Alfonso Fernández Tresguerres, De la soledad, El Catoblepas 20:3, 2003 (original) (raw)

El Catoblepas, número 20, octubre 2003
El Catoblepasnúmero 20 • octubre 2003 • página 3
Guía de Perplejos

Alfonso Fernández Tresguerres

Algunas divagaciones en torno a la soledad y sus tipos

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Afirma Ortega y Gasset que: «Cada cual vive por sí solo, lo que es igual, que la vida es soledad, radical soledad.» Y aduce como prueba el hecho de que el pensamiento que pienso, lo pienso yo solo «o yo en mi soledad», y otro tanto sucede con lo que decido, lo que quiero o lo que siento. Ahora bien, esto me parece enteramente discutible. Sin salirnos de sus propias coordenadas: no es lo mismo «pensar solo» que «pensar en soledad». Sin duda, es perfectamente posible lo segundo, pero no lo primero: se puede, desde luego, «pensar en soledad» (el «mi» únicamente le añade un tono melodramático), pero no se puede «pensar solo». El pensamiento que ahora pienso se configura a partir de lo que otros han pensado antes (no necesariamente ahora, pero sí antes: acaso se pueda pensar sin dialogar con los vivos, pero no sin hacerlo con los muertos). Y el pensamiento que ahora pienso cristaliza y toma forma a partir de un lenguaje que yo no he inventado; un lenguaje (las palabras nunca son inocentes) que encierra una forma de ver, de interpretar y hasta de sentir el mundo y la vida. Y lo mismo vale para todo lo demás: lo que yo quiero o lo que yo decido no nacen del ejercicio de mi voluntad libérrima, sino de la necesidad ineludible de verme obligado a optar entre un conjunto de alternativas que yo no he establecido, sino que me han sido dadas (¿por qué no decir incluso impuestas?) por quienes me han precedido. Y dígase otro tanto de mis sentimientos: naturalmente que los siento yo, pero los siento de la forma que me han enseñado a sentirlos, de la forma (otra vez) que mi lengua me permite sentirlos. ¿O acaso cree Ortega que, si en lugar de un madrileño nacido en 1883, hubiese sido un zulú del siglo XVII o un noble de la época de Felipe II sus pensamientos hubiesen sido los mismos? ¿Incluidas las doctrinas del perspectivismo y del raciovitalismo? En cualquiera de esos dos casos, es claro que sus pensamientos, sus decisiones y sus sentimientos hubiesen sido suyos, pero hubiesen sido únicamente aquellos que hubiesen podido ser en las circunstancias dadas. La verdad es que todos venimos de mucho más lejos de lo que imaginamos. Frente a las afirmaciones de Ortega, como frente a las pretensiones de Descartes de redescubrir el mundo él solo (o a solas con una estufa), no está de más recordar las palabras de Hegel: «Todo individuo es hijo de su pueblo, en un estadio determinado del desarrollo de ese pueblo. Nadie puede saltar por encima del espíritu de su pueblo, como no puede saltar por encima de la tierra. La tierra es el centro de gravedad. Cuando nos imaginamos un cuerpo abandonando éste su centro, nos lo representamos flotando en el aire. Igual sucede con los individuos. Pero el individuo es conforme a su sustancia por sí mismo. Ha de tener en sí la conciencia y ha de expresar la voluntad de este pueblo. El individuo no inventa su contenido, sino que se limita a realizar en sí el contenido sustancial».

Hablemos, pues, de la soledad, pero no de esas soledades radicales o esenciales, metafísicas, a las que, no muy alejado de Ortega en este aspecto, también nos ha acostumbrado el existencialismo. Yo cuando era joven, allá en mi adolescencia y en mi primera juventud (pongamos hasta los 21 ó 22 años), era existencialista; y era existencialista porque era lo que había que ser (bueno, también había maoístas y trotskistas, algunos de los cuales son ahora directores de banco, registradores de la propiedad y notarios); era existencialista porque quedaba bien, y porque te daba un aire de desamparo y de genio al borde del suicidio que a veces (sólo a veces) despertaba el instinto maternal y protector de las muchachas (ya universitario en Salamanca, también me inventé oscuros e inconfesables traumas, insondables vacíos vitales y severas depresiones, con el objeto de que aplicadas estudiantes de Psicología se interesasen en introducirse en las profundidades (riquísimas, sin duda) de mí alma mediante el test de Rorschach. Con el tiempo, empero, me ha sido suficiente con un poco de Epicuro y otro poco de Marco Aurelio y de Montaigne para soportar razonablemente bien la existencia. Pero volvamos a la soledad.

