Joaquín Maldonado Macanaz, De la paz universal (original) (raw)

De la paz universal

De la paz universal

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Discurso leído en la Universidad Central,

por el licenciado en administración
don Joaquín Maldonado y Macanaz

en el acto solemne de recibir la investidura de
Doctor en la Facultad de Filosofía.

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Madrid
Imprenta de J. H. Ducazcal, Plazuela de Isabel II, núm. 6
1857


Excmo. e Ilmo. Sr.:

No la confianza en mis fuerzas, pues harto conozco su flaqueza, sino el cumplimiento de un deber impuesto a quien reclama de vuestra benevolencia la honrosa insignia a que aspiro, me obliga a levantar la voz en este recinto, donde otros más dignos recibieron de vuestras manos el galardón debido a sus merecimientos.

Me propongo, Excmo. Sr., trazar una brevísima reseña de las diversas doctrinas que, sobre la idea de la paz universal, han emitido filósofos e historiadores.

¿La paz perpetua no es más que una utopía, una ilusión de un hombre de bien, o debe realizarse algún día, cuando los progresos de la civilización y el enlace de los intereses de los pueblos hagan la guerra más nociva para todos, y más respetable por consiguiente, el derecho de cada uno a intervenir en las diferencias de los demás para evitarla? [6] Tal es la cuestión que, más o menos directamente se han propuesto algunos publicistas, de cuyas opiniones en esta materia intentamos dar ordenada cuenta.

La paz perpetua era entre los antiguos una ilusión, la edad de oro, que no debía volver a reinar en el mundo: Tíbulo y Ovidio maldecían de la guerra y describían en armoniosos versos el siglo en que

Nullaque mortales, praeter sua, littora norant.
Nondum praecipites cingebant oppida fossae:
Non tuba directi, non aeris cornua flexi,
Non galeae, non ensis erant: sine militis usu
Mollia securae peragebant otia gentes.
metamórfosis, lib. 1º

más no por esto dejaban de considerarla como un mal inherente a la naturaleza humana. El Cristianismo enseñó luego a los hombres que el primero de sus deberes era amar al prójimo como a sí mismo, pero no era posible que estos divinos preceptos se tradujesen en hechos en aquellos tiempos. La anarquía de la edad media tampoco era más favorable a la idea de la paz; y solo cuando con el renacimiento surgió el orden de entre las ruinas del feudalismo, y cuando las conquistas y descubrimientos de los europeos manifestaron la superioridad de los pueblos civilizados sobre los incultos, fue posible que la idea de una paz universal, se ocurriese a algún político o a algún filósofo.

Atribuyese a Enrique IV de Francia el proyecto de una federación, cuyo objeto era el mantener la paz en el mundo cristiano, para lo cual quería que se dividiese la Europa en cuatro Estados de igual fuerza y extensión aproximadamente, instituyendo un tribunal europeo que sentenciase sus litigios y poniendo a disposición de este tribunal una fuerza común, [7] que debía ser desde luego empleada en combatir a los infieles. Este plan fue sacado de nuevo a luz a principios del siglo XVIII por el abate Bernardin de Saint-Pierre en su Proyecto de paz perpetua, en el cual afirmaba, que los tratados de paz y alianza no ofrecían garantía alguna de duración, que la paz que establecían no era en realidad más que una tregua, y que el único medio de lograrla permanente, es garantirla por medio de instituciones análogas a las que dentro de cada Estado preservan la vida y la propiedad del ciudadano, a cuyo fin proponía la formación de una gran alianza europea, tomando por base el estado actual de posesión. Cada uno de los Estados comprometidos en esta alianza, debía contribuir con un contingente determinado, en hombres y dinero, para subvenir al sostenimiento del tribunal europeo y hacer respetar sus decisiones. Rousseau, que pasado algún tiempo hizo un resumen de las obras de Saint-Pierre, añadió no pocas ideas propias acerca de las confederaciones políticas y sobre la sociedad natural que forman ciertos pueblos por la analogía de sus costumbres, el cruzamiento de sus intereses y la multiplicidad de sus relaciones. Voltaire creía el proyecto de una paz perpetua tan irrealizable como el de un idioma universal; y conceptuaba que era tan difícil impedir que los hombres se hiciesen la guerra, como lograr que los lobos no devorasen a los corderos. Esto no obstante, las ideas de Saint-Pierre tuvieron algunos ilustres prosélitos, entre otros Necker, que en su obra sobre la Administración de la Hacienda pública en Francia, intercala reflexiones que parecen inspiradas por los escritos del primero.

