Alfonso Fernández Tresguerres, Sobre los ambiciosos, El Catoblepas 51:3, 2006 (original) (raw)

El Catoblepas, número 51, mayo 2006
El Catoblepasnúmero 51 • mayo 2006 • página 3
Guía de Perplejos

Alfonso Fernández Tresguerres

De cómo se puede ser (o no ser) ambicioso de muy diversos modos

1

Tiene la ambición, como casi cualquier otro afecto, su lado bueno y sus extremos viciosos (algo que, hablando de las virtudes en general, hace tiempo nos enseñó Aristóteles). Y si no siempre es fácil dar con aquél; y si ella misma ha sido tantas veces vilipendiada, es debido, creo yo, a que el propio término con el que se la designa apunta ya a uno de tales extremos: el representado por el individuo poseído por un desmesurado anhelo de honores o dignidades, poder o fama, riquezas o prestigio, sin parar mientes en los medios utilizados para tratar de conseguir sus propósitos y objetivos, porque en el camino que supone le conduce a su encumbramiento, nada hay capaz de detenerle, ni el respeto mínimo exigible a unas reglas de juego básicas (sean éticas, morales e incluso jurídicas) ni la menor salvaguarda de los derechos del prójimo. Y, por supuesto, resulta indiscutible que un sujeto tal es despreciable y merecedor de todo vituperio, aunque quizá no tanto por ambicioso como por indecente.

Mas la ambición, así entendida, no constituye un único y solo defecto o vicio moral, puesto que a un individuo al que tal pasión domina, es casi seguro que, además de por ella, lo hallaremos acompañado por una pléyade de taras morales: la envidia, sin duda alguna, pero también la soberbia y la vanidad; la codicia, probablemente, y, casi con toda certeza, la avaricia. De hecho, ya Adam Smith señalaba que avaro y ambicioso tan sólo difieren por la dimensión de los objetos que codician, de tal manera que si a éste le caracterizan sus anhelos de grandeza y, por tanto, únicamente a cosas grandiosas y notables aspira, el avaro, en cambio, lo es incluso de la pequeñez, con lo que, finalmente –podríamos añadir–, sobre ser avaro, se convierte, además, en mezquino y ruin. Pero, al cabo, la comparación entre ambos llega hasta donde llega, porque –sin menosprecio de la observación de Smith– yo me permitiré matizar que avaro y ambicioso, si bien coinciden en el primer movimiento al que su pasión les empuja, y que no es otro que el acaparamiento y el deseo de poseer cada vez más y en mayor cuantía (porque es verdad que, como la avaricia, una ambición desmedida nunca se ve satisfecha), no necesariamente lo hacen en el segundo, puesto que, frente a aquélla, la ambición no se halla reñida con el derroche (y no hablo sólo de riquezas, sino también de otras dignidades, a las que, por cierto, el avaro, como tal, no aspira) y aún se pudiera pensar que no pocas veces se ambiciona para derrochar y presumir con ello. La presunción y el afán de notoriedad es, en efecto, otro rasgo clave del ambicioso; el avaro, por el contrario, suele preferir el anonimato y la sola compañía de sus dineros. En consecuencia, podemos admitir que la ambición es una forma de avaricia, mas siempre que tomemos este último concepto en un sentido amplio (ya que no es sólo riqueza lo que se ambiciona), y siempre que reparemos en que la pasión del ambicioso no se satisface con la mera posesión de lo que anhela, sino que exige, como complemento imprescindible, el hacer alarde de ello; es decir, siempre que caigamos en la cuenta de que la ambición es también una forma de vanidad y soberbia.

Pero, al mismo tiempo, no es una de las desgracias menores del ambicioso el que, a los vicios señalados (y aún otros que un análisis más exhaustivo permitiría acaso descubrir en él), venga a añadírsele el servilismo y el peloteo (su condición de lameculos, para llamar a las cosas por su nombre). Y es que no escatimará adulaciones ni elogios que tienen como destinatarios a aquéllos que puedan resultar útiles a su empresa, ni retrocederá ante el más vil rebajamiento de su persona si con ello obtiene algún favor, con lo que, al fin, cegado por su ambición y en pos de ella, pierde, al cabo, trocándolo por un supuesto beneficio futuro (que tal vez nunca llegue), el objeto más precisado y valioso que puede poseer hombre alguno: su dignidad y autonomía, para sin contar siquiera con el respeto o aprecio de quien busca servirse (a menos que éste sea tan tonto como él ambicioso, y no advierta su juego), convertirse en su bufón y en su esclavo. O peor aún, porque, después de todo, como observa La Bruyère:

«El esclavo tiene un solo amo; el ambicioso tiene tantos como personas útiles a su encumbramiento.»

