José María Rodríguez Vega, El esquema circularista de Ludovico Feuerbach, El Catoblepas 41:21, 2005 (original) (raw)

El Catoblepas, número 41, julio 2005
El Catoblepasnúmero 41 • julio 2005 • página 21
Libros

José María Rodríguez Vega

A propósito de la edición española de su obra La esencia de la religión

Para aquél que como yo no sabe ni lee nada en alemán, hoy es un día de gloria y fortuna, ya que se ha publicado por fin La esencia de la religión, de Ludwig Feuerbach, en la Editorial Páginas de Espuma, Madrid, 2005, en traducción y prefacio de Tomás Cuadrado, prefacio que este aristotélico y pseudoescolástico de la potencia de tres al cuarto nos podría haber ahorrado.

Es la primera vez que esta obra de Feuerbach sale en español, para vergüenza y mofa de nuestras letras y filosofía.

La esencia de la religión es una muestra sencilla y plena del ateísmo militante de Ludwig Feuerbach, una clara contundencia anti-idealista, anti-Schopenhauer y anti-kantiana, anti-Wittgenstein y demás posterior morralla para la cual el mundo es cosa de la «voluntad» y de la «representación», del lenguaje o del signo, sin que esto empañe al gran Schopenhauer y pese a su idealismo absoluto por el cual el Ojo cósmico o del mundo es la idea eterna y pura de Platón, la idea desgajada de materia, forma sin materia, como la música de las esferas y la música de Mozart, exenta por toda la eternidad, tal y como nos lo explica en el prólogo de El mundo como voluntad y representación el muy ameno y sabio Roberto R. Aramayo.

Feuerbach es todo lo contrario que Schopenhauer y aquí Schopenhauer nos ayudará un poco con Feuerbach. Eso intentaré.

Si para Schopenhauer el fenómeno, la naturaleza que se «nos aparece» es reflejo de la idea eterna platónica, presente eterno, «Voluntad», para el materialista y realista de Feuerbach todo aquello que no posee propiedad humana es Naturaleza, un otro extraño y no mitificado, esto es, que «la Naturaleza es sólo un término para designar entes y cosas que no son el hombre mismo», que son lo independiente, lo otro, lo aún no dominable para el hombre «salvaje» y aún para el hombre actual teísta y religioso. Luego, al adentrarnos ya propiamente en el asunto, como si nos hablara desde la religación del cuarto género de Bueno, nos dice: «aquellos entes auxiliares, esos espíritus tutelares del hombre eran, precisamente, los animales. Sólo por medio de los animales pudo el hombre emerger de su estado animal» al confrontarse y enfrentarse con ellos... (cosa esta no aclarada totalmente hasta el El animal divino). Por tanto Feuerbach, arranca la génesis de la religión de la oposición del hombre respecto de los animales, pero –como dice Bueno– como teoría oblicua, como antropologismo que no abandona nunca «las relaciones del hombre consigo mismo, si bien, no desde el espíritu absoluto, sino precisamente, como antropologismo, esto es, desde el espíritu del hombre mismo{1}... Sigue Feuerbach: «En este significado que tenían los animales para la vida del hombre, especialmente en los comienzos de la civilización, tiene su plena justificación el culto de que eran objeto», los animales como naturaleza... «el dios del mundo, o de la naturaleza en general, es únicamente la impresión y la expresión de la divinidad de la naturaleza», de la naturaleza divinizada, y esa creencia de la divinidad de la naturaleza «se expresa en un ente distinto de la naturaleza misma, de que la naturaleza es penetrada y dominada por un ser diferente a ella..., por un ente extraño, por una especie de espíritu... Y se puede decir sin ningún reparo que mirándolo así, la naturaleza es verdaderamente poseída por un espíritu, pero este espíritu es el del hombre, es su propia fantasía». Por tanto, son las «relaciones circulares» lo esencial de La esencia de la religión de Feuerbach, esencia que no abandona nunca el esquema circular{2} por cuanto nunca se aleja de la imaginis del hombre, de su subjetivismo.

