Luis Manuel del Rivero, Méjico en 1842 (original) (raw)

Méjico en 1842

por D. Luis Manuel del Rivero

Madrid:
Imprenta y fundición de D. Eusebio Aguado
1844

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[ Propósito ] 1

Recuerdos 4
Relaciones diplomáticas 104
Iglesia 124
Ejército 134
Marina 141
Administración de justicia 145
Hacienda 165
Aspecto exterior 195
Población 220
Riqueza 241
Ilustración 266
Capacidad política 291
Conclusión 316


[ Propósito ]

No me propongo decir sobre Méjico cosa que interese mucho al erudito ni al estadista; trato solo de decir algo de lo que en aquel país he visto y observado, y de los recuerdos que en mí ha despertado su vista. Habré alcanzado mi fin principal si consigo familiarizar a mis paisanos, si no con el sonido al menos con el significado de la hermosa palabra Méjico, a la cual en todo tiempo han ido entre nosotros asociadas ideas de grandeza y bienestar, pero de una manera tan confusa, que de aquel país sabía tanto nuestro público, aun el leyente, como de la China o del Japón. Otro tanto sucedía en Méjico respecto de España, de la cual se preguntaba acaso si era villa o ciudad; con lo que españoles y mejicanos vivían entre sí como pudieran, a habitar distintos planetas.

Sin embargo, Méjico dependía de España [2] nada menos que para su gobierno, que le iba flamante por lo mas largo cada cinco años, y España recibía de aquella rica colonia inmensos caudales públicos y privados. Era además Méjico una escuela práctica y vastísimo teatro abierto al genio político y administrativo de nuestros hombres públicos; era todo un continente que se ofrecía con sus inmensos recursos al espíritu del trabajo y de la especulación de nuestros hombres de acción; era en fin a nuestros piadosos obispos y celosos misioneros una feracísima viña que regar con sus sudores y su sangre, y que cultivar para Jesucristo.

Hoy en día Méjico y España nada de todo esto son entre sí: mas después de haberse separado para siempre, aún no pueden desconocer que son hermanas, y que sus intereses recíprocos se tocan por tantos puntos, que si llegó un día en que no pudieron habitar en paz bajo el techo paterno, pueden ya en lo sucesivo prometerse vivir en buena y provechosa vecindad.

Además, tenemos allí nosotros ocho o diez mil de nuestros hermanos, que no por trabajar tan penosamente a tanta distancia han roto los lazos que los ligan a la patria, a cuya inspiración se abandona allí su corazón [3] con una efusión verdaderamente infantil, y con una generosidad de que dan honroso testimonio recientes ejemplos públicos y otros privados aún mas frecuentes, de que infinitas familias, si son agradecidas, han de conservar vivos y agradables recuerdos.

Por último, la desgracia persigue hoy en todo el ancho mundo a la noble familia española, cuyos trabajados miembros, perdido el usado camino, desatinan en senderos tortuosos en pos de una felicidad seductora, sufriendo entre tanto de la intemperie del cielo inclemente, y de la maleza y precipicios de la tierra engañosa que pisan. Méjico pues no debe de ser indiferente a España, y debo yo de prometerme a mi vez benévola acogida para mi trabajo, sostenido cuando menos por el interés de tan noble asunto.

Pero ante todo, recuerdos es lo primero que suscita en todo pecho español este mágico nombre de Méjico, y por ellos daré yo principio a mi tarea. [4]

Recuerdos

La gloria del descubrimiento y conquista del nuevo mundo nos pertenece exclusivamente, y no tiene rival en los anales de la humanidad. Ni las ciencias, ni el comercio, ni las artes de la paz y de la guerra pueden reclamar sino una pequeña porción en la fama de aquel grandioso acontecimiento, que a las ciencias, al comercio y a las artes debía de imprimir un tan poderoso impulso, agrandando con proporciones colosales el círculo en que se moviese en lo sucesivo la vida de las naciones de occidente: la audacia del genio fue quien hizo lo mas; del genio de la navegación, del de la paz y de la guerra para descubrir, para conquistar y para organizar.

Mas esta gloria era tan grande, que no hubieron de consentir las naciones la saboreásemos en paz; y ya que no les fue dado negarla, porque no se niega la luz cuando de lo mas alto del cielo la derrama el sol a torrentes sobre la tierra, trabajaron por [5] oscurecerla, no abrazando el conjunto de la acción heroica, sino abultando tales incidentes de ella para arrojárnoslos a la cara. Nosotros no hemos podido reconocer aquí los fallos justos y entendidos de la razón, sino los turbulentos y ciegos de la pasión, y aguardamos aún que la historia hable para acatar debidamente su sentencia. Ella apreciará en su valor nuestros hercúleos trabajos para desbrozar el camino por donde con tanta intrepidez y provecho nos han seguido después las naciones de Europa, de cuyos esfuerzos recoge hoy la civilización tan abundante cosecha de progreso.

Entre tanto séanos lícito recusar a nuestros pretendidos jueces que en nombre de la moral han anatematizado nuestra conducta entera, y recordarles que el que se atreva a tomar la voz de tan augusto ministerio ha de mostrar su corazón y sus manos puras de toda mancha, y que no sienta bien predicar moral y obrar iniquidad. Recordaremos a los ingleses y a los franceses, no ya los actos de su sistema colonial tan pocas veces excusable, sino las lecciones de moral pública que en este mismo siglo se han tomado el trabajo de venirnos a dar en nuestra propia casa, los primeros con capa de aliados quemando nuestras fábricas [6] y ciudades como pudieran los soldados de Atila, los segundos hiriéndonos cobardemente por la espalda, y luego, porque éramos hombres de corazón y nos revolvíamos contra ellos para defendernos como podíamos, fusilándonos como brigantes.

Ni queremos a la historia parcial o seducida por el brillo de nuestra gloria: la queremos ante todo moral, con una sola balanza para pesar la conducta de las naciones en el fiel de la justicia eterna; que ya es tiempo de que la historia se moralice, de que recobre, si alguna vez lo tuvo, ese sentido moral que no se deslumbra por el lustre de la gloria ni por el aparato de la fuerza, sino que va derecho al fondo de la acción humana para juzgarla en la presencia de Dios. Si nosotros hemos atropellado los derechos de otras naciones, cúlpesenos enhorabuena, o mas bien cúlpese a la época en que nos tocó obrar, así como será preciso cargar la mano sobre la presente en que siguen reinando las mismas máximas; mas téngasenos también en cuenta lo que hicimos por el progreso de la humanidad y por el triunfo de esa misma moral, llevando la luz del Evangelio a esas regiones donde la idolatría, los sacrificios humanos y la mas cruel servidumbre civil y doméstica ejercieron [7] hasta nuestro advenimiento pacífica y horrible dominación.

La conquista de Méjico se señaló por una tal mezcla de prudencia y osadía, por un tal acierto de combinación y vigor de ejecución, que aseguró entonces a su caudillo el asombro de los contemporáneos, y luego en la posteridad el crédito, no ya de hombre de fortuna, sino de capitán esclarecido y gran conductor de naciones. Cortés tuvo que empezar por someterse los escasos y rebeldes instrumentos de sus futuras glorias, haciéndoles aceptar de buena gana, si no su legal autoridad al menos la de su genio, que es otra fuente de legitimidad en el orden de los sucesos humanos. Si en esto acreditó su íntimo conocimiento del corazón, luego en mas vasto teatro mostró el no menos profundo que le asistía de los elementos que constituyen la fuerza de la sociedad, o mas bien su capacidad instintiva para penetrarlos, y su habilidad para tocar a tiempo aquellas delicadas fibras a que siempre responde el afecto de los pueblos. Cortés, sacando partido de su situación excepcional en medio de gentes tan nuevas, hirió ante todo su imaginación con el aparato de objetos tan extraños; mas no contentándose con esto ahondó en sus corazones el [8] cimiento de su futuro poder, asociándose con sinceridad y empeño a sus intereses, aspirando a la gloria de su libertador y dejándoles entrever una emancipación aún mas sustancial en el triunfo de una religión que condenaba sus crueldades y torpezas.

Así tuvo el arte de hacer de enemigos aliados, que abrazaron su causa con ardor, la sostuvieron con heroísmo en los días de prueba, y la hicieron triunfar al fin por su valor y perseverancia; que lo mas admirable de este gran suceso no es tanto el arrojo que supone, cuanto la serenidad de Cortés en medio de la derrota, su fe en la lealtad de sus amigos, la reposición de sus fuerzas al amor de esta lealtad, y su segunda y definitiva campaña contra Méjico a la cabeza de doscientos mil guerreros indígenas que le respetan y le obedecen como a un Dios.

Un gran capitán organiza y triunfa: para ello su genio, dominando el teatro de acción, se asimila todos los elementos de fuerza dispersos al rededor suyo, les da cuerpo, cohesión y vida, y al propio tiempo neutraliza o reduce a su mínimum las resistencias antes de forzarlas. Napoleón se distinguió por una prodigiosa fuerza de organización; pero le faltó para igualarse a Cortés el talento de ganarse aliados. El ruido de sus [9] victorias y el giro de sus proclamas herían la imaginación de los pueblos, presentándole con la figura colosal de un semi-dios, merecedor del cetro del universo; mas Napoleón tocado de cerca en sus ejércitos y generales, era una pesa de plomo puesta sobre el corazón de las naciones que no las dejaba respirar, y ahogaba a un tiempo dentro de ellas su vida física y moral. Por eso en los días de infortunio levantáronse contra él hasta las piedras, y sus mismos franceses le abandonaron a la merced de sus encarnizados enemigos, cuando si hubo hombre en el mundo en circunstancias propicias para dar a su poder una significación social, ese fue Napoleón, colocado por la Providencia en el confín de dos mundos distintos, y encargado al parecer de iniciar en la vida el mundo del porvenir. ¿Qué no hubiera él hecho de los españoles, italianos, polacos y alemanes si realmente hubiera estado dotado del don de conducir naciones, si en vez de hacerse instrumento de mezquinos intereses y pobres iras se hubiera resignado a ser siempre el brazo de la Providencia?

Conquistado Méjico, conquistado quedó todo el imperio de Motezuma, cuya vida estaba reconcentrada en la cabeza, fuera de la cual no había mas que dura opresión e [10] insoportable tiranía. Cayó aquel coloso de pies de barro en medio de la aclamación de las naciones circunvecinas, que cualquiera que hubiere de ser su destino saludaron en esa caída la aurora de su emancipación; y cayó para no volverse a levantar, herida la imaginación de las naciones americanas por el espectáculo de un tan inopinado suceso llevado a cabo por tan irregulares medios. El nombre de Cortés imperó desde el punto en todo aquel vasto continente, mucho mas allá de los límites del imperio derruido, hasta donde la fama veloz podía hacerle resonar engrandecido con la pompa de la fantasía.

Dedicó Cortés los escasos instantes que le concedió la envidia a consolidar la conquista y zanjar para su ingrato rey los cimientos de un nuevo imperio poderoso. Distribución de tierras, sabia organización de los conquistadores, expediciones lejanas y casi fabulosas por el arrojo y fortuna que suponen, aclimatación en aquel suelo virgen de la agricultura europea, importación de animales útiles, comercio exterior e interior, derechos de los indios, policía civil, orden religioso, y en medio de tantos afanes la ciudad de Méjico renaciendo hermosa y grande del polvo de las barracas aztecas [11] a los mágicos acentos de su voz; he aquí los cuidados del conquistador y a lo que alcanza el poder de su genio y de su patriotismo inmenso, al propio tiempo que a dos mil leguas de distancia el gusano de la envidia roe, si no el pedestal de mármol de su gloria, el frágil fundamento de su futura tranquilidad.

Cortés fue en vida el héroe querido de los indios que conquistó, y cuyos descendientes doscientos cincuenta años después tributaron a su memoria un homenaje tierno, reuniéndose a millares con pompa nacional para honrar los restos de su adorado conquistador al depositarse en la iglesia de Jesús, que él mismo fundó. Hoy estos restos preciosos vagan sin descanso, tal vez en extranjero suelo, porque la mas brutal e infame ingratitud amagó hasta a la triste paz que el sepulcro les garantía. ¿No deberían ellos, en fin, recibir un asilo sagrado en nuestro suelo?{1} [12]

Reducido con tanta gloria el imperio mejicano a la dominación de Castilla, la importancia de este hecho influyó grandemente en la naturaleza del orden de cosas por él creado, y la ley de la conquista vino a penetrar la masa de la nueva sociedad y a decidir en mucha parte el modo de organización de sus elementos.

No sucedió así en la colonización inglesa del Norte-América. Ocupado allí el terreno que de pronto bastaba a ejercitar los brazos del colono, y extendido a medida que se aumentaba su poder, la sociedad, compuesta de elementos homogéneos, crecía naturalmente, fundada sobre la exclusiva ley del trabajo, que le asimilaba el territorio y determinaba la combinación de sus elementos en el sentido de la libertad. Este trabajo, ejercitado bajo circunstancias desfavorables, [13] remuneraba parcamente al colono, cuyo temple moral se encontraba así en perfecta armonía con el carácter y tendencias de aquella sociedad, que a su vez le ofrecía un teatro en que cómodamente desenvolver y aplicar las ideas de gobierno y de religión con que había aportado a las playas de América. El gobierno inglés favorecía la colonización como un desahogo de los malos humores que aquejaban por entonces a la metrópoli: y sea sistema, o que la exigüidad de las colonias las pusiese a cubierto de su ambición, él tomó flojamente en sus manos su dirección, hasta que vuelto en sí ya era tarde, porque un espíritu indomable de libertad animaba a las colonias, y los hábitos de propio gobierno se habían endurecido en ellas; había sonado en fin para el pueblo norte-americano la hora de su emancipación.

Mas en Méjico dominó el hecho de la conquista, cuyas inmediatas consecuencias fueron el repartimiento del terreno y de los indios, y la inoculación en la nueva sociedad de un espíritu aristocrático de mala casta, que se trasmitió a las futuras generaciones por medio de los mayorazgos, y recibió nuevas creces del estímulo del clima y de la feracidad del suelo. [14]

Pero al lado de este principio fundamental existía otro que favorecía tendencias opuestas; existía el principio democrático del trabajo, representado por el tráfico en la persona del español que incesantemente remanecía por el oriente, y dirigido por el gobierno apoyado en la religión. Porque la conquista se hizo a nombre de la corona de Castilla y el rey se posesionó inmediatamente de ella, no parando en su celo de la soberanía hasta echar a un lado al conquistador cuya fama le estorbaba, y destronar a los orgullosos soldados por medio de curiales y de frailes. Tres de nuestros mas poderosos monarcas principiaron esta lucha, que determinó la naturaleza de nuestro sistema colonial, el cual hubo de arraigarse tan profundamente en América, que no bastaron tres siglos para conmoverle, y que murió al fin violentamente en la plenitud de su desarrollo por la fuerza de circunstancias extrañas a su constitución.

El rey era el primer demócrata de la América, y si obtenía la suma del poder era para ejercerle en favor del trabajo y en contra de las demasías de la conquista y de sus consecuencias aristocráticas: guerra al principio aristocrático fue la bandera levantada en alto por el monarca, a cuya sombra [15] combatió con el propio fin y tanto celo el virtuoso sacerdote plebeyo. Veamos algunas de las fases y el resultado final de esta lucha.

La Audiencia fue la valla alzada por el rey, y en ella vinieron a estrellarse sucesivamente las pretensiones inmoderadas de los conquistadores y sus descendientes: ella reprimió con mano de hierro algunas intentonas suyas en tiempo de Felipe II, desde cuya época apenas se turbó una sola vez, hasta la de la Independencia, la tranquilidad de aquella sociedad, que consintió buenamente en ser gobernada tanto tiempo por oidores y por frailes. Los nobles hubieron pues de resignarse a la condición de la vida privada, y a gastarse en el ocio y la disipación, contentándose su vanidad con ser regidores perpetuos o alguaciles de la santa Inquisición. El monarca habría podido sacar de ellos gran partido; pero le hubiera sido preciso asociárselos al gobierno y partir con ellos el poder, lo que contrariaba todas sus grandes miras y al poco rato habría hecho imposible el gobierno colonial.

Pero ellos eran grandes propietarios, y en tal concepto tenían mas medios de resistencia. El legislador sin embargo no cesó de luchar contra los restos de la conquista [16] y de abolir al cabo de un siglo las encomiendas; linaje de servidumbre paliada, bajo la cual gimieron por tanto tiempo los indios y de la que nunca se han visto perfectamente libres, porque el mal estaba en la naturaleza de las cosas mas que en la ley, y renacía bajo distintas formas por mas que se le atajase en una determinada. No tienen pues mucha razón los que tanto han declamado contra nuestro sistema colonial en lo que decía relación al tratamiento de los indios, sin advertir que ellos formaban y siguen formando una raza decaída de sus primitivos derechos, y de una grande inferioridad relativa en la escala social; raza condenada en consecuencia por un destino fatal a sufrir el yugo de la dependencia por parte de otra raza dominadora mas adelantada en la civilización. Sin embargo, constantemente y con perseverancia heroica luchó cuerpo a cuerpo con el mal nuestro legislador, y tuvo la satisfacción de verle tomar cada vez mas reducidas proporciones, y de empujar suavemente a la menesterosa raza por el difícil repecho del progreso social, grandemente secundado en esta penosa labor por el celo del sacerdote del Señor, que en todo caso, y ya que otra cosa no pudiera, se interponía entre el verdugo y la [17] víctima para parar el golpe o embotar sus filos al acero. Testigo de este progreso es el célebre viajero que a principios del siglo visitó aquellos hermosos países.

El indio gozaba del privilegio de menor en sus negocios civiles, y ante los tribunales contaba además con un favor especial, reduciéndose a la mitad los derechos que devengaba; vivía en pueblos aparte con terrenos apropiados, en los que no podía fincar el blanco, y allí se gobernaba por sus usos y alcaldes particulares; estaba exento de alcabalas y de diezmos, y solo pagaba un tributo moderado. En materia de religión se le trataba poco menos que como niño: los impedimentos del matrimonio eran para él mas reducidos y las dispensas mas fáciles; aun en punto de alimentos se le eximia de ciertas restricciones, y estaba completamente libre de la jurisdicción de la Inquisición. En fin, si se entregaba a ciertos trabajos duros como el de las minas, se proveía a la libertad de sus compromisos y a la seguridad de su persona contra toda medida vejatoria. Tal era el último estado de la legislación y tal el anhelo de nuestros reyes por desempeñar cumplidamente la noble misión de proteger una raza desvalida. Si ha habido abusos, ¿qué prueban [18] ellos sino que la obra se ejecutaba en la tierra y por mano de hombres? Mas a pesar de los abusos, ahí están los resultados generales, ahí la antigua familia americana, pura de las abominaciones de la idolatría, e iluminada con el conocimiento de la verdadera religión, libre del horrible despotismo doméstico, civil y religioso que la diezmaba en sus hijos y sus fortunas; y si no completamente feliz, al menos en vía de decidido progreso. Nosotros, aun mucho antes de que los filósofos moviesen dudas sobre este delicado asunto, no tuvimos empacho en tender al pobre indio la mano y saludarle como hermano nuestro; no solo le dispensamos la protección de nuestra ley, sino que hicimos para él solo una ley mas indulgente, mas humana; en fin, ya que en el orden de las relaciones sociales no podíamos alzarle hasta nosotros, nos mezclamos con él en el templo, confundimos nuestras voces con la suya para elevarlas juntas a la Divinidad, y le enseñamos prácticamente la sublime lección de fraternidad cristiana. ¿Pueden decir otro tanto las naciones que han obrado en circunstancias análogas y aun mucho mas propicias?

Ya que he dicho contra quién combatió el monarca, debo añadir ahora a favor [19] de quién combatió. Lo hizo por secundar el trabajo, cuyo brazo principal era el indio, habiéndose ya visto de qué manera llenó en esta parte sus deberes. Mas la cabeza que dirigía este trabajo era el español, que le ordenaba en grande y le vigilaba en todos sus variados pormenores. Cultivo de aquel rico suelo, explotación de sus minerales preciosos, tráfico que ligaba poblaciones separadas por desiertos y cordilleras, y por obstáculos de toda especie que era preciso vencer con un cierto espíritu de aventura, a todo proveía su inteligencia y bastaba su inmensa actividad, viniendo de ordinario la mas magnífica recompensa a coronar sus perseverantes esfuerzos.

El español era como la providencia de aquella sociedad: trasportado allí en edad temprana, sus facultades parecían duplicarse en aquel grandioso teatro, su inteligencia y su corazón agrandarse hasta la medida de la inmensa tarea que le aguardaba; y el hombre que en su patria nunca habría salido de la oscuridad de un oficio, en América se trasformaba en especulador atrevido, en minero afortunado, en capitalista generoso y benéfico. Iliterato toda su vida, no conocía mas educación que la del trabajo, ni otra aptitud que la de los negocios. [20] Amante de la familia que allí se formaba, todo su anhelo se cifraba en ponerla a cubierto de las necesidades, y eximirla de la condición del trabajo que a él le había ensalzado; cegándole su mismo amor e ignorancia hasta el punto de no permitirle descubrir el mal que a sus hijos causaba con falsear así los fundamentos de una educación severa. Su mano estaba siempre abierta a las generosas inspiraciones de su corazón caritativo y piadoso, hablando en este punto mas alto que mis palabras los soberbios templos erigidos al Dios vivo en aquel suelo privilegiado, y los innumerables asilos abiertos en él a la humanidad necesitada.

Sin embargo de tales elementos, la prosperidad pública encontraba sus límites forzados en esos gastos ostentosos de la piedad y en los improductivos de la magnificencia, en los ruinosos de la clases ricas, en los cuantiosos envíos hechos a la península, en la falta de educación de la clase trabajadora, en la escasa población, en los obstáculos naturales y facticios que se oponían a la comunicación con los extranjeros y muy señaladamente a la de las provincias entre sí, y en los vicios inherentes a la naturaleza de los gobiernos coloniales. Todas estas causas, [21] y acaso otras mas, impedían la acumulación de la riqueza, que es el fondo de que se alimenta el progreso social, y el aumento de la inteligencia para procurar el mejor empleo de las fuerzas públicas.

Mas si el rey trabajaba por esta clase industriosa, no era para asociarla en manera alguna al gobierno. Ella por lo demás carecía de ideas y de hábitos en este punto, y se contentaba desde el fondo de la vida privada con ejercer en los negocios públicos aquella influencia indirecta reservada siempre a la riqueza y a la actividad. Últimamente se apoderó con ansia del medio que el gobierno le ofreció para desplegar en mas vasto teatro su genio de acción en los consulados, institución judicial a la par que administrativa de la primera importancia en América.

El poder religioso secundaba, como he dicho, en esta obra al gobierno, y robustecía su acción. Una de las primeras dotes de nuestra política colonial, a cuya previsión se debió la profunda tranquilidad de que gozó por tantos años aquella sociedad, fue el haber sabido hermanar con esta acción la del formidable poder de la religión. Nuestros monarcas aseguraron desde un principio una gran latitud de acción a la [22] iglesia americana, entendiéndose sobre el particular previamente con los Sumos Pontífices. El derecho de patronato tuvieron cuidado de vindicarle y asentarle sobre bases sólidas, y de ejercerle de una manera menos equívoca, resultando así ellos a la cabeza de la Iglesia como sus tutores y guardianes de sus cánones y costumbres, y como promovedores y sostenedores del culto. El sacerdocio pues en América estuvo en íntima armonía con el imperio, y el sacerdote, en remuneración de este espíritu y servicio, se veía honrado y enriquecido por el príncipe, sin que estos favores le envileciesen, pues no los compraba con el sacrificio de su conciencia.

La tarea que le imponía el príncipe estaba de acuerdo con su misión evangélica; misión de paz y de amor, de obediencia a Dios y a los que en su nombre mandan, de igualdad y fraternidad entre los hombres. Proteger al indio contra las vejaciones del blanco, interponerse entre el fuerte y el débil, haciendo escuchar a aquel la voz del deber y de la humanidad, y destilando sobre las heridas de éste el bálsamo de la resignación, tal era su especial misión en América. Para ello su primer cuidado era buscar al indio, vivir con él y compartir [23] sus miserias, rescatarle de la idolatría, iniciarle en el conocimiento de la verdadera religión, auxiliar e ilustrar su trabajo material enseñándole el uso de los instrumentos y semillas desconocidas. El misionero llenó siempre con celo apostólico estos grandes deberes, y fue el eslabón mas fuerte de la cadena que unió a América con España, al hombre rojo con el de la civilización cristiana. Hoy en día el espíritu de las misiones se arrastra moribundo en Méjico, y da escasas señales de vida allá en las Californias: él se nutria del celo religioso español y se apoyaba en una franca protección del gobierno; ambas cosas le han faltado, y no será extraño verle exhalar el postrer aliento si sigue abandonado a sí mismo.

Tales eran los combatientes, tal el carácter de la lucha: veamos el resultado.

El resultado mas visible fue el establecimiento de un poder vigoroso en América, amasado de cielo y tierra, que luego que hubo quebrado el cuello a las únicas ambiciones allí existentes, imperó soberanamente, y con tanta mayor decisión y efecto, cuanto que estaba rodeado de un inmenso prestigio, y se apoyaba por un lado en la conciencia y por otro en el artificio sencillo y fuerte de un gobierno monárquico. [24] Este poder tuvo instintos democráticos, y se ejerció en beneficio de las masas allí singularmente débiles, y en contra de la tiranía de la gran propiedad; se ejerció en favor del trabajo aunque no con una gran liberalidad de miras, ya por no ser capaz de elevarse a ellas, ya por no sacrificar a unos adelantos mayores las condiciones de una política general un tanto meticulosa.

Este poder no se dividió con nadie; era único y absoluto, y se mantenía por la fuerza del principio monárquico que le animaba; principio omnipotente en la metrópoli a la sazón de su importación en América, en donde por otra parte funcionó con menos trabas, y estuvo rodeado del prestigio que la imaginación comunica a todo lo que por antiguo o distante participa de la naturaleza del misterio. El rey no se veía en América sino en el aparato y dignidad con que sus representantes civiles y religiosos se ofrecían a la admiración del pueblo; y como la fantasía le encumbraba aún sobre ellos y le forjaba mas grande, mas bueno y poderoso, venia a resultar una pequeña divinidad, cuya presencia exigía por donde quiera el respeto, y movía ocultamente los resortes de la obediencia.

Los indios en manera alguna contrariaban [25] el ejercicio de este poder; los nobles consintieron de grado o por fuerza en ser sus satélites y en honrarse con vestir su librea; los comerciantes, en fin, le acataban como a su numen tutelar, y en ningún orden de la sociedad cupo la idea de hombrearse con él, recibiendo cuando mas con suma gratitud aquella diminuta porción que en la dirección de los negocios públicos era su intención dispensar, ya en los ayuntamientos, ya en los consulados.

El círculo de la pública inteligencia era por otro lado infinitamente reducido en América. La sociedad aquella no pensaba; solo se cuidaba de sentir, y para esto le ofrecía alimento cuotidiano y precioso la religión. Su secuestración del mundo, en que con tanto estudio la mantenía el gobierno, favorecía tal tendencia de los espíritus, y sus costumbres sencillas deponen de la facilidad y soltura con que corrieron los días de aquella su primitiva existencia. El fuego de la ciencia manteníase no obstante encendido y se ocupaba de ello con particular afán el gobierno, pero era para formar a los ojos del sencillo pueblo una nueva visualidad que le atrajese y le enredase en las mallas del orden público. Un doctorado era una fiesta de familia para aquella modesta sociedad, y [26] un doctor o un simple abogado el objeto de un culto especial de su parte. Así la idea de jerarquía, la idea de autoridad se reproducía por donde quiera bajo nuevas imágenes, idéntica siempre en el fondo. La Inquisición en una sociedad así construida era una institución de mero lujo.

Pero si el rey dominó así, no se crea que el hecho aristocrático de la conquista no trascendió al carácter de aquella sociedad. Ya he hablado de los nobles y de las encomiendas: he aquí aún otras consecuencias. Por mas que la ley pugnase por disminuir las desigualdades sociales introducidas por la conquista, todavía esta desigualdad fue un hecho constante y continúa siéndolo en la organización de aquella sociedad, presentando entonces y mas especialmente hoy el obstáculo mas serio a la consolidación de un pleno orden legal. El resultado definitivo es, que el elemento bruto se halla allí en infinita desproporción con el inteligente en la combinación social. El indígena, que ya es cerca de una mitad, compone con las castas los cuatro quintos de aquella población.