Casi al mismo tiempo veía la luz en Alemania el opúsculo de Kant, titulado Ensayo sobre la paz perpetua, en cuya primera parte analiza las prácticas de que deben, abstenerse [8] las naciones para evitar los casos de guerra, tales como la de introducir en los tratados reservas o cláusulas que puedan originar nuevas diferencias, la de contraer empréstitos o apelar al crédito para atender a los gastos de la guerra, la de intervenir un Estado en los asuntos interiores de otro, &c. Pero como estos artículos tienen un carácter puramente negativo e insuficiente, expone luego Kant los definitivos de la paz perpetua, los cuales disponen; que la constitución de cada Estado debe ser republicana, o por mejor decir representativa, porque en esta clase de Estados los ciudadanos son llamados a decidir por sí de la paz o de la guerra; y como para la última tienen que contribuir con su sangre y riquezas, y como están expuestos a los males que acarrea, es natural que no se decidan a declararla, sino después de bien pesadas las razones que concurren para ello; que el derecho público deberá estar fundado en una soberanía de Estados libres; es decir, que los pueblos, en vez de permanecer los unos respecto de los otros en un estado de naturaleza, deben confederarse y formar un Estado de naciones, que garantice la libertad de cada uno de los miembros contra las agresiones de los otros, o contra las de los Estados no confederados; y que los pueblos civilizados en vez de menospreciar de una manera sistemática los derechos de las naciones bárbaras y de procurar someterlas, se contenten con reclamar de ellas la observancia de las leyes generales de la hospitalidad, es decir, el libre acceso al país y el respeto de la vida y de la propiedad de los extranjeros. En suma: el establecimiento del régimen representativo y de una federación internacional, y la promulgación de una especie de código hospitalario, son las condiciones positivas que propone Kant para asegurar la paz perpetua. [9]

Por una singular coincidencia, esta misma cuestión preocupaba al mismo tiempo al célebre jurisconsulto inglés Jeremías Bentham, quien en su Ensayo sobre el Derecho internacional, se apoyaba para encomiar la paz perpetua en consideraciones sacadas de la utilidad general. Investigando las causas más frecuentes de las guerras, halló el filósofo utilitario que la incertidumbre de los derechos de sucesión, las turbaciones intestinas de los Estados limítrofes, la confusión de los límites entre los mismos, la de los derechos a los países nuevamente descubiertos, la animosidad causada por las cesiones forzosas, más o menos recientes, los odios ocasionados por la diferencia de religión, solían ser los móviles de todos cuantos conflictos sobrevenían entre los pueblos. Para prevenir estos conflictos, proponía varios medios, tales como la codificación de las leyes internacionales no escritas y establecidas ya por el uso, el celebrar nuevos contratos sobre todos los puntos que no hubiesen sido bien determinados, y que por consiguiente, pudieran ser objeto de diferencias entre las naciones; y el perfeccionamiento de las actas y leyes internacionales. Y para que estos medios preventivos de la guerra no fueran ineficaces, proponía el completarlos adoptando un proyecto de paz perpetua, cuyas principales condiciones eran la reducción y limitación en común de las fuerzas navales y militares de cada una de las potencias europeas, y la emancipación de las colonias. Por último, aconsejaba la reunión de una Dieta general, a la cual debía enviar cada nación dos diputados, y a quien estaría cometida la solución de las diferencias internacionales.

Esta Dieta debería estar investida de los poderes necesarios para pronunciar veredicto en toda cuestión litigiosa que surgiese entre dos Estados, y para hacerle público en el territorio de ambos, [10] procediendo rigorosamente contra el refractario. Cada Estado debería suministrar un contingente para asegurar la ejecución de la sentencia pronunciada por este tribunal internacional, cuya acción, sin embargo, sería en concepto de Bentham, tanto menos necesaria, cuanto fuese mayor el progreso de la opinión pública.

Pero en tanto que el filósofo de la razón pura en Alemania, y el padre de la escuela utilitaria en Inglaterra, investigaban los medios de establecer la paz perpetua, la guerra hallaba un apologista en el conde Maistre, que en sus Veladas de San Petersburgo la consideraba como un hecho divino; como la realización de una ley general que pesa sobre el universo; la ley de la destrucción violenta de los seres por ellos mismos. El conde de Portalis, que se hace cargo en una de sus Memorias de esta singular teoría, la explica de este modo: «La esperanza de añadir una nueva prueba a la demostración de la verdad revelada, ha alucinado al conde Maistre, que pensó hallarla en la creencia universal, establecida en todos los pueblos, de el inocente que satisface por el culpable; de la salvación por medio de la sangre. Sostiene con ardor la certidumbre de esta creencia y la enlaza con la opinión que adopta de la vitalidad de la sangre, o de la identidad de esta con la vida

