Gustavo Bueno, Por qué es absurdo «otorgar» a los simios la consideración de sujetos de derecho, El Catoblepas 51:2, 2006 (original) (raw)
El Catoblepas • número 51 • mayo 2006 • página 2
Gustavo Bueno
Los simios (y otros animales) son considerados «personas», o algo parecido, en muchas sociedades de los llamados «primitivos actuales», como jainistas en la India o dayak de Borneo («los orangutanes [hombres del bosque] no hablan para que no les hagamos trabajar»). El Grupo Socialista acaba de tramitar en el Parlamento español una proposición no de ley pidiendo el reconocimiento de los simios como sujetos de derechos humanos, es decir, como personas. Se pretende, en este rasguño, no ya tanto pedir que se retire esta proposición socialista, alegando, lo que ya sería bastante, su incompatibilidad con las premisas de nuestra civilización, y por tanto, su imprudencia política, cuanto buscar las razones del rechazo a la propuesta socialista, por absurda, desde las coordenadas del materialismo filosófico
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La proposición para extender a los simios, de algún modo, los derechos humanos, elevada por el Grupo Socialista y admitida a sede parlamentaria el 24 de abril de 2006, a iniciativa del diputado Francisco de Asís Garrido Peña, ha sido recibida por una gran parte (no decimos: «mayoritaria») de los medios de comunicación y de la opinión pública con notorio regocijo (Garrido Peña contribuyó sin duda a ello al comparar, en entrevista al periódico El Mundo de 27 de abril de 2006, y a título de «cumplido», a Rodríguez Zapatero con un bonobo, y con un matiz crítico, a Rajoy con un orangután).
La proposición del Grupo Socialista ha sido, por tanto, tomada en broma, lo que no quiere decir que no pueda ser aprobada en su momento por el Parlamento español. Otras proposiciones de ley, no menos pintorescas, han sido aprobadas ya por este Parlamento de mayoría socialista en nombre del «progreso global de la Humanidad», que sigue la inspirada línea del Ideal de la Humanidad del difunto krausista Don Julián Sanz del Río, cuyo proto-yo suponemos estará en la gloria de su eterna comunidad espiritista, y acaso deseando que sus correligionarios gocen ya de la paz perpetua panenteísta, de la que es pálida imagen la «Alianza de las Civilizaciones». ¿Quién le impide al socialismo español ampliar creadoramente la idea de la Federación Universal a las «razas madres» de los simios, «preservándolas de la mezcla con razas bastardeadas», como decía Sanz del Río, pero sabiendo [gracias a los avances de la Genética] que la Naturaleza junta, «según leyes no menos constantes ni menos bellas, las razas puras entre sí para engendrar renuevos más vigorosos y más perfectos»?
A nuestro juicio, la regocijada chirigota ante el nuevo proyecto del PSOE está justificada, pues la sindéresis o buen juicio de muchos verá que tal proyecto no se limita a expresar inofensivas especulaciones emanadas del caletre de algunos etólogos, sociobiólogos y filósofos morales australianos, en un manifiesto como el del Proyecto Gran Simio, sino a llevar tales especulaciones a una sede parlamentaria, sin tener en cuenta las ridículas consecuencias que podrían derivarse de su aplicación (concesión a los simios de un estatuto jurídico análogo al de los menores o discapacitados humanos, pero con posibilidad de trabajar en tareas proporcionadas a sus «mermadas» facultades; lo que llevaría a tener que inscribir a estos simios en la Seguridad Social, a darles derecho de sindicación y a percibir pensiones de jubilación; más aún, y en concordancia con la ley socialista de matrimonios homosexuales, que rompe la norma del matrimonio tradicional entre hombres y mujeres, cabría también, en una etapa más avanzada, conceder a los simios un derecho de matrimonio con los humanos, y aún un derecho a la adopción, cría y educación de infantes humanos o simios).
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Pero el fundamento por contraposición (por las consecuencias) de este rechazo, que es suficiente en el terreno práctico político jurídico, no ha de confundirse con la determinación de un fundamento en principios que todo el mundo desea tener, salvo que crea que ya los posee.
Pero los principios que suelen ser sobreentendidos, no son, ni mucho menos, evidentes.
Unas veces son principios espiritualistas, reforzados por una dogmática confesional. Otras veces los principios se toman de la Antropología cultural, como principios prudenciales, y, sin duda, suficientes desde el punto de vista práctico; y otras veces los principios se toman del «naturalismo ecologista», que son rechazados principalmente por quienes impugnan el proyecto.
«La persona humana es sujeto de derechos en la medida en que, por tener un alma espiritual es libre; en consecuencia, atribuir derechos a los simios, sería tanto como atribuirles espíritu y libertad.» Desde la perspectiva de este principio, firmemente asumido, se comprende que un hombre como monseñor Sebastián, Arzobispo de Pamplona, dijera al enjuiciar la proposición del Grupo Socialista: «Me da risa. Por hacer el progre se puede hacer el ridículo.»
Otros podrán apelar a principios antropológico culturales: «Es totalmente contrario a la cultura o civilización occidental, a la que pertenecemos los españoles, introducir una norma que parece más bien propia de culturas primitivas o locales, o de algunos de nuestros contemporáneos primitivos.» Pero este principio valdría muy poco, no sólo para un «relativista cultural», sino también simplemente para un partidario de la «Alianza de las Civilizaciones» propugnada por el Secretario General del Partido Socialista Obrero Español, señor Rodríguez Zapatero. ¿Cómo podríamos dejar fuera de esa Alianza de Civilizaciones a nuestros «contemporáneos primitivos», testimonios vivientes de las civilizaciones más antiguas?
Quienes defiendan o den beligerancia a la proposición socialista, alegarán sin duda los mismos principios del naturalismo ecologista que manejan los firmantes del Proyecto Gran Simio (el «eticólogo» australiano Pedro Singer –autor de un libro, publicado ya en 1975, que lleva por título _Liberación animal_–, la etóloga Jane Goodall –Premio Príncipe de Asturias 2003–, Adriaan Kortlandt, Francine Patterson y Wendy Gordon, Paola Cavalieri, Roger Fouts, &c.) y que ya han sido ampliamente divulgados en España por etólogos profesionales como Jordi Sabater Pi, o por diletantes como Jesús Mosterín, en artículos o libros muy conocidos, tales como ¡Vivan los animales!, o por militantes como Carlos Gil Burmann, presidente de la APE (Asociación Primatológica Española), una asociación más pacífica de lo que lo fueron los «Frentes de Liberación Animal» que se fundaron en Portugal, Inglaterra o Italia en los años ochenta del pasado siglo, y a las que se deben numerosas intervenciones violentas orientadas a liberar a los monos y otros animales de las jaulas de los zoos o de las Facultades de Medicina o de Veterinaria. Además, la UNESCO proclamó en 1977 una Declaración universal de los derechos del animal, cuyo preámbulo comienza con esta asombrosa petición de principio, de perfumes krausistas: «Considerando que todo animal posee derechos»; terminando con el siguiente precepto (artículo 14b): «Los derechos del animal deben ser defendidos por la ley, como lo son los derechos del hombre.»
Sabemos que el naturalismo ecologista internacional, de inspiración krauso masónica, aunque corregida y aumentada (porque Krause recomendaba, al mismo tiempo que un trato humano para con los animales hermosos, la eliminación de animales repugnantes o feroces, como pudieran serlo las ratas, pulgas, piojos, chinches, cucarachas, serpientes, sabandijas... pero también tigres, lobos, osos y leones; ver Enrique M. Ureña, «Algunas consecuencias del panenteísmo krausista: Ecología y mujer», El Basilisco, nº 4, págs. 51-58, 1990), aduce hoy como principio de su defensa de los «derechos de los animales», en general, y de los simios en particular (como primera parte de aplicación práctica de su principio), la igualdad básica de los simios y los hombres, establecida científicamente por la Etología y la Genómica recientes: los etogramas de los chimpancés, bonobos, gorilas, &c., y los de los hombres son asombrosamente semejantes. Köhler ya demostró, en los años de la primera postguerra mundial, en Tenerife, la capacidad de Sultán para resolver problemas que muchos niños o deficientes humanos no podían resolver; los Gardner demostraron, en los años de la segunda postguerra mundial, que Washoe podía aprender el lenguaje de los sordomudos norteamericanos, ALS, y su ayudante, Roger Fouts, insistió en la intensidad de la vida sentimental de los chimpancés (sufren, se alegran, esperan); más aún, Frans de Wall intentó demostrar que los chimpancés se organizan en auténticos sistemas políticos, estableciendo coaliciones para derribar a aquellos que detentan el poder.
Pero las «evidencias etológicas» del principio naturalista de igualdad entre hombres y simios estarían corroboradas definitivamente por las «evidencias genómicas». No hablamos ya de la «casi igualdad» (ad-igualdad, diría Fermat) del número de cromosomas entre hombres y chimpancés, como se decía antes de que el Proyecto Genoma revelase, en el año 2001, sus resultados, sino del porcentaje de genes compartidos: de los 38.000 genes humanos (según Celera Genomics, dirigida por Craig Venter) –26.000 genes según el consorcio Sanger Center, dirigido por Eric Lander– el 96'4% de nuestros genes humanos son comunes con los orangutanes, el 97'7% de nuestros genes son comunes con los gorilas y el 98'4% los tenemos en común con los chimpancés. Se comprende, según este razonamiento, que no sea tan urgente y perentorio el reconocimiento de los derechos humanos a los gusanos, tales como el ya celebérrimo Caenorhabditis elegans, que según demostraron en 1998, tras ocho años de ímprobos trabajos, los investigadores del Sanger Center de Cambridge (Reino Unido) y el Genome Sequencing Center de la Universidad de Washington, en San Luis (Estados Unidos), tiene entre los 19.099 genes de su genoma, hasta un 36% de genes iguales a los del hombre.
Aplicando el principio naturalista de la afinidad genómica entre hombres y animales, cabría decir que si los simios, sobre todo los chimpancés, son equiparables a las personas humanas adultas o casi adultas, aunque con ciertas incapacidades innatas, los gusanos nematodos, por elegantes que nos parezcan, podrían equipararse a un feto humano de por lo menos tres o cuatro meses, que también tiene derechos protegidos por las leyes.
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Son estos principios naturalistas de semejanza o igualdad entre hombres y simios los que tenemos que analizar desde los principios del materialismo filosófico (dejamos de lado los principios espiritualistas o teológicos, a los que sólo damos una beligerancia arqueológica e histórico-sistemática).
Y es obvio que la equiparación de animales y hombres es incompatible con la doctrina del espacio antropológico, basada en la distinción entre un eje circular (en el que se sitúan las personas humanas como sujetos de derecho) y un eje angular (en el que se sitúan los animales que no son personas ni sujetos de derecho, sin perjuicio de que se les reconozca una racionalidad tecnológica muy similar a la humana, y una capacidad de aparecerse ante los hombres, en su momento, como entidades numinosas).
Pero si bien es necesario, en el momento de afrontar la petición de derechos humanos para los simios, comenzar señalando la incompatibilidad de esta petición con las coordenadas del materialismo filosófico, sin embargo este señalamiento no es suficiente. Se hace preciso profundizar en los fundamentos de la doctrina del espacio antropológico, orientada a establecer, más allá de la perspectiva taxonómica ofrecida por sus ejes, las razones en virtud de las cuales la condición de Hombre (como contenido del eje circular de este espacio, pero en tanto que este hombre, por sí mismo, no implica su condición de sujeto de derechos) no habría de ser confundida con la condición de Persona humana (también contenida en el eje circular, pero a título de institución histórica específica). Es evidente que, asumiendo la perspectiva del espacio antropológico, podemos concluir que es absurdo pedir la consideración de personas humanas para los simios, puesto que aquéllas se suponen dadas en el «eje circular» y éstos en el «eje angular».
Pero, ¿por qué suponer que los simios pertenecen al eje angular? Esto es justamente –podría decirse– lo que impugnan quienes propugnan el reconocimiento de los derechos de los simios. Comenzar suponiendo, sin duda por razones muy sólidas, que los simios no son términos del eje angular, equivaldría, en el debate, a una petición de principio. En consecuencia, lo que se trata de demostrar, desde la perspectiva del espacio antropológico, es que los simios no son personas humanas, y por tanto no pertenecen al eje circular (o, si se prefiere, a la sección del eje circular que contiene a las personas humanas). En lo que sigue se ofrece un bosquejo de las razones que buscamos para excluir a los simios de la consideración de elementos de la clase de las personas humanas, más allá de la taxonomía, aunque partiendo obviamente de ella, desarrollando algunas de las cuestiones implicadas en los puntos de intersección o de relación entre el eje circular y el eje angular del espacio antropológico.