«No es que la naturaleza sea el primer y originario objeto de la religión sino que es su principio generador más seguro», sigue diciéndonos Feuerbach, es «su subsuelo permanente aun si no se hace obvio... Esto es, el mundo, la naturaleza, es considerado Dios. La existencia de la naturaleza no se basa de ninguna manera (como se engaña el teísmo) en la existencia de Dios», (del mítico Ojo cósmico y ontológico de Schopenhauer o la naturaleza entera como representación, como voluntad) «sino justamente todo lo contrario: la existencia de Dios, o mejor dicho, la creencia en su existencia tiene su único fundamento en la existencia de la naturaleza. Tú estás obligado a creer que Dios es un ser existente porque te ves obligado por la naturaleza a reconocer que por encima de tu conciencia y de tu existencia está la suya»... esto es, la existencia de la naturaleza, de lo otro extraño y que nos trasciende al dominarnos, que... «es humano aquello que el hombre es capaz de realizar, y sobrehumano y divino aquello de lo que es incapaz» y que por su incapacidad lo domina: «Dios es el ser misterioso e incomprensible, pero solamente porque para el hombre, y particularmente para el hombre religioso, la naturaleza es un ente misterioso e incomprensible».

Feuerbach llega al meollo lógico de la confrontación entre materia y espíritu, esto es, entre el ser que es material, corpóreo, y la Idea del ser inmaterial, incorpóreo, entre lo corpóreo cómo y del cual se desprende la idea incorpórea (la esencia de Schopenhauer invertida), o el «espíritu» como un ente deconexionado y exento y separado de la materia (sin forma), de otro mundo. Conexión o ruptura causal: «Si la naturaleza hubiera tenido su origen en un espíritu... –dice Feuerbach– y consecuentemente fuera una manifestación de tal espíritu, todas las actividades de la naturaleza, incluso las más recientes, serían productos espirituales, apariciones de espíritus. Si uno acepta las premisas también debe aceptar luego la conclusión: un comienzo sobrenatural necesariamente exige una continuación sobrenatural»: lo inmaterial no puede generar lo material.

Una respuesta mítica y anteriori a este causalismo materialista de Feuerbach fue la filosofía de la gran metafísica de Arturo Schopenhauer... que por su Nunc stans, su presente eterno, hace del ser en sí kantiano, de la idea platónica, una representación de la voluntad, que es, más o menos, una pura intuición (sic!) de un ser que, con un poco de imaginis, logra poseer un cuerpo (milagroso) no sometido a los vaivenes del Principio de Razón Suficiente, de la causalidad física, sino únicamente verlo como la «objetivación de la voluntad» (del sujeto pensante, objetivado porque es él que al pensar objetiviza el mundo al hacerlo objeto de su «representación»)... objetivación de ese Ojo cósmico panteísta, fuera de las determinaciones del tiempo y del espacio, enteramente puro, exento de modo absoluto{3}, la cosa en sí es la mítica «voluntad», el «mundo es mi voluntad» con que comienza El mundo como voluntad y representación del soberbio Schopenhauer.

La razón hay que entregarla a la dogmática por ser el milagro pura locura para ella, aunque en esa su tímida entrega nos es escamoteada la «_prima causa_». Dice Feuerbach: «¡Pero qué estupidez y que pobreza mental eliminar las causas subordinadas, las causas secundas de la superstición, esto es, los milagros, los diablos, los espíritus, como accionadores de los fenómenos naturales y conservar intacta la prima causa, la causa primera de toda superstición!»... Aquí notamos nosotros, que cuanto más luterano se hace el individuo católico y de «izquierdas» actual, tanto más se dice de sí mismo ser un seguidor de la racionalidad del Principio de Razón Suficiente –ciencia, le llama él a lo que compagina con su espiritualismo–, y que por ello abomina de esas supersticiones secundae, de brujas y diablos y milagros propias de épocas preconciliares y antiguas, romanas, ratzingerianas, del Papa si acaso, pero que a él particularmente, como a todo buen luterano moderno, le basta su aislada «fe», «su» Dios particular, su «prima causa» de su muy respetable y particular imaginis (su phantasmata, su signatura rerum a lo Jacob Böhme, en que cada cosa tiene una boca para contarse a sí misma!, la boca actual de la impostura del individuo luteranizado por el efecto del individualismo posesivo en el mercado pletórico!!). La negación del milagro por muchos creyentes (de la veracidad del relato sobre el milagro, de la palabra, del cuento) y la aún pretendida conservación de la fe, la deja a esta vacía. Esa fe impedida ya de poder aceptar su locura desde el punto de vista del racionalismo filosófico: aquella aceptación necesaria para la fe de lo imposible de ser imaginado{4}, al ser rechazado, la mata, la posmoderniza, o acaso la trasmuta en el etológico y veterinariamente asequible y refluyente perrito faldero.

