Gustavo Bueno, Identidad y Unidad (y 3), El Catoblepas 121:2, 2012 (original) (raw)

El Catoblepas, número 121, marzo 2012
El Catoblepasnúmero 121 • marzo 2012 • página 2
Rasguños

Gustavo Bueno

Se ensaya en este rasguño la exposición de las más importantes diferencias y analogías que, desde las coordenadas del materialismo filosófico, cabría establecer entre las ideas de Unidad y de Identidad

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Identidad y Unidad en la alanina enantiomorfa

§3. La idea de Unidad no es uni-voca en todas sus acepciones, ni la de Identidad es idéntica en las suyas

1. En el párrafo anterior de este rasguño sobre la Unidad y la Identidad (§2, El Catoblepas, nº 120, febrero 2012) concluíamos con la constatación de las ambigüedades que afectan a los términos «unidad» e «identidad». Ambigüedades que pueden considerarse derivadas principalmente de las analogías entre esos términos y otros conónimos suyos (tales como igualdad, semejanza, congruencia, adigualdad...). Ambigüedades que darán lugar a confusiones más o menos graves entre las ideas de unidad y de identidad, así como también entre estas ideas y las de igualdad, semejanza, congruencia, &c. Términos conónimos (para este concepto remitimos a El Catoblepas, nº 67:2) que Aristóteles (en el texto Δ-5, 1021a-10 de su Metafísica, que ya hemos citado) pretendió haber definido unívocamente, «de una vez por todas», apelando a su doctrina de las categorías (que figuraban, por cierto, como géneros unívocos), y más concretamente a las tres primeras, sustancia, cantidad y cualidad, que, junto con la categoría relación, integraron el «bloque básico» de las cuatro categorías fundamentales de la tradición aristotélica, bloque que se mantuvo durante siglos y siglos, y entró, casi intacto, al menos en su estructura formal, en la tabla de Kant.

Según Aristóteles, en efecto, la identidad quedaría definida por la sustancia, la igualdad por la cantidad, y la semejanza por la cualidad.

2. Pero, como acabamos de insinuar, los motivos de la confusión que media entre estas ideas no son meramente subjetivos (debidos únicamente a la negligencia o malas entendederas de Aristóteles o de sus comentaristas), sino también objetivos. Es decir, no se trataría por tanto de confusiones subjetivas (diríamos, «psicológicas»), cuanto de confusiones objetivas (diríamos, «lógicas»), debidas a las involucraciones que efectivamente median entre estos términos (unidad, identidad, igualdad, semejanza, congruencia...) y sus respectivas acepciones o modulaciones.

Por ejemplo, la idea de unidad, en su acepción originaria (tal como la definiremos más tarde), parece envolver la idea de totalidad atributiva, que solemos designar por la letra T, que representa la unidad totalizada de las partes atributivas de un todo. Ahora bien, como veremos, las totalidades T tienen que ver con las unidades sustanciales o, más exactamente, las unidades sustanciales (no sólo absolutas, o estáticas, sino también procesuales o cinemáticas), tienen que ver con las totalidades atributivas. En efecto, cada una de sus partes atributivas puede interpretarse, en su caso, como fase de una transformación idéntica (una rotación, la reflexión de un cuadrado sobre uno de sus ejes, por ejemplo). Transformaciones idénticas en las que se constituyen sustancias actualistas (tales como el centro de rotación invariante o el propio lugar del rectángulo, cuando nos referimos al grupo de transformaciones del cuadrado: remitimos, por ejemplo, a la obra de Birkhoff McLane, Álgebra moderna, Teide, Barcelona 1954, pág. 133-143).

Pero las totalidades atributivas están involucradas en totalidades distributivas (que designamos por Շ), así como recíprocamente, como lo demuestra la utilización que Euler hizo de los círculos geométricos (de la inserción total o parcial del círculo A en el círculo B, o en el C) para «representar», a una princesa de Alemania, las conexiones de inclusión (no de inserción) entre especies y géneros porfirianos dadas en el ámbito de las totalidades Շ. Los círculos geométricos de Euler, en efecto, se utilizaron para representar las relaciones de inclusión de clases (A ⊂ B ⊂ C) por medio de conexiones geométricas de inserción, que representamos por el signo ⊏: (A ⊏ B ⊏ C).

Nos encontramos así ante representaciones objetivamente confusas, porque las inserciones geométricas están conjugadas con las inclusiones lógicas. Y todo esto explica suficientemente, sin más, que la idea de unidad que, en cuanto idea primitiva, podría considerarse vinculada en principio con las totalidades atributivas T, podría «extenderse» o desplegarse en la dirección de las totalidades distributivas o diairológicas Շ, dando lugar a acepciones derivadas o secundarias, no primitivas u originarias, del término «unidad».

Por otra parte, la identidad es una idea que, en la época moderna, culminó contraponiéndose a la idea de igualdad. Th. Adorno advirtió que, en su época, la identidad iba asociada a la comunidad (al «nosotros», con ecos nacionalsocialistas), mientras que la igualdad iría asociada a los individuos (al ego individual, de la izquierda revolucionaria francesa, pero también de las democracias liberales).

Las confusiones que denunciamos envuelven también obviamente la que media entre la idea de relación y la idea de conexión (o interacción), que se corresponden con los conceptos (lógico-ontológicos) de inclusión (⊂) y de inserción (⊏), respectivamente, de las que venimos hablando.

Por otro lado, la identidad no podrá asumir la forma de una relación reflexiva, si es que la identidad, como relación, habrá de ser siempre alotética, en la medida en la cual la relación dice siempre, según Aristóteles, esse ad (προς τί); por lo cual, la definición algebraica de la identidad por la reflexividad (x I x) introduce la confusión entre la identidad y la igualdad, supuestamente reflexiva (la utilización de la llamada «constante de identidad I» no va más allá de una mera pedantería por parte de quienes la emplean). Porque la cantidad dice partes extra partes, en la línea del heterón platónico, y, por ello, la identidad reflexiva no debería confundirse con la igualdad.

Pero esto significa que la igualdad no queda definida, como pretendió Aristóteles, por la cantidad, puesto que en la relación de igualdad (por ejemplo, en la igualdad clónica entre las células de un mismo tejido orgánico homogéneo) encontramos involucradas relaciones de identidad o de semejanza, que no son estrictamente cuantitativas (lo que obligará a redefinir la definición de igualdad de Aristóteles: la igualdad cuantitativa no es identidad, sin perjuicio de que la identidad envuelva aspectos importantes de la igualdad).

3. Se hace preciso exponer, ante todo, desde las coordenadas del materialismo, la distinción ontológica entre las relaciones y las conexiones. Distinción que no suele ser reconocida, no ya en el lenguaje mundano («Juan tuvo tres relaciones con María en la misma tarde») sino tampoco en el lenguaje académico («Hay una relación de causalidad entre A y B», o bien, «las órbitas de la Luna y de la Tierra se explican a partir de sus relaciones de gravitación»). Sin embargo, para decirlo con terminología aristotélica, las relaciones se reducen a la categoría προς τί, mientras que las conexiones se reducen a la categoría πoιειν (acción) o πασχετν (pasión, y después «acción recíproca» o reacción).

Supuesto el «idealismo de las relaciones», que consideramos virtualmente implicado en la tesis que reduce todas las relaciones a la condición de «relaciones de razón», cabría pensar que la distinción entre conexiones y relaciones podría establecerse en función de la distinción entre lo que es ontológico-objetivo (como serían las conexiones) y lo que es lógico o subjetivo (como lo serían las relaciones). Pero si suponemos la realidad de las relaciones (es decir, el realismo de algunas relaciones), también habrá que reconocerle su carácter ontológico. Conexiones y relaciones tendrán ambas alcance ontológico, pero a diferentes niveles.

Desde la ontología del materialismo la realidad de las conexiones se establece al nivel del primero o segundo género de materialidad (M1, M2); mientras que la realidad de las relaciones, a nivel del tercer género de materialidad (M3). Pero suponemos que estos diversos géneros de materialidad (M1, M2, M3), o mejor dicho, sus contenidos respectivos, son constitutivos de la realidad del Universo (Mi), y no se corresponden con el ámbito cubierto por el «Ser» de la metafísica general tradicional. Porque en el ámbito del Ser (de la Metafísica general) hay que poner también a la materia ontológica general (M), que desborda a los géneros de materialidad. Consecuentemente, conexiones y relaciones habrá que considerarlas como constitutivas del Universo (del Mundus adspectabilis), sin que por ello puedan reconocerse como constitutivas de M.

Ahora bien, las conexiones y las relaciones no son entidades separables, flotantes, «jorismáticas». Se establecen siempre entre términos referencializados, dados en el Universo; a estos términos se reducen las unidades que puedan ponerse en correspondencia con las sustancias primeras o segundas de la metafísica aristotélica o escolástica.

No es este el lugar para tratar sistemáticamente, desde las coordenadas del materialismo, de las cuestiones planteadas por las relaciones y las conexiones; reservamos esta tarea para un artículo extenso que aparecerá en El Basilisco. Aquí nos limitamos a anticipar algunas ideas de ese trabajo que sean pertinentes para el análisis de las ideas de unidad y de identidad.

El camino más directo para resumir la distinción entre relaciones y conexiones (de acuerdo con la metodología referencialista que esbozamos en el §2 de este rasguño), nos lleva a enfrentarnos con referenciales definidos en los cuales se manifiesta claramente la distinción entre las conexiones y las relaciones.

Tomemos, por ejemplo, como términos referenciales, a dos ciudades A y B situadas a cien kilómetros de distancia, que supondremos incomunicadas telefónicamente. Cuando haya sido instalada una línea telefónica (de «telefonía con hilos») podremos hablar de conexión-k (telefónica) entre A y B. La conexión es una realidad física, primogenérica, que incluye también las realidades de los sujetos operatorios que han instalado los receptores y emisores de la red eléctrica de la instalación. Por supuesto, sabemos hoy que la conexión telefónica entre A y B no requiere de cables y de postes que la sostengan; la conexión telefónica puede ser establecida por teléfonos inalámbricos, a través de antenas de radio. Pero sería inadmisible (a pesar de que el uso ordinario lo permite) hablar, refiriéndonos a la telefonía inalámbrica, de telefonía «inmaterial» (a la manera como la UNESCO habla de «patrimonios inmateriales» de la Humanidad). ¿Podemos decir que la conexión (telefónica) instalada entre las ciudades A y B es la misma relación entre las ciudades A y B, que no fuera posible antes de esa conexión? Sin duda, la conexión puede ser el fundamento de una relación, pero la cuestión estriba en diferenciar la conexión de la relación a ella asociada, siempre que reconozcamos la realidad de las relaciones (es decir, siempre que rechacemos la consideración de las relaciones como meros productos del sujeto que las establece).

Las diferencias son múltiples, pero las más relevantes requieren tener en cuenta cuál es el tipo (género o especie) de relaciones del que estamos hablando. El término «relación» y el término «conexión» son sincategoremáticos. Decir que entre A y B media una relación carece propiamente de sentido, como le ocurre al término conexión, cuando se ponen entre paréntesis los términos conectados. Asimismo hablar de relación de igualdad entre Q1 y Q2 carece de sentido, porque la igualdad puede serlo en tamaño, en peso, en velocidad...; la relación A = B hay que sobreentenderla afectada por un parámetro k (A =k B).