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Es, por tanto, la «igualdad» entre Hombres (y Personas humanas) y Simios, en cuanto sujetos de derechos («humanos», pero extensibles a los simios; otros dirían: «simiescos», pero similares a los humanos), el objetivo de la proposición socialista en torno a la cual ha de girar nuestro análisis. Recordamos que el libro Proyecto Gran Simio, editado por Paola Cavalieri y Pedro Singer en 1993, traducido al español en 1998, llevaba como subtítulo: «La igualdad más allá de la humanidad.»
Y lo primero que es obligado establecer con carácter absolutamente general (algo que ni los autores del Proyecto Gran Simio ni los diputados socialistas españoles se han molestado en considerar) es esto: que la igualdad entre dos términos cualesquiera (los hombres, las personas humanas y los simios, en nuestro caso) es una relación que jamás puede considerarse como si estuviera «agotando» a los términos entre los cuales se establece, o, si se prefiere, apoyándose en fundamentos inscritos en tales términos de modo que ellos incorporasen a la totalidad de esos términos; porque, en este caso, las relaciones de igualdad serían del tipo de las que tradicionalmente se llamaban «relaciones trascendentales». Pero precisamente estas relaciones no son relaciones, sino sólo «según el modo de decir» (secundum dici). Dicho de otro modo, las relaciones de igualdad que nos ocupan, al no incorporar la integridad de los términos que relacionan (hombres, personas y simios) requieren que estos términos contengan partes o aspectos mutuamente desiguales. Las relaciones de igualdad entre dos o más términos presuponen necesariamente, en suma, relaciones de desigualdad entre tales términos. Si los términos igualados fueran iguales en todas sus partes, ya no podrían llamarse iguales, sino sustancialmente idénticos (y no tiene más alcance el llamado «principio de los indiscernibles»).
Todo lo anterior quiere decir que una relación de igualdad fuerte (o de equivalencia) –es decir, en realidad, toda relación que tenga a la vez las propiedades de simetría, transitividad y reflexividad, que son las propiedades por las que se definen las relaciones llamadas de igualdad (cuando sólo hay relaciones de simetría y transitividad, pero no reflexividad, hablaremos de igualdad débil; y si hay simetría y reflexividad, pero no hay transitividad, hablaremos de semejanza)– es una relación que debe ir referida a una materia o parámetro k determinado. La igualdad entre dos o más cuerpos carece de sentido si no se determina el parámetro k de la relación: igualdad en peso, en volumen, en temperatura, &c. Además la igualdad en peso de esos cuerpos no se confunde con la igualdad en volumen o en temperatura que ellos puedan tener. Carece también de sentido, por ello mismo, hablar de la «congruencia» entre números enteros (que es una relación de igualdad fuerte, o equivalencia) si no se determina el parámetro o módulo k de tal relación (x ≡k y). Así, si podemos escribir con verdad: (15 ≡ 20 ≡ 25 ≡ 30 ≡ 35...), es sólo por relación al módulo k=5 (15 ≡k 20, 20 ≡k 25, 25 ≡k 30, 30 ≡k 35...); también son congruentes, módulo 5, los números (16 ≡ 21 ≡ 26 ≡ 31...).
Recapitulamos: cuando establecemos una relación de igualdad (fuerte o débil) o de semejanza entre términos dados tenemos que presuponer relaciones de desigualdad entre ellos, y sabemos que podemos «pasar» de relaciones de desigualdad dadas a otras de igualdad, así como también de relaciones de igualdad a otras de desigualdad, o de relaciones de igualdad a otras de igualdad, o de desigualdad a otras de desigualdad. Y esto de varios modos. Por ejemplo, el procedimiento más directo es el de neutralización o abstracción neutralizadora, que consiste en ir eliminando (por abstracción meramente lógica, o por segregación física) los componentes diferenciales entre los términos desiguales hasta lograr su ecualización. La neutralización permitirá pasar de una igualdad k a otras igualdades r, s; de una relación de desigualdad entre términos a otras relaciones de igualdad. Un conjunto de monedas iguales en tamaño pero desiguales en cuño, peso o antigüedad, puede transformarse en un conjunto de monedas iguales en todos estos parámetros, o bien «poniendo entre paréntesis» los cuños, pesos o antigüedad para retener únicamente la igualdad en tamaño, o bien borrando físicamente los cuños, rebajando o aumentando el espesor y «despreciando» la antigüedad.
Puede pasarse también de una situación de desigualdad asimétrica a otra situación de igualdad oblicua: un conjunto de términos que mantiene relaciones asimétricas con otros de referencia, constituye el dominio de la relación o el codominio de la recíproca, y, en consecuencia, nos conduce a crear una clase de términos iguales en su condición de «términos del dominio» (o del codominio) sin que esto implique la igualdad en otros parámetros decisivos. La relación de hijo a padre es asimétrica: Zeus, Hera, Hestia, Afrodita, &c., son hijos de Cronos; pero constituyen una clase de términos igualados por su condición de «hermanos», que es una relación de igualdad débil (si admitimos que la relación de hermano es aliorelativa, y que por tanto no ha de considerarse como reflexiva, porque nadie es, salvo retóricamente, «hermano de sí mismo»). Las relaciones genealógicas, que son asimétricas, generan clases oblicuas que se ajustan mejor a lo que llamamos géneros plotinianos que a lo que llamamos géneros porfirianos (Plotino: «Los heráclidas son del mismo género no porque sean semejantes entre sí [en múltiples parámetros], sino porque proceden de la misma estirpe»).
Por último, es posible pasar de una situación asimétrica (por tanto de desigualdad) a otra situación de desigualdad, pero inversa, por rotación o inversión, como puede verse en el ejemplo de unos cuerpos móviles, a diferente velocidad, en los cuales se invierte la velocidad o se equilibra, rebajando o aumentando la velocidad de alguno de ellos o de todos.
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Aplicando las consideraciones que preceden a nuestro asunto: las relaciones de igualdad entre simios, hombres y personas humanas, que reivindican los defensores socialistas de la igualdad entre ellos (más que los comunistas, si se atienen al principio no aritméticamente igualitario de Carlos Marx: «A cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades»), hasta el punto de atribuirles los mismos o semejantes derechos, habrán de ir referidas a algún parámetro o módulo k que forme parte del constitutivo de tales términos, pero salvando siempre las diferencias o desigualdades entre los términos de referencia: simios, hombres y personas humanas.
En rigor es preciso partir de estas diferencias, sobre todo si nos mantenemos en la perspectiva de la doctrina de la evolución darwiniana, como, desde luego, aquí lo hacemos. En efecto, la doctrina de la evolución darwiniana es una doctrina de las transformaciones de unas especies o variedades en otras especies o variedades; por lo cual, si partiéramos de la hipótesis de la igualdad de los términos (especies o variedades) que evolucionan sólo podríamos reconocer transformaciones idénticas, y entonces precisamente no cabría hablar de evolución, sino de reproducción de las especies de los vivientes.
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Ahora bien. Que los simios y los hombres son diferentes especies, linneanas o mendelianas (según otros, diferentes géneros o, por lo menos, diferentes variedades o razas de una misma especie, como pretende Jared Diamond, con su propuesta de considerar al hombre como «tercer chimpancé»), es un hecho sobre el que se apoya la doctrina de la evolución. Las relaciones de desigualdad entre simios y hombres, sin duda muy variadas, se dan por supuestas. Por tanto son las relaciones de igualdad entre esas especies o variedades, simios y hombres, las que deberán ser determinadas, según sus parámetros o módulos k, a partir precisamente de las relaciones de desigualdad, pero nunca darlas por supuestas. (Que es, precisamente, lo que hacen quienes propugnan los «derechos de los animales», empezando por la Declaración universal de los derechos del animal, aprobada por la ONU, de 23 de septiembre de 1977.)
En cuanto a las relaciones entre hombres y personas humanas: para muchos constituirá un absurdo hablar de relaciones de desigualdad, y esto ocurre cuando se da por supuesto que el hombre envuelve siempre a la persona humana, y que la persona humana envuelve siempre al hombre, es decir, cuando se da por supuesto que la «clase de los hombres» y la «clase de las personas humanas» han de tenerse como idénticas (como es sabido, la identidad, en Lógica de Clases, se define por la inclusión recíproca).
Añadiremos: la identidad entre hombres y personas humanas está postulada por la concepción tradicional creacionista espiritualista de la persona humana, que la define como resultado de la unión sustancial del alma espiritual, creada por Dios nominatim en el momento de la concepción del cuerpo orgánico (y según esto, bastaría que se de un cuerpo humano para que hubiera de reconocérsele una personalidad, derivada de su alma espiritual). Sin embargo hay que reconocer también que esta teoría metafísica de la persona, que la considera como resultante de una composición sustancial entre el alma espiritual y el cuerpo orgánico, tuvo que aflojar muy pronto su rigidez. Por ejemplo, en la situación de plantear la cuestión del momento de la unión del alma con el cuerpo, cuya importancia práctica en la vida religiosa y civil –en relación con las instituciones del bautizo, o de la herencia, en las sociedades que las poseen, o en la evaluación penal del aborto, o del infanticidio– es evidente. En la Teología cristológica, la cuestión dogmática fundamental de la distinción en Cristo entre el hombre (la naturaleza humana) y su Persona (en cuanto Segunda Persona de la Santísima Trinidad) ocupó también el centro de los debates de Concilios ecuménicos tales como el de Nicea o el de Éfeso. Y los moralistas escolásticos no dejaban de distinguir también entre los actos humanos (actos personales imputables moral y jurídicamente a la persona) y actos del hombre (actos no personales derivados de «automatismos» animales que no son propiamente libres).
Pero dejaremos de lado los planteamientos de los teólogos (metafísicos o supersticiosos, y sin embargo aún vigentes en tantos millones de hombres religiosos: cristianos, musulmanes, judíos, animistas...), planteamientos que recordamos aquí sólo a título de testimonio de la antigüedad de la distinción, separación o disociación entre hombres y personas humanas. Distinción que a muchos podrá parecerles una gratuita y extravagante «distinción de razón» nuestra. Y nos atendremos sencillamente a la separación práctica que de hecho, en Antropología, se hace siempre entre el término «hombre» y el término «persona humana». Los paleontólogos, cuando se refieren a los esqueletos encontrados en el valle de Neander, hablan del «hombre de Neandertal», pero no hablan de la «persona de Neandertal». ¿Quién se atrevería a decir (si no asume los dogmas «revelados» del creacionismo bíblico) que los hombres neandertales eran personas humanas? ¿Y acaso era una persona humana el australopiteco o el pitecántropo?
Estas preguntas suscitan la cuestión fundamental (que quienes identifican el hombre y la persona humana ni siquiera pueden plantear): ¿cuándo y de qué modo se produjo la transformación del hombre en persona humana?
Sin duda caben múltiples criterios: unos hablarán, con Teilhard de Chardin, de un «salto a la reflexión»; criterio que, además de ser metafísico e inverificable, sólo puede ser defendido alegando pruebas o indicios del tipo de los que solían aducir los teilardianos (en España, por ejemplo, Miguel Crusafont Pairó) para justificar ese «salto a la reflexión». En el Neandertal, me decía hace muchos años el propio Crusafont, el indicio más seguro del salto a la reflexión era la institución del enterramiento de los cadáveres, institución que él relacionaba con la «reflexión sobre la muerte». Sin embargo, los enterramientos más antiguos que se conocen, los de las cuevas de Drachenloch, son de osos y no de hombres; y, en todo caso, la institución del enterramiento podría tener que ver tanto con la reflexión sobre la muerte como con el mal olor de un cadáver que atrae a los buitres o a los carroñeros, o con el temor animista a que el alma supuestamente viva del muerto se escape del cadáver.
Otros muchos criterios pueden ensayarse para determinar el momento o el proceso por el cual el hombre alcanza la condición de persona. Por ejemplo, la adquisición de un lenguaje articulado, la fabricación de útiles de suficiente complejidad, la organización en poblados o ciudades (sólo podríamos hablar de persona humana, desde un punto de vista aristotélico, cuando el hombre, hace ya más de diez mil años, se constituyó como «animal político», con derechos y deberes). Incluso habría que retrasar más la constitución del hombre como persona al momento de constitución de los grandes Imperios universales, por cuanto de hecho, la idea de Persona, en un sentido similar al actual –y no en el sentido de la máscara que el actor se ponía para hablar, personare, la llamada «persona trágica»– sólo apareció en el Imperio romano de Constantino, cuando, una vez reconocido el cristianismo como religión oficial, el propio emperador convocó el Concilio de Nicea, en el que se planteó la cuestión de las relaciones de las personas divinas y la persona de Cristo, en cuanto «hombre divino».
Como es obvio no corresponde a este lugar entrar en la cuestión de la evolución o de la historia de la «transformación del hombre en persona humana». Pero, en cambio, y puesto que estamos tratando de los conceptos de Hombre y de Persona humana como si fueran conceptos-clase, sí necesitamos decir algo acerca de una cuestión prácticamente intacta, a saber, la cuestión de las diferencias entre la estructura lógica o formato lógico de la idea de hombre y el formato lógico de la idea de persona humana.