Los acontecimientos de aquel tiempo dieron alguna apariencia de verdad a tan peligrosa doctrina. La idea de la paz perpetua no podía tener muchos partidarios, mientras se sucedían las campañas de la Revolución francesa. Pero terminadas estas, volvió en 1815 a emprenderse con nuevo ardor la propaganda contra la guerra. Fundóse en aquel mismo año en Nueva-York la Sociedad de los Amigos de la Paz, y otra en Londres de la misma clase al año siguiente. [11] Estas sociedades dieron origen a multitud de sucursales, y organizaron una propaganda muy activa en favor de la paz. Acordaron, en fin, todas ellas y lo llevaron a efecto, reunirse en Londres en 1843, y se dirigieron a todos los gobiernos de pueblos civilizados, para persuadirles a que introdujesen en sus tratados de paz y alianza una cláusula, por la cual se obligasen, en caso de disidencia entre ellos, a aceptar la mediación de un árbitro imparcial. Sus gestiones fueron favorablemente acogidas por los gobiernos de algunas grandes naciones; y sucesivamente se verificaron otros muchos congresos en varias capitales de Europa, siendo el más importante el de Londres de 1851, celebrado al mismo tiempo que la Exposición universal, con una inmensa y notable concurrencia. Las resoluciones en él adoptadas, fueron: Que los ministros de los cultos, los maestros de la juventud, los escritores y publicistas, debían emplear todo su influjo para desarraigar del corazón del hombre, los odios hereditarios, los celos políticos y comerciales, que han sido origen de tantas guerras; que en caso de que las diferencias entre las naciones, no pudieran terminarse amistosamente, era deber de los gobiernos someterse a la decisión de jueces competentes e imparciales; que debían disminuirse los ejércitos permanentes; que el Congreso reprobaba los empréstitos contraídos con objeto de atender a los gastos de la guerra, y la inmixtion de unos Estados en los asuntos interiores de los otros; y que el mejor medio de conservar la paz, era el aumentar las relaciones amistosas entre los pueblos.

La guerra de Oriente vino a dar un golpe de muerte a las esperanzas del Congreso; pero apenas terminada, el examen de lo que ha costado en sangre y tesoros a las naciones beligerantes, y de lo que ha perjudicado al progreso y [12] bienestar general de las demás, movió a un eminente economista, Gustavo Molinari, a renovar las teorías mencionadas sobre la paz perpetua, y a fortalecerlas con consideraciones deducidas de los principios de la ciencia que cultivaba.

Cree Molinari que el progreso de la ilustración podrá llegar hasta permitir el establecimiento de tribunales y de una policía internacional, que aseguren la paz exterior como los ordinarios la aseguran en el interior. Entre los adelantos que a este fin conspiran, el de las artes mismas de la destrucción ha contribuido más que otro alguno a dificultar la guerra, pues en el día, como lo demuestra Say en su Tratado de Economía política, solo las naciones civilizadas poseen los conocimientos y los capitales necesarios para practicar con superioridad aquel arte, así perfeccionado. Además, los gobiernos como los individuos, tienen puntos de contacto, relaciones que derivan de su misma naturaleza, derechos que respetar y deberes que cumplir. Por desgracia se asemejan también a los particulares en que tampoco son capaces de reconocer siempre los verdaderos límites de sus derechos. Si existiesen para ellos como para los individuos, tribunales ante quien estuviesen obligados a llevar sus diferencias, y una fuerza pública organizada para hacer respetar sus decisiones, si existiesen, en fin, una justicia y una policía internacionales, las disensiones de los gobiernos no turbarían la paz del mundo, como no turban hoy el orden interior de los Estados. Pero, ni esta justicia, ni esta policía, existen. Los gobiernos se consideran unos respecto de otros como en estado de naturaleza. «Anteriormente a toda convención entre los soberanos, dice Aneillon, es menester admitir un derecho de gentes natural, que resulta de la simple idea de muchos pueblos colocados uno al lado de otro, [13] y que contiene la teoría de los deberes a los cuales pueden obligarse legítimamente los Estados entre sí, si tienen poder y medios para ello. Este derecho existe; pero carece de garantía exterior, pues no hay poder coactivo que fuerce a los diferentes Estados a no apartarse en sus relaciones de la línea de lo justo. Los individuos han asegurado sus derechos creando esta garantía; han creado esta garantía formando el orden social, y formándole han salido del estado de naturaleza. Los soberanos permanecen en él todavía, puesto que cada uno de ellos es el único juez y defensor de lo que le pertenece exclusivamente y de lo que los otros deben respetar.»

