Iñigo Ongay, Ciencia, Tecnología y Sociedad... y Filosofía, El Catoblepas 31:1, 2004 (original) (raw)
El Catoblepas • número 31 • septiembre 2004 • página 1
Iñigo Ongay
En torno al libro de Pablo Huerga Melcón, ¡Qué Piensen ellos!, Cuestiones sobre materialismo y relativismo, El Viejo Topo, Barcelona 2003
1. Introducción
Bajo el unamuniano título ¡Qué Piensen ellos!, Pablo Huerga Melcón ha publicado en 2003 y en la editorial «El Viejo Topo» (casa editora cercana, como es sabido, a una cierta izquierda indefinida) un análisis extraordinariamente fino de los problemas arrastrados por el movimiento CTS (Ciencia, Tecnología y Sociedad) a cuya atenta lectura pretende invitar la reseña{1} que ofrecemos a los lectores de El Catoblepas.
Desde los comienzos de la década de 1990, España y los países hispanoamericanos han venido experimentando una abundante inundación editorial de materiales (libros, artículos, compilaciones de textos, &c.{2}) surgidos al calor del enfoque conocido como CTS. Se afirmaba entonces que unos tales estudios (y las consiguiente cátedras e instituciones que a la sazón comenzaban a constituirse) venían a llenar «un vacío» en el que la filosofía de ámbito hispánico languidecía, asfixiada por el dogmatismo positivista propio del paradigma que habría dominado la teoría de la ciencia durante décadas en lo referido a la tradición anglosajona: la llamada (por Hilary Putnam) received view. Ahora bien, si la aparición en 1962, de la obra de Tomás Kuhn La Estructura de las Revoluciones Científicas, junto con la consecutiva entrada en escena de la «nueva teoría de la ciencia» (Hanson, Toulmin, anarquismo epistemológico de Feyerabend, &c.) y de la sociología relativista del conocimiento (Programa Fuerte, EPOR, etnometodologías, estudios de laboratorio, enfoques de género, teoría de redes-actores, y otras muchas líneas diferentes) había conseguido «liberar» dichosamente la filosofía anglosajona de la concepción heredada, podía comenzar a verse meridianamente claro que la traducción a la lengua española de los nuevos «popes» británicos y norteamericanos representaba la mejor solución a nuestro histórico retraso (al parecer omnímodo según estos prolongadores de la «leyenda negra»), y ello justamente en la medida en que estos traducidos planteamientos sirviesen para sustituir a nuestros añejos «santones» gnoseológicos (generalmente también –no faltaba más– angloamericanos o alemanes: Hempel en lugar de Feyerabend pongamos por caso, o Hans Reichenbach y no tanto Kuhn, &c.).
Sin embargo, cuando se alude al movimiento CTS, suele olvidarse por de pronto (y aquí el primer acierto de la obra de Huerga), que en la medida en que la ciencia, la tecnología, la sociedad y la tupida interconexión (symploké) entre estas tres ideas ha venido ocupando un papel de importancia primordial entre las preocupaciones de la filosofía a lo largo de su milenaria tradición, el planteamiento que sobre estos asuntos dibuja el denominado enfoque CTS, aparecerá como una respuesta (filosófica) entre otras disponibles a la hora de tratar las relaciones entre las tres ideas de referencia. De otro modo; si el movimiento CTS, en su voluntad de constituir una disciplina propia, pretende hacer valer sus posiciones pasando «por encima» de las alternativas ofrecidas por otras tradiciones doctrinales (entre ellas, y muy señaladamente, la tradición marxista{3}), un tal «despejamiento» sólo podrá llevarse a cabo procediendo dogmáticamente y ello por más que se tienda a desplazar a la sabiduría filosófica –que el propio movimiento, como advierte Pablo Huerga, propende a identificar, sin más, con la «concepción heredada» o bien, otras veces, con la «ética»{4}– del tratamiento crítico de esta panoplia de cuestiones disputadas. Es evidente, en este sentido, que la temática abordada por el enfoque CTS, aparece atravesada trascendentalmente por multitud de ideas filosóficas (ontológicas y gnoseológicas) de tal manera que los propios teóricos de este movimiento permanecen –aunque no lo sepan– «haciendo filosofía» incluso cuando pretenden estar «haciendo ciencia» («ciencia de la ciencia»), y precisamente en cuanto filosofía –sólo que, acaso, mala filosofía– los estudios CTS se muestran nítidamente tributarios del ejercicio de premisas ontológicas, gnoseológicas, políticas, &c., a veces ingenuamente metafísicas, que la obra que reseñamos procura sacar a la luz en vistas a su trituración crítico-sistemática.
Conviene advertir con todo, que si a Huerga le es dado ejercitar esta rigurosa trituración de las mismas bases ontológicas y gnoseológicas que soportan los planteamientos de referencia, restaurando de este modo las atribuciones críticas que cuadran a la disciplina filosófica (de la que en ningún caso es posible desentenderse ante el trámite de analizar la enorme masa de problemas arrastrados en esta temática) y procurando además hacer justicia a los enérgicos escudriñajes que desde la perspectiva marxista se han acometido sobre estos problemas, ello se debe, entre otras cosas, a que el presente libro del profesor asturiano, es él mismo, fruto de la puesta en ejercicio de un sistema gnoseológico de coordenadas muy determinado, a saber: la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno. La cuestión principal reside, como Huerga lo hace ver en repetidas ocasiones a lo largo de su estupendo trabajo, en que la filosofía de la ciencia propuesta por Bueno, dispone de recursos suficientes para conceder al «enfoque sociológico» todo su alcance, su pregnancia gnoseológica (haciendo justicia por ejemplo, a la continuidad causal entre sociedad y ciencia) sin necesidad de ceder por ello, ante el empuje reduccionista propio del sociologismo radical, al que, de otro lado, tampoco habría mayor motivo para negarle su precisa beligerancia a efectos crítico-tabulatorios.{5} Con esto queremos decir algo de suyo muy claro, y es que sin perjuicio de que la idea de ciencia ofertada por la TCC no se nos aparezca como una idea «asociológica» de ciencia{6}, tampoco podrá, desde nuestra perspectiva, arribarse a la disolución misma de la «escala gnoseológica» por medio de la destrucción relativista (en el sentido del reduccionismo sociologista radical que subyace en el corazón de tantos planteamientos CTS) de la idea de verdad científica, entendida ahora como construcción de identidades sintéticas sistemáticas. A su vez, la Teoría del Cierre, en cuanto doctrina gnoseológica, tampoco puede ser vista como exenta respecto de todo sistema de premisas ontológicas y precisamente es la ontología materialista que la propia TCC presupone in actu exercitu (para decirlo con fórmula rápida: Los Ensayos Materialistas, Materia, y otros muchos textos y artículos), el fontanar crítico que posibilitará a Huerga dar razón del alcance atribuible a las ciencias y tecnologías{7} en la conformación de partes importantísimas del «mundo» en nuestro presente en marcha, y permitirá además hacer la debida justicia a aquella poderosa tradición marxista que los estudios CTS habrían intentado (interesadamente sin duda) hacer desaparecer, en la medida al menos, en que la ontología de Bueno permanece, en sus contenidos doctrinales, organizada entre otras cosas, alrededor de una idea capital como lo es la idea de «producción», ya trabada por Marx, a su modo, en pleno siglo XIX. La fertilidad del materialismo histórico (insistimos, ya en Marx & Engels, pero también en figuras tales como puedan serlo Lenin, Boris Hessen, aun Marcuse, &c.) a la hora de abordar los problemas relativos a la rúbrica «Ciencia, Tecnología y Sociedad» sin escorarse hacia el relativismo, no obedece por tanto –como es claro– a la mera casualidad.
2. Materialismo y relativismo gnoseológico
Pues bien, el primer «tópico» gnoseológico que aborda Huerga en su escudriñaje de los planteamientos CTS no es otro que el tópico del relativismo sociologista en teoría de la ciencia. Los teóricos del nuevo movimiento habrían puesto de manifiesto que en el seno de la concepción heredada, el denominado «problema de la inducción» que Hume pudo poner sobre el tapete en su época, habría terminado por desvencijar las mismas articulaciones del enfoque gnoseológico predominante hasta la década de 1950, empujándolo en la dirección del convencionalismo holista presente en tesis como la de Duhem-Quine. Ahora bien, esta modulación holista del teoreticismo, en la que ya ni siquiera tendrían cabida los contactos negativos –«falsacionistas»– de las «formas» con respecto a la «materia», que tendían a sostener la versión teoreticista secundaria de Carlos Popper, ofrece una amplia acogida al reduccionismo sociologista que se abre camino en posiciones como las mantenidas por David Bloor o Barry Barnes (Programa Fuerte en sociología del conocimiento) pero también por H. Collins & T. Pinch (Empirical Program of Relativism), Knorr-Cetina, Mulkay, &c. Es claro, por demás, que este tipo de posturas resultan también coordinables de manera puntual con planteamientos como los de Tomás Kuhn sobre el cambio paradigmático, o incluso Pablo Feyerabend cuyas concepciones, basadas en la «inconmensurabilidad» de las diversas teorías (cada una con sus propios criterios internos de significado) podrían ser a su vez interpretadas ellas mismas, como variaciones «post-popperianas»{8} del teoreticismo.