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Distinguiremos, del modo más sencillo que nos sea posible, dos tipos o formatos de conceptos clase, que denominaremos conceptos autotéticos y conceptos alotéticos (respecto de los elementos de una clase autotética dada).
Las clases autotéticas se definen por características predicables universalmente de los términos o individuos pertenecientes a estas clases, según los modos de predicación de Porfirio-Linneo: género, especie, diferencias, propios, y accidentes «quinto predicable». Hablamos de «clases autotéticas» atendiendo a la circunstancia de que la predicación se resuelve en el propio ámbito de cada uno de los términos de la clase, con el sentido distributivo de representar características constitutivas de cada término enclasado en sí mismo (autos) considerado, sin perjuicio de que estas características autotéticas puedan ser compartidas por otros términos de la clase de referencia (es decir, sin perjuicio de que las características autotéticas puedan ser nomotéticas y no idiográficas, en el sentido de Windelband-Rickert). Por lo demás, las clases autotéticas pueden ser uniádicas (cuando sus términos son individuos), diádicas (cuando los términos son pares de individuos o parejas, por ejemplo, «la clase de los matrimonios monógamos» o la «clase de los hermanos siameses inseparables») o n-ádicas. Los predicados o características autotéticas distributivas de una clase se resuelven en los individuos (en el caso de las clases uniádicas) como si fueran propiedades suyas que ellos poseen, reciben o mantienen «en sí mismos», como si fueran sustancias aristotélicas. Así, cuando predicamos de una célula promedio el tener un diámetro de treinta micras, queremos decir que cada uno de los individuos de la clase célula –considerados como esférulas vivientes, en el sentido de Rashevsky– tiene como característica o atributo autotético un diámetro del orden de treinta micras, sin perjuicio de que este diámetro de cada célula sea «igual» estadísticamente al diámetro de otras células de la clase. Según esto, los atributos autotéticos se nos presentan como constitutivos de cada individuo de la clase, sobre todo si la predicación es esencial (es decir, si dejamos de lado los predicados según el quinto predicable).
En cualquier caso, no se trata de insinuar que el individuo de una clase autotética sea una sustancia aislada, sin relaciones con otros individuos, o incluso sin componentes o partes no autotéticas (partes alotéticas), es decir, referidas a otros individuos de la clase o de otras clases. Simplemente ocurre que el formato lógico que estamos intentando delimitar conduce, por abstracción, al tratamiento de esos predicados relacionales o alotéticos del individuo de la clase autotética como si fueran predicados o partes autotéticas. Para utilizar, en el caso de las relaciones, la terminología escolástica: como si subrayásemos el esse in de las relaciones entre los individuos abstrayendo su esse ad, lo que envuelve, sin duda, una suerte de sustantivación de los atributos aliorelativos o de los atributos aliotéticos. Por ejemplo, la huella de un pie en la playa solitaria es alotética, en tanto nos remite al pie ya lejano que la imprimió; sin embargo puedo atenerme a la consideración de esa huella en lo que tiene de «morfología» de un sector de la arena, o de la roca en la que estuviera fosilizada, con abstracción del pie que la produjo, y siempre suponiendo que efectivamente esta morfología haya sido producida por un pie.
Los que, a diferencia de los «conceptos clase autotéticos», llamaremos «conceptos clase alotéticos», presuponen siempre clases autotéticas de referencia. Pero de forma tal que ahora los términos de estas clases no sean tratados como autotéticos, sino como alotéticos, es decir, como referidos (y no sólo a través de relaciones predicamentales, posteriores a los términos, sino a través de relaciones trascendentales, constitutivas de los propios términos) a otros términos de la misma clase de referencia (por ejemplo, a una especie) o a otras clases o especies colindantes. Los términos (individuos, en su caso) de las clases alotéticas se nos darán por tanto a través de los predicados alotéticos como orientados constitutivamente hacia otros individuos de la clase autotética de referencia o de otras clases colindantes. Y en la medida en la cual esta orientación sea predicable universalmente («nomotéticamente») de una multiplicidad de términos (individuos en su caso), podremos hablar de clases alotéticas de términos o individuos. Clases que cabrá considerar como transformaciones de otras clases previas autotéticas (aún cuando también cabría ensayar la transformación recíproca).
Un primer ejemplo: la clase «cuerpos de un sistema gravitatorio» debe considerarse como una clase alotética, en la medida en que cada cuerpo del sistema es asumido no ya tanto en función de su masa inercial (autotética) sino según su masa gravitatoria (que es alotética), en la medida en que incluye la distancia entre los cuerpos elementos de la clase.
Un segundo ejemplo: «tener colmillos» es un atributo que pone a una fiera en relación (teleológica en este caso) con otras fieras de su especie, o con animales de otras especies; de donde el concepto clase (al margen del «rango clase» de la taxonomía de Linneo) de «vertebrados depredadores», que es desde luego una clase alotética. Sin perjuicio de que, por abstracción autotética sustancialista, podamos considerar a los colmillos de la fiera como partes autotéticas suyas procedentes –al margen de toda teleología– de su «sustancia genética», de su genoma; llamamos la atención de hasta qué punto, desde la perspectiva genética, la figura de un colmillo tiende a «agotarse» en los procesos genéticos de su configuración, dejando completamente al margen las cuestiones teleológicas (que llegan incluso a ser consideradas por los genetistas como meros antropomorfismos imaginarios).
Un último y tercer ejemplo: «tener descendencia» (hijos, nietos, biznietos, sobrinos, primos, &c.) es un atributo alotético de los seres vivientes, y sobre él se construyen los conceptos taxonómicos llamados phyla o estirpe y familia; conceptos clase confundidos una y otra vez con los conceptos taxonómicos autotéticos de tipo porfiriano. (La categoría taxonómica phylum, creada por Ernesto Haeckel desde una perspectiva evolucionista, difería en efecto notoriamente de las categorías taxonómicas de Linneo, que, sin embargo, son reconocidas como imprescindibles, aunque sin dar las razones lógicas adecuadas, para la doctrina de la evolución darwiniana.) Esta diferencia acaso puede formularse lógicamente precisamente mediante la diferencia entre las clases autotéticas y las clases alotéticas, diferencia que también podría ponerse en correspondencia con la que establecemos entre las clases porfirianas y las clases plotinianas. En efecto, el phylum no era solo (como algunos taxónomos pretenden) una categoría taxonómica más (es decir, autotética), «intermedia» entre la clase y el reino de Linneo; porque era una categoría intermedia, sin duda, pero a la vez con un formato lógico diferente, el formato alotético; del mismo modo que familia, que también introdujo Haeckel, era una categoría intermedia entre el género y el orden, pero no sólo intermedia (como si fuera una categoría linneana más) sino intermedia con formato diferente, es decir, con formato alotético y no autotético.
Por supuesto, cuando hablamos aquí de «clases lógicas» utilizamos el sentido habitual en Lógica de Clases, y no el sentido taxonómico de Linneo, que restringió el sentido de clase, y dentro de las clases lógicas autotéticas, al rango intermedio entre orden y tipo (las diferentes especies y géneros de simios se agrupan, junto con otras especies y géneros de prosimios, en el orden de los primates; este orden, junto con otros órdenes de animales, se agrupan en la clase de los mamíferos, que unida a otras clases de animales –aves, reptiles, peces...– constituyen el tipo de los vertebrados (tipo porfiriano), que se correspondería parcialmente con la clase alotética de los cordados, del phylum chordata, que se agrega a los tipos nematelmintos, artrópodos, &c.
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Podemos ahora formular la cuestión de la diferencia entre el concepto de hombre (o el concepto de simio, como una clase de clases que comprende a las clases lógicas o especies constituidas por los chimpancés, gorilas, orangutanes, bonobos...) y el concepto de persona. Ante todo por medio de la distinción, que acabamos de establecer, entre el formato lógico de las clases autotéticas y el de las alotéticas. Porque «hombre» (como «chimpancé», «gorila», «bonobo», &c.) sería un concepto de clase autotética, mientras que «persona humana» sería un concepto de clase alotética.
Y esta diferencia explicaría la razón por la cual no es posible pasar, por acumulación de atributos autotéticos (genoménicos o etológicos) del hombre (o del simio) a la persona, a efectos de ecualizar o igualar personas humanas, hombres y simios en torno a determinados parámetros. Y fundamentalmente el de los derechos humanos, entendidos como atributos de la persona, en cuanto sujeto de los mismos (los propios derechos humanos, como característica definida de la persona humana, en cuanto institución, habría que considerarlos como conceptos alotéticos, y no como conceptos autotéticos, que es como los considera la Declaración universal de los derechos humanos de 1948, que habría de considerarse referida antes a normas éticas que a normas jurídicas).
No ignoramos que la idea de persona ha sido concebida en la tradición espiritualista o, en general, sustancialista, como un concepto clase de los que llamamos autotéticos: cada individuo humano, al menos aquellos individuos que tienen supuestamente un atributo autotético llamado alma racional (creada por Dios nominatim en cada cigoto humano) o un cerebro de determinado nivel de «complejidad», en el sentido de Tipler.
Estos conceptos de «persona» son conceptos sustancialistas, puramente metafísicos (similares a los conceptos de «hombre volante» de Avicena o del «ego cogito» cartesiano), compatibles con la situación límite (y utópica) de la «persona solitaria» (Hayy, el filósofo autodidacto de Abentofail); una situación límite, de clase unitaria, cuyo correlato teológico es el Dios personal, monoteísta y unitario, de los musulmanes (Alá), que se contrapone al Dios personal monoteísta, pero trinitario, de los católicos, que consta de tres Personas (Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo). Que tiene, por tanto, el formato lógico de una clase alotética, dentro de su inmanencia, formada por tres personas que se implican las unas a las otras por las relaciones alotéticas de «filiación» o de «espiración».
Pero la persona humana (como la persona divina de la teología trinitaria) no es nunca solitaria. La persona humana implica pluralidad de personas, y no sólo a la manera como la oveja del rebaño (en tanto que clase n-ádica, pero autotética con referencia a cada rebaño como elemento) implica a otras ovejas del rebaño, sino según el modo alotético.
Uno de los atributos constitutivos de la persona humana, aunque no fuera considerado como el originario, es el que le confiere la capacidad de hablar, en «lenguaje fonético doblemente articulado». Incluso, como ya hemos recordado, la etimología de «persona» tiene que ver con el hablar, per-sonare, a través de la máscara o «persona trágica» de unos actores con otros, o con el público, en el teatro antiguo. Y hablar implica una relación en principio alotética, pero asimétrica (cosa en la que no suele fijarse la atención de los filósofos del lenguaje). Una relación asimétrica entre quien habla y quien escucha, que se desarrolla, por rotación o inversión, hasta alcanzar la forma de una relación simétrica (cuando quien escucha comienza a hablar a su vez), y de ahí pasa a ser transitiva; y, según algunos, reflexiva (Platón: «el pensamiento es el diálogo del alma consigo misma»).
De este modo, la relación que, mediante el lenguaje, se establece entre las personas humanas podría considerarse como una relación de igualdad fuerte (simetría, transitividad y reflexividad), y así la considerábamos aún en un artículo que publicamos ya hace más de medio siglo («Para una construcción de la Idea de persona», Revista de Filosofía del Instituto Luis Vives, tomo XII, nº 47, páginas 503-563, Madrid 1953). Pero acaso la capacidad de hablar sólo pueda tomarse como fundamento de una igualdad débil, si entendemos la reflexividad (el «hablar consigo mismo») como una situación límite, una situación que supone una metábasis a otro género (el de la «persona mental» o psicológica, próxima además a la esquizofrenia paranoide de quien oye las voces que su «otro yo» le envía a su «yo»).
En cualquier caso, la clase de las personas humanas, constituida a partir de la relación implicada en el «hablar», se establece entre los individuos humanos dotados autotéticamente de habla, pero con orientación alotética. En efecto, las personas que reciben el atributo del habla no lo reciben en rigor de modo autotético, sino sólo en la medida en que unas interaccionan con otras, más que en la medida en que se comunican (porque el concepto de «comunicación de mensajes» pone el acento abusivamente en los mensajes autotéticos que cada individuo humano tendría encerrado «en su interior»).
Pero aunque la relación de igualdad (fuerte o débil) establecida entre las personas dotadas de habla sea universal respecto de la clase de referencia «individuos humanos», sin embargo no es conexa. Porque aún cuando toda persona humana haya de poder mantener la relación del hablar con las otras, sin embargo de aquí no se deduce que dos personas cualesquiera de la clase hombre puedan mantener esta relación, incluso aún poseyendo el lenguaje. Lo que significa que la relación de igualdad, fundada en el lenguaje, que define a las personas humanas como un subconjunto alotético de la clase de los hombres, es una relación de equivalencia capaz de introducir una partición de esta clase en partes disyuntas, y, por tanto, incomunicables entre sí a través de sus hablas. En este sentido hay que concluir que la relación de igualdad entre personas humanas puede implicar no ya la unidad o comunidad entre ellas, sino también su radical separación en cuanto personas (por el lenguaje los chinos quedan separados, y no unidos, a los rusos, o a los ingleses, o a los españoles).