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Y creo que debemos comenzar por insistir en una aclaración (insinuada ya en las objeciones que antes hacía a Ortega), porque me parece que no siempre se la tiene presente todo lo que sería menester para evitar engorrosas confusiones y no pocos malentendidos (como sucede, seguramente, con el filósofo madrileño). Me refiero a que de ningún modo es lo mismo estar solo que estar a solas. Uno puede estar (o mejor, sentirse) solo entre una multitud (y acaso ahí más que en cualquier otra parte), y, en cambio, no estar (ni sentirse) solo estando a solas. Por ejemplo, nadie (creo yo) con una buena biblioteca está realmente solo; y hasta dudo que pueda sentirse verdaderamente solo. Y es que tampoco es lo mismo, quiero decir que no es lo mismo estar solo que sentirse solo. Considero que no es peregrina esta nueva distinción, aunque no sea más que porque (digámoslo de una vez) si bien es perfectamente factible sentirse solo, resulta, en cambio, del todo imposible estar solo (estar solo, claro es, en términos absolutos, no meramente estar a solas). Tratar de concebir un hombre solo, es un absurdo, un puro sinsentido; primero, porque no habría sobrevivido, y segundo, porque, de haberlo hecho, no sería propiamente un hombre. El que yo me encuentre aquí, en este preciso instante, divagando sobre la soledad, es prueba más que suficiente de que ni estuve ni estoy solo. No lo estuve, porque, de haberlo estado, no habría conseguido sobrevivir: alguien me cuidó y me protegió, y también me transmitió una lengua (gracias a la cual puedo hoy pensar sobre la soledad). Pero tampoco lo estoy: me encuentro rodeado y sirviéndome de cosas que yo no he hecho ni sabría hacer (este ordenador, por ejemplo, en el que escribo: ¡misterio insondable para mí donde los haya!). ¿Cómo puede decir que está solo quien dentro de un rato saldrá de casa para comprar el periódico y el pan o para sentarse a comer en un restaurante? Mas no se trata únicamente que utilice objetos o me beneficie de servicios que revelan la presencia de los otros: es que en este preciso instante en que pienso y escribo a solas, no estoy solo, al contrario, me acompañan cientos de individuos que aguardan pacientemente en los estantes de mi biblioteca, dispuestos a hablar en el mismo momento en que yo se lo pida; y aun añadiría que si ellos no hubieran hablado antes y yo no los hiciera hablar ahora, no me sería posible pensar ni tampoco escribir. Es imposible estar ni concebirse solo. Ni siquiera Robinsón lo estaba realmente: si pudo sobrevivir fue por lo que sabía hacer (por lo que le habían enseñado a hacer) y sirviéndose de los restos del naufragio; y acaso principalmente pudo sobre vivir porque conocía de la existencia de los otros y esperaba volver algún día con ellos.

Yo creo que todo esto se aclararía muy bien si no se nos tomase por pedante extravagancia el echar mano aquí de esa profundísima distinción que nuestros verbos ser y estar (un lujo de la lengua española) nos permiten establecer: el carácter definitivo, permanente e irremediable del ser, frente a lo circunstancial, pasajero y fortuito o azaroso del estar. No es lo mismo, en efecto, ser de Mieres que estar en Mieres. Lo segundo es una mera coincidencia, una circunstancia ocasional, y, sobre todo, algo efímero, ya que, como es obvio, se puede dejar de estar allí diez minutos más tarde; lo primero, en cambio, es un hecho irrevocable y eternamente cerrado y concluso; tan irrevocable como que aun en el supuesto de que a partir de un determinado día nunca más vuelva a estar en Mieres, jamás, en cambio, podré dejar de ser de allí. Pues bien, creo que, paralelamente, cabe decir que se puede, sin duda, estar solo, pero resulta, por el contrario, completamente imposible ser solo (ni en el vivir cotidiano ni el pensar, diga lo que diga Ortega). Y se puede estar solo, bien sea por meramente estar a solas (sin por ello sentirse solo), o bien porque uno carece, objetivamente, de la existencia de personas queridas, y entonces tiene entera razón al sentirse solo. Mas también puede sentirse solo alguien que no estándolo realmente, es decir, que contando con la presencia de esas personas que le aman, por las razones que fueren es incapaz de advertirlo y de apreciarlo, en cuyo caso, automáticamente se convierte él mismo en un ser despreciable e indigno de amor (salvo que su ignorancia tengo por causa la enfermedad).

