Beatificación de María Magdalena de la Pasión (original) (raw)
MISA DE BEATIFICACIÓN DE MARÍA MAGDALENA DE LA PASIÓN
HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS
Concatedral de Castellammare di Stabia (Italia) Domingo15 de abril de 2007
1. Las palabras del evangelio según san Juan que se acaba de proclamar se repiten todos los años y nos ayudan a concluir los días de la octava de Pascua que, como sucede con todos los cincuenta días de este tiempo, se viven como si fueran un solo día, como el único octavo día en que cada hombre y toda la humanidad se alegran con el gozo de su Señor y Dios. Para que este "gozo sea completo" (Jn 16, 24) y para todos, el Señor Jesús se presenta a sus discípulos "al atardecer de aquel día" (Jn 20, 19) y "ocho días después" (Jn 20, 26) vuelve a aparecerse otra vez a los suyos. En estas notas redaccionales del texto se inaugura, en cierto modo, el ritmo pascual de la vida de la Iglesia que siempre, a la espera de la parusía, acoge la venida de su Señor, esperando de domingo en domingo no sólo un nuevo encuentro con él, sino también un encuentro más pleno.
El solemne rito de la beatificación de la madre María Magdalena Starace, fundadora de las religiosas Compasionistas Siervas de María, se inserta muy bien en este contexto pascual y favorece, sin duda, el encuentro con el Resucitado.
El conjunto de las lecturas bíblicas de este día nos ofrece la visión del Resucitado que se presenta a los Apóstoles con el esplendor de la victoria sobre la muerte, para encargarles la misión de ser dispensadores de la misericordia divina: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados" (Jn 20, 22-23). Como nos han recordado los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura (cf. Hch 5, 15), los enfermos se curaban al paso de san Pedro, sólo con su sombra. En la curación física de los enfermos se hace visible el poder de curación espiritual que se realiza en el mundo invisible, pero real, de la fe.
En todo destaca la visión de Cristo que se aparece al apóstol san Juan en el Apocalipsis, como se recoge en la segunda lectura de hoy, para asegurarnos que él es "el primero y el último, el que vive" (Ap 1, 17-18).
2. Para la madre María Magdalena Starace Jesús era realmente "el primero y el último, el que vive". Basta recordar que a veces dedicaba en un día ocho horas continuas a hablar con Dios, y otras veces cinco. Dirigía su instituto arrodillada ante el altar, hablando antes al Señor de la vida de cada una de sus fundaciones y de los problemas individuales de sus hijas.
Desde su infancia, vivida a la sombra de su madre, muy devota de la Virgen de los Dolores, se fue arraigando en el alma de Costanza —así se llamaba en el siglo nuestra beata— el impulso a una relación interior cada vez más fuerte con Jesús. Mons. Petagna, el pastor de la diócesis, animado por un santo celo, la orientó a ocuparse de las necesidades de la juventud; no dudó en encomendarle la misión de dirigir a un grupo de jóvenes de la pía unión de las Hijas de María y de enseñar el catecismo a las niñas. El grupito creció, aumentaron las huérfanas y también las jóvenes dispuestas a unirse al apostolado realizado por la madre Starace, hasta llegar a la aprobación del nuevo instituto de las Compasionistas en 1871.
Bajo la dirección del nuevo obispo, mons. Sarnelli, la madre Magdalena completó su camino espiritual, alcanzando incluso las altas cimas de la mística, entrenándose en un riguroso ascetismo y logrando motivar profundamente su intensa actividad apostólica. Su criterio fundamental era la convicción, infundida a sus religiosas y a las jóvenes a quienes ayudaba, según la cual el éxito en la asistencia a las personas ancianas, en la educación de los jóvenes, en la entrega de sí mismas a las personas que necesitaban ayuda y consuelo, estaba vinculado a su santificación personal, a la unión profunda con Dios. A la luz de esta orientación se puede comprender el motivo de la vitalidad del instituto fundado por ella y su desarrollo en los diversos continentes.