El gobierno español trató al indio de menor; el nacional le ha declarado ciudadano. ¿Quién de los dos ha acertado? El primero era al menos lógico al partir de la [27] desigualdad social, mientras el segundo ha negado este hecho con el santo fin de hacerle desaparecer de encima de la superficie de la sociedad: pero ¿ha olvidado Méjico independiente la primera máxima en la ciencia del gobierno, a saber, que la ley no crea el hecho, sino que le sanciona y modifica? Si siquiera hubiera acompañado su filantrópica resolución de alguna medida propia para hacerla triunfar, al fin habría motivo de esperar, pero entre tanto la ciudadanía de los indios es y será a la manera de un edificio construido en las nubes. Ellos se cuidan tanto de su ciudadanía como de la cosa que menos, y solo sienten verse confundidos con los demás para levantar las cargas, por cierto nada ligeras, del nuevo orden de cosas.

Otra consecuencia de la conquista fue la difusión de un espíritu militar que, careciendo de alimento propio, se cebó en los hábitos públicos, impregnándolos de cierta vanidosa ostentación de riquezas y distinciones y de un poco de fanfarronería. El sable era un apéndice necesario en el costado de todo caballero andante, así como el machete en el de todo ranchero. Por desgracia tales apéndices no son hoy objeto de pura ostentación, sino instrumentos necesarios y mil [28] veces insuficientes de la propia defensa. Como quiera que sea, este espíritu militar que durante trescientos años se alimentó de bagatelas, se ha desarrollado con la mayor fuerza desde la guerra de la independencia, y amaga concluir en Méjico con toda institución, cuando uno de los mas bellos triunfos del gobierno colonial fue el haberle hecho dormitar por tanto tiempo a fin de que campease solo el poder civil. Es curioso ver a los llamados republicanos tan adornados de plumas, de cintajos y bordados; y sería este un bonito tema de pasatiempo locuaz, si ese vil oropel no encubriese una profunda llaga social.

Nació de igual origen ese señorío que aún es de advertirse en Méjico, y una franqueza de mano para gastar que raya en prodigalidad. Los conquistadores trasmitieron a sus descendientes este legado con sus títulos y fortuna, y bajo de tal modelo se fue acrecentando la clase de señores, y reclutándose de nuevas vinculaciones y aun de la primera generación regularmente acomodada del español. Fatal era la obcecación de este en el punto de la educación, y ruinosas han sido las consecuencias de su descuido en el destino posterior de la sociedad. Esos hábitos de señorío estaban [29] grandemente secundados por el clima, que convida a gozar, y por la feracidad del suelo, que permite tan fácilmente allegar una fortuna. El español cuyo trabajo ímprobo la formaba era económico en su persona, mas espléndido en el sostenimiento de su familia y en acudir a los llamamientos que a su generosidad hacia la sociedad: el criollo en cuyas manos caía esa fortuna, que no había contribuido a formar, no retenido por una educación severa, y avezado desde muy temprano a gozar, la disipaba prontamente, incapaz de ordinario hasta de conservarla. Estos hábitos inmorigerados esparcían sobre la sociedad un ambiente letal que emponzoñaba las costumbres y alicortaba de pronto el progreso; y mas tarde, cuando la sociedad había de variar de rumbo y dejar de sentir la influencia benéfica del trabajo del español y de las instituciones que le protegían, tenían que convertirse en la rémora mas pesada de la consolidación del nuevo orden de cosas. Alguna mejora he observado en este punto, y de desear es que continúe, si aquella trabajada sociedad se ha de asentar en fin sobre la base consistente de la moral y del trabajo.

Tal fue la lucha, tales los combatientes [30] y el resultado. La sociedad que de aquí provino era en su fondo democrática, dominada como estaba por el sentimiento religioso y por el de la igualdad civil, al menos en su porción mas inteligente; mas el principio aristocrático, ayudado del clima y del terreno, depositó en su seno la levadura de sus maléficas tendencias sin el germen de ninguna de sus virtudes, y grandemente incapacitó a la sociedad para que pudiese operar un día la difícil evolución indispensable para conquistar la nacionalidad, despojándola de hábitos de moralidad y de gobierno. El poder era grande y fuerte, animado por el principio monárquico, desempeñado por un personal plebeyo, exclusivo de toda participación de la sociedad y ejercido siempre en el interés del mayor número y del principio santo de la igualdad. Su política, un tanto recelosa, hubo al fin de abrirse aunque con cautela a miras mas ilustradas, que abrieron a aquella sociedad una era de gran prosperidad. La creación de intendentes, el arancel de 78, que soltó al comercio en gran parte los grillos del monopolio, la ordenanza de minería y organización y fomento de este ramo, con otras medidas administrativas, obra todo ello del gran Carlos III, marcaron esta era dichosa [31] que debía tan pronto concluir en la independencia.

Todo este aparato de gobierno no estaba ciertamente calculado para empujar a la sociedad por una rápida pendiente de progreso, ni para operar esos prodigios con que se ha visto en nuestros días bosques o desiertos transformarse en pocos años en ricas poblaciones, hirviendo en fábricas y en comercio: tales milagros están hoy en día no poco desacreditados, y se empieza ya a desear un progreso mas lento y menos artificial, que difunda el bienestar y no lo circunscriba, que labre al hombre en el sentido moral como en el físico, que encadene al ciudadano con la patria y no le divorcie del orden público: se empieza en fin a echar de menos el mesurado crecimiento de la planta al aire libre, no el rápido que se logra por medio de estufas.

Sin embargo, el espíritu de los tiempos llegó a estar reñido con el quietismo de la sociedad hispano-americana. El mundo había recibido una sacudida inmensa de dos grandes acontecimientos, desprendidos de la región de las ideas para agitar y remover la política en el sentido de la libertad y del bienestar de los muchos; la independencia de las colonias inglesas y la revolución francesa. [32] Una nueva era acababa de abrirse en la vida de las naciones, un nuevo mediterráneo que inundar con sus aguas el océano de la actividad humana. Era preciso que en este torbellino fuesen envueltos los pueblos, y que en él sucumbiese el antiguo orden de cosas. El Nuevo-Mundo no podía resistir a este embate furioso, y cualquiera que fuese su ulterior destino debía de ceder por de pronto a la ley irresistible de los tiempos. Pero el antiguo edificio se encontraba en él tan bien cimentado, que para derribarle hubieron de intervenir otras causas como auxiliares.

Si es exacta mi manera de ver el antiguo estado social de Méjico, Méjico no ha podido constituirse por sí sola. La acción en la metrópoli era para aquella sociedad, no una cosa indiferente, sino una condición esencial de vida: la vivificaba además la sangre de la península, tan llena de espíritus generosos y tan adaptada a su organización. Méjico ha roto con todo este pasado y ha partido su existencia en dos pedazos, de los cuales el tronco, que contenía las entrañas, le ha arrojado muy lejos de sí, mas se ha quedado con las extremidades que por un momento han palpitado con una vida convulsiva, cual acaece con la [33] cortada cola de una serpiente: así también por un corto espacio sigue corriendo el arroyo por bajo de la cortadura que desvía hacia otro rumbo las aguas del manantial.

Esta impaciencia de Méjico, hija de su poca edad, la ha perdido y nos ha perdido. Presentóle coyuntura la fortuna y la acogió en el instante, sin parar mientes en la oportunidad del lance ni en las dificultades de la empresa. ¿Tan mal gobernada se encontraba en 1808, que no hubiera humanamente podido aguardar aún una sola veintena de años? Cierto es que bajo los últimos virreinatos había sentido sobre sí el hálito emponzoñado de la corrupción; cierto que la aciaga administración de Godoy había puesto a prueba su paciencia, y que su rapacidad la había herido en lo mas vivo; cierto en fin que no carecía de otros motivos de queja, de aquellos que todo país tiene contra sus gobernantes; mas las instituciones que poseía tenían aún un corazón sano, bastaban a neutralizar aquellas maléficas influencias, y todavía funcionaban admirablemente. Esas instituciones, sostenidas de un gran prestigio, estaban animadas por un espíritu benéfico y protector a la par que ilustrado. No, nosotros jamás fundamos colonias para esquilmarlas [34] como tantas otras naciones, sino para vaciar en ellas toda nuestra existencia nacional, para poblarlas de soberbias ciudades y embellecerlas con todo género de monumentos e instituciones, para dotarlas de todo cuanto poseíamos y de todo cuanto éramos, para gobernarlas en fin suavemente y con yugo infinitamente mas ligero que el que sobre nuestros cuellos por acá pesaba. Éramos pues acreedores a otro tratamiento que el que con nosotros han usado nuestros hijos, los cuales se han hecho independientes, porque abrigaba su corazón bastante villanía para especular sobre nuestra credulidad e imprudencia en otorgarles derechos políticos y para aprovecharse astutamente de nuestra desgracia, no porque precediese provocación de nuestra parte ni una marcada pertinacia en desoír legítimos clamores, como lo uno y lo otro se verificó respecto de los colonos ingleses del Norte-América: Dios no protege semejantes causas.

Una colonia, sobre todo cuando es tan grande y tan importante como Méjico, está destinada en el orden de los sucesos humanos a llenar un hueco en la comunidad de las naciones y continuar el nombre de la que le dio el ser; así como en el orden de la naturaleza el hijo está llamado a ocupar [35] el lugar del padre, y añadir un eslabón mas a la cadena de los seres. Hay en el gobierno de una colonia lejana cierta cosa que choca, un obstáculo que se aumenta por grados a medida que la colonia crece y se hace mas poderosa, hasta que llega un día en que la sorda lima de la corrupción, si no otra causa violenta, gasta en fin los débiles anillos que la mantenían ligada, y la unión desaparece entonces y la colonia se hace nación. Sabíamos esto nosotros, y veíamos en la corrupción creciente el nuncio fatal de la emancipación de las colonias: un espíritu generoso de liberalismo abogaba además dentro de nuestra propia conciencia por la independencia de la América; todo en fin anunciaba que el espíritu público se iba madurando para la adopción de esta gran medida. Un español de gran renombre por su conocimiento de la política y del mundo y por su patriotismo, se había atrevido a proponerla a Carlos III, cuyos oídos en tan mala hora se habían abierto a una bien fatal política colonial: esa medida adoptada entonces, cuando la autoridad de la metrópoli se conservaba entera y su poderío era tan grande, habría hecho la suerte de España y América, y ahorrado al mundo mas de una catástrofe. [36] Pasada aquella ocasión brillante aún era tiempo de hacer algo, y con efecto se habría conseguido no poco; pero en vez de esto se agolparon tumultuariamente los hechos, y, cual de ordinario acontece, arrastraron en pos suyo la política; política ciega y fatal en que para nada figura la previsión humana, y en que la dicha de las naciones se juega contra mil y mil eventualidades. Tócame ahora el triste papel de notar estos hechos mas principales y de caracterizar su tendencia.

Había ante todo una predisposición a la independencia en el odio que separaba al gachupín del criollo. Es de notar que este odio vivía en toda su fuerza en el pecho del hijo del español, a quien se le antojaba que su padre, porque vestía chaqueta, se afanaba en labrarle una fortuna y venía de un origen humilde era un ser indigno de él, de su cuna de plata y maneras de señor, así envolvía en un odio común al español que se iba y al que venía, al rico y al desvalido, al que gobernaba y al que trabajaba; viendo en todos siempre al aborrecible extranjero que acudía a chupar la sustancia de su privilegiado suelo. Ese odio iba decreciendo según que la generación se apartaba de la cepa de la península, y no era [37] extraño entonces verle convertido en adhesión entusiasta, como de ello se vieron mil heroicos ejemplos en la lucha de la independencia, hasta que por fin desaparecía en las castas, que si no nos querían mucho, como no tenían pretensiones tampoco nos aborrecían, y en los indios, que si nunca nos perdonaron la conquista, aceptaron no obstante nuestra superioridad, tan templada por la ley y por la religión.

Nutríase el odio del criollo, ya de las consideraciones apuntadas, ya de la fortuna que de ordinario coronaba las empresas del español, ya del consiguiente ascendiente de que gozaba en aquella sociedad, ya en fin de la parte activa que tomaba en el gobierno. Este odio, si no era justificable en moral, tenía cuando menos una explicación cómoda en la miserable condición humana. Como quiera que sea, se cuidaba muy poco de esa hostil disposición el español, seguro como se hallaba de su superioridad; y acaso añadía leña al fuego esa misma indiferencia altiva con que marchaba tranquilo en pos de su destino, esa orgullosa generosidad con que devolvía bien por mal.

En cuanto a los empleos, la política de España fue mantener siempre en fiel la balanza de su distribución entre europeos y [38] americanos; llegando acaso su generosidad hasta confiar a los segundos mandos superiores en América, no sin derogar empero las máximas capitales de su gobierno. Este tema, que tanto dio que declamar a los americanos, careció siempre de fundamento, no habiendo habido jamás metrópoli que haya llevado mas lejos en este punto su generosa despreocupación. La administración de Méjico estaba animada antes de la independencia de un espíritu general de probidad e inteligencia. Hoy nuestro gobierno no tiene por qué enorgullecerse de la administración de sus colonias, que se va haciendo proverbialmente incapaz e inmoral, y que si el favoritismo sigue y el espíritu de pandillaje en la provisión de los empleos, acabará con las colonias; pues si aún se sostienen ellas en nuestro poder a pesar de su material prosperidad, es porque hay un legado de gobierno que las administraciones pasadas nos han trasmitido, es porque aún dura allí un núcleo de buenos empleados que neutraliza el maligno influjo de esa otra nube de imberbes y voraces satélites que incesantemente, y cual si fuesen aves de rapiña, abaten su vuelo sobre aquella su legítima presa. Cuando las naciones doblan la cumbre donde por un [39] momento han respirado el aire de la fortuna y de la prosperidad para despeñarse por el opuesto declive de su decadencia, ponen un cuidado particular en rodearse del cortejo de leyes y de instituciones, en aparecer sabias a los ojos del mundo: la ciencia entonces las precede majestuosa en el camino de la tumba. Entre nosotros se habla mucho de Consejos de estado, de ministerio de Ultramar, de juntas y de sabios informes: yo le diría a nuestro gobierno: envía buenos empleados a tus colonias.

El odio aquel reventó en 1808 con motivo de la prisión del virrey Iturrigaray, y partió en dos campos la sociedad mejicana; sin embargo, el partido de la independencia no se reclutó hasta 1821, salvas contadas excepciones, sino de la hez de los criollos: lo mas granado de ellos estuvo hasta entonces de parte del rey, y contribuyó a la par de los españoles a domar la escandalosa rebelión. Hasta a las mismas masas ignorantes y ciegas tuvieron los caudillos de la revolución que embaucarlas con una falsa adhesión a Fernando, y que estimularlas por otra parte con el cebo del robo y de la matanza. Invocar el sagrado nombre de la religión para una obra tan infernal fue la hazaña del héroe de Dolores. ¿Qué esperar de una [40] empresa inaugurada bajo tan negros auspicios? ¿Qué de la causa del robo y del asesinato, capitaneada por un ministro del Señor en nombre de su sacrosanta ley y a la voz de viva nuestra Señora de Guadalupe y mueran los gachupines? América, América, ¿son de igual estofa todos tus decantados héroes?

Sin embargo, el cura Hidalgo era entonces la expresión genuina y salvaje de ese odio reconcentrado contra los gachupines, que fue en sus manos la palanca mas poderosa de rebelión; de ese odio que en Iguala había de tomar un elegante disfraz, para ostentarse luego con la fuerza de una convicción y de un sistema, y mas tarde prorrumpir con virulencia en la expulsión de los españoles.

Otra de las causas que de lejos minaron nuestra dominación en América fue la secularización de los beneficios curados; tortuoso camino en que entró el gobierno ya desde la extinción de los jesuitas. Las Ordenes religiosas estaban por dobles vínculos ligadas a la obediencia de la metrópoli, y su inmenso influjo se empleaba en mantener en el pueblo un espíritu de buena inteligencia y sumisión hacia el gobierno; mas ocupados los puestos importantes de la cura [41] de almas por individuos no disciplinados por ningún espíritu de cuerpo, y que por origen, ideas y hábitos estaban en mas cercano roce con el pueblo, el buen sentido de éste hubo de malearse, aunque no sin gran dificultad y artificio, y de extraviarse por sus pastores fuera de la trillada senda de la obediencia, tan luego como se presentó ocasión favorable. Así en Méjico el bajo clero fue el instigador y fautor eterno de la revolución, a la que armó, si no de doctrinas que no poseía, de odios y de venganzas que le dieron cuerpo, y la proveyó además de sus mas renombrados adalides.

En cuanto a las doctrinas, antes del año de 808 no habían penetrado en Méjico, salvo en contadas cabezas, las ideas volterianas de la revolución francesa y las mas filosóficas de la americana; mas a poco vióse abundantemente surtido el arsenal revolucionario, y todas las proclamas y proyectos que salían de él llevaban su sello característico. El principio de la soberanía nacional en ellos proclamado es el grito de guerra que ha conducido a los pueblos modernos al asalto del alcázar de la tiranía; pero no puede proporcionarles después de la victoria un centro de reunión, ni su genio destructor puede soplar en el cuerpo social ese [42] aliento de vida, o depositar en su seno ese germen de organización sin el cual no existen las naciones. Los mejicanos, que vieron que el principio de la soberanía obraba prodigios cuando se trataba de disolver los vínculos de la obediencia y divorciar al pueblo del gobierno, le creyeron igualmente maravilloso para organizar, y se abandonaron indiscretamente a él después de haber conquistado su independencia: un amargo desengaño ha venido a hacerles conocer que no se violan impunemente las leyes sobre que plugo a Dios asentar el orden de la sociedad humana, y que hay momentos en que la victoria puede ser uno de los mas crueles azotes con que castigue la divina Providencia las demasías de un pueblo.

Nosotros tuvimos buen cuidado de dar a Méjico este bautismo liberal y de iniciarle en la carrera de la revolución. Nuestra tribuna y nuestra imprenta en la primera época constitucional le sirvieron de un excelente aprendizaje teórico-práctico con el ejercicio de la constitución, en tan mal hora importada en América. Las ideas liberales se recibían allí con un favor casi universal: asociadas a la heroica lucha de la independencia y ricas de porvenir, contaban con mil [43] prosélitos entre los españoles, y los naturales a su vez las recibían sin reserva por la gran mano que desde luego daban a las colonias en el gobierno y anchísima puerta que abrían a sus ulteriores pretensiones: no les engañaba en ello su seguro instinto de independencia. El ejército expedicionario enviado por las Cortes fue una oficina ambulante de liberalismo, hasta que llegase el día, que no tardó, en que había de hacer la independencia.

Pero al propio tiempo había allí una cierta porción de hombres públicos y privados empapados en el espíritu del antiguo sistema colonial, que por instinto rechazaban la invasión de las ideas liberales, para cuya recepción en manera alguna conceptuaban preparados los ánimos, y que preveían iba a dar por el pie al árbol frondoso de la dominación marítima de España. La famosa exposición del consulado de Méjico a las Cortes sobre el particular puede considerarse como la expresión, bien que exagerada, de esta reacción del espíritu colonial contra la acción turbulenta de las recientes teorías de gobierno.

El apoyo físico y moral de los extranjeros merece también contarse entre las causas de la independencia. Ya desde el [44] principio emisarios ingleses y franceses sondeaban los ánimos y contribuían a debilitar el vínculo colonial. La revolución americana contaba con un favor inmenso en el mundo, ansioso como se hallaba de grandes acontecimientos y deslumbrado por la prodigiosa fortuna de los Estados-Unidos. El barón de Humboldt había abierto sobre América los ojos de Europa, que grandemente se conmovió del hallazgo de este tesoro escondido, y se irritó de verle en las estúpidas manos de esta nación de frailes, la España. Su adulación hizo concebir a América ideas de sí misma, que en manera alguna ha justificado el ulterior ensayo hecho de sus fuerzas. Nueva en la vida y ya aclamada universalmente, creyóse en su necio desvarío llamada a reformar los destinos del mundo y abrir una era a la política y al comercio. Efectivamente está llamada a ejercer este inmenso influjo por su terreno y posición, pero no será sino cuando salga de las imbéciles manos que ahora la gobiernan, o mas propiamente, que ahora la tiranizan. De todos modos la impaciencia de Europa produjo la impaciencia de América, y que se precipitase en ese abismo sin fondo de las revoluciones, de que no sabemos cuándo saldrá.

La Inglaterra sobre todo en su [45] desapoderado mercantilismo se mecía en dorados sueños de prosperidad tan luego como le fuera dado entronizar sus máquinas y capitales en aquel suelo privilegiado, por cuyas entrañas veía su ojo avariento con estremecimiento de placer trascurrir raudales de oro y plata, que en lo sucesivo habían de venir a desembocar sin rodeos en el espacioso golfo de sus cofres, menos capaz aún que su codicia. Así que, no bien la revolución mejicana dio seguridades de entrar en el camino de la libertad, cuando por despique de las derrotas de su política en Europa, y en realidad fiel a la política mercantil de su nación y al odio sagrado votado por ella a nuestra dominación americana, el presuntuoso Canning llamó a la vida a todo un mundo, cuya actividad y liberalismo contraponer a la inercia y tortuosos giros del antiguo. No sabia el gran político que a lo que la magia de su palabra llamaba a ese nuevo mundo no era a la vida ordenada de la libertad, sino a la fiebre, a la pesadilla eterna de las revoluciones; y que lo que a sus avaros compatriotas preparaba era una larga serie de crueles desengaños. Así la Providencia se complace en anular los fallos arrogantes de la soberbia humana, y en enseñarnos que no es el mas [46] corto el camino que señala la impaciencia para nuestros fines, y que a la felicidad no se llega por atajos, salvo por el ancho, sino muy trillado camino de la probidad y del trabajo.

Todas estas causas necesitaban de un momento propicio de acción, y la fortuna se le ofreció a Méjico en la desorganización del poder de la metrópoli, debida mas que al choque de las bayonetas francesas al disolvente de la libertad, tan mal comprendida entre nosotros. No bien el eco del Dos de Mayo y del levantamiento de España resonó en Méjico, cuando Méjico quiso también levantarse y tener su junta, esperando en esta actitud imponente los acontecimientos con capa de conservar para Fernando tan rica y codiciada posesión. El partido español, hasta allí omnipotente, vio de una sola mirada las últimas consecuencias de este atrevido paso, y fiel a sus patrióticos impulsos, si no excesivamente prudente, determinó atajar al mal sus avenidas y ahogarle en su misma cuna. La ruidosa prisión del virrey fue la inmediata catástrofe de esta singular comedia, que preludia al drama sangriento de la revolución. Las dos fuerzas beligerantes viéronse por la vez primera en presencia; y si bien cupo la suerte del vencimiento [47] y de los calabozos al partido independiente, el español dióse a sí mismo con insensata mano la primera y mas profunda de sus heridas, porque acababa de destruir el prestigio de trescientos años, y la autoridad no podía ya hacerse respetar sino armada de puntas de acero y de bocas de bronce. Sin embargo, a la altura a que habían llegado los sucesos no sé cuál otro partido quedase que tomar para asegurar la dependencia colonial de Méjico.

Dos años después el grito de Dolores vino a encender el fuego del combate, y a someter a la ciega decisión de las armas una causa no ventilada aún ante el tribunal de la razón y de la conveniencia; mas hubo de comenzar la pelea bajo tan negros auspicios, que los hombres honrados y pudientes del partido independiente se mantuvieron neutrales, o se inclinaron del lado del gobierno para ayudarle a restablecer el orden comprometido de una manera tan brutal. No es mi ánimo engolfarme en los detalles de esta lucha cruel, sobre cuyo negro fondo resaltan con divina luz algunos rasgos de heroicidad y de entusiasmo. Entre ellos figura prominente la conducta sublime del general Bravo, uno de los caudillos de la revolución, quien al recibir la nueva de haber [48] sido fusilado su padre por insurgente, puso en libertad a trescientos prisioneros. ¡Honor eterno al héroe de la humanidad! Los españoles, cuando cayó en sus manos, respetaron en él tan subido temple de alma.

Los realistas por su parte, ya españoles ya mejicanos, acudían generosos con sus personas y dinero a defender la causa del gobierno; y tales ejemplos ofrecieron de desprendimiento y de valor en esta lucha sangrienta, que pudieran honrar los buenos tiempos de Grecia y de Roma: la historia les hará justicia, y se la hará muy especialmente a un gobierno que, sin nuevos recursos fuera de los que dentro de casa se le ofrecían, sin gravar al erario mas que con insignificantes partidas, sin socorros de fuera, porque los escasos que de la metrópoli se le enviaron mas eran de temerse que de agradecerse, desplegó una fuerza militar de ochenta mil hombres, y logró en fin apaciguar una tempestad que tan brava había comenzado, y en tan graves conflictos había puesto a aquella sociedad.

Mientras la guerra andaba fiera entre los dos campos y se cebaba cruel en las vidas y las haciendas de tantos infelices inocentes, armas de otro temple se cruzaban en la contienda; y los dos partidos, celosos cada cual [49] de su justicia, la defendían con manifiestos, con proclamas y discursos, y recíprocamente se lanzaban las mas furibundas acriminaciones. Plantear la imprenta libre, como hicieron en las dos épocas nuestros constitucionales, en medio de una sociedad así agitada, era no ya tan solo errar sino desatinar de una manera incomprensible; era dar pábulo a la hoguera que consumía a América, y suministrarle una arma poderosa de que ella se sirvió con infinita astucia en ambos lados del Atlántico para labrar su independencia.

No recorreré tampoco los pormenores de esa guerra de folletos: solo analizaré someramente dos producciones las mas notables de aquella época, que reproducen fielmente las pasiones que la conmovían, y reasumen los argumentos en que cada partido pretendía apoyar su causa.

Es hermosa de pelearse la causa de la independencia y libertad de las naciones, pero en su día; que no todos son buenos para el combate. ¡Qué espectáculo tan magnífico no ofrece al mundo la lucha de la independencia de las colonias inglesas en América, en que a vueltas de grandes victorias se ve brillar la cordura de los jefes en estos sentidos términos: [50] “Nosotros imploramos devotamente la piedad de Dios para que nos proteja en este conflicto, haciendo que nuestros contrarios se inclinen a una reconciliación equitativa!” ¡Cuan grandioso cuadro el del levantamiento de España, en que la fuerza y el derecho se abrazan cuerpo a cuerpo sobre esta arena de campeones y de lides inmortales, y dan un momento al universo el espectáculo de una lucha de gigantes, hasta que plugo a Dios acordarse de que gobierna el mundo, y que era ya tiempo de advertirle que no en vano llevan sus manos omnipotentes las riendas de este gobierno!

Causas semejantes están seguras de hallar pechos y cabezas que las defiendan con heroísmo e inteligencia; mas nada hay de noble, ni de grande, ni de justificado en el genio de la revolución mejicana, que es por cierto bien digna del patrono que la vindica en el manifiesto que en 1815 dio el supremo Congreso mejicano a todas las naciones.

En él se toma el hilo de la independencia mejicana desde la disolución de la monarquía en el año de 8, y su sustitución por mil gobiernos tumultuarios en representación de un rey destronado y cautivo, y se la apoya en los derechos de los indígenas o [51] de la América sojuzgada por el monarca español hasta 1810; se anatematiza la tiranía de los trescientos años con las frases en voga de la ferocidad de nuestros conquistadores, de la mas desenfrenada arbitrariedad, de la marca afrentosa de colonos, &c, &c.; se encomia la conducta del virrey Iturrigaray, víctima de una facción despechada que sembró todos los horrores de la tiranía; se cita la liberalidad de la Junta central, que los elevó del abatimiento de colonos a la esfera de ciudadanos, pero que sin embargo de sus promesas no varió las instituciones anteriores; se insiste en la pertinacia de las Cortes en negarse a las vigorosas reclamaciones de nuestros diputados, para sostener las cuales levantamos en Dolores el grito de independencia; se encarecen los esfuerzos posteriores de los mejicanos para lograr una avenencia, y las víctimas inocentes sacrificadas por la soldadesca española, y se concluye con esta invocación que da idea del estilo, conocida ya la trama de argumentos sobre que se extiende el manifiesto. “¡Naciones ilustres que pobláis el globo dignamente, porque con vuestras virtudes filantrópicas habéis acertado a llenar los fines de la sociedad y de la institución de los gobiernos, llevad a bien que la América mejicana se [52] atreva a ocupar el último lugar en vuestro sublime rango, y que guiada por vuestra sabiduría y vuestros ejemplos llegue a merecer los timbres de la libertad!”