Feuerbach sigue diciéndonos que «el acto de la concepción –del Cristo– es establecido antes que el de la voluntad; la actividad de la naturaleza está así antes que la actividad de la conciencia y de la voluntad. Lo cual es perfectamente verdadero. La naturaleza debe tener una existencia anterior a la de aquello que se diferencia de ella y a la cual opone a sí como un producto del querer y del pensar. Pasar de la insensatez a la inteligencia es la vía que conduce a la sabiduría, pero pasar de la inteligencia a la insensatez es el camino que conduce directamente al manicomio de la teología. Hacer, no que el espíritu surja de la naturaleza sino, al contrario, que la naturaleza surja del espíritu equivale a poner el tronco sobre la cabeza en lugar de la cabeza encima del tronco. Lo ulterior o superior presupone lo anterior o inferior, no a la inversa» (...) «El ente superior no es el primer ser sino el que llega más tarde que todos los demás, el que llega el último, el más dependiente y el que tiene más necesidades, el que está constituido por mayor número de partes» (...) «Un ser que tuviera el honor de no presuponer nada tras de sí tendría también el honor de no ser nada». Efectivamente, el hombre es hombre por tener antes de sí a una naturaleza en la cual él está como embuchado y encorsetado en una «insuficiencia de animalidad», una dependencia de todo lo natural que le ha necesariamente precedido y que por su paulatino dominio le ha llevado a ser lo que es: el último, el ser consciente de sí. Este hombre es perfectamente ateo en tanto que razón inmanente propia y suya al saberse ser este «exceso de animalidad» logrado, de saberse concretamente ser naturaleza y en la naturaleza. El hombre, no es hombre por no ser lo «otro», sino por saberse ser lo mismo que lo otro, por saberse ser una parte más de la naturaleza, que, empero aún y siendo lo otro, es ya sin embargo dominado, comprendido en sus finitas partes: «Porque la aceptación de un ente distinto de la naturaleza que explique la existencia de la misma tiene su raíz, en última instancia, ni más ni menos que en la incapacidad (aunque sólo relativa y subjetiva) de explicar la vida orgánica y particularmente la humana como un hecho natural; de hecho el teísta lo que hace es transformar su propia incapacidad de entender la vida como una manifestación de la naturaleza en una incapacidad de la naturaleza para generar ella misma la vida, convirtiendo así las limitaciones de su intelecto en limitaciones de la naturaleza», dice Feuerbach. O sea, que tenemos una de dos: sobra Dios o la naturaleza, sobra el principio de razón suficiente o sobra la voluntad como el Ojo cósmico, esto es, que no es el mundo por nuestra representación ni por la eterna idea supuestamente exenta que de él tengamos, sino que tenemos ideas inmersas del mundo por ser en el mundo, por ser ese «exceso de animalidad», ese «mayor número de partes» conexionadas, inmersa con la naturaleza: materia (pensante) de la materia crasa, cerebro corpóreo, indudablemente corpórea (M1), y no el absurdo espíritu de la materia o materia del espíritu. Las ideas, no se dan en la eternidad del Ojo cósmico, sino en el cerebro y dentro del principio de razón suficiente y sin necesidad de buscar un mito en la Voluntad para salvar el idealismo (de Kant) y las inmaculadas ideas flotantes y arquetípicas de Platón: «Pero si resulta que no es la naturaleza –sigue diciendo Feuerbach– quién nos conserva la vida sino Dios, entonces la naturaleza es sólo un mero camuflaje de la divinidad, y por consiguiente, un ente superfluo y aparente, como por otra parte Dios es un ente superfluo y pura apariencia si quién nos conserva la vida es la naturaleza»... Y como debemos nuestro origen únicamente a la naturaleza como ya sabemos de sobras, tenemos que «Estando situados en el interior de la naturaleza ¿deberíamos poner fuera de ella nuestro inicio, nuestro origen? Vivimos en la naturaleza, con la naturaleza y de la naturaleza ¿y no vamos a provenir de ella? ¡Menuda contradicción!»