Mas, encumbrado, nada deseará tanto como olvidar la deuda contraída, y como quiera que esto no siempre es cosa fácil ni hacedera, procurará, al menos, engañar a los demás, mediante el intento de borrar u ocultar tal deuda renegando de aquéllos que le beneficiaron, y hasta desearía (si ello le fuera posible) aniquilarlos, cualquiera que sea el sentido que se le quiera dar a este término. En consecuencia, a nadie deberá extrañar que sea en el gremio de los ambiciosos donde se encuentran algunos de los especimenes de traidor más notorios y despreciables.

Por eso, aun cuando Montaigne asegura que:

«La ambición no es defecto de genes insignificantes, ni se encuentra al alcance de esfuerzos como los nuestros»,

conviene andarse con cuidado: que la ambición sea vicio de individuos notables, es verdad cuando lo es, pero no lo es siempre, porque ni se necesitan grandes dotes ni excelencias para ambicionar, ni para ser ambicioso se precisan mayores esfuerzos. Cosa distinta es que se alcance o no el propósito ambicionado, pero para ello no por fuerza son imprescindibles aptitudes sobresalientes: ocasiones hay en las que no se requiere otra aptitud que no sea para la intriga, ni otro esfuerzo que el de hacer genuflexiones y permanecer de rodillas el tiempo conveniente.

Sí es cierto, en cambio, que sólo se ambiciona aquello que razonablemente se piensa que puede ser alcanzado, pero esto no es un asunto moral, sino de mero sentido común: quien aspira a algo que se encuentra más allá de sus capacidades o que no tiene posibilidad alguna de conseguir, no es ambicioso, sino necio. Mas la necedad no es un vicio, sino un desorden intelectual. Claro que también es verdad que siempre es posible hallar algo que ambicionar, pues, en efecto, no sólo se ambicionan las cosas grandes, sino también las pequeñas, y por eso a nadie le resulta extremadamente difícil dar con algún objeto de ambición a su medida, y así, hasta un tonto, si es ambicioso, puede que aspire a ser más tonto que su rival.

Por lo demás, seguramente sólo mediante el ejercicio de la razón podemos ponernos a salvo o curarnos de tal defecto. Como de nuevo señala Montaigne:

«Las pasiones que pertenecen al alma, como la ambición, la avaricia y otras, ciegan mucho más la razón, pues ésta no puede ser auxiliada más que por sus propios medios, ni tampoco estos apetitos son capaces de saciedad: a veces se aumentan y agudizan al experimentarlos.»

Otros vicios hay, es verdad, que se domeñan mediante la práctica y el ejercicio, mas no parece existir práctica ni ejercicio alguno que nos adiestre en el no ambicionar. De tal manera, que si tiene razón Aristóteles y la virtud es un hábito bueno que nace de la repetición de determinados actos, entonces habría que concluir que no ser ambicioso no es tanto una virtud como un rasgo intelectual, es decir, no es tanto una forma de ser bueno como una forma de ser inteligente. Porque si bien es cierto que en cualesquiera otras virtudes el hábito se halla precedido de la comprensión de lo deseable y conveniente del mismo, en el caso de la ambición, únicamente el advertir lo ridículo e inútil que resulta, puede mantenernos alejados de ella. En rigor, uno no puede dominar su ambición mediante el hábito de no ambicionar, sino que se es o no se es ambicioso, a partir de un momento y ya para siempre, en la medida en que se comprenda o no lo vano de la misma.

Mas hablo ahora (permítaseme recordarlo) de una ambición desmedida y extrema (cabe también un término medio virtuoso del que nos ocuparemos luego), de una ambición como aquélla que hacía exclamar a Macbeth:

«No tengo otra espuela para aguijonear los flancos de mi voluntad, a no ser mi honda ambición, que salta en demasía y me arroja del otro lado.»

