Teodosio el Grande. De 380 a 395 (original) (raw)

Con orgullo podrá citar siempre la España los tres emperadores que salieron de su seno, Trajano, Adriano y Teodosio. Españoles eran también los padres de este último, Teodosio y Termancia, así como su primera mujer Flacila. Hallábase Teodosio, según hemos visto, tranquilo en su retiro, como otro Cincinnato, cultivando su patrimonio, y contento con su honesta medianía, cuando un emperador le busca para partir con él la púrpura imperial como el único hombre capaz por sus talentos y su firmeza de salvar el imperio de Oriente, a punto de ser presa de los bárbaros. De ello se lisonjeaban ya los godos. «Por lo que a mí hace, decía uno de sus jefes, estoy cansado de matar; y lo que me admira es que un pueblo tan débil y que huye siempre delante de mí, se atreva todavía a disputarme la posesión de sus provincias y de sus tesoros.» Pero llega Teodosio, y renovando los días de los Fabios y de los Escipiones, restablece la disciplina del menguado y desconcertado ejército, acostumbra a sus soldados a oír sin susto los gritos de los salvajes, los ejercita primero en la guerra de ardides y sorpresas, y cuando ya los considera suficientemente aguerridos, los presenta delante de los bárbaros, y por fruto de sus ensayos anteriores recoge la victoria. Teodosio, guerrero y político, aprovecha las divisiones y rivalidades que existían entre ostrogodos y visigodos, entra en negociaciones con Atanarico, y le lleva a Constantinopla, donde le deslumbra con la grandeza de aquella ciudad imperial. Muere a poco Atanarico; Teodosio le manda hacer suntuosas honras, y atrae a su partido a los godos. Estos se comprometen a guardar los pasos del Danubio contra los demás pueblos, y Teodosio incorpora en las tropas imperiales más de cuarenta mil bárbaros.

Teodosio conserva así la tranquilidad del imperio de Oriente, pero ya quedan establecidos en el imperio los que habían de ser sus destructores; ya los godos y los hunos están al servicio de los príncipes que iban a exterminar (382). En palacio mismo admite a Estilicón, de la sangre de los godos. Ya el imperio, en la corte y en el ejército, iba siendo mitad bárbaro, mitad romano. Ahora obedecen a Teodosio; cuando falte Teodosio, serán ellos los señores y los obedecidos.

No gozaba la misma paz el Occidente. Máximo, soldado ambicioso, se había hecho proclamar emperador en la Gran Bretaña (383). Viene en seguida a la Galia, acomete a Graciano, príncipe indolente y flojo, dado a la caza, y entregado a una guardia de bárbaros, y le quita el imperio y la vida. Máximo se hace reconocer por galos y españoles, y marcha sobre Italia. Pero San Ambrosio, obispo de Milán, viene a proponerle el pacífico goce de los antiguos estados de Graciano, y que no se le disputaría el título de emperador de Occidente en unión con Valentiniano II, con tal que hiciese cesar la guerra. Máximo accede a las proposiciones de San Ambrosio, y Teodosio ratifica lo pactado. Máximo se asoció su hijo Víctor, y los tres emperadores reinaron por espacio de cuatro años en aparente armonía. Pero el ambicioso Máximo declara de repente la guerra a Valentiniano, marcha sobre Roma y se apodera de ella. Valentiniano se refugia a Tesalónica, implora el auxilio de Teodosio, que había tomado por esposa a Galla su hermana. Teodosio toma las armas, vence a Máximo en la Panonia, le hace prisionero, y le manda decapitar en Aquilea (383). Restablece a Valentiniano en su trono, sin tomar nada para sí sino la gloria de haber derrocado al usurpador, y la de haber vengado a Graciano, a cuya generosidad debía la púrpura. Pero los hombros de Valentiniano eran incapaces de sostener el peso del imperio. Un franco llamado Arbogasto, hombre de gran bizarría, que habiendo puesto su brazo al servicio de Teodosio, se había aprovechado de su privanza para trastornar el imperio de Occidente, tenía a Valentiniano como prisionero en su propio palacio, y era el que disponía de los empleos y oficios, así civiles como militares, confiriéndolos todos a los francos. Valentiniano quiso un día hacer un esfuerzo de dignidad con Arbogasto, y a poco amaneció el emperador ahogado en su propio lecho. Arbogasto no quiso para sí la púrpura; vistió con ella a un hombre llamado Eugenio, que era profesor de retórica (392). Teodosio resolvió vengar la muerte de Valentiniano. Arbogasto y Eugenio se prepararon también a resistirle con un ejército de francos y alemanes. Teodosio con su acostumbrada celeridad pasa los Alpes Julianos, cae sobre Italia, encuentra el ejército de Arbogasto y Eugenio, y se traba la pelea: ya no son los romanos los que combaten en Roma; son bárbaros contra bárbaros; los soldados de Eugenio son francos y alemanes, los de Teodosio son godos, mandados por sus príncipes indígenas, Gainas, Saúl y Alarico. Recia es la pelea y porfiada, pero las armas de Teodosio quedan triunfantes; Eugenio es hecho prisionero, y presentado a Teodosio, que le hace decapitar a su presencia. Arbogasto, desesperado, dos días después de la derrota, se quita la vida hundiéndose en el pecho su tosco y pesado machete.