Eso es ya antropología. Feuerbach sabe ya que la base del culto religioso pagano era acertada, que arrancaba del reconocimiento instintivo de la dependencia de la naturaleza, si bien, no como «insuficiencia de animalidad», sino como insuficiencia de humanidad, él lo expresa como temor ante lo otro aún no dominado por la insuficiencia humana, no por saber que «la verdad de la religión es la verdad de esta proposición: existen los númenes»{5}, los númenes reales, esto es, lo numinoso de los animales enfrentados al hombre como personas no humanas, pues la base de la esencia feuerbachiana es la superstición derivada de la debilidad humana, de lo aún no plenamente para él humanizado.

Si los paganos adoraban dioses derivados, pertenecientes a la vida y por completo desligados de la muerte, ello se debía a su certero tino en ver que para individualizarse antes hay que tener un «origen»: «Tener origen significa individualizarse, origen e individualización son inseparables; los elementos o las fuerzas elementales que están en la base de la naturaleza desprovistos de origen son genéricos y carecen de individualidad; inoriginada es la materia. Pero el ente que se ha individualizado es cualitativamente superior y más divino que el que carece de individualidad» (...) «la eternidad excluye la vitalidad y viceversa. El individuo puede perfectamente presuponer un ente distinto de sí y destinado a crearlo a él, individuo, pero el ente creador, precisamente porque crea, no es superior sino inferior a lo creado. El ente creador puede que sea la causa de la existencia, y como tal es un ente primario, pero también es al mismo tiempo un mero medio, una mera materia, el principio de la existencia de otro ente y, por lo tanto, subordinado a este último» (...) «Nada hay tan contradictorio, descabellado y absurdo como hacer que los entes naturales sean creados de un ente espiritual, supremo y absolutamente perfecto».

Crítica pues, de la naturaleza en abstracto, en el pensamiento, como totalidad encumbrada al Ojo cósmico total: «yo soy la totalidad de las criaturas, y fuera de mi no existe ningún otro ser», de los Upanishad schopenhaurianos. La particularidad feuerbachiana coincide enteramente con nuestras partes fuera partes y la imposibilidad de una conexión de todo con todo que aboque a una esencia anselmiana desprovista de determinaciones: «...porque el prototipo de toda realidad, de toda existencia efectiva es precisamente el mundo o la naturaleza. Todos los atributos o predicados de Dios, aquellos que hacen de él un ente objetivo y real, no son más que propiedades abstraídas de la naturaleza y que la presuponen y expresan, propiedades, por tanto, que quedan suprimidas si se suprime la naturaleza. No obstante, también es cierto que si tú prescindes de la naturaleza, si tú anulas su existencia en el pensamiento o en la imaginación, esto es, si tú cierras los ojos, borras todas las imágenes definidas y sensibles de los objetos naturales, y en definitiva, si te representas la naturaleza de modo no sensible (no in concreto como dicen los filósofos) se te aparece una esencia, un conjunto de propiedades restantes como «infinidad», «poder», «unicidad», «necesidad», «eternidad»; pero esta esencia que te queda después de haberle substraído a la naturaleza todas las propiedades y los fenómenos que los sentidos puedan registrar no es más que la esencia extraída de la naturaleza, la naturaleza in abstracto, en el pensamiento. Y tu derivación de la naturaleza o el mundo desde Dios no es por tanto, a este respecto, más que la derivación de la esencia sensible y real de la naturaleza desde su esencia abstracta, pensada, existente sólo en la representación, en el pensamiento». La representación del idealismo absoluto es en el mundo y del mundo pero no crea el mundo.