Supongamos que la relación asociada a la conexión telefónica entre A y B sea la relación de distancia de cien kilómetros. Esta relación es tan real como la conexión telefónica, y tiene un contenido material preciso, aunque no posea la corporeidad tangible de los cables. Pero la relación d(A, B) de distancia, no por haber evacuado cualquier contenido corpóreo, es decir, cualquier conexión o interacción, es independiente de todo contenido relacional, porque esto equivaldría a suponer que la solución de continuidad entre A y B (es decir, la discontinuidad entre A y B implicada en la relación d) es absoluta, es el no-ser, el vacío democríteo. De hecho, el espacio vacío que puede aparecer, como apariencia falaz, eleática, entre los términos de una relación cualquiera, podrá considerarse como resultado llevado al límite, ya en la percepción estética y apotética, de un proceso de abstracción (o evacuación) de contenidos conectivos segregados como no pertinentes en el contexto.

Si tenemos en cuenta que la relación d(A, B) podemos disociarla de la conexión telefónica, o de cualquier otra, reduciéndola a «pura relación geométrica» que se mantiene independiente de cualquier conexión entre A y B, y que, sobre todo, puede interponerse entre términos distintos de A y B (cuando, por ejemplo, defino la distancia r entre mi posición 0 y un globo situado a la altura z, no estoy propiamente definiendo, sino coordinando geométricamente: r² = x² + y² + z²).

En cualquier caso, conviene subrayar la afinidad estética (en el sentido de la «gnoseología estética» de Baumgarten) entre el vacío aparente (eleático) y la percepción estética (sensible, apotética, propia de los animales oculados). Cuando percibimos la Luna abstraemos o evacuamos estéticamente cualquier contenido corpóreo que pueda estar interpuesto entre la Luna y nosotros; la Luna se mantiene aparentemente en un espacio vacío, porque ni siquiera percibimos las ondas electromagnéticas que lo cruzan, y menos aún las conexiones gravitatorias entre la Luna y la Tierra. Por lo demás, la «evacuación de las conexiones» no sólo tiene lugar en el momento de establecer las relaciones de distancia, en cuanto relaciones reales, y no sólo de razón; también relaciones tales como «a la izquierda» o «a la derecha» (de mi cuerpo) se mantienen cualquiera que sea la naturaleza de los términos (animales, plantas, focos luminosos, &c.) situados a mi izquierda o a mi derecha.

Cabría hablar (aún exponiéndonos a asociaciones impertinentes) del carácter formal de las relaciones (respecto de cualquier contenido material conexivo, activo o interactivo), siempre que esta formalidad no exceda la segregación de las conexiones o interacciones que le suponemos asociadas.

Las conexiones van asociadas a relaciones, y recíprocamente; pero las relaciones, en su formalidad de tales, tienen una estructura lógica propia, es decir, independiente, hasta cierto punto, de cualquier conexión determinada. La ontología dualista, implícita en la perspectiva epistemológica (sujeto/objeto; espíritu/cuerpo; mental/real) interpretará esta independencia entre relaciones y conexiones presuponiendo que las conexiones son objetivas, corpóreas, reales, mientras que las relaciones serían subjetivas, espirituales o mentales (es decir, «puestas por la mente»). Pero tal ontología dualista –la de Descartes, la de Hume, la de Kant, la de Fichte– choca frontalmente «con la naturaleza de las cosas», es decir, con la naturaleza de las relaciones determinadas o de las conexiones determinadas. Las relaciones de distancia d(A, B), o d(A, C)..., pueden ser tan objetivas, reales y materiales como las conexiones telefónicas f(A, B) o f(A, C). Que la relación d, entre A y B, la haya establecido un sujeto operatorio mediante operaciones «culturales» (a través de las cuales no sólo se ha percibido a distancia A y B, sino que ha medido esa distancia tomando como unidad el kilómetro) no quiere decir que el resultado de esas operaciones no sea real, sino mental o espiritual; también las conexiones telefónicas entre A y B son reales y objetivas, y tienen una existencia independiente de los sujetos que las instalaron.

Desde la ontología no dualista del materialismo podemos decir que las relaciones son tan materiales como las conexiones, si bien su materialidad o realidad tiene lugar a distintos niveles: las relaciones son terciogenéricas (M3) y las conexiones son primogenéricas (M1) o segundogenéricas (M2). Desde este punto de vista cabe añadir que las relaciones, aunque vayan asociadas o conjugadas a conexiones, desbordándolas, pueden incluso considerarse, desde muchos puntos de vista, como previas (ordo cognoscendi) a las conexiones. Si se ha instalado una conexión telefónica entre A y B de cien kilómetros, es porque previamente constaba una relación de distancia de cien kilómetros entre A y B.

Reconocemos, según lo dicho, múltiples intersecciones entre las ideas de relación y de conexión. Pero acaso la más importante, en la teoría general de las relaciones, sea la que asigna a las conexiones (conexiones determinadas) el papel de fundamentos de las relaciones.

Es bien sabido que la cuestión del fundamento de las relaciones asumió un puesto principal en la tradición escolástica. Aunque no podemos abordar aquí de frente este problema, conviene advertir que la cuestión del fundamento de las relaciones acaso «tomaba causa» del planteamiento aristotélico de las relaciones como accidentes de las sustancias, siendo así que las sustancias aristotélicas, en cierto modo (por su carácter autotético e inmóvil, incluso eterno, en el caso de los astros), no «necesitaban» las relaciones, ni siquiera las admitían, pues su carácter autotético era imposible de compatibilizar con el esse ad de las relaciones. Y en este contexto cabe entender el carácter de «ente debilísimo» que Aristóteles atribuyó a las relaciones, atribución repetida invariablemente por los escolásticos posteriores, como si se quisiera minimizar o disimular la precariedad del concepto alegando la precariedad de la entidad por él representada.

Esta situación requería obviamente plantear la cuestión del fundamento de cada relación. Por lo demás, las respuestas que se dieron fueron muy diversas y abundantes, más o menos ingeniosas; pero subrayaremos aquí (por la trascendencia histórica que tuvieron en la época moderna) la teoría de los llamados «connotatores», teoría referida de hecho a las relaciones clasificadas como de primer género (tales como la relación de semejanza o la de igualdad).

Las relaciones de semejanza en blancura (similitudo in albedo) entre Sócrates y Platón, para quien no fuera racista, ¿era un simple accidente, una contingencia, un «ser debilísimo», incluso un ente de razón sin realidad objetiva? ¿Acaso podría esta relación de semejanza k (en blancura) tener algún fundamento real? Si está dado un caballo blanco en Persépolis, ¿cómo entender que cuando nace un caballo blanco en Tebas nace también una relación real entre ambos caballos? ¿Cuál podría ser el fundamento de tal relación?

Los connotatores descartaron que este fundamento pudiera ponerse en alguna conexión entre ambos caballos (o entre Sócrates y Platón), descartando, incluso en una época en la cual se pensaba que la luz se propagaba instantáneamente, cualquier acción entre la blancura de Sócrates y la blancura de Platón (como pensaban algunos con su teoría de la pullulatio, que desde el albedo de Sócrates afectaría al albedo de Platón, o recíprocamente), es decir, como si la blancura de Sócrates hubiera podido influir en la blancura de Platón.

Pero, descartada la pullulatio, ¿cuál podría ser el fundamento de la relación? La respuesta de los connotatores era esta: el fundamento de la relación será la misma blancura de Sócrates y la misma blancura de Platón; blancuras que, por cierto, en la ontología aristotélica no se consideran como relaciones sino como cualidades. La relación aparecerá cuando un sujeto cognoscente, que constata la blancura de Sócrates, la «connota» (compara, confronta) con la blancura de Platón, y la opone, por ejemplo, a la negrura del etíope que acaso visitaba la Academia. Lo que equivaldría a afirmar que la relación de semejanza deriva de un juicio del entendimiento connotador; es decir, que la relación de «semejanza en albedo» no es real, sino de razón.

De este modo no estaríamos muy desacertados si dijéramos que los connotatores estaban instaurando el «idealismo de las relaciones», redefinido como un proyecto de reducción de toda relación a la condición de relación de razón, sin fundamento real (sin pullulatio).

Así definido (desde la «inmanencia» de las propias discusiones escolásticas sobre las relaciones) cabe concluir que el idealismo de las relaciones fue la tónica general del llamado empirismo inglés (Locke, Hume), que de hecho mantuvo, de modo exclusivo, y no sólo asertivo, la fundamentación subjetiva (asociacionista) de las relaciones.

De hecho, también y en gran medida, ocurrió que la cuestión de los fundamentos de las relaciones desapareció, como tal cuestión, de la teoría de las relaciones en el Álgebra de las relaciones –acaso porque el álgebra, al representar las relaciones por letras mayúsculas (tales como R, P, S...) interpuestas o antepuestas a letras minúsculas (a, b, c... x, y, z): xRy, R(x,y)– daba por supuesto que estas letras-relación no tenían ningún fundamento en las letras minúsculas, puesto que se agregaban a ellas, desde fuera, por el algebrista (el cual, sin embargo, creía haber llegado a dominar todo el campo de las relaciones).

Pero, como hemos dicho, es preciso tener en cuenta que la doctrina de los connotatores –muy próxima a Suárez– se desarrolló en función de las relaciones que, desde Aristóteles, se incluían en el género primero de las relaciones (que comprendía relaciones tales como la de semejanza o la de igualdad). Relaciones que, por cierto, se correspondían con los predicados relacionales diairológicos, predicables distributivamente de cada término, lo que implicaba simetría (Sócrates es blanco, Platón es blanco). Pero esta doctrina se aplica mal a los predicados relacionales sinalógicos, sobre todo si son asimétricos (tales como «A es mayor que B»). En este caso cabría deducir, como fundamento de la relación, alguna conexión objetiva entre a y b (por ejemplo, la relación a < b tendría como fundamento la inserción sinalógica directa de a en b: a ⊏ b).

Posteriormente podría ensayarse este tipo de fundamento en las mismas relaciones diairológicas. Así, como fundamento de la relación de «semejanza en blancura» entre Sócrates y Platón, cabría poner el hecho de que tanto Sócrates como Platón, iluminados por el rayo de luz que sale del Sol, producen en el «observador oculado», a los ocho minutos, dos imágenes semejantes en blancura, sin que ello justifique considerar a esta semejanza como subjetiva o mental. Al menos, siempre que ella fuese atribuida, no tanto al observador, cuanto a las conexiones entre los cuerpos objetivos (de Sócrates y de Platón) y los ojos de los sujetos en los cuales se reflejan los rayos, a saber, los ojos del observador que percibe la blancura de Sócrates como predicado objetivo de Sócrates, y no como predicado sobreañadido a él (la distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias, interpretado «epistemológicamente» como distinción entre cualidades objetivas y cualidades subjetivas sobreañadidas, será un resultado de la ontología dualista espiritualista (S/O). Las cualidades llamadas «secundarias» serían tan objetivas y constitutivas del Mundo como las llamadas «primarias», como ya lo advirtió el propio Berkeley en sus Diálogos entre Hylas y Filonus. Por ello, consecuentemente, Berkeley no sólo aplicó su esse est percipi a las cualidades secundarias, sino también a las primarias, abriendo así el camino a lo que Kant llamará «idealismo material».

En resolución: toda relación que no sea de razón, coyuntural o contingente («relación exterior») habría de tener un fundamento (como «relación interna»). Este fundamento consistirá en algún tipo de conexión, directa o indirecta –a través de terceros– entre los términos mismos de la relación.

