Eduardo Ovejero Maury, Trabajo reglamentario del Grado de Aprendiz en la Masonería (original) (raw)
Parte no oficial
[ Eduardo Ovejero y Maury (Heráclito) ]
leído en la Resp.·. Log.·. Ibérica, núm. 7,
en su ten.·. del 13 de Abril de 1911,
por el h.·. Eduardo Ovejero.
A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·.
salud, fuerza y unión
Ven.·. Maest.·. y qq.·. hh.·.: Por segunda vez me impone el Rito la grata obligación de dirigiros algunas palabras, en que se condensen las ideas, las impresiones y los sentimientos que en mí hicieron nacer las alegorías, los símbolos y ceremonias en que la Masonería cifra y compendia todo lo que constituye su credo, sus verdades, su alta finalidad, social y humanitaria.
Breves y sencillas han de ser estas palabras, pues ni yo aspiro a reflejar en estas breves líneas toda la transcendencia de nuestra insigne Institución, ni podría hacerlo aun en más extensas consideraciones, por carecer todavía de iniciación suficiente para ello.
En efecto; mi ciencia masónica es escasa. Sólo alcanzo a vislumbrar vagamente la oculta significación de algunos símbolos, y aun esto en la mayoría de los casos, o porque lo aprendí de labios ajenos o de libros de exégesis, o porque su sentido es tan claro y manifiesto, que no es maravilla el penetrarlo.
Ya sé que así debe ser; que yo, en el grado ínfimo, en la categoría mínima que ocupo, no puedo ni debo conocer toda la verdad, cuyo resplandor vivísimo me cegaría, sino tan sólo algo de la verdad, y aun ésta velada en símbolos, cubierta por el velo de la alegoría.
¿Qué otra cosa si no, representan esas nubes que encapotan en algunos puntos la bóveda tachonada? La luz no puede ser igual para todos. Aquí, como fuera de aquí, la revelación es lenta, pausada, progresiva. La verdad no se da al primero que llega.
Por eso yo aguardo paciente a que el horizonte se me descubra por completo, conteniendo mis ansias de contemplar en todo su [56] fulgor esa luz masónica que me ha de transfigurar algún día, disipando las tinieblas del mundo profano, de donde procedo.
Pláceme consignar aquí que considero y consideraré toda mi vida mi entrada en estos Talleres como un acontecimiento, para mí memorable.
Desesperanzado y amargado por la convivencia en una sociedad que oculta en sus entrañas la ponzoña del escepticismo, y en donde es más capital pecado infringir las leyes de la hipocresía que las leyes de la virtud; en una sociedad, repito, que hace del honor, de la verdad y de la justicia un miserable comercio; rotas las alas de muchos ideales y mustias las que en otro tiempo fueron lozanas flores de ilusión, llegué a las puertas de este Augusto Templo y en ellas encontré escritas palabras de amor y de esperanza. Llamad y se os abrirá; buscad y encontraréis; pedid y se os dará.
El que rendido por largo caminar, jadeante y fatigado, secas las fauces y quemado el rostro por el cálido aliento de los vastos arenales, halla de pronto que surge a sus pies puro y fresco manantial de alegres y bullidoras aguas, y aplicando en ellas sus ardorosos labios, bebe con avidez, no podría experimentar placer más intenso, ni sensación más dulce y confortante que yo al leer la hospitalaria inscripción de donde brota un manantial de promesas y de esperanzas.
Sentí inundarse mi alma de un placer inefable y yo también bebí en esta corriente de ideas regeneradoras, y empecé a sentirme cada vez más alegre y confortado, mirándome en el espejo de estas aguas en que se refleja con serena y plácida claridad el verdadero espíritu del hombre, torpemente desfigurado en la turbia y pantanosa ciénaga de la sociedad: el espíritu de amor, de verdad, de justicia y de sabiduría.
Sintiéndome más fuerte y seguro desde entonces, más henchido el pecho de ideal, más recia y animosa la voluntad, dime a inquirir cuál fuera la virtud, cuál fuera la honda significación de esta Orden que a manera de árbol gigantesco quiere cobijar bajo sus extensas y florecidas ramas a todas las criaturas de la tierra. Y cuanto más hundía el pensamiento en la gran idea redentora que en el seno de la Masonería palpita, iba pareciéndome que la mente humana ensanchaba sus límites y que el hombre no era ya la débil criatura que vemos a diario, empequeñecida por su egoísmo y combatida por sus menudas pasiones.