Este esencialismo propio del idealismo absoluto, que en su soberbia magnifica –de Schopenhauer– se autoproclama «sujeto del conocimiento, sustentador del mundo entero de los objetos, manifestador de la voluntad, que ninguna materia puede existir en absoluto sin una manifestación de la voluntad», &c., es vuelto del revés por la genialidad del materialismo de Feuerbach, pues «lo concreto es anterior a lo abstracto y lo sensible anterior a lo pensado. En la realidad, donde las cosas suceden naturalmente, la copia obedece al original, la imagen a la cosa, el pensamiento al objeto; pero en el campo sobrenatural y fantástico de la teología el original obedece a la copia, y la cosa a la imagen. «Es fantástico –dice San Agustín– y sin embargo verdad que no podríamos conocer este mundo si no existiera, pero no podría existir si Dios no lo conociese», lo que quiere decir sin más: el mundo ha sido sabido y pensado incluso antes de tener existencia real; es más, existe porque ha sido pensado, el ser es una consecuencia del saber o del pensar, el original es una consecuencia de la copia, la esencia una consecuencia de la imagen», o como lo dice Schopenhauer, que existencia y perceptibilidad son términos intercambiables. Mundo soñado por el sueño del Dios del Calderón del idealismo de Schopenhauer y con el que todos soñamos, dicen, junto con él, el hombre como la sombra de un sueño de Píndaro, sueño de un sueño de la Voluntad. El mundo empírico y real, el mundo objeto de los saberes de primer género, el mundo donde impera el principio de razón suficiente, las «proposiciones de la ciencia natural» que para el descerebrado de Wittgenstein «no tiene nada que ver con la filosofía»{6}, son el necesario requisito para su irracional proposición 6.54 del Tractatus y que nos ha recordado Aramayo en su prólogo a El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, a saber, que «Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo: que quién me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas.» (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.)

Debe superar estas proposiciones; entonces tiene la justa visión del mundo... Esto es: ninguna visión o la visión de la ensoñación. ¡Nirvana y naderías! «De lo que no se puede hablar mejor es callarse», dice Witt. Mundo mágico, pura magia y alquimia de la que tanto gustaba Schopenhauer... Pero esa cosa cuyo poder es inmortal e imperecedero es simplemente la existencia, y la existencia es inargumentable por hallarse en la más pura metafísica alojada en la influencia del tiempo y del espacio supuestamente siendo al margen de la materia, antes de la materia: la existencia no existe. Pura entelequia vacía de contenido si no es rellenada con las particularidades concretas sometidas al principio de razón suficiente. Solo deviene lo perecedero particular, sólo existe lo mortal, no el «devenir en sí», ya que sólo se mueve el cuerpo determinado y respecto a otros cuerpos, no el «movimiento» en sí, y menos su sola idea.

«El hombre primitivo no se distingue a sí mismo de la naturaleza, y por consiguiente tampoco distingue a la naturaleza de sí», dice Feuerbach. Esto vendría a ser mera circularidad, mera indistinción respecto del animal y respecto a las piedras, que aún sólo es mero animal entre animales, sin exceso de animalidad, la justa y simple animalidad...humana , y que en sus relaciones entre esa humanidad y el resto de la naturaleza, el mundo externo no hay nada.

Schopenhauer, desde su insuficiencia científico-histórica, nos dice sobre la inmediatez de los animales que: «Los hombres muy limitados pueden aproximarse mucho a ellos (a los animales)... El animal vive sin reflexión y entregado continuamente por entero al presente; la mayor parte de los hombres viven asimismo con muy poca reflexión. Otra consecuencia de la índole del intelecto animal es la estrecha conexión de su consciencia con su entorno. Entre el animal y el mundo externo no hay nada, pero entre nosotros y ese mundo están siempre nuestros pensamientos sobre él y a menudo nos lo hacen inaccesible o viceversa», &c.{7}

«Así, el hombre instintiva e involuntariamente (es decir, inevitablemente, aunque esta inevitabilidad sea únicamente relativa e histórica) convierte al ente natural en un ente del alma, subjetivo, es decir, en un ente humano. No es de extrañar que posteriormente, incluso de modo explícito, con conocimiento y voluntad, lo convierta en un objeto de la religión, de la oración, esto es, en un objeto que pueda ser definido mediante el alma del hombre, mediante sus súplicas y muestras de devoción»... Podríamos decir ahora mediante su «deseo personal, praeterhumano»{8}.