De esta suerte quedó Teodosio dueño único y absoluto de todo el imperio (394), que tuvo la gloria de conservar íntegro mientras vivió, sin que una sola provincia se desmembrara, teniendo siempre en respeto los bárbaros que le inundaban, y aun sirviéndose de ellos mismos para sostener el viejo edificio que iban a derribar: habilidad y destreza suma, que le mereció el sobrenombre de Grande con que ha pasado a la historia.

El reinado de Teodosio no fue solo notable por haber sabido mantener vivo y entero un cuerpo que encontró semi-cadáver, teniendo dentro de sí mismo el germen de la muerte y de la disolución; lo fue más todavía por la influencia que ejerció en la revolución social, religiosa y política que se estaba obrando. Porque el viejo y caduco imperio sufría dos invasiones, una física y material que habían hecho los enjambres de bárbaros, otra moral y política que hacían las ideas religiosas. Teodosio con una mano sujetaba los bárbaros y reconstituía la unidad del imperio; con otra empuñaba la cruz y persiguiendo el politeísmo y la herejía trabajaba por establecer la unidad de religión. Teodosio daba batallas y hacia códigos, destronaba emperadores y derribaba ídolos, protegía una religión de mansedumbre, y cometía actos de sangrienta crueldad, hacíase señor del mundo y se prosternaba a los pies de un sacerdote.

Examinemos la historia de su reinado bajo este punto de vista, más importante para la historia de España y del género humano, que las batallas y conquistas materiales. El cristianismo y el paganismo se disputaban el imperio del mundo por medio de las ideas, como la barbarie y la vieja civilización se le disputaban por medio de las armas. Estamos ya en un tiempo en que los obispos empezaban a tener más influencia y más importancia que los generales. Las disputas de religión ocupaban más que las acciones de guerra. Era la lucha del antiguo mundo con el mundo nuevo. El catolicismo tenía que pelear no solo con los dioses del viejo Olimpo sino también con las nuevas herejías, y el arrianismo principalmente se hallaba extendido y pujante en una buena parte del imperio. Algunos emperadores habían sido ardientes arrianos. Teodosio era católico, y contra la costumbre de aquel tiempo de esperar a bautizarse al fin de la vida, costumbre que condenan San Gerónimo, San Agustín y otros, Teodosio se hizo bautizar por el obispo de Tesalónica durante la guerra contra los godos. En seguida dio un famoso edicto en favor de la religión católica, y terminada la guerra de los godos pasó a Constantinopla, que era como el foco y asiento del arrianismo, y ordenó a Demófilo, patriarca arriano de Constantinopla, o que reconociese el símbolo de Nicea, o que cediese Santa Sofía y las demás iglesias a los sacerdotes católicos (380). San Gregorio Nacianceno fue instalado en la silla por el mismo emperador en persona rodeado de sus guardias. La resistencia de los arrianos produjo la proscripción del arrianismo en todo el Oriente. Teodosio convocó un concilio general en Constantinopla, y en él se confirmó el dogma de la consustancialidad (382). No bastó el poder político para dejar a San Gregorio tranquilo en su silla, y cansado de luchas y de disgustos, de envidias y de intrigas, se retiró a su oscura soledad de Capadocia{1}. Multitud de edictos imperiales ordenaban la ejecución de los decretos del concilio, y la confiscación y el destierro se empezaron a emplear contra los herejes inobedientes.