Quien es poseído por ella, se convierte, en efecto, en juguete suyo; en juguete de un tirano que (tiene razón Montaigne) ni se sacia jamás ni conoce límite alguno en sus exigencias. El único remedio posible consiste en desvelar el verdadero rostro de esta amada, y descubrir que no es ninguna beldad, sino una simple y monstruosa quimera. Y para ello, baste acaso decir que frecuentemente sucede que ni el objeto ambicionado tiene, en realidad, la importancia y el valor que le atribuimos, ni, como quiera que sea, el ambicionarlo nos acerca lo más mínimo a él. Y, por otra parte, con no menos frecuencia, una ambición desmedida acabará, más pronto que tarde, por convertirnos en objeto de odio o irrisión.

«Deseo incontenible de verse vilipendiado en vida por los enemigos y ridiculizado por los amigos una vez muerto»,

tal es la ambición, según Bierce, resumiendo con toda certeza lo que acabamos de decir. Pero debemos añadir, además, que ni amigos ni enemigos van a ser tan generosos como para esperar hasta nuestra muerte para comenzar a reír. Y respecto a lo que señalaba inmediatamente antes, sobre lo vano del ambicionar, nada mejor que volver a Shakespeare, esta vez a Hamlet, Acto II. Esc. II, donde encontramos este prodigioso diálogo entre Rosencrantzz, Guildenstern y el propio Hamlet; diálogo al que, creo yo, poco más se puede añadir:

«GUIL. – Sueños que, en realidad, no son más que ambición, puesto que el objeto mismo del ambicioso es la sombra de un sueño.
HAM. – Un sueño no es en sí más que una sombra.
ROS. – Cierto, y yo considero a la ambición de tan aérea y ligera calidad, que no es más que la sombra de una sombra».

2

Quienes ambicionan de una manera desmedida, hasta acabar, finalmente, por ser poseídos por la pasión de ambicionar, constituyen, ciertamente, uno de los extremos viciosos de lo que cabría considerar una ambición justa, proporcionada y correctamente entendida; pero los hay también que carecen incluso de ésta, y ellos conforman el otro extremo, que si bien, en algún sentido, puede considerarse menos vicioso y culpable que el anterior, no por ello supone defecto menor ni menos perjudicial. En los primeros, la ambición es excesiva; en los segundos, inexistente; y si aquéllos, con bastante frecuencia, dañan y perjudican a los demás, éstos, con no menos frecuencia, se dañan y perjudican a sí mismos. Y aunque es cierto, sin duda, que quienes manifiestan una falta completa de ambición pueden, ocasionalmente siquiera, llegar a dañar al prójimo, muy especialmente a personas allegadas (y creo que podrían ensayarse sin dificultad algunos ejemplos), también lo es que, las más de las veces, el perjuicio recae únicamente sobre ellos, razón por la que acaso puedan ser vistos como relativamente inocentes desde la perspectiva ética y moral. Y digo «relativamente» porque quizá no sea del todo cierto que se encuentren, sin más, exentos de culpa, ya que, al menos (podría pensarse), son culpables de incumplir con las obligaciones y deberes que cada cual tiene para consigo; obligaciones y deberes entre los que seguramente se encuentran el desarrollo pleno de sus capacidades y el proporcionarse a uno mismo aquello que razonablemente y de una manera lícita puede alcanzar. Pero, al cabo, como suele decirse, cada cual es muy libre de hacer de su capa un sayo, y si alguien se siente plenamente colmado con lo que otros consideran insuficiente, se hallará en su pleno derecho al afirmar que no es que carezca de ambición, sino que la suya, que no es otra que vivir como vive, ha alcanzado ya su completa satisfacción; y en ese caso no habrá para qué venirle con consejos, y menos aún con recriminaciones.

Pero no es eso lo que habitualmente sucede. No suelen ser san franciscos ni diógenes los individuos que integran este grupo, y que digan, con el primero, aquello de que «necesito poco, y lo poco que necesito, lo necesito muy poco», o que, con el segundo, ni siquiera ambicionen la posesión de una humilde escudilla en la que beber. Por lo demás (como decíamos antes), cualquiera de los dos podría decir (y acaso atinadamente) que no es que carezcan de ambición, sino que la suya consiste, precisamente, en no necesitar, bastándole a uno con Dios, y al otro consigo mismo. Muy otros son, en cambio, aquéllos que encontramos en este otro extremo de la ambición.