Sin embargo, la cuestión estriba como recoge muy bien Pablo Huerga en su libro, en la circunstancia de que tal relativismo sociológico ha venido siendo objeto de multitud de críticas, críticas formuladas por lo demás desde los propios campos categoriales que los teóricos del enfoque CTS pretenden cultivar: así, posturas como las del Programa Fuerte han sido contestadas tanto desde la historia de la ciencia (así Tomás Kuhn por ejemplo, o incluso, entre nosotros, Carlos Solís{9}) como desde la misma sociología del conocimiento, dado que según señala Emilio Lamo de Espinosa{10}, si autores como Bloor o Barnes pretenden acometer auténticas investigaciones en sociología de la ciencia, convendría para empezar que se atuvieran efectivamente (y no sólo, por así decir, «de boquita») a los célebres cuatro criterios postulados por ellos mismos, y en particular al requisito de la imparcialidad respecto a la cuestión de la «verdad científica»; ahora bien, en la medida en que los análisis sociológicos sobre las ciencias sean realmente imparciales a efectos gnoseológicos (algo que, dicho sea de paso, no tiene por qué conducir necesariamente a ningún tipo de asociologismo gnoseológico), no cabrá sostener entonces los compromisos relativistas que tales autores han tratado de sacar adelante. De otro modo: en cuanto la sociología de la ciencia recaiga en el relativismo gnoseológico, dejará, eo ipso, de ser verdadera sociología. Ha de añadirse que, si estas objeciones de Lamo al Strong Program son certeras (y a Huerga le parecen efectivamente certeras), no quedará entonces más remedio que concluir que análisis como los elaborados por Barry Barnes o David Bloor presentan en realidad –mal que les pese a sus naturalizados responsables– un carácter propiamente filosófico que habrá de medir sus fuerzas con las restantes alternativas gnoseológicas disponibles.
Sea como sea, a través del hansoniano expediente de la «carga teórica» que anega toda «observación» y del argumento de la «infradeterminación» de la teoría por los datos observables (algo en lo que ya repararon filósofos como puedan serlo Latour, también Quine, &c.), nuestros autores, apuntalan un relativismo radical que de ser seguido hasta sus últimas consecuencias, no podría menos que acabar disolviendo la idea misma de «verdad científica» arruinando lo que Gustavo Bueno ha denominado, «escala gnoseológica» (esta sería por ejemplo, la situación propia del todo vale feyerabendiano). De este modo, se llega a la paradoja, como nos advierte Huerga en su atinada reconstrucción del discurso relativista, de que el descripcionismo gnoseológico de partida, presupuesto por los autores más significados del movimiento CTS,{11} avocaría finalmente a un teoreticismo de cuño convencionalista, tendente a la propia destrucción de la «escala gnoseológica». Con todo, como se comprende con facilidad, estos fermentos nihilistas no suelen llevarse al límite –salvo excepciones feyerabendianas– y las conclusiones más destructivas pueden finalmente ser contenidas con cierta «comodidad», entre los lindes de una suerte de «moderación gnoseológica», reintroducida, como de matute, en la discusión. Pablo Huerga, resume muy bien, citando a Marta González y López Cerezo las curiosas hechuras argumentativas adoptadas por este deus ex machina gnoseológico. Vamos a verlo:
«Desgraciadamente el programa relativista del movimiento CTS, después de hacer alarde de su 'audacia' crítica nihilista contra la ciencia y seguramente temeroso de las consecuencias solipsistas a las que puede llevar una interpretación descripcionista de la ciencia con estos principios, recurre de pronto, a una moderación inesperada e incoherente con su proyecto, aunque absolutamente necesaria: aunque la ciencia no es 'como un crucigrama', donde ya están previstas las respuestas como pensaban algunos racionalistas (sic), y aunque está constituida por comunidades humanas que negocian, y 'eventualmente consensúan el particular mobiliario físico del mundo, decidiendo que éste contenga electrones, fotones sin masa, hábitos y demás entidades teóricas (sic)', 'no todo vale (...) el mundo externo no puede ser percibido de cualquier modo'. Para justificar esta moderación añaden a su vez la siguiente definición de la ciencia: la ciencia es una 'proyección cultural de géneros naturales sobre la multiplicidad plástica del mundo externo'. Esta definición tan ambigua responde de hecho a un problema ontológico sobre el carácter de los términos del campo categorial de cualquier ciencia. ¿Se trata de invenciones humanas o bien de la 'realidad en sí'?»{12}
Bien puede verse sin embargo, y creemos que en este punto reside el problema principal, que la «limpieza» con la que nuestros teóricos de la ciencia bloquean el teoreticismo disolvente al que los mismos principios manejados conducían necesariamente, no es otra cosa que la «limpieza» aparente propia de una petición de principio que, por lo demás, tiende a reproducir, en el seno mismo del programa CTS, las tres alternativas básicas entre cuyos estrechos márgenes había podido moverse la concepción heredada contra la que los nuevos planteamientos reaccionaban. Y ello, dado, entre otras cosas, que si no todo vale por igual lo que habrá que empezar a precisar es lo siguiente: ¿qué es lo que vale?, pero entonces la respuesta a la pregunta por el modo cómo tiene lugar exactamente la «proyección» a la que Marta González et alii se refieren en el texto citado, nos devolverá, siempre claro está que demos por supuesto que los «géneros naturales» resultan anteriores a la «proyección cultural»{13}, a la consabida tesitura que se forma cuando nos vemos obligados a elegir entre el descripcionismo, el falsacionismo popperiano o el adecuacionismo; con lo que, parecería en este sentido que no subsistiera posibilidad alguna de desbordar el angosto sistema de alternativas que habrían terminado por estrangular las estrategias metacientíficas desarrolladas al calor de la concepción heredada. Sin embargo, si esto es así, si tal coyuntura verdaderamente opresiva no puede ser rebasada de hecho por los críticos relativistas de la received view, ello se debe en rigor, a que tanto unos como otros son víctimas de las mismas premisas ontológicas subyacentes y en particular de la oposición dilemática entre Naturaleza y Cultura. En el trabajo que reseñamos, Huerga detecta admirablemente estos enredos metafísicos entre los que permanece apresado el movimiento CTS:
«El relativismo radical o el relativismo moderado (que esconde tras su moderación una tímida recuperación de la concepción heredada), así como lo que 'el movimiento CTS' llama la 'concepción heredada', se asientan sobre una falsa dualidad ontológica entre Naturaleza y Cultura. Si el cuerpo de la ciencia es un invento cultural entonces aspiramos al relativismo; el único freno posible a una consecuencia tan radical es recurrir a la 'naturaleza', detentadora de los datos empíricos observacionales (siempre percibidos bajo una opresora carga teórica), mientras que en las teorías clasificatorias y sintéticas la cultura hace furor. Pero si esa cultura está condicionada por esos datos, no podrá hacerse de cualquier modo, y la cuestión vuelve a ser, nuevamente, ¿de qué modo?. Y por lo tanto, volvemos otra vez a la discusión sobre el 'descripcionismo', el 'teoreticismo' o el 'adecuacionismo', diversas modulaciones de lo que el movimiento CTS llama 'concepción heredada' de la ciencia y de las que parece que no puede salir. En efecto, no podrá salir de esta coyuntura hasta que no abandone precisamente el marco ontológico en el que pretende construir su «nueva» visión de la ciencia: la dualidad Naturaleza/Cultura. ¿Puede llamarse Postmoderno un movimiento que arraiga en una dualidad tan tradicional?»{14}
Y claro, así las cosas, la cuestión estriba en cómo podría resultar hacedero escapar de semejante contexto ontológico ante todo además si es que se observa con nitidez que la solución en modo alguno puede pasar por la reducción de cualquiera de los dos reinos al otro ni tampoco por la mera coordinación armoniosa de ambos. El Materialismo Filosófico ofrece los delineamientos fundamentales que posibilitan la trituración de esta dualidad metafísica, mediante la organización del material antropológico en dos estratos disociables («pi» y «phi») aunque inseparables entre sí, cuyas relaciones podrán dar lugar, por resultancia, a determinaciones genéricas a estos dos «reinos» cuya hipostática oposición parecía dilemática; nos referimos justamente a las identidades sintéticas sistemáticas que hacen las veces de verdades apodícticas en las ciencias categoriales (en geometría, en química, en geología, &c.). Estas verdades científicas irreductibles a la Cultura pero también a la Naturaleza, resultan localizables en el sector esencial del eje semántico del espacio gnoseológico; y precisamente en cuanto esencias (para decirlo desde la perspectiva ontológica: en cuanto materialidades terciogenéricas) remiten a la segregación de aquellos cursos operatorios –social e históricamente dados– que han podido conformarlas{15}. De este modo, sin perjuicio de que podamos y debamos reconocer la continuidad{16} (incluso causal &c.) entre los factores sociales, contextuales, históricos y las verdades científicas que resultan de las operaciones de los sujetos gnoseológicos, un tal reconocimiento no merma tampoco, el alcance que cuadra a las verdades científicas construidas en los diversos cercos categoriales que, de otro lado, si son reductibles al proceso de su génesis ello sólo se debe a que esta misma génesis puede quedar reabsorbida en la estructura. Con lo que, para empezar, el relativismo puede comenzar a recusarse en filosofía de la ciencia.
«Ahora bien, ¿como se produce esta construcción social? Si se supone que la interpretación del mundo no se puede realizar 'de cualquier manera', entonces el argumento según el cual es la sociedad la que produce el conocimiento no disminuye el valor gnoseológico de las ciencias, porque según estos autores, cabe distinguir lo verdadero de lo falso, y así podremos distinguir entre la influencia de lo social en el error (caso Lysenko o Galileo), o la influencia social en la verdad científica, lo que significa que la verdad de la ciencia no viene determinada por lo social, sino que habrá que reconocer, con Bueno, que son las verdades ya establecidas de las ciencias las que dan fecundidad al análisis de los procesos sociológicos causales que han podido determinar la construcción de dichas verdades, o a los análisis en virtud de los cuales lo social ha servido de obstáculo a la producción histórica de esas verdades científicas, &c.»{17}
3. Materialismo y acción social en CTS
Es común considerar que durante la década de 1960 en las naciones desarrolladas comenzaron a emerger movimientos sociales de activismo contestatario respecto a las tecnociencias, esta «reacción social» –con la que el movimiento CTS en algunas de sus variantes parece pretender entroncar– habrían visto con «justificada preocupación» los riesgos que amenazaban a la denominada civilización occidental a raíz de acontecimientos tan destacados como el llamado «Proyecto Manhattan» (cuyas consecuencias –resueltas cinematográficamente de modo magistral por Alain Resnais en los primeros compases de su película _Hiroshima. Mi amor_– todos conocemos de sobra) o la publicación en 1962 del libro de Raquel Carson Primavera Silenciosa,{18} a modo de denuncia del uso irresponsable de pesticidas en la agricultura. Sin embargo, y sin pretender tampoco disimular la importancia de la década de referencia, Huerga rastrea las raíces de una tal «reacción» crítica (crítica de las ciencias), en la misma fecha en la que algunos analistas sitúan el momento de despegue de la «primera revolución industrial». Efectivamente, en 1750 Juan Jacobo Rousseau deja dibujadas en su Discurso sobre las ciencias y las artes, las líneas maestras de la actitud que Carlos Mitcham tematiza bajo el rótulo de «tecnopesimismo». De hecho, el discurso del filósofo ginebrino representará una auténtica bomba de relojería, cuyas resonancias pueden explorarse perfectamente en los principales hitos que pautan los siglos posteriores: así, por ejemplo en el fenómeno de los luditas que Marx pudo tener en cuenta en El Capital y en otros lugares de su obra, también en los movimientos contraculturales de los años 60 del siglo pasado e incluso en determinadas tendencias anarco-ecologistas tan en boga entre los activistas anti-globalización de nuestros días (Juan Zerzan acaso sea el mejor ejemplo).