Por lo que parece, el zoomorfismo en Feuerbach es siempre una antropomorfía, un evemerismo, ya que el «inculto hombre primitivo... llega a ver –incluso– en los cuerpos naturales hombres reales» (...) «de este modo se confirma la afirmación de La esencia del cristianismo de que el hombre en la religión se adora sólo a sí mismo, de que su dios no es más que su propia esencia de hombre»: la religión no es otra cosa sino «la creencia en lo necesario (y en determinados casos en lo ocasional) como algo arbitrario, voluntario», del sujeto, de la criatura oprimida por lo otro, es lo contrario de la necesidad (causal, material) y de lo determinado independientemente del sujeto y a pesar del sujeto.

«La religión muestra, por tanto, la curiosa, pero muy considerable e inevitable contradicción por la cual, mientras desde el punto de vista teísta o antropológico la esencia humana es adorada como divina porque parece una esencia distinta del hombre y no humana, por el contrario, desde la perspectiva naturalista, el ente no humano es adorado como a un ente divino precisamente porque parece humano», porque ese ente no humano es por necesidad objeto de la representación humana, representación insoslayable que genera «el sentimiento de dependencia respecto de la naturaleza» y que en su superación no menos necesaria, «la libertad respecto a la naturaleza», el logro del deseo de la satisfacción de las necesidades reales humanas, la libertad respecto de lo que se nos enfrenta como lo otro objetivo aparece como la «finalidad de la religión»: el hombre diviniza a la naturaleza para al final divinizarse él a sí mismo, que «el fin último de la religión es la divinidad del hombre», dice Feuerbach. El dominio de la naturaleza coincide -en sus primeros atisbos- con la emancipación del hombre respecto de ella, con el dominio sobre ella, con la falta de temor: versus el Hijo del hombre o la antropomorfización total de la divinidad propia de las religiones terciarias, lo que en el MF viene a ser el desarrollo del «material antropológico», no subjetivo, no como mera «transformación de la conciencia religiosa», sino como «transformación de la realidad objetiva del hombre»{9}, o sea, la transformación práctica de las relaciones del hombre en sus eje angular y radial.

Para Feuerbach el objeto de la religión es deseo: «sólo o principalmente lo que es objeto de los fines y de las necesidades humanas», del deseo de fines o metas no conseguidos y que aparecen como imposibles de ser conseguidos, sentimiento de anhelos insatisfechos: «A lo que de ninguna manera llegan mi cuerpo o mi fuerza, llega precisamente el deseo. Aquello a lo que aspiro, aquello que deseo lo hechizo, lo entusiasmo con mis deseos»... La religión es el lecho de Procusto que encaja todo anhelo, y no una verdad (ética) camuflada en el mito para poder ser asida por el tosco entendimiento humano, como dice Schopenhauer{10}. Si acaso, lo ético de la religión aparece después y conforme al anhelo, de ahí las diferentes morales y éticas en los diferentes pueblos: «La esencia de los dioses no es otra cosa que la esencia del deseo», nos dice Feuerbach... A diferentes deseos diferentes dioses: «quién no tiene ningún deseo tampoco tiene ningún dios». Las similitudes de fondo de las diferentes religiones sólo responden a las similitudes de los deseos de los diferentes pueblos siempre imposibles en este mundo real, deseos que se ven ilusoriamente satisfechos en la realidad de las ideas segundogenéricas nuestras, locas, dis-locadas, de la mera imaginis. La esencia de la religión de Feuerbach la podríamos osadamente enmarcar, principalmente podríamos decir, en lo que Gustavo Bueno entiende por géneros de religación, géneros de los cuales, La esencia de la religión de Feuerbach los roza todos, con excepción acaso del primer género{11}. Así, y sin salirse del esquema circular, entiende Feuerbach por religión natural lo que en El animal divino se entiende por religación del tercer género, esto es, que «sacrifica sus sentimientos a un ente sin sentimientos» (los rayos, el mar, los vientos, &c.), que «sitúa fuera de sí lo que le gustaría que estuviera por debajo» que «está en servidumbre con aquello que le gustaría dominar, venera lo que en el fondo detesta...». Esta «_caraunología_», este temor a las fuerzas de la naturaleza, lo expresa Schopenhauer al reprochar a Kant su olvido de la supuesta cuarta prueba cosmológica diciéndonos que es la «únicamente eficaz para la muchedumbre»..., ya que la otra prueba sobre la «causa del mundo», la insulsa primera causa en el fondo a nadie interesa, exceptuando al filósofo escolástico{12}, por tanto, la prueba eficaz es la que colma los deseos, «aquella que se basa en el sentimiento de desvalimiento, impotencia y dependencia del hombre frente a los poderes de la naturaleza, infinitamente superiores, insondables y la mayor parte de las veces irremediables; con ello se asocia la propensión natural del hombre a personificarlo todo y finalmente la esperanza de conseguir algo por medio de ruegos, lisonjas y obsequios. En toda empresa humana hay algo que no está en nuestro poder y no entra en nuestros cálculos: el deseo de conquistar esto es el origen de los dioses. 'El miedo es lo primero que creó dioses sobre la tierra', reza un proverbio de Petronio tan antiguo como cierto.»{13}