A este ultimátum de la revolución contestó por el órgano del virrey Calleja el superior gobierno de Nueva-España con otro manifiesto a las naciones, a quienes por unos y por otros se traía a vueltas en este singular litigio. Se contesta que es extraordinaria su pretensión de representar a Méjico, y se marcan el origen y carácter de la revolución así como de sus jefes; que no quedó disuelta la monarquía el año de 808 por las renuncias de Bayona, habiendo antes bien el espíritu nacional acogido el espirante principio monárquico y reanimádole con su entusiasmo en las juntas y gobierno central que les sucedió; que es ridícula en boca de los hijos de los conquistadores la especie de los derechos de la raza conquistada; que no hubo tiranía en los trescientos años, sino muy entendido y paternal gobierno, a cuya sombra vivió dichosa la América; que jamás España la trató de colonia, sino de porción integrante de su imperio, dando a sus hijos los mismos derechos que a los peninsulares; que hubo cuando menos una grande imprudencia en el paso del [53] virrey Iturrigaray, haciéndose la historia de aquellos sucesos, y que la facción despechada que le derribó no la componían sino los hombres mas prudentes y virtuosos de Méjico; que era mala correspondencia a las liberalidades de la Junta central la conducta de la rebelión, y sobre todo un singular medio de apoyar las reclamaciones de los diputados el haber dado el grito de independencia en Dolores, prescindiendo de que semejantes reclamaciones no existían; que los bandidos habían sido ellos, y por eso se había alzado la sociedad para su exterminio. Todo se apoya con hechos y fuerte raciocinio, y se concluye también con esta perorata: “Naciones de la tierra, recordad que la España a costa de su valor y su sangre echó los fundamentos de la libertad moderna de la Europa; que barrenó la primera el trono de bronce donde se sentaba el tirano de todos los pueblos; que honrada y pundonorosa ha mantenido fielmente sus contratos y satisfecho sus palabras; que ni sus armas ni su política han ofendido a ningún Estado; que exenta de ambición y de solicitudes ostentosas se limita a reproducir su antigua felicidad y a conservar lo que le pertenece. Recordadlo pues, y fijando luego vuestra vista sobre el virtuoso [54] soberano que ocupa su solio, decidid si merece que ni por un momento atendáis las injustas y gigantescas pretensiones de una gavilla de facinerosos, traidores y rebeldes, que intentan deshonraros intentando igualarse con vosotros.”

La lucha comenzada bajo tan negros auspicios tocaba ya a su fin. Primero se había empleado para conseguirlo la severidad, mas tarde la blandura; pero he aquí que de repente aparece triunfante la revolución, habiendo esta vez echado profundas raíces en el gobierno, desde donde partió irresistible para enseñorearse de la sociedad.

Las personas mas notables del país se habían señalado en la guerra por sus servicios al gobierno, ya personales ya pecuniarios, y entre los militares descollaba Itúrbide, azote de la insurrección, combatiendo con heroísmo contra la cual había ganado el alto rango que ocupaba en la milicia. En él puso la mira el virrey penúltimo de los que mandaron en Méjico, que tanta gloria había alcanzado en la pacificación de Nueva-España, para dar cima a sus planes de inacción contra el régimen liberal que acababa de reinstaurarse en la metrópoli, y con el santo fin, se añade, de asegurar a Fernando una brillante retirada. [55] Itúrbide hubo de aprovechar la coyuntura que la suerte le proporcionaba de labrar la independencia de su patria, y poniéndose de acuerdo con algunos jefes del ejército dio el grito de Iguala, en que el pensamiento dominante de la emancipación se vestía de varios colores para que cada uno pudiese descubrir en él la fácil expresión del suyo. Tres garantías se establecían principalmente; la de la conservación de la religión católica, apostólica, romana; la de la independencia bajo una monarquía borbónica; y la de la unión íntima entre americanos y europeos: todas tres seducían grandemente los ánimos, ansiosos de un orden estable, y lisonjeaban los intereses y las mas legítimas esperanzas de aquella sociedad; mas singularmente la segunda deslumbró a los españoles y al ejército, y les hizo dar en el torpe lazo que les había tendido la astucia americana. Jamás Itúrbide ni los que le sucedieron en el mando se creyeron en lo mas mínimo ligados por aquel solemne compromiso, que públicamente llegó a confesarse por el gobierno había sido un medio artificioso empleado en aquellas circunstancias para suavizar las resistencias y arribar al anhelado término de la independencia: he aquí pues un malísimo principio del nuevo orden de cosas, [56] un engaño como punto de partida del reinado de la libertad y de la independencia.

La opinión pública acogió con entusiasmo el astuto plan: la revolución se presentaba ya con bastón y peluca; pero no era fácil vencer por solo un engaño a un partido omnipotente la víspera. Vuelto en sí de la sorpresa y conocido el carácter de la revolución, este partido estuvo para ahogarla en su cuna; mas vino en su ayuda segunda y mas agravante defección de otra parte del ejército y su jefe, e Itúrbide que se aprestaba a huir a uña de caballo, pudo desde Querétaro tomar el camino triunfal de Méjico.

Desorganizado como por encanto el partido español, cual acontece con un ejército florido cuando la traición le desmoraliza y dispersa, sobraban todavía los elementos, pero faltaba el centro donde debían venir a reunirse. No escaseaban los soldados virtuosos ni los patriotas desinteresados con que de pronto contener el torrente y aguardar mejores días; mas faltaba dirección, y entretanto la traición alcanzaba a la traición, y todo conspiraba al engrandecimiento del nuevo poder. El nuevo virrey pisó en esto las playas de Veracruz, bastante a tiempo para firmar en Córdoba su ignominia y la [57] del gobierno cuya voz tomaba. La intriga de la independencia, conducida en Madrid por Ramos Arispe y sus colegas de diputación, le había elevado a aquel alto puesto para vender de una manera infame los intereses y el honor de su nación.

La historia calificará la conducta cuando menos imprudente del jefe de una colonia importante, que a dos mil leguas de la metrópoli se atreve a fraguar una contrarrevolución al frente de un enemigo astuto, pronto a utilizar el menor descuido: ella será aún mas severa con un ejército y unos jefes que se creen con el derecho de interpretar sus deberes y de trasportar su afección y obediencia a objetos distintos de aquellos que juraron defender con su sangre, y será su sanción en este punto un nuevo peso añadido a la máxima de que toda intervención en los negocios públicos debe ser vedada a la fuerza armada, no habiendo nunca los ejércitos arrogádose el derecho de deliberar sobre ellos sin imponer la infame servidumbre de la espada a las naciones que tuvieron la debilidad o la desgracia de consentirlo. En fin, la historia hará una mención de ese alto clero de conciencia elástica, que en odio de la libertad tomó una parte tan principal en la contrarrevolución, [58] y de esos ricos comerciantes españoles, que franquearon al héroe de Iguala sus tesoros para ayudarle a salir airoso de su empresa.

No es este un grito de dolor arrancado al sentimiento de tamaña pérdida: naufragaran mil veces las colonias si el honor nacional se hubiera salvado, si se hubiese respetado un poco mas la moral, si hubiera habido menos venalidad, menos lujo de debilidad y de bajeza, mas virtud. Demasiado visible estaba que ya no podíamos por mucho tiempo soportar el peso de las colonias; y que en la hora de la desgracia, desorganizada España, sin ejército, sin marina, sin erario, era preciso ante todo aliviarla de ese formidable peso; así como cuando la ola de la tempestad ruge en el costado de la nave y amaga sumergirla, se hace indispensable barrer la cubierta de toda sobrecarga, y arrojar al mar hasta los fardos y objetos mas preciosos.

Las Cortes pudieran haber dado otra importancia a este grave asunto, y no contentarse a la postre con enviar emisarios que explorasen el terreno, cuando ya se había perdido tanto tiempo precioso, y los sucesos, agolpándose con precipitación, habían hecho perder de vista el punto de [59] partida de la revolución. Su política jamás estuvo a la altura de los sucesos: o retener las Américas con mano fuerte escatimándoles o mejor negándoles la libertad, y modificando el sistema colonial en el sentido de la administración de Carlos III, o de una vez emanciparlas asegurando a la metrópoli en ellas un honroso cuanto útil protectorado; pero soltar por una parte la mano en la concesión de derechos políticos que solo sirvieron de irritar su apetito de independencia, y por otra pretender que todo continuase bajo el antiguo pie, era exigir que el magnífico navío del nuevo mundo, dadas sus velas al viento de la libertad, guardase el compás de la chalupa de la península en el revuelto mar de la política. En 1810 había dicho Abad y Queipo a la Junta central: “Ya no pueden conservarse las colonias por las máximas de Felipe II,” y proponía saludables reformas; pero poco antes la había advertido de un escollo terrible en este punto, y conjurádola a que evitase las complicaciones de la libertad con estas notables palabras: “Las novedades de gobierno son en extremo peligrosas en tiempos de agitación… No renuncie V. M. la gloria de salvar la patria y darla a su tiempo la constitución de que es digna.” Este prudente consejo [60] dirigido a la política interior, tenía doble fuerza aplicado a la política colonial de España, como bien tristemente lo ha acreditado después el tiempo.

La estrella de Itúrbide tocaba por entonces a su ocaso. El clero y el ejército hubieron menester un ídolo, y le improvisaron; mas vióse al punto que la comedia no pegaba, y el protagonista, cubierto aún de púrpura, deshizo la tormenta retirándose con mil escusas de la escena, no sin reservarse para mejor coyuntura. No se forja tan fácilmente una dinastía, sobre todo si hay que acoplarla con un orden social minado por la revolución; mucho menos se improvisa una monarquía. Itúrbide se hizo ilusión sobre sus medios, y entontecido por la lisonja se precipitó, sin acreditar aquella noble y grande ambición que sabe aguardar su día después de haberse enlazado con los destinos de la patria. La guerra de la independencia había mostrado de bulto su prudencia y su valor; la política le había encontrado flexible y artero, pero no bastante ambicioso; todos le dan interesante figura y maneras seductoras. Cayó pues herido del grito popular que acababa de ensalzarle, y por el instrumento de ese mismo ejército que le había alzado al solio, y cuyos jefes ahora [61] descontentos (españoles aún) daban la popa de su ambición al nuevo viento que comenzaba a dominar en el ya agitado mar de la política.

La fiebre de la libertad empieza: los hombres de estado de Méjico creen buenamente que la educación política de un pueblo puede forzarse con artículos de periódicos, y los escriben en abundancia: su penetración descubre y analiza en el instante los elementos de la sociedad humana, sorpréndela en su cuna, la sigue en su desarrollo y la descifra en su estado actual; hallan la naturaleza del poder, y en este hallazgo encuentran armas con que combatir a todos los tiranos y aun pulverizarlos, sin que de esta dura flagelación se exima la triste España, que en tan menguada hora dirigió las proas de sus naves hacia aquellas hasta allí floridas y dichosas playas para someter a su bárbaro despotismo a aquellos desnudos e inocentes indios, tan adelantados en todas las artes de la civilización, y luego tener la inconcebible audacia de dominar por trescientos años con tan despótica dominación aquel suelo virgen, y de chupar los tesoros que sus entrañas escondían. Mas he aquí que en medio del desorden en que ven envuelto el mundo hallan un lugar de [62] él donde dulcemente reposar su fatigada vista; pues allí todo es virtud, dicha, buena fe y particularmente libertad. No había que titubear en la elección, pues en el caso de elegir se estaba entre todas las formas conocidas de gobierno, desde la que se practica en el serrallo de Constantinopla hasta la que rige en el capitolio de Washington. Así pues quedó acordado que habría Estados-Unidos mejicanos, un presidente, congreso general y particulares, corte suprema de justicia coronando la jurisdicción común y administrativa y aun la política, imprenta libre para decir cuanto lisonjease a los oídos mejicanos, jurado, gobernadores y prefectos; en fin, cuanto puede satisfacer la imaginación mas antojadiza y difícil en materia de instituciones.

Pero como no era razonable que todo se copiase donde se aspiraba a la originalidad, y se creía haber descubierto los principios de la ciencia política, se hicieron dos enmiendas importantes a la Constitución del Norte, con las que la mejicana se dio como la obra mas acabada que hubiese salido jamás de una oficina de constituciones; todo con el santo fin de acomodar aquellas extranjeras instituciones al genio, a la índole y estado social de los mejicanos. La primera [63] fue que no habría mas que una sola religión, la católica, apostólica, romana, poniéndose en consecuencia las trabas oportunas a la admisión y naturalización de extranjeros para que la república no se llenase de herejes; las rentas y el fuero de los eclesiásticos quedaban en consecuencia garantidos, así como los conventos. La segunda fue que, pues se iba a entrar en un régimen legal de ciudadanía y patriotismo, habría un ejército permanente, que a cada cual hiciese entender su deber con la punta de la bayoneta, en el que se pudiese gastar algo de tanto dinero como Méjico producía, y mediante el cual se sostuviese con creces ese espíritu belicoso tan característico de los mejicanos, y que tanta falta hace en una república federal.

Bajo tan brillantes auspicios se inauguró la era de la libertad en Méjico, y comenzó a funcionar la complicada máquina del gobierno federal. Cuánta inteligencia de combinación y tacto de ejecución se necesite para obtener de ella regulares resultados, cuan grande instinto de legalidad en las masas para no turbar sus movimientos, cuánto patriotismo en todos para contenerse allí donde la ley no alcanza, y suplir sus defectos y neutralizar sus errores, [64] no hay para qué ponderarlo. Lo pasmoso es que los mejicanos al salir del despotismo virreinal, que ninguna parte les había dejado en la dirección de los negocios, tuviesen serenidad bastante para apechugar con las dificultades de la forma de gobierno mas delicada y sabia que se conoce, ante la cual titubearon dos años los norte-americanos como para penetrar toda la profundidad del compromiso antes de contraerle, y eso que por su carácter y hábitos públicos parecían destinados a ensayar aquella nueva forma de organización política.

Como quiera que sea, la Constitución federal se hizo, y cada estado fue haciendo la suya, y el país entero pareció transformarse al contacto de una vara mágica, de que brotaban como de la nada las Constituciones, las leyes innumerables, las reformas de todas clases, los presidentes y gobernadores, los diputados y senadores por centenas, los ministros, los diplomáticos, los ejércitos y las armadas. ¡Deslumbradora fantasmagoría, que tan pronto debía de hacer lugar a la dura e inflexible realidad de las necesidades sociales desatendidas!

La primera de estas necesidades es la del orden, que es el principio de la autoridad en acción, acatado en el pleno ejercicio [65] de sus sagradas funciones; mas la autoridad que regía los destinos de la sociedad no reconocía en aquel sistema de gobierno un centro fijo. Eranlo en el papel las asambleas, a cuyo poder irresistible ningún dique efectivo se oponía en el artificio constitucional; mas de hecho el verdadero poder gobernante, o mejor dicho disolvente, de aquella sociedad era el club, de donde partía a desolarla la lava de las mas villanas pasiones, atizadas por la mano de un ministro de los Estados-Unidos, de odiosa memoria en Méjico, que parecía ostensiblemente aspirar a una disolución social.

La federación no existía mas que de nombre: cada estado hacia su voluntad, o mas bien, obedecía a la de una docena de mandarines afiliados; habiendo alguno, como el de Guanajuato, logrado escapar en parte a esta epidemia anárquica, y echar la semilla de algunas útiles reformas. Ni podía lógicamente suceder de otro modo en medio de una dislocación tan grande, ni el edificio del gobierno asentarse sobre un terreno partido en mil pedazos por la mina de la revolución. El club era allí la única oficina posible de gobierno: el antiguo club liberal, organizado por el ejército expedicionario, continuaba con el nombre de [66] rito de Escocia dirigiendo la revolución, y en el tenían que afiliarse los hombres de talento y de orden para influir de alguna manera en los destinos de la sociedad; pero frente por frente de sus logias se alzaron las de York, organizadas por Poinsett, que acabaron por invadirlo todo y llenar de escándalos y de devastación aquella triste sociedad: la expulsión de los españoles fue su obra favorita.

Iba pues subiendo el termómetro político, cuando la conspiración del P. Arenas vino a dar cuerpo a las sombras de conspiración evocadas por el genio del mal para la terrificación de aquella sociedad y recrudecimiento de sus profundos males; y no hay que extrañar que tuviesen algún fundamento esos rumores, pues el gobierno de Fernando hizo cuanto puede hacerse en la línea de la incapacidad para apretar el dogal al cuello de los tristes españoles de Méjico, después de haberlos dejado cobardemente en la estacada, ya abandonando el castillo de Ulua por la criminal apatía de las autoridades de la Habana en mantener relaciones con él, ya organizando la estrafalaria expedición de Barradas, para la que no faltaron fondos en la Habana, pues que su final resultado tenía que ser [67] la consolidación de la independencia mejicana.

De todos modos, el tal padre con muy pocas ceremonias fue llevado al patíbulo, y tras él siguió el mismo lúgubre camino un general español, y el del destierro y la ignominia otros dos, primeros figurantes en el drama de la revolución, cuya desgracia detiene en este punto mi pluma.

Pero lo que es infinitamente mas sensible, tras de estas víctimas mas o menos culpadas siguieron millares de otras inocentes; siguieron los españoles en masa y sus desoladas familias que tuvieron que ir a comer el pan de lágrimas del destierro. Fue ese un día de llanto para aquella trabajada sociedad, de la cual no podía arrancarse de cuajo al español sin arrancar un pedazo de sus entrañas, identificado como se hallaba con ella por un trabajo social de trescientos años. La naturaleza y la humanidad no podrán recordarle sin horror, porque ese día presenció actos de una inmoralidad espantosa, cuyos rasgos se resiste a trazar la pluma; pero ya que en la ley y en la sangre no encontrase asilo la humanidad, encontróle segurísimo en los brazos de la esposa y en el seno de la amistad. La voz de muchos distinguidos mejicanos se alzó también [68] elocuente dentro y fuera del parlamento para defender con heroísmo una causa perdida de antemano, por la cual sin embargo abogaban mil consideraciones de dignidad nacional y de conveniencia política.

Los insensatos agitadores no sabían que se vengaban en sí mismos, o mejor dicho, en la sociedad cuya voz falsamente tomaban; porque aquel día marcó para ella una era de desgracias públicas y privadas, que todas han ido eslabonándose y acreciendo hasta traer a la república a dos dedos del abismo. Los capitales emigraron entonces, y España ni aun tuvo el talento de atraerlos: con ellos emigró también porción de hombres inteligentes y laboriosos, y los extranjeros que tanta parte habían tomado en su expulsión con la mira de reemplazarlos se quedaron efectivamente sin competidores, pero también sin unos vigorosos auxiliares de la producción, que en lo sucesivo se resintió siempre de este golpe fatal. El crédito de las instituciones recibió entonces una herida profunda.

La asonada de la Acordada y el saqueo del Parián fue uno de los episodios de este drama vergonzoso; y por cierto que habiendo sido los españoles el blanco de las iras [69] populares, y de otras iras no tan populares de las que se aplacan con cierto específico, es extraño que no hayan obtenido ninguna reparación, cuando los franceses que poco, si algo, perdieron allí, han engrosado su famosa lista de reclamaciones con buenos ítem del Parián.

La intentona de Barradas vino poco después a poner el sello a los desaciertos del gobierno español, que logró con este deplorable alarde de fuerza robustecer dentro y fuera la revolución mejicana, y comprometer gravemente la suerte de los españoles que allí quedaban. La estupidez fabulosa del jefe de la expedición ofreció un triunfo fácil, no a las armas de Méjico, sino a las arterias del que las mandaba; y no fue parte bastante para impedir que brillasen en todo su esplendor la bizarría y el patriotismo de aquel puñado de héroes, que diezmados por la fatiga, por la guerra, y mas que todo por un clima devorador, todavía esparcieron hasta el fin entre sus enemigos el terror de su nombre, y cuanto de ellos dependía dejaron bien parado el nombre de España en aquella tierra clásica para ella de honor.

En medio del incienso de la victoria el reinado de los patriotas tocaba por entonces a su fin, porque también sus demasías [70] iban colmando la medida del sufrimiento, y despertando por donde quiera un espíritu de reacción por parte del buen sentido de la nación. Expresión de esta reacción, y de una vuelta mas o menos sincera hacia ideas o hábitos de orden, fue el famoso plan de Jalapa, cuyo grito fue secundado en toda la república. El general Bustamante, que resultó a la cabeza del gobierno, tuvo el tino de rodearse de un ministerio hábil bajo la presidencia del Sr. Alamán, y la república pareció entrar de lleno en las vías de un verdadero gobierno. Promovió en consecuencia esta administración una vivísima oposición por parte de los patriotas, que subió de punto con la prisión y fusilamiento del expresidente Guerrero, antiguo jefe de la revolución, que había hecho armas contra la situación. Las circunstancias agravantes de su captura dejaron no poco en descubierto la moralidad del gobierno, que de este modo proporcionó nuevas armas a sus enemigos.

A los tres años de respiro, nuevo cambio de actores y decoraciones en la escena de la política. El plan de Zavaleta volvió en 1833 a entronizar a los patriotas con Santa Anna a su cabeza, y tornaron las medidas violentas y las proscripciones, los ataques al clero, los [71] planes de innovación y además el proceso de los ministros.

En fin Santa Anna se cansó a su vez de los patriotas, y un día se metió en el bolsillo las llaves del Congreso. No es mi ánimo ni entra en mi plan describir una porción de sucesos subalternos que se siguieron, ni asistir a los últimos momentos de la federación: cumple a mi propósito decir tan solo, que en 1836 un Congreso se ocupaba en Méjico de cambiar las bases de la Constitución. Los hombres llamados de orden venían esta vez armados de un sistema de gobierno minucioso y completo, por manera que parecía imposible que se escapase nada a la previsión del legislador. La república se hacia central, los estados pasaban a ser departamentos; la acción de los poderes públicos, la administración general y departamental, la administración de justicia, todo quedaba admirablemente definido en siete leyes divididas en porción de títulos y multitud de artículos. Los mejicanos no habrían adelantado mucho en el arte de gobernarse, pero en lo que no cabe duda es que habían hecho grandes progresos en el de hacer revoluciones y escribir constituciones.

El desencuadernamiento del gobierno [72] federal había sugerido a los publicistas de Méjico la feliz idea de centralizar el poder; pero solo lograron suprimir la vida de los departamentos. No contaron lo bastante con el elemento de la localidad, tan poderoso en un continente virgen, cortado por cordilleras y que se extiende por tantas zonas, o no hallaron el secreto de nutrir la vida general a expensas de la local, pero sin destruirla, antes bien robusteciéndola a la sombra de una razonable dependencia. Los federalistas a su vez lo habían concedido todo al terreno y nada o muy poco al hombre, sin cuidar por otro lado de estimular el desarrollo de este elemento moral para que figurara dignamente en la combinación, y también flaqueó esta de semejante vicio radical.

El gobierno español resolvió el problema a su manera y con bastante acierto por la naturaleza misma de los resortes que empleaba, y por haberse acomodado un poco mas al estado social de los pueblos que le estaban sometidos. La centralización la tuvo planteada tan en grande, que todos los hilos del gobierno de las Américas venían a recogerse en el Consejo de Indias. Aparte de este gran centro de vida política se daban otros subalternos, en que en primer [73] lugar se contaban los virreinatos, que a su vez dentro de su circunscripción daban cabida a otros centros de acción para mejor servir a las necesidades de lugar. Así el virreinato de Nueva-España comprendía la capitanía general de Yucatán y las comandancias de las provincias internas de oriente y occidente, que en muchos ramos se entendían directamente con la corte, lográndose así atender mas escrupulosamente a los intereses locales.

La naturaleza de los resortes empleados por aquel gobierno les permitía plegarse a las exigencias de localidad; porque esos resortes eran sencillísimos y de una admirable flexibilidad. Un comandante militar, un intendente, jueces y curas, tal era la máquina del gobierno español, la cual funcionaba bien por sencilla y por poco exigente, contentándose el poder con el mínimum de sacrificios a que puede reducirse un gobierno de hombres. Las nuevas máquinas de gobierno están por el contrario adaptadas a una sociabilidad mas desenvuelta, y son mas complicadas y gravosas. Paréceme con todo que Méjico ha ido demasiado lejos en este punto. Son veinte y cuatro los departamentos en que se halla dividida la nación, y sin contar las ruedas [74] innumerables del gobierno y de la administración central, he aquí las que constituyen la departamental: un comandante general, un gobernador, un jefe de rentas, cada uno con numerosas oficinas, diputación y ayuntamientos, prefectos y subprefectos, una audiencia con porción de jueces de primera instancia, jueces de distrito y de circuito. Todo esto en una nación de siete millones de habitantes, de los cuales los cinco no necesitan de mas gobierno que el de un cura y un alcalde.

Dos cosas han hecho falta en Méjico hasta aquí: un plan de gobierno calcado sobre las necesidades del terreno y de la sociedad, y hombres capaces de ponerle en juego. En todo extremo los hombres son la constitución viviente, y su falta no puede suplirse por leyes, si bien ellos pueden suplir la falta de estas, sobre todo en tiempos de revolución; pero en Méjico ha faltado el genio, y por lo que hace a la mediocridad, o es osada, turbulenta e inmoral, o pusilánime e incapaz de toda iniciativa. Nosotros no podemos echar fierros en el particular; porque nuestra revolución, semejante a las plantas que se espigan rápidamente, ha adolecido de la misma prodigiosa esterilidad. [75]

He dicho que la Constitución de 36 centralizó el poder: mas no se entienda que le creó fuerte y robusto, cual ha menester aquella sociedad, habiéndole antes bien enredado en un laberinto de trabas constitucionales y sometídole a una dependencia excesivamente servil. No parece sino que se trataba por los centralistas de cortar las uñas al león, luego limarle los dientes, y en fin cerrarle en jaula de hierro para que no dañase a nadie: los acontecimientos han probado después que no carecían absolutamente de previsión tales precauciones. Un pobre presidente electivo, durante los ocho años de su gobierno insular, tenía que habérselas con los caprichos de ambas cámaras y particularmente del Senado, aun en materias que parece debían entrar de lleno en los límites de la acción ejecutiva; tenía que entenderse con la corte suprema y la imprenta libre: y como si no bastase esta diaria crucifixión, se le hacía vigilar por un centinela de vista, el poder conservador, verdadero Pedro Recio de los poderes supremos en la custodia del arca santa de las libertades públicas.

Santa Anna, que no entendía de semejantes presidencias y jamás había respetado otra constitución que la de su capricho, [76] dejó a los sabios constituyentes discutir y hablar, y él, recogiendo cuantos soldados y dinero pudo haber a las manos, se encaminó a Tejas, adonde le llamaba el honor nacional, y donde pensaba afilar tanto la punta de su espada, que a su vuelta no hubiese constitución que no pudiese rasgar con ella, siquiera estuviese escrita en láminas de bronce. Mas dispúsolo de otro modo su negra estrella, haciéndole pasar bruscamente de la prosperidad a la desgracia, y de jefe de una república y de un ejército victorioso a habitante de un calabozo de Austin, de donde a duras penas, y con grandes sacrificios y compromisos, logró escapar con la vida.

Bustamante era el hombre que necesitaban los centralistas: era su presidente modelo, y a la presidencia volvió por segunda vez. Hombre honrado, pero sin cualidades de mando, entregó toda su confianza en manos de un ministerio compacto, como entonces se llamó, formado por el Sr. Cañedo, antiguo diputado a las Cortes de España: ministerio que carecía de las luces del de su primera administración, y que sobre mandar en circunstancias mas difíciles no fue mas dichoso que él.

Puesta en movimiento la pesada máquina del gobierno central, pareció apoderarse [77] un profundo sueño de la república, tan solo interrumpido por tal cual estampido de revolución que allá en apartados departamentos resonaba, pero que en manera alguna bastaba a alterar la calma estoica del señor presidente. Por lo demás síntomas de vida no se reconocían, ni en el comercio que allí es el barómetro del bienestar general, ni en el gobierno, que dejaba inculto el inmenso campo de la administración y de las mejoras de toda especie. ¡Cosa estupenda! Uno de los pretextos de la revolución fue la incuria del gobierno virreinal en promover los intereses de la sociedad, pues han pasado veinte y mas años por encima de la independencia, y a pesar de las mas magníficas promesas de felicidad, no se han abierto en la república dos varas de camino regular, y los antiguos se han ido desmoronando, como el famoso de Méjico a Veracruz, por el que solo atraviesan las diligencias a fuerza de osadía y de ingenio. El tribunal de la Acordada había limpiado de ladrones el virreinato y establecido en los caminos una paz octaviana; mas he aquí que estos caminos están hoy en día plagados de avechuchos, que ya no se contentan con ejercer su noble profesión en despoblado, sino que han llegado hasta robar la diligencia dentro de garitas en [78] Méjico y Puebla, y además viven sujetos a una elaborada constitución que corre impresa. Sin embargo, Santa Anna ha mandado construir un camino de hierro de ocho leguas desde Veracruz, que es empezar por el fin, y también ha hecho colgar no pocos ladrones de los árboles del camino; pero el mal tiene raíces muy hondas. El gran canal de desagüe de Huehuetoca, por falta de reparos oportunos se halla punto menos que inservible, con inminente riesgo de inundación para Méjico.

El gobierno del Sr. Bustamante no estaba pues cruzado de brazos por falta de tarea en un país donde casi todo está por hacer, donde las poblaciones se hallan separadas por desiertos y cordilleras, y no se conoce mas administración que la necesaria para exigir contribuciones.