Pues bien, ha sido justamente Carlos Mitcham quien en ¿Qué es la Filosofía de la Tecnología?, ofrece una distinción fundamental para orientarse en la discusión de estas cuestiones. Como es conocido, Mitcham diferencia con gran «claridad», entre el tecno-optimismo propio de la filosofía de los ingenieros (sólo que según Mitcham, uno de estos ingenieros es nada menos que Carlos Marx, efectivamente un tecno-optimista de «cuerpo entero»{19}) y el tecno-pesimismo que caracteriza a los humanistas (y aquí, los nombres de las figuras que podrían representar esta actitud pesimista ante la ciencia y la técnica, son evidentemente muy variados: Ortega, Heidegger, Marcuse, antes todavía Nietzsche, &c., &c.). Y en estas condiciones, podrá calcularse fácilmente que este tipo de análisis dualista –que por cierto resultaría según lo recuerda Huerga, coordinable con el elaborado por Sanmartín y otros autores– viene a desembocar nada menos que en el «virtuoso término medio», como si todo el problema pudiese solucionarse invocando una «tercera» postura que medie entre las corrientes enfrentadas, hermanando al fin –vía _interdisciplinaridad_– las dos culturas (Snow) que parecían tan irreconciliablemente enquistadas en su enemiga mutua (el técnico contra el humanista, las ciencias contra las letras, &c., &c.), con lo cual parece que al final nos veríamos obligados a reconocer que, después de todo, «la razón la llevaban las dos». Ahora bien, si obviamente esta solución es poco menos que ridícula, ello acaso se deba a que también resultan ridículos (y enteramente metafísicos por demás) los pilares sobre los que descansa el planteamiento que del asunto diseña Mitcham. Y efectivamente así es, según Pablo Huerga lo muestra a lo largo de su libro.
Este modo de plantear la cuestión de la «evaluación» de las tecnologías aparece como ridículo, añejo y puramente metafísico (al modo de una suerte de lecho de Procusto filosófico) al menos en tanto empecemos a considerar las cosas desde el prisma que pudo entrar en la escena de la historia de la filosofía, a partir de la obra de Marx, prolongada a lo largo de la amplia tradición marxista (incluyendo a Lenin, a la Escuela de Frankfurt, a Lukacs, &c.). Ciertamente que la sola aplicación del materialismo histórico a los problemas de los que suelen ocuparse los propagandistas e ideólogos del movimiento CTS basta de suyo, para iniciar la tarea de rectificación de esquemas tan ramplones como los de Mitcham dado entre otras cosas, que la consideración de las ciencias a título de fuerzas productivas inextricablemente imbricadas con determinadas relaciones sociales de producción (a la manera del famoso prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política) nos permite deshacer concluyentemente cualquier tentación de formular las cuestiones en clave de «tecno-pesimismos» enfrentados al «tecno-optimismo»{20} de los ingenieros como si negar la ingenuidad positivista que atribuye a las ciencias mismas una inocente neutralidad respecto del contexto productivo históricamente determinado, obligase necesariamente a deslizarse al ludismo rousseauniano. No; las cosas en efecto no son tan sencillas como todo eso, como lo atestiguan las propias críticas de Marx a los «destructores de máquinas», unas críticas que, muy lejos de toda (supuesta){21} _inocencia positivista, n_o empecen el propio reconocimiento de que los hallazgos tecnológicos, funcionando «a pleno pulmón» como fuerzas productivas en el contexto de la producción capitalista de mercancías (mediada por la dialéctica entre clases{22}), ponen las bases de la misma enajenación del trabajador respecto al proceso productivo.
En su obra, Pablo Huerga sigue la pista de esta línea de crítica materialista a las ciencias y las tecnologías a través de los más poderosos epígonos de Marx y aunque nosotros no podemos por razones obvias, acompañar a nuestro autor en su estupenda reconstrucción en el contexto de la presente recensión, juzgamos conveniente mencionar al menos las aportaciones de los delegados soviéticos –con Bujarin y Boris Hessen a la cabeza– en el II Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y de la Tecnología, celebrado en Londres en 1931; Huerga se detiene en su libro{23} morosamente a ponderar las consecuencias alcanzadas por las ponencias de los representantes de la «Patria del Socialismo» (consecuencias, por cierto, de largo alcance: no hay más que pensar en la asociación norteamericana Science for the People, el movimiento de radicalización de la ciencia, la obra de uno de los fundadores de la Escuela de Frankfurt como puede serlo Grossmann, toda la actividad de los científicos comunistas británicos –el colegio visible por decirlo con Werskey– &c., &c.), poniendo de relieve cosas como las siguientes:
«Según estos autores, no se trata de que los avances científicos hayan traído consigo la depauperación de grandes masas de la población. La razón de esta situación proviene de la composición de la ciencia como fuerza productiva en el contexto de una organización social de clases en donde rige la propiedad privada de los medios de producción. La ciencia entendida como fuerza productiva ha alcanzado un desarrollo tal, dicen Bujarin y Hessen, que entra en conflicto con las relaciones de producción capitalistas en las que, sin embargo, ha nacido (estos autores siguen literalmente las tesis de materialismo histórico de Marx tal y como lo expone por ejemplo en el 'prefacio' a la Contribución a la crítica de la economía política)»{24}
Ahora bien, a pesar de la denodada tentativa por parte del movimiento CTS de «echar tierra» sobre la participación soviética en este acontecimiento de 1931 y, como no podía ser menos, en particular sobre la destacadísima aportación de Hessen (que enseguida pudo recibir los convenientes sambenitos de «externalista», «economicista» y otros parecidos{25}), es lo cierto, que las premisas ejercitadas en ese momento por el autor de Las raíces... por más simplistas e incluso metafísicas que puedan parecernos en algunos de sus tramos, dejan sencillamente en evidencia toda interpretación de las ciencias y las tecnologías que pretenda hacer uso de criterios dilemáticos como los que hemos visto en acción en el caso de Mitcham por poner un caso; ahora serán estos mismos criterios por así decir los que queden literalmente hechos trizas y se nos aparezcan como añados frente a la potencia desplegada por el materialismo histórico. Como subraya Pablo Huerga:
«Pero también hay que tener en cuenta la reacción radical que la obra de Hessen provocó en Occidente a través de toda una serie de autores entre los que encontramos a George Sarton, A. Rupert Hall, George Basalla, &c., una reacción que simplificando el trabajo de Hessen bajo la acusación de «externalismo» grosero pretendía hacer oídos sordos y mantenerse en la disposición ideológica anterior a aquel evento, basada en la dualidad Optimismo/Pesimismo y en una visión «heredada» de la ciencia.»{26}
Si este Congreso de 1931 significó, por así decir, la «puesta de largo» de la historiografía de la ciencia llevada a cabo desde el materialismo histórico, todas sus hijuelas epigonales –entre otras el colegio invisible del que hablaba Werskey–, han podido sentar las bases de un abundantísimo desarrollo crítico a la luz del cual resulta sencillamente impracticable hablar de ciencias y tecnologías del mismo modo que antes de la entrada en escena del materialismo histórico: ya no nos será dado –salvo ingenuidades intolerables– por ejemplo, dar por descontada su neutralidad política{27}, pero tampoco atrincherarse sin más en la infradeterminación de las «teorías» en relación a los «datos empíricos» como hacen los relativistas gnoseológicos sin advertir si quiera la carga de descripcionismo que acarrean tales argumentos{28}, y ello precisamente porque tampoco los mismos «datos» puede decirse que salgan al paso ex nihilo al investigador (o lo que es prácticamente lo mismo –o peor–, que provengan de la Naturaleza). Los «datos» no reposan tanto en un horizonte natural (i.e, ahistórico), al menos en la medida en que podamos considerar –desde el punto de vista de la ontología ejercida por Marx en obras como los Gundrisses, según reinterpreta el asunto el filósofo Gustavo Bueno– que partes enteras de nuestro propio «mundo» son el resultado de la producción objetiva (mediada entre otras cosas, por las ciencias y las tecnologías) en razón de unos planes y programas que se perfilan como opuestos a otros, sin que quepa tampoco, desconocer que los resultados (los fines operis) de la puesta en marcha de estos planes rebasan en muchas ocasiones los propios fines (operantis) de sus ejecutores, a los que sin duda no podemos atribuir ciencia de visión.