Mientras esto pasaba por parte de Teodosio, Máximo, aquel usurpador del imperio de Occidente, católico también, llevaba todavía más lejos el celo religioso. Diversas herejías habían cundido en España, entre ellas la de los priscilianistas, sostenida por Prisciliano, obispo de Ávila. Máximo hizo celebrar un sínodo de obispos que le juzgase a él y a sus cómplices, y Prisciliano, obispo, con dos sacerdotes y dos diáconos, un poeta y una viuda, sufrieron la pena capital{2}. Máximo fue el primer príncipe católico que derramó la sangre de sus súbditos por opiniones religiosas. San Ambrosio, obispo de Milán, y San Martín de Tours condenaron estas crueldades. San Ambrosio se negó a toda comunicación con Máximo. Examinemos el carácter y conducta del venerable obispo de Milán. Prescindamos del dictado de Santo que luego mereció. Consideremos en él las ideas de libertad, de independencia, de humanidad y de tolerancia; mirémosle como un ciudadano, como un político, conforme a los principios de la nueva religión. Hemos visto su entereza con Máximo; el obispo católico no quiere comunicar con el emperador católico, porque Ambrosio condena en nombre de la religión la crueldad y la efusión de sangre. Veamos cómo se condujo con Teodosio.

Habían ocurrido desórdenes en Antioquía y en Tesalónica: en la primera ciudad habían destruido las estatuas de Teodosio, de su padre, y de toda su familia (387). En Tesalónica el pueblo había asesinado al comandante de la guarnición (390). Teodosio dio orden de exterminar la ciudad, y la revocó cuando ya se había ejecutado. La muchedumbre fue lanceada por las tropas: grande y horrible fue la carnicería. Ambrosio tuvo noticia de esta matanza en Milán, y retirándose a la campiña escribió al emperador: «No me atrevería a ofrecer el sacrificio si asistieseis a él. Lo que me prohibiría la sangre derramada de un solo inocente, ¿lo podré hacer con la de tantas víctimas?{3}» Hízole sensación a Teodosio esta carta: quiso entrar en la iglesia; salióle al encuentro en el vestíbulo un hombre que le detuvo diciéndole: «Has imitado a David en su crimen, imítale en la penitencia{4}.» Este hombre era Ambrosio. «Si Teodosio, le decía a Rufino, quiere trocar el imperio en tiranía, yo moriré gustoso.» La voz del sacerdote era la voz del cristianismo que se levantaba a condenar la tiranía, cualquiera que fuese el que la ejerciera: era la voz de la humanidad, eran los principios del Evangelio, expresados por la boca de un hombre enérgico que sabía apreciar su dignidad, la dignidad de una religión que establece la igualdad entre los hombres y que no conoce grandes ni pequeños para condenar los crímenes. Jamás en ninguna república pudo llegar a más alto punto la entereza y el heroísmo de un ciudadano en la condenación de la tiranía: y es que la religión la condenaba con él. ¡Sublimidad de la política del cristianismo! Teodosio hizo penitencia pública en la catedral de Milán, despojado de las insignias del poder supremo, y San Ambrosio le absolvió, obteniendo antes una ley para que se dejase siempre un término de treinta días entre la sentencia de muerte y su ejecución, para que no fuese obra de la cólera y del arrebato. A pesar de la magnanimidad de aquel acto, no falta quien opine que el sacerdocio pudo haber humillado menos la majestad.