Mas a falta de estímulo interior sobraron los exteriores, que no dejaron a aquel buen señor tomar una tan tranquila posesión de la silla presidencial como requería su carácter pacífico y conciliador. Entre ellos figura prominente la contienda con Francia. Fundábase ella en reclamaciones que esta potencia hacía por perjuicios que sus súbditos habían experimentado en el país por efecto de sus convulsiones políticas y [79] por la apatía u hostilidad de los tribunales. La respuesta era sencilla: “Yo gobierno no respondo de los daños causados por la revolución, así como no respondo de los que produce la fiebre amarilla. Vosotros franceses venís a un país que sabéis está en revolución, y habéis en consecuencia aceptado esta situación, y sus riesgos han entrado en el cálculo de vuestras especulaciones. Mas si a toda fuerza debo aceptar el principio de la indemnización, entre el reclamante y el reclamado debe mediar o una transacción o una tercera entidad que decida; convengámonos pues, o nombremos un tercero que nos arregle. En cuanto a la hostilidad de los tribunales y su apatía, medios legales tenéis de vencerlas, no pudiendo yo hacer humanamente en un sistema de división de poderes otra cosa que estimular al poder judicial, mas nunca admitir el recurso diplomático que queréis introducir entre nosotros.”

El contraalmirante Baudin, que había perdido un brazo en Aboukir, no entendía de semejantes sofisterías, y sus contestaciones en esta nueva querella entre el lobo y el cordero eran tan lógicas como perentorias: “O me pagáis seiscientos mil pesos en que mi gobierno en su alta sabiduría estima [80] los perjuicios, o me apodero de San Juan de Ulua. Además los franceses necesitan en Méjico del comercio de menudeo, y ellos le obtendrán. Con estas moderadas condiciones Méjico puede contar siempre con el apoyo inteligente y desinteresado del gobierno francés.” El mejicano no pasó por la primera parte del dilema, y el contraalmirante ejecutó la segunda.

El espíritu público suscitado con esta ocasión en Méjico fue inmenso: no parecía sino que toda la nación iba a caer en masa sobre Veracruz, según era el patrio fuego que vomitaban las proclamas y el organizar de los nutridos batallones de voluntarios. Los poetas se desataron a su vez; y como al embocar la bélica trompa el recuerdo de las glorias es lo primero que ocurre, no faltó de ellos quien sacase a relucir la alegoría del león hispano pisando los laureles de Austerliz, preso luego en las garras implacables del águila mejicana. Hasta el bello sexo hubo de entusiasmarse, y hubieron de palpitar sus contorneados pechos a impulsos del marcial coraje que rebosaba en ellos, descendiendo con este motivo a las tablas sus primeras notabilidades filarmónicas a soplar con hermosa boca el fuego que ya devoraba las entrañas del sexo fuerte. [81] Sus lindas manos pusiéronse a fabricar hilas noche y día, y con la ayuda en tales casos consiguiente, lograron hacer gruesas remesas de tan precioso artículo a Veracruz; siendo este el único resultado de tan grande efervescencia patriótica, amen de una suscripción que dio productos regulares, y en que, como de costumbre, las mas fuertes sumas estaban suscritas por españoles.

Por lo que a los franceses toca, en un momento se apoderaron de Ulua, se pasearon por Veracruz, obtuvieron sus seiscientos mil pesos, y orgullosos viraron tranquilamente la vuelta de Francia, adonde fueron a ostentar el canon tomado a Francisco I en Pavía, y a exaltar la susceptibilidad de los parisienses, que buenamente creyeron en la gloriosa jornada de Ulua. Mas antes de ajustar la paz hicieron sobre Veracruz una tentativa con el objeto de apoderarse de Santa Anna y Arista: éste cayó en sus manos, aquel escapó por las azoteas, y puesto al frente de alguna tropa cargó sobre los franceses que se retiraban, y tuvo la fortuna de perder una pierna en la refriega. Este lance pesado le abrió las puertas del templo de la fortuna, cerradas para él desde lo de San Jacinto. Sacando del suceso todo el partido posible, desde el lecho del [82] dolor de donde esperaba bajar a la tumba escribió el héroe de Tampico y Veracruz a sus condolidos compatriotas una carta-testamento llena de máximas y protestas, en que por último les pedía le enterrasen en la línea divisoria adonde había llegado la invasión extranjera, con tanta gloria rechazada por él y por los suyos. Los buenos de los mejicanos lloraron a lágrima viva sobre este legado del patriotismo, y allá en su corazón absolvieron al héroe de todas sus faltillas, y a grito herido le aclamaron el salvador y la víctima sagrada de la patria.

No tardó Santa Anna en hacerse necesario: una intentona de los federalistas le sacó de su retiro para ofrecer sumiso su espada al gobierno, cuya presidencia llegó a ocupar en ausencia del general Bustamante. Entonces fue cuando dio una severa lección a los federalistas, fusilando a su mas intrépido y temible jefe, el general Mejía, en Acajete, hasta donde había avanzado fiado en las inteligencias que mantenía en el ejército del gobierno, y le faltaron. Santa Anna, después de haber salvado a su patria, se acogió modesto a su idolatrado retiro.

Por este tiempo Gutiérrez Estrada, joven yucateco que se había lucido en los salones de Méjico y que con algunos talentos, [85] pero siempre el eco de ajenas ideas, había ocupado en la segunda época de los patriotas una silla ministerial, de donde descendió con mucho crédito por mantenerse fiel a la moribunda federación, de vuelta de sus correrías de Europa, en la atmósfera de cuyas brillantes cortes no había su federalismo encontrado aire suficiente para respirar, dio a luz en Méjico un cuaderno que produjo sobre aquella ensimismada sociedad un efecto idéntico al que nos cuenta la historia que produjo en el mundo literario el discurso de Rousseau sobre la utilidad de las ciencias, y que es parecido al que experimentamos cuando un cielo poco antes despejado de repente nos abruma con el peso de su cólera, o falsea la tierra que creíamos firme. Decir a Méjico en sus barbas que sus héroes, de que tanto se gloriaba, eran héroes de taberna o de presidio; decir a unos tan puritanos republicanos que su amada libertad no llegaba en valor al despotismo de las cortes de Italia, donde gozaba el hombre de infinitas mas garantías; que la república no valía la monarquía; y que, siendo incapaces de gobernarse y hasta de sacramentos, era preciso que mirasen hacia el oriente, donde había de lucir para ellos la estrella de salud, so pena de que si [84] no lo hacían así muy pronto el águila americana que ya había partido del capitolio de Washington vendría a abatir su majestuoso vuelo sobre las torres de la magnífica catedral de Méjico; decir todo esto y aguardar contestación, hubiera sido el colmo de la estupidez; y como el que lo decía no adolece de este achaque, tan pronto como notó la inmensa polvareda púsose en buen recaudo, y favorecido del Sr. Bustamante y su gobierno salió de la república.

Entonces fue el llover de los folletos, y el enfurecerse de las autoridades, y el clamar de todo el mundo contra la ingratitud y la estupidez del calumniador, cuyos ojos de miope no alcanzaban a divisar lo que estaba tan a las claras, a saber, la dulzura, la hospitalidad y demás virtudes que adornan el carácter mejicano; la copia grande de sabios que había producido la nación; los oradores, los predicadores y los escritores públicos, todos eminentes, que contaba por docenas; el embrutecimiento y miseria en que los había dejado el bárbaro despotismo virreinal, y el inmenso progreso que habían hecho en todos los ramos del saber y de la riqueza: y por si acaso en materia de fe republicana había algún recalcitrante, hicieron al profeta Samuel que recitase de nuevo [85] aquellas magníficas promesas de felicidad que se realizarían bajo la férula de los reyes. Los españoles, que sin comerlo ni beberlo se vieron envueltos en la tremenda refriega y amagados de cargar con los pecados de Israel, gritaron también a su vez, diciendo: “Nada de víctima expiatoria; cada uno cargue con sus pecados, ustedes, señores mejicanos, con sus locuras de que tan medrados se ven, y nosotros con nuestro despotismo virreinal, de que en el día del juicio daremos cuenta a nuestro Señor.” Con lo que se aumentó la zambra, y aquella fue una liorna, que ni Don Quijote la armó mayor cuando montó en cólera contra los títeres de Maese Pedro.

Entretanto la vida política de Méjico volvía de nuevo a agitarse al rededor de un personaje que, semejante a Cincinato en esto si no en su abnegación patriótica, sacudía cuando podía el peso de los negocios públicos para volar al asilo amado de su corazón, desde donde a duras penas tornaba en hombros del clamor popular al gobierno cuando había que conjurar alguna tempestad. Este personaje era el general Santa Anna, y ese retiro amado la magnífica hacienda de Manga de Clavo a cuatro leguas de Veracruz. [86]

Manga de Clavo se había hecho el centro de todos los descontentos y el foco de las intrigas puestas en juego para derribar al gobierno. El grito que marcaba a la república el giro de sus nuevos destinos{2} se dio esta vez en Guadalajara, y el general Paredes, a quien le tocó gritar, se movió majestuoso con sus fuerzas insurrectas hacia la capital, donde el pronunciamiento de la ciudadela redujo en seguida a bastante estrecho límite la autoridad del gobierno. Este acudió al poder conservador para preguntar, si una vez que se veía con el dogal al cuello e insultado en sus mismas barbas podría en fin obrar. El oráculo, no sin dificultades y cortapisas, contestó en sustancia, que era la voluntad de la nación se salvase la constitución. Armado con este formidable caveant cónsules, el gobierno se decidió a mantener sus posiciones, y además a ocupar los campanarios todos de la ciudad.

Santa Anna, viendo la patria en peligro, se decide en fin a dejar su amado retiro, se pone al frente de Veracruz pronunciado, [87] improvisa una llamada división, ya su cabeza se sitúa en Perote. De allí toma la palabra, y en tono enfático anuncia a la nación atenta, que el gobierno con efecto había descontentado por su falta de energía y otros pecados, y que en consecuencia no merecía desatenderse el grito de Jalisco, dado además por generales beneméritos, soldados valientes y virtuosos, magistrados entendidos y rectos{3}; pero que a la vez merecía no pequeña consideración el gobierno, siendo ya tiempo de salir del estado precario de las revoluciones: concluye pues tomando el título de mediador entre el gobierno y los disidentes.

El bueno de Bustamante, que mandaba dentro de la capital fuerzas respetables y decididas, entre estas y las otras dejó pasar la división del mediador, que hubiera podido deshacer con un escuadrón de caballería, y así bien la mas respetable de Paredes, dándose ambas la mano en Tacubaya con las fuerzas de la ciudadela mandadas [88] por el general Valencia. Ya entonces Santa Anna no se contentó con el papel de mediador, sino que tomó el menos reverente tono de amo. Bustamante entretanto, víctima de su irresolución, probó que en las guerras civiles la fortuna no es enteramente ciega, sino que se place en coronar la actividad, y aun a veces la osadía y hasta la temeridad; porque todo en ellas depende de la fuerza moral, la cual no cae nunca sobre el platillo de la inacción, y de ordinario ni aun sobre el de la prudencia. En medio de tan extraña irresolución tomó una determinación aún mas extraña, y por decirlo así desesperada, que fue proclamar la federación, abdicando de este modo la dignidad del mando, y descendiendo de la altura de un jefe legítimo de la república para confundirse con el último faccioso; pero tal era su deseo de ganar la partida a su odioso rival, que le cegó hasta este punto en la elección de los medios. En fin, se retiró de Méjico (y fue lo único bueno que hizo) dejándola libre de las calamidades que sobre ella habían pesado en treinta y nueve días, durante los cuales se quemó no poca pólvora desde los campanarios y se causaron muchas desgracias, pues de la ciudadela se divertían los virtuosos y valientes ciudadanos allí [89] encerrados en sembrar al acaso granadas y bombas por aquella inerme y desventurada ciudad de doscientos mil habitantes, oprimida por dos bandos que en junto compondrían al principio una fuerza de tres mil soldados.

Bustamante se situó en Guadalupe y alzó bandera negra con una calavera blanca y sus huesos pintados en ella, con lo que daba indicios de sepultarse bajo las ruinas de aquel pueblo o de la república entera si necesario fuese; mas no sucedió así, sino que inmediatamente capituló con su división intacta y solo diezmada por la deserción (que fue la segunda cosa buena que hizo en esta memorable campaña), y tomó por segunda vez la ruta de Europa, arrojado en ambas de la silla presidencial por el mismo afortunado rival, que si no valía mucho mas en pericia militar, le excedía grandemente en el arte de conducir a buen puerto una de esas que allí se llaman revoluciones. Todo esto pasaba en setiembre y octubre de 1841.

Una era de regeneración acababa de inaugurarse en la república a tambor batiente y al brillo de las bayonetas, reunidas de los cuatro vientos para exterminar el imbécil gobierno de Bustamante. El ejército de oriente había hecho su conjunción con el [90] de poniente, y ambos se habían incorporado con el del centro, componiendo todos ellos muy bien sus tres a cuatro mil hombres, para caer en seguida sobre el del presidente, que tendría sus dos mil. El lugar de esta reunión fue Tacubaya, pueblecito a media legua de Méjico, ya célebre en los fastos de la historia por haber sido designado para recoger en su seno los restos del famoso congreso de Panamá, y que ahora podía estar aún mas ufano de su suerte, pues iba a dar nombre a las bases sobre que había de asentarse la prosperidad futura de la república mejicana. Entre estas bases había una que debía dejar atrás en fama a sus compañeras, así como entre los generales allí reunidos había uno cuya gloria eclipsaba la de los demás; esta era la base séptima, en virtud de la cual el regenerador se reservaba in pectore el cómo, el por qué y el cuándo de la regeneración.

Santa Anna, que había tan felizmente parodiado a Cincinato, ahora se propuso parodiar a Augusto, no pudiendo nadie asignar término a esta manía de parodiar ni predecir sus resultados, sobre todo si es la historia romana la que ha de ir suministrando los originales: en consecuencia respetó escrupulosamente las formas. El había [91] asistido como un curioso al desenlace del drama, y se había encontrado con que la fuerza de las circunstancias había puesto en sus manos la malhadada herencia del gobierno, que le alejaba del asilo amado de su corazón; pero sería por poco tiempo, el puramente necesario para dejar encarrilados los negocios: haría el sacrificio de encargarse del mando en momentos tan difíciles; pero solo provisionalmente, habiendo de dar cuenta rigurosa de todos sus actos al primer congreso constitucional, que se reuniría dos años después que el constituyente hubiese concluido su tarea.

El campamento de Tacubaya no solo hervía de uniformes, sí también de chupas y de fraques. Los licenciados abundaban allí y también los comerciantes, los primeros para escribir bases y proclamas, los segundos para suministrar talegas, o mejor dicho, para sembrarlas en el agradecido campo de las revueltas públicas. ¡No permitiera el cielo que la nación dejase de estar dignamente representada en aquel imponente senado! Buen cuidado se tuvo de nombrar desde el cuartel general los representantes de todos y cada uno de los departamentos, que por esta sola vez se tomaron de los habitantes de la ciudad de Méjico, pues era necesario [92] que se presentasen al siguiente día en el congreso para tomar parte con los dignísimos representantes del ejército en la deliberación de las célebres bases. Aquellos ciudadanos debían continuar formando cerca del regenerador un consejo que le iluminase en la difícil tarea que se había echado a pechos. En fin, a todo se había provisto, y los diputados que protestaron en Querétaro contra lo que se hacía en Tacubaya no entendían nada de achaque de gobierno regenerador.

Hay momentos en la vida de las naciones en que, cambiándose las condiciones de su existencia y avocadas a un gran porvenir, necesitan, o al menos les viene bien, que la mano del genio les trace la nueva ruta, y ellas agradecen esta intervención que tantos rodeos les ahorra: de aquí la misión de Augusto, la de Carlo-Magno, Pedro el Grande, Federico y Napoleón. Méjico se encontró desde la independencia en estos momentos solemnes, y dos vías se le presentaban que seguir, la de la legalidad constitucional marcada en su propio continente por la rastra luminosa de las virtudes y sublimes inteligencias de los Washington, Franklin, Madison, Jefferson y tantos otros, y la de la dictadura del genio, de que la [93] historia le ofrecía algunos ejemplos. La primera no ha tenido hombres que se la muestren y desbrocen, y en cuanto a la segunda le ha hecho falta asimismo el genio. Itúrbide con buenos antecedentes que le granjeaban una popularidad inmensa, con algunos talentos, y sobre todo con el favor de las circunstancias, no acertó a ejercer esa formidable dictadura: ¿será mas feliz Santa Anna en medio de mayores dificultades, a pesar de sus antecedentes e impopularidad, y con solo el auxilio de sus tretas y mayor experiencia de las revoluciones? La Providencia no acostumbra a obrar así: la obra no estaba preparada.

De todos modos Santa Anna, como buen regenerador, se echó a reformar la hacienda, la administración de justicia y a tocar a todos los ramos del gobierno. Convocó también un congreso constituyente, esta vez producto inequívoco de la opinión, pues que en las elecciones fue generalmente derrotado el gobierno. Trabajó éste mucho con los diputados para hacerles entender los consejos de la prudencia, y el regenerador les trazó muy claramente en el discurso de apertura el camino que esperaba siguiesen, anatematizando con los términos mas significativos el sistema federal, para el que no [94] estaba preparada la nación, y condenando en el central ese espíritu de desconfianza contra el poder que había presidido a su organización. Se deseaba pues un gobierno libre de trabas y apoyado en el prestigio de la legalidad; se deseaba una presidencia para Santa Anna y digna de él. Algún diputado llegó a decir que era inútil el trabajo del congreso, y que viviendo Santa Anna no había posible otra constitución que su voluntad. Mas todo fue en vano: el congreso se decidió por la federación. Santa Anna entonces se retiró a restablecer su salud a Manga de Clavo, y los ministros continuaron acudiendo a las sesiones por pura ceremonia hasta nuevo pronunciamiento.

La nación, que había enviado sus diputados al Congreso, no tuvo por conveniente sostenerlos en esta lucha con el poder militar, y los vio impasible reunirse por última vez, no en el palacio cuyas puertas se les habían cerrado, sino en medio de la gran plaza de Méjico, donde a la faz de un cielo sereno, y en presencia de algunos curiosos atraídos de la novedad del caso, protestaron de la violencia que se les hacía y apelaron de ello a las generaciones venideras, reservando los derechos imprescriptibles de la nación. [95]

Una junta de notables nombrados por Santa Anna se ha encargado después de fijar las bases de la organización política. ¡Quiera el cielo inspirarles en esta obra tantas veces comenzada, en la final confección de esta verdadera tela de Penélope! Mas después de todo, ¿qué son las leyes donde faltan las costumbres? Y quiero dar a entender, no solo las costumbres públicas, sí también las privadas. Y qué, ¿nada puede hacerse sobre este punto en Méjico, nada corregirse ni añadirse? ¿Y por su parte el gobierno también carecerá de iniciativa en las vías de la verdadera reforma, y se contentará con vivir y gravitar sobre aquella triste sociedad? Mas en el orden providencial de los sucesos humanos solo el mal brota espontáneamente de la vida, como las espinas de un campo inculto, y el bien se debe siempre a prodigiosos y sostenidos esfuerzos de inteligencia y de virtud. Una sociedad no puede salir del caos en que Méjico se encuentra sino por el trabajo combinado de sus hijos y del gobierno, y por un feliz consorcio de esfuerzos públicos y privados. Si la sociedad y el gobierno se excusan recíprocamente de este trabajo y le arroja cada uno sobre los hombros del otro, el mal se perpetuará con creces, hasta que tocado su [96] límite natural en la carrera de la destrucción desaparezca. De aquí la necesidad de acordarse sobre tan difícil materia, y de conquistar en fin un principio de gobierno; conquista que no depende de la voluntad de algunos, sino de un propósito verdaderamente nacional. Si así no sucede, si el estado de división sigue entre el poder y la sociedad; si el egoísmo continúa en los particulares y la falta de inteligencia del país y de la época en el gobierno, el poder central, ya debilísimo, se hará en fin impotente para mantener en un haz tantos pueblos y regiones, y la hermosa nación mejicana, que ya ha perdido a Tejas y Yucatán, perderá a Nuevo Méjico y Chihuahua, que no podrá defender contra las incursiones de los bárbaros; a Sonora y Sinaloa, devoradas hoy por una guerra civil espantosa: a las Californias, ese magnífico país tan codiciado por los extranjeros, y se fraccionará y pulverizará para que en el caos vuelva la Providencia a depositar el germen de vida de que ha de brotar esa gran nacionalidad que no podrá menos de surgir encima del suelo mas privilegiado que sobre el globo haya sido preparado para noble mansión del hombre.

La sociedad mejicana no ha podido hallar [97] ese centro hacia el cual es preciso que graviten sus ideas e intereses para que descanse y prospere: rota la autoridad, aún no ha sido capaz de recomponerla. ¿Desesperará por eso de la obra? De modo alguno: la fe en el porvenir es la primera condición de vida moral y de buen suceso; el espíritu público el primer resorte de gobierno. ¿Arrancará de en medio de su existencia política los veinte años de independencia para volver a anudar el hilo quebrado de la tradición? Aun cuando fuera posible, ningún amigo se lo aconsejará. ¿Correrá en fin de experimento en experimento, hoy la república y mañana la monarquía? Mucho menos: los pueblos, mas aún que los individuos, deben señalarse por su perseverancia en los fines que una vez se propusieren; la ligereza en este punto los mataría infaliblemente. Una nación que hubiese adoptado con ardor una forma de gobierno por cuya consecución hubiese hecho grandes sacrificios, y que de repente cansada de ella la arrinconase por otra nueva, merecería no salir nunca de la esclavitud y de la miseria: un trastorno político de esta especie no se efectúa sin lastimar multitud de intereses, sin abrir porción de heridas, y la sociedad no es una materia bruta sobre la [98] que se pueda siempre operar impunemente: hay dentro de ella un principio conservador, que lo es de su existencia, el cual resiste y hace poco menos que imposibles semejantes bruscas transiciones. Pero en fin la república, por mas que sea el bello ideal del gobierno, y que fuera de desear se aclimatase en la América española para elevarla a la altura de su misión civilizadora y oponerla con buen éxito al torrente desbordado del norte, está profundamente desacreditada allí, y los espíritus un tiempo distraídos y absortos con la movilidad de los sucesos, dan hoy en volverse con pertinacia hacia el sol de la monarquía: examinaré pues, aunque ligeramente, las circunstancias que favorecerían o resistirían su reaparición en Méjico.

El pensamiento de monarquía en América, como hemos visto, no era absolutamente nuevo en los consejos de España; mas por lo que a aquel país respecta, creo que no tomase cuerpo y consistencia en los ánimos hasta la época de la independencia. El ofrecía una salida natural y lógica a la difícil situación creada por la lucha, y halagaba a un mismo tiempo a naturales y europeos; pues aun estos comenzaban a avergonzarse de la creciente corrupción de la [99] corte de España, y de su ineptitud para un gobierno cada vez mas vasto y complicado. Desperdicióse empero tan buena coyuntura, o no permitieron aprovecharla las circunstancias. Chateaubriand ha dicho que se pensaba seriamente en ello, o que entraba al menos en su política el establecimiento de monarquías borbónicas en América: podrá ser así; pero acaso era ya tarde, y de todos modos fue mal principio restablecer en 1823 en España el poder absoluto. Luego hubo de tomar puerto la monarquía, porque el viento comenzó a soplar fuerte del lado opuesto del cuadrante, hasta que la hizo zarpar con tan poco tino Gutiérrez Estrada, de que poco agradecidos le viven allí los monárquicos.

La monarquía es hasta cierto punto planta exótica de América, pues si ha prevalecido en el Brasil es por circunstancias particulares que la hubieran hecho prevalecer en Méjico si el viaje proyectado en Aranjuez se hubiera verificado y alargado mas allá del Océano; mas los ensayos hechos en una y otra América española han fallado, si bien se hicieron sin grande acuerdo. Con efecto, en América no había ninguna familia bastante caracterizada ni con raíces suficientes en la sociedad y en la historia, para [100] optar a una corona en una coyuntura que se presentase: la política de España había sido en este punto previsora. En falta de familia tampoco se ha presentado allí ningún individuo que mostrase en su genio sus pergaminos y en sus grandes servicios sus títulos; ningún individuo dotado del tacto de la verdadera ambición para alzar una corona de entre los escombros de la revolución. Infiero pues que en América no hay posible mas monarquía que la borbónica, por ser la única que pudiese arrancar naturalmente de la tradición, fresca aún en la memoria de los pueblos, de la cual no han podido borrarla los desastres públicos sufridos. Una monarquía extranjera lucharía allí con mil hábitos y antipatías, con recuerdos igualmente que con los sentimientos del día.

Pero esta tradición no es rigurosamente monárquica: lo es en el fondo en cuanto consagra la unidad y aun la reviste de un prestigio inmenso. Si las autoridades, si un obispo, un virrey eran ya cosas tan altas y respetables para los americanos, el rey, que se suponía mas grande y mas bueno que sus representantes, era una divinidad presente en todas partes y que movía ocultamente los resortes de la obediencia. La distancia y [101] el misterio favorecían esta ilusión óptica, y permitían ancho campo a la imaginación para desplegarse; mas el personal y el artificio del gobierno eran un tanto republicanos. Un fraile, un obispo, un oidor reproducían siempre el padrón del hombre del pueblo, y aun ordinariamente el mismo virrey. Sus funciones siempre apoyaban al pueblo y tendían a profundizar en él el sentimiento de la igualdad a la par del respeto a la autoridad. La movilidad misma del gobierno que se renovaba periódicamente a la vista del pueblo le presentaba no pocos puntos de contacto con la república. Sin embargo, insisto en que estos accidentes podrán modificar mas no destruir el fondo monárquico de la tradición, y en que tan solo impondrían la precisión de estudiarlos para proceder con mas seguridad en la difícil obra de injertar una monarquía de bulto y adecuada a las circunstancias en el tronco de aquel orden de ideas.

Mas es de advertirse, que si esa tradición dura no es con el vigor antiguo, pues el tiempo y las novedades que trae consigo y nuevos hábitos que engendra contribuyen incesantemente a debilitarla. Entre esos hábitos ningunos mas funestos que los de la igualdad que nace de la confusión y del [102] desorden; esos hábitos de hombrearse con la autoridad y de resistirla cuerpo a cuerpo, o si no de eludirla con astucia; hábitos anárquicos profundamente arraigados en Méjico, favorecidos de las circunstancias y hasta de la extensión y dificultades del terreno, que serían los que mas serios obstáculos opusiesen al establecimiento de un gobierno monárquico, que tiene siempre que empezar por hacer acatar la idea de autoridad y de jerarquía.

Nobleza no existe en Méjico; pero en su lugar favorecerían la monarquía los grandes propietarios, deseosos como están de garantías y de distinguirse un poco de las turbas republicanas; la favorecería también el ejército bien organizado. El clero alto tiene visiblemente tendencias monárquicas, y no sería difícil atraer hacia este rumbo al clero parroquial. Los indios serían propicios a la monarquía. Los Estados-Unidos en fin serían sus implacables enemigos, y en el estado de disolución de aquel país encontrarían armas con que hacerle guerra cruel.

La monarquía, si había de ser una institución tutelar y organizadora, y en otro caso no podría subsistir un solo día, era preciso que por bastante tiempo no gravitase exclusivamente sobre la sociedad y [103] viviese en gran manera de sí misma, hasta que pudiese robustecerse con el incremento de vida social por ella creado. Un apoyo extranjero le era pues indispensable, y de aquí uno de los mayores escollos que pudiese correr su definitivo establecimiento: testigo la restauración en Francia y el trono de Othon en Grecia.

El camino, ya florido ya espinoso, de los recuerdos, me ha conducido al estado presente de Méjico; mas hasta ahora tan solo he considerado el poder en sus grandes vicisitudes y en sus relaciones generales con la sociedad; réstame contemplar mi asunto bajo otros puntos diferentes de vista para bosquejar, si me es posible, la situación actual de Méjico. [104]

Relaciones diplomáticas

Las del gobierno español estuvieron casi reducidas a las de los bárbaros fronterizos, y las que modernamente cultivó con los Estados-Unidos. Las primeras eran de un carácter particular tal, que con dificultad se admitan por algunos en la categoría a que se las eleva; mas girando sobre los dos polos de la diplomacia, la astucia y la fuerza, bien que empleadas en este caso en la prosecución de un fin razonable, merecen a no dudarlo el honor que se les confiere.

Las misiones eran las encargadas de iniciar la civilización en el seno de la barbarie; pero no siempre eran ellas igualmente eficaces, y en todo caso respetaban un linde, mas allá del cual imperaba esta como en su casa, y desde donde molestaba con incursiones los establecimientos del hombre blanco.