Y más aún: como hace ver Pablo Huerga, toda interpretación de las tecno-ciencias que, al estilo de Mitcham, haga pie en la distinción entre el «optimismo» y el «pesimismo», podríamos decir que se mantiene atrampada en una concepción de la «naturaleza humana» rayana con lo que Gustavo Bueno denomina naturalismo metafísico. Efectivamente, el discurso dual de un Mitcham o de un Sanmartín no podrá ser sacado adelante al margen de la suposición del «Hombre» y de la «Naturaleza» como dos términos originarios dados en una suerte de conexión prístina (entre las necesidades independientes del ser humano y las leyes objetivas –también independientes– del mundo natural); ahora bien, esta conexión de la que se parte en el contexto de este tipo de doctrinas, queda traumáticamente deshecha en razón de la disociación entre los dos términos de referencia, en virtud diríamos, del extrañamiento del «Hombre» respecto a la «Naturaleza» por intercalación de la «técnica», y así las cosas, una vez presupuesta la destrucción de la unidad originaria ya pueden comenzar a abrirse paso actitudes «tecno-pesimistas» (como la de Heidegger{29} sin ir más lejos que consideraba al dominio planetario de la técnica como la consumación misma de la metafísica en tanto que discurso sobre el olvido del Ser en beneficio de los entes, también se hace posible la metafísica de artista del Niezsche de El Nacimiento de la Tragedia, &c.), pero también las diversas modulaciones del optimismo bajo la forma del «parcheo tecnológico» (al modo de la «ley de la descarga» de Arnoldo Gehlen, &c.).
Muy bien, pero el naturalismo metafísico es una concepción que difícilmente podrá mantenerse al margen de las premisas antropológicas de signo sustancialista, sobre las que reposa; unas premisas que, de otro lado, conducen a considerar a la «naturaleza humana» como per-fectamente dada –con sus necesidades independientes, &c.– previamente a la historia que, suponemos, la ha formado (incluyendo aquí a las propias tecnologías, y al mismo curso de la historia de las ciencias pero también las relaciones sociales, los modos productivos y un largo etcétera); y ello como si cupiera representarse al «hombre» a la manera de una sub-stancia para la cual la misma historia no fuese sino un devenir, algo per-accidens por así decir. Una vez hayamos retirado este conjunto metafísico de principios antropológicos, procediendo a concebir a la naturaleza humana como formándose in fieri en el curso mismo de la historia que ha moldeado las propias necesidades (y ello, porque el hombre no es un ser abstracto, agazapado, fuera del mundo...) se podrá comprobar que todo el alzado doctrinal del naturalismo metafísico en el que se sostienen planteamientos como los de Mitcham, se viene terminantemente a bajo. Vamos a ver cómo lo diagnostica, en su libro, Pablo Huerga apoyándose en Gustavo Bueno:
«Esta concepción de las necesidades humanas como sistema de necesidades preestablecidas biológicamente, solidaria, como dice Bueno, de una concepción 'sustancialista' de la 'naturaleza humana' como algo dado, fue defendida de hecho por algunos de los movimientos sociales de los que se declara heredero el movimiento CTS, las agitaciones de los jóvenes de los años sesenta, inspiradas por la vuelta a la naturaleza, el naturismo, el nudismo, el movimiento hippie, &c. Su conexión ideológica se aleja del marxismo tanto más cuanto más profundizamos en el concepto de necesidades históricas que está en la base de su antropología y de su teoría económica. Entre otras razones, porque las necesidades históricas son cambiantes, 'de suerte que no es posible tomar un sistema de necesidades uniforme salvo como referencia puramente genérico-abstracta'. De la misma manera, 'las culturas no serían para el materialismo histórico meros dispositivos o mecanismos de adaptación al medio cambiante de una naturaleza humana invariable, sino el contenido mismo de esa naturaleza que se desarrolla históricamente'»{30}
4. El horizonte impersonal de la Idea de «Libertad» y las nuevas tecnologías.
En la lectura «La libertad» de su obra El Sentido de la Vida,{31} Gustavo Bueno ensaya un criterio hábil para basamentar una tipología crítico-clasificatoria de concepciones filosóficas de la «libertad» dotada de auténtico alcance ontológico: nos referimos al concepto, verdaderamente central a los efectos de la doctrina materialista de la «libertad», de horizonte de la libertad. Sobre este concepto se perfilaría por ejemplo la «antinomia de la libertad» en sus diferentes modulaciones filosóficas (acaso la más conocida sea la formulación que Kant ofrece en la Dialéctica Trascendental de su Crítica de la Razón Pura). Ahora bien, la importancia capital que podemos atribuir al horizonte de la libertad en tanto que criterio ontológico útil para la clasificación de concepciones filosóficas, reside justamente, al menos en gran medida, en la circunstancia de que un tal concepto involucra por sí mismo, una idea como la de «causalidad» que, desde las coordenadas del materialismo filosófico, consideramos como inextricablemente vinculada a la propia idea de «libertad».
En este sentido, si la «causalidad» incorporada al horizonte de la idea de «libertad» lo es de tipo «eficiente» (no final, no proléptica), nos encontraremos con teorías de la libertad de horizonte impersonal. Estas concepciones tienden a interpretar la libertad operatoria y proléptica de los hombres como recortada contra un ámbito impersonal, no operatorio, no proléptico, un horizonte en suma, encastrado en el eje radial del espacio antropológico y que podríamos considerar regulado, gnoseológicamente, por la racionalidad propia de las situaciones «alfa» operatorias (en cuanto situaciones en las que los términos no operan). Como exponentes del ejercicio de este horizonte podrían consignarse doctrinas como la estoica o la kantiana, pero también el determinismo genético de los sociobiólogos, o ideologemas como el del «fin de la historia» de Fukuyama, &c.
Por el contrario, cuando la causalidad que se incorpora al horizonte de la «libertad» lo es de signo «final» (una causalidad teleológica, y más específicamente proléptica), la situación resultante nos colocará en la vecindad del horizonte personal. Las concepciones de la idea de «libertad» que tratan de este modo la cuestión, contraponen antinómicamente la libertad operatoria de los hombres a un horizonte que ya es, de suyo, operatorio, proléptico, personal y que tendería a resolverse entre los ejes circular o angular del espacio antropológico de suerte que, por nuestra parte, tendríamos que coordinar un tal horizonte con la racionalidad propia de las situaciones gnoseológicas «beta» (en cuanto situaciones operatorias plena iure por así decir). Las coordenadas materialistas que Huerga está ejercitando, le obligan a juzgar al horizonte personal como el más proporcionado a la idea de libertad operatoria, y además, sin perjuicio del reconocimiento de la increíble sutileza al que se haya podido llegar en el tratamiento de la antinomia cuando se ha dibujado ésta a escala angular,{32} nosotros nos inclinamos –y ello por razones ontológicas en las que ahora no podemos detenernos{33}– a ofrecer un tratamiento de la cuestión desde el punto de vista del eje circular del espacio antropológico.
Pues bien, aunque aquí no podemos hacer –ni siquiera sumariamente– justicia a la penetrante exposición ofrecida por Gustavo Bueno en el texto mencionado, hemos querido aludir a este lugar del autor de los Ensayos Materialistas dado sobre todo, que de este fecundo filosofema va a extraer Huerga pringues beneficios críticos ante el trámite de triturar el planteamiento de los teóricos CTS en lo tocante al tópico de la «introducción de tecnologías». En efecto, ¡Qué Piensen ellos! hace ver de modo implacable, cómo el tratamiento de tales temas por parte de estos autores encaja exquisitamente en el concepto de horizonte impersonal desarrollado por Bueno. Pablo Huerga Melcón hace referencia particularmente al despliegue del concepto de «sociosistema» introducido por Marta González y López Cerezo para dar cuenta de la situación en la que se encuentran las diferentes sociedades en las que se introducen nuevas tecnologías (por caso: inter alia, Asturias y los eucaliptos, Bangladesh y los DIUS, Bohpal y el gas sevin). Ahora bien, lo curioso del caso es que se presupone que la introducción de estas tecnologías se lleva a cabo sobre el contexto de unos sociosistemas independientes de los otros, a la manera de los ecosistemas de los que hablan las ciencias biológicas. De este modo, una vez que se constata que determinados sociosistemas están menos desarrollados que los demás (porque claro, Bangladesh o Bohpal no están exactamente en la misma situación que Gran Bretaña por ejemplo, o que Francia, &c.) ese detalle sorprendente tendrá, claro está, que ser convenientemente explicado (y aquí las salidas son muy variadas ellas mismas, pero en algunas la irracionalidad llega a límites enteramente inauditos{34}) y ulteriormente solucionado merced a las «recetas infalibles» al uso: se podrá hablar de crecimiento sostenible como solución a los «problemas de los países en _vías de desarrollo_» en el contexto de un planeta de recursos limitados, también se aludirá a la necesidad de la puesta en marcha de diálogos que faciliten la toma de decisiones consensuadas, sobre la base de la pluralidad de los legítimos intereses de los interlocutores{35}, todo ello en la dirección de una «profundización en la democracia» (lo que, por cierto, ya nos arroja un buen indicio de que quienes estas cosas proponen son auténticas víctimas del fundamentalismo democrático) entre otras muchas medidas de semejante estofa.
¿Y qué puede objetar Huerga a este impecable conjunto de buenas intenciones?. Pues entre otras que ni la unidad política de la India, Bangladesh, &c., se deja reducir a términos ecológicos como parece que pretenden González et alii, ni cabe tampoco afirmar que el subdesarrollo de unos sociosistemas es independiente del desarrollo de los otros, como si toda introducción de tecnologías que se llevase a cabo en el presente no presupusiese toda una historia de intervenciones anteriores sobre diferentes países de la tierra en un contexto geopolítico donde unas partes, unas naciones políticas, con poder para ello, llevan adelante sus ortogramas imperiales conformando a las otras según distintas normas. Ante este horizonte histórico-político en el que se dibujan los problemas reales de las sociedades, el evolucionismo impersonal que los teóricos CTS pretenden vendernos queda, literalmente, «en mantillas» por más que este mismo horizonte impersonal manejado por González, Cerezo, Landes, &c. no sea otra cosa, al decir de Huerga, que una suerte de tentativa de «mirar a otro lado» a fin de mejor así bloquear la consideración de las auténticas causas de la postración de partes importantísimas de nuestro planeta. Algo muy parecido, mutatis mutandis, podría señalarse en lo tocante a las soluciones ofertadas por nuestros teóricos, soluciones ellas mismas, que habríamos de considerar orientadas en la dirección del igualitarismo abstracto de filósofos neokantianos tan insignes como puedan serlo Juan Rawls o Jürgen Habermas; la cuestión reside en que lo menos que podríamos decir de la vía dialógica que se nos propone es que ella misma es, como poco, utópica al no tomar en cuenta la diferencia de poder entre los interlocutores. Todo ello, ni que decir tiene, es algo que los teóricos de la evaluación de tecnologías ocultan subrepticiamente bajo el manto de una orwelliana neolengua –como queda de manifiesto por ejemplo en los esfuerzos higiénicos realizados en este sentido por analistas como Jaime Petras o Noam Chomsky– que no siempre resulta fácil de desentrañar{36}.