Los deseos ante la adversidad y el peligro se trasmutan en el famoso «llanto de la criatura oprimida» del ateo Marx. El temor, el dolor y la inseguridad hacen al débil hombre ansiar lo que sólo los dioses de la imaginis pueden poseer... Feuerbach dice: «Las lágrimas del corazón sólo se evaporan en el cielo de la fantasía, en esos castillos en el aire donde reside la esencia divina»... «Los dioses son capaces de realizar aquello que los hombres sueñan»... «son los deseos del hombre personificados, corporeizados, realizados; son los límites naturales del corazón y de la voluntad del hombre superados; son entes de la voluntad ilimitada, entes cuyas fuerzas físicas van a la par con las fuerzas de su voluntad»... «aquí, como en la magia (–y a diferencia de ella–), la mera voluntad, el mero deseo, la mera palabra se manifiesta como un poder que domina la naturaleza». Palabra, sagrada palabra. Logos hecho carne, verbo animalizado, animal verbalizado, grito animado, clamor hecho realidad imposible, la palabra es la razón, es «aquella peculiar potencia mental con que el hombre aventaja al animal y que se ha denominado _razón, logos, ratio_» dice el mítico de Schopenhauer{14}. La primera palabra tal vez arrancó del grito de alarma ante el peligro y la segunda tal vez fue la súplica ante la desesperación, esa palabra es lo «que distingue al hombre reflexivo capaz de hablar, del animal anclado en su presente» dice Schopenhauer{15}. La palabra religiosa, la religión entera, la esencia de la religión de Feuerbach en su angostura circular es la oración, la súplica que pretende lograr lo mismo que la cultura pero ahorrándose sus medios y esfuerzos, o «lo que es igual –dice Feuerbach– a través de medios sobrenaturales como la oración, la fe, los sacramentos o la magia». La religión es el rosario como atajo para el logro de metas antropológicas (circulares), o «todo lo que en el desarrollo de la civilización ha llegado a ser materia de cultura, de antropología... fue originariamente materia de la religión o de la teología»{16}; esto empero, la religión nunca sobrepasará a la cultura, pues mientras ésta sólo se atiene a lo limitado y realmente posible, causal, la religión, por el contrario, aspira a un consuelo substancial total e infinito y por ello mismo acausal, dentro del principio de razón, aspira a lo objetivamente irrealizable: la cultura puede aspirar a la felicidad o al bienestar, la religión –hasta ahora– aspiró, por ejemplo, a la inmortalidad, al colmo de la felicidad, al aburrido eternoestar. Una idea por lo demás repugnante.