Algunos hay a los que su incapacidad o falta de aptitudes ponen barreras infranqueables a sus pretensiones. No careciendo, en verdad, de ellas, sino que teniéndolas, y hasta incluso pudiera ser que muy altas, sucede que la ineptitud básica que les aqueja, no ya para satisfacerlas, sino para intentarlo siquiera, les pone a salvo de cualquier deseo de ambicionar. Otras veces, es la experiencia repetida del fracaso la que termina por liberarles de ello, porque, contra la ambición, ningún antídoto como él: la más desmedida, que no disminuye, desde luego, con la satisfacción, sino que, antes bien, se acrecienta, se cura, sin duda alguna, con el fracaso.

«La ambición más grande pierde hasta la menor apariencia de ambición cuando se ve en la imposibilidad absoluta de alcanzar aquello a lo que aspira»,

decía La Rochefoucauld, en palabras que parecen pensadas para éstos a los que nos referimos. Aunque cabría ir aún más lejos, porque lo que seguramente ocurre no es ya que la ambición pierda la apariencia de serlo, sino que desaparece como tal, puesto que quien a la vista de su impotencia para lograr lo que desea, y de los contumaces reveses que coronan su intento (pruebas suficientes de que aspira a algo que se encuentra más allá de sus posibilidades), persiste, sin embargo, en ello, hay que = decir que lo que en realidad ambiciona, y, al parecer, de una forma vehemente, es llegar a ser reconocido y laureado como tonto insigne.

Los hay también a quienes, no faltándoles la capacidad, les falla el esfuerzo. No quiero decir que fracasen (éstos, al menos, nunca fracasan, porque ni siquiera lo intentan), sino que su desidia y su pereza les impiden realizar el esfuerzo mínimo imprescindible para alcanzar su propósito. Diríamos, en pocas palabras, que son vagos hasta para ser ambiciosos, porque la ambición les parece empresa en exceso cansada. Ser ambicioso supone para ellos un mucho cavilar y un demasiado hacer, y cualquiera de esas labores se les antoja que conllevan un trabajo ímprobo y en extremo pesado, así que nada como ser virtuoso y situarse al margen de todo ambicionar. Y es que, en efecto, no es nada infrecuente que tales individuos, y también aquéllos de los que antes hemos hablado, disfracen su incapacidad o su desidia de virtud. Y así, dirán que no es no puedan (por insuficiencia o pereza) lograr cualesquiera excelencias que otros tienen: es que no quieren, porque ellos... no son ambiciosos. Estamos, como no dejará de observarse, en aquello de la zorra y las uvas.

Y existen, por último, otros que, disponiendo de las aptitudes necesarias y no hallándose aquejados de un deseo patológico de no fatigarse, son víctimas, sin embargo, de una inseguridad tal en sí mismos, que les impide intentar siquiera conseguir aquello a lo que legítimamente podrían aspirar. A éstos, creo yo, no les cuadra mal la denominación de «pusilánimes» o «apocados», y constituyen el otro verdadero extremo (esta vez por defecto) de lo que cabría entender como una sana ambición.

En realidad, también la excesiva nace, casi con toda certeza, de un sentimiento de inferioridad y una falta de confianza en uno mismo no menos notables. Y me parece que tal hecho, a saber: que toda ambición, sea desmedida o defectuosa, tiene siempre su origen en una inseguridad básica del individuo a quien dominan una u otra, es una de las razones de mayor peso para colocar ahí los extremos de esta pasión (el incapaz o el vago, aunque por sus disposiciones se ven libres de ella, pertenecen, en esencia, a familias distintas). Sucede, sin embargo, que tal inseguridad sirve de espuela y aguijón al ambicioso, en tanto que paraliza al pusilánime. Al primero le impulsa a compensar su baja autoestima y la no menor baja estima en la que con frecuencia cree que le tienen los demás, con la consecución de no importa qué objetivos más o menos grandiosos o admirables (que lo consiga o no, es otra cuestión distinta), y nunca considera haber logrado lo suficiente para haber ganado dignidad bastante a sus ojos o a los del prójimo. El segundo, por el contrario, vencido y derrotado de antemano, poseído de un temor fuera de toda medida al ridículo y al fracaso, no osará dar ni un tímido paso siquiera en pos de aquello para cuyo logro acaso sobrados méritos y capacidades le asistan. Y si aquél puede llegar a ambicionar sin motivo; éste, sin motivo alguno, puede renunciar a cualquier ambición. Uno resulta a veces despreciable y a veces risible; el otro es siempre digno de lástima.