Dióse en el reinado de Teodosio el último combate entre la nueva y la antigua religión: la lid fue la más interesante de cuantas han presenciado los pueblos: los dioses del Capitolio se defendían contra la fe del Crucificado, el politeísmo contra la unidad: el espectáculo era interesante; tratábase de la caída de una religión y de una sociedad antiguas, y del establecimiento de una nueva religión y de una nueva sociedad: en esta solemne lucha tomaban parte todas las clases del estado, senadores, ministros, hombres de guerra, historiadores, filósofos, poetas, sacerdotes de uno y otro culto, oradores, todos lidiaban, disputándose palmo a palmo el terreno, los unos en defensa de antiguas y desacreditadas divinidades, los otros en la de un solo y verdadero Dios. La verdad iba a triunfar sobre la envejecida fábula. La idolatría había sido condenada ya por los pueblos, los ejércitos de los bárbaros hacían ya templos de sus tiendas, y las legiones romanas se burlaban de los antiguos dioses; cuando se derribó la estatua de Júpiter, los soldados arrancaban los rayos de oro que circundaban su cabeza, y los guardaban diciendo que con tales rayos deseaban ser heridos{5}. Teodosio proscribió ya solemnemente un culto que Constantino había empezado suavemente a abolir, y que Juliano no pudo sostener, porque estaba herido de muerte. «Prohibimos, dice Teodosio, a nuestros súbditos, magistrados o ciudadanos, desde la primera hasta la última clase, inmolar víctima alguna inocente en honor de un ídolo inanimado. Prohibimos los sacrificios de adivinación por las entrañas de las víctimas.» Pero ya no era necesario tanto: la luz había venido, y las tinieblas tenían que disiparse. No era menester el mandato, bastaba la discusión.

Curiosa fue la cuestión que Teodosio presentó al senado. «¿Qué Dios deben adorar los romanos, a Cristo o a Júpiter{6}?» Defendía la causa de Júpiter el prefecto Sínmaco, grande orador: la de Cristo la sostenía San Ambrosio, orador no menos distinguido. La mayoría del senado condenó a Júpiter. El poeta cristiano Prudencio describe así la conversión de Roma: «Hubierais visto a los padres conscriptos, lumbreras brillantes del mundo, trasportados de alegría, a aquel senado de ancianos Catones, conmovidos al vestirse el manto de la piedad, mas cándido que la toga, y al deponer las insignias pontificales. A excepción de unos pocos que permanecieron en la roca Tarpeya, precipítanse todos a los templos puros de los nazarenos, y la estirpe de Evandro corre a las fuentes sagradas de los apóstoles{7}.» Cayeron, pues, los templos paganos bajo la fuerza intelectual de la idea religiosa que había penetrado en los entendimientos de los hombres. Este fue el grande acaecimiento del reinado de Teodosio. El imperio había de caer también pronto envuelto en la púrpura de sus príncipes.

Entretanto en España luchaba también el viejo con el nuevo culto, costando trabajo a algunos desprenderse de los antiguos hábitos y preocupaciones; que siempre han sido los españoles tenaces en conservar sus costumbres. Pero la guerra más viva era la que se hacían entre sí herejes y católicos. Varios obispos se habían hecho priscilianistas; perseguíanlos y los denunciaban otros obispos, como Itacio e Idacio, con exaltado celo. Los sectarios de Prisciliano cada vez se mostraban más atrevidos y ardientes. No sirvió que fueran condenados en el concilio celebrado en Zaragoza (381): no sirvió que Graciano los echara de los templos y de las ciudades: no sirvió que Máximo convocara contra ellos otro concilio en Burdeos; no sirvió que Prisciliano con otros de sus secuaces sufriera la pena de muerte; el fuego de la herejía no se apagó, antes creció más su incendio; los cadáveres de Prisciliano y sus compañeros de suplicio fueron adorados como mártires; lo que produjo graves alteraciones entre los prelados. Máximo, viendo las discordias que ardían entre los obispos cristianos de España, pensó enviar a ella tribunos pesquisidores, con facultad de confiscar y aun de quitar la vida a los que fuesen tenidos por herejes; especie de tribunal inquisitorial, que merced a los esfuerzos de Martín obispo de Tours no llegó a establecerse en España. Pero estaba reservado al primer emperador que hizo derramar sangre por opiniones religiosas ser el primero también que concibió el ominoso pensamiento de un tribunal que andando el tiempo la había de verter a raudales.

