, sino que levantan edificios y construyen ciudades, no sólo lavan la fruta a la manera de los macacos japoneses, sino que disponen de agricultura y ganadería –han traspasado ya el estadio de lo crudo accediendo al de lo cocido, por usar el distingo inadecuado y oscurantista de Cláude Levi-Strauss. Características, todas ellas, que constituyen verdaderas propiedades específicas difluyentes que, lejos de quedar engullidas en el fondo de los géneros zoológicos (sea por refluencia, sea por efluencia) suponen propiedades sin parangón en la scala naturae cuya naturaleza, por así decir, «revienta» el género desde dentro; más propiamente lo desborda en una metábasis, a través de una anamórfosis. De este modo los monos del filme comentado, sin dejar por ello de ser animales, se comportan de un modo no reabsorbible por completo en el seno de la etología: muestran por ejemplo una praxis ceremoniosa (es el caso de las ceremonias funerales y de caza de las que ya hemos hablado{24}) y no meramente una conducta ritual, &c., &c. Frente a ello, los ejemplares de homo sapiens presentados, sin perjuicio de mostrar abundantes propiedades específicas –tanto en el campo de la morfología como en el de la etología, en sus etogramas–, estas mismas quedan embebidas intra muros del género zoológico correspondiente al modo de caracteres cofluyentes abordables por entero mediante un esquema de especificación intragenérico (las características diferenciales cogénéricas de tales seres humanos no tendrían mayor alcance que las que puedan exhibir un elefante africano respecto de uno indio) que no inicia un despegue dialéctico y reorganizador desde el fondo de la «animalidad» por decirlo así. Tan rugosa y alambicada (seguramente farragosa además, de lo que no hay que echar culpas a la doctrina expuesta sino a la impericia del expositor) explicación querría decir en el fondo que la situación ofrecida por el guión de El Planeta de los Simios es exactamente la inversa de la que tiene lugar fuera de las salas de cine, una situación por tanto que realiza del modo más original aquella sentencia de Marx en los Manuscritos referida a la alineación en el trabajo: «Lo animal se torna en humano y lo humano en animal.»

Pensemos un momento en este sentido en la primera escena en la que aparecen los singulares simios que protagonizan la película: se trata de un episodio venatorio en que los animales se disponen a cazar a una banda de seres humanos arracimada sobre un terreno selvático. Ahora bien, ya advertimos en su momento que no había paridad entre tal episodio cinegético y la predación de la que un león, por ejemplo, pueda hacer objeto a una gacela: para empezar los cazadores hacen uso en este caso de rifles, de cuernos de caza, de caballos –previamente domados, se supone–, e incluso se les ve fotografiándose junto a las piezas cobradas. No parece tampoco probable que el objeto principal de la cacería resida en la sola ganancia del aporte proteico que pueda proporcionar la carne de las presas; en resumidas cuentas no estamos, en este contexto, tanto ante un episodio más de caza animal – nuclear– como ante una de sus metábasis más señaladas: se trata de una forma evidente de caza angular{25}. Cuando esta caza angular se practica, como es el caso, en un contexto religioso terciario (o cuando menos no primario) entonces necesariamente tiene mucho de refluencia de la religiosidad primaria: en este sentido son los hombres (una vez reducidos a la categoría zoológica) los que aparecen como númenes reales a los ojos de los simios que los persiguen acaso sin darse tampoco demasiada cuenta de las connotaciones religiosas de sus aficiones venatorias. De cualquier otra manera, no tendría demasiado sentido un desarrollo semejante.

La presencia de prácticas que obedecen a una refluencia semejante no se agota sin embargo con la escena del ceremonial cazador. Recuérdese la pareja de científicos simios que, consumados partidarios de una suerte de teoría evolucionista, se alían con Taylor prestándole incluso una ayuda decisiva en su huida de los laboratorios. Pues bien, en este sentido dan muestras contundentes de estar invadidos por algo así como un sentimiento «piadoso» o «caritativo» en relación a los hombres-animales; un sentimiento que, sin embargo –y aunque se nos aparezca como manifestando un carácter ético– sólo puede ser interpretado satisfactoriamente como brotando de otra refluencia religiosa insertada en el eje angular del espacio antropológico, y ello necesariamente, por lo demás, dado entre otras cosas que tales empatías y condolencias tampoco podrían en modo alguno encontrar acomodo en ninguno de los restantes ejes.