3

A la vista de lo anterior, debemos examinar ahora si es posible dibujar los rasgos de lo que sería una ambición lícita (en términos morales y jurídicos) y proporcionada, lejos, por tanto, de los extremos viciosos que hemos señalado.

«La ambición es el deseo inmoderado de gloria»,

afirma Espinosa. Y aclara que eso conlleva el afán de conseguir que todo el mundo convenga en aquello mismo que nosotros amamos u odiamos, dado que es uno de los objetivos primordiales del ambicioso el resultar grato a los otros. Pero, además:

«La ambición es un deseo por el que el todos los afectos son fomentados y corroborados; y por eso, este afecto apenas sí puede ser superado. Pues siempre que un hombre está dominado por algún deseo, lo está necesariamente también por éste.»

Más tarde, Adam Smith suscribirá, por su parte, tanto la primera como la segunda de esas afirmaciones:

«Lo que el hombre ambicioso realmente persigue –dirá– no es el solaz o el placer, sino siempre el honor, de una clase u otra, aunque a menudo un honor muy mal entendido.»

Y también está de acuerdo en el carácter posesivo y acaparador de la ambición:

«Una vez que esa pasión ocupa completamente el corazón –escribe–, no admite ni rival ni sucesor. Para los que se han acostumbrado a la posesión e incluso la esperanza de la admiración pública, todos los demás placeres se debilitan y decaen.»

Entiendo, sin embargo, que cabe hacer alguna precisión. Yo no tengo ningún reparo en comenzar admitiendo que nos hallamos frente a una pasión que ejerce un dominio despótico y tiránico sobre el individuo sobre el que se asienta, pero no es la única, sino que probablemente lo mismo pueda decirse de las demás: todas ellas son exclusivas y acaparadoras, y seguramente ninguna admite rival ni sucesor, de tal manera que cuando alguien es poseído por una pasión fuerte (y lo que acabo de decir es una mera redundancia, puesto las pasiones son fuertes o no son pasiones: no hay pasión débil), cuando alguien es apresado por alguna de ellas, y cae en sus garras, y se encuentra a su merced, no vive sino para ella, y ante ella pierde color, y se debilita, y decae cualquier otro placer o motivo. Por eso tiene razón Smith, pero lo que dice es meramente tautológico, y se reduce a afirmar que cuando alguien desea frenéticamente la admiración pública no vive más que para la admiración pública. Mas idéntica tautología podría construirse con no importa qué otro afecto violento: poseído por cualquiera de ellos, todos los demás placeres parecen menores. Pero entonces no hay motivo para concederle ningún rango especial, en este sentido, a la propia ambición. Es cierto también, como señala Espinosa, que todo deseo la presupone, ya que una pasión o deseo dominantes obligan a ambicionar, siquiera, el mayo número de objetos capaces de satisfacerlos. Pero me parece que esto es observación trivial y que supone «estirar» en exceso el concepto mismo de «ambición». Ésta consiste, ante todo (y aquí cabe concordar con Espinosa y Smith) en un deseo desmedido de gloria o de honores. Me permitiré, no obstante, sugerir un concepto más general y más amplio, y que no es otro que el de «poder», porque cualquier otro objeto de ambición, sea la gloria o los honores, la fama o la riqueza, no son sino formas de poder, lo que, por lo demás, casa bastante bien con nuestra sospecha de que dentro de un ambicioso se esconde y duerme siempre un inseguro. Toda excelencia o dignidad, del tipo que sea, constituye siempre una forma de poder real que el individuo (llegado el caso) puede ejercer (o ejerce ya, aun sin proponérselo) en su relación con el prójimo. Mas si esto es así, si la mayor parte de motivos que nos empujan y que pueden ser ambicionados no son sino formas de poder, se hace obligado concluir que el poder mismo, así entendido, es decir, en este sentido amplio en que lo estoy presuponiendo, constituye la motivación fundamental del ser humano (dejo a un lado ahora aquellas necesidades puramente biológicas o primarias). Pero entonces debemos admitir también que todo el mundo, en mayor o menor medida, es ambicioso, no porque a todos domine tal pasión, sino en tanto que todos desean o ambicionan algo. Y de lo que se trata, entonces, frente a la ambición patológica o viciosa (por desmedida o inexistente), es de establecer los límites de lo que pueda ser considerado un ambicionar adecuado y justo; y aun, antes de eso, de determinar si existe una forma de ambición tal.