Que la soledad, así entendida (como ser solo), es, sencillamente, una imposibilidad, lo encontramos perfectamente fundamentado ya en el Lib. I de la Política de Aristóteles, donde, inmediatamente después de su famosa definición del hombre como politikón zôion (animal político o social), se nos dice que «el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre», vale decir, un animal o un dios. Yo nada sé de la sociabilidad o la soledad de los dioses, pero respecto a los animales (o la mayor parte de los animales y, por supuesto, aquellas especies filogenéticamente más próximas a la nuestra) hay que decir que son tan sociales como nosotros mismos, y que para ellos la soledad, en los términos absolutos en los que ahora nos referimos a ella, resulta tan impensable como para nosotros.

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Pero de sobra sé que cuando la gente habla de la soledad se refiere, por lo general, a otra cosa distinta; se refiere a que alguien ésta solo cuando carece de parientes o amigos, y, con ellos, del amor y del cariño mínimos que cada cual necesita para que su existencia le resulte medianamente tolerable y razonablemente feliz. La consecuencia de ello es el sentirse solo, bien porque objetivamente lo está (en el sentido en que ahora hablamos) o bien porque, aunque no lo esté en realidad, así es como se siente. Ciertamente, tal situación parece que ha de resultar extremadamente dolorosa, y una vez más se haría obligado mostrarse de acuerdo con Aristóteles cuando, en la Ética a Nicómaco, afirma que es «absurdo hacer del hombre dichoso un solitario». Yo imagino que cuando alguien se halla en un estado tal (similar, tal vez, a aquello en lo que pensaba Aristóteles cuando habla de «insocial por azar»), no le queda otro remedio que hacer de la necesidad virtud y seguir a Montaigne, quien nos aconseja que: «Si resolvemos vivir solos y sin compañía (o no vemos obligados a ello, matizaría yo), hagamos que nuestro contento dependa de nosotros mismos, desatemos los lazos que nos unen a los demás y adquiramos el poder de vivir conscientemente solos y a nuestra manera», porque «la persona de entendimiento no ha perdido nada mientras no se pierda a sí mismo». O también puede frecuentar Las meditaciones del paseante solitario, de Rousseau (quien yo no sé si estaba tan solo como creía, pero que, de todas formas, como buen paranoico, no podía por menos de sentirse así), y escucharle cuando dice que: «no me pertenezco a mí mismo más que cuando estoy solo, fuera de eso soy el juguete de cuantos me rodean», así que. «no atándome más a nada, sólo me apoyo en mí». Digamos de pasada que, contrariamente a lo que opina Montaigne, Espinosa sostendrá que el hombre que, en soledad, «_sólo se obedece a sí mismo_», es menos libre que aquél que, en el Estado, «_vive según el común decreto_».

Después de Aristóteles, Epicuro no dudará en afirmar, por el contrario, que el verdadero sabio, una de cuyas notas distintivas es la autosuficiencia, bastándose a sí mismo, no necesita amigos. Y yo quisiera, en esta ocasión, buscar un camino intermedio entre Aristóteles y Epicuro, entre Montaigne y Espinosa, ya que, si bien es cierto que dolorosa tiene que ser la existencia de aquél que no conoce el cariño o el amor, o que, conociéndolos, los ha perdido irremediablemente y para siempre (y aún más dolorosa la de éste que la del otro), ¡pobre de aquél que no sabe estar solo y hacer que su contento dependa de sí mismo!