De todo lo anterior deducimos también, como ya hemos indicado anteriormente, que es imposible pasar de un concepto clase de simio o de hombre, en formato autotético, al concepto clase alotético de persona humana, acumulando en los simios o en los hombres predicados autotéticos cada vez más abundantes y complejos. El hombre y el simio podrán diferenciarse, en cuanto clases porfirianas, por la complejidad o nivel de complejidad de sus atributos o partes autotéticas; pero la persona humana no se diferencia del hombre, y menos aún del simio, en tanto son clases de formato autotético, por su nivel de complejidad más elevado, sino por su condición de clase de formato alotético, cuya transformación habrá que explicar en cada caso. Esta es la razón por la cual, cuando se intenta definir la persona humana (o al hombre en cuanto persona, es decir, en cuanto sujeto de derechos humanos) como clase autotética, según atributos comunes universales pero no disyuntos (a fin de regresar a una perspectiva ad hoc que no introduzca separación sino unidad entre todos los individuos humanos, y sin molestarse, por supuesto, en distinguir entre hombres y personas humanas) sólo se tendrá el camino, para llegar a la igualdad, de la selección de atributos negativos (no alotéticos) aunque se ofrezcan disfrazados de atributos positivos.
Constatamos, en efecto, cómo en la Declaración universal de los derechos humanos de 1948, los hombres son considerados como sujetos de estos derechos precisamente en cuanto privados de lenguaje, sexo o religión (que son todos ellos atributos alotéticos). Dicho de otro modo, el hombre sujeto de los derechos humanos de la declaración de 1948 no se diferencia, por su formato lógico, del chimpancé o del australopiteco. Según esto, podemos afirmar que en esa Declaración universal está ya implícitamente contenida la declaración de los simios como sujetos de derechos humanos, dado que el hombre que allí se define –«sin discriminación de lengua, religión, sexo o raza»– está tomado a un nivel o formato lógico similar al de un simio.
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Cuando tratamos de establecer las diferencias (los atributos diferenciales) entre las personas humanas, los hombres y los simios (por no referirnos a otros animales), tenemos que distinguir la cuestión de la realidad de estas diferencias, la cuestión de si existen estas diferencias, de la cuestión de la naturaleza de las mismas, la cuestión del origen, génesis y estructura de estas diferencias, es decir, la cuestión del alcance de la igualdad entre personas humanas, hombres y simios, que, como hemos dicho, presuponen siempre algún tipo de desigualdad. Por ejemplo, la cuestión de si la igualdad determinada alcanza a los derechos o no.
Ahora bien, que entre las personas humanas, los hombres y los simios, existen diferencias, es un hecho antropológico indubitable, puesto que indubitables son las relaciones de desigualdad entre estas clases lógicas, tanto si se consideran desde una perspectiva autotética como si se consideran desde una perspectiva alotética. La cuestión no es, por tanto (como parecen insinuar algunos defensores de la igualdad), la de demostrar el hecho de las diferencias, en nombre de la igualdad, sino por el contrario demostrar la igualdad a partir del hecho de las diferencias. El «hecho» no tenemos que demostrarlo, puesto que hay que partir de él, y no se puede partir de la igualdad, que es lo que hace del modo más simplista, dándola por supuesta, el «pensamiento Alicia» aplicado a esta cuestión.
La cuestión es «medir» la naturaleza y la génesis de esta desigualdad y su alcance.
Tomamos como referencia, como es obligado desde un punto de vista dialéctico, la doctrina espiritualista tradicional incorporada a la dogmática cristiana y al cartesianismo que interpretaba (explicaba) el hecho diferencial como una dicotomía: las personas humanas y los animales (los simios y el hombre, en lo que tiene de animal) nos remiten a dos «reinos» separados por una línea divisoria infranqueable por cualquier tipo de transformación evolutiva: el «reino animal» comprende a los animales no dotados de alma espiritual (es decir, según la mayoría, a los animales irracionales, si la racionalidad se entendía como derivada de esta alma espiritual), mientras que el «reino hominal» comprende a los animales dotados además de alma espiritual y, por tanto, de racionalidad, a los animales racionales. Esta dicotomía, que establecía la barrera infranqueable de la que hemos hablado (el reino hominal no podía derivarse por evolución, sino por creación) suscitaba la fundamental cuestión basada en la constatación empírica de múltiples e impresionantes semejanzas, de la «racionalidad de los brutos», que cada escuela intentaba resolver como podía.
Según la doctrina tradicional no habría posibilidad, por tanto, de pasar por transformación o generación unívoca de los animales irracionales al hombre. El hombre surgiría por creación divina de cada alma espiritual, asignada nominatim a cada individuo corpóreo humano. Además sería esta circunstancia (la pertenencia al «reino de los espíritus») la que otorgaba al hombre su dignidad característica en cuanto «rey de la creación». Sobre todo cuando el puesto que se atribuía al hombre, por los teólogos cristianos, era incluso superior al de los ángeles, por la circunstancia de que la Segunda Persona de la Trinidad había tenido a bien unirse hipostáticamente a un individuo de la especie humana, el hijo de María, antes que a alguna especie (no ya a algún individuo) de la clase o género de los «serafines» o de los «querubines».
Ha sido muchas veces reconocido, ya desde sus principios, el alcance de la revolución darwinista aplicada al origen de la especie humana como resultado de la transformación de los simios. Y se ha dicho con razón que la «revolución darviniana», continuaba las consecuencias que se derivaron de la «revolución copernicana»; al destituir al hombre del lugar central que ocupaba en el Universo en cuanto habitante de la Tierra, considerada como centro suyo, y rebajándolo a la condición de habitante de un «minúsculo planeta» perdido en la muchedumbre de las «motas del polvo estelar». Porque la revolución darwiniana destronó al hombre del trono que ocupaba como rey del universo (entendido como habitante de un reino de los espíritus, por encima de los animales), para rebajarlo, ahora de un modo mucho más directo y positivo de lo que Copérnico hubiera podido inspirar, a la condición de una especie más de primates, de un simple mono. Y acaso, según dijeron algunos –Alsberg, Klages, &c.–, de un «mono mal nacido», aparecido por selección natural frustrada en la cadena de la evolución de las especies.
Ahora bien, conviene precisar (limitativamente) el alcance que la «degradación» inherente a la revolución darwiniana tuvo, y sigue teniendo, en muchas interpretaciones del evolucionismo transformista. La limitación de este alcance estaría determinada tanto en el momento de fijar el límite terminal, aún a partir del límite inicial, de esta cadena evolutiva.
Cuanto al límite terminal: quienes consideraban o consideran a la cadena evolutiva desde la ideología (o filosofía) del «Progreso Global», la doctrina transformista no implicaba necesariamente una degradación efectiva (a lo sumo, la degradación de la que se hablaba sólo cobraba sentido propiamente respecto de un encumbramiento previo puramente mitológico o metafísico), sino una conservación del puesto privilegiado que tradicionalmente se le concedía. A fin de cuentas el hombre podía ser considerado (incluso por Engels) como el fruto más excelso de la evolución y, por tanto, el hombre como la especie más alta y compleja; de hecho, como el Rey de la Creación. (La superioridad del hombre –decían algunos exégetas del darwinismo– venía dada por el hecho de que partiendo del nivel animal más bajo y humilde, la especie humana –como ocurriría después en las revoluciones sociales a las clases más bajas– había logrado elevarse hasta el último peldaño de la escala, el que conduce a la libertad y a la vida espiritual: ¿no es esta superioridad del resultado –decían– mucho más valiosa, aparte de más positiva, que la que pretendían justificar quienes ponían su superioridad a partir del supuesto de un origen espiritual, propio de un ángel caído en la animalidad?)
Cuanto al límite inicial (y esto es lo más importante desde el punto de vista práctico): los hombres procederán de los monos, sin duda, pero los monos ancestrales, tal como se ofrecían a los darwinistas del siglo XIX y primeras décadas del XX (que sólo podían utilizar como «pruebas serias» las pruebas de la Paleontología) eran, efectivamente, nuestros padres, cuya afinidad con ellos no podíamos negar: teníamos «su misma sangre», pero sólo conocíamos de ellos sus esqueletos, casi siempre muy mal conservados. Es decir, nuestros padres, que descubría el darwinismo, eran muy antiguos y primitivos, vivieron in illo tempore y, lo que es más importante, no había que temer el encontrárnoslos algún día frente a frente. Los «monos», protohombres u hombres, que el darwinismo paleontológico nos presentaba como criaturas de nuestra misma sangre eran dryopitecos, pitecántropos, neandertales, &c. No había ningún peligro de que un día se nos cruzara por la calle uno de estos antepasados emparentados con nosotros directamente. En cambio los demás simios sólo se emparentaban indirectamente con nosotros, a través de antecesores muertos hacía milenios; y quién sabe lo que ya habrían podido separarse, en la evolución, de nuestros ancestros directos. Serían, por tanto, en todo caso, parientes lejanos, cuya situación inferior a la nuestra no comprometía la dignidad de nuestra propia posición en el universo; antes bien, podría servir para realzarla comparativamente, si subrayásemos los rasgos diferenciales desde la perspectiva del «progreso global».
Pero otra cosa estaba llamada a ocurrir cuando, a lo largo del siglo XX, se perfeccionaron los métodos de la Etología primero, y de la Genómica después. Porque estos métodos permitirían al darwinismo (tras las consabidas etapas turbulentas) desplegarse por vías diferentes a las del «darwinismo paleontológico», siguiendo, sobre todo la Genómica, los métodos mendelianos que ya desde el principio se interpretaban como limitativos de la evolución progresista, asociada originariamente al darwinismo paleontológico.
El mendelismo, en efecto, introducía un principio conservador de los caracteres hereditarios que parecía limitar la idea del alejamiento progresivo de nosotros respecto de los ancestros, ya inexistentes, y sólo conocidos por sus esqueletos. El mendelismo sugería ya que la «sangre» de los antepasados seguía bullendo en nuestras venas («acaso me estoy cruzando en la Quinta avenida, varias veces al día, con distintos neandertales conservados en el fenotipo de algunos ciudadanos neoyorquinos»), pero sobre todo en las venas de los simios actualmente existentes. Porque son los chimpancés de hoy, y no sus ancestros, los que comparten el 98'4% de sus genes con nosotros; son los chimpancés de hoy, y no sus ancestros, los que, según los resultados de los etólogos, comparten con nosotros la capacidad de resolver problemas difíciles, de hablar (y no es sólo que, in illo tempore, nuestros ancestros y los de los chimpancés fueran capaces de entenderse entre sí). En suma, los chimpancés, los gorilas, los bonobos, &c., son hoy congéneres nuestros, primos hermanos o, si se prefiere, hermanos.
Ahora bien, ¿acaso estas afinidades (en secuencias de genes, en segmentos de etogramas) establecidas acumulativamente entre los simios y los hombres nos permiten pasar a la condición de la «igualdad virtual» de las personas humanas con los simios, como quieren los promotores de la proposición socialista, siguiendo a los firmantes del Proyecto Gran Simio?
En modo alguno. Y no lo decimos sólo en función de la distancia, que permanece siempre, entre el genotipo y el fenotipo (dentro de los individuos que pertenecen a clases autotéticas). Sino que lo decimos, sobre todo, en función de la distancia que media (y se agranda) entre los individuos pertenecientes a clases autotéticas (como es el caso de los individuos humanos) y los individuos que pertenecen a clases alotéticas (como es el caso de las personas humanas).
Que la distancia genotípica no se corresponde con la distancia fenotípica es un hecho conocido pero a cuyo reconocimiento teórico, en términos genéticos, se resisten, a efectos de interpretación, muchos genetistas, sin duda aprisionados por el dogma antirracista. La distancia genotípica puede disminuir hasta aproximarse a cero sin que la distancia fenotípica disminuya en la misma proporción; incluso aumenta.
Tal es el caso de la distancia genotípica entre los individuos de las distintas razas humanas y la distancia fenotípica entre esas razas de mongólidos, négridos y blánquidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, y como reacción al racismo nazi, se «consensuó», por parte de antropólogos físicos, zoólogos, sociólogos, &c., prescindir del concepto de «raza humana» como concepto pseudocientífico (se sustituyó por los conceptos de «variante», «etnia», &c.). Y se confirmó este consenso en el reconocimiento de la condición de especie mendeliana que convenía a la especie humana, cuyos individuos cruzados sexualmente pueden dar lugar a otros individuos de la misma especie. Se estableció así, en virtud de esta suerte de «cierre operatorio», la igualdad entre todos los seres humanos, igualdad que se vería corroborada ulteriormente por el análisis del genoma humano.