Y cuando convirtiendo los ojos a la historia, quise buscar algo que se asemejase a esta grandiosa creación, hallé en todas las ceremonias y Ritos y solemnidades que aquí se celebran, singular parecido con otra Institución que en la Edad Media manifestóse con insólita pujanza y acentuado colorido. Me refiero a las antiguas Órdenes Militares de caballería. Todo aquí parece ser un trasunto de aquel espíritu religioso militante que animó a los paladines de una fe muy distinta por cierto de la que a nosotros nos anima. La palabra templo con que designamos estas bóvedas que nos cobijan, las insignias, las bandas que cruzan vuestros pechos, las espadas que sostenéis en vuestras manos, emblemas de un espíritu heroico; las rudas pruebas por que tiene que pasar el iniciado antes de ingresar en estos cuadros, reminiscencia del clásico espaldarazo y la pescozada; los golpes con que anunciamos el comienzo y el fin de nuestras labores, el juramento y otros mil detalles del Rito con que damos plasticidad a los altos conceptos filosóficos y morales a que rendimos culto, despertaron en mí remembranzas de otros siglos, en los que también el hombre materializó y sensualizó sus ansias de bien y de perfección, pues hay que ser indulgente con el pasado como lo somos con nuestra infancia y reconocer que también él soñó, ¿qué digo también? soñó de tan desatinada manera, que hubo que despertarle y traerle a la realidad de la vida, a la realidad fecunda de la tierra, en cuyo barro estamos troquelados todos los hombres.
Un detalle sobre todos, de los de nuestro Rito, las aplomaciones, esa investigación preliminar que hacemos para cerciorarnos de [57] que el que va a sentarse entre nosotros es digno y está en disposición de compartir nuestros trabajos y de colaborar en los altos fines de la Orden, trájome a la memoria otra formalidad muy parecida de las antiguas Ordenes medioevales, las informaciones de calidad con que se indagaba el grado de hidalguía, la nobleza, la limpieza de sangre del pretendiente, requisito sine qua non para ser digno de la merced del hábito.
Y al llegar a este punto comprendí la profunda diferencia que separa aquellos tiempos de los nuestros, y aquel espíritu de nuestro espíritu. Como en la antigüedad hubo libres y esclavos, en la Edad Media había nobles y plebeyos, distinción esencialísima en el destino de los hombres que establecía entre ellos una especie de predestinación.
Inmarcesible gloria es para la Masonería ostentar entre sus dogmas el dogma de la igualdad de todos los hombres, ideal de los tiempos presentes y base incontrovertible de los venideros.
Si fuera este lugar propio para ello, trataría de rebatir los sofismas con que algunos filósofos al uso tratan de ridiculizar este generoso artículo de nuestro Código político y social, invocando las desigualdades naturales, como si la obra de la civilización y de la cultura, y más aún, como si la obra del amor no fuese borrar, por virtud de mágico cincel, todas; todas las rugosidades y asperezas de la piedra bruta, esculpiendo en ella la escultura hermosa y augusta del espíritu humano.
Hoy hemos desvinculado la nobleza, que ya no hay que buscarla en rancios y polvorientos pergaminos; que ya no es monopolio de una clase ni de una familia, sino que está al alcance de todo nacido, el cual habrá de formarse él mismo su propio escudo nobiliario, sus títulos a la estimación y al respeto de sus semejantes; hemos manumitido a todos los esclavos, y sólo establecemos una distinción entre los hombres, una genealogía, única aceptable, y que pudiéramos condensar en esta imagen: por las irreconciliables diferencias de vida y de conducta parece que unos hombres descienden de Abel y que otros descienden de Caín.
.·.
No es ésta, ciertamente, la única diferencia que nos separa de aquella edad remota, de la cual aún quedan tantos sedimentos estratificados en el suelo social. Mientras los caballeros medioevales estaban vueltos al pasado, nosotros, caballeros del presente, estamos vueltos a lo por venir. Una luz de aurora despunta tras de las altas montañas que nos ocultan el horizonte. Esta luz se llama Progreso. Esa entiendo yo que es la luz masónica: la luz del progreso. La luz que el futuro arroja sobre nosotros. La esperanza en un mejoramiento del hombre que rebasará su actual condición para elevarse a la realización de un ideal que lleva en su mente como meta y señuelo de su actividad y de su conducta.
Y este ideal no lo podían realizar las Ordenes militares, inspiradas en un sentimiento retrospectivo, esencialmente hostil a la noción de Progreso.
La idea de Progreso es eminentemente moderna y desconocida o casi desconocida en la antigüedad. No la encontraréis ni en los grandes filósofos, ni en Sócrates, ni en Aristóteles, ni en Platón, ni en los estoicos, y si acaso rudimentaria en Epicuro.
Pero aun cuando a la filosofía antigua le hubiera sido dado elevarse a esta gran idea, su destino hubiera sido morir en las tinieblas teológicas de la Edad Media.
Y es que la idea religiosa es, por su naturaleza, opuesta a la idea de Progreso. El mito del Paraíso, como primer estado perfecto del hombre, ¿qué otra cosa representa sino que para encontrar el Bien Sumo y la suprema perfección es necesario retroceder al pasado, a la edad de oro de la humanidad? De igual modo, la mayor parte de las religiones, inspiradas en un sombrío pesimismo, consideran la historia como una decadencia y el hombre como un ser degenerado de su primitiva perfección.