Las provincias fronterizas, en especial las del Nuevo-Méjico y Chihuahua, empezadas a poblar desde fines del siglo XVI, y [105] en que la raza española se ha desarrollado lozana y pura de todo contacto con la indígena, tenían contra sí esta nube de enemigos, solo visibles en la rastra de sangre y desolación que los seguía. Vagaban en tribus por aquel inmenso territorio, ocupados en perseguir los cíbulos que proveían a su sustento, y cuyas pieles curtidas por ellos mismos con especial arte les servían de vestido. De fuerte constitución física, en particular los apaches y los comanches que componen las tribus mas numerosas y aguerridas, se dan a esta vida errante que satisface sus feroces instintos, sin mas jefe que el que los conduce a la batalla, y sin otra religión que la que anuncian ciertas danzas misteriosas en que parecen invocar algún genio. La mujer los sigue en todas sus expediciones, y es la encargada de proveer a las necesidades del guerrero, que concluida la marcha no piensa mas que en devorar la carne que le ha aderezado, siendo de su especial gusto la del caballo, y en dormir bajo la tienda de pieles de cíbulo que le ha dispuesto; debiendo ella en fin para emprender de nuevo el camino recoger su menaje y criaturas encima del caballo, que conduce así los penates del bárbaro.

Después de la caza su pasión dominante [106] es la guerra, a la que se entrega con todo el ardor de su naturaleza salvaje y con toda la penetración de su inteligencia despierta, toda embebida en este grande ejercicio. Su conocimiento topográfico le auxilia notablemente, siendo prodigiosos los instintos que familiarizan a este hijo del desierto con el país y con la guerra. Así puede decirse que la hace en su propia casa y a la sombra y protección del peñasco, del tronco, de la senda que le revela el paso de sus enemigos, del bosque que le encubre y le alimenta, de la naturaleza entera que se hace cómplice de todos sus crímenes, y que, como entusiasmada madre, parece tomar participio en las frenéticas alegrías de sus gloriosos triunfos. Mas él no se pica de valiente, ni prodiga con temeridad todos estos grandes recursos, sino que se place de golpes seguros, y agitándose siempre invisible al rededor de sus enemigos espía el momento oportuno, como el lobo que ronda el redil: retirándose inmediatamente con la presa, o aplazando la hazaña cuando no es aún llegado el día. Sus armas son la flecha y el cuchillo o machete, y hoy se presenta doblemente formidable con el rifle, que maneja con singular destreza. Esta adquisición la debe a la filantropía de los norte-americanos, [107] que no han encontrado otro medio de mejorar al hombre rojo que dotarle de estos dos preciosos instrumentos de civilización, el aguardiente y el rifle.

Tal era el enemigo cruel con que tenía que habérselas la civilización, y en su nombre el gobierno español.

Ya después de la guerra de sucesión empezó éste a dar atención principal a tan grave negocio, creando la comandancia general de provincias internas de occidente con bastante independencia de Méjico, para que pudiese proveer eficazmente a la defensa de una tan extensa y amenazada frontera; mas corría el último tercio del siglo, y a pesar de tener en campaña hasta cuatro mil hombres no se había adelantado notablemente en el designio principal. Por entonces inspeccionaba aquellos países el visitador Gálvez, y a sus sugestiones se debió el plan mezclado de fuerza y de política, cuya puntual ejecución puso aquellas provincias a cubierto del azote que hasta entonces las desolaba, y les permitió prosperar de una manera portentosa en los cuarenta años que precedieron a la independencia.

Treinta y dos compañías presidiales cubrían la frontera de aquellas dos provincias, [108] y seis la de Sonora, que dándose entre sí la mano y con los establecimientos agrícolas que a su sombra se fundaron, inspeccionaban la línea incesantemente, y tan luego como la observaban atravesada hacían batidas en regla que ahuyentaban al bárbaro, y le habituaban a respetar la frontera de la civilización. Al mismo tiempo se hacían tratados con las principales tribus, que mediante distribución de raciones y bujerías se comprometían a vivir en paz y acaso a impedir que otras la turbasen: con lo que el bárbaro se acostumbraba al yugo de un cierto derecho de gentes sancionado por la fuerza y por su particular interés.

Desde la independencia este sistema sufrió mil modificaciones y reducciones, y por último ha venido casi a desaparecer literalmente por la impotencia del gobierno para ofrecer recursos pecuniarios y la desorganización en que por consecuencia ha caído. Con esto se han renovado las incursiones, que han asolado todas las haciendas que tanto prosperaban dentro de la línea, y el bárbaro ha venido a traer el espanto hasta los arrabales de Chihuahua, y lo que es mas, hasta departamentos internos que de inmemorial vivían exentos de tan crudo azote. [109]

Con los Estados-Unidos mantuvo nuestro gobierno las relaciones consiguientes a la franca e impolítica cooperación que prestaron a su independencia. Poco después de comenzada la lucha, que promovió la de nuestras colonias, en los años de 12 y 13, nuestras tropas dieron en Tejas severas lecciones a los aventureros yanquis que venían a pescar en este revuelto río. Por la parte de Chihuahua se establecieron después algunas relaciones de comercio con los Estados-Unidos por medio de caravanas, y han ido en aumento.

Por lo demás estos dos pueblos estaban y continúan separados, mas que por el desierto, por su opuesta índole y diverso estado social. Sin embargo, la primera distancia desaparece de día en día por la marcha intrépida del uno, y amaga en breve poner en presencia a los dos rivales, orgulloso el uno de su genio, y el otro de su noble origen y antigua y gloriosa posesión del terreno. Es imposible darse dos razas mas antipáticas y de antecedentes mas encontrados: la sajona cuenta con el ímpetu de su carrera y con los recursos de su vasto genio; mas entienda que ha de habérselas con la española, que, cualesquiera que sean sus nulidades, no cede a ninguna del mundo en la [110] firmeza heroica con que se adhiere al suelo de la patria. Solo da grima ver hoy allí a esta noble raza representada por un gobierno tan débil.

El español con mucha previsión se anticipó a los acontecimientos, y en 1819 celebró con los Estados-Unidos un tratado de límites, que no tuvo tiempo de trazar sobre el terreno. El mejicano no ha dado un solo paso en esta dirección, como no le ha dado en el de ninguna medida de política trascendental. Mil veces han estado nombrados los comisionados; mas sea por falta de recursos o por las continuas revueltas, nunca han podido reunirse a los del Norte para concluir tan interesante trabajo.

Washington fue el primer gabinete que reconoció la independencia mejicana: ya he apuntado algo del modo con que se condujo su primer representante en Méjico, cuyo gobierno empujado por la opinión tuvo que pedir su reemplazo. En la cuestión de Tejas aquel gabinete ha violado todo compromiso, ayudando a banderas desplegadas y con los mas fútiles pretextos la rebelión. No diré yo que los téjanos careciesen de motivos de queja contra Méjico, sobre todo por los atentados de que eran víctimas por parte de los jefes que ésta les mandaba, [111] ni que ellos no ejercitasen el mismo derecho que Méjico había previamente hecho valer contra su metrópoli, el de la insurrección; pero esta era una cuestión de familia, en la que no era lícito mezclarse a los Estados-Unidos, mucho mas cuando lo hacían de una manera tan poco noble, y con esa hipocresía yanqui que caracteriza la política americana. Porque es necesario que entienda el mundo, que es mentido el carácter de moderación y justificación que se decía haber impreso a la política de Washington el fundador de la independencia americana: esa política pudo aparecer tal mientras los Estados-Unidos carecieron de vecinos, o no tuvieron otros que las tristes naciones indígenas, que han ido acorralando sobre el oeste siempre con tratados en la mano; mas hoy, que empiezan a tenerlos, esa política es invasora, y además hipócrita, y por término de todo destituida de grandeza, como lo tiene siempre que ser una política de comerciantes. Dígalo si no Tejas, y dígalo la alta California, invadida su capital de una manera tan peregrina por la escuadra americana. Méjico tiene ya en lugar del Sabina el río Bravo por frontera de los Estados Unidos; porque ya sea que esa nación arroje la máscara, o crea útil conservarla aún [112] por algún tiempo, Tejas es de hecho una porción integrante de su territorio. Lo mismo vendrá a suceder con las Californias, que los Estados-Unidos necesitan para sus establecimientos sobre el Pacífico; porque para aquella nación tener necesidad es sinónimo de tener derecho de extenderse, siendo particular que para ellos necesidad representa la precisión de satisfacer su naturaleza inquieta y aventurera, su instinto de ocupación, o mas bien de usurpación.

Méjico independiente buscó desde luego la alianza de sus hermanos los estados de la América del Sur, y ya desde 1824 envió comisionados a entenderse con el libertador. El resultado fue la convocación de un gran congreso americano para Panamá, que tanto interés excitó en Europa, como todas las cosas que decían relación con esa revolución americana tan cacareada, cuyos actores merecen el nombre de verdaderos farsantes, que mentían a la faz del mundo patria y libertad, pero con lenguaje tan asegurado y pomposo, que llegaron a entusiasmar a sus oyentes, y aun a ilusionarse ellos mismos sobre la pobreza de sus ideas y la ruindad de sus sentimientos.

El congreso se reunió en Panamá el 22 de junio de 1826; y el 15 de julio inmediato, [113] al cabo de cuatro sesiones ya estaba hecho el tratado de alianza, habiendo concurrido a firmarle los plenipotenciarios de Méjico, de Centro-América, de Colombia y del Perú. Es curiosa la fraseología que emplearon estos diplomáticos. Lo primero celebraron un tratado, por el que se unían contra el común enemigo para defenderse e invadirle en sus propias tierras; lo segundo un convenio, por el que estipulaban el contingente de tropas con que habían de concurrir; lo tercero una convención, por la que se designaba el contingente naval; lo cuarto un concierto, por el que se especificaba el contingente pecuniario; y lo quinto un acuerdo, por el que las próximas sesiones debían tenerse en Tacubaya: pero antes que el ridículo se apoderase del gran congreso de naciones, estas tuvieron el buen sentido de no volverse a acordar de él. Así acabó esa idea colosal de un haz de pueblos nuevos, vigorosos, en una palabra republicanos, opuesto a ese otro haz de pueblos caducos, aristocráticos y plagados de vicios a que presidía la Santa Alianza. Esos presuntuosos pueblos tienen que salir del caos en que los sumió su malhadada independencia, antes de aspirar a pesar en la balanza de los destinos del mundo; tienen primero que [114] corregirse de una multitud de vicios radicales y que adquirir sus opuestas virtudes, sin las cuales nunca podrán figurar, no digo ya como repúblicas que no pueden subsistir sin un inmenso patriotismo, pero ni aun como naciones independientes.

Por otra parte faltaba a las relaciones políticas el vehículo esencial de las mercantiles. La América está por la naturaleza partida en dos pedazos, que tienen entre sí muy pocas afinidades y que están separados, no solo por una gran distancia, sino por las calmas de la línea y por las epidemias de las costas. Mas que la política de España la naturaleza era la que separaba a las dos Américas y los hábitos de sus moradores. Comercio hubo alguno, aunque escaso, entre Acapulco y la costa del Perú, pues ya desde el siglo XVI sabemos que se enviaban por aquel puerto azúcares y algunos artículos de fábrica de Puebla, y posteriormente se importaban por el mismo y continúan importándose cacaos de Guayaquil, sombreros de jipi-japa y algunos otros objetos. Bien se ve que esto no puede alimentar grandes relaciones entre aquellos dos continentes; siendo de desear por todo amigo de la América que el comercio los aproxime y que fecunde los gérmenes de prosperidad [115] que encierran, para lo que se le presenta un poderoso auxiliar en el vapor.

Pero el comercio nada puede por sí solo y sin auxilio del orden público. En 1830 el concienzudo ministro de relaciones, hombre que (al revés de sus predecesores que al parecer solo aspiraban a embaucar el mundo) se había propuesto exponer la verdad desnuda, dirigía al congreso mejicano estas notables palabras: “Desde las riberas del Sabina hasta el contrapuesto y remoto extremo del Cabo de Hornos, el vasto continente americano no ofrece mas que un espectáculo uniforme de inestabilidad y turbación, que aflige a la humanidad y desconcierta todos los cálculos de la política. En tal estado de cosas es fácil conocer que nuestras relaciones con esas repúblicas hermanas son del todo insignificantes, aunque se conservan siempre bajo el pie de nuestra amistad y benevolencia.” En la misma memoria añadía: “De todos los nuevos estados americanos no había mas agente con carácter diplomático cerca de este gobierno que el señor ministro plenipotenciario de Centro-América, el cual ha presentado ya sus cartas de retiro.” Después acá el estado político de la América ha ido empeorando de día en día hasta el punto de hacer casi desesperar de su remedio. [116] Santa Anna envió un agente diplomático en 1842 a una de aquellas repúblicas.

Inglaterra era la nación que mas codiciaba entrar en relaciones directas con Méjico. Obligada en lo antiguo a llevar su comercio por la vía oblicua de Cádiz, suplía a la ineficacia de este medio por el contrabando que desde Jamaica hacia con el continente americano: debía pues acoger con ansia la ocasión que la fortuna le presentaba de dar vuelo inmenso a su comercio, y con tanto mas ahínco cuanto que al propio tiempo satisfacía a España la deuda en que le quedó desde la guerra de la independencia de sus colonias, y que contemplaba con inefable placer desmoronarse a su derredor todos los antiguos sistemas coloniales, a la vez que reedificaba el suyo con proporciones colosales. No se contentó con menos al reconocer la independencia mejicana que con un tratado formal de comercio, en el que desde 1825 estipulaba los derechos de la nación mas privilegiada, y el muy singular de la reciprocidad con una nación que no tenía fábricas ni otra marina mercante que algunas goletas costeñas. En cambio tomaba bajo las alas de su generosa protección a la nueva república, declarando que [117] no consentiría en que otra nación alguna tomase cartas en la querella de su independencia: en cambio también abría sus tesoros a la menesterosa nación, y rociaba su suelo con una lluvia de oro, de que tan larga cosecha de servidumbre debía de recoger un día.

El tratado garantía a los ingleses los derechos civiles a la sombra de su ministro y de sus cónsules; les eximía de préstamos forzosos y tantas otras gabelas y vejaciones como hacen allí deplorable la condición del ciudadano, y si no les concedía un culto público, respetaba su conciencia y el ejercicio de su religión dentro del asilo doméstico. Mas en cuanto al derecho de propiedad inmueble no se les otorgaba sin pasar por las lentas y fastidiosas formas de la naturalización. En su lugar se les permitió interesarse en las minas por medio de acciones, con lo que el capital inglés se apoderó de este importante ramo de producción.

Inglaterra ha continuado dominando en los consejos de Méjico, donde, si bien rechinando, se ha sufrido constantemente el yugo de sus tiránicas exigencias. Su intervención decidió la cuestión francesa, que mas que a otro alguno dañaba a su comercio [118] paralizado por el bloqueo. En la cuestión de Tejas se ha portado de la manera egoísta que acostumbra, reconociendo su independencia ya el año de 1840 por tal de asegurarse un mercado mas, aun a costa de sacrificar las ventajas de la hipoteca con que aquellas tierras estaban gravadas en favor de su deuda. Solo no ha podido hacer demoler las hermosas fábricas de hilados y tejidos de algodón que se van levantando en Méjico, habiendo llegado a ofrecer un empréstito con que indemnizar a sus dueños y auxiliar al gobierno; pero les hace cruda guerra por el contrabando.

Francia anduvo un poco mas remisa en reconocer la independencia; pero ya desde 1826 abrió sus puertos al pabellón mejicano, y acreditó un agente general comercial y otros consulares en la república. Mas tarde entabló de lleno relaciones diplomáticas, que llegaron al estado de rompimiento de que he tenido ocasión de hablar, y que se han anudado posteriormente de la manera que pueden serlo entre dos naciones, de las cuales la una ha tenido que sufrir toda la ley del vencimiento. Tiene Francia una manera singular de entender el protectorado que sus escritores le han conferido por aclamación sobre el gran grupo [119] de pueblos latinos en oposición al otro de pueblos germánicos. En Europa a esos pueblos les ha abierto y desbrozado la carrera de la revolución, al fin de la cual no han encontrado de ordinario sino mas robustos hierros, en que con imperturbabilidad francesa los ha dejado aprisionados; y por lo que hace a América, desconociendo el carácter de aquellos hombres y de sus instituciones, los ha tratado con el orgullo del poderoso, descendiendo acaso a la arena, si ya no al lodo en que ellos debatían sus intereses, y no vacilando en agitar en medio de ellos el tizón de la guerra civil. Los mejicanos no han olvidado que el jefe de la escuadra francesa se puso en relaciones con el faccioso Urréa, que hacía armas en Tampico contra el gobierno, al mismo tiempo que mal o bien se esforzaba éste en lo posible por resistir la invasión extranjera.

Méjico ha tratado con Bélgica, con Prusia y otras naciones, pero de nada está mas ufana que de su tratado con España.

Y en verdad que puede estarlo, pues no le ha costado mas nuestro reconocimiento que el de Holanda o Dinamarca. Este reconocimiento se hizo con una generosidad verdaderamente española: soberanía, derechos del gobierno a tantos y tantos [120] edificios de su pertenencia y a los fondos remisibles a España a la época de la independencia, reclamaciones de los particulares, participación de la deuda pública, archivos, todo se cedió y se abandonó cual convenía a los hijos de Gonzalo de Córdoba y de Hernán Cortés. Santa María pasó en consecuencia en Europa por un gran diplomático, así como en Méjico tenía ya el concepto de agudo escritor y publicista no de puros libros. Abrió también una puerta por donde ha sido preciso admitir a las demás repúblicas del continente aquel. No es este el lugar de discutir los derechos de España a otra cosa que lo que obtuvo: esos derechos eran evidentes, y no se necesitaba ni de una vista muy penetrante para descubrirlos, ni de una rara lógica para hacerlos valer. Lo que yo hubiera exigido de Santa María, una vez que se picaba de hombre de estado, era que contemplase que no defendía la causa de América, reduciendo y aun anulando las pretensiones de España; y que antes por el contrario el interés verdadero de aquella noble causa demandaba que la antigua metrópoli volviese a tener un influjo en América, quedando a la habilidad diplomática el asentarle sobre bases tan sólidas como inofensivas para la independencia [121] y libertad de aquel hermoso continente.

En la cuestión de azogues ha vuelto a presentarse oportunidad de proteger y fomentar de una manera recíprocamente provechosa bajo el punto de vista mercantil y político nuestras relaciones con Méjico. A pesar de todos los esfuerzos humanos, Naturaleza quiere que seamos unos, habiendo unido la suerte de España y América con una coyunda de plata: ella nos ha entregado las llaves de los tesoros que pródiga depositó en las entrañas del Nuevo-Mundo. ¿Y qué han hecho nuestros políticos de esta posición magnífica? ¿Qué de las facilidades con que Méjico convidaba a nuestro comercio? Dígalo la última contrata de Almadén.

Los mejicanos, ansiosos de escapar a esta dura servidumbre de nuestros azogues, han vuelto a abrir en su suelo las minas descubiertas por los españoles del precioso metal, y hoy se lisonjean de obtener después de anticipaciones inmensas algunos resultados favorables en una que sobre todo explotan en Jalisco; pero es de creer que estas esperanzas sean como de antiguo frustradas. También lo han sido hasta el día las que había hecho concebir el método [122] eléctrico ideado por Becquerel para reemplazar el de amalgama. Es de esperar en consecuencia que la cuestión de azogues vuelva a presentarse bajo los mismos favorables auspicios, y entonces veremos si nuestro gobierno comprende que con el azogue, con los depósitos de géneros ilícitos y con nuestros frutos y artefactos, que siguen gozando en América de un gran favor, no hay puertos en Europa que pudiesen igualar a los de España en comodidad para surtir las expediciones transatlánticas.

Nuestros representantes han sido bien recibidos en Méjico, y el gobierno del general Santa Anna ha parecido prestarles toda consideración y deferencia. La lealtad reconocida del gobierno español en sus relaciones exteriores, el deseo de volver a anudar en lo posible relaciones un día de familia, revestidas hoy de un interés que no es exclusivamente el del tráfico, la proximidad de la respetable isla de Cuba y el carácter personal de nuestros representantes, han abierto la puerta a esta acogida benévola y a la tal cual importancia de que allí gozamos. Entre las cuestiones de interés general (porque las reclamaciones particulares son innumerables) que se han ofrecido a la resolución de nuestra diplomacia, merece [123] señalarse la del carácter en que debían quedar los españoles residentes en Méjico a la época de su emancipación. La ley de la tierra los había declarado ciudadanos, buenos para llevar las cargas, que es lo que allí se busca, tanto mas cuanto que en general pertenecían a la clase mas acomodada. Habíase mostrado intratable sobre el particular el gobierno mejicano; mas el Sr. de Oliver tuvo la habilidad de hacerle escuchar mejores razones, y aconsejarse de doctrinas un poco mas puras en materia de derecho de gentes. Así es que se dio el término de seis meses a los interesados para que escogieran la ciudadanía que mas les conviniese entre la española o la mejicana; siendo esto tanto mas apreciable, cuanto que allí se suspira por vivir a la sombra de un pabellón extranjero. [124]

Iglesia

Interrumpidas por la independencia las relaciones de la iglesia mejicana con el centro del catolicismo, el padre de los fieles se manifestó hostil a las doctrinas que habían servido a aquella de base, y las anatematizó en la famosa encíclica que en 24 de setiembre de 1824 dirigió a los pastores de la iglesia americana; mas en fin, cediendo al poder de las circunstancias y a las vivas instancias del gobierno de Méjico, volvió a anudar sus relaciones con aquella porción del rebaño espiritual bajo el pie en que las había mantenido de antiguo durante el régimen español. Nuestros monarcas habían sido celosísimos e ilustrados defensores, ya de sus regalías, ya de los derechos y costumbres de la iglesia americana, y el gobierno de Méjico no tuvo que hacer mas que recoger esta preciosa herencia.

Desde el tiempo de Itúrbide se había dado importante atención a este delicado asunto, y ya en 1825 se hizo partir un enviado a Roma, a cuyo punto sin embargo tardó mucho tiempo en llegar, en espera de las instrucciones de las cámaras y [125] del gobierno y por otras dificultades. La Junta eclesiástica que se reunió en Méjico para este efecto había ideado revestir al metropolitano con el antiguo derecho de instituir los obispos sufragáneos; mas la institución canónica ha quedado en el Papa a presentación del gobierno, que elige en una terna propuesta por el cabildo. También se había intentado extender de una manera sustancial los derechos metropolitanos del arzobispo de Méjico, de quien acaso se quiso hacer una verdadera cabeza de la iglesia mejicana, aunque siempre bajo la dependencia del romano pontífice; mas esto no pasó de una idea.

Había en Méjico, según datos oficiales, en 1826 un arzobispado, 9 obispados, una colegiata (la de Guadalupe), 185 prebendas, de las cuales estaban en aquella época 79 vacantes; 1194 parroquias, cuya mayor parte tienen una, dos y mas iglesias anejas; 9 seminarios conciliares; 3677 clérigos, de los cuales se ocupaban 1240 en la cura de almas, y el resto útil en los seminarios, curias eclesiásticas, coros, vicariatos, &c.; 5 órdenes religiosas con 1150 conventos y 1918 religiosos, de los que 40 servían curatos y 106 otras tantas misiones; 6 colegios de propaganda con 307 religiosos, de los [126] que 61 servían igual número de misiones; 2 congregaciones con 60 presbíteros; 57 conventos con 1931 religiosas, 622 niñas y 1475 criadas. Habíanse extinguido después de la independencia las órdenes hospitalarias de los Juaninos, los Belemitas y de San Lázaro.

En carta dirigida a D. Manuel Sixto Espinosa a principios de 1807, graduaba Abad y Queipo el valor de los bienes raíces del clero mejicano en dos y medio a tres millones de pesos, y los capitales que con destino a fondos piadosos reconocían sobre sus fincas rústicas y urbanas los particulares en cuarenta y cuatro y medio millones, en esta forma:

Al clero secular en nueve obispados 26.000.000
Por obras pías particulares en las iglesias de regulares de ambos sexos 2.500.000
Fondo total de iglesias y comunidades religiosas de ambos sexos 16.000.000
Total pesos 44.500.000

Es indudable que este capital, a pesar de algunas nuevas adquisiciones, ha venido a menos por las quiebras a que por el orden natural de las cosas está sujeto, por los inmensos trastornos de las fortunas que ha traído consigo la revolución, y por los efectos de la real cédula de 26 de diciembre de 804 sobre [127] enajenación de bienes raíces y aplicación de capitales piadosos para la consolidación de vales, que en 1826 calculaba el gobierno en 3.676.000 pesos. Don José María Mora, escritor renombrado en Méjico, hace subir a ocho millones de pesos los capitales consolidados; y aun con esta deducción y las consiguientes al tiempo de trastornos que había trascurrido, todavía estimaba en 1831 el capital de obras pías y fondos piadosos de ambos cleros en setenta y cinco millones de pesos; afirmando que el cálculo de cuarenta y cuatro y medio era excesivamente bajo, ya por no haberse compulsado todas las fundaciones aun en los obispados a que se refieren las investigaciones, ya por no haberse extendido estas a todos los obispados. De todos modos en estos cálculos no se comprenden las obvenciones y limosnas de los conventos que en 1826

graduó el gobierno en pesos 204.604
ni las rentas de fincas rústicas y urbanas de las religiosas, que en el mismo año subieron a 566.111
ni las de la misma especie de los religiosos, que en dicho año fueron de 345.725
Lo que da una renta total de 1.116.440

El diezmo entero le presupone Humboldt en 2.400.000 pesos. De él participaba la real hacienda, y del resto se sostenía en gran parte el alto clero. Los derechos parroquiales son de la mayor consideración, y de ellos principalmente se sostiene, en muchos casos hasta con lujo, el clero parroquial. Por último, los bienes de la Inquisición y las temporalidades de los Jesuitas subían en 1826 a 2.405.645 pesos, cuyo capital ha ido derritiéndose en manos del gobierno desde la independencia; siendo de advertir que las temporalidades eran administradas por el gobierno español sin figurar en sus rentas, pues se dedicaban exclusivamente sus productos a objetos piadosos y de beneficencia. Los derechos parroquiales no producirán hoy tanto como en los buenos tiempos, pero siempre lo bastante para sostener con mucha decencia al clero parroquial. El clero alto es el que mas ha sufrido, ya en sus fincas, ya en los diezmos que desde 1833 se pagan voluntariamente, habiéndose levantado entonces la coacción civil. En fin, las fincas del clero regular han experimentado grandes desfalcos, ya por las muchas licencias de vender que ha expedido el gobierno, el cual incesantemente pellizca este fondo, ya por los vicios de su [129] administración en tiempos de tanta incertidumbre y trastorno.

Vese pues que el clero mejicano no estaba en desproporción con la población, antes era bastante diminuto para atender a las necesidades del culto y pasto espiritual en un terreno tan extendido. Sus rentas consistían en diezmos, capitales impuestos al censo que allí se conoce con el nombre de depósito irregular, fincas y derechos parroquiales; y lejos de ser su riqueza opresiva de una clase determinada, se extraía con bastante equidad del total de la población; pues si la agricultura estaba sobrecargada con el diezmo, también en cambio disfrutaba con el comercio aquel inmenso capital de fondos piadosos, que era y aún continúa siendo para ella un suplente de los bancos agrícolas. La amortización eclesiástica no pesaba desmesuradamente sobre la propiedad: ya desde el principio de la conquista se había prohibido enajenarla a iglesia o monasterio; y aunque no se observase estrictamente esta prohibición, como por otra parte las tierras se dividieron entre los pobladores y sus descendientes, y de aquí se originase el cultivo en grande, que no permitía aun en el caso de sucesiones libres el desmembramiento de las haciendas, [130] se vino a conseguir indirectamente el objeto de la ley, y el que las adquisiciones de la Iglesia tomasen la forma de censos, que era la mas cómoda para el donador y la mas llevadera para la sociedad.

Por último, el clero hacía muy buen uso, generalmente hablando, de sus riquezas; y por lo que toca a los obispos fueron siempre un modelo de caridad apostólica en América, distribuyendo con largueza sus bienes entre los pobres, muy especialmente en momentos de conflicto público, fundando asilos para la humanidad desvalida, que aún subsisten, y atendiendo a otros objetos de ilustrada beneficencia.

De todas estas causas provenía que el clero en Méjico no excitase ningún sentimiento de mal querer en el seno de la sociedad, y que la revolución haya visto quebrarse en el escudo de la benevolencia pública las saetas que le ha arrojado constantemente. Es preciso no obstante reconocer, que él participa de todos los vicios de aquella sociedad; y que esos vicios han crecido lozanos al amparo de la relajación de los vínculos de disciplina, que han traído consigo las revueltas de los tiempos y la orfandad de muchas iglesias catedrales. El juego y la vida disipada están casi tan hondamente arraigadas [131] en el clero como en las demás clases de la sociedad: con especialidad los conventos de frailes, salvas contadas excepciones, son en Méjico un pantano de corrupción.