Apoyados en los resultados de le Genética, es frecuente escuchar, de boca de especialistas en genética humana, la siguiente afirmación: «Es anticientífico el reconocimiento del concepto de razas humanas»; queriendo sin duda significar: «La estructura genética de los individuos de la especie humana no permite reconocer la realidad de fenotipos raciales diferentes.» Sin embargo, ¿acaso hay que negar las diferencias reales entre estas razas, como subespecies o subclases de la clase autotética «hombre», y con un alcance análogo al que atribuimos a las diferencias entre la especie humana, en cuanto especie mendeliana diferente de las especies mendelianas chimpancé, gorila, &c.?
En efecto, cada una de estas «razas» puede considerarse como un «subconjunto estable» –en el sentido de la teoría de conjuntos– dentro del conjunto o clase de los hombres. El subconjunto <−1, 0, +1> del conjunto de los números enteros es un subconjunto estable («cerrado») respecto de la operación producto (−1×−1=+1; −1×+1=−1; −1×0=0, &c.); lo que no excluye la posibilidad de que el producto de los elementos de este subconjunto estable con elementos del conjunto de referencia envolvente, sea también posible o fértil (1×5=5, −1×6=−6, &c.).
Del mismo modo, el cruce de individuos de la raza negra es estable en el sentido mendeliano: los hijos de negros son negros, como los hijos de blancos son blancos, &c. Y sin que esto rompa la unidad de la especie mendeliana «hombre», porque los hijos de negro y blanca, o de blanco y negra, son también hombres (mulatos), &c.
En consecuencia cabe concluir que «si la Genética no permite reconocer las razas humanas», peor para la Genética; es decir, cabe concluir que la Genética tiene límites estrictos, y que no puede considerarse como la ciencia integral desde la cual hubiesen de poder explicarse todas las diferencias entre individuos de una misma clase, de suerte que en lugar de reconocer sus límites, se nieguen las diferencias, en nombre de la igualdad.
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Pero cuando nos referimos a las diferencias entre los simios, los hombres y las personas humanas, limitando las pretensiones de quienes quieren establecer «científicamente» las relaciones de igualdad entre ellos (sin molestarse siquiera en determinar el parámetro k de esa igualdad) no lo hacemos en nombre de la distinción biológica entre el plano genotípico y el plano fenotípico (que comprende al etológico). Ambos pueden considerarse como «planos secantes» de los individuos miembros de clases autotípicas (tanto si se tienen en cuenta atributos genotípicos como atributos fenotípicos, con sentido autotípico).
Lo hacemos en nombre de la distinción lógica entre las clases autotéticas y las clases alotéticas de las que hemos hablado en los párrafos anteriores.
En efecto, presuponemos que la idea de persona tiene el formato de clase alotética, respecto de múltiples relaciones tales como las fundadas en el lenguaje (el «habla», según hemos dicho). Pero muchas de esas relaciones, aunque bastantes para considerar a la clase de las personas desde la perspectiva de las clases alotéticas, no serían suficientes para rebajar la distancia entre personas, hombres y simios; en cierto modo podrían servir para incrementarla, al menos proporcionalmente (es decir, según el concepto de la igualdad proporcional, geométrica, o de analogía de proporción compuesta). En efecto, las relaciones fundadas en el habla humana, aunque definan una clase alotética, siguen siendo comunes a diferentes especies y, por consiguiente, estas pueden equipararse entre sí cuanto a las relaciones de lenguaje, que podemos atribuir a los individuos pertenecientes a otras especies de mamíferos, de aves o de cefalópodos (también transformados en clases alotéticas).
Lo que nos demuestra que las relaciones alotéticas que necesitamos determinar entre los individuos humanos para considerarlos como personas humanas han de ser relaciones que no sean, por su materia o contenido, estrictamente intraespecíficas («circulares»), sino interespecíficas («angulares». Sólo de este modo podremos alcanzar una perspectiva capaz de establecer relaciones de desigualdad, por su asimetría, entre las personas humanas y los individuos pertenecientes a la clase (orden) de los primates (incluyendo a la clase de los hombres, en tanto no se consideren como personas humanas). Una perspectiva que permita rasgar las analogías entre las especies, que disimulan la desigualdad constitutiva que suponen dada entre esas clases.
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La relación que hemos seleccionado para este efecto es la relación, bien conocida por los etólogos, de dominación, simbolizada por la fórmula x>>y. Esta relación, sobreentendida como uniunívoca (de uno a uno) se considera asimétrica, y por tanto no reflexiva. No cabe suponer (x>>x), (y>>y), es decir, no se acepta que alguien se domine a sí mismo, con sentido etológico (no ya psicológico).
Tampoco la relación es transitiva, de un modo directo (o de primer grado); pero sí puede ser transitiva en segundo grado, de modo eslabonado (la relación x1>>x2>>x3 es transitiva en primer grado si, suprimido x2, se mantiene x1>>x3; es transitiva en segundo grado si se mantiene la dominación x1>>x3 pero cuando subsiste el «eslabón» x2).
Las relaciones de dominación establecidas entre los individuos de un conjunto dado (por ejemplo las gallinas y los gallos de un gallinero) tienen una estructura jerárquica generalmente ramificada, pero no rígida o invariable (los individuos pueden cambiar, por rotación, su puesto en las líneas jerárquicas; por ejemplo x1>>x2 puede «evolucionar» hacia x2>>x1, con todas las repercusiones que esta rotación pueda tener en la red en la que se entretejen las líneas jerárquicas). Una estructura jerárquica multilineal puede representarse en una «matriz cuadrada D de dominación de primer grado» cuya diagonal (que corresponde a las dominaciones reflexivas) tendría siempre el valor cero. El producto de matrices D×D=D2 representará las relaciones de dominación de segundo grado. Una matriz de poder P es la matriz suma D+D2.
Hay un teorema algebraico que tiene la mayor importancia en nuestro campo, que podríamos denominar como «teorema suprematista»: «dada una relación de dominación xi>>xj en un conjunto n de individuos de una clase [x1,x2...xn] existe al menos un individuo capaz de ejercer sobre todo otro individuo del conjunto una dominación de uno o dos grados» (pueden verse aplicaciones de este teorema a la filosofía de la religión, en El animal divino, segunda edición, Pentalfa 1996, escolio 11).
Las relaciones etológicas de dominación están referidas a la dominación etológica del tipo uno a uno (de un individuo, una gallina xk, a otro individuo xq: xk>>xq); pero pueden ampliarse fácilmente a relaciones uniplurívocas, pluriunívocas o pluriplurívocas, para poder recoger, sobre todo, los casos en los cuales un grupo de individuos Xp (x1,x2,x3...) domina a otro grupo Yq (y1,y2,y3...), aún cuando los individuos xi del grupo Xq no dominen siempre a los individuos yi del grupo Yq (Napoleón decía haber observado que un mameluco puede más [domina, en lucha directa] que un francés, que diez mamelucos pueden lo mismo que diez franceses, pero que cien franceses dominan a cien mamelucos). Bastaría interpretar los términos de la matriz cuadrada D como grupos de individuos.
En cualquier caso sería necesario tener en cuenta la materia misma de la relación de dominación, por cuanto esta materia no tiene por qué ser siempre la misma. Las relaciones de dominación representables en una matriz de primer grado, en la matriz cuadrada de segundo grado, en las matrices de poder, &c., son formales o genéricas. Lo que significa que una misma matriz algebraica (formal) de dominación puede verificarse en el mismo conjunto de términos según una materia o parámetro k dado y dejar de verificarse en el mismo conjunto según una materia o parámetro f distinto; o, lo que es lo mismo, a un mismo conjunto de individuos pueden corresponder matrices D1, D2... de dominación diferentes, según los parámetros k, f... que se consideren.
Cuando nos referimos a relaciones de dominación entre grupos (como es el caso de las relaciones de dominación entre familias, empresas, gremios, partidos políticos, clases sociales... de una misma sociedad humana compleja, o el caso de las relaciones de dominación entre grupos interespecíficos, como cebras y leopardos, hombres y gorilas) tendremos que analizar la composición de los parámetros utilizados por las relaciones de dominación. Análisis, por cierto, muy descuidado por las teorías de quienes estudian las relaciones de «poder» y aún la «microfísica del poder» (como si el «poder» fuese una relación de dominación con parámetro fijo).
En la presente ocasión no es posible ofrecer un análisis preciso de los parámetros que consideramos al hablar de relaciones de dominación y de poder, como suma de las dominaciones de primero y de segundo grado, que puedan establecerse entre personas, hombres y simios, u otros grupos y especies de animales. Pero sí tendremos en cuenta la complejidad paramétrica de las relaciones de dominación y, sobre todo, tendremos en cuenta que las relaciones de dominación de las que hablamos, no son simplemente relaciones asimétricas establecidas entre términos de cualquier tipo (por ejemplo, relaciones de peso, de fuerza, de velocidad, que después se apliquen a individuos animales), sino relaciones establecidas entre sujetos animales operatorios (no meramente conductuales) con operaciones dadas a escala antrópica: un cuervo, un castor, un perro, un chimpancé, pueden considerarse, en muchas circunstancias, como sujetos operatorios; pero no son sujetos operatorios los animales cuyas acciones, por su escala, o por cualquier otra circunstancia, no puedan componerse con operaciones antrópicas, aunque puedan tener una gran incidencia en el sujeto corpóreo humano a través de sus células o de sus tejidos (infecciones, erosiones, comensalismo...).
Utilizaremos el concepto de «control» (en tanto incluye, no sólo «gobierno» sino también «inspección») para referirnos a las relaciones de dominación en este sentido complejo. «Control» envuelve, en efecto, un análisis de las variables y de los valores adecuados que intervienen en un sistema complejo de dominación sostenida entre sujetos operatorios orientados a unos fines determinados (por ejemplo, a la eutaxia de una sociedad política).
El «control duradero» o sostenido de un grupo sobre otro del sistema implica la dominación de ese grupo y su poder objetivo, o libertad-para influir sobre este grupo (no el mero poder subjetivo, arbitrario, meramente psicológico). El control de un grupo en un sistema complejo de dominación implica, desde luego, un nivel determinado, en los individuos, de inteligencia, comprensión, posesión de instrumental adecuado, «dominio del hecho», en suma, racionalidad; pero racionalidad de naturaleza institucional, y no solo subjetiva o psicológica (véase nuestro «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El Basilisco, nº 37, 2005).
Pero, a la vez, el control efectivo y duradero es una medida objetiva de esa racionalidad (inteligencia, comprensión...) en contra de cualquier relativismo o subjetivismo. Diremos que si alguien controla un sistema dado tiene una racionalidad mayor que quien no lo controla, y no porque supongamos que la mayor racionalidad deriva del control, sino porque, al revés, el control deriva de la superior racionalidad («saber es poder») que se realimenta con aquel.
El dominio complejo, o control, como definición de la superioridad de A sobre B deja de ser así un concepto subjetivo, vinculado al relativismo cultural («para una sociedad A los criterios de superioridad son distintos de los que rigen en la sociedad B»; lo que es superior en A es acaso inferior en B); porque podríamos decir que es B superior a A, de un modo absoluto y no relativo, si tiene poder de control sobre A, es decir, si tiene capacidad para envolver a A (es el criterio que inspira la conocida sentencia: «Para comprender la complejidad del cerebro humano haría falta disponer de un cerebro de complejidad aún mayor»). Si cabe sostener la afirmación de que la «medicina occidental» es superior a la «medicina étnica» lo será en la medida en la cual la medicina occidental (que incluye la Fisiología, la Bioquímica, la Etología, &c.) puede controlar a las medicinas étnicas, es decir, puede analizar sus medicamentos, sus maniobras o sus instituciones, a fin de explicar su mecanismo, de neutralizarlas, de mejorarlas o de sustituirlas. Pero no recíprocamente. Y esto no significa que la medicina étnica no pueda aportar medicamentos, remedios o maniobras valiosas y originales; significa que estos medicamentos, remedios o maniobras podrán ser incorporados en el sistema occidental, pero no viceversa.
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Procede aplicar a nuestro campo –constituido por simios, hombres y personas– las ideas generales ampliadas de dominación y de control recién esbozadas. Nos mantendremos aquí, a la escala de este rasguño, en las cuestiones más generales, que requieren obviamente urgentes desarrollos particulares.
La gran ventaja que las ideas de dominación o control tienen sobre otras ideas o conceptos, no ya autotéticos, sino alotéticos, es que no se circunscriben, de modo intraespecífico, a una especie mendeliana, o a un grupo social humano, sino que pueden vincular, mediante interacciones positivas (es decir, no solamente mediante analogías o relaciones puramente lógicas), a individuos pertenecientes a diferentes especies mendelianas o a diferentes grupos sociales. Las relaciones de dominación señor/vasallo del reino A pueden ser análogas (en el sentido puramente lógico) a las de un reino B que no mantiene contactos con el reino A. Es decir, sin que medie interacción o dominación alguna entre el reino A y el reino B; pero también puede haber relaciones de dominación entre el reino A y el reino B, o incluso entre un par señor/vasallo del reino A y un par señor/vasallo de B. Asimismo, la relación de dominación o control no se circunscribirá únicamente a las interacciones de un individuo humano sobre otro, sino que también se aplicará a las interacciones de un individuo humano con un animal (un perro, un caballo, un oso, o un simio).