Smith opina que sí, y lo será, según él,

«cuando se mantiene dentro de las fronteras de la prudencia y la justicia»,

aunque el problema estribaría ahora en determinar cuándo es así y cuándo no. Espinosa, en cambio, no duda en afirmar que nunca un afecto tal puede ser virtuoso, ya que la ambición no tiene contrario, puesto que la modestia que, a su juicio, parece ser la única llamada a ocupar tal lugar, no deja de ser «una especie de ambición»:

«La humanidad o modestia –leemos en la _Ética_– es el deseo de hacer aquello que agrada a los hombres y de omitir lo que les desagrada.»

La diferencia, pues, entre el ambicioso, en sentido estricto, y el modesto, no residiría, por tanto, en que uno ambicione y el otro no, sino en que el primero, cegado por el deseo de alcanzar su objetivo, no repara en el daño que pueda ocasionar, sea a sí mismo o al prójimo; algo que no sucede en el caso del segundo:

«Este esfuerzo de hacer algo y también de omitirlo, con el objetivo de agradar a los hombres –seguimos leyendo–, se llama ambición, sobre todo cuando ponemos tanto afán en agradar al vulgo que hacemos u omitimos algo con daño propio o ajeno. En otro caso, suele llamarse _humanidad._»

Tenemos, en consecuencia, que buscar el agrado o la aprobación de los demás es siempre, aun en sus manifestaciones más moderadas, un modo de ser ambicioso, y, por consiguiente, perverso, o cuanto menos, una forma irracional de actuar, porque, sin duda (y supongo que, en último término, eso es lo que quiere decir Espinosa), debemos comportarnos según el dictado de la razón, y no del aplauso o la aprobación del vulgo. Y de ahí que aunque en el modesto la ambición resulte menos desproporcionada, no por eso ha de ser considerado libre de ella ni menos víctima de tal pasión. En lo que a mí respecta, y aun admitiendo el principio general según el cual debemos orientar nuestro obrar conforme a lo que es racional y justo, suscite o no la simpatía de los otros, no veo por qué motivo = el deseo de resultar grato a los demás ha de ser tenido, sin más, por vicio o proceder irracional. En todo caso, no es ésa la postura de Espinosa, porque lo que propiamente está afirmando es que la ambición no conoce término medio, o lo que es igual, que no hay ambición buena.

Me parece, entonces, que podemos ensayar una interpretación en la que los dos casos apuntados por él puedan ser puestos en correspondencia con los extremos que señalábamos nosotros.

Así, si dejando ahora a un lado el asunto del agrado, volvemos a lo que, en sentido estricto, cabe entender por «ambición», a saber: el deseo desmedido de poder (en cualquiera de sus manifestaciones) o de gloría (siempre que la entendamos como una forma de poder), encontraremos que lo que le sucede al ambicioso es que no repara en medios para alcanzar su propósito y el objetivo de su ambición. Mas adviértase (y me parece que éste es un asunto crucial, en el que acaso Espinosa no ha reparado como es debido) que entre las cosas que en pos del poder o la gloria pudiera en ocasiones llegar a sacrificar el ambicioso, se encuentra el agrado mismo. Y aunque es cierto que otras veces, dependiendo de cuál sea el objeto de su ambición, lograrlo pasa necesariamente por suscitar la simpatía del prójimo, creo que no erraremos en exceso si decimos que lo que primordialmente busca es el poder, tanto si es con los demás como si es contra ellos. Su ambición consiste, fundamentalmente, en dominar (sin perjuicio, sino todo lo contrario, de que, cuando tal pasión es excesiva, pueda sospecharse que lo que principalmente le aguijonea sea un intenso sentimiento de inferioridad). En cambio, lo que le sucede al modesto (al que nosotros hemos denominado «pusilánime» o «apocado») es que la profunda inseguridad que le paraliza le lleva, ante todo, a querer agradar a lo otros, a no desentonar nunca del resto. No es ambicioso, entre otras cosas, porque carece de una capacidad mínima para exponerse y correr riesgos, y ello porque lo que por encima de todo teme es el ridículo y el fracaso. No vive tranquilo más que si siente aceptado, y para lograrlo no duda en rebajarse a sí mismo o en adoptar una postura humillante y servil (algo que, como decíamos al principio de estas notas, también suele hacer el ambicioso, aunque por muy distintos motivos: no para ser aceptado, sino para lograr su propósito, tras lo cual, su máxima ambición consistirá ahora en destruir a su benefactor. De ahí que, con frecuencia, venga a dar en traidor, en tanto que el pusilánime es siempre agradecido, y no dudará en rendir pleitesía porque se le permita vivir y respirar). El ambicioso, vuelve a decir Espinosa,