El clero mejicano no se distingue por una ilustración generalmente reconocida. Antes de la independencia los estudios eclesiásticos se hacían con suma solidez, y además el clero contó siempre en su seno individuos celosos que cultivaron con afán el inmenso campo de la historia y antigüedades del país, y aun el de las ciencias naturales. Hoy ese espíritu científico, de que era glorioso emblema la universidad, se ha evaporado en medio de una atmósfera calentada por el fuego de la revolución; habiendo entrado los eclesiásticos con demasiado ardor en la arena política para que les haya sobrado tiempo y calma a fin de vacar a las solitarias y pacíficas investigaciones de la ciencia.

El ministro de negocios eclesiásticos decía al congreso en 1826: “Los prelados manifiestan en estos últimos tiempos una solicitud digna de elogio en restablecer los seminarios cerrados durante la guerra y en mejorar su enseñanza, especialmente estableciendo cátedras de derecho constitucional y del de gentes.” Es mucho que no se [132] pensó también en establecerlas de táctica y estrategia, para sacar partido del espíritu guerrero que ha animado al clero mejicano en estos últimos tiempos. En 1827 había en los nueve seminarios de la república 23 cátedras de teología, 6 de derecho canónico, 7 de civil, 6 de escritura e historia eclesiástica, 3 de ceremonias, 2 de derecho público constitucional, 18 de filosofía, 22 de latinidad y retórica, 1 de gramática castellana y otra de lengua mejicana: se educaban en ellos 553 colegiales y 1229 externos.

El clero alto, que era en lo antiguo el depositario de la ciencia, hoy se hace solo notable por sus maneras y tendencias aristocráticas, sin embargo de que no han faltado de sus miembros quienes se hayan hecho visibles entre los primeros demagogos; pero su espíritu fue contrario a la insurrección, y cuando mas tarde se vio estrechado entre esta y la constitución de 1812, que aborrecía con no menos pasión, tomó un término medio que le salió muy mal, y fue el de ensalzar y quemar incienso ante su pretendido macabeo, el tu vir Dei que creyó le iba a salvar. Esperando mas serenos días, guarda hoy en su pecho la fe monárquica, y sortea entre tanto lo mejor posible la revolución. [133]

En cuanto al clero inferior, salva su porción ilustrada se entregó en general desde un principio a la revolución; y no solo se entregó, sino que la capitaneó y la sostuvo en sus días mas críticos hasta con heroísmo. Viéndola después triunfante, aún la ha seguido alimentando con su espíritu, distinguiéndose en esta obra no pocos de sus individuos, y alguno de ellos hasta el fanatismo mas vituperable. En el último congreso constituyente se trató de vedarle la puerta de las asambleas; mas estaban tan frescos sus laureles, que hubo de consagrarse la máxima, de que el hombre de Dios debe venir a luchar como buen atleta en la arena de los partidos para salvar la constitución y la patria. El clero mejicano conserva aún su fuero. [134]

Ejército

El ejército hizo la independencia de Méjico después de haber combatido con gloria contra la insurrección. Llegó con efecto un momento en que se relajaron los lazos de la disciplina, y en que los sentimientos de lealtad se embotaron en el duro acero de la libertad. La corrupción fue empero la que principalmente se encargo de abrir brecha en la fidelidad del ejército, a fin de que por el ancho boquete pudiese atravesar la independencia: un furioso mercantilismo se había apoderado de jefes y soldados, y ya las expediciones militares merecían con mas justicia el nombre de expediciones de contrabando. Sobre esta disposición general, sobre la ambición de los jefes y su asustadizo liberalismo fue sobre lo que especuló Itúrbide, para ganarle al virrey la partida que tan imprudente le confió; sin que por esto sea mi intención desconocer que hubo muchas y honrosas excepciones, sobre todo en los soldados españoles, de que un buen jefe hubiera podido aún sacar inmenso partido, [155] ni tampoco negar el inmenso apoyo que el héroe de Iguala encontró en el espíritu público para dar cima a su empresa.

Coronado Itúrbide por mano del ejército fue destituido por él a poco rato; pero ¿para qué cansarnos en hacer la historia de los pronunciamientos y en seguir el hilo de los planes, desde el de Iguala hasta el de Jalisco? Siempre encontraremos al ejército entronizando y destronando héroes, sirviendo de cuna y de tumba a las ambiciones particulares, partido siempre en dos pedazos para que la acción dramática pudiese tener lugar, y abrazándose concluida ésta para poner en común sus recíprocas ganancias.

En honor del ejército debe sin embargo notarse, que la revolución mejicana no se ha ensangrentado cual pudiera haberse temido, y en los términos que lo ha hecho la de las repúblicas de la otra América. En general ha dominado en ella un espíritu de templanza, por otra parte muy de acuerdo con la tendencia del carácter nacional, mas dado a las artes de la política que a las de la guerra. Hay que exceptuar con todo el trágico fin de Itúrbide, de Arana, de Guerrero y Mejía, por no mencionar otros nombres de menor cuantía. El despotismo militar que ha pesado y sigue pesando [156] sobre aquella sociedad, no ha sido tan vigoroso como pudiera creerse; y se debe esto también al amortiguamiento del carácter nacional, y a cierta cultura general que siempre distinguió a los mejicanos: sin que por esto se entienda que esa condición mansa del despotismo sea un motivo de alabanza, pues antes al contrario ella le perpetúa haciéndole mas tolerable, y le priva al mismo tiempo de una gran dosis de energía, que aun cuando no fuera mas que por intervalos pudiera emplearse en beneficio público. Santa Anna se esfuerza por dar al despotismo militar su temple natural.

Las tradiciones militares de España se conservan aún en el ejército mejicano, que sigue gobernándose por nuestras ordenanzas. Por lo demás no han descollado en él aptitudes de ninguna especie, y las campañas de Tejas y de Yucatán han probado que la ciencia militar no existe allí mas que en los libros que se han importado en la república, y que el ejército mejicano, bueno para revolver el estado, es nulo para defenderle contra las agresiones de fuera. Esta incapacidad se funda mas bien que en la calidad del soldado, que es sufrido y valiente, en los vicios de la organización del [137] ejercito, y en la nulidad y pretensiones de los jefes improvisados que han desmoralizado completamente el mando. El número de estos es prodigioso, y pudieran sacarse de la guía de Méjico generales para mandar todos los ejércitos de Europa, si no se hubieran formado en la innoble lid de los pronunciamientos; pero esta prodigalidad de grados acabará con el ejército, y ese día comenzará a respirar la república.

El ejército mantiene su fuero, y a su sombra le disfrutan infinitos paisanos, que por este solo atractivo, y para ser algo mas respetados en los caminos y lugares, solicitan con ahínco un par de charreteras, que sin opción a sueldo se les confieren por cualquier servicio real o imaginario. Esto embrolla singularmente la administración de justicia, y no será lo que menos contribuya a desconsiderar y arruinar el ejército.

Su administración es un verdadero caos, y una de las mas grandes plagas del orden público; porque no hay cántaros de agua que basten a llenar una cuba desfondada. En 1804, época del cantón de Jalapa, tenía el virreinato sobre las armas una fuerza de treinta y dos mil hombres, de los cuales diez mil eran de tropa veterana y veinte y dos mil de milicias provinciales; [138] siendo de advertir que muy cerca de la mitad de esa fuerza era de caballería: pues sin embargo el presupuesto militar, que comprendía buques, presidios, tropas, fortificaciones y arsenales, no pasaba de 3.800.000 pesos. El presupuesto de guerra y marina fue en 1825 de 19 millones de pesos, y en 1827 quedó reducido el de guerra a nueve millones y pico para una fuerza, que regularmente sería en mucha parte nominal, de treinta y dos mil hombres. En el mismo año el presupuesto de marina subía a 1.300.000 pesos; bien que en uno y otro se proponía hacer el ministro grandes ahorros. En 1830, época del grande aumento del ejército por consecuencia de la invasión de Tampico, había o se suponían sobre las armas cuarenta y cinco mil hombres, mitad de fuerza permanente y mitad de milicia activa; y el ministro pedía para su sostén doce millones de pesos, y un millón mas para la marina. En fin, en 1838 decía el Boletín del instituto nacional de estadística, que con doce mil hombres efectivos sobre las armas había habido año que había costado el ramo de guerra al gobierno independiente de Méjico trece millones de pesos. [139]

La recluta del ejército se hace por medio de levas sobre la plebe de las ciudades y los brazos mas útiles de las haciendas: es imposible imaginar nada mas violento ni en mas flagrante contradicción con la letra y el espíritu de las instituciones republicanas, y a un diputado de las últimas constituyentes oí hacer en pleno congreso una descripción patética del cuadro de iniquidades y de lástimas que presentaba siempre una de estas levas. Da esto una idea del género de abyección en que debe de estar sumido el bajo pueblo de Méjico para sufrir un trato tan brutal; y al mismo tiempo la da de la incuria y poca aprensión de aquellos gobernantes, que de esta manera se atreven a echar en cara su situación a una raza degradada, en la que sin embargo se cifra la fuerza numérica del país. Se vendrá en mayor conocimiento de esta incuria prodigiosa con que los mejicanos duermen sobre el borde de un abismo, si al propio tiempo se tiene presente que los párrocos, que son los que en último resultado disponen de la fuerza moral para mover las masas, son en gran parte indios o poco menos.

Resulta de aquel medio de reclutar el ejército que la deserción es espantosa, habiéndola calculado el diputado, a quien me he referido, en tres desertores por cada soldado en filas, [140] los cuales se marchan siempre que pueden, y sobre todo cuando empiezan a verse vestidos y armados; siguiéndose de aquí un nuevo y terrible desfalco para el erario nacional. Los ladrones tienen de este modo su plantel en el ejército.

Tal es el estado de desorganización, de desmoralización y de debilidad en que Santa Anna en su última administración ha recibido el ejército. No hay reforma política, ni administrativa, ni económica que para ser efectiva no deba empezar en Méjico por la cura de este dedo malo de la sociedad, y cualquiera que lo consiga logrará poner los cimientos de la tranquilidad y prosperidad pública, y legar su nombre a las mas remotas edades envuelto en el delicioso aroma de la gratitud de los contemporáneos. Pero Santa Anna había desde la independencia medrado en esa confusión y especulado sobre ella para llegar a los primeros puestos del gobierno: desde que faltó a Apodaca en el momento mismo en que recibía de su mano una nueva prueba de distinción, hasta que alzado el pendón de la rebelión le vimos después del grito de Jalisco echar en la balanza de los destinos de su patria el peso de su espada, ha sido el [141] revolvedor eterno del estado y la personificación mas pronunciada, no del genio de la revolución, porque en esta palabra se encierra un sentido de fuerza y de intención, sino del de las intrigas y de las revueltas públicas. Así pues, so color de mantener el orden y atender a lo de Tejas y Yucatán, aumentó a cincuenta mil hombres el ejercito, después de haber pagado con la gastada moneda de los grados a sus leales compañeros de pronunciamiento.

Marina

Al parar la consideración en la situación geográfica de Méjico entre dos océanos, con costas extendidas y hermosos puertos, en especialidad del lado del Pacífico, y con un gran surtido de maderas excelentes de construcción, cualquiera imaginaría que aquel país debía de tener una poderosa marina: dos inconvenientes han impedido este resultado, la falta de vocación marítima en aquellos habitantes, y desde la independencia la debilidad del gobierno. El indio huye del agua como el gato, y cuando mas es [142] marinero de agua dulce, donde el pueda en un aprieto cargar sobre sus hombros la canoa que le conduce; y en cuanto al español, ha evitado siempre las mortíferas costas para emplear su actividad en la famosa meseta central que se extiende a lo largo del continente, sobre la que ha elevado las magníficas ciudades que son el orgullo de la América. El gobierno por su parte nada hizo para vencer esta repugnancia, y se contentaba con construir navíos en el astillero de la Habana con los millones de Méjico, para que luego fuesen a guarnecer sus costas; mas Méjico independiente ha querido luchar contra tan desfavorables circunstancias, y ampararse de una fuerza naval que le hiciese respetar de propios y extraños; habiendo llevado, como era de esperarse, la peor parte de la lucha, porque esta gloriosa conquista sobre el formidable elemento nunca se acaba sino a la sombra de un gobierno fuerte e ilustrado, y por naciones llenas de pujanza y dotadas de un genio especial para la navegación. Así es que Méjico ha empezado por comprar hermosas fragatas y veloces vapores de hierro, que ha tenido que dar a manejar a extranjeros, sin pensar en fomentar, o por mejor decir en crear, la navegación mercante, [143] que era el verdadero fundamento de la obra.

La entrega hecha en mal hora a los mejicanos por nuestros marinos del navío Asia y bergantín Constante fue la ocasión de dar ellos en la magnífica tentación de tener una marina militar, que tantos millones les ha costado, sin que hayan visto de ellos otro resultado que irse a pique en los puertos unos buques, caer algunos en poder del enemigo, y con otros alzarse los mismos que los mandaban para cobrarse de sus atrasos.

Al principio de la independencia disputábase en Méjico si convendría una marina militar, cuando los verdaderos términos de la cuestión eran si habría elementos allí para una marina; porque lo que es de la conveniencia ninguna cabeza sana podía dudar un momento, sobre todo en circunstancias como las en que por entonces se veía el nuevo orden de cosas. Disputóse también por la misma época si convendría la libertad de comercio, o mas bien una muralla de la China, habiendo campeones por el uno y por el otro lado; lo que acredita que en los primeros momentos de acción, tanto los individuos como las naciones propenden a caer en los extremos. [144] Ello es que en 1827 tenía la república un navío, una fragata, cuatro bergantines, cinco goletas, cuatro cañoneras, dos correos de Californias y cuatro balandras, para cuyo sostenimiento se pedían 1.300.000 pesos. En 1830 el ministro ya no quería navío ni fragatas, que solo servían de ocasión de gruesos e inútiles gastos, y se contentaba con una marina auxiliar de buques menores que pudiese sostenerse con 350.000 pesos, que era a lo que podría extenderse el Erario. En la segunda administración de Bustamante ya no había navío, ni fragatas, ni goletas, ni aun lanchas en que pudieran salir los capitanes de puertos a hacer sus reconocimientos; pero se pensó de nuevo en el antiguo ruinoso expediente de comprar buques para darlos a mandar a extranjeros. Santa Anna, que entró en el mando con espada en mano, resuelto a no envainarla sino domados Yucatán y Tejas, ha continuado el belicoso pensamiento, y a fuerza de fuerzas ha dotado a la república de una escuadrilla de vapores y bergantines, de que ya se ha visto el partido que ha sacado en la malhadada expedición de Yucatán. [145]

Administración de justicia

No es difícil prever que este ramo ha de haberse resentido del estado crónico de revolución en que se ha encontrado incesantemente el país. Una de las instituciones sobre que reposaba el orden colonial era la Audiencia, revestida de casi omnímodas atribuciones judiciales, y de otras que se ordenaban al gobierno político y económico de los pueblos. La Audiencia por su perpetuidad y número e importancia de sus funciones representaba mas de lleno la majestad que otra magistratura alguna, sirviendo a la misma suprema del virrey de norte y contrapeso. Todo este cúmulo de funciones en gran manera choca a nuestro puritanismo filosófico en materia de división de poderes; pero prescindiendo de que el poder es uno antes de que el progreso de la sociedad imponga la dura necesidad de fraccionarle, porque la naturaleza por donde quiera no ofrece mas ejemplar del mando que la unidad, ese amontonamiento de atribuciones realzaba a los ojos del pueblo [146] la grandeza del cuerpo que las ejercía; y este era ya desde luego un inmenso resultado político, gobernándose siempre los hombres por el ascendiente de una entidad moral mas que por género alguno de mecanismo. El prestigio que rodeaba y engrandecía la Audiencia era con esto prodigioso, y grandemente allanaba al gobierno de la América todos los malos pasos. Los fallos que emanaban de ella en el orden judicial podrían hacerse desear, pero eran recibidos por el público como otros tantos oráculos; siéndolo con igual respeto los mas lentos aún que pronunciaba el Consejo de Indias, clave del bello edificio del gobierno de las Américas.

Los nuevos republicanos, hombres advenedizos al poder, en cuyos misterios no estaban iniciados, rompieron al punto con esta tradición, y creyendo que el mundo antes de su advenimiento había marchado al acaso, se plantificaron con la audacia de la ignorancia en medio de las inmensas ruinas que a su alrededor habían labrado, y empezaron con gran seguridad a gritar para que de este caos universal brotase la luz de la organización. De tan insigne petulancia se presenta un modelo acabado en el tono, ya general en la época, pero singularmente [147] arrogante, con que los legisladores del Estado particular de Méjico se dirigen a sus comitentes al confiarles el depósito sagrado de la constitución que acababan de elaborar: “El Estado, les dicen, se ha formado, crecido y levantado a la sombra de sus benéficas leyes. Este cadáver exánime se halla no solo restituido a la vida, sino también lleno de vigor, de salud y lozanía. Todo ha sido sistemado y puesto en arreglo.”

No hay administración de justicia donde el pueblo cree no tenerla, y esta creencia comenzó a arraigarse en el mejicano desde su independencia.

La facilidad con que allí se ha improvisado la multitud de jueces y de magistrados que ha exigido el nuevo orden de cosas, y el casi total abandono y cruel miseria en que los ha tenido el gobierno, han dado el último golpe a la administración de justicia, que bien puede decirse hoy cadáver, y por añadidura, no sea que todavía se levante, exánime. De donde procede, que lo que O-Connell proponía a sus paisanos para escapar a las garras de un feroz despotismo, la creación de tribunales de árbitros, allí se vaya erigiendo en costumbre para escapar a las de otro no menos temible, cual es la casi absoluta carencia de justicia. [148] Sin embargo, y en honor de la verdad, debo decir que he conocido en Méjico magistrados independientes, puros e ilustrados; pero es cosa terrible haber de fiar al heroísmo el orden social en lo que tiene de mas delicado y trascendental.

El sistema federal introducía principalmente dos órdenes de justicia, la justicia federal y la de los estados. La primera estaba depositada en la corte suprema, tribunales de circuito y juzgados de distrito. Esta jurisdicción se ramificaba en toda la república por el orden dicho, y las instancias iban subiendo por los tres escalones, o bien comenzaban en el segundo o tercero según la naturaleza de las causas y de los negocios. Fallaba ella los negocios contenciosos en que un Estado era parte, en que se versaba el interés del fisco o se debatían cuestiones de almirantazgo, y conocía con detalladas minuciosidades de las causas que en el desempeño de sus funciones, y aun a veces en casos comunes, se promovían contra los altos funcionarios, los diputados y senadores, diplomáticos de la república, jueces de circuito y de distrito; habiendo un tribunal especial para conocer de las que se formasen contra individuos de la corte suprema. Esta consultaba además el pase o [149] retención de las bulas en negocios contenciosos, y dirimía las competencias suscitadas entre los tribunales de la federación, entre estos y los de un Estado, o entre los de dos Estados.

La justicia de estos comprendía la jurisdicción común, y en la planta y atribuciones de los tribunales se había seguido generalmente la pauta dada para los nuestros por el decreto de las Cortes de 1813; creando jueces de primera instancia con promotores en todas las cabezas de partido, audiencias territoriales, en las que fenecían los pleitos y las causas, y un tribunal supremo en cada Estado que dirimía competencias, fallaba cuestiones de nulidad en la forma del proceso, y conocía de las causas contra los funcionarios públicos. El congreso constituyente del estado de Méjico, que ya se distinguió por su exagerado democratismo estableciendo una sola Cámara en vez de las dos que establecieron en general los demás Estados, dio una forma particular a la organización de tribunales, erigiendo un juez letrado en cada cabecera de partido, otro en cada distrito que, oyendo el dictamen de dos asociados nombrados por las partes, conociese en segunda instancia, y otro en la capital, que con el mismo requisito [150] fallase en la tercera cuando hubiese lugar a ella, pues dos sentencias conformes debían concluir todo pleito. En la misma capital debía residir un tribunal supremo dividido en dos salas.

Tenemos ya pues tres fueros en la organización judicial antedicha: fuero común, el de los Estados; fuero personal, de los funcionarios públicos, que se ejercía por el tribunal supremo de los Estados o por los tribunales federales en sus casos respectivos; y fuero federal en todos aquellos negocios que de una u otra manera interesaban a la federación: pero no eran ellos los únicos. Había además una organización judicial particular para el distrito federal, que comprendía a Méjico y un radio de dos leguas, y para los territorios, que eran aquellos que no tenían población suficiente para ser Estados, y que debían depender en lo gubernativo y judicial de los supremos poderes federales y de la corte suprema, que hacía para ellos las veces de audiencia: tal era el territorio de Californias, que estaría bien atendido a setecientas leguas de distancia de la capital.

A mas de los enunciados fueros existían garantizados por el acta constitutiva federal los de los militares y de los eclesiásticos. [151] Había un fuero militar común, que se ejercía en lo civil y criminal por los comandantes generales en primera instancia, y en segunda y tercera por el Tribunal Supremo de guerra y marina; y para los delitos militares otro en el consejo de guerra de oficiales generales, y en el ordinario. Había además tres fueros especiales de guerra, el de artillería, el de ingenieros y el de milicia activa.

El fuero eclesiástico subía del obispo al metropolitano, y de este al mas cercano del primero. Si el metropolitano había comenzado la causa, subía la apelación al obispo mas cercano, y en tercera al otro mas próximo: todo con el fin de que las causas eclesiásticas feneciesen en la república, que era el orden antiguamente establecido.

Pero si bien subsistían todos estos fueros, se suprimieron desde 1824 los de los consulados y de minería, ambos acreditados por la experiencia, y que se fundaban en principios de buena jurisprudencia. Para llenar de algún modo este vacío se dispuso en el distrito federal y territorios, que los negocios mercantiles se decidiesen en primera instancia por los alcaldes o jueces de letras, asociándose con dos colegas propuestos por las partes, y en segunda y tercera por la corte suprema. [152] Esta organización privaba desde luego al comercio de la garantía de sus tribunales especiales, y le hacia caer con mayores trabas en las garras de la jurisdicción común, que siempre ha temido él a par de muerte. En cuanto a la minería se la sometió al fuero común con una organización análoga. Había en el distrito y territorios un fuero de vagos formado en primera instancia por un alcalde y dos regidores, y en la segunda por otro alcalde o regidor con dos asociados nombrados el uno por el síndico y el otro por el reo. Esta especie de policía correccional, que después ha sufrido modificaciones, dispone verbalmente de la suerte de la mayor parte de los reos en Méjico, pudiendo condenar hasta a seis años de presidio.

En fin, había un fuero general de delitos de imprenta en toda la república con aplicación del jurado, y es uno de los que han desaparecido, quedando aquellos delitos sujetos a la jurisdicción común, aunque con el requisito de la previa calificación.

La constitución central hizo en la organización judicial aquellas modificaciones consiguientes al espíritu que la animaba, y la regularizó bajo el pie de jueces de partido, audiencias departamentales y corte suprema [153] para los casos de competencia y nulidad, respetando la especial federal para los casos en que ya podía tener lugar, esto es, para ejercer la jurisdicción fiscal y de almirantazgo y para juzgar a los diversos funcionarios: por fin, dejó subsistir la de los militares y de los eclesiásticos en la forma que tenía.

Santa Anna ha suprimido los jueces de distrito y de circuito, ensanchando otro tanto los límites de la jurisdicción común, y ha vuelto a la vida a los tribunales mercantiles y de minería que reclamaba vivamente la opinión.

La administración de justicia se resiente pues allí de esta perpetua movilidad en la organización judicial, así como de las atrevidas reformas introducidas en ella, tales como la elección aplicada a la magistratura en ciertos casos, que aún se conservó en alguno por la constitución central; pero todavía ha sufrido mas si cabe del desorden de la legislación. La legislación de Indias tenía un hermoso sello de sencillez y homogeneidad; pero ella arreglaba casi exclusivamente los asuntos generales del país, el gobierno, el culto, la administración, la suerte de los indios, el comercio, la minería, &c. Así que, por lo que respecta a las relaciones civiles [154] dejaba un vacío que se llenaba por la legislación de Castilla. Los límites de una y otra legislación, la general de Castilla y la especial de Indias, no estaban sin embargo tan bien definidos que no diese esto lugar a alguna complicación en la jurisprudencia por la que se gobernaban las Américas; exigiendo en consecuencia este gobierno un estudio particular muy concienzudo.

Vino después la legislación de las Cortes a introducir un espíritu nuevo, que ha dejado profundas huellas en la legislación mejicana; y en fin, la era republicana ha construido sobre el antiguo edificio todo un cuerpo reciente y de un carácter enteramente distinto, si no acaso diametralmente opuesto. Todos estos elementos heterogéneos se confunden en una masa informe en el cuerpo de la legislación mejicana, dentro del cual viven sin conocerse espíritus tan encontrados como el de la ley romana, la canónica y la civil moderna, genios tan opuestos como el de Felipe II y el de Jefferson. La ocasión pues parecía oportuna para rehacer la legislación e introducir la paz y la armonía en medio de sus discordantes elementos, y esta empresa ya la acometieron varios congresos particulares; porque, ¿a qué no se atreve la ignorancia? [155] Mas fue un singular beneficio que las convulsiones y la muerte de la federación no permitiesen a aquellos impávidos legisladores consumar su obra, que habría hecho de la república un verdadero e inextricable laberinto de legislaciones de todos colores.

Centralizado el poder se pudo ya con menos inconvenientes aspirar a la obra de la codificación, y Santa Anna ha puesto mano en ella como la ha puesto en todo. Hay en la vida de las naciones periodos solemnes, y uno de los mas graves es seguramente aquel en que se atreven a retocar su legislación para ponerla en consonancia con las grandes novedades introducidas en su estado social por todas aquellas causas que incesantemente obran sobre él; que no es dado legislar en todo tiempo, ni a toda mano empuñar el cetro de Justiniano, de Alfonso el Sabio y de Napoleón. La nación mejicana se encuentra al parecer en uno de estos grandes momentos por lo que dice respecto a la necesidad. Mas ¿se ha hecho el silencio de las pasiones al rededor del templo para que el oráculo pueda dignamente hablar? ¿Se halla preparado este oráculo? La tempestad alzada por la revolución cesa según todos los síntomas, y los espíritus se van disponiendo; [156] pero la jurisprudencia, que debía haber marchado con los grandes acontecimientos de la época, lejos de hallarse preparada en Méjico ha perdido infinito terreno. La sociedad antigua y los resortes que la movían, ella los conocía perfectamente; mas la sociedad moderna se le ha escapado de entre las manos, porque no ha tenido tiempo ni calma para estudiarla, y porque ha carecido del genio necesario para este estudio.

Los estudios legales están singularmente desconcertados en Méjico. En tiempo de la federación veinte congresos habilitaban para el ejercicio de la abogacía y de la magistratura. Las dispensas de años estaban a la orden del día, y diputado había que al cabo de algunos años de vocear en la tribuna despertaba una mañana jurisconsulto sin saberlo, porque el congreso había tenido la bondad de pasarle años de tribuna por años de leyes. El mismo congreso general daba en aquel tiempo, y ha seguido dando después, ejemplos incesantes de esta lastimosa facilidad, al mismo tiempo que nada hacia para levantar el estudio de la jurisprudencia del profundo decaimiento en que iba despeñándose. Con tales sacerdotes es pues de conjeturarse que [157] no estará muy bien servida la diosa Temis.

El número de los abogados ha crecido así extraordinariamente en la misma proporción con que ha disminuido el número e importancia de los negocios forenses, ya por la pobreza general, ya por el descrédito de la administración de justicia, ya últimamente por la creación de tribunales mercantiles en que marchan los mas granados asuntos sumamente aligerados de formas; pero en cambio tienen delante de sí los abogados el extenso campo de la política en que emplear sus afanes, si bien este ingrato campo produce para los mas espinas, para algunos flores, y para tal cual elegido sazonados frutos.

Todas estas causas influyen en la administración de justicia, la cual si en lo civil, huyendo de la ignorancia, de la corrupción, de la lentitud e inmensa carestía, se refugia en el asilo de los árbitros, en lo criminal es aún mas desgraciada, pues que ni este recurso le queda, teniendo que dejar huérfana de su protección a la lastimada sociedad.