Pues muy bien, en este momento Huerga despliega dos críticas a este tipo de planteamientos y, ante todo, al horizonte impersonal que presuponen en lo que concierne al tratamiento de la idea de «libertad» en el contexto de la transferencia de tecnologías. A una de tales críticas, desarrollada bajo la perspectiva particular de los problemas abiertos por el desenvolvimiento de las biotecnologías, Pablo Huerga la tipifica como gnoseológica mientras que la otra, perfilada más bien en el plano ontológico, aparece vinculada a la construcción de la idea materialista de «libertad» en cuanto recortada sobre un horizonte personal, más en particular, circular-político. De ambas trataremos de dar cuenta en lo que queda.
En lo que concierne a la primera crítica: de la mano del trabajo de autores como puedan serlo Hans Magnus Enzensberger, Jorge Riechmann o Richard C. Lewontin{37}, podemos comprobar cómo la investigación biotecnológica (biología molecular, genética, ingeniería genética, &c.) cuyos resultados presentan potentes repercusiones de cara a sectores muy importantes de la capa basal de todas las sociedades políticas (la agricultura y la ganadería), aparece en nuestros días, controlada y, digámoslo rápidamente, «privatizada» por corporaciones multinacionales radicadas en unas naciones y no en otras como es el caso, por ejemplo, de la corporación norteamericana Monsanto. En este contexto la cosa está, como es claro{38}, en que los planes y programas que tales empresas puedan ejecutar tampoco estarán movidos por el altruismo o la filantropía precisamente, y entonces las consecuencias de los programas de investigación en biotecnologías que se desenvuelvan bajo el pábulo de unas tales corporaciones, pueden repercutir sobre el tejido económico de otras naciones, desvencijándolo implacablemente. Más o menos esta es la situación que vendría produciéndose tras la introducción de las semillas terminator de Monsanto en contextos agrícolas como el indio o el hispanoamericano; o también tras la síntesis industrial, en gracia al desarrollo de la tecnología genética (ingeniería genética, recombinación del ADN, producción sistemática de OMG, &c.), de recursos naturales en cuya exportación se habrían especializado (para decirlo con el eufemismo de rigor), muchas naciones subdesarrolladas (café, maíz, cítricos, &c.).{39} En estas condiciones no creemos que nadie pueda pensar ya desde luego, en la neutralidad de la investigación científica (a no ser que se retorne a la confusa distinción reichembachiana entre los contextos de «descubrimiento» y de «justificación» en la ilusión de que este huero modo de proceder deja las cosas mucho mejor).
Ahora bien, este tipo de análisis del estado de la cuestión biotecnológica presupone incoadamente toda una crítica particular (lato sensu: gnoseológica) al horizonte radial en el que se insertaban propiamente según hemos podido comprobar, los teóricos del movimiento CTS puesto que, en efecto el horizonte que envuelve tales fenómenos no es un marco cósmico, fatalista, sino:
«Un marco económico político, que supone un ejercicio internacional de producción y consumo que la internacionalización de la información nos permite ahora ver mejor que nunca, un horizonte personal, político y por lo tanto, no sólo modificable, sino necesariamente modificable.»{40}
Estos mismos procesos, cuando son analizados desde la óptica impersonal de la «economía evolucionista» pueden ser explicados, de manera muy «agradecida», en términos de la competencia establecida entre empresas en el contexto de un sistema de producción que reproduce y mimetiza la lógica selectiva darwiniana. En este marco, aquellos productores que carezcan de los atributos distributivos señalados por Fukuyama o Landes (afán de reconocimiento, joie de trover) quedarán rezagados y ello necesariamente (aunque claro, suponemos que esto sólo podrá decirse a posteriori, una vez que el «pez grande» se haya zampado ya al «chico»){41}, al hilo de una explicación que como puede comprobarse, rotura con natural facilidad todos los problemas que se abren camino. Sin embargo bien se ve, que esta explicación tan cómoda es a un tiempo superficial (tautológica en alguno de sus tramos) y gratuita, y más aun: –al menos cuando se llega a los límites hegelianos de Fukuyama– verdaderamente grotesca; en realidad no representa otra cosa, según concluye Pablo Huerga, que una forma de falsa conciencia al servicio del mantenimiento del estado de cosas dominante mediante el oscurecimiento de la escala operatoria en la que se hace preciso replantear, desde el materialismo filosófico, la antinomia de la «libertad». Veamos cómo lo formula Gustavo Bueno en El Sentido de la Vida:
«(...) concluiremos que la antinomia de la libertad, considerada como componente de su idea, residirá no ya en la oposición entre la praxis humana y la causalidad cósmica, o entre la praxis humana y la causalidad divina (o, en general angular), sino entre la praxis humana y la praxis humana. Esto lo expresamos diciendo que la antinomia de la libertad se nos manifiesta, esencialmente, como una antinomia circular. En efecto, la libertad no se opone al determinismo (al margen del cual no cabe hablar de causalidad) sino a la impotencia, que es precisamente la incapacidad para causar. Es decisivo, por tanto, tener en cuenta, a fin de medir el alcance de la idea de libertad, que las acciones causales de las personas (y de la sociedad de personas), que tienen lugar siempre en un contexto circular (en el que aparecen enfrentadas a otras personas o a otras sociedades de personas), intervienen en el 'hacerse del mundo'; lo que significa que el mundo (en sus componentes radiales y angulares) no está 'previsto' enteramente al margen de nuestra propia libertad (la individualidad sobre la que se construye la personalidad libre no puede tratarse como si fuera un eslabón necesario de una cadena causal indefinida, por cuanto es resultado de la composición externa y aleatoria de células germinales que dan lugar al cigoto), y que es a través del 'hacerse del mundo' como las personas o sociedades de personas se enfrentan a otras personas según su libertad.»{42}
De otro lado, la crítica ontológica de Huerga al horizonte impersonal ejercitado por el «enfoque CTS» presupone las líneas maestras de la doctrina materialista acerca de la «libertad». Desde la perspectiva del materialismo filosófico, la libertad operatoria se conceptúa ante todo, como libertad causal, como aquel atributo asignable a la persona de causar sus actos dentro de determinados circuitos procesuales que piden la desconexión –mediante armaduras, &c.– de las prolepsis personales con respecto a terceras cadenas causales que eventualmente podrían ser intercaladas en el proceso. De esta suerte, interpretando la idea de «libertad» como imbricada (conjugada) internamente con el «determinismo causal» (ya que al margen del propio determinismo tampoco tendría demasiado sentido hablar de operaciones), el materialismo filosófico evita tanto el acausalismo como el fatalismo cósmico en cuanto doctrinas cuyo tratamiento de la idea filosófica de «libertad» habrían de comprometer, finalmente, el componente operatorio de la misma. Sin embargo el tratamiento materialista de la idea misma de «libertad» (precisamente en cuanto causalidad personal) se mantiene solidario de una determinada concepción de la «causalidad», una concepción que, a diferencia de los tallajes binarios tradicionales que ha venido recibiendo esta idea ontológica fundamental (de Aristóteles en adelante), involucra el concepto de «esquema material de identidad» al que la propia causalidad remite por sí misma, según el análisis de Gustavo Bueno. Este «esquema material de identidad», para el caso que nos ocupa (el caso de la libertad causal), haría las veces de horizonte contra el cual, la misma libertad operatoria se prefigura. Ahora bien, el materialismo filosófico toma partido por una concepción personal (y más precisamente circular, y no tanto angular por ejemplo.) del horizonte de la idea de «libertad»; lo que en el fondo, lejos de significar que sea precisa la renuncia al tratamiento antinómico de la libertad operatoria, implica por el contrario, que resulta obligado reinterpretar el formato de la antinomia misma. Porque ahora, la antinomia no opondrá tanto la libertad al determinismo fatalista, cuanto la praxis operatoria y proléptica de unas personas a otras praxis (a otras potencias causales, a otros poderes) personales no menos operatorias ni menos prolépticas; y un tal enfrentamiento se abre camino justamente, según los contenidos de diferentes prolepsis (procedentes a su vez, de anamnesis dadas a parte ante ya que el «futuro» no existe), de distintos planes y programas que en muchas ocasiones, aparecen como incompatibles, contradictorios unos con otros. Sucede que, desde los presupuestos del materialismo filosófico, inscribir la antinomia de la libertad en un ámbito circular como lo es este, parece algo mucho más ajustado que tratar de insertarla en un marco de signo radial cuya desproporción con respecto de las operaciones a las que la idea de «libertad» remite, creemos que queda completamente de manifiesto a lo largo de la exposición de Bueno. En este sentido puede decir Gustavo Bueno:
«Si la antinomia de la libertad se presenta, pues, como antinomia entre la libertad y el determinismo habrá que concluir que es el determinismo histórico, y no el cósmico o el teológico, aquello que constituye la verdadera antítesis proporcionada a la idea de libertad.»{43}
El profesor Bueno tematiza semejantes conflictos objetivos como fracturas de la identidad entre la persona y las acciones de las que ésta podría ser considerada causa. Dichas fracturas provendrían, según sostiene don Gustavo, o bien de las personas o bien de las acciones.
Se hablará de fracturas de la identidad del lado de las acciones cuando los actos requeridos por las prolepsis personales encuentren obstáculos interpuestos que impidan su ejecución, y particularmente en cuanto que unos tales obstáculos puedan consistir en las normas que configuran la praxis de otras personas.