De otro modo, las relaciones de dominación o control desbordan o trascienden los límites de un campo intraespecífico de sujetos, y pueden ligar también a sujetos de distintas especies, con mantenimiento estricto de la asimetría. Por ejemplo, el individuo humano experimenta o controla (en un gran número de factores) a la paloma encerrada en una caja de Skinner; pero la paloma no le controla a él.
Las relaciones de dominación intraespecíficas o interespecíficas son principalmente relaciones de dominación entre grupos, de la misma o de distinta especie; no es un individuo quien suele dominar por sí mismo a los demás, sino en la medida en que pertenece a un grupo. El concepto aristotélico de «monarquía», como tipo de sociedad política definida porque el poder lo detenta un individuo («en la monarquía manda uno»), es un concepto vacío, sin referencia, porque el rey más autócrata no puede controlar a sus súbditos por sí solo, sino formando parte de un grupo de gobierno.
Las relaciones etológicas (uniunívocas) de poder son, en principio, lineales, de índole asimétrica y jerárquica, aunque generalmente ramificadas; pero los grupos o sistemas sociales no están constituidos por una línea de dominio, aunque sea ramificada, sino por un entretejimiento de diferentes líneas que parten de puntos o centros de poder diferentes. Estas líneas pueden además entrecruzarse, haciendo que los individuos incorporados a ellas, al menos algunos de estos individuos, puedan intersectarse (aún cuando las asimetrías de las líneas estén orientadas en sentidos opuestos). En las sociedades europeas del Antiguo Régimen las líneas jerárquicas (lineales o ramificadas) del poder político (en consecuencia, los centros del poder político) estaban «dobladas» por líneas jerárquicas del poder eclesiástico, que intersectaban con las primeras, algunas veces corroborando la orientación de las asimetrías, otras veces neutralizándolas, y otras veces remontándolas en sentido inverso.
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La idea de persona humana, siempre que la entendamos al margen del sustancialismo tradicional («supuesto de naturaleza racional») se nos da siempre, desde un punto de vista histórico, en contextos de poder, control o dominación. Sólo en un terreno metafísico cabe hablar de «libertad» al margen del poder; sólo cabe concebir a la persona como sujeto de derechos si existe un poder suficiente para conquistar, recibir, mantener o reivindicar los derechos que constituyen su libertad, o su poder. Lo que corrobora la tesis según la cual la persona humana implica multiplicidad de personas y, por tanto, multiplicidad de individuos humanos que han logrado transformarse en personas, en la medida en que han llegado a ser sujetos de derechos. (Cabe afirmar que el problema filosófico más importante contenido en la cuestión de la persona humana es el problema de la transformación evolutiva o histórica del individuo humano en persona, y no directamente del animal en persona; porque entre el simio y la persona hay que intercalar siempre al hombre.)
Venimos suponiendo que el entendimiento del proceso de transformación del individuo humano en persona está bloqueado lógicamente cuando consideramos a los individuos humanos como términos o elementos de una clase definida por atributos autotéticos, aunque éstos sean acumulativos en calidad y excelencia (por ejemplo, el conocimiento o la inteligencia). Porque el conocimiento o la inteligencia son, por sí mismos, atributos autotéticos del individuo, y un individuo humano no es más persona que una abeja porque pueda resolver el problema de Fermat, y la abeja no; también la abeja resuelve problemas de localización de la fuente de alimento o de la construcción de celdillas hexagonales, y no por ello es persona. Si nos atuviésemos a criterios autotéticos para definir a la persona, llegaríamos al absurdo al que llega Frank J. Tipler, por ejemplo, cuando define la persona como «aquel programa de ordenador capaz de superar el criterio de Turing» (La física de la inmortalidad, 1994, trad. española, Alianza, Madrid 1996, capítulo 4). Pues absurdo es admitir una definición de persona que establece la posibilidad de confundir un programa de ordenador, por complejo que sea, con una persona humana; y si Tipler cree haberlo logrado, es porque ha personificado, al modo del animismo, al programa de ordenador (el propio «criterio de Turing» ya es alotético).
Sólo cuando la clase de los individuos humanos es redefinida por medio de atributos alotéticos interespecíficos sería posible aproximarnos a una definición de la persona humana a partir de los individuos humanos. Una definición que fuera capaz de incorporar o recoger los «materiales históricos» empíricos que son considerados comúnmente como personales o como personas humanas.
En este sentido ensayamos aquí la definición de persona humana a partir de las relaciones de dominación o de control en la medida en que estas relaciones no se circunscriben al campo intraespecífico (circular) de la «especie mendeliana humana», sino que se extienden también a campos interespecíficos (angulares) integrados por animales capaces de ser considerados como sujetos corpóreos, y que, en este sentido, por sinécdoque, podrían ser llamados «personiformes» o «personimorfos» (a la manera como se llama «raciomorfa» a la conducta de la garrapata cuando se arroja sobre la oveja lanuda). Lo que no quiere decir que la chimpancé Washoe sea una persona, como parece creerlo Roger Fouts (en su libro Primos hermanos, lo que me han enseñado los chimpancés acerca de la condición humana, 1997, pág. 39, por ejemplo, de la traducción española en Ediciones B, 1999). Washoe tiene de persona tanto como de racionalidad humana tiene el castor al construir sus diques.
El individuo humano no alcanza la condición de persona humana por acumulación de atributos autotéticos, acumulación capaz de superar a la de los simios (inteligencia, puntuación en coeficiente intelectual, adquisición de destrezas, intensidad de sentimientos...) –subrayamos de nuevo que esta es la perspectiva en la que se sitúan los defensores de la igualdad entre hombres y simios– sino por la conquista de atributos alotéticos (de relaciones con otros individuos humanos o no humanos), de los cuales no conocemos otros más pertinentes, para recoger el material empírico etológico e histórico evolutivo, que los atributos que tienen que ver con las relaciones de dominación o de control, en la medida en la cual estas relaciones nos permiten desbordar la clausura o inmanencia de las clases o especies. Pero no por los procedimientos habituales de las comparaciones analógicas de atributos autotéticos de cada especie, según criterios de valoración necesariamente subjetivos («la persona humana es más inteligente, o más libre, o tiene sentimientos más refinados que el chimpancé», o bien, «los chimpancés tienen sentimientos más refinados que las personas humanas»), sino por confrontaciones positivas reales, como pueda serlo la confrontación, para tomar el ejemplo anterior, del control que la paloma, en la caja de Skinner, tiene sobre la caja y sobre el individuo humano que la manipula, y el control que este individuo tiene sobre la paloma y sobre la caja que él mismo fabricó.
La categoría «persona humana» se configura según las coordenadas expuestas en el proceso mediante el cual los individuos humanos logran entretejerse en una red compleja (multilineal y ramificada) de relaciones de dominación o control mutuo, al menos parcialmente, sobre sujetos animales, humanos o no humanos, y cuando en el curso de este proceso comienza a adquirir un puesto en las líneas asimétricas de la dominación; un puesto que resultará cada vez más inasequible para otros sujetos operatorios de especies distintas, o incluso de la misma especie humana, en circunstancias determinadas. Por ejemplo, circunstancias prehistóricas –el hombre moderno es superior al hombre antiguo en cuanto a su capacidad de dominación–.
En época histórica tendremos que tener en cuenta los procesos de apersonalización de fetos monstruosos, o de despersonalización por degradación cerebral o ética, capaz de transformar a un individuo personalizado en una persona cero, sin perjuicio de que, por ficción jurídica, se le mantenga el estatuto de persona (aunque privada cautelarmente de algunos derechos civiles o políticos). Asimismo en el presente, una población humana de reducido tamaño y que utiliza tan solo un idioma vernáculo necesariamente limitado, estará obligadamente dominada por sociedades de radio más amplio capaces de comprender la estructura de la población envuelta, de un modo asimétrico: es imposible que la población que solo dispone de su lengua vernácula pueda llegar a comprender la complejidad del mundo en el que viven las sociedades envolventes; aunque formalmente los individuos de ambas sociedades sean considerados todos iguales en cuanto sujetos de los derechos humanos: una población que solamente hable, pongamos por caso, el guaraní en su estadio vernáculo jamás podrá llegar a comprender el estado actual del mundo analizado por las ciencias si previamente no sustituye sus lenguaje vernáculo por una lengua más desarrollada como el español, el inglés o el francés. Las ideologías que intentan mantener a las poblaciones indígenas en la pureza de sus costumbres y lenguajes vernáculos, las están condenando a mantenerse en situación perpetua de servidumbre por parte de las potencias envolventes.
La persona humana se nos presenta, en todo caso, como una figura individual, lo que obliga a redefinir la individualidad a partir de los cerebros individuales como «centros de control», y no a partir de los organismos individuales íntegros (al menos si se quiere mantener la consideración de personas diferenciadas a los hermanos siameses inseparables).
Los atributos personales del individuo humano son atributos que, en cuanto alotéticos, pueden adquirirse o perderse de un modo más fácil de lo que pueden hacerlo los atributos autotéticos de ese individuo humano. El individuo humano, como el individuo simio, no puede perder sus atributos humanos o simiescos sin perder al miso tiempo su existencia.
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He aquí un esbozo de lo que podrían ser las líneas generales del proceso transformación del individuo humano en persona humana. A efectos de este esbozo tenemos que prescindir aquí de los detalles, que son por otra parte inexcusables para el desarrollo de la teoría.
Partimos de los individuos humanos integrados en bandas dispersas de homo sapiens, procedentes de la evolución darwiniana de los primates. Suponemos que estos individuos son hombres –individuos humanos– pero no son personas. Son, seguramente, más inteligentes, más hábiles que los simios y los homínidos coetáneos, pero esto no los hace personas humanas, como tampoco el paso de unas especies de simios a otras mejor dotadas hace de estas seres humanos. Los hombres primitivos serán, en todo caso, seres personimorfos, pero no son personas; incluso pertenecen a una especie distinta y, si se quiere, mejor dotada que la de sus antecesores, pero según el tipo de especies cogenéricas, con un tipo de distinción, con respecto de las otras especies de simios, como la que media entre unas especies de simios y otras.
El proceso a partir del cual las bandas formadas por estos seres humanos, cada vez más dispersas (no cabe hablar de una «humanidad originaria», en sentido compacto susceptible de ser entendida desde el «ideal de la humanidad» de los krausistas) sólo podrían emprender el camino hacia una especie transgenérica cuando comiencen a transformarse sus relaciones o atributos alotéticos respecto de otras especies (y no ya cuando comiencen a transformarse atributos suyos autotéticos, como suele admitirse ordinariamente, por ejemplo, atribuyendo el «paso a la humanidad» a un determinado incremento del volumen cerebral, es decir, confundiendo lo que puede ser una diferencia distintiva con una diferencia constitutiva).
Y es preciso reconocer que en los primeros pasos, que tuvieron que ser dados a lo largo de una dilatada etapa de decenas de miles de años, los seres humanos mantuvieron relaciones de dependencia, según múltiples parámetros, respecto de otras muchas especies de animales. No podemos decir, por tanto, que las controlaban o las dominaban, salvo en algunos aspectos relacionados con la caza (de la «caza menor», si es que eran carroñeros de caza mayor). Aspectos que tenían su correlato en aquellos otros según los cuales los animales controlaban a los hombres y, en este sentido, los dominaban.
Suponemos que los hombres primitivos percibían a los animales muchas veces o bien como hermanos, con los cuales conviven, o bien como entidades superiores, numinosas.
La primera etapa del proceso de transformación de los individuos humanos en personas humanas podría ponerse en correspondencia con la etapa que venimos llamando «de las religiones primarias», por las que debieron ir pasando, a su debido tiempo, las diversas sociedades humanas.
La evolución de estas sociedades humanas, a través de la evolución de su tecnología y de su organización social, determinará el cambio progresivo, aunque lento, de las relaciones de dominación y control entre los hombres y los animales. Los métodos de caza serán cada vez más eficaces y, sobre todo, dará comienzo un proceso de domesticación y control de ciertas especies de animales. Aquellos animales que no pudieron ser «controlados positivamente», es decir, domesticados, serán controlados al menos negativamente, defensivamente. Para decirlo con las palabras que Platón pone en boca del Ateniense, en el libro III de las Leyes (681a): «Después de ello [de la dispersión de las familias organizadas bajo la autoridad –«control»– del padre] he aquí que los hombres se congregan en mayor número, formando mayores comunidades y se dedican al cultivo del campo, primeramente al de las laderas de las montañas; y construyen en su torno unos valladares de piedra, como muros de defensa contra los animales feroces.» [subrayado nuestro.]