Con todo, también en esta dirección la cosa puede refinarse un poco más, puesto que el curso mismo de la ficción que se presenta al espectador es susceptible de una lectura quizás más sutil, ¿es de los sentimientos de piedad de los simios hacia los humanos de lo que habla El Planeta de los Simios? Directamente sin duda alguna que así es, pero cabe también rastrear con éxito una dimensión oblicua que apuntaría en otras direcciones. Y es que a nuestro juicio –y ello puede hacerse realmente muy evidente según nos parece– esta historia acerca de un planeta en el que los simios maltratan a los humanos constituye prima facie una especie de apólogo metafórico (una fábula en realidad) en tono de denuncia «moralizante», sobre el modo «inmoral» –más propiamente impío– en que los seres humanos han reducido a sus hermanos los simios (y también a otros animales) a la condición de máquinas andantes, aptas como material con el que experimentar, o como mecanismos vivientes de transformación de carbohidratos vegetales en proteínas cárnicas. En este sentido, y dada la naturaleza simbólica a la par que religiosa del relato, El Planeta de los Simios podría verse como una especie de «auto sacramental secundario», una muestra «pura» de cine religioso reflueyente dirigido precisamente a la atención de los humanos (puesto que ¿a qué otra atención podía dirigirse?), aunque sean los simios los que se erijan en protagonistas de la narración. Por lo menos, si entendemos las cosas así, la aparatosa ficción que trama la película adquiere un significado mucho más claro.

4. El Planeta de los Simios y su contexto genético

Concluimos con unas palabras en torno a los correlatos de interés en orden a afilar nuestro análisis que pueden encontrarse en el momento en que se rueda El Planeta de los Simios, en su contexto de formación. Al fin de cuentas, ¿qué estaba ocurriendo en 1968 (y en EEUU sin ir más lejos), cuando Schaffner comienza a dirigir el film que nos ocupa? Muchas cosas en realidad y algunas de ellas (que el propio Schaffner muy bien pudo conocer, y si no lo hizo en realidad importa poco, dado que el espíritu objetivo remonta cursos propios) de una indudable pertinencia para estos comentarios. Precisamente en 1967, el año en que por otra parte el adelantado del etologismo Desmond Morris publica su best seller El Mono Desnudo, Allen y Beatrice Gardner triunfan (con Washoe) allá donde William Furness (con su orangután) y los Hayes (con Vicki) habían fracasado. Es en 1967 precisamente cuando en Reno (Nevada) Washoe produce una secuencia correcta en Ameslan{26}. Ya para entonces eran bien conocidos los desarrollos que había recibido la etología primatológica de la mano de las investigaciones de Jean Goodall y Adriaan Kortland. Importa además tener presente que la década siguiente (la de 1970) conocerá acontecimientos de incalculables resonancias: el premio Nobel de Medicina y Fisiología que ratifica en 1973 (en las figuras de Lorenz, Tinbergen y Von Frisch) el ingreso de la etología en la «república de las ciencias», la publicación de Liberación Animal de P Singer, la proclamación por parte de la UNESCO de la Declaración Universal de los Derechos del Animal, los avances científicos de los Fouts, de Penny Patterson, de los Ruambaugh, &c.

Y entre tantos matrimonios de etólogos y primatólogos (los Hayes, los Gardner, los Fouts, los Ruambaug, antes todavía los Yerkes) ¿sorprenderá que veamos en Zira y Aurelio una explícita versión zoomórfica de los mismos? Por otro lado tampoco nos parece extravagante ver en las amorosas actitudes de Zira hacia los seres humano una suerte de remedo cinematográfico de aquellas ascéticas «religiosas» (Jane Goodall, Dian Fossey) a la sazón entregadas misionalmente en «cuerpo y alma» a los primates de Tanzania o de otros lugares.

Sea como sea, y desde esta perspectiva poco –nos parece– costará comprender que El Planeta de los Simios, entendido como una instancia ejemplar de «cine religioso», se inserta (y se nutre) efectivamente en (y de) el conjunto de corrientes ideológicas subterráneas –pero no por ello menos operantes– que continúan en nuestros días abriéndose paso y que han venido a tener en la presentación en 1993 de El Proyecto Gran Simio uno de sus últimos y más importantes estertores. Nuestra concepción de los animales y nuestras relaciones con las bestias han virado considerablemente en el momento de repliegue de las religiones terciarias tradicionales, y ello, claro está, ha podido dejar su marchamo también en el cine.