Hay una afirmación con la que yo me he encontrado tres veces en tres autores distintos. Uno es Baudelaire, y los otros dos Pascal y La Bruyère. Algún erudito (yo no tengo vocación de tal, ¡ni lo quiera Dios!) podría dar a luz un hermoso artículo investigando si se les ha ocurrido por separado (cosa poco probable) o, de no ser así, cuál de ellos fue el primero en formularla (o si acaso hay otro antes). Evidentemente, Baudelaire quedaría descartado, pero Pascal y La Bruyère tiempo tuvieron, mientras vivían, de leerse el uno al otro. Ahora bien si los Pensées de Pascal aparecieron póstumos (eran piezas de una obra que nunca escribió), entonces difícilmente pudo leerlos La Bruyère, de donde resultaría que la idea original sería suya (y a mí, permítaseme la frivolidad, me alegraría que así fuese, porque el intenso amor que siento por él supera con creces la tibia amistad que me une a Pascal). Quedémonos, pues, con la formulación del autor de Les Caractères: «Todo nuestro mal –afirma– viene de no poder estar solos». Mucha gente, en efecto, no sabe, no ya estar sola, sino ni siquiera estar a solas. Completamente volcados al exterior, mendigan compañía como un perro caricias. No hablo únicamente de histriónicos o narcisistas, en busca permanente de un público al que impresionar, sino también de pobres infelices que no saben vivir sino con los demás (no para los demás, sino con ellos), porque a solas se sienten perdidos, porque ni siquiera saben qué hacer con su soledad, y no respiran ni hallan paz hasta que una mano en su espalda (la del amigo, sí, más también la del adulador o la del gorrón, hasta la del mentecato) les tranquiliza y les asegura que el mundo está bien. Muchos de ellos pertenecen, al mismo tiempo, al grupo de aquellos que aseguran no tener tiempo para nada. A tales individuos les horrorizaría oír decir a Montaigne que: «Siempre conviene tener una estancia, secreta y propia, en la que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestra principal soledad y retiro».

Yo de mí sé decir que todas las cosas que me resultan verdaderamente divertidas y placenteras puedo hacerlas solo. Y hasta me sentiría capaz de añadir que no puedo hacerlas más que solo... (bueno..., hay una excepción; tal vez dos). Suele decirse que pasados los cuarenta, un hombre es responsable de su cara. Yo añadiría que también de su felicidad o de su desdicha, y por eso (y dejando a un lado las servidumbres impuestas por un trabajo que le da de comer y las obligaciones éticas y morales que le ligan a los otros) tiene, no ya el derecho, sino la obligación de vivir para sí y para su contento como le dé la gana (otra gran expresión del español ésta de dar o no dar la gana, tan apreciada, por cierto, por Schopenhauer, quien bebía del español, en tanto que Eugenio D'Ors les inventaba a los alemanes palabras alemanas; y es que, al parecer, para dar forma a su pensamiento le quedaba pequeña la lengua de Cervantes..., y por lo que se ve también la de Goethe, aunque lo que sí está claro es que no podía pensar más que en ésta).

Ahora bien, yo en esto de la felicidad no prejuzgo nada. Se trata de una cuestión tan relativa, tan subjetiva y psicológicamente relativa, que entiendo perfectamente que a su consecución concurran proyectos de vida muy distintos, todos ellos lícitos por igual (cuando lo son, naturalmente). Pero si alguien no es capaz de vivir más que en la plaza pública, sepa que no seré yo quien le dispute la tribuna de oradores o un asiento al sol: ocuparse de uno mismo es suficiente quehacer. En Walden, de Thoreau, he tropezado con el siguiente párrafo que creo bien podría suscribir yo casi al pie de la letra: «Me parece saludable estar solo la mayor parte del tiempo –escribe Thoreau–. Estar en compañía, aun en la mejor compañía –añade–, pronto resulta aburrido y una pérdida de tiempo. Me encanta estar solo. Nunca he encontrado una compañía que acompañe tanto como la soledad. La mayor parte de las veces estamos más solos cuando salimos a buscar la compañía de otra gente que cuando nos quedamos en nuestra habitación».

Pero si optamos por la soledad; una soledad, desde luego, relativa; una soledad también, a veces, ocasionalmente, compartida; si optamos por la soledad –digo–, hagámoslo en la medida en que contribuya a nuestro gozo presente, y lo acreciente. No seamos tan ingenuos (ni tan memos) como para repetir con Séneca que nuestro retiro obedece a que «yo trabajo en interés de la posteridad». Primero, porque no somos Séneca, y segundo, porque tal pretensión (incluso en el mismo Séneca) no es sólo absolutamente vana, sino también perfectamente ridícula. Marco Aurelio, que lo sabía y lo había comprendido con toda claridad, sabía, asimismo, que no hay más que una buena razón para estar solos: el cuidado de nosotros mismos. «Apresúrate, pues, al fin –aconseja–, y renuncia a las vanas esperanzas y acude en tu propia ayuda, si es que algo de ti mismo te importa, mientras te queda esa posibilidad.»

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