Como corolario final de esta distinción entre conexiones y relaciones que estamos exponiendo, cabría subrayar la diferencia entre la continuidad (causal, interactiva...) lineal o ramificada de las conexiones entre los términos, y la solución de continuidad entre los términos de las relaciones. Mientras en la conexión telefónica de nuestro ejemplo anterior podremos seguir la continuidad del hilo telefónico que enlaza los cien kilómetros entre A y B –tanto si este hilo conecta a un punto individual de A y a otro punto individual de B, como si se ramifica en A en varios hilos que derivan la corriente a múltiples términos, pero manteniendo en todo caso la continuidad sinalógica entre ellos–, en cambio, en la relación entre A y B, asociada a la conexión telefónica (como fundamento suyo), la continuidad se rompe, sencillamente porque no se considera pertinente. Ocurre como si el hilo terminal que vincula A y B, una vez «segregadas» o «evacuadas» las conexiones asociadas, fuera sustituido por la clase lógica formada por todos los usuarios que en A o en B se fueran acumulando, en tanto mantienen relaciones que desbordan (es decir, se mantienen a otra escala) el nivel de la conexión telefónica. Por ello las relaciones envuelven un dominio (una clase que puede eventualmente ser unitaria) y un codominio (una clase que también puede eventualmente ser unitaria), cuya reunión constituye el campo de la relación.

5. La clasificación de las relaciones según sus fundamentos plantea de otro modo la cuestión gnoseológica de los conceptos universales en lo que tienen de constitutivos de la posibilidad de la demostración científica. La tesis aristotélica «la ciencia es de los universales» se atenía a los silogismos, que requieren un término medio «tomado por lo menos una vez universalmente». Por ello, las relaciones individuales quedaban al margen de la ciencia, como asuntos del arte, de la sensibilidad, de la estética baumgartiana. Pero esto entraba en franco desacuerdo con la presencia efectiva de los individuos en las ciencias. Y no sólo en las ciencias históricas sino también en las ciencias naturales (el Sol, la Luna, las singularidades del big-bang, &c.). Windelband y Rickert pretendieron resolver la cuestión distinguiendo dos tipos de ciencias, las ciencias nomotéticas y las ciencias idiográficas. Pero con ello rompieron la unidad de la idea de ciencia y, sobre todo, no explicaron las abundantes presencias idiográficas constatables no sólo en las ciencias históricas culturales, sino también en las ciencias naturales.

Desde los supuestos que hemos establecido a propósito de los enclasamientos de los términos interconectados podríamos plantear el dilema nomotético/idiográfico de otro modo.

En efecto, las clases mismas pueden ser distributivas (con relaciones diairológicas entre sus términos) y atributivas (con relaciones sinalógicas entre ellas). Ambos tipos de clases tienen estructuras análogas. Por ejemplo, las cadenas de inclusión entre las clases o totalidades Շ (A ⊂ B ⊂ C ⊂ D...) –utilizadas sobre todo en las clasificaciones porfirianas– son análogas a las cadenas de inserción entre clases o totalidades T atributivas (a ⊏ b ⊏ c) –utilizadas en las clasificaciones plotinianas y particularmente en la Teoría de la Evolución, cuando organiza su campo guiada por la idea de los _phyla_–.

La mejor ilustración de la involucración de los todos Շ y T nos la ofrecen los círculos de Euler, en los cuales los círculos o esferas englobados en otros círculos o esferas representan a la vez relaciones lógicas de inclusión y relaciones geométricas (o topológicas) de inserción.

Rickert contraponía, en un ejemplo célebre por su brillantez, la ciencia nomotética de la Embriología de Wolff (en la que la sucesión de las fases de un embrión de pollo se repetían una y otra vez en los diversos pollos individuales) y la ciencia idiográfica de la Historia de los Papas del Renacimiento de Ranke, en la que se establecía una serie irrepetible de individuos que Rickert no detalla, pero que podemos enumerar en su individualidad determinada no ya tanto por criterios ontológicos-sustanciales, sino por criterios gnoseológicos, como pueda serlo el ordinal que ocupan en la serie numérica canónica (reconocida hoy por el Vaticano), serie que no se corresponde exactamente con otras series ordinales también utilizadas por la Iglesia romana en el pasado: Inocencio VIII (con el número 213) y Alejandro VI (número 214) en el siglo XV; Pío III (número 215), Julio II (número 216), León X (número 217), Adriano VI (número 218), Clemente VII (número 219), Pablo III (número 220), Julio III (número 221), Marcelo II (número 222), Pablo IV (número 223), Pío IV (número 224), San Pío V (número 225), Gregorio XIII (número 226), Sixto V (número 227)...

Ahora bien, ¿hasta qué punto puede asegurarse que, en estas sucesiones, los papas, individualizados por su número ordinal, figuran como términos individuales (al menos en el sentido de los «individuos absolutos» tales como el hombre volante de Avicena o el ave Fénix en sus sucesivas apariciones)? Por de pronto hay que reconocer a cada uno de esos nombres ordenados que está ya enclasado en la clase P de los Papas, es decir, que no figura en ellos como individuo absoluto, sino como individuo de una clase (x ∈ P). Además la clase es atributiva. El «conjunto de los papas del Renacimiento» constituye una totalidad atributiva joreomática, en la que cada elemento debe desaparecer para que otro aparezca como elemento de la clase (la misma regla a la que se sometía el ave Fénix, con la diferencia de que las apariciones del ave Fénix no envolvían diferencia de sustancia, sino que suponían identidad sustancial entre el cuerpo del ave viva, sus cenizas y el nuevo elemento viviente que renacía de ellas, mientras que a los papas del Renacimiento se les reconoce una identidad sustancial interindividual). Por otra parte cada elemento «arrastra», como séquito histórico, multitud de materiales que habrán de ser incorporados a la serie (colegios cardenalicios, templos, encíclicas, conexiones con emperadores o reyes...). En ningún caso estamos ante una sucesión de individuos discretos, mutuamente aislados diairológicamente; estamos ante una totalidad «en evolución», en la cual los términos –los papas– han de ser mencionados repetidamente una y otra vez por los historiadores o arqueólogos, a cargo de los cuales corre la tarea de integrar las partes del material asociado (esqueletos, retratos, concilios, encíclicas, guerras) con los diversos papas correspondientes, es decir, estableciendo conexiones ramificadas que coexisten con las relaciones sinalógicas que se van abriendo.

No hablamos, en efecto, de los papas como individuos absolutos, sino como miembros de una Iglesia o de un Estado. Ocurre en la historia de los papas como ocurre en la geografía política: un monumento idiográfico (como pueda serlo El Escorial), asentado en Castilla, no es sólo el individuo idiográfico hic et nunc; a su vez ha de «repetirse» una vez como monumento asentado también en España, y otra vez en Europa occidental, y otras veces en Europa, en Eurasia, &c. El Escorial deja de ser idiográfico-irrepetible, porque se repite de hecho no sólo en las cabezas de los hombres, sino en contextos diferentes, en clases atributivas que se integran las unas en las otras.

Estas cadenas, a su vez, en tanto constatamos su paralelismo o sus diversificaciones con otras cadenas, dan lugar a relaciones nuevas entre clases diferentes. Las propias cadenas históricamente establecidas nos servirán de criterio y guía para insertar a cada papa en un puesto de la serie que irá «evolucionando» desde unos primeros eslabones hacia otros eslabones futuros.

La sucesión histórica de los papas del Renacimiento no es, por ello, más idiográfica de lo que pueda serlo la sucesión de una serie de esqueletos científicamente ordenados cronológicamente en un museo antropológico. La diferencia es que cada eslabón de la cadena de los papas se presenta como un elemento único, y cada esqueleto suponemos que tiene otros muchos esqueletos clónicos; pero esta diferencia no es esencial cuando nos interesamos por el encadenamiento histórico, que no es propiamente ni idiográfico ni nomotético, sino ambas cosas a la vez.

6. Procede ahora analizar la distinción entre Unidad e Identidad por medio de la distinción que hemos esbozado entre conexiones y relaciones, que tan involucrada está, según lo dicho, con la distinción principal que nos ocupa. Este análisis es inviable cuando las confusiones entre las conexiones y las relaciones se mantengan; confusiones que, como ya hemos dicho, se mantienen tanto en las escuelas como en el lenguaje vulgar: «una relación es una conexión entre cosas distintas» y «una conexión entre cosas diferentes es una relación entre ellas». Y se mantiene en los contextos más sutiles e inesperados. Por ejemplo, leemos en los titulares periodísticos de una página de sucesos: «Fueron encontrados los restos de un avión, incluida su caja negra.» Aquí «incluida» tiene que ver con la relación de inclusión, pero se interpreta en el sentido de que se ha encontrado la caja negra inserta en el avión, que se interpreta como un todo atributivo. La expresión adecuada en español sería: «Fueron encontrados los restos de un avión, comprendida su caja negra.» Sin embargo puede observarse en los últimos años una tendencia hacia el desplazamiento progresivo (por parte sobre todo de los medios de comunicación) de las relaciones de inserción por las relaciones de inclusión (lo que indica una grave modificación de las «maquinarias lógicas» de los periodistas).

Dejaremos de lado los esquemas de correspondencia biunívoca, que algunos podrían sugerir, entre las ideas de unidad y de conexión, por una parte, y las ideas de identidad y de relación por la otra. Sin duda, la idea de unidad tiene mucho que ver con la idea de conexión o interacción, pero la cuestión es determinar la naturaleza de esta correspondencia (que, por cierto, no se tiene en cuenta en la doctrina escolástica tradicional, que se atiene a la fórmula unum et ens convertuntur) y ello, sin olvidar que también la idea de unidad tiene mucho que ver con la idea de relación. Mutatis mutandis diríamos otro tanto entre la identidad y la relación. En los textos de Aristóteles que venimos citando la identidad tiene que ver más con la categoría de la sustancia que con la categoría de la relación, lo que, traducido a nuestras coordenadas, equivaldría a decir que la identidad tiene más que ver con las conexiones que con las relaciones; sin perjuicio de lo cual tampoco sería posible disociar la identidad de la relación.

Sólo tras un proceso de análisis, ante el cual no faltarán quienes prefieran no ver más que arabescos o filigranas excesivamente sutiles, podremos desentrañar el embrollo al cual nos ha llevado la tradición escolástica, académica, o las tradiciones mundanas, mezclando las ideas de unidad, de identidad, de conexión y de relación.

7. La unidad (o las unidades), según los resultados de nuestro análisis, tienen más que ver, al menos originariamente (es decir, en una primera fase de su desarrollo) con las conexiones que con las relaciones; y esto debido a que la unidad es previa a la identidad. Sin perjuicio de lo cual, dadas determinadas unidades, cabe establecer entre ellas relaciones que pueden dar lugar a un despliegue de la idea de unidad, es decir, a una nueva acepción analógica de la idea de unidad.

La unidad, desde las coordenadas del materialismo (cuya metodología comienza, como hemos dicho, disociando la unidad del Ser trascendente –_unum et ens convertuntur_– o de la sustancia absoluta aristotélica, y asociándolo a referenciales corpóreos positivos), es un atributo que afecta, ante todo, a sustratos referenciales dados.