Notas

{1} The Lord of the Rings, Peter Jackson, EEUU 2001.

{2} Harry Potter and the Philosopher's Stone, Chris Columbus, EEUU 2001.

{3} Para justificar una tal premisa argumental el filme se ampara, como es habitual en estos casos, en algunos mecanismos más bien especulativos de la «física teórica» y en el tratamiento de la idea de tiempo que se abre paso en la teoría general de la relatividad.

{4} El inglés, claro está. Lo que ya es más curioso es que también los simios usen de tal lengua precisamente; claro que de no ser así Taylor no podría hablar con ellos y se acabaría la película.

{5} Them!, Gordon Douglas, EEUU 1954.

{6} Invasion of the body snatchers, Don Siegel, EEUU 1956.

{7} Mars Atacs, Tim Burton, EEUU, 1996

{8} Para todas esta temática cfr. Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de espacio antropológico», en El Sentido de la Vida, Pentalfa, Oviedo 1996, págs. 89-114.

{9} José María Latorre, El Cine Fantástico, Fabregat, Barcelona 1987, págs. 406-407.

{10} Sin despreciarlas puesto que como enseña la filosofía de Gustavo Bueno se hace siempre preciso comenzar tabulando todas las alternativas en un sistema dado que permita cribarlas, perfilar sus insuficiencias y reasumirlas también, aprovechando lo que en ellas pueda subsistir de valioso, su «nuez» o meollo racional para decirlo con Marx.

{11} The Birds, Alfred Hitchcock, EEUU 1963.

{12} King Kong, Merian C. Cooper & Ernst B. Shoedsack, EEUU 1933.

{13} Superman, Richard Donner, EEUU 1978.

{14} The Ten Commandments, Cecil B. De Mile, EEUU 1956.

{15} Jesus of Nazareth, Franco Zeffirelli, Italia-Gran Bretaña 1977.

{16} El Basilisco, nº 15, 2ª época, págs. 15-28.

{17} Ante todo en Cuestiones Cuodlibetales sobre Dios y la Religión.

{18} pág. 25.

{19} pág. 26

{20} Aun cuando es ciertamente una cuestión de prisma puesto que para los simios es Taylor –de nuevo emic– el extraterrestre.

{21} Gustavo Bueno, El Animal Divino, Pentalfa, Oviedo 1986, pág. 11.

{22} También es verdad que tales supuestos seres humanos aparecen antes como «monos vestidos» (aunque con fino pelo, para dar la vuelta a la superficial fórmula de Morris) que como realmente «desnudos», si bien es probable que esta circunstancia pueda deberse a la necesaria prudencia del director y los guionistas frente al riguroso y puritano (calvinista en el sentido de Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo) «código Hayes» y a lo que pudieran pensar las «damas del ejército de salvación», lobby como se sabe muy actuante a estos respectos.

{23} Para estas cuestiones puede consultarse además de las obras fundamentales de Gustavo Bueno ya citadas, el excelente trabajo de Alfonso Fernández Tresguerres, «El concepto de 'religión natural'. Deísmo y filosofía materialista de la religión», El Basilisco, nº 18, págs. 3-12.

{24} Mención aparte merece el capítulo del interrogatorio sumarial al que son sometidos Taylor y sus amigos y que J Mª Latorre pone en paralelo a la obra de B Brecht, Galileo. A nosotros en cambio nos parece que tal interrogatorio se asemeja más bien a otro episodio crucial de la historia de las ciencias: la agria reyerta T H Huxley-Obispo Wibelforce en las sesiones que la Royal Society dedicó a la discusión del darwinismo.

{25} La distinción entre 'caza angular', 'caza radial', 'caza circular' y 'caza animal' se encuentra expuesta en la profunda teoría filosófica de la caza diseñada por Alfonso Fernández Tresguerres, en Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993, págs. 43-80.

{26} Vid. la completa obra de Eugen Linden, Monos, Hombres y Lenguaje, Alianza, Madrid 1981 (2ª ed).

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