¿Qué es preciso para que cese este estado de naturaleza? pregunta Molinari: Es preciso que los gobiernos consientan en renunciar a hacerse jueces en su propia causa, en no apelar a la fuerza para vengar sus agravios, en una palabra, en no usar de su derecho de guerra. No cree en la posibilidad de que limiten voluntariamente su acción y renuncien a aquel derecho; pero juzga que dicha renuncia puede exigírseles fundándose en las mutaciones que la extensión de las relaciones internacionales ha introducido en el estado del mundo, y en la solidaridad que el cruzamiento progresivo de los intereses ha hecho nacer entre las naciones. En la infancia de los Estados, una guerra no les causaba gran perjuicio; pero a medida que las relaciones internacionales aumentan, aquella es cada vez más nociva a la comunidad de los pueblos civilizados. Solo cinco naciones han tomado parte en la guerra de Oriente; ¿pero los daños causados por ella, han recaído únicamente sobre los beligerantes? No; una parte considerable ha recaído sobre los neutrales, que se han visto obligados a aumentar sus armamentos, que han sufrido la [14] interrupción parcial del comercio y de los negocios, que no han podido surtirse de los cereales de Rusia, y que han sido perjudicados de una manera permanente por la disminución de los trabajos productivos en todas las naciones. Este perjuicio irá aumentando conforme aumenten los progresos del comercio y de la industria.

En los pueblos poco adelantados, el comercio exterior no es tampoco de tanta importancia como el comercio interior; pero en los que caminan a la cabeza de la civilización la proporción es mayor cada día. De aquí el interés creciente de los pueblos, no solo en no hacer la guerra por sí mismos, sino también en impedir que estalle entre las otras naciones. De aquí el derecho que han adquirido para estorbarlo. Este nuevo derecho, fundado en el fenómeno del enlace progresivo de los intereses y en la solidaridad internacional, que de él dimana, viene a levantarse ante el primitivo derecho de guerra, para limitarle primero, y para sobreponerse a él después. «Puede decirse, afirma Molinari, que el régimen actual no es más que una transición hacia este que indicamos. El derecho de guerra no existe ya en toda su plenitud: los Estados secundarios de Europa no le poseen en la actualidad sino de una manera casi nominal.»

Examina luego los beneficios que los pueblos reportarían del concierto universal para el mantenimiento de la paz, y en especial de la disminución de los ejércitos permanentes, con cuyo motivo cita la obra de Larroque, según la cual, teniendo en cuenta la pérdida del trabajo del personal de un ejército, la del interés del capital empleado en su material y los de las deudas ocasionadas por las guerras, resulta una carga total de más de cinco mil millones con que el régimen actual grava anualmente en tiempo de paz a los pueblos europeos. [15] Y si a esto se añade que en menos de tres años ha devorado la guerra de Oriente quinientos mil hombres y ocho o diez mil millones, sin contar las pérdidas indirectas que ha causado a la comunidad de los pueblos civilizados, por la interrupción de las comunicaciones con Rusia, y la perturbación general de la industria y del comercio, se vendrá en cuenta de los beneficios que lograrían los pueblos con un orden de cosas que, asociando a los gobiernos para mantener la paz del mundo, hiciese casi imposible la guerra y les permitiese reducir al mínimum la fuerza armada.

Procura luego Molinari enumerar los casos que pueden producir conflicto entre las naciones y los reduce a dos categorías; al espíritu de monopolio que se agita para suscitar la guerra, y al de libertad que pretende consolidar la paz. Algo aventurado parece el colocar las guerras religiosas y las guerras civiles en el número de las que han sido engendradas por el espíritu de monopolio, y bien se conoce, en esto como en la preponderancia que en toda la obra concede este autor a los intereses materiales, la fuente en que ha bebido sus inspiraciones.

Reasumiendo, Excmo. Sr. La idea de establecer una Dieta europea para garantir la paz del mundo, se remonta a los principios del siglo XVII y es atribuida por Sully a Enrique IV de Francia; el abate Saint-Pierre la resucita y difunde: Kant y Bentham la reproducen y comentan: las Sociedades de los amigos de la paz intentan allanar el camino para la práctica por medio de la asociación y del asentimiento de la opinión pública; Molinari la examina con el criterio de los principios económicos, y llama la atención de los gobiernos, hacia el enlace progresivo de los intereses de todas las naciones, de cuyo fenómeno deduce el perjuicio [16] que se sigue a cada una de ellas de la guerra, y su derecho a intervenir para evitarla.

Así, pues, la idea de la paz perpetua, que no puede ser considerada más que como una utopía en los escritores de los siglos XVII y XVIII en que no era posible establecer una confederación de Estados con aquel objeto, no lo es tanto hoy, en que el influjo del elemento civil va preponderando sobre el militar, y los intereses de las naciones se cruzan y enlazan; en que el progreso de las vías de comunicación y de los medios de publicidad van dificultando cada vez más los conflictos entre los pueblos civilizados. – He dicho.

[Transcripción íntegra del texto de un opúsculo de 16 páginas.]