Ahora bien: un sustrato referencializado (como pueda serlo un átomo de Carbono 14, una célula eucariota, un organismo metafito o metazoo, un grupo o banda de primates, un Estado-ciudad, «Gea»...) tiene, ante todo, la estructura de una totalidad atributiva T. En estas totalidades atributivas la unidad se corresponde con el todo, y la multiplicidad con las partes. Por cierto, esta correspondencia solía ser reconocida, a su modo, en la tradición escolástica: distinctio seu pluralitas vel multitudo opponuntur unitate vel identitate (decía Juan de Santo Tomás en su Cursus theologicus, tomo II, Lyon 1663, disput. IV, art. 6, pág. 113-ss.: Qua distinctio et compositio sint inter attributa divina?). Christian Wolff, en su Ontología (§341): Unum quod idem est cum multis dicitur totum.

Pero, para el materialismo, una totalidad T es una entidad corpórea finita, que tiene partes formales dadas a escalas diferentes (la unidad entera de T tiene partes fraccionarias que son unidades de primer orden, de segundo orden, &c.: la unidad entera de un organismo animal viviente de la clase de los mamíferos tiene partes que son unidades fraccionarias de primer orden... o de enésimo orden, aquellas que el «buen carnicero» sabe cortar por sus junturas naturales, como decía Platón, pero también tiene partes de orden emésimo, como los miles de millones de células que, a su vez, constan de partes fraccionarias, tales como orgánulos, mitocondrias, cromosomas, &c.).

La unidad, tomada como entera (y correspondientemente sus partes fraccionarias y, en su caso, sus «partes múltiplas»), consta de un dintorno, de un entorno y de un contorno, en interacción constante: la unidad del organismo no se mantiene como si fuera una sustancia aristotélica, eterna e inmutable, al modo de los astros cuasi divinos.

Pero el concepto de todo, respecto de sus partes fraccionarias, viene a comportarse como una función recurrente, progresiva descendente, porque las partes de T son a su vez totalidades. El organismo es un todo celular respecto de sus células, pero cada célula es a su vez una totalidad respecto de sus orgánulos; y asimismo el organismo es una parte respecto de otras totalidades en las que pueda estar integrada (en la milicia, la compañía o el batallón es el todo, pero el batallón, a su vez, es parte del regimiento en función de todo, y a su vez esta totalidad es una parte de otra envolvente, a saber, la división o el ejército).

Teniendo en cuenta esta recurrencia regresiva o progresiva de los conceptos de todo T y de parte, se comprende que la unidad, en cuanto asociada al todo, no pueda ser unívoca, puesto que ha de estar determinada por el parámetro de la función, es decir, por la escala de la unidad que tomamos como «referencia entera». Lo que importa subrayar en esta estructura holótica es el hecho de que las totalidades T referencializadas no son unidades simples, sino siempre compuestas de partes, dadas a una escala determinada, sin necesidad de que las partes fraccionarias sean a su vez simples (según prescribe la tesis de la segunda antinomia kantiana: «toda sustancia consta de partes simples»). Supondremos que la recurrencia de la función «todo/parte» no es indefinida (al menos cuanto a las partes formales) y que, por tanto, caben dos límites extremos, establecidos por anástasis: el límite del regressus nos arroja la idea de un todo T que ya no es parte de otro (un límite que podemos identificar con el Universo, en cuanto omnitudo rerum, un todo que ya no es parte de otras totalidades envolventes, lo que significa que no es un todo absoluto, real y finito, sino una totalidad límite, puesto que carece de entorno: remitimos al volumen II de la Teoría del cierre categorial, pág. 131); el límite del progressus es un parte que ya no es un todo, porque no tiene partes: es el átomo ideal o límite que tampoco puede ser absoluto y punto de partida imprescindible (lo que significa que en el proceso de organización de un campo hemos de partir siempre in medias res).

De donde se sigue que ninguna totalidad referencializada puede considerarse como una unidad absoluta, sino determinada por una escala dada que actúa de parámetro de una función, a partir de la cual tendrá lugar la distinción entre partes simples o compuestas, o la distinción entre partes formales y partes materiales. Aquello que excluimos de la idea de unidad como totalidad atributiva son las unidades como totalidades «monoméricas», es decir, totalidades «con una única parte», al modo de las reconocidas «sociedades anónimas unipersonales». Tales sociedades no son clases distributivas unitarias (como Adán en el Paraíso, o como la clase de los «satélites naturales de la Tierra»), sino que son clases atributivas unitarias, que sólo son clases por analogía de atribución. Por lo demás, la unidad, como atributo del todo (o «unidad entera») la consideramos como totalidad finita y corpórea (y no muy lejos de esta opinión podíamos ver al propio Santo Tomás, en I, q. 8, a 2 ad 3: In substantiis autem incorporeis non est totalitas, nec per se nec per accidens).

La multiplicidad contenida en el todo unitario puede ser, por lo demás, una multiplicidad «pacífica», constitutiva de una unidad estática (aunque no por ello necesariamente homogénea), o bien una unidad polémica, en la que las partes se enfrentan las unas a las otras, disputándose la existencia o la hegemonía en el todo.

En cualquier caso la identidad se establece sobre la unidad. Fundamentum identitatis est unitas, rezaba la sentencia escolástica. Sin duda, pero cuando, desde coordenadas materialistas, interpretamos la unidad no en su sentido absoluto (o reflexivo) sino sólo cuando la unidad tiene lugar en función de otras unidades. Brevemente, la identidad se establece sobre otras unidades, sobre una multiplicidad de unidades.

Y por ello la identidad se despliega en dos modalidades según que esa multiplicidad de unidades se conciba como una totalidad Շ o como una totalidad T. Si se concibe como totalidad Շ, identidad significará la relación del todo genérico o específico respecto de sus especies o individuos (por ejemplo, la identidad genérica de las moléculas de alanina-l y de alanina-d). Y si las multiplicidades de unidades son concebidas como una totalidad T, la identidad se desplegará como conexión (inserción, ensamblamiento) de estas unidades en tanto se componen con otras (lo que ocurre, por ejemplo, con la identidad idiográfica de la cabeza de un fémur respecto de su acetábulo pelviano individual).

Obviamente, según la naturaleza de las conexiones, así los tipos de unidades holóticas. Estos tipos son muy diversos, porque «la unidad no es única», es decir, unívoca, sino análoga, y los criterios que pueden utilizarse para subclasificarlas son también muy numerosos. Criterios de clasificación que podrían dividirse en dos grandes grupos:

(1) el grupo de los criterios holóticos materiales, los que se atienen a las diferencias de los contenidos de cada unidad: geométricos (la unidad de un hexaedro), aritméticos (la unidad del monomio 2x.y²), fisicoquímicos (la unidad de una pompa de jabón), biológicos (una célula de un organismo pluricelular), sociológicos (la unidad de una banda o de un grupo político), &c.

(2) El grupo de los criterios holóticos formales, que atienden tanto a los tipos de conexión entre las partes como al tipo de sus contenidos, supuesto que quepa diferenciar conexiones comunes a unidades materialmente diferentes. Por ejemplo, las conexiones entre partes uniformes pueden encontrarse tanto en totalidades materialmente diferentes (cristales, tejidos orgánicos, soldados de un batallón), aún cuando muchas veces las conexiones materiales puedan constituir, por sí mismas, un tipo característico de conexiones formales (tal sería el caso de las «conexiones teleoklinas»).

Como tipos formales diversos de unidades holóticas podríamos considerar a los agregados, a las amalgamas, a las coalescencias, a las estructuras; a las unidades incorruptibles (poliedros regulares topológicos, por ejemplo) o corruptibles (las sustancias celestes, que Aristóteles consideraba como incorruptibles), o a las «unidades terrestres» tales como cristales, organismos, sociedades políticas. También son tipos formales de unidad las unidades sistáticas (partes simul sumptae) y las joreomáticas (la unidad del río de Heráclito); las unidades homogéneas (la barra de oro del Protágoras platónico) y las heterogéneas (la unidad del rostro, según el mismo Protágoras); las unidades compuestas, continuas (cristales) o discretas (tipo Volvox); las unidades fijas (con partes formales estables, trabadas, &c.) y las unidades permutables (la unidad del barco de Teseo); unidades amorfas, o unidades hilemórficas; unidades plenamente inconexas, o unidades plenamente conexas (en las que cada parte tiene conexión con todas las demás, una idea límite, metafinita).

8. La idea de identidad tiene que ver, en cambio, tanto con las relaciones como con las conexiones.

En efecto: suponemos (en línea también, como hemos dicho, con la tradición escolástica) que la identidad se funda en la unidad, pero no en la unidad considerada como atributo de una sustancia aristotélica absoluta, sino con una unidad compuesta de partes o unidades parciales o fraccionarias, conexionadas entre sí. Esta es la razón por la cual la idea de identidad se ofrece más bien como conexión entre unidades sinalógicas diferentes, o bien como relación entre unidades sinalógicas (como pueda serlo la identidad entre dos unidades clónicas). Es la identidad como relación no reflexiva.

No por ello negamos la posibilidad de toda relación reflexiva, porque no excluímos la reflexividad de los casos en los cuales las unidades término de la relación, abandonando su aislamiento absoluto, propio de las sustancias absolutas, hayan alcanzado de hecho unas diferencias compatibles con su unidad de conexión. Citamos de nuevo, como ejemplo, a las unidades joreomáticas susceptibles de transformación y composición con unidades de su dintorno tales que sean capaces de reproducir cíclicamente la composición tomada como original. La reflexión tendrá lugar entonces en el contexto de las transformaciones idénticas, en las cuales la unidad sustancial se va componiendo con una serie de unidades del entorno de suerte que sea posible el mantenimiento de la unidad originaria.

Tal es el caso de la identidad sustancial («primosustancial») del Sol que nace y muere (en la apariencia) todos los días; pero no porque cada día el Sol sea sustancialmente distinto (acaso porque procede de un «poblado del Sol», como el que suponían los birakas africanos, por ejemplo). Aquí, la unidad sustancial-actualista (no absoluta) del Sol, más que definirse mediante una relación reflexiva absoluta (menos aún, como una relación esencial, propia de las llamadas «sustancias segundas»), consistiría en una conexión primosustancial de las diversas apariencias idiográficas del Sol a lo largo de sus posiciones en la eclíptica.

La identidad sinalógica se funda en la unidad, pero no en la unidad considerada en sí misma, sino en unidades compuestas, ensambladas o acopladas; la identidad diairológica se funda en la unidad, pero no afecta a cada unidad, sino a diversas unidades que mantienen entre sí la relación de igualdad (no reducible a la cantidad, como suponía Aristóteles, sino incorporando también las semejanzas cualitativas y la estructura). En el ejemplo que antes hemos citado, la identidad entre los dos cuerpos enantiomorfos constituidos por las moléculas de alanina-l y alanina-d, aunque ellas sean iguales cuantitativamente (en tamaño, peso molecular, dimensiones) o semejantes (en textura, color, &c.), diremos que son idénticas, rebasando la semejanza y la igualdad, porque su igualdad no es meramente cuantitativa, sino sólo de un modo parcial: ni siquiera pueden ser sustituidas una por otra en terceros contextos, porque su orientación es opuesta y excluye la congruencia; se hace imposible la sustitución de la una por la otra (salvo que admitamos la posibilidad de un giro por la cuarta dimensión, giro que sólo puede admitirse como una operación de razón). Por ello cabe decir que las relaciones de igualdad cuantitativas pueden ser absorbidas en la identidad.