Y llega la época, que ponemos en correspondencia con la época de las religiones secundarias avanzadas, en las cuales los animales numinosos reales van desapareciendo y son sustituidos por animales mitológicos antropomorfos que ya no pueden «controlar» a los hombres porque no existen (y los hombres lo saben de algún modo, por el mismo hecho de distinguir sus imágenes zoomórficas de los animales de carne y hueso). Época en la cual las relaciones asimétricas de dominación de los animales respecto de las bandas humanas van borrándose, y van invirtiéndose o rotando en la forma de relaciones de dominación o de control de los hombres respecto de los animales. Es el momento en el cual algunas figuras divinas humanas asumen precisamente atributos que tienen que ver con su dominación sobre los animales (Cibeles como «señora de los animales», Hércules, Orfeo, &c.).
Es la época en la cual los hombres comienzan ya a distinguirse de los animales como si éstos fuesen una totalidad enfrentada a ellos mismos. La época en la cual los hombres (en realidad, los diversos grupos humanos), comienzan a abandonar la «costumbre» de considerarse a sí mismos como una especie más entre las especies animales, venciendo la resistencia del «relativismo zoológico originario». Todavía Platón, en El Político, pone en boca del Extranjero una doctrina zoológico relativista radical, que parece llegar a persuadir a Sócrates (puntualicemos, como lo hace Platón: al joven Sócrates): «Te pregunto cómo convendrá conducir la educación de los rebaños [entre ellos los rebaños humanos; poco después, el Extranjero clasificará a los rebaños en dos grandes grupos: rebaños de animales con cuernos y rebaños de animales sin cuernos; de suerte que las sociedades humanas habrán de ser consideradas como rebaños de animales sin cuernos y el político como un tipo de pastor propio de este tipo de rebaños]. Y me dijiste, en tu precipitado ardor, que había dos especies de seres animados, una que comprende a los hombres y otra que abarca a todos los animales restantes.»
Sócrates joven admite que así lo ha hecho, utilizando sólo dos nombres: «Hombre» (para la especie de los hombres) y «animales» (para todas las demás especies), y no advierte por qué haya de arrepentirse. Y es entonces cuando el Extranjero le replica: «Obraste como hubiera obrado cualquier animal dotado de razón [humana, sobreentenderemos], la grulla, por ejemplo, si distribuyendo los nombres según su procedimiento tuviera a las grullas por una especie distinta [y enfrentable] de la multitud de animales y se hiciera honor a sí misma, mientras confundiendo a todos los demás seres, incluso a los hombres, en una misma categoría, les aplicara indistintamente el nombre de animales.»
El Extranjero actúa como un taxónomo que delimita especies de animales, géneros, tipos (por ejemplo: «animales con cuernos»), dejando a cada uno en el sitio del tablero taxonómico que le corresponde en el conjunto de la multitud de especies y géneros de la Naturaleza, y dejando de lado la cuestión de la superioridad de unos respecto de otros. Simplemente atiende a sus características distributivas autotéticas (diríamos: genómicas y etológicas). Y, por este motivo, encontrará injustificado que una especie se ponga enfrente de todas las demás.
Pero precisamente la persona humana, según la concepción «institucional» que estamos exponiendo, comienza a constituirse en ese proceso de «ponerse enfrente de todas las demás especies animales», es decir, de no reconocer a ninguna por encima de ella. Y no en virtud de una megalomanía subjetiva, sino por haber controlado, de hecho (o estar en proceso de controlar), a todas ellas. Y esto mediante su «razón», que implica tecnología, poder, institución. Por ello, la condición propuesta por el Extranjero: «Si las grullas tuviesen razón humana» es tautológica, pues de ahí se deriva que si no lo hacen es porque no tienen esa razón (o poder), es decir, porque no son personas humanas. Y entonces el Extranjero, que dialoga con Sócrates joven, nos descubre sin quererlo el motivo por el cual los hombres pueden comenzar a ser personas, y por qué no lo pueden ser las grullas (añadimos, ni los simios): porque no tienen capacidad para enfrentarse, dominar y controlar a todos los demás animales (añadamos: linneanos y no linneanos), para constituirse como reyes del reino animal.
Lo que implica además que la persona no puede definirse según el formato lógico de las clases porfirianas (autotéticas) sino según el formato de unas clases que se caracterizan por su disposición alotética, es decir, por sus relaciones asimétricas con los términos de otras clases.
Entre estas relaciones alotéticas nos referimos a las relaciones de dominación; y decimos, por tanto, que las personas, respecto de los simios, se definen por la dominación de los animales. Y añadimos que aunque esta relación es universal a los hombres de los diversos poblados, ciudades o culturas, no es una relación conexa: un grupo de hombres no domina siempre a otros hombres, sino que puede ser también dominado por ellos.
De donde la personalidad implicará el proceso de desarrollo de estas líneas de dominación de unos hombres por otros, de los esclavos por los señores, de los explotados por los explotadores. Es en este proceso, y no por otorgamiento divino, como podrá aparecer la figura de la persona humana, cuyo límite es la persona soberana que controla o domina a todas las demás. Es decir, Dios, que es, en este punto, la misma idea de persona humana llevada a su límite (nos referimos al Dios de las religiones terciarias, y al Dios de la teología natural, y no a los dioses de las religiones secundarias o al Dios de las teologías dogmáticas).
Y como es imposible de hecho tratar a la persona divina como si fuera una persona real presente en el mundo, la persona humana revertirá sobre los sujetos humanos que, dominados por otros, llegan, por rotación, a dominarlos según otras líneas, de un modo duradero. Y este es el campo de aquellas asimetrías, que transformadas en simetrías, pueden dar lugar a las normas del derecho, como «conquista permanente de los oprimidos sobre los opresores».
Acaso la imagen más intuitiva del proceso de rotación de las relaciones asimétricas de dominación entre los animales y los hombres, lo obtenemos comparando la situación originaria, que describe el Ateniense de las Leyes, la situación de las fieras rodeando a los muros del poblado humano («con una gran habitación común en el interior») y la situación final constituida por las fieras ya introducidas por los hombres en el interior del recinto urbano, pero rodeadas de hombres y encerradas en el circo, en el zoo, o en el laboratorio.
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Ahora bien, la rotación de las originarias relaciones asimétricas de dominación establecidas entre los animales y los hombres primitivos y la consolidación de estas relaciones de dominación y control de sentido inverso (al control sostenido de los hombres respecto de los animales) nos permite establecer la idea de una clase oblicua (en el sentido que hemos dado a esta expresión en el punto 4) constituida por todos los términos del dominio de esas relaciones de dominación. Y como sabemos, la clase oblicua así constituida (que comprende a todos los individuos humanos constituidos, a través de sus grupos, en personas humanas) no es una clase unívoca, sino más bien una clase de clases diferentes (correspondientes a las diferentes sociedades, poblados, ciudades, «vallados contra los animales», culturas, Estados) incluso mutuamente ignorantes, en muchos lapsos de tiempo, de sus respectivas existencias.
Esto quiere decir que las morfologías de la persona humana que se irán formando en el proceso de evolución de la especie humana no serán uniformes: que el tipo de persona humana que haya podido formarse en el Egipto faraónico de las primeras dinastías tendrá una morfología muy distinta de la que pueda corresponder al tipo de persona propio de la Grecia clásica de los tiempos de Sócrates. Tampoco cada persona individual, dentro de cada morfología, tendrá por qué ser igual (precisamente en cuanto a su personalidad, no ya en cuanto a sus dotes, coeficiente mental, inteligencia, gustos, &c.) a las demás.
Sería preciso –enfrentándonos con la concepción univocista de la persona humana («los hombres en cuanto personas son todos iguales entre sí»)– hablar de «grados» en la misma condición de persona, dentro de cada tipo morfológico (sólo de un modo puramente formal y negativo cabría decir que todas las personas, en cuanto tales, son iguales, en sentido unívoco). Lo que por lo demás no constituye ninguna novedad, salvo para quienes, desde una concepción sustancialista de la persona, suponen que la persona, en cuanto sustancia, no admite grados. El Cardenal Cayetano, en su Tratado sobre la Analogía, sugiere la posibilidad de interpretar la idea de persona como un «análogo de desigualdad», del mismo modo a como la idea de cuerpo de la tradición aristotélica, cuando se aplica a los astros o a los cuerpos vivientes en la Tierra, o a los cuerpos minerales, no sería unívoca, sino análoga de desigualdad (véase la traducción de Juan Antonio Hevia Echevarría, del Tratado sobre la analogía de los nombres de Cayetano, Pentalfa 2005).
Sin embargo, y sin perjuicio de las diferencias, la analogía entre los diversos tipos de personas en las diferentes sociedades humanas nos llevaría a reconocer la realidad de unos procedimientos, también análogos, de conformación de los individuos humanos de esas sociedades como personas. Estos procedimientos no podrían dejar de tener que ver, desde luego, con las instituciones normativas, jurídicas principalmente, pero también sociales y religiosas, orientadas a atribuir unas obligaciones (o «deberes») a los individuos humanos identificados ya con un nombre propio (ceremonias de natalicio, de adolescencia, &c.). Y, a partir de esas obligaciones asignadas, los individuos podrán conquistar la condición de sujetos de derecho (con ayuda, desde luego, de otros individuos que mantengan con ellos relaciones de parentesco, de amistad o de magisterio), cuando ellos sean capaces de satisfacer sus obligaciones.
No en todas las sociedades humanas todos los individuos humanos en ellas nacidos o a ellas incorporados pueden llegar a alcanzar, por institución, la condición de persona. Las sociedades esclavistas, que han constituido la base de las organizaciones más poderosas de las sociedades políticas antiguas (y modernas: no es posible olvidar la necesidad histórica de la esclavitud de los negros en los orígenes de los Estados Unidos de Norteamérica como potencia actual) están estructuradas sobre relaciones de dominación y control de los señores sobre los esclavos. Y si los esclavos pudieron convertirse en personas, en sujetos de derecho, fue debido a su lucha permanente, y a su esfuerzo de reivindicación, muchas veces heroico. Y si pudieron convertirse en sujetos de derechos, no fue porque recibieran graciosamente la condición de personas de quienes tuvieran la potestad de otorgársela; fue debido a que alcanzaron el poder (y la racionalidad por tanto para administrarlo) para conquistar su nueva condición. (La rebelión de los esclavos romanos en tiempos de Espartaco careció del poder y racionalidad suficientes para alcanzar la libertad: aquellos esclavos pretendieron no tanto destruir el orden esclavista romano, objetivo al que no podían aspirar, sino huir de él, sin calcular bien sus fuerzas en relación con las fuerzas de Pompeyo: de hecho, como es sabido, fueron todos crucificados. La glorificación de Espartaco es puramente retórica.)
La condición de persona la adquieren los individuos humanos por institución, y no deben creer que la poseen «por naturaleza», como si fuera un derecho natural o divino: esto es sólo una ficción jurídica. Los individuos humanos deben saber en todo momento que así como no pueden perder su condición humana más que por la muerte, pueden perder, en todo o en parte, su condición de personas, por mucho derecho natural o divino que crean tener.
No solamente en el ámbito de las diferentes sociedades los individuos humanos que las forman se organizan según relaciones asimétricas de control y de dominación que implican la limitación de las unidades individuales en su condición de sujetos de derecho, es decir, de personas; también entre las diversas sociedades se establecen relaciones asimétricas de dominación, y pretensiones de dominación recíproca que pueden hacer mutuamente incompatibles a estas sociedades hasta el extremo de llevarles a la guerra.
La resolución de los desequilibrios derivados de estas asimetrías en las líneas de la dominación y el control, sólo podría llevarse a cabo (si nos atenemos a las premisas expuestas) no mediante el decreto fulminante de algunas autoridades internacionales, pero que carecen de instrumentos de coacción suficientes, ni tampoco de un «consenso universal solidario» entre todos los individuos humanos. Aquel decreto tendría que tener poder para ser cumplido; y, en cuanto al «consenso universal solidario», no puede proponerse como un medio, puesto que precisamente es el fin, y por tanto es, como tal medio, una mera ficción.
El equilibrio de las diversas líneas de dominación de una sociedad, y de la sociedad global, se va haciendo y derramando en el sistema total, pero ningún caso el equilibrio puede mantenerse, aunque sea por breves momentos, sin la violencia (por lo menos la violencia del derecho penal, por ejemplo). Y en cualquier caso, el modelo de una sociedad de personas con igualdad efectiva de derechos es sólo un modelo de papel con el que se emborrachan los demócratas fundamentalistas. Como es una mera igualdad sobre el papel la igualdad que alcanzan los individuos que pertenecen a una sociedad democrática constituida como un Estado de derecho. Sin duda esta igualdad es muy real, aunque abstracta, respecto de otras sociedades; pero es muy superficial, aunque los ciudadanos más vulgares del estado de bienestar se encuentren con ella, como consumidores, plenamente satisfechos.