En cambio, la identidad de referencia podrá decirse fracturada del lado de las personas en la medida en que las acciones exigidas por las prolepsis, sin perjuicio de que puedan ser llevadas a cabo, se califiquen como no personales ya sea porque tales prolepsis se manifiesten como designios engranados con planes y programas opuestos a los nuestros (pero que de algún modo, nos envuelven), o bien, porque las consecuencias de nuestras operaciones, aunque respondan por su génesis a nuestros propios fines (fines operantis), se «escapen» de los mismos según el momento de su «estructura» (fines operis). En unos tales casos, no resultaría desajustado mantener que las consecuencias de los actos pueden perfectamente rebasar la ciencia media que quepa atribuir a los agentes en cada caso, y en esa medida tampoco habría mayor motivo en principio, para hablar de actos libres.
Así, siguiendo a Pablo Huerga Melcón, en el orden de las fracturas de identidad del lado de las acciones cabría situar la posición de las sociedades cuyos planes y programas chocan políticamente (incluyendo aquí la guerra,&c.) con los proyectos propios de terceros cuerpos políticos más vigorosos, sobre todo en los casos en los que estos proyectos puedan vehicularse al través de ortogramas imperiales –sobre todo de signo depredador, en defensa de la «quinta libertad», &c.–. Esta situación le sirve a Huerga para apuntar las líneas principales que habrían de sostener el análisis de los problemas del llamado «tercer mundo».
En lo tocante a las fracturas del lado de las personas: Pablo Huerga, hace corresponder esta situación con los contextos de «falsa conciencia», pero también con la persuasión «publicitaria» –precisamente un mecanismo fundamental para el funcionamiento de las democracia de mercado pletórico–, o incluso con la denominada «manipulación informativa» por medio del control de los mass media, este factor se mantiene plenamente operante en todas las democracias de mercado{44} como lo sabemos muy bien en gracia, entre otras cosas, a los análisis emprendidos por teóricos como pueda serlo Chomsky (el «modelo de la propaganda») –unos análisis, dicho sea de paso, parcialmente coordinables (que no puntualmente coincidentes, sin duda) con los contenidos doctrinales de algunas obras de Gustavo Bueno (en particular nos referimos a Telebasura y Democracia, Ediciones B, Barcelona, 2002{45})–.
Sin embargo, si hacemos consistir la libertad operatoria en el proceso de identificación de la persona con los resultados de la puesta en marcha de sus planes y programas y no tanto en el «acto», más o menos gratuito, de la «decisión libre» (a la manera del espiritualismo de la libertad); entonces podrá decirse que la libertad misma sólo puede considerarse dada en la recomposición dialéctica de la identidad de referencia a través de la «destrucción» de sus fracturas (a través de la negación de la negación de esta misma «libertad»). Esto en el fondo, sería tanto como reconocer que, como concluye Gustavo Bueno:
«De este modo, el desarrollo de la libertad implica la negación de esas negaciones, y sólo así puede darse. Por este motivo, la libertad sólo se abre camino a través de la lucha, de la fortaleza ética y moral; se desarrolla únicamente en el momento en que nuestra actividad ética y moral colabora en la edificación de la libertad de los demás, en tanto que son realmente distintos de nosotros mismos. Es allí cuando nuestra generosidad se desarrolla sin buscar la correspondencia, ni siquiera el reconocimiento. A veces la lucha política o social compromete la posibilidad misma de la acción personal y pone en tela de juicio la viabilidad y el carácter racional de nuestras prolepsis, haciéndolas utópicas y, en rigor, amorales. Otras veces la acción tiene que dirigirse a la discriminación o crítica de aquellos resultados que puedan ser asumidos por la persona libre y aquellos resultados que deban ser definitivamente rechazados.»{46}
Replantear de este modo los problemas discutidos implica necesariamente, desbloquear las tendencias «emponzoñadoras» del horizonte impersonal con la potencia disolvente de la misma «racionalidad histórica» que conllevan. Cuando unas tales tendencias sean llevadas a su límite más metafísico podrá afirmarse alegremente que estamos instalados en el «fin de la historia»; por más que la oscuridad de posiciones como ésta quede en evidencia a la luz del más mínimo análisis de los acontecimientos políticos de nuestros días (mucho más después del 11 de septiembre de 2001: del «ataque al corazón del imperio», y los consiguientes movimientos de EUA frente al Islam, a China, &c.). En todo caso, si es que puede hablarse de «fin de la historia», tal la tesis de Huerga al final de su trabajo, este sólo podrá ser un fin diamérico, impuesto por alguna de las partes de la «humanidad», cuyos ortogramas hayan alcanzado el empuje (la ciencia media) suficiente para neutralizar los planes y programas desarrollados desde otras partes; y ello, siempre bien entendido, que ni siquiera en esas condiciones, podría decirse que este peculiar «fin de la historia» –la pax americana pongamos por caso–, fuera definitivo, resultado necesario del itinerario del espíritu objetivo hegeliano a través de la «providencia» de sus astucias (como si se tratase de un «fin metapolítico» en el sentido en el que lo plantea Fukuyama). En este sentido, la situación a la que alude Fukuyama en su famoso libro no se ha llegado a producir por el momento precisamente porque es imposible que se produzca{47}.
Con todo, para alcanzar estas conclusiones resulta absolutamente imprescindible acometer la tarea de rectificación del horizonte impersonal, cósmico, ahistórico, que tantos estudiosos de las «nuevas tecnologías» parecen estar dando por sentado –aunque sea in actu exercitu–; y precisamente a la cumplimentación de esta tarea, representa el libro que reseñamos una aportación excelente, verdaderamente inestimable si se nos permite decir así; un aporte, por lo demás, que atestigua (y este detalle no es desde luego menor) la fecundidad de las premisas de las que Pablo Huerga ha hecho buen uso en el análisis emprendido.
Notas
{1} Conocemos otra reseña de Salvador Centeno concerniente a esta misma obra y aparecida en el primer número del Boletín de la Sociedad Asturiana de Filosofía bajo el título «¡Total, para lo que piensan!»
{2} Mencionaremos únicamente unos cuantos títulos a modo de botones de muestra, entresacados de una lista por sí misma inagotable: Marta I. González García, José A. López Cerezo y José Luis Luján, Ciencia, Tecnología y Sociedad, Ariel, Barcelona 1997; J. Manuel Iranzo, J. Rubén Blanco, Teresa González de la Fe, Cristóbal Torres y Alberto Cotillo, Sociología de la Ciencia y la Tecnología, CSIC, Madrid 1994; Manuel Medina y José Sanmartín, Ciencia, Tecnología y Sociedad, Anthropos-UPV, Barcelona 1990; J. Sanmartín, S. H. Cutcliffe, S. L. Goldman y M. Medina, Estudios sobre sociedad y tecnología, Anthropos-UPV, Barcelona 1992. Las compilaciones referidas ofrecen un abanico bastante completo de textos de los representantes más destacados de los diversos enfoques en «estudios CTS» (Barnes, Bloor, Elena Longino, Shapin, Carlos Mitcham, Bruno Latour, Pablo Durbin, Langdon Winner, &c., &c.), conocemos, por otra parte, un riguroso y detallado manual que resulta interesante para la consulta, vid. Emilio Lamo de Espinosa, José María González García y Cristóbal Torres, La Sociología del Conocimiento y de la Ciencia, Alianza, Madrid 1994.
{3} De hecho, la denuncia de la omisión que sobre esta tradición, tan vigorosa como heterogénea, ha venido realizando el movimiento CTS (de Engels a Marcuse, de Lenin a Lukacs, pasando por Boris Hessen, Adorno y Horkheimer, el movimiento Science for the People, entre otros hitos) aparece como uno de los objetivos más distinguidos de la obra de Huerga: «En efecto, la omisión que el movimiento CTS hace de los estudios marxistas sobre la ciencia, la tecnología y la sociedad no responde en absoluto a la robusta tradición que estos estudios han representado a lo largo del siglo XX, con antecedentes nada desdeñables en el siglo XIX, como las mismas obras de Marx y Engels. La tradición marxista incluye clásicos como El Capital, La dialéctica de la naturaleza, el Anti-Dühring, Materialismo y empirocriticismo de Lenin, Las raíces socioeconómicas de los Principia de Newton, de Boris Hessen, la escuela derivada del II Congreso de Historia de la Ciencia de Londres en 1931, el llamado 'colegio visible' británico, la escuela de Frankfurt, los trabajos de Radovan Richta o Derek J. de Solla Price, el movimiento Science for the People, o la British Society for Responsability of Science, el Sindicato de Trabajadores de la Ciencia, la radicalización de la ciencia, &c., y mantiene una sólida línea de crítica filosófica que hoy podemos contemplar en los estudios sobre biotecnologías, &c., y en general, en la respuesta a la llamada Globalización. ¿Cómo es posible que el movimiento formal CTS haya renunciado a la tradición marxista?» Pablo Huerga, ¡Qué piensen ellos!, El Viejo Topo, Barcelona 2003, pág. 15)
{4} En el sentido de discurso sobre los «valores» que harían las veces de filtro normativo que toda buena investigación tecno-científica necesita para evitar «desmadrarse». De lo que los teóricos CTS no parecen darse demasiada cuenta es de que ni la idea de valor es de suyo clara y distinta, ni tiene que ver directamente con la ética (hay valores que no dicen relación a la ética, si no a la política, a la moral, a la religión, a la estética, &c.) y desde luego que lo que ya resulta el colmo del armonismo metafísico, es suponer, no se sabe en nombre de qué confusos argumentos, que todo valor aparece como compatible con todos los demás.
{5} Sostiene Gustavo Bueno: «El sociologismo absoluto obliga, en efecto, a un replanteamiento de los fundamentos en los que cabe apoyar el objetivismo científico, sobre todo cuando se ha desistido de todo realismo ingenuo (de la interpretación de las leyes de Kepler como re-presentación de leyes naturales absolutas, o de la interpretación de la tabla periódica como determinación de la 'estructura del universo' en su nivel químico) El regressus hacia los fundamentos nos remite necesariamente a la consideración de la alternativa subjetivista: sólo por la crítica de esta alternativa se nos hace posible aproximarnos a una formulación crítica del objetivismo (las leyes de Kepler, o la tabla de Mendeleiev, aunque no son representaciones de la realidad en sí, tampoco son meras expresiones de la estructura social trascendental de alguna cultura en funciones de forma a priori kantiana, sociológicamente positivizada, pero si entre representación y expresión caben caben otras alternativas estas sólo han de poder configurarse a la vista de los 'valores extremos' límites).», Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, vol 1, Pentalfa, Oviedo 1992, pág. 295.