Por último, la asociación de la identidad con la unidad sinalógica tiene como corolario crítico (contra la ideología de la identidad como atributo ontológico y axiológico «sacrosanto», cuya mera invocación parece tener fuerza para comprometer a cualquiera en su ayuda) la desmitificación de la idea de unidad, es decir, su destronamiento del puesto supremo que en el «campo del ser» le otorgó la tradición metafísica («todo ser es idéntico a sí mismo»), o en el «campo del valor» le reconocen quienes reivindican la identidad de una cultura o de un pueblo como el argumento supremo, que parece requerir la complicidad de todos para su defensa. Pues la unidad, tal como la hemos presentado, no es unívoca, y ello repercute en la identidad que se funda sobre la unidad. No solamente tiene identidad un sólido platónico, sino también un agregado débil (un montón de grava, o un montón de basura); la identidad de una Nación poderosa en siglos de historia puede ponerse al lado de la identidad de una banda de ladrones; la identidad de un organismo vivo, sano y fuerte, no excluye la identidad, científicamente reconocible por los análisis del ADN, de su ulterior «forma cadavérica». El argumento de la identidad defendida a fuego y a sangre por tantos grupos políticos no tiene más alcance que la defensa de la identidad de la unidad de un montón de grava o de la identidad de un cubo de basura.

9. Por último, podemos componer las unidades de manera tal que la unidad compuesta sea un todo complexo Π (de T y Շ). Decimos «complexo» –y no complejo– porque la idea de complejidad alude, ante todo, a la multiplicidad misma del compuesto, respecto de sus partes (complejidad asociada a la dificultad, hasta un punto tal que, en el español de hoy, casi nadie dice ya, por ejemplo, «este proyecto es muy difícil», sino «este proyecto es muy complejo», como si lo simple no pudiera tener muchas veces un grado de dificultad mayor que lo que es complejo), mientras que complexo alude principalmente a la unidad de esa multiplicidad (complexus = abrazo).

Podremos distinguir una unidad complexa de una identidad complexa de este modo:

(1) La unidad complexa (de Շ y T) como ensamblamiento o conexión de unidades en una totalidad T que las integra a todas ellas, pero cuando además las partes de esa totalidad mantienen entre sí relaciones de igualdad, constitutivas de una totalidad Շ. Como ejemplo de unidad complexa podríamos citar a la unidad constituida por un dodecaedro regular: el dodecaedro es un poliedro formado por la conexión de doce pentágonos regulares, que mantienen una conexión sinalógica unos con otros, mediante la fusión de las caras contiguas en las aristas. Pero además suponemos que el poliedro dodecaédrico es regular, y esto quiere decir que sus caras no desempeñan únicamente el papel de partes sinalógicas o atributivas, sino también el papel de partes diairológicas o distributivas de una clase de polígonos, a saber, la clase de los polígonos de cinco lados iguales y de ángulos iguales entre sí (sin perjuicio de que la clase Շ de los pentágonos regulares tenga una extensión que desborda ampliamente a los doce pentágonos seleccionados para un dodecaedro dado, por cuanto esta selección tiene lugar precisamente en la clase de los pentágonos regulares).

(2) La identidad complexa (de Շ y T) es ante todo una relación diairológica (un conjunto de relaciones) de igualdad, semejanza o inclusión de unas especies o géneros en un género supremo Շ (como pueda serlo una categoría porfiriana o linneana), cuando además establecen (entre esas especies o géneros) conexiones sinalógicas que definen cadenas de parentesco o descendencia, a la manera de las ramificaciones del tronco de un árbol. Como ejemplo de estas identidades complexas tomamos el concepto de phylum, en la medida en la cual, en él, las clases linneanas (o porfirianas) se conjugan con las clases darwinianas (o plotinianas). El phylum, como complexo taxonómico, no encadena a las totalidades de las especies vivientes en una sola línea continua; por el contrario, las bifurcaciones o ramificaciones de una especie las bifurca o ramifica en una arborescencia, que aún cuando mantenga una línea de continuidad «longitudinal», reconoce las discontinuidades «transversales» que van apareciendo cuando se rompe la relación genealógica.

La diferencia entre estos dos tipos de unidades y de identidades se aprecia con especial claridad en el campo de la Biosfera.

Se acepta comúnmente la unidad de los seres vivientes (el concepto de «biosfera» que introdujo Eduardo Suess o Vladímir Vernadski, como una unidad sinalógica, es decir, como una totalidad T). También se acepta la identidad entre los vivientes, incluso por quienes no reconocen una clara línea divisoria discontinua entre los cuerpos vivientes y los inorgánicos (tales como coacervados, virus, bacterias...). Sin embargo, ni la unidad de los vivientes ni la identidad entre ellos (por oposición a la que es propia de otros «dominios cósmicos») queda bien diferenciada.

La identidad de los vivientes, en todo caso, puede interpretarse, ante todo, como identidad esencial, como expresión de las relaciones de semejanza, igualdad o estructura entre los cuerpos vivientes (por ejemplo, su figura ovoidea, que se propaga o se multiplica en el medio en el que los cuerpos vivientes actúan). Se trata aquí de una identidad no sustancial sino esencial, que tiende a definirse como identidad lógica, la que se expresa mediante la metáfora del árbol de Porfirio. Su unidad equivaldría entonces a la unidad lógica del «Reino de los vivientes», que es una unidad o comunidad de esencias intemporales, mantenida en un cielo uránico, o en la mente divina (todavía Linneo decía que «tantas son las especies cuantas Dios creó en el principio»). Se trata de la unidad propia de una totalidad Շ, diversificada mediante relaciones objetivas (no las relaciones de razón o mentales del nominalismo). Pero frente a los nominalistas, los realistas (medievales o modernos), en la «cuestión de los universales», apelaban a los arquetipos o paradigmas divinos.

Sin duda, la interpretación diairológica Շ de la unidad e identidad de los vivientes se acomoda muy bien a las conveniencias pragmáticas de la investigación científica o al tratamiento práctico, tecnológico o etológico: los cuerpos vivientes son siempre individuales (o individualidades grupales, porque también los grupos pueden ser individuales). En cambio, la unidad de los espíritus creados por Dios (la unidad de los ángeles o de los arcángeles, incluso cuando se consideraban como miembros de los coros angélicos) mantenía el tipo de unidad Շ, pues cada espíritu no procedía de otros sino de la creación ex nihilo y podía disociarse de su grupo en virtud de su libertad (aunque su secesión fuese pecaminosa).

Sin embargo el nominalismo no se dirimía sólo a escala individual, sino a escala de especie. La unidad T de los vivientes comienza a sustituir a la unidad Շ (reanudando la posición del realismo exagerado medieval) a lo largo del siglo XIX. En Biología la revolución se consuma con el darwinismo o, si se prefiere decirlo así, con la interpretación del árbol de Porfirio-Linneo como un «árbol de Plotino». En realidad por un «árbol de Darwin», si tenemos en cuenta el famoso texto del Origen de las especies (en el párrafo final de su capítulo cuarto):

«Las afinidades de todos los seres de la misma clase se ha representado algunas veces por un gran árbol [Darwin aquí no distingue si este árbol es el de Porfirio-Linneo, o si es de otro tipo, como pudiera serlo el «árbol de la ciencia», en el cual el tronco, las ramas y los frutos se toman en sentido atributivo]. Creo que este ejemplo expresa mucho la verdad; las ramitas verdes y que dan brotes pueden representar especies vivientes, y las producidas durante años anteriores pueden representar la larga sucesión de especies extinguidas. En cada periodo de crecimiento, todas las ramitas que crecen han procurado ramificarse por todos los lados y sobrepujar y matar a los brotes y ramas de su alrededor, del mismo modo que las especies y grupos de especies, en todo tiempo, han dominado a otras especies en la gran batalla por la vida. Las ramas mayores, que arrancan del tronco y se dividen en ramas grandes, las cuales se subdividen en ramas cada vez menores, fueron en un tiempo, cuando el árbol era joven, ramitas que brotaban, y esta relación [conexión, diremos nosotros] entre los brotes pasados y los presentes, mediante la ramificación, puede representar bien la clasificación de todas las especies vivientes y extinguidas en grupos subordinados unos a otros.»

Da la impresión que Darwin está interpretando los árboles clasificatorios como representaciones no tanto de las clasificaciones lógicas porfirianas-linneanas, sino, dramatizando la representación arbórea, como si fuesen representaciones de un árbol o arbusto real. Es decir, como si estuviera viendo en el árbol gráfico de Porfirio, no una analogía, sino el retrato de un árbol real.

Desde luego no hay ningún indicio de que Darwin hubiese advertido los problemas lógicos que su intuición entremezclaba. Se diría simplemente que tomó el camino ingenuo, por no decir infantil, de tratar al árbol gráfico de Porfirio como representación de un árbol real, pero sin abrir la cuestión de la conexión y relación entre su árbol y el tradicional árbol de Porfirio. Por lo demás, como ya hemos sugerido en otras ocasiones, el árbol de Darwin tendría como precedente un hipotético «árbol de Plotino», que llamamos así en atención a los textos que Plotino dejó escritos en torno a la unidad de los heráclidas.

Pero lo cierto es que este «infantilismo filosófico académico» de Darwin le habría permitido interpretar el árbol de Porfirio como un árbol de Plotino, donde las especies no resultaban de la composición –hecha por Dios creador o por el hombre– de los géneros próximos con diferencias específicas agregadas, sino que, por una suerte de eclampsis o emanación, brotaban las unas de las otras, transformándose las unas en las otras como las ramitas del árbol viviente brotaban de las ramas anteriores.

10. Ofrecemos ahora una tabla taxonómica de acepciones de las ideas de unidad y de identidad.

En los puntos precedentes hemos desarrollado la tesis de que la idea de unidad no es una (unívoca) sino múltiple (o analógica), y hemos dibujado las tres acepciones o modulaciones fundamentales de la unidad, a saber, (1) la unidad sinalógica, o primitiva, entendida como conexión (antes que como relación); (2) la unidad diairológica, o derivada, entendida como relación; y (3) la unidad complexa, entendida como un sistema de conjugaciones de conexiones y relaciones.

Asimismo hemos desarrollado la tesis de que la idea de identidad no es idéntica sino diversa, y hemos dibujado las tres acepciones o modos básicos que corresponderían a esta idea, a saber, (1) la identidad sinalógica, (2) la identidad diairológica, y (3) la identidad complexa.

Resumimos el sistema de estas acepciones en la siguiente tabla de clasificación taxonómica:

Ideas →Criteriosholóticos declasificación ↓ UnidadU IdentidadI
Criterio atributivoTo criterio sinalógico (1) Unidades sinalógicas de un sustrato referencial, entendidas como conexión o interacción de sus partes. (1) Identidad sinalógica como conexión entre unidades.
Criterio distributivoՇo criterio diairológico (2) Unidades diairológicas de un sistema de relaciones entre sus partes (2) Identidades diairológicas como sistemas de relación entre unidades
Criterio complexoΠo criterio de complexidad (2) Unidades complexas, de conexiones y de relaciones (3) Identidades complexas, como sistemas de identidades sinalógicas y diairológicas

Anotaciones a la tabla

  1. Partimos del supuesto del carácter sincategoremático de los términos unidad e identidad, según el cual carácter ni unidad ni identidad no pueden asumir sentido alguno como predicados tomados en sí mismos (o, lo que es equivalente, tampoco cuando están asociados a «parámetros trascendentales» tales como ser o sustancia). Los términos unidad e identidad sólo asumen un significado cuando se utilizan asociados a parámetros referencializados, como sustratos corpóreos (tales como «unidad de esta célula», «unidad de este organismo», o «identidad del protozoo con sus cilios o flagelos»).