Feuerbach, al no poder salir fuera de su esquema circular lo reduce todo a un humanismo psicológico, introspectivo: «...que el hombre tiene dentro de sí la fuente del monoteísmo, que el fundamento de la unidad de Dios sólo es la unidad de la conciencia y del espíritu humanos»..., Dios es «la esencia de las capacidades humanas de imaginar, de pensar y de representar... De ahí que el creador del mundo no sea otra cosa que la facultad humana de imaginación, personificada y erigida en causa del mundo... El verdadero teísmo o monoteísmo nace solamente allí donde el hombre refiere la naturaleza a sí mismo y hace de esta relación la esencia de aquella y, por consiguiente, hace de sí mismo la finalidad, el punto central y unitario de la naturaleza». Si para el cristiano la naturaleza se hace una con Dios, del exitus al reditus, dice Ratzinger{17}, para el ateo Feuerbach la naturaleza se hace una con el hombre o que el hombre se hace natural desde el momento en que ve que «el ente que se distingue de ella» es el ente mismo que ve y oye, esto es, el hombre concreto, tú, «racionalista miope», que... «si quieres un ente libre de todo antropomorfismo y de todo aditamento humano, ya sea añadidura de la inteligencia, del corazón o de la fantasía, sé entonces tan valiente y consecuente como para olvidar a Dios y remitirte y apoyarte únicamente en la pura, desnuda y atea naturaleza como la base última de tu existencia». Ya que la naturaleza pensada, como «esencia humana», la objetivación de la naturaleza, la idea de la naturaleza, da como resultado una objetivación de la voluntad y de la inteligencia: «De esta manera, de forma directa y sin distinción, el principio del reconocer es para el hombre el principio del ser, la cosa pensada es la cosa verdadera, la idea del objeto es la esencia del objeto, el a 'posteriori' es el 'a priori'»...«el hombre invierte el orden natural de las cosas; verdaderamente pone el mundo patas arriba»... patas arriba al estilo de Schopenhauer para el cual –y frente al realismo– «lo objetivo como tal tiene siempre y esencialmente su existencia en la consciencia de un sujeto»{18}, el hombre, pues, «hace de su propia esencia la esencia fundamental de la naturaleza», remata Feuerbach.

«Los cristianos –acaba Feuerbach– quieren ser infinitamente más que los dioses del Olimpo, quieren ser infinitamente más felices que ellos; su deseo es un cielo en el cual se anulen todos los límites y necesidades de la naturaleza, en el cual se cumplan todos los deseos... Beatitud y deidad son lo mismo.» Fin del principio de razón suficiente, noosfera completada, fin del tiempo, esto es, de la materia crasa, del fenómeno, de la causalidad... cuando Dios llega a ser todo en todas las cosas»{19}. Fin de la historia «por el acto externo de Cristo, por el... ephephax de lo irrepetible. Pero el acto interno, aunque encerrado en el tiempo, procedente de él, permanecerá, se convierte en una realidad de la que puede partir, y en la que puede desembocar, la historia.»{20}. Todo idealismo acaba en la confluencia schopenhaueriana de espacio tiempo y materia acabada y perfecta. Da igual llamarlo Voluntad que llamarlo Dios. Yo me quedo con las realidades mundanas.

Notas

{1} Gustavo Bueno, El animal divino (1985), Pentalfa, Oviedo 1995, págs. 24, 52 y 172.

{2} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 208.

{3} Arturo Schopenhauer, Lecciones sobre la metafísica de lo bello, por ejemplo. Cf. Universitat de Valencia 2004. Cfr. El mundo como voluntad y representación, FCE. Madrid 2004, vol. I, lib. III: «La idea platónica: el objeto de arte».

{4} José Ratzinger, Introducción al cristianismo, Ediciones Sígueme, Salamanca 2001, pág. 80.

{5} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 158.

{6} Ludovico Wittgenstein, Tractatus, prop. 6.53.

{7} Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad..., vol. II, pág. 67.

{8} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 154.

{9} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 232.

{10} Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad..., vol. I, pág. 455.

{11} Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 356.

{12} Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad..., vol. II, pág. 52.

{13} Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad..., vol. I, pág. 616.

{14} Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad..., vol. I, pág. 121.

{15} Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad..., vol. I, pág. 589.

{16} «Porque si el etólogo es el teólogo de la nueva religación, también el teólogo fue el etólogo de las fases primeras de la religión, si son ciertas nuestras premisas. 'El misterio de la Teología es la Antropología' –dijo Feuerbach–. Tenemos que confesarlo: el misterio de la Teología es la Etología.» Gustavo Bueno, El animal divino, pág. 315.

{17} José Ratzinger, La Provocación del discurso sobre Dios, Trotta, Madrid 2001.

{18} Arturo Schopenhauer, El Mundo como voluntad..., vol. II, pág. 15.

{19} José Ratzinger, La Provocación del discurso sobre Dios, pág. 29.

{20} José Ratzinger, La Provocación del discurso sobre Dios, pág. 33.

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