{6} En el sentido señalado por el propio Bueno en el primer volumen de la TCC, siempre bien matizado que: «No se trata de que, desde esta idea objetivista (asociológica) de la ciencia la única actitud coherente sea proscribir, como vanos, los enfoques sociológicos para el análisis de las ciencias; por el contrario, desde una tal idea de la ciencia cabrá también valorar la importancia de estos análisis, pero siempre que ellos sean interpretados como externos a la ciencia misma y a su estructura, a lo sumo como condiciones de existencia de la ciencia (no de esencia), como oblicuos o contextuales; porque no por atribuir a los contextos sociológicos de la ciencia un alcance oblicuo, cuanto a su estructura o esencia, hay que concluir, que estos contextos dejen de ser decisivos para la existencia, aumento o bloqueo de la ciencia. (...) Pero todos estos reconocimientos a la importancia de la Sociología de la ciencia pueden mantenerse dentro de una idea asociológica de la misma para la cual los análisis sociológicos se presentarán siempre como desprovistos de significado gnoseológico. Con frecuencia el asociologismo causal suele ir acompañado de una sobrevaloración de las funciones asignadas a la ciencia en el desarrollo político y social» Gustavo Bueno, op. cit., págs. 285-286.
{7} Verbigracia las biotecnologías que a través de la recombinación del ADN, hacen posible, pongamos por caso, construir «quimeras» zoológicas, modificar la línea germinal de diferentes linajes, producir inéditas especies de organismos, injertar secuencias nuevas en el genoma de especies botánicas y luego patentar la «novedad» en función de intereses industriales precisos, &c., &c. Resulta de lo más recomendable para todo ello, el interesante libro de Jeremías Rifkin, El Siglo de la Biotecnología, Crítica, Barcelona 1998.
{8} Así procede sin ir más lejos, Gustavo Bueno, vid, Teoría del Cierre Categorial, vol. 4, Pentalfa, Oviedo 1993, pág. 197 y ss.
{9} Para las interesantes objeciones de Solís, en las que aquí no podemos detenernos, véase Pablo Huerga Melcón, ¡Qué Piensen ellos!, El Viejo Topo, Barcelona 2003, págs. 29-34.
{10} Véase Emilio Lamo de Espinosa, José María González García y Cristóbal Torres Albero, La Sociología del Conocimiento y de la Ciencia, Alianza, Madrid 1994, en especial el capítulo 22, «La sociología del conocimiento científico (1): el programa fuerte», págs. 515-537.
{11} Puesto que evidentemente, sólo suponiendo una concepción descripcionista de la verdad científica, cabe aducir después, en nombre de argumentos como el de la «infradeterminación» o el de la «carga teórica de las observaciones», que tales verdades no son posibles.
{12} Pablo Huerga, op. cit., pág. 38
{13} Y la cosa está, ni que decir tiene, en que si no damos por supuesta semejante «pioridad», se nos vuelve a reproducir justamente, en el reflujo, el propio límite solipsista que se trataba de evitar con toda esta argucia.
{14} Pablo Huerga, op. cit., pág. 40.
{15} Aunque ello sólo podrá en todo caso, determinarse ex post festum, una vez que el anfractuoso terreno que constituye el campo de cada ciencia quede anudado –si bien, siempre de un modo anómalo, irregular– por las identidades sintéticas que sea posible construir en cada caso. Como afirma Gustavo Bueno: «Por tanto, tendremos que considerar de nuevo actuando los juegos de intereses, opiniones, prejuicios, ideologías, que no sólo envuelven constitutivamente al proceso científico, sino que constituyen los hilos de su propio tejido. Estos hilos sólo desde estructuras que logran verse como cerradas pueden diferenciarse de los demás; en el momento en que esos procesos de cierre se ponen entre paréntesis, vuelven a confundirse con los otros.» Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1992, pág. 297
{16} «Ahora bien, la teoría del cierre categorial contiene componentes que permiten comenzar viendo a las diversas ciencias como formaciones que sólo pueden concebirse inmersas en el proceso socia; si no ya como reducidas a él, sí como organizándose y reorganizándose en él y a partir de él. En efecto, y ateniéndonos simplemente a las coordenadas del espacio gnoseológico, constataremos que tanto el sector de las operaciones del eje sintáctico, como el sector de los fenómenos del eje semántico, así como el sector dialógico del eje pragmático dicen inserción interna de los sujetos gnoseológicos en un medio social, al cual habrá que llegar, por regressus, a partir de cualquier ciencia dada. Las operaciones, en la medida en que son cooperaciones de sujetos diferentes (y no sólo indirectamente a través de la obligada inserción genérica de cada sujeto individual); los fenómenos, porque formalmente su concepto, tal como lo utilizamos, presupone más de un sujeto situado ante perspectivas apotéticas, diferentes de lo que ulteriormente se identificará con un mismo objeto (por ejemplo, 'luna' tal como se percibe en diferentes observatorios); los dialogismos, porque obviamente sólo pueden tener lugar en un contexto social. La pureza gnoseológica de los conceptos de operaciones, fenómenos o dialogismos. Es sólo una pureza abstracta, que no puede jamás ser hipostasiada. Esta pureza sólo se muestra en la consideración de los resultados científicos, cuando ellos son efectivos; pero de hecho, en su ejercicio, esos resultados están 'alimentándose' constantemente del medio social en el que actúan los sujetos gnoseológicos (...)» Gustavo Bueno, op. cit., pág. 296.
{17} Pablo Huerga, op. cit., pág. 45.
{18} Y sin embargo resulta interesante comprobar lo que dice Pablo Huerga sobre esta famosa obra: «(...) este libro es una visión de la ciencia química y biológica absolutamente contraria a cualquier tipo de relativismo, y representa un ejercicio permanente de la teoría de la causalidad más tradicional. Lo cual no hace sino justificar plenamente sus denuncias del uso indiscriminado de plaguicidas contra determinados insectos por el efecto que producen en toda la cadena de la vida.» Pablo Huerga, op. cit., págs. 46-47.
{19} Insistimos, según Mitcham. De hecho, es el mismo Pablo Huerga quien desmonta magníficamente la ingenuidad que arrastran este tipo de hermenéuticas de las concepciones del filósofo de Tréveris: «Mitcham reconoce que la filosofía marxista ha evitado la 'filosofía de la tecnología', pero según él, el marxismo ha insistido en que 'la crítica no se dirige directamente a la tecnología, sino a sus relaciones sociales. No hay nada que cuestionar a la tecnología sino sólo al contexto social en que está inmersa' (como si esto no repercutiera en la forma misma de la tecnología).» Pablo Huerga, op. cit., pág. 89.
{20} Y todavía menos incurrir en la ligereza de empotrar a Marx, como hace Mitcham, en cualquiera de estas casillas.
{21} Y decimos «supuesta» porque esta inocencia no es, en el fondo, nada inocente pero en fin.
{22} Aunque ya sabemos desde luego que esta dialéctica permanece a su vez mediada por la dialéctica entre estados, y es que efectivamente, el capitalismo (pero tampoco el socialismo, &c.) nunca operan en el vacío ni tampoco a través de «plataformas fantasmas» como algunos (Juan Bautista Fuentes) se imaginan.
{23} Pero no sólo en él. De hecho nuestro autor ha dedicado muchos otros trabajos a este importante evento londinense, absolutamente crucial en la historia de la historia de la ciencia. A Boris Hessen por ejemplo, y su ponencia Las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton está consagrada la tesis doctoral del profesor gijonés (dirigida por Gustavo Bueno Martínez) que fue reconvertida después en un libro enteramente imprescindible para cualquiera que se interese en serio por estas temáticas (y muchas otras), véase Pablo Huerga Melcón, La Ciencia en la Encrucijada, Pentalfa, Oviedo 1999. Tampoco está de más citar, el artículo «El Congreso de Londres de 1931», disponible en El Catoblepas, nº 11, enero 2003, pág. 10.
{24} Pablo Huerga, op. cit., pág. 69
{25} Y ello resulta particularmente irónico al menos en la medida en que cualquiera que haya hecho el esfuerzo de tomarse en serio el trabajo de Hessen podrá advertir con plena nitidez que hablar sin más del «externalismo» frente al «internalismo» es algo tan gratuito como aludir al «tecno-optimismo» frente al «tecno-pesimismo», y en todo caso ni Marx ni Hessen se dejan atrapar bajo unas tales rúbricas que, dicho sea de paso, delatan únicamente la brocha gorda utilizada por los críticos del «simplismo» de Hessen. Nuevamente sucede –como tantas otras veces– que realmente «está más sucia la escoba». Para todo ello, véase, Pablo Huerga Melcón, La Ciencia en la Encrucijada, Pentalfa, Oviedo 1999, interesa especialmente a nuestros efectos, la parte I de la sección gnoseológica de este libro, titulada justamente, «La relevancia histórica del trabajo de Hessen: el problema del externalismo».
{26} Pablo Huerga, ¡Qué piensen ellos!, El Viejo Topo, Barcelona 2003, págs. 70-71
{27} Así, dice Huerga sobre estos científicos británicos: «En cualquier caso, lo que nos ofrece el 'colegio invisible', en cuanto científicos, es la otra cara del mismo argumento en virtud del cual no es la ciencia, sino el horizonte político del capitalismo como modelo de relaciones sociales en el que se articula lo que hace imposible tanto la eficacia social adecuada a sus potencialidades reales como el control democrático verdaderamente efectivo de la investigación científica. Levy subraya cómo las impresionantes inversiones que requieren los nuevos métodos de investigación científica someten radicalmente a los científicos. Los fines promovidos a menudo por los intereses de quienes sufragan los gastos de investigación hacen imposible, en este contexto social, cualquier actitud neutral ante la ciencia.» Pablo Huerga, op. cit., pág. 79
{28} O de otro modo, el marchamo positivista de ingenuidad autosatisfecha que se deja ver en unos tales planteamientos, ya que «(...) nuestros fundadores CTS pretenden atribuir a los datos observacionales un valor natural independiente de la propia praxis histórica del hombre, lo cual los convierte en positivistas ingenuos, por más que luego asuman la supuesta 'infradeterminación' de los datos por las teorías.» Pablo Huerga, op. cit., pág. 75.