  2. El término unidad en su acepción U-1 tampoco designa una idea unívoca, sino muy variada. Variaciones que dependen, no solamente de la naturaleza categorial de cada unidad (topológica, física, biológica, política...), sino también de sus caracteres holóticos-ontológicos. No es lo mismo la unidad de un sustrato cuyas partes se yuxtaponen unas a otras formando un agregado (en el cual la cohesión o interacción entre las partes no puede considerarse más significativa que la que se ejerce desde el entorno) que la unidad de una estructura cuyas partes están tan trabadas las unas con las otras que no pueden separarse sin que la estructura, no ya del todo (que no puede tomarse aquí como criterio, sin incurrir en tautología), sino de sus mismas partes formales se fracture. Y entre estos extremos, la gama de la unidad sinalógica de un sustrato consta de indefinidos grados. Mención especial merecerá la distinción entre las unidades necesarias (y no contingentes) y las unidades contingentes.

  3. En la medida en la cual un sustrato con unidad U-1 pueda considerarse como un conglomerado de unidades fraccionarias pero susceptibles de ser tratadas como enteras a su escala, será posible reinterpretar esta unidad, desde sus partes, como involucrando una unidad interna más próxima a las unidades sustanciales aristotélicas. Se trata entonces de reinterpretar la supuesta unidad sustancial de las «sustancias simples» desde los sustratos que podamos constatar en aquellas sustancias simples. La unidad del sustrato «Gea», en el sistema solar, no es una unidad autotética, y no sólo porque ella depende de la acción del entorno (sistema solar gravitatorio, meteoritos capaces de descomponerla), pero tampoco de la unidad emanada (como la Gea de Lovelock) de una forma capaz de mantener integrados a sus elementos materiales.

De este modo la identidad I-1 podrá aplicarse no sólo a las unidades dadas (enteras) respecto de otras unidades de su entorno, sino también a estas unidades en cuanto sistemas de unidades parciales que están en contacto o interacción con otras partes. En este caso la idea de unidad se aproxima a la de identidad, así como recíprocamente.

11. La consideración de la tabla taxonómica de acepciones de la unidad y de la identidad nos lleva a concluir que, si bien la idea de unidad puede definirse de modo claro y distinto según sus acepciones primitivas u originarias, sin embargo las acepciones derivadas (principalmente de la composición con la idea de identidad) dan lugar a situaciones que enturbian la claridad y distinción originaria. De lo que se trata es de analizar ese proceso de enturbiamiento, no como derivado de motivos subjetivos psicológicos, sino del entrecruzamiento de las mismas acepciones originarias. Si la claridad y distinción que ofrece el cubo de Necker en su posición de «asentado» en una de sus caras se oscurece y confunde cuando lo confrontamos con su posición «colgado» de otra cara, no será debido únicamente a motivos subjetivos que tienen que ver con las percepciones gestálticas, sino también a motivos objetivos, a saber, a que la posición «asentada» no es un atributo absoluto o de perspectiva subjetiva, sino una posición de situs (respecto de otros planos de referencia) distinta de la posición colgado (que es otra posición de situs que afecta también al cubo). Ahora bien, los dos situs que afectan como «accidentes» al cubo de Necker son incompatibles objetivamente entre sí. Dicho de otro modo, la confusión y oscurecimiento subjetivos tienen como fundamento no solamente la estructura misma del cerebro que organiza el manojo de líneas dibujadas en el plano, sino la estructura objetiva de un mismo sustrato cúbico en tanto se inserta sucesivamente con un suelo (en su situs «asentado») o en un muro (en su situs «colgado»). Las dos posiciones que la percepción visual advierte en el cubo de Necker no son, según esto, sólo dos formas o Gestalten subjetivas de organizar los fenómenos, sino también dos modos objetivos (geométricos o físicos) de insertar la figura del cubo en otros cuerpos de su entorno (en este caso, el entorno constituido por un suelo o el entorno constituido por un muro).

Roberto Recorde, The Whetstone of Witte, 1557

12. Una manera fértil de avanzar en el análisis de las diversas situaciones de confusión u oscuridad por las que pueden pasar las ideas de unidad y de identidad, según la variedad de sus acepciones, es considerar la diversidad de acepciones tal como se nos manifiestan a través de las diversas situaciones en las cuales el «símbolo de Recorde» se interpone entre unidades diferentes.

Como es sabido Roberto Recorde introdujo el símbolo igual = (en su obra The Whetstone of Witte, 1557), considerando que «el mejor símbolo de la igualdad es un par de paralelas o líneas gemelas de una misma longitud, porque no hay dos cosas que puedan ser más iguales [_equalle_]».

Esta consideración dejaba indeterminada la disyuntiva sobre si las líneas paralelas debían ser rectas (=) o curvas (≈); curvas interpretadas a veces como representación de semejanzas o cuasi igualdades, antes que como representación de igualdades. Sin duda la rectitud de las líneas paralelas reforzaba la idea de igualdad (o la de identidad), puesto que añadía a la igualdad, como relación recíproca entre dos términos diferentes, la idea de identidad homogénea de cada segmento de la línea con todos sus otros segmentos. En cualquier caso, podríamos reconocer que la sugerencia de Recorde también quedaría reforzada por el símbolo de tres segmentos paralelos (≡), que fue utilizado ulteriormente, a veces para representar enfáticamente que la igualdad es, en el caso, muy «profunda» (por ejemplo, necesaria o esencial, y no contingente o accidental), como ocurre en las relaciones lógicas de equivalencia proposicional [┐(p ∧ q) ≡ (┐p ∨ ┐q)] o de la relación aritmética de congruencia (x ≡k y) entre enteros (por ejemplo 15 ≡5 20; 16 ≡5 21).

Sin duda, la ambigüedad (confusión u oscuridad) que afecta al signo de Recorde (o de sus derivados) tiene que ver con la ambigüedad de la expresión misma «relaciones de igualdad», teniendo en cuenta que la igualdad no es ni siquiera una relación definida (la expresión «relación de igualdad», por si misma, carece de sentido, si no se acompaña de un parámetro k que defina el fundamento de la relación: temperatura, peso, longitud, volumen, &c.). Por ello expresiones como x = y habrá que sobreentenderlas como x =k y. La «relación de igualdad» no parametrizada podría considerarse como una función definida por tres atributos que afectan a diferentes relaciones determinadas, a saber, la simetría, la transitividad y la reflexividad, y que, por tanto, requieren un parámetro k que determine a qué tipo de atributo nos referimos.

Cuando la expresión x = y se utiliza sin parámetros podría representar, no ya una relación de igualdad parametrizada presupuesta, sino también a una relación de semejanza o incluso de identidad. Además hay algunos parámetros de la relación = (por ejemplo, el paralelismo) que son incompatibles con la noción de relación de igualdad en sentido fuerte, y tan sólo permiten hablar de una «igualdad débil», a saber, de una relación que es simétrica y transitiva pero no reflexiva: la relación de paralelismo entre las rectas del plano reglado es simétrica y transitiva, pero no reflexiva, salvo que se viole el principio de que dos rectas paralelas en el plano euclidiano no pueden tener más de un punto propio (en cuanto opuesto al «punto impropio», o «punto de infinito» en el que, según algunas axiomáticas, se cortan las líneas paralelas), siendo así que una recta paralela consigo mismo tendría infinitos puntos comunes.

Ofrecemos a continuación, a título de material para análisis ulteriores, algunos esbozos de análisis de diversas acepciones de la identidad que suelen aparecer vinculadas al símbolo = de Recorde o de sus derivados.

(1) El símbolo = de Recorde es utilizado en álgebra lógica para representar la unidad, pero interpretada como relación de identidad, «de una cosa consigo misma» [(x) (x = x)]. Otra cosa es que esta identidad algebraica sea tan metafísica como pueda serlo la identidad de las sustancias aristotélicas absolutas.

(2) El símbolo = de Recorde es utilizado en matemáticas para representar la igualdad verdadera de una ecuación, tal como (2 x² = 18) para x = 3 o x = −3.

(3) El símbolo = de Recorde es utilizado en álgebra matemática para representar las identidades en expresiones válidas para todos los valores de N o de R, &c. Por ejemplo, la identidad:

(x + y)² = x² + 2xy + y²

Podemos, sin embargo, expresar las diferencias confundidas en el signo = entre las ecuaciones y las identidades algebraicas acudiendo a diversos criterios. Por ejemplo, considerando a las identidades como proposiciones analíticas (tautológicas) y a las ecuaciones como proposiciones sintéticas. Pero esta distinción entre proposiciones analíticas y sintéticas es aún más oscura que la distinción entre las ecuaciones y las identidades. Por su parte, el concepto de tautología, como el de sinonimia, es ya por sí mismo suficientemente oscuro y confuso, ante todo porque hay múltiples definiciones de tautología (las tautologías de las tablas de verdad en Lógica de proposiciones inanalizadas, las tautologías léxicas vecinas a la sinonimia).

Si introducimos en las expresiones algebraicas, además de los símbolos alfanuméricos, los operadores (como + o −) cabría restringir la tautología a los casos en los cuales el signo = de identidad algebraica se interpone entre secuencia operatorias: las expresión x = x sería una identidad tautológica, pero no lo sería la expresión antes citada (x + y)² = x² + 2xy + y², que además, dado su carácter estrictamente operatorio, habría que considerar siempre como sintética y no como analítica. Lo que suscita la cuestión sobre el alcance de la identidad operatoria.

La identidad citada, ¿se mantiene en un plano puramente sintáctico, es decir, al margen de la semántica N, Q, R, C de las variables? Sus símbolos habría que interpretarlos en suposición material estricta (como figuras “x”, “y”). Los operadores –el signo ² de la fórmula (x + y)²– envuelven reglas de transformación referidas a suposiciones materiales; por ejemplo x² = x ∙ x. Según esto, y dada la distributividad de las operaciones producto y suma, tendremos (x+y)² = (x+y) ∙ (x+y) = x∙x + x∙y + y∙x+ y∙y. Fórmula reducible (mediante una síntesis reductora, que es también una operación, aunque no tenga un símbolo explícito) en las expresiones de (x∙y + y∙x) a 2xy, lo que evidencia que estamos tratando a los símbolos en suposición material.

Desde luego la identidad de estas identidades algebraicas tiene ya muy poco que ver con la identidad sustancial que consideró Aristóteles como primer género de relaciones; y no porque la identidad sustancial sea ontológica, frente a la identidad algebraica, que sería sólo lógica (relación de razón), puesto que, como hemos dicho, la interpretación de la fórmula algebraica en suposición material la pone en un plano tan ontológico (primogenérico) como el que corresponde a la ecuación de una «balanza en equilibrio».

Pero si la identidad algebraica es tautológica, ¿no habría que retirarle la consideración de relación, sustituyéndola por la consideración de conexión? La identidad algebraica es una transformación de unas fórmulas en otras. Pero, ¿por qué son estas otras fórmulas idénticas a las primeras? ¿Por qué la expresión (x+y)∙(x+y) es idéntica a la expresión (x+y)²? La identidad no se aprecia en la suposición material. La fórmula (x+y)∙(x+y) consta de once símbolos (contando paréntesis y operaciones), mientras que la fórmula (x+y)² consta de seis.