Esta tiene que apurar las heces de la copa que le propina la revolución, en la desmoralización en que por largo tiempo [158] quedan las masas, y en la propensión duradera que en ellas despierta al crimen. Los malhechores han germinado en la república con una fuerza prodigiosa y aterradora a la sombra de sus vaivenes políticos, hasta el extremo de que en algunos puntos, decía el ministro de relaciones al congreso en 1830, “hay hombres que ejercen un derecho de vida y muerte sobre sus semejantes, sin que el brazo de la autoridad se atreva a extenderse sobre ellos, y disueltos de este modo los lazos sociales, los particulares libran su seguridad en sus propios medios de defensa, y no en la protección que no pueden esperar de las leyes.” Este mal no ha disminuido desde entonces; se ha hecho mas bien crónico, ganando en estabilidad lo que ha perdido en violencia: los ladrones tienen en Méjico una organización completa. Como generalmente se ha encargado a los ayuntamientos la policía, la prevención del crimen no se ha verificado de una manera sistemática sino por esfuerzos momentáneos y parciales: de aquí la grande anchura dejada a los criminales, que largo tiempo dañan impunemente a la sociedad antes de verse expuestos a su venganza. Cuando llega este momento crítico, el ladrón cuenta con apoyo enérgico en las [159] gestiones de sus camaradas: el oro, las promesas y las amenazas mas terribles, desgraciadamente seguidas de puntual ejecución, se ponen en juego para intimidar a los testigos y para parar el golpe de la justicia. Si aun así no logra escapar el criminal, como ordinariamente acontece, un espíritu de lenidad difundido en los ánimos por las modernas doctrinas filantrópicas, ciertamente muy laudables cuando no comprometen la seguridad pública, viene a interponerse entre el brazo levantado de la justicia y su víctima, y el juez entiende entonces que la sociedad queda suficientemente vengada con las penalidades de la detención que ha sufrido el reo, al que si su crimen es demasiado grande, le añade algunos años de presidio. Pero si, en fin, la justicia social logra salvarse de esta nueva eventualidad, aún le queda al criminal el último efugio del indulto, que regularmente no le falta, porque hay allí una conmiseración general mal entendida que aboga poderosamente por la impunidad.

Con todas estas nulidades en la represión del crimen, la vindicta pública es una especie de lotería en Méjico, y ya no puede extrañarse, decía el ministro antes citado, “que criminales públicamente conocidos [160] por tales, muchas veces aprehendidos y puestos ante los jueces, hayan salido libres a perpetrar mayores delitos con la confianza que les inspira la falta de castigo.” Este es un hecho notorio: en Méjico se ve a los ladrones públicos; se da uno con ellos de codo en las calles; todo el mundo dice: “ese es un ladrón,” y ese ladrón vive seguro en el seno de la sociedad a la que hace cruda guerra, y el que quiere tener completa seguridad en los caminos necesita ponerse bajo su protección.

Si la justicia apenas alcanza al débil, mucho menos alcanzará allí al poderoso, cuyos delitos los encubre la capa del boato y ostentación, y los disfraza el disimulo con que se cometen. En el espacio de seis meses o poco mas, entre 41 y 42, se perpetraron en Méjico asesinatos horrorosos. Un infeliz anciano español, portero de oficio, fue asesinado y cruelmente mutilado en la capital y en su casa-habitación: el hecho escandalizó sobremanera, y la autoridad dio órdenes para que se procediese con todo rigor; la causa se sustanció, y resultó un condenado a pena capital: mas éste fue indultado, porque se temieron las revelaciones que había amenazado hacer si la sentencia se llevaba a efecto. [161] Otro español hacendado fue asesinado por los criados de otro hacendado vecino con quien estaba mal por cuestión de aguas: la causa se seguía, y el instigador como los instrumentos estaban presos; pero ya las intrigas andaban en gran juego para detener el brazo de la justicia. Otro español, hacendado también en el Sur y médico de profesión, hombre incapaz de hacer mal, y que antes al contrario hacía mucho bien, fue asesinado por los indios, nueve de los cuales fueron en consecuencia fusilados; mas estos indios no habían sido sino miserables instrumentos, y los verdaderos criminales se señalaban en vano por el dedo del público. En fin, en Tacubaya, a las puertas de Méjico, fueron asesinados con circunstancias horribles un inglés y su señora paseando al anochecer: la autoridad como de costumbre se alarmó y dio órdenes apremiantes; mas la justicia siguió por sus pasos contados, y al cabo de algunos meses nada se sabia aún sobre el probable autor del atentado: ignoro los resultados.

Debo sin embargo reconocer en honor de la verdad, que en 1839 se dio por la autoridad un ejemplo de moralidad, haciendo ejecutar la sentencia de muerte dada en un proceso que duró cuatro años contra un [162] coronel y sus cómplices, convencido aquel de haber dirigido desde el palacio nacional, donde residía como ayudante del presidente, una porción de robos ejecutados dentro y fuera de la ciudad con el mayor escándalo. Este resultado se debió en gran manera a la firmeza de un fiscal de la causa en resistir a las amenazas y a las mas espléndidas promesas; firmeza que probablemente expió con su vida, muriendo dentro del año de la ejecución. También debo hacer otra salva en honor del gobierno de Santa Anna, que si no era demasiado feliz, al menos hacía lo posible por restituir algún vigor al resorte de la administración de justicia.

Las cárceles se encuentran en un estado deplorable, tanto material como moralmente. Los edificios construidos de antiguo o aplicados a este nuevo destino se prestan tan poco a la seguridad, sobre todo en las villas y pueblos, que la fuga es muy general y constante. Los ayuntamientos llevan la carga de alimentar a los presos cuando estos no tienen de que cubrir los gastos; y esta carga es tan pesada para ellos, que lejos de interesarse en la captura de los criminales tienen un poderoso estímulo para soltarlos. Los presos están deplorablemente asistidos, y se ven hacinados en aquellos [163] lugares inmundos, donde se eternizan si no cuentan con algún brazo que por fuera les auxilie. En 1840 fue presa en la capital una persona de suposición, que puesta en libertad hizo una descripción terrible de este foco de corrupción física y moral, la cárcel; y algunos ciudadanos se reunieron para fundar una casa de corrección de jóvenes delincuentes, con el fin de sustraerlos a aquella infestada atmósfera. Otras casas de corrección no existen, al menos para hombres, por mas que en tiempo de la federación se hablase mucho de la penitenciaría de Filadelfia.

He aquí un estado de la cárcel pública de Méjico relativo al año de 1826.

Existencia en 31 de diciembre de 1825 553
Entraron en 1826 Por homicidas y cómplices 151 4.750
Por ladrones y cómplices 1.090
Por riñas y portadores de armas 2.011
Por incontinencia 543
Por varios delitos 955
Total de presos 5.303
Salieron en libertad 4.155 4.628
Id. sentenciados a muerte de garrote 7
a presidio 67
a obras públicas 159
a mujeres recogidas 3
al servicio de la cárcel 229
por cordillera a varios lugares 8
Existencia en 31 de diciembre de 1826 675

Relativo al mismo año y a la ciudad federal es el siguiente estado de presos juzgados militarmente:

Entraron en todo el año de 1826 462
Fueron sentenciados al suplicio 8 362
a presidio 48
al servicio militar 5
a obras públicas 55
a recogidas 6
Fueron puestos en libertad 212
Se fugaron 12
Murieron 2
Pasados a la jurisdicción ordinaria 14
Existentes en fin de 1826 100

Con referencia a los ocho primeros meses de 1836 dio el Boletín de estadística el siguiente cuadro de la criminalidad del distrito federal. En dicho tiempo hubo 255 detenidos, de los que 53 fueron inmediatamente puestos en libertad, y quedaron en la cárcel 202. De ellos eran:

Por homicidio 5
Heridas graves 30
Robos graves 8
Conato de robo 12
Sospechas de id. 30
Estafa y ratería 37
Incontinencia 4
Falsificación de moneda 15
Id. de escritos 1
Embriaguez 17
Pendencias 41
Resistencia a la autoridad 2
Total 202

Yo no se qué exactitud pueda esto tener; pero cualquiera que haya estado en Méjico un solo mes habrá podido observar mas de cinco cadáveres expuestos al público en la Acordada; habiendo días, sobre todo los siguientes a las fiestas, en que los cadáveres se muestran a pares. Además saben los que han estado en Méjico que la embriaguez es el estado habitual de los léperos en domingo, y las raterías su favorito ejercicio en días de labor. Por último, podrá ser que en 1836 no hubiese encarcelados por monederos falsos mas que quince reos; pero también es indudable que en el mismo año todo Méjico estaba convertido en un taller de moneda falsa de cobre, en cuya honesta y ordinaria especulación tomaban parte diputados, generales y comerciantes. Después Santa Anna ha hecho de este delito un delito militar.

Hacienda

Es la hacienda la primera cosa que se afecta de las revueltas públicas, no pudiendo vivir sino en el seno del orden, ni derivar [166] su fuerza sino de la responsabilidad y de la cuenta. Con todo, ella puede y aun ha solido atravesar con bien un periodo revolucionario, sacando bríos de los nuevos elementos suscitados en él y aprovechados hábilmente.

La hacienda del virreinato era un todo muy regular, compaginado con mucha fuerza por la acción del tiempo y la de la autoridad dirigida con inteligencia y sostenida hasta por el vigoroso apoyo de la conciencia. España podía gloriarse de ese bello sistema, que sin grandes esfuerzos por parte de la autoridad ni excesivos sacrificios por parte de la sociedad, producía resultados tan satisfactorios. No por eso defenderé yo económicamente sino el conjunto, y de ningún modo los diezmos, ni las alcabalas, ni los derechos un tanto excesivos sobre las platas, sin embargo de que en parte estaban contrapesados por la abundante y barata provisión de azogue que hacía el gobierno.

En 1712 las rentas del gobierno fueron de 3.068.000 pesos: en el quinquenio de 63 a 68 el año común fue de 6.169.000, en el de 80 a 84 de 18.176.000, y en el de 95 a 99 de 20.462.000; altura en que se mantuvieron las rentas hasta el año 10. [167] El rápido aumento que tomaron desde el año de 8o se debió al llamado comercio libre y demás medidas de la época, entre las que merece notarse la baja del precio de los azogues. Sin embargo, en aquel producto no se contaban, ni las temporalidades que ya administraba el gobierno, ni el producto de correos que Humboldt graduó mas tarde en 250.000 pesos, ni algunos derechos como el de avería, que por entonces cobraba el consulado de Veracruz, ni los llamados ajenos, como el monte pío y bienes de difuntos. En dicho último producto figuran los derechos que sobre metales preciosos se cobraron con los nombres de derechos de ensaye, de oro y plata pasta, de vajilla y amonedación de oro y plata por 3.890.000 pesos; los azogues y fletes por 621.000; los tributos de indios por 1.247.000; las alcabalas por 3.028.000; novenos 192.000: bulas 301.000; subsidio, medias anatas y mesadas eclesiásticas, vacantes mayores y menores, por 167.000; tabacos 7.540.000, &c.

Los gastos de recaudación y giro se graduaban generalmente en un 15 por 100; pero como además había que deducir el capital anticipado para el giro y movimiento de las rentas estancadas, resultaba próximamente un total de gastos de cuatro y medio millones de pesos, [168] y otro de 15 a 16 millones líquidos. He aquí las atenciones de 1802.

Sueldos del virrey, intendentes y empleados de Hacienda pesos 510.000
Administración de justicia 130.000
Pensiones y otras cargas comunes 500.000
Situados ultramarinos de América y Asia 3.010.000
Tropas veteranas y milicias 1.500.000
Presidios contra los indios 1.100.000
Arsenal de San Blas 100.000
Fortificaciones y buques de guerra de Acapulco y Veracruz 1.000.000
Misiones de Californias y otras 50.000
Total pesos 7.900.000

Por manera que cubiertas todas estas atenciones, aún quedaban disponibles para remitir a España sobre 7 millones de pesos.

Desde 1810 comenzaron a bajar las rentas públicas por los efectos desastrosos de la guerra que se siguió, por la desorganización que no pudo menos de introducirse en el ramo de hacienda, y por las innovaciones hechas en el sistema de contribuciones. Suprimiéronse algunas, modificáronse varias, y planteáronse otras nuevas. Entre las primeras figura prominente la del tributo de los indios: esta era una contribución excelente y ligera, compensada por la exención de alcabalas y diezmos que proporcionaba a los que la pagaban: solo tenía de [169] malo cierta nota de servidumbre y olor de capitación, que fue lo que alzó en su contra la voz de los filántropos del siglo, habiendo el mismo Abad y Queipo propuesto al gobierno su extinción. Las Cortes, ávidas de popularidad, la abolieron, cuando hubiera sido mas cuerdo despojarla de la nota odiosa que la afeaba, generalizándola en términos hábiles a toda la población.

La hacienda pues vino a menos durante la guerra, pero aún se sostenía bastante bien, cuando a pesar de tan difíciles circunstancias y nocivas influencias rayaban sus productos en 1820 en 14 y medio millones de pesos, en cuya suma no figuraban sin embargo las contribuciones extraordinarias que sufrían los pueblos y las haciendas para el mantenimiento de patriotas, que así se llamaban los realistas. El déficit era entonces de 226.000 pesos.

En 1822 las rentas habían bajado 12.883.000 pesos con respecto al año común del último quinquenio del siglo anterior; pero por otra parte había por nuevas vías y arbitrios un aumento de 1.750.000: por manera que el ministro Medina calculaba aquellas en un líquido de 9.328.000 pesos, con el cual había que atender a un presupuesto de gastos de 13.455.000, y además [170] a los de la lista imperial, Consejo de Estado y réditos de capitales tomados. El déficit había que cubrirle de alguna manera, y la administración echó mano del ruinoso expediente de los empréstitos, que a tal equivale la emisión de 4 millones de papel moneda, y del mas escandaloso aún de la ocupación de las conductas de plata. Así la administración imperial, después de haber rebajado las alcabalas y los derechos de las platas con el fin de adquirir popularidad, y de haber desorganizado la hacienda, dejó gravado el Erario nacional con una deuda de 5.936.000 pesos, cantidad a que ascendieron los compromisos del gobierno independiente desde el plan de Iguala al de Casa-mata en el espacio de veinte y cinco meses.

El ministro Arrillaga se encargó por entonces de la hacienda, y dio bastante buena cuenta de ella, volviendo por el crédito del gobierno en cumplir los compromisos que habían quedado en descubierto, procurando reorganizar la renta del tabaco, que a toda priesa se le escapaba de entre las manos, luchando contra la indolencia e inmoralidad de los empleados de que altamente se quejaba, y proponiendo la organización de la administración de hacienda [171] bajo las bases del decreto de las Cortes españolas de 29 de junio de 1821.

En noviembre de 1823 presentó una cuenta de las entradas del semestre corrido desde abril, que hacía subir las rentas a 6.418.000, que se reducían por gastos de administración a un producto líquido de 4.651.000, del cual todavía se bajaba por desfalcos de ciertas rentas a un producto neto de 3.252.000. En esta última suma figuraban algunos ramos nuevos, como el de correos, bienes de comunidad y de Inquisición, donativos, y principalmente 88.000 pesos del empréstito de Richards contraído en agosto anterior. Este cuadro descubría un fondo grande de penuria; pero sin embargo, como nada sea mas fácil que cubrir una apurada situación rentística con el manto estrellado de los números, este buen ministro ofrecía al congreso la seductora perspectiva de un presupuesto de entradas para el año económico inmediato de 15 millones de producto bruto, en el que habría un superabit de dos y medio con que se podría atender a la supresión de las alcabalas y otros objetos: la república acababa de nacer, y no quería oír hablar de miserias.

El año de 1824 las rentas subieron a 8.452.000 pesos, el de 25 a 13.164.000, y [172] el de 26, que fue el de oro de la federación, a 14.159.000. Pero es necesario tener en cuenta que estos son los números que dio el famoso ministro Esteva, que dirigió la hacienda mejicana desde mediados de 24 hasta principios de 27, y que tan grande interés tenía en abultar los resultados ventajosos, tanto por lo que halagaban a su susceptibilidad facultativa, como por el efecto que debían de producir en el extranjero. Así, la cuenta de ingresos que presentó al congreso de los diez meses transcurridos desde 1º de setiembre de 1825, la cual daba un producto líquido de 13.848.000 pesos para una cuenta de gastos de 12.189.000, fue cruelmente castigada por la prensa de la oposición, y por la contaduría mayor y comisión inspectora de la cámara de representantes. Eran deducibles de dicha cuenta, por no pertenecer a rentas federales sino al ramo de crédito público en el cual se habían indebidamente involucrado, 2 millones y medio de pesos percibidos por cuenta de los empréstitos extranjeros, 575.000 de avería y peajes, 48.000 del 2 por 100 de platas, además de 337.000 de existencias en 31 de agosto de 25, y mas gruesas cantidades que por la misma razón debían excluirse en el ramo de aduanas y otros; [175] por manera que las verdaderas rentas federales solo habían producido en dichos diez meses unos 8 millones de pesos, dejando un descubierto de mas de 4 comparadas con los gastos del mismo período.

Aun en esos 8 millones, para calcular el estado de las rentas era necesario tener entendido que 1.368.000 pesos correspondían al contingente de los estados, y que las aduanas marítimas, ramo nuevo debido a la independencia, habían producido un líquido de 6.414.000 pesos, si bien hay que rebajar 2 millones correspondientes a adeudos anteriores a este período; de donde se evidencia, que el ramo de hacienda del gobierno virreinal estaba casi literalmente aniquilado en aquella época. Y no por esto se crea que el desfalco procedía de un sistema rentístico sabiamente ordenado, a la sazón en mantillas pero de grandes esperanzas, porque el sistema español subsistía en cuerpo y alma, y casi no se había tocado a la nomenclatura antigua. Los estancos, las odiosas alcabalas, los diezmos, las loterías, todo cuanto había de vicioso económicamente en aquel sistema, otro tanto subsistía y a nada se había tocado. Solo hay que exceptuar los derechos de las platas, en que se habían abolido los antiguos de señoriaje y reducido los [174] de monedaje al costo de este; pero también estaban empeñadas en consecuencia las casas de moneda, y se había suprimido el fondo de rescates que tan útil era, suspirando así el público como el gobierno por otro orden de cosas.

El decreto de 4 de agosto de 1824 había clasificado las rentas, distribuyéndolas entre los estados y la federación, y en consecuencia se dieron después multitud de disposiciones para organizar cada una de las federales, de modo que el año de 26 se contaban ya cuatro tomos de decretos y reglamentos de hacienda; pero ningún pensamiento nuevo se anunció a propósito de vivificar este departamento importante y ponerle en consonancia con las necesidades de la producción. Los aranceles, punto tan trascendental en un país como Méjico, habían sido improvisados sin conocimiento de causa y de una manera imprudente en 1821, y el mismo Esteva reconocía al fin de su ministerio que la parte por él retocada en materia de aforos merecía reverse, por ser este un origen continuo de reyertas entre la aduana y los comerciantes, y de desfalcos para la hacienda.

En cuanto al orden introducido en la administración de la hacienda, por mas que [175] Esteva en las apuntaciones a su sucesor le pinta como inmejorable, merece escucharse el dictamen de la contaduría mayor y el de la comisión inspectora sobre el particular. Quéjase aquella en la glosa de la cuenta de los ocho meses primeros de 25 de que se carecía de datos originales para formarla, “resultando de aquí, decía, que la cuenta se halla informe, incompleta y falta de comprobación.” Esto en cuanto a la del crédito público; y por lo que dice relación a la cuenta general de aquel periodo, la comisión inspectora dice, que “no pudiendo avanzar aserto alguno particular, solo se limita a establecer los generales tristísimos de que ni en la administración ni en la cuenta ha habido mas que desorden, ni las leyes dadas hasta ahora para sistemar la hacienda han sido observadas exactamente; y en fin, que no tendríamos jamás administración ni erario si hubiésemos de seguir como hasta aquí.”

Es pues de verse que las oficinas recaudadoras y distribuidoras, organizadas bajo la sombra de la Dirección y de la Tesorería general no habían hasta entonces correspondido a las esperanzas, así como los resultados materiales distaban infinito de corresponder al cuadro presentado por el ministro. Había sin embargo en la organización de la hacienda [176] una excelente rueda ideada con el objeto de aplicar al sistema la acción fiscal de la cámara, y consistía en una contaduría mayor dependiente de esta, que preparaba la glosa de la cuenta a la comisión inspectora. Si las revoluciones intestinas hubiesen permitido y asegurado a esta intervención funciones libres, ella habría introducido con el tiempo el orden en el caos de la hacienda mejicana; pero ¿qué orden es posible donde no se paga ni se residencia a los empleados, donde jamás se ha podido saber a punto fijo ni lo que entra ni lo que sale, y donde un comandante militar, a título de dar pan al soldado o de salvar la patria, pone la mano sobre los fondos mas sagrados?

El espíritu de inteligencia y probidad que animaba al personal de la antigua administración se había maleado bastante durante los trastornos de la guerra de la independencia, pero recibió golpes aún mas contundentes de los desórdenes que siguieron a esta, de la irrupción de gente nueva en los empleos, y de la perpetua movilidad a que los dejaba expuestos el cambio incesante de la escena política. Las tradiciones de las oficinas amenguábanse con esto de día en día, y desaparecían con los antiguos empleados; habiendo venido a agravar el [177] mal el decreto de 10 de mayo de 1827 removiendo en masa a los empleados españoles que habían quedado después de la independencia. Ese decreto se modificó y aun revocó después del reconocimiento; pero esa revocación no ha tenido hasta el día una ejecución franca y leal.

Si Esteva no fue demasiado feliz en la organización de la administración, se mostró impávido en seguir la senda de los empréstitos que le dejó abierta su predecesor. En 1º de mayo de 823 autorizó el congreso al gobierno para contraer un empréstito de 8 millones de pesos. El comisionado en Londres, entendiendo, porque así le convenía, 8 millones efectivos, le contrató al 50 por 100 por 16 millones; que fue una manera peregrina de interpretar mandatos ajenos. Esteva al entrar en el ministerio se halló con este quid pro quo, y el modo que tuvo de salir del paso fue, reconociendo la legitimidad del empréstito, servirse de una nueva autorización del congreso para incorporarle con otro nuevo de 16 millones; componiendo ambos una deuda efectiva para la república de 32 millones, que aun así excedía en 4 al límite puesto por el congreso de 28 por las dos autorizaciones. Hizo presente la necesidad de sostener esta sublime [178] operación financiera si no se quería ver demolido el edificio del crédito; y el congreso, aterrorizado por este espantajo, cerró los ojos y aprobó la conducta del ministro, quien todavía tuvo la gloria de aumentar algunas sumas considerables por vía de suplementos a aquella cantidad respetable.

El primer empréstito de 16 millones produjo 8, de que deducidas comisiones, cantidades reservadas para dividendos de intereses y amortizaciones resultó un líquido de pesos 5.900.000. El segundo de igual cantidad vendido 86¾ produjo pesos 13.880.000; mas deducidas comisiones de comisiones, cuarta parte reservada para la amortización de las obligaciones del primero y otros agios, quedaron disponibles pesos 6.852.000. La comisión de venta de este empréstito había solo producido a la casa de Londres pesos 832.000. Dichos líquidos disponibles se libraron sobre Londres siempre a cambios ruinosos para el erario nacional, y de ellos se dispuso para equipos y armamentos aún mucho mas ruinosos, para compra de dos buques en Inglaterra y otros en los Estados-Unidos, para fomento de la renta de tabaco, para embajadas que entonces gastaron alegremente; y lo que es aún mas peregrino, de esos fondos dispuso por sí y ante sí el ministro mejicano [179] en Londres nada menos que por la suma de 63.000 libras esterlinas para sacar de un ahogo a una república hermana; así como para comprar unos buques suecos que jamás se vieron en las costas de Méjico se invirtió una suma mayor, sin que se haya sabido hasta ahora quién dio la orden de semejante compra, o quién fuese el responsable de ella.

Las cuentas de los empréstitos no pasaron sin grave censura de parte de la contaduría y comisión inspectora; pero lo mas sensible del caso es que las dos casas contratistas quebraron en Londres, y que cogieron mas de 2 millones de pesos, que el ministro pudo haber situado a tiempo en el banco, donde a mas de estar seguros habrían devengado un interés. Esto obligó al mismo a contraer nuevos compromisos con otra casa de Londres, que se encargó de seguir cubriendo las obligaciones del gobierno mejicano; resultando de todo al cabo de los años, que habiendo desaparecido sin fruto visible los empréstitos, como no se cuenten por tal las grandes fortunas improvisadas a su sombra, haya quedado con capitalización de intereses atrasados una deuda efectiva para Méjico de mas de 70 millones de pesos. [180]

Así la historia de los empréstitos es en aquel país la misma que en todas partes; historia de agios, de inmoralidad, de torpezas, de fortunas improvisadas, y de ruina cierta para la nación que entra en tan peligrosa vía. Es una tentación demasiado fuerte en esta edad corrompida la de haber de disponer de los ahorros, del sudor y de la sustancia de las generaciones venideras para que puedan los gobiernos vencerla; pero Méjico, que aspiraba a sentar en el mundo su reputación de parsimonia republicana, dar en el torpe lazo, es lo que no puede fácilmente comprenderse sino acudiendo a la única explicación en el caso, la de que las costumbres estaban ya allí corrompidas, y hacían imposibles las instituciones republicanas. El único pretexto plausible era el de la necesidad de la defensa; ¿pero por ventura las armas de España no se habrían antes bien embotado en el escudo de la virtud que amparase al desnudo pecho republicano, que en los lucientes petos y guarnecidos cascos?

España a fines del siglo pasado envió a Méjico un virrey, cuya memoria permanece allí como el tipo ideal del buen gobernador: ese virrey casi tuvo que defenderse por pobre en el consejo de Indias en su juicio de residencia, [181] que le sobrevivió: excuso decir que hablo del gran Revillagigedo. Una reputación rival se ha levantado en nuestros días en el continente americano, que es gran milagro en tiempos tan miserables como los que corren: también excuso decir que esa reputación es la de Tacón. La corte envió a Branciforte para reemplazar a Revillagigedo; y para que el contraste fuese completo, ese italiano llevó la corrupción en el mando hasta el cinismo. Pues a ese tal Branciforte, que no las quería sino para robar, dejó Revillagigedo unas admirables instrucciones, en que en cada página se descubre al grande administrador y al celoso patriota.

Esteva había oído seguramente hablar de esas instrucciones, y celoso de la gloria que ellas habían granjeado a su autor quiso hacer algo de parecido, y dejó a su Excmo. sucesor unas apuntaciones, desleídas en 108 páginas de una edición en octavo prolongado bastante compacta. Las tales apuntaciones son una especie de minuta de la planta de la secretaría de hacienda, de los nombres y de las virtudes de cada uno de sus empleados, y de los negociados que corrían a su cargo: son un panegírico eterno del sistema de hacienda [182] introducido por él; pero en vano se buscará en ellas una sola idea de administración que le eleve a uno del polvo de tan prosaicos pormenores, los cuales descienden hasta el punto de decir al sucesor, que “en la carpeta núm. 21 se advertirá la falta de cuatro pesos, que según expresión del señor Arrillaga está pronto a entregar el individuo a quien se dieron las letras.” Esto lo dice el ministro en cuyas manos se habían derretido los empréstitos. ¡O virtud republicano-americana !

Esteva, sin traer a la administración ningún pensamiento organizador, dejó volúmenes enteros de decretos y reglamentos, y él mismo parece gloriarse de esta su fecundidad financiera, aludiendo en sus apuntaciones con cierto aire de triunfo a los cuatro tomos que dejaba de decretos de hacienda, y en que por su parte venía a salir a mas de un volumen por año de su administración. A este signo muchos habrá que le reconozcan por gran rentista; mas el genio está tan lejos de habitar en medio de esas voluminosas colecciones y de esas cargas de camello de las secretarías, que antes por el contrario, así en la región de la especulación como en el terreno de la acción, él siempre se ha anunciado por su instinto [183] simplificador: la sabia administración moderna decididamente se ahoga en el mar de expedientes que la circunda, si la mano del genio no viene a salvarla. Esteva pasó en Méjico por un grande hombre porque importó allí la moda de escribir y de legislar en materias de hacienda. Tal fue el gran ministro de la federación.

El ministro del imperio había dicho que no se podía atender con algún desahogo a las cargas del gobierno sin los 20 millones de pesos que el español recaudaba; cifra que ha hecho el tormento de los mejicanos, y de la cual se han visto cada vez mas alejados. La federación, que no introdujo orden alguno en la administración de la hacienda, tampoco se distinguió por sus economías. Los gastos ordinarios del gobierno federal que para el año de 24 los calculó el ministro en 12.748.000 pesos, para el de 27, en que mas orden se había introducido, lo fueron en 13.363.000; pudiendo muy bien calcularse los gastos todos de la federación, así los ordinarios como los extraordinarios, cuando menos en 20 millones de pesos, según es de importante el reato de los empréstitos que ella dejó en pos suyo.

Pero además de los gastos federales había los de los diez y nueve estados, [184] cada uno de los cuales tenía que pagar todo un gobierno y una administración completa. El presupuesto de gastos de todos ellos, sin contar el contingente que tenían que pagar y que nunca entregaron puntualmente al gobierno federal, ascendía a 5 millones de pesos; y claro es que en esta suma no entraba mas que lo oficial, y que no se contaban en ella los infinitos agios y socaliñas de que tantos vivían entonces. A todos estos cuantiosos gastos es por último necesario añadir el de los ayuntamientos, sobre el que no hay cálculo fijo, pero que ascendía a muy gruesas sumas, corriendo ellos con todas las atenciones municipales, y además con las de policía, cárceles y milicia nacional.