{29} Creemos que a la luz del concepto de naturalismo metafísico pueden entenderse perfectamente bien asertos como los siguientes de José Luis Villacañas, buen conocedor de las especulaciones del «pardo» (recordemos el libro de Farías) autor de El Ser y el Tiempo: «De hecho, lo que Heidegger emprende de esta forma es la reconquista de un mundo lejano que, para una idealización insistente, resulta esencialmente afín con el arcaico mundo de la comunidad y de la tierra. Desde luego, esta operación transita por caminos que cruzan el sentimentalismo más inoportuno para la filosofía. Especialmente queda clara esta operación en el texto famosísimo de La Obra de Arte. El mundo griego completo se pretende capturar en la estructura del Geviert (cuaternidad), ya viejo expediente por el que el mito gnóstico pretendió reconciliarse con el cristianismo emergente, no se sabe si con el afán de hacer sobrevivir a la cultura pagana bajo forma cristiana. Ahora, sin embargo, los cuatro elementos, cielo, tierra, mortales e inmortales, aunque procedentes del poeta Hölderlin, generan un universo positivo donde, de facto, el hombre vuelve al idilio con la vieja cultura agraria, griega o germánica, que puede resultar muy afín con las nuevas corrientes ecológicas, pero que no reflejan sino una forma de la nostalgia», José Luis Villacañas, Historia de la Filosofía Contemporánea, Akal, Madrid 2001, 2ª ed., pág. 208.
{30} Pablo Huerga, op. cit., págs. 97-98. El artículo de Gustavo Bueno citado por Huerga es, «Determinismo cultural y materialismo histórico», El Basilisco, nº 4, 1978, págs. 4-29.
{31} Gustavo Bueno, El Sentido de la Vida, Pentalfa, Oviedo 1996, págs. 236-336
{32} Y ahí está para demostrarlo, la «controversia _de auxiliis_» que Gustavo Bueno analiza en el texto al que venimos remitiendo.
{33} Véase el citado artículo de Gustavo Bueno, particularmente sus páginas 274-275.
{34} Es el caso de David Landes y también el de Fukuyama quien, como es sabido, apela a la interpretación de Hegel que ofrece Alejandro Kójeve en su obra en torno a la dialéctica del amo y del esclavo: «Se trata, en definitiva, de partir de sociosistemas independientes, algunos menos desarrollados, bien porque no han tenido joie de trouver (Landes) o porque les ha faltado 'afán de reconocimiento' en la fórmula de Fukuyama; en cualquier caso, totalmente independientes, y cínicamente pero con generosidad, 'enseñarles a no cometer los mismos errores que nosotros'. Nuevamente el horizonte impersonal de la biología, de la economía darwiniana o la retórica ecologista del desarrollo sostenible, bloquean cualquier investigación causal.» Pablo Huerga, op. cit., pág. 113.
{35} Ya se sabe que «La democracia tiende por tanto a la tolerancia y al relativismo de los valores, porque un bien o un candidato adquiere su valor de cambio simplemente por el hecho de haber sido preferido. Y habrá que tolerar que todo aquello que pueda ser valorado por alguien, en términos de mercado, deba automáticamente ser respetado, puesto que su valor lo convierte, automáticamente también, en un bien. Y nadie podrá objetar a nadie en democracia, por ejemplo, una preferencia por un programa de televisión, en lugar de otro de mayor 'calado', o una opinión (creerse, tras una 'regresión hipnótica', reencarnación de una concubina de Ramsés II): cualquier preferencia, cualquier opinión, o cualquier creencia que no 'actúe en peligro de terceros' (en realidad porque esta condición es utópica, que no 'actúe en peligro del mercado') ha de ser igualmente respetable si se quiere que la libertad objetiva, debida a la plétora, se mantenga.» Gustavo Bueno, Panfleto contra la Democracia realmente existente,, La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 199.
{36} Huerga Melcón procura en todo caso descabezar esta retórica en su libro, veamos: «Pero lo más interesante es el hecho de proponer todas estas medidas bajo la aséptica situación de una «innovación tecnológica» o de la «introducción de una tecnología», eufemismos que desdramatizan situaciones cotidianas de implantación o cierre de fábricas, procesos productivos, nuevos cultivos, &c., con efectos sociales irreversibles, cuyo alcance puede ir más allá de la región de referencia (...) La evaluación de tecnologías se aproxima a un modelo ideal deseable en el contexto de sociedades perfectas y ultradesarrolladas, y parece más bien un espejismo provocado por su notable estabilidad que se disipa a medida que observamos los procedimientos que nuestras multinacionales ponen en marcha en países menos desarrollados; patentar el patrimonio biológico de regiones enteras, explotar a los trabajadores a través de la deslocalización del capital o imponer el orden mundial a base de uranio empobrecido, bombas inteligentes y dominio absoluto de los medios de comunicación de masas, deja poco espacio a la discusión democrática de decisiones sociales sobre innovaciones tecnológicas», Pablo Huerga, op. cit., págs. 116-117. Y en otro lugar, refiriéndose a este tipo de discursos, dice Huerga: «Se niegan totalmente las contradicciones y los intereses de clase (diríamos nosotros 'por multiplicación de los intereses' –en apariencia): se considera incuestionablemente que el mecanismo parlamentario del voto es un método eficaz, mediante el cual se pueden resolver todos los conflictos. Es simplemente cuestión de encontrar al candidato más adecuado y llevar a cabo las campañas correctas, de escribir cartas, y lanzar unas cuantas actividades modestas entre los ciudadanos. En el caso más extremo se tendría que organizar un parlamento nuevo (en este sentido se preguntaba Sheila Jasanoff 'si la ciencia puede modificar la Constitución americana'). El imperialismo no existe. La paz mundial se logrará por medio del desarme. Se presenta el proceso político en términos altamente personalizados: la política es el negocio de los políticos, de quienes se espera que cumplan con su 'responsabilidad' (en este sentido hablan Mitcham y Walks de la responsabilidad del científico, pero también de la responsabilidad del ciudadano, 'agente responsable')», op. cit., págs. 126-127
{37} En este punto creemos que sería de justicia mencionar también los análisis acometidos por Jeremías Rifkin, cuyo libro, ya citado en otra nota anterior, El Siglo de la Biotecnología recorre la misma línea.
{38} Y no cabe escandalizarse de ello, salvo ignorancia o ingenuidad culpable.
{39} Insistimos en que para todo este trasfondo resulta de lo más aconsejable el libro de Rifkin al que ya nos hemos referido en repetidas ocasiones. En particular, puede encontrarse abundante información del mayor interés los dos primeros capítulos de esta obra, «El siglo de la biotecnología» y «La vida patentada».
{40} Pablo Huerga, op. cit., págs. 129-130
{41} Vamos a citar un párrafo de ¡Qué piensen ellos! que saca, muy sagazmente, los colores a tales imposturas promovidas por el eficiente funcionario imperial Francisco Fukuyama y otros ideólogos parecidos: «Si analizáramos esta situación en términos de economía evolucionista, habría que considerar el proceso de perfeccionamiento biotecnológico como fruto de una situación natural de las empresas en su búsqueda de beneficios (es decir, «la emergencia constante de innovaciones en productos», fruto de las «rutinas de búsqueda» propias de las empresas, bajo un ambiente de «selección» que opera «de modo darwiniano». Las empresas con procedimientos de búsqueda (o rutinas) más adaptables prosperarán más (esta sería la interpretación del problema de Nelson y Winter). La cuestión es que este ambiente de selección darviniano no se da entre especies naturales, sino entre empresas organizadas bajo un sistema de producción que permite esos procesos.
Este tipo de argumentación es coherente con el ofrecido por Fukuyama en El Fin de la Historia. El último hombre. Allí Fukuyama ofrecía el argumento de la «lucha por el reconocimiento» como explicación, desde su particular visión hegeliana de la historia, como un proceso necesario regido por una tendencia ante la cual la voluntad de los individuos aparece sometida, dominada por las fuerzas de una astucia de la razón que aquí se expresa en la competitividad maltusiana del mercado generada por esa lucha natural distributiva por el reconocimiento.
Pero este sistema productivo no es natural sino resultado de procesos históricos en los que las decisiones de los grupos humanos han tomado y siguen tomando partido.», Pablo Huerga, op. cit., págs. 135-136
{42} Vid. Gustavo Bueno, op. cit., pág. 331.
{43} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 333.
{44} Recuérdense las operaciones sacadas adelante por el entorno del PRISOE en los días posteriores al 11-M, elecciones incluidas; también incluida la violación de la «jornada de reflexión», las correspondientes tomas «al asalto» las sedes del Partido Popular en toda España, &c.
{45} Además del libro de Bueno, puede consultarse el siguiente artículo de Eliseo Rabadán, «Orden y conexión en la televisión», El Catoblepas, nº 18, agosto 2003, pág. 20.
{46} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 336.
{47} Puesto que: «En nuestro presente es imposible admitir que el proceso de racionalización de la Humanidad haya avanzado tanto y de modo tan armónico como algunos optimistas quieren creer. La miseria y la pobreza de muchos pueblos, por un lado, y la superstición, el vudú, el tarot, los horóscopos, las falsas creencias y la ignorancia en creciente aumento en el seno de las propias sociedades del bienestar, obligan a concluir que la historia está muy lejos de haber encontrado su fin.», Gustavo Bueno, El Mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 298. Para todo esto, véase también la fundamental obra de Gustavo Bueno, La Vuelta a la Caverna, Ediciones B, Barcelona 2004.