En esta identidad intervienen las operaciones (sus reglas, que involucran al sujeto operatorio, directamente o a través de una máquina calculadora dispuesta por aquel). Pero las reglas que definen a los operadores requieren el recurso a las identidades esenciales: por ejemplo, la identidad esencial, no sustancial, entre las menciones del signo x en (x+y)∙(x+y). Y esta identidad esencial involucra relaciones sinalógicas (no diairológicas) de superposición, que tienen más de conexión que de relación entre las figuras x, x.

(4) El símbolo = de Recorde es utilizado, otras veces, como representación de una ad-igualdad. La ad-igualdad no es, desde luego, identidad algebraica, pero tampoco ecuacional, porque la sustitución (o evaluación aritmética) de las variables numéricas x por su valor no permite alcanzar ningún valor numérico de y en una función y = f(x). Consideremos la cuasiecuación:

lim x→5 [(25 − x²) / (5−x)] = y

Si sustituimos la variable x por su valor en el límite, 5, obtenemos una expresión sin sentido:

[(25−25) / (5−5)] = y = 0/0

El método de rectificación habitual, que tiene sus analogías con situaciones no algebraicas (por ejemplo, en el ajuste de una pieza a una armadura mediante recortes o «castigos» sucesivos), consiste en sustituir la variable x por una x+h (que le excede, pero que irá rectificándose por disminuciones sucesivas; suponemos que h es un infinitésimo que tiende a 0):

25 − (x+h)² / 5−(x+h) = [25 − x² + 2xh + h² / (5−x) + h]

que a su vez se transforma en

(2xh + h²) / h = (2x + h² / h)

pero 2x = 10; h² / h = 0 (cuando h llega a su límite). En resolución: la cuasiecuación toma, cuando h tiende a 0, el valor y = 10:

lim x→5 [(25−x²) / (5−x)] = 10

La igualdad aquí no es exacta, pero tampoco es meramente aproximada, porque la aproximación está ella misma regulada mediante las reglas de Cauchy para el «paso al límite».

(5) El símbolo = de Recorde es utilizado para expresar la identidad (y aún el principio de identidad) en Lógica de clases o en Lógica de proposiciones. Por ejemplo, en el Compendio de lógica matemática de J. M. Bochenski (14.13 y 5.11) se escribe: (x).(x=x); (p ≡ p).

La primera fórmula podría interpretarse como si hubiera sido calculada para expresar la identidad que cualquier signo tipográfico, en suposición material, mantiene consigo mismo (incluso si la identidad absoluta fuese definida por la igualdad reflexiva). Sin embargo la fórmula x=x, tomada en suposición material, no autoriza a una interpretación sustancialista (tautón), porque en suposición material la segunda mención de x está separada por milímetros de la primera. Esto obliga a reconocer que la interpretación de x=x como identidad absoluta (tautón) sugiere más bien la interpretación de los x en suposición formal (como si x designase el «signo patrón»), puesto que sólo así cabría distinguir ese «principio de identidad» del «principio de los indiscernibles» [(F).Fx ↔ Fy].

Según esto, la identidad sustancial no podrá considerarse como meramente algebraica, puesto que la identidad sustancial de cada «letra mención» es tan corpórea como la identidad sustancial no algebraica; habría que considerarla, por ejemplo, geométrica (como es el caso de la identidad entre el «punto baricéntrico» de un triángulo y los punto de intersección dos a dos de sus tres medianas). El signo de Recorde asumiría una intención autonímica (en el sentido de Carnap), salvo que se admitiera la posibilidad de una línea paralela a sí misma. En cualquier caso, la igualdad x=x puede utilizarse para designar la identidad atribuida al ave Fénix (Tácito, Anales, 6,28; Plinio X,2; remitimos al artículo «Algunas precisiones sobre la holización», El Basilisco, nº 42, pág. 63).

La identidad del «barco de Teseo» nos acerca a una identidad sinalógica parcial (no diairológica) entre los diversos estados del barco; una identidad que requiere la conexión entre las unidades respectivas que lo constituyen y que se resuelve en la misma identidad total (aunque ya no absoluta). Un caso límite es el de la identidad atribuida a un sustrato constituido por una población de cuervos adscrita a un habitat cerrado, es decir, a su unidad de conjunto, cuya tasa de reproducción r sea un parámetro que varía de 1 a 4. Se dice que entonces la población de cuervos mantiene su identidad en el curso del tiempo, aún cuando los cuervos individuales no sean siempre los mismos, como ocurre con el barco de Teseo considerado como un «armazón de tablas». La tasa de reproducción r está dada en función de la densidad de la población, definida por la ecuación xt+1 = rx+1 (1−xt)... Para el valor r>3,57 el sistema evoluciona hacia el caos, y no cabe mantener su identidad.

(6) El símbolo = de Recorde fue utilizado también (sobre todo entre los lógicos que buscaban, a partir de Hamilton, la cuantificación de los predicados, y a la que ya Kant acudió al traducir el juicio predicativo «siete más cinco son doce» por «7 + 5 = 12») como representación de las «identidades copulativas», es decir, de las identidades que tradicionalmente se expresaban por los cinco predicables de Porfirio, borrados por la Lógica algebraica (que trataría de recuperar la distinción entre predicados necesarios y contingentes, mediante la lógica modal). Se distinguían cinco predicables en esta identidad copulativa: la identidad de género (E⊂G), la identidad de diferencia específica (E=D), la de especie (E=G+D), la identidad del propio P (P=E) y la del accidente quinto predicable (x ∈ E, o incluso x ∈ G).

(7) El símbolo = de Recorde es utilizado en ediciones modernas de los Elementos de Euclides, con cierto anacronismo filológico, como expresión, no ya de igualdades cuantitativas (aristotélicas) sino como expresión de identidades sintéticas (que desbordan ampliamente las igualdades numéricas, que son precisamente orilladas). Por ejemplo, en la demostración del teorema de Pitágoras (I, 47), el símbolo = se interpone (como expresión de la identidad, no ya tanto cuantitativa, sino de figura, de congruencia o superposición de figuras) entre la suma de los cuadrados Q1 y Q2 levantados sobre los catetos de un triángulo rectángulo y el cuadrado Q3 levantado sobre la hipotenusa: Q1 + Q2 = Q3. Euclides, que no conoció el signo de Recorde, utilizó palabras que tenían que ver con la semejanza o con la igualdad (ϊσον έστί): «el cuadrado del lado que subtiende el ángulo recto es igual (ϊσον έστί) a los cuadrados de los lados que comprenden el ángulo recto.»

El símbolo = envuelve relaciones de identidad esencial (nomotéticas y necesarias) y conexiones de unidad sustancial sinalógica (la fusión de los lados de los cuadrados con los lados del triángulo en que se apoyan). Se trata de identidades sustanciales (unidades) similares a las que aparecen envueltas en la ecuación poliédrica de Euler (V−A+C = 2), que implica las líneas determinadas por los vértices V de un «triángulo sólido» con la línea de una de las caras afectadas por él, a fin de formar las aristas de los diedros que se insertan (⊏), mejor que se incluyen (⊂) o pertenecen (∈) a dos caras del poliedro; lo que obliga a tomar en consideración el hecho de que ellas se cuentan dos veces en el proceso del cálculo de las aristas de cada poliedro. Estas relaciones y conexiones quedan «enmascaradas» cuando la ecuación de Euler se iguala a cero: [V−A + (C−2) = 0].

(8) El símbolo = de Recorde se utiliza en una igualación a cero para la demostración matemática en determinadas situaciones. Por ejemplo, la fórmula [1] (que representa el valor π/4 del área bajo la curva, desde 0 a 1, de la función y = 1/(1+x)²):

π/4 = ∫01 1/(1+x²).dx [1]

lleva a la conocida serie alternativa (establecida por Leibniz):

π/4 = (1/1) − (1/3) + (1/5) − (1/7) + (1/9) − (1/11) +... [2]

Las sumas parciales finitas formadas al subtotalizar el miembro situado a la derecha del símbolo de Recorde nos lleva a la totalización T de los términos del miembro de la derecha para n términos que convergen hacia π/4 cuando n se hace infinito. La fórmula [1], haciendo

Tn = [(−1)n ∫01 x2n / (1 + x²) dx] [3]

se transformará en la siguiente

∫01 dx/(1+x²) = (1/1)−(1/3)+(1/5)−(1/7)+(1/9)−(1/11)+... (−1)n−1/(2n−1) + Tn [4]

Pero el segundo miembro de la ecuación [4] equivale a π/4. Asimismo la diferencia entre π/4 y la suma parcial

Sn = (1/1) − (1/3) + (1/5) − (1/7) + (1/9) − (1/11) +... (−1)n−1 / (2n−1) [5]

sería

π/4 − Sn = Tn [6]

Quedará por demostrar que Tn tiende a cero al crecer n. Es decir, que:

|π/4 − Sn | < 1 / (2n+1) [7]

lo que prácticamente equivale a la igualdad (ad-igualdad):

|π/4 − Sn | = 0 (para n → ∞) [8]

(9) El símbolo = de Recorde se utiliza para representar la identidad resultante de una ecualización, es decir, de una «igualación» de dos términos distintos A, B, tras la segregación de sus diferencias «anegándolas» en sus componentes comunes. La definición lógica de la igualdad de clases (A = B) es el resultado de una ecualización recíproca (A ⊂ B) ∧ (B ⊂ A).

Como ejemplo geométrico de ecualización podríamos citar a la identificación de las figuras poligonales irregulares del cuadrado Q y el rombo R mediante su «anegación» en la clase común «cuadrilátero rectángulo» (C ∪ R):

(Q ⊂ C ∪ R) ∧ (R ⊂ M C ∪ R) → (Q = C ∪ R).

En el lenguaje de la lógica de clases, la intersección de la clase Q de los cuadrados y la clase R de los rombos es la clase nula: Q ∩ R = ∅. Pero la ecualización de clases nos lleva a la clase de los paralelogramos equiláteros PE: Q ∩ R = PE

(10) El símbolo = de Recorde se utiliza para representar correspondencias biunívocas (no cuantitativas, o al menos no cuantificadas) entre clases de números tales como las que intervienen en la llamada «paradoja de Galileo», que establece la «igualdad» entre el cardinal transfinito ℵ1 (también la del ordinal transfinito ω1) de la clase de los números pares (2N) y la clase de los números impares (2N+1).

(11) El símbolo = de Recorde en su expresión paramétrica =k (y sobre todo en la versión ≡k), interpuesto entre enteros (x, y...), representa la congruencia aritmética entre tales números (x ≡k y). La congruencia es una relación de equivalencia, pero no de igualdad-correspondencia, por el componente de «analogía de atribución» que arrastra respecto de un tercer número k tomado como módulo. Por ejemplo, la expresión [6 ≡5 11 ≡5 16...] establece la congruencia de los enteros [6, 11, 16...] a través del mismo resto (1, en este caso) que arrojan los enteros [6, 11, 16...] al ser divididos por 5.

La congruencia 16 ≡5 21 no significa igualdad numérica cuantitativa 16 = 21, sino la identidad de estructura de estos números según el resto que arrojen al ser divididos por 5. La relación de congruencia es una relación de equivalencia no conexa en N, que permite establecer una partición de la clase N en cinco clases disyuntas, según los valores de los restos (r = 0; r = 1; r = 2; r = 3; r = 4).