3. En su primera encíclica, Deus caritas est, el Santo Padre Benedicto XVI reafirmó el primado de la caridad en la vida del cristiano y de la Iglesia, y subrayó que los testigos privilegiados de este primado son los santos, los cuales han hecho de su existencia, con una amplia gama de tonalidades diversas, un himno a Dios Amor.
"En realidad —comentaba el Santo Padre— toda la historia de la Iglesia es historia de santidad, animada por el único amor que tiene su fuente en Dios" (Ángelus del 29 de enero de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 1). En efecto, sólo así, mediante la caridad sobrenatural que brota continuamente del Corazón de Cristo, se puede explicar el prodigioso florecimiento de santidad que se ha producido a lo largo de los dos mil años del cristianismo; y esta región de Campania ha sido fecunda en santidad, por lo cual podríamos repetir la expresión: "Campania felix".
El ejemplo luminoso de santa Margarita María de Alacoque, beatificada por el Papa Pío IX en 1864 cuando la beata María Magdalena tenía 19 años, la preparó en el espíritu de sacrificio y disponibilidad a ser víctima del amor divino. El Corazón de Jesús, víctima sacrificada por nosotros, unido al dolor del Corazón de la Virgen Madre al pie de la cruz, se convirtió en el tema constante de la reflexión espiritual de la madre Starace. Hablaba de él a diario con sus hijas, exhortándolas a ser generosas al afrontar los sacrificios necesarios para alcanzar la unión profunda con Dios. A las pruebas la madre Starace oponía el arma de la oración, la aceptación de la cruz y el abandono a la voluntad de Dios. "De la cruz no se baja —escribía—, sino que se resucita cuando todo esté consumado".
Surge así su valiente decisión de construir un templo, para dedicarlo al Corazón de Jesús, en la colina de Scanzano. Lo logró, pagando un precio altísimo de sacrificios y humillaciones, coronados por la consagración del santuario celebrada por mons. Michele de Jorio el 5 de octubre de 1908.
4. Tomás no creyó en las palabras de los Apóstoles: su incredulidad tenía tal vez una raíz de presunción e incluso de enfado por haber perdido una cita con el Señor. Jesús le sale al encuentro y le presenta la señal de los clavos. Gesto hermosísimo, que pone en crisis el orgullo del apóstol. Le bastan pocas palabras para ponerse de rodillas y proclamar su fe en la Resurrección: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20, 28).
Hoy mucha gente se asemeja a Tomás y nosotros sufrimos por ello. Quisiéramos que Jesús viniera a eliminar nuestras dificultades, presentando las señales de sus clavos a los incrédulos de hoy. Pero no. Jesús nos ha dejado a nosotros: quiere que su Resurrección se vea a través de la vida de los cristianos. Preguntémonos: ¿qué argumentos ofrecemos nosotros para ayudar a los demás a creer? La fe necesita el testimonio, la fe necesita ejemplos.
La beatificación de la madre Starace nos recuerda que, como hizo ella y como han hecho todos los santos antes que ella, también nosotros estamos llamados a presentar a los "Tomás" de nuestro tiempo la señal de los clavos, las heridas de la caridad, el precio del servicio. Sólo así seremos discípulos del Señor y heraldos de su Evangelio de misericordia.
La nueva beata, madre María Magdalena, a la que hoy veneramos y de la que la diócesis y toda la población de Castellammare puede sentirse justamente orgullosa, nos muestra la fuerza que ejercen sobre el corazón de Dios la fe, la humildad, el sacrificio de sí, el total desinterés personal, la pobreza y la caridad vividas evangélicamente.
Aprendamos de ella a elevar nuestra mirada a lo alto, a Aquel que es el primero y el último, el que vive, en cuyo nombre sacrificó su vida en beneficio de los pobres, de los niños, de los ancianos, y en cuyo espíritu educó a sus hijas, convencida de que sólo viviendo así se puede ser felices también en la tierra.