El clero español había comenzado también a relajarse en sus costumbres. En el canon VI del concilio de Zaragoza, se excomulgaba a los clérigos que pretendían hacerse monjes por vanidad, y por tener más licencia de hacer lo que quisiesen{8}. Himerio, obispo de Tarragona, viendo lo relajadas que andaban ya la disciplina eclesiástica y las costumbres de los cristianos, escribió una carta al pontífice Dámaso, consultándole sobre los desórdenes que se habían introducido en España. Muerto Dámaso, le respondió el papa Siricio su sucesor, de cuya carta, que es un célebre documento, son notables las prevenciones siguientes: «que nadie pueda casarse con la que está desposada ya con otro y ha recibido la bendición del sacerdote: que los monjes y monjas que sin atender a su voto y estado faltan a la castidad sacrílegamente viviendo como si estuviesen casados, sean excluidos de la comunión hasta el fin de la vida, y que entonces se les dé el viatico de misericordia: que a los ministerios eclesiásticos solo sean admitidos los de buena vida y costumbres, y los que solo se hayan casado una vez: que con los clérigos no viva mujer alguna, sino las que permite el concilio Niceno{9}.» Así decía ya San Gerónimo: «Hay algunos que solicitan el sacerdocio o el diaconado para ver más libremente a las mujeres. Cuidan más principalmente de su vestido, de peinar la cabeza con mucho esmero y de perfumarse. Rizan los cabellos con el hierro: las sortijas brillan en sus dedos: andan de puntillas; de suerte que mas os parecerán jóvenes recién casados que clérigos{10}.» Extiéndese el santo padre en otras descripciones de este género en prueba de la corrupción que se notaba ya en las costumbres de los sacerdotes. Había sin embargo un gran número que eran ejemplo de pureza y de virtud.

Tenía en aquel tiempo la doctrina ortodoxa para luchar con el politeísmo y con la herejía campeones ilustres, sabios elocuentes y vigorosos, obispos filósofos, prelados insignes en letras y en virtudes, apóstoles infatigables, que con la pluma, con la palabra y con el ejemplo, combatían enérgicamente los antiguos y los nuevos errores con que tuvo que lidiar el catolicismo, que desafiaban con valentía la persecución, que hablaban con independiente entereza a príncipes y gobernantes, y que ilustraban al mundo y derramaban por todo el orbe la fe y la civilización. Desde el obispo Atanasio de Alejandría, el varón incontrastable, modelo de perseverancia y de firmeza, hasta el prelado de Hipona Agustín, el inimitable autor de las Confesiones y de la Ciudad de Dios, hubo una serie y sucesión de varones virtuosos y de clarísimos ingenios que imprimieron a los espíritus un movimiento prodigioso por todo el mundo entonces conocido, y le iluminaron con sus brillantísimos discursos y sus eruditas discusiones, enseñándole la verdad y encaminándole hacia el bien. Tales fueron los Crisóstomos, los Gregorios de Nacianzo y de Niza, los Osios, los Basilios, los Ambrosios, los Gerónimos, y otros ilustres y eminentes sabios, que recibieron el honroso nombre de Padres de la Iglesia, y que podríamos llamar también los santos filósofos del cristianismo. A ellos se debió en gran parte el triunfo de la doctrina civilizadora, y el descrédito en que fueron cayendo las antiguas creencias que habían tenido oscurecida la humanidad.

Volvamos ahora a Teodosio.

Le hemos visto como guerrero sostener el imperio sin dejar perder una sola provincia ni una sola pulgada de territorio, como favorecedor de la religión cristiana dejarse arrebatar muchas veces de su ardor hasta la violencia. Como legislador civil, dictó multitud de leyes, que le ganaron verdaderos títulos de gloria. Descúbrese en muchas de ellas un espíritu de sabiduría, de justicia y de humanidad, que merecen cumplida y especial recomendación. Puede servir de ejemplo la siguiente: «En cuanto a los que se hallan detenidos en las cárceles, ordenamos que no se omita medio para apresurar la libertad de los inocentes, y que no se cometa la injusticia de prolongar la detención de los culpables, que sería agravar su pena. A los carceleros y otros agentes de la justicia que se propasasen a violencias o extorsiones contra los presos, queremos que se les imponga las penas más severas. Los administradores de las casas de detención, que no presenten cada mes un estado exacto de los presos, con expresión de su edad, naturaleza de su delito y duración de la pena a que cada uno está condenado, quedan obligados a pagar a nuestro tesoro una multa de veinte libras de oro: y el juez que por negligencia condenase un proceso, pagará una multa de diez libras de oro sin remisión.» Admirable ley, que desearíamos ver cumplida después de mil quinientos años. Otras disposiciones no menos recomendables de este ilustre príncipe pueden verse en el Código Teodosiano.