(12) El símbolo = de Recorde se utiliza también para representar la identidad por recurrencia. Nos referimos al conocido método de demostración llamado también inducción matemática, en el cual la igualdad asume una parte muy notable, confundida en lo que a su conceptuación lógica se refiere con la identidad copulativa, o inferencia de la parte al todo, en la inducción incompleta extensional baconiana, que sólo puede alcanza la probabilidad, entre los componentes aritméticos de los signos literales con valor numérico que ellos significan en el campo N, Q, R...

Referida a relaciones algebraicas entre fórmulas entre las cuales la relación de igualdad no está condicionada a algunos valores de la variable (como en las ecuaciones), sino que se extiende universalmente (como en las identidades) al campo de variabilidad que en este caso es el campo N de los números naturales.

Es cierto que esta universalidad se establece a partir de una relación de igualdad particular que se «generaliza» a todos los números, y esta es la razón por la cual el procedimiento de generalización se llama inducción aritmética. Pero la recurrencia procede por vía más próxima a la deducción que a la inducción.

La inducción baconiana generaliza; es decir, extiende las propiedades establecidas entre casos particulares de un campo diairológico a la totalidad de una clase adiatética. La inducción incompleta no es demostrativa de la identidad interna entre las propiedades generalizadas y los casos particulares de partida, y por ello se atiene a las leyes de la probabilidad. Y cuando la inducción es completa (porque los valores distributivos son finitos) entonces la generalización se resuelve en una totalización tautológica, porque la «generalización» no es otra cosa sino una reexposición de los términos de la clase distributiva de las partes de las que se predica la propiedad.

La identidad por recurrencia es una inducción completa que parte de una proposición particular que afecta a un subconjunto de N, una proposición que establece la atribución de esa propiedad a la totalidad o conjunto infinito N. La diferencia con la inducción tradicional (completa o incompleta) residirá en que mientras esta va referida a la clase Շ distributiva, la recurrencia va referida a la clase T atributiva, y procede mediante reglas de una construcción diatética recurrentemente indefinida. Por ejemplo, la propiedad (n (n+1) / 2), predicada de la universalidad de los elementos de n compuestos en una clase atributiva (1 + 2 + 3 +...+ n). Es decir,

(1 + 2 + 3 +...+ n) = (n (n+1) / 2) [1]

La clase atributiva T (indefinida) continua infinitamente sobre conjuntos finitos, por ejemplo

1 + 2 + 3 +...+ r = r(r+1) / 2 [2]

En cuanto a subconjunto finito es posible constatar la propiedad [2] en el subconjunto r. La igualdad de la proposición [2] no es tanto una identidad cuanto una ecuación cuya validez está condicionada a determinados valores «empíricos» de n.

La demostración por recurrencia de la universalidad de [1] se basa en establecer dos valores de n en N:

Primero: El valor 1. La proposición [1] debe valer para n = 1, como es el caso:

1 = 1 (1+1) / 2

Segundo: Otra valor r cualquiera de N, pero tal que si la proposición vale para r valga también para r + 1.

Sobre el supuesto de estos dos valores cabe «generalizar» la propiedad a la totalidad de N, puesto que este conjunto se define precisamente por la adición a 1 de su «sucesivo» (Peano). La inducción matemática no procede por abstracción, sino por construcción de un conjunto infinito base en la propia estructura operatoria de la serie indefinida de los valores de N.

Refiriéndonos a la posición [1], una vez que la hemos probado para los valores 1 y r, tendrá que probarse para el valor r + 1 algebraicamente (aplicando la propiedad uniforme de la adición):

1 + 2 + 3 +...+ r + (r+1) = [r(r+1) / 2 + (r+1)] [3]

Algebraicamente podemos transformar (por identidad algebraica), sacando el factor común (r+1) la expresión r(r+1) / 2 + (r+1) en la expresión

(r (r+1) + 2 (r+1)) [3’]

y a su vez ésta en

(r+1) (r+2) [3’’]

Sustituyendo en [3]:

r (r+1) / 2 + (r+1) = (r+1) (r+2) / 2 [4]

Pero [3], al tomar la forma [4], resulta estar subsumido en la estructura [1]:

1 + 2 + 3 +...+ n+ (n+1) = (n+1) (n+2) /2 [1’]

Y así recurrentemente, en recurrencia que, según algunos, podría ser encomendada a una calculadora. Lo que suscita la cuestión acerca de hasta qué punto puede afirmarse que la identidad por recurrencia pueda ser demostrada por una máquina y no por un matemático: la cuestión de si una máquina calculadora «puede pensar». La respuesta que daríamos por nuestra parte es terminantemente no. La razón es que la máquina no se mueve en el nivel algebraico de [1’], sino en el nivel aritmético de la prueba para sucesiones numéricas particulares. La máquina estaría produciendo fórmulas tipo [1’] indefinidamente, pero siempre habría que referirla a un número k (k ∈ N) concreto, es decir, a un subconjunto definido de N. La idea M3 de «conjunto infinito de todos los números naturales» es una idea constitutiva de nuestro propio Universo y esta idea sólo puede ser concebida por un sujeto operatorio, involucrado con otros, y no por una máquina (aunque esté involucrada con otras).

13. Ofrecemos por último un modelo ad hoc de identidad referencializada de tipo (1), es decir, de identidad de conexiones sinalógicas.

Se trata de un modelo de identidad que ya hemos utilizado en otras ocasiones. Su referencial es una «armadura» corpórea formada por dos barras metálicas o largueros de dos metros de longitud, barras solidarias por cuanto van soldadas a unas barras metálicas iguales entre sí, paralelas y perpendiculares a los largueros. La unidad de esta armadura es la unidad sinalógica de las conexiones entre sus partes (sin perjuicio de que su composición mantenga unidades diairológicas de igualdad o paralelismo).

La unidad de la armadura elimina la fórmula metafísica de esta unidad («indivisa en sí»), una fórmula que es negativa y además errónea, porque la armadura, por fuerte que sean sus soldaduras, no es indivisible, ni necesaria, sino contingente (basta aplicarle la llama de un soplete que funda las soldaduras y trocee los largueros). Ahora «indivisa» significa que supuestas ciertas circunstancias del entorno (por ejemplo, que la temperatura de este entorno no ascienda a 1000ºC, como consecuencia de una explosión), las partes de la armadura tienen la cohesión suficiente como para resistir los «impactos ambientales», dentro de determinados límites. (La unidad, por tanto, es ahora positiva, en tanto se deriva de las conexiones entre las partes, y no meramente negativa). La unidad de la armadura no es por tanto sustancial, en el sentido absoluto, ni por tanto la condición tradicional «dividida de los demás», sólo ha de entenderse dentro de límites definidos. Y en cualquier caso la unidad de la armadura no puede confundirse con su identidad, porque si la armadura adquiere identidades distintas, no es debido a la conexión entre sus partes, sino a las conexiones con otras unidades o configuraciones de su entorno o, en general, de su exterioridad.

La identidad aquí desarrolla la unidad sinalógica del sustrato que transforma su condición de todo en parte de otras totalidades T o Շ que desbordan los límites de su dintorno. Por ejemplo, si la armadura se compara con otras armaduras iguales (clónicas o semejantes, aunque sean de tamaños diferentes) asumirá la identidad esencial de elemento de una clase unívoca. Si la armadura se conecta (sinalógicamente) con otras configuraciones sólidas, por ejemplo, con el muro de una casa, en el cual hay una puerta y una ventana, adquirirá la identidad de una verja o de una escalera. Si la armadura se dispone horizontalmente, sujeta al marco de la puerta de la casa, a una altura conveniente, adquirirá la identidad de una verja (a la pregunta, ¿qué es esto?, o más precisamente, ¿para qué sirve?, se responderá por la identidad: «es una verja»). Si suprimimos su condición pragmática la respuesta a la pregunta se hace difícil y sólo cabe decir algo así como que la armadura es una creación artística, que carece de fin definido.

Así pues, la misma unidad de la armadura puede asumir identidades atributivas diferentes que en este caso no cabe confundir con su sustancia.

Tampoco cabe suponer que la unidad de la armadura es un modo suyo que la afecta básicamente e independientemente de su identidad, por cuanto la identidad de esta armadura puede llegar incluso a comprometer su unidad (por ejemplo, si en cuanto escalera sufre el peso de un escalador excesivamente pesado, o si en su calidad de verja recibe el impacto de un tractor que la descompone como armadura).

En el libro España frente a Europa aplicamos este modelo referencial de involucración entre unidad e identidad para analizar la propia dialéctica de la historia de España. La unidad de España (de las partes de su dintorno), como entidad cultural, sociológica, jurídica, &c., y aún política (incluyendo en gran medida la condición de enemigo de Roma), es decir, Hispania, habría sido determinada desde el principio desde el exterior (desde su entorno), por la propia república romana, que habría impulsado las interacciones entre sus diversas tribus e incluso las habría unido en solidaridad contra la propia república romana. Pero esta unidad acabaría recibiendo una identidad política romana al ser incorporada o ensamblada, por ejemplo, al imperio de Diocleciano como una diócesis suya, cuyas ciudades habían ido recibiendo, desde Caracalla, la condición de la ciudadanía romana. Ante todo, la identidad esencial de una provincia igual o semejante a otras provincias del Imperio, tales como Galia, Britania, Panonia o Dacia.

Sin embargo la unidad política de Hispania en el siglo V fue perdiendo su identidad a raíz de la «caída», en su entorno, del Imperio romano, y su unidad a raíz de la invasión de los bárbaros, que la descompusieron en diversos reinos (suevos, visigodos...). Recuperó la unidad quebrantada por la victoria de los visigodos, pero modificando su identidad a partir del tercer Concilio de Toledo, con su inserción en la cristiandad europea. Su unidad volvió a resquebrajarse en el siglo VIII, con el derrumbamiento del reino visigodo tras la invasión sarracena.

Su unidad, prácticamente perdida, fue recuperándose lentamente gracias, en gran medida, a la nueva identidad cristiana que había adquirido mediante la inserción en la Iglesia romana, que le permitió establecer contactos con otros estados cristianos europeos, y participar, por ejemplo, en las Cruzadas. La unidad política perdida en el siglo VIII, a consecuencia de las invasiones bizantinas y árabes, dio lugar a su fragmentación en diversos reinos, y habría tardado ocho siglos en reconstruirse de un modo nuevo, mediante la alianza de sus reinos; esta unidad se fortificó gracias a la nueva identidad imperial que, prefigurada ya en el siglo IX, España asumió como consecuencia de la entrada en América.

El Imperio napoleónico volvió a fracturar, más que la unidad de España, su identidad imperial: la unidad se fortificó precisamente mediante la solidaridad de sus regiones frente al invasor, en la Guerra de la Independencia contra los franceses, que desencadenó el proceso de la Nación española. La identidad imperial fue transformándose a lo largo de los siglos XIX y XX en identidad cultural (la «Hispanidad»), que fue cediendo o mezclándose paulatinamente, al menos en el terreno oficial, y una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, con la identidad europea, tras el ingreso de España en la Unión Europea.

Identidad europea, sin embargo, muy precaria, que ha favorecido, de hecho, a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y de las primeras del XXI, ciertos síntomas de fractura o descomposición de su unidad, debida al incremento del secesionismo de algunas regiones suyas en las que actúan sus auténticos enemigos, que han visto en la Unión Europea la mejor ocasión para su segregación de España.

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