«nada desea tanto como la gloria y, al revés, nada le aterra tanto como la vergüenza»;

tal vez, en ocasiones, sea así en el caso del primero de tales tipos humanos (otras veces podemos tener la plena certeza de encontrarnos ante un perfecto «sinvergüenza»), pero lo es, con toda certeza, en el del segundo: su máximo temor es la vergüenza, de igual modo que su máximo anhelo es la aceptación. Evitar la primera y alcanzar la segunda, constituyen (también podríamos decirlo así) su ambición más alta. Pero es difícil que se conforme con tan poco quien es genuinamente ambicioso: agradar, sí, pero según cuándo y cómo, porque lo que esencialmente anhela es alcanzar alguna posición de excelencia desde la que ejercer algún tipo de dominio, y ello tanto si cuenta o no con la simpatía de los demás (aunque, sin duda, no renunciará por principio a ella); y, eso sí (tiene toda la razón Espinosa), siempre sin parar mientes en cómo alcanzarlo.

Pero yo creo (en contra de lo que él sostiene), que sí cabe perfectamente un término medio en estas cuestiones de las que hablamos. Lo hay, desde luego, en el agrado, porque, al fin y al cabo, tampoco se entiende por qué habríamos de hacer del resultar antipáticos un ideal a alcanzar; aunque no debemos vivir, por supuesto, con el único objetivo de recibir la aprobación del prójimo, y haciendo uso, para ello, de procedimientos serviles o que supongan un excesivo rebajamiento de nosotros mismos. Eso es justamente lo que le sucede al pusilánime, quien, como se ve, siendo defectuoso en el ambicionar, resulta excesivo en la busca de aprobación. Y hay término medio también en la ambición; y a mí me parece que el propio Espinosa nos proporciona la pista adecuada para hallarlo. A la ambición (y también a otros afectos), dirá, no se le puede oponer nada,

«aparte de la generosidad y la firmeza de ánimo.»

Yo creo, en efecto, que la ambición correctamente entendida puede ser vista como una especie de fortaleza o de fuerza de ánimo, en virtud de la cual persistimos en la consecución de aquellos objetivos nobles y a los que razonablemente podemos aspirar. Y ello, por supuesto, respetando las reglas de juego a las que una mínima generosidad obliga; lo que supone, en primer lugar, no servirnos de cualquier medio en aras a la consecución de nuestro propósito, y menos aún, que sólo un medio a tal fin sean los demás, a tal punto que nuestra ambición nos torne insensibles al daño que podamos provocar. Pero que, más allá de esto, tales objetivos supongan formas de gloria o poder, no encuentro que encierre en sí mismo nada de deshonesto o reprobable. Después de todo, como decía Cicerón, de quien se hace eco el propio Espinosa:

«Incluso el mejor, es guiado al máximo por la gloria. También los filósofos firman con su nombre los libros que escriben sobre la necesidad de despreciar la gloria»;

gloria que, a fin de cuentas, pocos habrán amado tanto como este ilustre romano. No olvidemos, por lo demás, que, como el propio Espinosa dejó escrito:

«_La gloria no repugna a la razón, sino que puede surgir de ella._»

Mas si nada de deleznable hay en la gloria misma; si no existe culpa alguna en buscarla por medios lícitos y justos; si grandioso resulta saber convivir con ella, una vez se la alcanza, grandioso sobremanera es, una vez conseguida, ignorarla. Sin ninguna clase de duda, uno de los mayores elogios con que pueda soñar hombre alguno, es que, con todo merecimiento, pudiera decirse algún día de él aquello que decía Chamfort:

«Por grandeza de ánimo dio algunos pasos hacia la fortuna y por grandeza de ánimo la menospreció.»

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