La Orden Masónica no podía menos de recoger, como eminentemente moderna, la idea de Progreso, poniéndola en sus banderas y [58] reflejándola principalmente en el orden moral. Pues el progreso no consiste, como quieren muchos hacerle consistir, quizá por irreflexión o quizá por malicia, y para combatirle más fácilmente, en el mero adelanto material, en la invención de máquinas, en la construcción de bellos y suntuosos edificios, de medios de transporte, y, en suma, en el fomento de más perfectas condiciones de vida y de bienestar, aunque todo esto ya de por sí encierre mucho que no ven o no quieren ver los que desprecian como cosa de poca monta las comodidades materiales, la economía política afectando ignorar las estrechas relaciones del mundo moral con el mundo material; no consiste en esto sólo, digo, sino antes bien, como creemos nosotros, en el perfeccionamiento moral del hombre. Es esta la faz más importante, la más noble del progreso, y estoy por decir que la única, pues todas las demás no son sino medios o factores que a ella contribuyen y en vista de ella se persiguen.
¿Cómo hemos de conseguir este perfeccionamiento moral? Primero, y ante todo, fortificando la voluntad, resorte de infinita potencia, cuya medida nos da la Historia, demostrando que el hombre, por la sola eficacia de su voluntad, puede acometer y dar cima a las más arduas empresas y a las más estupendas hazañas. Luego devolviéndole la dignidad que el fanatismo religioso le arrebatara, sujetándola a los caprichos de dioses irritados y tiránicos, manchándole con el pecado original e incapacitándole para ennoblecerse y santificarse como no fuera con la gracia y por la misericordia de sus mismos tiranos. Pues el hombre no es más grande cuando se cree hechura perecedera de un poder sobrenatural y veleidoso que le condena a toda clase de miserias y de padecimientos, sino cuando se cree forma inmortal, la más perfecta acaso de la evolución cósmica, y cuando advierte cuán grande es su poder sobre la tierra y cuán elevada y sublime la obra que le está encomendada y que ha de consumar por medio de la ciencia, de la virtud y del trabajo.
Y llego, por fin, a la tercera y última de las notas diferenciales que elevan a la Orden Masónica sobre las Órdenes de caballería, que, en mi entender, no fueron sino ensayo y anuncio de esta última y más perfecta forma de asociación entre los hombres.
Dicha nota es la universalidad, en oposición al particularismo de secta o, si se quiere, de religión, que es a lo más que pudo elevarse aquel período de la Edad Media que tenía infiltrado hasta la médula el espíritu dogmático y teológico.
La Institución a que tenemos la honra de pertenecer, no está creada exclusivamente para los cristianos, ni para los judíos, ni para los católicos, ni para los protestantes, ni para los mahometanos, ni para los budhistas. Fue creada para todos; caben en ella todas las religiones, todas las ideas, todos los partidos y los ciudadanos de los más distintos y apartados pueblos. En una palabra: está creada para la humanidad.
Y como fue creada para la humanidad entera, ¿cómo había de dar carta de naturaleza en su constitución a ninguna de esas preocupaciones que sólo sirvieron para separar a los humanos unos de otros y para perpetuar entre ellos la escisión y el odio? La Masonería representa el abrazo definitivo de todos los partidos, de todas las ideas, de todas las religiones y de todos los pueblos. Sólo ella realiza el ideal de confraternidad humana, anunciado, sí, por los profetas, pero consumado sólo por nuestra Augusta y universal congregación. Si católico significa universal, sólo ella pudiera con justicia llamarse católica, y así la llamaríamos. ¡Ay! si este nombre no representase, no despertase en nosotros un doloroso eco, un amarguísimo recuerdo, si no fuera sinónimo de tantas y tantas afrentosas luchas a que por él se entregó la humanidad, de tantas injusticias, de tantos despotismos, y ¿por qué no decirlo? de tantos crímenes, como manchan durante muchos siglos las páginas del libro de la Historia.
La Masonería, rebasando los límites de los estrechos círculos de familia, de nación y de Estado quiere unir a los hombres en una [59] confraternidad suprema, en un haz apretado de voluntades dispuestas al sacrificio y a la abnegación. ¡Dichosa ella si logra, como logrará, ahuyentar para siempre el negro fantasma de la discordia, enmascarado con el ampuloso y capcioso ropaje de la verdad teológica! Esta es su misión, en la que quizá, aun por mucho tiempo, tenga que emplear sus más poderosas energías. Pues aun hoy, que creemos haber relegado a la Historia, como un estigma atávico, el fanatismo religioso, la religión de paz y de concordia azuza venenosamente a sus adeptos, para que ensangrienten el suelo de la patria, como si mientras viviese el espíritu teológico estuviese destinado a perpetuar la disensión entre los hombres.
Yo confío en que, principalmente en España, está llamada la Masonería a desempeñar, como lo ha desempeñado siempre, un papel importantísimo en la historia de nuestras reivindicaciones, y que todos nosotros, los descendientes de Abel, unidos y apiñados bajo su pabellón, lograremos al cabo matar para siempre el espíritu que aún palpita, moribundo, de la desdichada descendencia de Caín.
En los VVall.·. de Madrid a 31 de Marzo de 1911.