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Concluimos: las líneas generales que hemos trazado para esbozar una teoría histórico institucional de la persona humana, nos conducen a una concepción de la persona humana como institución que se desarrolla a lo largo de una evolución antropológica e histórica resultante del entretejimiento de dos dialécticas que, en algún tramo del proceso evolutivo aparecen confundidas, separadas en otros y casi siempre disociadas: la dialéctica de la dominación humana intraespecífica («circular») y la dialéctica de la dominación humana interespecífica («angular»).
La persona humana no puede considerarse, según la concepción expuesta, como una institución unívoca y acabada, sino como una institución en constante proceso, puesto que los individuos humanos, ya constituidos como tales, no por ello disponen de un único «canal» para transformarse en personas, sino de diversos canales o modelos casi siempre en conflicto mutuo.
En cualquier caso, la persona humana, desde las coordenadas del materialismo filosófico, no podría considerarse como el «rey del universo», como el sujeto o sociedad de sujetos capaz de controlar y dominar (si esta relación tuviera sentido cuando la referimos a entidades inanimadas) la integridad de los contenidos de la Naturaleza, e incluso (como algunos biólogos evolucionistas, como Haldane, enardecido por una filosofía fundamentalista de la ciencia, han sugerido alguna vez) «llegar a controlar la propia evolución». La realidad es muy otra. La persona humana, la «humanidad», si se prefiere, no sólo no posee el control de las fuerzas desencadenadas en la Tierra, o sobre la Tierra, por terremotos, tsunamis, tornados, meteoritos, glaciaciones; mucho menos tiene el control sobre el curso de los astros y sobre el destino de las galaxias, sobre la evolución del Sol hacia su estado de enana roja, o sobre la evolución de las estrellas o sobre el big crunch, supuesto que este sea el destino de nuestro universo. El hombre, en cuanto persona, incorporado a una sociedad de personas, tiene el control y el dominio, eso sí, de los animales linneanos, que tienen la condición de sujetos operatorios, y este control es un componente esencial para seguir ocupando el puesto que le corresponde en el Universo como persona.
Algunos –con ideas de estirpe espiritualista o sustancialista– alegan que, al menos la dialéctica interespecífica de la dominación de la persona humana sobre los animales, está ya acabada, gracias al desarrollo de la Genética y de la Etología, y que, en nuestros días, no puede tomarse como criterio de dominación el control sobre los animales linneanos, que ya han sido reducidos prácticamente a la condición de autómatas. El título de gloria que hace siglos podía alegar la persona humana –el haberse erigido en dominador de los animales– sería hoy un título demasiado modesto para una persona consciente de su libertad, de su dignidad y de su poder. Una persona, consciente del puesto que ocupa en el Universo, debería dejar de lado semejante título: Aquila non capit muscas.
Sin embargo, podemos asegurar que existe hoy un gran número de personas que no podrían aceptar hoy de ninguna manera estas consideraciones: todas aquellas personas, y son millones, que creen en la existencia de los extraterrestres, es decir, en la existencia de los «animales no linneanos». Animales no linneanos cuya poder de control y dominación sobre los hombres desconocemos por completo. Pero es en función de ellos (creamos o no en su existencia, o simplemente la consideremos con algún grado de probabilidad) como podemos asegurar que la dialéctica «angular» interespecífica de la persona humana (respecto de otros sujetos animales, aunque sean no linneanos) sigue presente en la definición de persona humana, en la medida en que su libertad-de no puede admitir la existencia de sujetos operatorios capaces de controlar y dominar, en cualquier momento, a la persona humana.
Final
¿Cómo enjuiciar, desde la concepción de la persona humana que hemos esbozado, la proposición socialista española de extender a los simios (o a los animales) algunos o todos los derechos humanos, lo que implica, desde la concepción expuesta, considerarlos como personas? De un modo muy crítico, por no decir absolutamente adverso.
En efecto, no podríamos hablar de derechos de los simios, o de su consideración como personas, si no los introdujéramos en la sociedad de las personas humanas, es decir, si nos limitásemos a dejarlos en paz en sus boques, sin molestarlos, sin investigarlos, manteniéndonos a respetuosa distancia, sin mantener contacto con ellos, no pedido por ellos.
Ahora bien, para otorgar derechos humanos a los simios habría que comenzar por exigirles obligaciones muy concretas: por ejemplo, la obligación de trabajar, de cumplir una función social que justificase la retribución que recibirían de la sociedad humana, en la medida en que fueran recibidos como personas integrantes de esa sociedad. Sólo de este modo podrían reclamar sus derechos.
Pero, ¿acaso los simios estarían dispuestos a asumir tales obligaciones? ¿No preferirían, como los orangutanes de Borneo, fingir que no son personas para no tener que asumir obligaciones, y la burocracia que ellas conllevan, «para evitar que los hombres los hicieran trabajar»?
En cualquier caso, los simios sólo merecerían el título de personas, como sujetos de derechos, si tuvieran capacidad, poder y decisión para reclamarlos y exigirlos.
Pero, ¿dónde se ha visto a un simio o a un grupo de simios reivindicar derechos laborales, sindicales, sanitarios, educacionales, religiosos o políticos? Si un chimpancé, un gorila o un orangután, aislado o en grupo, ataca a otro grupo de hombres, no será para reivindicar ningún derecho, sino para ejecutar las pautas de una conducta de agresión, cualquiera que hayan sido los desencadenantes de tal conducta.
Es además por completo gratuito suponer que en un futuro más o menos próximo los simios de alguna especie determinada, tras una educación adecuada (o tras un proceso de evolución espontánea) puedan llegar a reclamar algún tipo de derechos civiles o políticos.
Pero lo más importante es esto: que en el caso de que esto ocurriera, en un momento dado, les sería necesario a los hombres, no ya otorgarles cualquier tipo de derechos, sino negárselos de plano. Porque, si se presentase una situación semejante, los simios se nos revelarían como sujetos potencialmente peligrosos e incompatibles con nuestra misma condición de personas soberanas. Tendríamos que temer la posibilidad de que estos simios, transformados en personas simiescas (nunca humanas, por supuesto) pretendieran dominar y controlar a los hombres. Posibilidad que ha sido explorada varias veces en obras literarias o cinematográficas que giran en torno al tema del Planeta de los simios. Tema que no hay que confundir, como es frecuente, con el tema de los extraterrestres, como animales no linneanos: los simios del Planeta de los simios se sobreentienden, desde luego, como animales linneanos.
En consecuencia, carece por completo de sentido tratar de «otorgar» cualquier tipo de derechos humanos a sujetos operatorios que no son personas humanas ni pueden pretender serlo jamás si mantienen la morfología de sus cuerpos. La proposición socialista confunde lamentablemente lo que sería la proposición de una norma de «buen trato» hacia los simios, norma dirigida a las personas humanas a título de obligación (no de derecho) de las personas humanas, pero en ningún caso norma dirigida a los propios simios, con la proposición de unos derechos de pura ficción. Confusión que podría ser el principio, o acaso el resultado, de otras muchas confusiones. Por ejemplo, la equiparación de los simios con individuos humanos con capacidades disminuidas, por edad, enfermedad o incluso por razones étnicas (para algunos, este sería el caso de los pigmeos, papuas y otros grupos humanos). Porque la equiparación de los simios a estos sujetos humanos «disminuidos» implica necesariamente la equiparación de estos sujetos humanos con los simios, en el sentido del racismo de los nazis: «entre un hombre ario y un hombre negro hay más distancia que la que media entre un hombre negro y un simio». (Por supuesto estas ideas no las inventaron los nazis, tenían precedentes en materialistas monistas del siglo XIX, como Luis Büchner, por cierto uno de los precursores de la Etología.)
Además la proposición para extender los derechos humanos a los simios oculta la necesidad de justificar las «normas de buen trato», justificación que se da por evidente, sin serlo. Se supone como evidente (no se sabe bien en función de qué principios) que yo debo dar un buen trato a «mis amigos los chimpancés». Pero, ¿acaso este buen trato no presupone que yo me he hecho previamente amigo de ellos, y hasta les he enseñado ASL (ellos ningún lenguaje pueden enseñarme a mi)? ¿Y qué necesidad o qué obligación tenía yo de hacerme amigo de los chimpancés? En todo caso, esta necesidad u obligación no procede de una exigencia de los chimpancés, sino de impulsos míos, más o menos oscuros (en el sentido psicoanalítico). O sencillamente de un interés, carente de todo misterio, en busca de un trabajo gratificante, acaso de un trabajo orientado a escribir una tesis doctoral.
El impulso de acercarme a los simios, y sobre todo, el impulso a tenerlos cerca, trayéndolos al Zoo, o a nuestro jardín, supone ya una intromisión en sus vidas que es efecto inequívoco de la conducta de dominación y de control propia de la persona humana. Acaso buscamos con ello proporcionarnos un ayudante a nuestro servicio (como ocurre con el perro), o un bufón, o simplemente un animal de compañía.
Es cierto que, aunque no supiéramos la razón por la cual hubiéramos de seguir la norma (incluso imponerla a las demás personas) de tratar bien a los animales, parece indiscutible que debiéramos obedecer a esta norma, en lugar de a la contraria, en el supuesto de que los animales los tuviéramos cerca, domesticados o controlados. Y descartamos aquí los casos –que son la mayoría– en los cuales nuestro trato con los animales está determinado por intenciones depredadoras, aunque en estos casos también se justifica la norma del buen trato a los asnos, mulos, caballos, gallinas, cerdos o conejos, hasta que llegue el momento de hacerlos trabajar, de estudiarlos en un laboratorio como cobayas, y sobre todo en el momento de sacrificarlos, de «asesinarlos», para comérnoslos. (Entre otras cosas porque este buen trato sería un signo más de nuestra dominación sobre los animales, en cuanto instrumentos inofensivos, a los cuales un buen trato conserva y mejora en provecho nuestro: mejora la carne, mejora la obediencia, como conserva y mejora el cuchillo con el buen trato que podamos darle.)
Pero nada de esto justifica una ley, no ya de reconocimiento del derecho de los animales, pero ni siquiera de una ley de buen trato a los animales que desborde la perspectiva pragmática (el maltrato gratuito a nuestros «instrumentos» es un despilfarro económico, y acaso el síntoma de alguna dolencia psíquica de las que dan materia al trabajo de los psiquiatras).
Más aún. Aún asumiendo, desde luego, la norma del «buen trato», e incluso la posibilidad de su regulación legal (supuesto que ella fuera necesaria en una sociedad «desmandada», es decir, supuesto que la regulación no obedeciera simplemente a los impulsos burocráticos de un intervencionismo propio de defensores de un Estado centralista).
Quedan sin explicar, desde el punto de vista político, los motivos que podríamos llamar «de agenda», que han llevado al grupo socialista a anteponer lo que objetivamente sólo puede ser una proposición de buen trato a los simios y a los animales en general, a las proposiciones orientadas a regular el «buen trato» a los niños o adultos hambrientos o sin techo de África, de Asia, de Europa... o de España.
Y sabemos que, al menos en Europa, muchos de quienes son calificados de vagabundos sin techo, repudian la oficiosidad intervencionista de quienes solidaria o caritativamente buscan meterles en la casa de acogida o en la clínica, cuando lo que ellos desean, en nombre de su libertad, es que nos retiremos un poco de ellos para no quitarles el Sol.
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Con todo, lo más grave de la proposición del Grupo Socialista, lo ponemos en el terreno estrictamente político, más que en el terreno antropológico-doctrinal, relativo a los problemas implicados en la teoría del derecho, en la teoría de las relaciones de igualdad, en la teoría de la persona humana en su relación con el hombre y con los simios.
Lo que reprochamos a la proposición socialista es, ante todo, el hecho de haber sido propuesta, un error político grave que ciframos en el simplismo de esta propuesta. No podemos reprocharles el desconocimiento de una argumentación como la que aquí hemos ofrecido, que no conocen y acaso no pueden entender. Pero sí tenemos que reprocharles la creencia que los proponentes tienen de haber alcanzado –intuido o concluido en virtud de un razonamiento infantil propio de un pensamiento Alicia– la evidencia de que los simios merecen el reconocimiento de derechos humanos y de que esta evidencia simplista está en la línea del progreso, sin haberse parado a analizar los principios y consecuencias de la proposición, antes de presentarla en el Parlamento de la Nación.
Por tanto, nuestro reproche consiste en acusar a los proponentes de presentar un proyecto inane y redundante.
Inane, porque debieran saber que es imposible dar nada (por ejemplo, unos derechos) a quien no tiene capacidad de recibir, teniendo por evidente lo que no lo es, sin mayor análisis.
Redundante, porque con ese «otorgamiento» de derechos se pretende atribuir algo que ya poseen en la normativa de las sociedades contemporáneas, a saber, la normativa del buen trato a los animales.
El fundamento de nuestro reproche se refiere, por tanto, a la irresponsabilidad de unos diputados que deciden presentar una proposición de intención progresista, desde el punto de vista político, fundada únicamente en razonamientos propios del pensamiento Alicia, cuando además esta proposición es inane y redundante.
Oviedo, 10 mayo 2006