A vueltas de los defectos que hemos hecho notar, amigos y enemigos solían hacer justicia a sus virtudes. Aun daba lugar su edad a concebir más venturosas esperanzas, cuando falleció en Milán el último emperador que había sabido dirigir con robusta mano el imperio (395). Lo peor fue que le dejó encomendado a sus dos tiernos e inexpertos hijos, Arcadio y Honorio, al primero como emperador de Oriente, como emperador de Occidente al segundo: separación que será ya definitiva{11}.

{1} No podemos resistir a copiar la tierna despedida que San Gregorio hizo a la ciudad de Constantinopla al dejar la silla patriarcal, como un modelo de sentimientos piadosos, y como una muestra de la elocuencia cristiana de aquel tiempo.

«Adiós, decía, aldea de Jebus, de que hemos hecho otra Jerusalén. Adiós, santas moradas, que abarcáis los diversos barrios de esta metrópoli, y sois como el lazo y el punto de reunión de ella. Adiós, apóstoles santos, colonia celeste, que me habéis servido de modelo en los combates. Adiós, cátedra pontifical, trono envidiado y lleno de peligros, consejo de los pontífices, ornado con las virtudes y con la edad de los sacerdotes. Adiós, vosotros todos ministros del Señor, que os acercáis a él en la santa mesa cuando baja entre nosotros. Adiós, delicia de los cristianos, coro de nazarenos, piadosas desposadas, castas vírgenes, mujeres modestas, asambleas de huérfanos y de viudas, pobres que levantáis vuestros ojos hacia Dios y hacia mí. Adiós, casas hospitalarias, amigas de Cristo, que me habéis socorrido en mi enfermedad. Adiós, barras de esta tribuna, tantas veces forzadas por los que se agolpaban a oír mis discursos… Adiós, ciudad soberana y amiga de Cristo… Adiós, Oriente y Occidente, por los cuales he peleado y fui oprimido. Pero adiós especialmente vosotros, ángeles custodios de esta iglesia, que protegisteis mi presencia y protegeréis mi destierro. Y tú, santa Trinidad, mi pensamiento y mi gloria, convence y conserva a mi pueblo; compréndate, a fin de que yo sepa que crece cada día en saber y en virtud.»

{2} Prisciliano, nacido en Galicia, de familia noble y rica, hombre intrépido, facundo, erudito, se había empapado en las doctrinas de los gnósticos y maniqueos, que le enseñaron Elpidio, maestro de retórica, y Ágape, señora no vulgar, y las difundió en la iglesia de España. Afectando humildad en el traje y en las palabras, se captaba cierto respeto, y consiguió que tomaran su defensa algunos obispos, entre los que sobresalieron Instancio y Salviano. La herejía tomó tal fuerza que fue ya necesario congregar el concilio de Zaragoza, en que se condenó a los obispos mencionados, a Prisciliano y Elpidio. Los prelados pervertidos se reunieron y nombraron a Prisciliano obispo de Ávila, pero encontró resistencia en el metropolitano y en los demás obispos. El emperador Graciano mandó despojarlos de sus iglesias, que les restituyó después por empeños del maestre de palacio Macedonio. Máximo los sujetó al concilio de Burdeos: Prisciliano apeló del juicio de los obispos al César, y fue llevado a Tréveris: San Martín de Tours medió para que no fuese condenado a muerte, mas habiéndose ausentado el santo de la ciudad, se abrió nuevamente el proceso, y Prisciliano fue degollado.

{3} Ambr. Epist. L. I.

{4} Paul. in Vit. Ambros.

{5} S. August. De Civitat. Dei, lib.V. cap. XXVI.

{6} Zosim. Hist. lib. IV.

{7} Exultare patres videas, &c. Prudent. contra Symmacum.

{8} Aguirre, Colección de Concil. Tom. II.

{9} Esta decretal es la primera que se encuentra en las colecciones antiguas de la iglesia latina, y la primera que los sabios reconocen por verdadera.

{10} Fleury, Hist. eccl. tom. 4. cap. XVIII.

{11} Orosio, Zósimo, Idacio, Marcelino, San Ambrosio, Aurel. Victor, que acabó con él su historia, y otros.