La federación pues no hizo otra cosa que añadir ruedas sobre ruedas a la máquina del gobierno y aumentar prodigiosamente las cargas públicas, cuando la necesidad mas urgente era la de acreditar el nuevo orden de cosas con economías y mejoras positivas, sobre todo al salir de una prolongada guerra que tan pesadamente había gravitado sobre la fortuna pública y sobre la producción. Solo las dietas y los viáticos de quinientos legisladores, con los gastos consiguientes de secretarías y demás, [185] subían a 1.600.000 pesos. Las legaciones en esa época de empréstitos gastaron también espléndidamente, y no parecía sino que el tesoro mejicano se creía sin fondo, según era el espíritu de prodigalidad que por donde quiera se introdujo. La sociedad por otra parte no veía remunerados tan grandes sacrificios, pues lejos de sembrar para el porvenir, aun las necesidades corrientes las desatendía el gobierno, y el orden público permanecía inseguro.

El ministro Medina había computado en 76.286.000 pesos la deuda interior de la nación; pero su sucesor Arrillaga se apresuró a desvanecer la siniestra impresión producida por aquel aserto, reduciendo de un golpe la deuda a 44.714.000 pesos en esta forma.

Deuda con interés anterior a la independencia 27.090.000
Réditos de dicha deuda 9.766.000
Préstamos sin intereses 3.297.000
40.153.000
Deuda posterior a la independencia 5.957.000
Total pesos 46.110.000

De aquí deducía aún la parte por la que salía acreedor el consulado de Méjico. Las disminuciones hechas en la deuda anterior a la independencia procedían de una [186] partida de 8 millones de deuda ilíquida, y de otra de 26 de asignaciones del gobierno español; mas en esta última es claro que cuando menos había una porción sagrada, cual era la de 5.193.000 pesos de fondos remisibles a España, provenientes de papel sellado, azogues y otras materias que de aquí se proveían y no se habían pagado. Esta deuda interior ha crecido extraordinariamente desde 1833, época desde la cual el gobierno ha vivido de anticipaciones de sus rentas; pero ni está clasificada, ni se sabe a punto fijo a lo que asciende.

He dicho que en 1830 se inauguró una era de orden, a cuya sombra, y bajo la inteligente y práctica mano del ministro Mangino, respiró la hacienda y dio no pocas señales de vida; mas en 1833 volvió a entronizarse el desorden, que ha adquirido una gran consistencia a favor del estado de perpetua revolución en que se ha encontrado el país, habiendo sido la hacienda víctima de semejante situación.

Hasta esa época los empréstitos extranjeros, la tal cual actividad del comercio, y la mayor regularidad de la administración de Alamán habían permitido al gobierno vivir con cierto desahogo; mas desde entonces los cálculos financieros se han reducido [187] allí a comer hoy lo que había de producirse mañana; y como la mas pingüe renta era la de aduanas marítimas, cuyo producto se gradúa en 6 millones de pesos, sobre ella principalmente se han dado libranzas, que los comerciantes benefician al introducir sus mercancías. Estas libranzas se daban unas veces por el total, otras por el 68 o por el 85 de pago; mas como los apuros del gobierno crecían de día en día con este fatal sistema, se veía él en la necesidad de repetir los contratos, haciendo de tiempo en tiempo una masa de todos ellos para libertar una parte de la renta. Los agiotistas antiguos tenían que partir su hipoteca con los nuevos; y aun periódicamente para sacar al gobierno de graves conflictos se veían en la precisión de refaccionar sus créditos, procediendo el ministro en todos estos negocios autorizado por una ley; porque, eso sí, las instituciones son y han sido allí siempre una verdad.

Así nacieron los fondos del 15, del 17, del 18, del 10 y del 12 por 100, habiendo entre otras causas contribuido a este aumento de compromisos la eterna guerra de Tejas, el bloqueo francés y los vales de alcance con que se pagaban sus atrasos a los empleados, y que ellos negociaban en la [188] plaza a un 8 o un 10 por 100 de pago. Santa Anna al entrar últimamente en el mando halló la renta de aduanas gravada con el 62 por 100 que pertenecía a los acreedores de fondos, y con la sexta parte del total que se llevaban los ingleses por intereses de su deuda: por manera que el gobierno la tenía casi completamente enajenada. Entonces dichos acreedores se apresuraron, por parar el golpe que les amagaba, a ofrecer al gobierno una suspensión de cobro de seis meses; mas pasaron estos, y como los apuros del gobierno iban siempre en aumento, tuvieron ellos que sufrir de nuevo la ley que quiso imponerles el gobierno.

Con tales vicisitudes cualquiera tendrá por detestable el oficio de agiotista en Méjico; mas no es sino muy lucrativo, habiéndose en él labrado gloriosas fortunas, y distinguiéndose a tiro de ballesta allí un agiotista del común de los comerciantes, como un príncipe se diferencia de sus vasallos. Solo la suele pagar el pobre mercader que labró con mil afanes su mediana fortuna, y a quien tienta el diablo por hacerse de repente gran capitalista.

Ha encontrado pues Santa Anna en bien triste estado la hacienda, y sus primeros [189] cuidados se han dirigido a levantarla del abatimiento grande en que se encontraba, creando una junta de arbitrios extraordinarios. El solo anuncio produjo desagradable sensación, pues se veía el empeño en continuar viviendo de expedientes; y aun la misma junta hubo de ofenderse de semejante denominación, empezando en cabeza de sus trabajos por protestar contra todos los arbitristas presentes y futuros. Son notables sus tres primeros arbitrios, a los que pudieran reducirse todos, pues ellos contienen el secreto de toda reforma en hacienda. Dice el 1º “Somos pobres, y solo nuestro orgullo puede hacer creer que somos ricos: la realidad es que una nación no es grande ni rica sino en razón del número de sus habitantes y de sus recursos industriales.” El segundo arbitrio consiste en economías en los sueldos, en las jubilaciones y las cesantías. El tercero sienta la necesidad de contar el peso que entra y el que sale, y de introducir contabilidad, sobre todo en el ejército, “por ser este uno de los mas grandes desaguaderos de la hacienda.” Pero Santa Anna, que había empezado por duplicar las necesidades en vez de cercenarlas, no gustó mucho de este lenguaje.

En vez de economías y contabilidad [190] Santa Anna comenzó por plantear nuevas contribuciones, sin reparar en que no por mucho sangrar el río llega mas agua al molino. Confirmó pues y dio nuevo vigor a las que Bustamante con no muy buen éxito había introducido, como la del tres al millar sobre la propiedad rústica y urbana, y modificó bajo una planta mas sencilla la capitación: hizo contribuir asimismo la riqueza mobiliaria bajo la forma de recargos mensuales a todos los oficios y profesiones, y gravó diversos objetos de lujo, como el coche, el caballo, el teatro, &c.; en fin, dio una extensión extraordinaria al derecho de timbre, sometiendo al comercio a cargas pesadísimas y altamente impolíticas.

Así se ve que Santa Anna entró de lleno en el sistema de contribuciones directas, que en tesis general y supuesto un orden regular de administración e inversión son las más razonables, no teniendo otra ventaja las indirectas en el estado actual de desorden en la organización de las sociedades y sus gobiernos que la de dorar la píldora al contribuyente. Pero esta consideración no basta para absolverle, pues ante todo debió partir de la posibilidad de la sociedad para contribuir; y es seguro que Méjico, acostumbrado de antiguo a pagar muy poco y eso [191] en una forma llevadera, no estaba a la sazón en disposición de aumentar las ya pesadas cargas que sobrellevaba para cubrir las atenciones del gobierno, sobre todo hallándose el comercio tan paralizado, y tan atrasados todos los ramos de riqueza pública.

Al menos debióse pensar en liberalizar el sistema de rentas todo lo posible como en un correctivo de su parte odiosa, y solo vemos que en este sentido se modificó el arancel haciéndole un poco mas favorable al comercio; mas el gobierno se comportó después de una manera sobradamente ligera, pues aún no se cumplía el plazo de seis meses prefijado para que empezase aquel a observarse, cuando ya le sometió a alteraciones que le desnaturalizaban completamente, aspirando a encerrarse cada vez mas dentro del círculo del sistema prohibitivo. Estas veleidades son funestas en política, y mas que todo dañan al comercio.

Pudiera el gobierno haber desestancado ciertos artículos, y sobre todos el tabaco; ramo de producción de inmensa importancia, reducido hoy a la nulidad para el Erario y para el público. Esta renta había sido una de las mas pingües del gobierno español, en cuyos buenos tiempos había excedido [192] su producto de 4 millones de pesos sobre una venta total de 8; pero desorganizada por la guerra, y mas que todo por la invasión de doctrinas económicas contrarias, por la acción cada vez mas débil del gobierno y por los apuros del erario, habíase arrendado en la segunda administración de Bustamante a una empresa particular, que logró regularizarla en lo posible, y manifestó que sobre una venta total de 4.800.000 pesos podía llegar a producir bien montada 1.080.000. Levantóse en esto un gran clamoreo contra la empresa, y no queriendo ella luchar contra semejante disposición de los espíritus, antes de concluirse su contrata resignó la renta en manos del gobierno, quien cargó con todas las existencias y enseres por 8 millones de pesos. Al gobierno se le dijo que era mal administrador: que sus apuros no le permitirían fomentar las rentas con las grandes anticipaciones necesarias; que el comercio y la agricultura recibirían como un insigne favor la libertad de este interesante ramo, siendo fácil asegurar sobre el expendio del tabaco una renta igual o superior sin las zozobras del estanco; que al menos le redujese a la hoja y libertase el labrado; pero nada bastó para impedir que [193] Santa Anna reorganizase la famosa renta, estableciendo multitud de oficinas con grandes sueldos, que era lo que mas urgía.

El ramo de alcabalas era de los que mas visiblemente exigían una radical reforma. En el último quinquenio del siglo anterior figura el año común por 3.028.000 pesos, producto que se elevó aún bastante en los primeros años del presente siglo. En el último semestre de 1823 produjeron las alcabalas interiores 632.000 pesos, y deducidos gastos un líquido de 456.000. Esta suma ha ido bajando con el tiempo, así como han ido creciendo los embarazos que al comercio ocasiona dicha renta. Las guías y los pases, de que necesita andar provisto el comercio interior, es para él un semillero de extorsiones, y para el erario un manantial perenne de desavenencias y de trabacuentas: nada puede idearse mas absurdo ni mas contrario a todo principio de buena administración; pero Santa Anna, que no tiene simpatías de ninguna especie con el comercio, no solo no accedió a la prudente reforma que en este particular le proponía la comisión de arbitrios, sino que mandó que se exigiesen inexorablemente los atrasos que resultaban a favor de la hacienda en este odioso ramo de diez años a la fecha; [194] atrasos que debían exigirse a los fiadores que responden del pago de la alcabala en el lugar del consumo cuando se trata de efectos del comercio exterior, sin tener en consideración que los trastornos del país imposibilitaban a los deudores de acreditar el pago por haber desaparecido los documentos.

En fin, para colmo de odiosidad el gobierno, que ya devengaba derechos sobre las conductas de plata, ha aumentado el de extracción de los caudales, poniendo cada vez mayores trabas a la circulación de este único artículo de exportación. No parece sino que mira con entrañas de compasión cada convoy que se dirige al puerto escoltado por un regimiento, y que allá en su fondo simpatiza con los economistas mejicanos, que aseguran que hay un medio muy sencillo de hacer nadar en la abundancia a aquel infortunado país, y es el de cerrar los puertos a la salida de la plata, por cuyo medio la riqueza rebosará dentro de él. Puertas abiertas y puertas cerradas: he aquí la única economía política con crédito hoy en Méjico. [195]

Aspecto exterior

El Nuevo-Mundo tiene su fisonomía particular con que salió de las manos de Dios, lleno de hermosura y de grandiosidad. Es imposible ver y no amar aquella naturaleza ataviada de tan gran lujo de creación en las tierras bajas, y dotada en las altas de tanto vigor, bajo un cielo tan puro, que se anubla periódicamente para inundar la tierra con el torrente de las aguas tropicales.

En los Estados-Unidos el suelo se muestra mas tenazmente vestido del eterno bosque que le recubre desde la cima de los Aléganis hasta el borde del Atlántico, y que se abre a duras penas para recibir en su inmenso seno el camino, el canal y el vapor que le incendia en su atrevido paso, la risueña aldea que nace en él con la frescura de una flor y con las proporciones de una robusta encina, la inmensa ciudad en fin que ayer fue humilde aldea y hoy es el centro del comercio y de una portentosa vida social. Las líneas y depósitos de agua [196] dulce, sobre todo al otro lado de los montes, son de un vasto poder, y el genio de aquel pueblo ha sabido someterse esos grandes instrumentos de civilización: los puertos son magníficos, y las anchurosas bahías se dilatan dentro de las tierras con la fuerza de un mediterráneo.

No así en Méjico, donde, sobre todo por la parte del Seno, la costa se presta poco a la navegación, el tránsito a las tierras frías es repentino y el aspecto que ofrecen grandioso, pero severo y desnudo; donde los ríos y los lagos son escasos, si bien es aún mas pobre que ellos la industria del hombre; porque existen grandes depósitos de agua casi inútiles y acaso solamente nocivos, como los lagos que circundan a Méjico y ocupan una cuarta parte de la superficie del valle, la laguna de Chápala de ciento sesenta leguas cuadradas, las de Pátzcuaro, Mextillan y el Parral: existen además por ambas vertientes de la cordillera, ofreciendo grande ayuda a la unión comercial de ambos mares, los ríos Goatzacoalco y Chimalapas en el Sur; el Motezuma y el Panuco, los de Lerma y Santiago en el centro, el río Bravo, el Gila y otros en el norte.

El pasajero que hace rumbo a Méjico, [197] cuando ya se halla rendido a la fatiga del viaje, divisa un día por la proa del buque un pico coronado de nieve eterna, que la mano diestra del marinero le ayuda a discernir de las amontonadas nubes que le sirven de pintada base: es el pico de Orizava, que anuncia el término anhelado de la navegación y la presencia de la encantadora América. La baja costa comienza a salir paulatinamente del seno de las aguas vestida de espeso verdor, y a dibujarse cada vez mas distinta en el ojo solícito del viajero, que al cabo se fija en el triste castillo de Ulúa y en las murallas y torres de la cercana Veracruz. ¡Veracruz, rodeada de arenales, cuyo primer aspecto no justifica el crédito de que en el mundo goza!

Cuando yo entraba en el llamado puerto, zarpaba de Sacrificios para Europa la escuadra francesa que había tomado a San Juan de Ulúa. Veracruz pues estaba desierta; y sus anchas y hermosas calles, en otro tiempo embarazadas por el comercio de dos mundos, ahora mudas y desamparadas, devolvían el eco lúgubre de nuestros pasos, interpolado con el ruido del inmundo sopilote cebado aún en los despojos de la guerra, que alzaba su tardo vuelo de debajo de nuestros pies, y con el triste mahullido del gato, [198] tenaz habitante de aquellos abandonados y bellos edificios. Veracruz ha sufrido desde la independencia todos los azotes de la guerra, que le ha traído principalmente la cercanía del malhadado San Juan de Ulúa; ha sufrido además por la disminución de su comercio, que ha tenido que partir con Matamoros, Tampico y otros puertos del Seno.

La diligencia conduce al viajero en menos de 24 horas a Jalapa al través de la hermosa sábana que se extiende desde el mar con elevación gradual hasta el pie de la cordillera, hacia cuya medianía se halla situada aquella pintoresca y salubre villa, lugar de pasatiempo, de diversión e intrigas amorosas, donde el opulento comerciante de Veracruz venía a olvidar sus negocios en el seno de los placeres, a respirar el aire suave de la montaña, y a disfrutar del magnífico panorama que allí desdoblaba a sus ojos una naturaleza incomparable.

La segunda jornada de diligencia conduce a la Puebla de los Ángeles. La subida de la cordillera produce un cambio repentino de decoración en la presencia de la tierra fría, desnuda, pero siempre grande. Perote, punto militar, es una población intermedia poco agradable, en donde se experimenta o [199] mucho frió o mucho calor, y de donde se desea salir pronto a pesar de que la empresa de diligencias ha hecho lo posible para dulcificar las horas de reposo que allí concede al viajero.

Córrese en seguida por una tierra llana de escasos accidentes y pobre vegetación desparramada; tierra que tiene todos los visos de desierto, sin faltarle el beduino salteador, y en donde acaso se topa con algún pueblecito negruzco o hacienda, en que sin embargo se alza con nobles proporciones la casa de Dios.

Puebla, eso sí, redime al viajero de tan penosa impresión, y le ofrece la bellísima perspectiva de la segunda ciudad de la república, cuyo puesto le disputa Guadalajara en importancia mercantil y población, si bien ella despliega hoy un gran genio industrial. Dos eminencias inmediatas se le presentan coronadas de una fortaleza y de un santuario de Guadalupe; detrás deja y ha dado un último vistazo al hermoso pico de Orizava, y a su frente levantan sus nevadas cabezas los dos soberbios volcanes que presiden al otro lado de los montes el valle del Anáhuac. Puebla tiene anchas y alineadas calles, con hermosos edificios, y una bellísima catedral de gusto [200] bastante puro del siglo XVI, en medio de cuya nave mayor se levanta un suntuoso tabernáculo, o como allí llaman ciprés, de vistosos mármoles. A la salida de la ciudad se ve un hermoso paseo de moderna construcción.

La tercera jornada conduce a Méjico. A la izquierda se muestran las pirámides de Cholula; montecitos artificiales construidos sólidamente por los indios, sobre cuyas plataformas (hoy coronada una de un templo de la Virgen) inmolaban víctimas humanas a sus dioses y se defendían de sus enemigos, ocultando acaso sus entrañas los sepulcros y las riquezas de algún cacique. A la derecha queda Tlascala, pero no a la vista, y conserva algunos restos monumentales de su antigua existencia. Los indios aquellos guardan siempre una memoria fresca de las cosas y de los monarcas de España: vive en ellos aún la grande alma de Majistcatzin.

Una penosa subida lleva por entre corpulentos pinos a lo alto de Riofrío, y allí desde la cima de la cordillera el viajero hurta a las vueltas de la diligencia una mirada encantadora sobre el gran valle del Anáhuac que a sus pies se dilata, en el cual descubre acaso como una mancha la que [201] poco después se levanta con orgullo, hermosa e incomparable ciudad del Nuevo-Mundo. La diligencia entretanto no marcha, sino que mas bien se precipita por la ladera occidental de la cordillera, y continúa así por espacio de dos o tres leguas, hasta que por un gran milagro se encuentra uno en el llano sin rotura visible de huesos.

Ya en fin lo engalanado de los tiros anuncia al viajero que se trata de la última posta, y que está para entrar en Méjico. A su derecha queda el hermoso lago de Tezcoco, cuyas aguas disminuyen de día en día; a su izquierda el de Chalco, y por medio de los dos una calzada, en otro tiempo bañada por las olas de ambos y hoy guarnecida de hileras de árboles, le conduce como una bala desde el Peñón por mas de una buena legua a las puertas de la renombrada ciudad. Son estas mezquinas, y el aspecto que al pronto ofrecen los barrios desagradable; mas vánse mejorando poco a poco las cosas hasta que desemboca uno en la magnífica plaza, cuadro verdaderamente imponente, limitado por un lado por la catedral, por el otro por el palacio, y por los otros dos por soportales y edificios de mucha regularidad. En uno de sus ángulos se [202] levanta el Parián, especie de bazar hoy en vía de demolición, emporio antiguo del comercio. En el centro se erigió a principios del siglo un soberbio monumento, estatua ecuestre colosal de Carlos IV en bronce, obra notable por el mérito de la fundición, que se salvó en una tabla del furor revolucionario, y hoy espera órdenes en el patio de la universidad.

La catedral es de mucho efecto y de fábrica muy acabada del siglo XVII, concluida en fines del XVIII; y aunque no de formas las mas puras de arquitectura clásica, puede anunciarse como el mas suntuoso templo erigido a la gloria de Dios en el Nuevo-Mundo, y superior a muchos de los renombrados en el antiguo. No es menos grandioso, aunque hoy muy reducido, el culto que bajo de sus altas bóvedas ofrece la piadosa Méjico a la majestad del Criador, haciéndose notar la copia de las luces, la profusión de las ricas alhajas, el valor de los ornamentos y un notable efecto en el conjunto. La colosal lámpara de plata que lucía en el medio de la nave mayor ha sido derretida para subvenir a la reparación del daño causado en las bóvedas por el terrible terremoto de 1837, que estuvo para hundir la ciudad. Al lado de la catedral está el [205] Sagrario, templo bellísimo, pero exteriormente un poco sobrecargado de adornos churriguerescos. Estos dos templos se hallan situados sobre los cimientos del famoso de Tenochtititlan, dedicado al dios Marte de los aztecas, el héroe Huitzilopoztli, y el mismo sobre cuyas gradas se vio en tan grave conflicto Hernán Cortés.

El palacio es un cuadro inmenso de un solo piso principal y antigua fábrica, pues ya le principió el conquistador: está construido sobre el terreno que ocupó el de Ajayacatl, padre de Motezuma, el mismo en donde se hospedó Cortés con su gente en su primera expedición. Contiene en el día la habitación del presidente con su capilla; todas las secretarías de Estado; la tesorería general y tribunal de cuentas; la corte suprema de justicia; la comandancia general; las dos cámaras, ambas bellísimas, en especial la de representantes; dos cuarteles, el uno de infantería y el otro de caballería, con su parque; dos cárceles, almacenes, jardín botánico y cátedra; la casa de moneda y mil otras dependencias.

La ciudad está fundada en el terreno mas bajo del valle, y por consiguiente se ve amagada de continuas inundaciones, que han observado el periodo de diez y nueve años, [204] a pesar de los grandes trabajos del canal famoso de Huehuetoca. Fueron estos ideados para desaguar los lagos del N. O., y en su construcción invirtió el gobierno español 6 millones de pesos; siendo la obra hidráulica mas atrevida del siglo XVII: hoy se hallan en un estado lastimoso de abandono. Esta situación sujeta además a la ciudad a un grande estancamiento de aguas fétidas, cuya circulación, aunque lenta, por medio de alcantarillas cubiertas que hay en todas las calles se promovía antes con mucho gasto y perseverancia, cuidándose además de mantener expeditas las innumerables zanjas de las inmediaciones; trabajo grandemente desatendido en el día. Los vientos del Sur aumentan la cargazón de su atmósfera con los miasmas de los lagos de Tezcoco y de Chalco; pero sin embargo, esa atmósfera se barre mas ordinariamente por los vientos de los otros cuadrantes que son dominantes, y se purifica por las aguas periódicas, resultando bastante salubre la ciudad. Desde el tiempo de Revillagigedo se halla esta bien alumbrada y empedrada, con cómodas y anchas banquetas. Un magnífico acueducto conduce a Méjico sus aguas potables desde Santa Fe, a dos leguas, partiéndose en Chapultepec en dos ramales. Las casas [205] están distribuidas por manzanas con uno o dos pisos y azoteas, y las calles espaciosas y rectas dejan a los cuatro vientos admirables escapes de vista, que van a perderse en las lejanas y azuladas montañas. Todo esto bajo un cielo templado y purísimo, y alumbrado a la altura de ocho mil pies por el espléndido sol de los trópicos, da a Méjico un aire tal de magnificencia y de perpetua fiesta, que en vano se buscaría en otra ciudad alguna del universo.

Méjico se mostró a la vista enamorada del conquistador con la frescura de una ciudad flotante en medio de una vasta laguna sembrada de verdes islas y de pueblos pintorescos, y rodeada de un cerco de lozana vegetación. No: la hermosa Italia no pudo parecer tan bella desde los altos Alpes a los ojos ambiciosos de Aníbal y Napoleón, como la encantadora Méjico al entusiasmo sublime de Hernán Cortés cuando se le ofreció con la novedad de la creación al desvolver él la sierra por entre los dos magníficos volcanes, puestos allí por la mano de Dios como para alumbrar con su eterna blanquísima luz el gran valle del Anáhuac. Hoy las aguas se van retirando y la vegetación consumiéndose, y la ciudad fija su planta sobre un terreno mas firme, que da [206] indicios sin embargo del primitivo dominio que sobre él ejercieron los lagos. Gran parte de la hermosura antigua ha desaparecido en consecuencia, sin que se haya reemplazado por la de un esmerado cultivo; pues es visto que los españoles no tienen la pasión de la naturaleza, y que sus hijos los mejicanos la tienen aún mucho menos, saliendo al campo periódicamente, pero llevando siempre la ciudad consigo.

Las inmediaciones de Méjico carecen pues de la hermosura del arte, pero tienen en cambio toda la que la naturaleza les ha prodigado, y de que la mano del hombre no las ha podido despojar. Guadalupe, Tacuba, Chapultepec, Tacubaya, San Agustín, San Ángel, son sitios deliciosísimos en que en una mañana fresca de cualquiera estación del año se respira la vida que anima aquella naturaleza incomparable, y muy especialmente en Chapultepec, bajo aquella familia de sabinos, sublimes restos de la antigua vegetación del Anáhuac, gigantes de la creación, ante cuyas nobles, hoy arrugadas frentes, han pasado las glorias de la corte de los emperadores aztecas y la severa y augusta pompa virreinal… ¡Oh, que allí se vive por un instante la vida de los siglos! [207]

Son hermosos los paseos de Méjico, pero en general se ven hoy grandemente abandonados: en días festivos están concurridísimos de coches y de gente a caballo. El coche es allí un mueble, mas que de lujo, necesario; no atreviéndose apenas las señoras a poner los pies en la calle, temerosas de confundirse con los léperos que son insolentes, cuidadosas de evitar objetos nada gratos a la vista ni aceptos a la decencia, y muy principalmente por cierto tono de señorío y grandeza que siempre ha dominado en la porción escogida de aquella sociedad. A los antiguos redondos coches encaramados sobre sopandas, en donde no se conciliaba la comodidad ni la elegancia, van sustituyendo las magníficas carretelas y landós venidos de los talleres de Londres y Bruselas; así como las prosaicas mulas cabizbajas van cediendo su puesto a los macizos normandos y mas acorzados caballos ingleses: entiéndase sin embargo que solo los agiotistas son los que se hacen arrastrar allí de una manera tan desusada como poco económica. El lujo de las habitaciones va recibiendo el mismo tono europeo, que también se observa en las mesas: por manera que en último análisis resultan en Méjico al cabo de sus revoluciones dos progresos [208] incontestables, el del lujo y el de la miseria, su inseparable compañera.

Uno de esos paseos, el bellísimo de la Viga, construido por Revillagigedo, ofrece un atractivo particular en el canal de Chalco que corre a lo largo de él. Vénse circular por este canal multitud de canoítas que vienen todos los días del año a surtir el mercado de Méjico de frutas, de verduras y de flores: la india, rodeada de todos estos dones de la naturaleza en medio de su canoa, ordinariamente formada de un tronco de árbol, mueve con su pala con singular gracia y desenvoltura esta flotante isla de verdura, que se desliza silenciosa y veloz por encima de la tersa superficie de las aguas; pero cuando mas particularmente se hace notar este sencillo espectáculo es el viernes de Dolores, día en que desde el amanecer se precipitan en mayor número y con mayor carga de flores las canoas, y en que la india, ordinariamente limpia, se presenta mas compuesta y engalanada. Hostigada la vista de colosales vapores y del humo de sus infernales chimeneas en Europa, complácese uno allí en asistir a estos rudimentos de la navegación y en remontarse a aquellos primeros ensayos en que la naturaleza tomaba de la mano al hombre, y le [209] iniciaba modestamente en los secretos de las artes y de la civilización.

Vase hermoseando Méjico, no tanto por las nuevas construcciones, como por el aire de elegancia que va tomando la ciudad en sus tiendas, cafés y teatros. Aquellas se adornan a porfía de día en día, y cada vez se montan bajo un pie mas lujoso, guardando en esto compás con la diminución de sus rendimientos. Antiguamente era una humilde tienda, bautizada con el modesto nombre de cajón, la que hacia la fortuna de una familia, y acaso venía haciendo de atrás la de muchas: hoy son suntuosos templos de las artes los que sirven de tumba espléndida a los sacrificios y a las esperanzas de infinitas; pero tal es el giro de los tiempos y el orden de competencia y de vida europea en que va entrando Méjico. Los cafés son numerosos y están decorados con lujo: teatros había tres, el uno de ópera italiana que no ha podido sostenerse, y los otros dos de declamación servidos por compañías españolas, pues son escasos los actores mejicanos, y ninguno de las primeras categorías. Se estaba construyendo un teatro en la calle de Vergara, y será, así que se vea concluido, un bellísimo ornamento de la capital. Se construía también un hermoso [210] mercado en la plaza del Volador, al tiempo que se hablaba de derribar el Parián y de erigir un monumento en medio de la plaza mayor. Santa Anna, que como Augusto quiere pagar en monumentos a los mejicanos su amada libertad, es el que promueve todas estas obras.

De los edificios públicos merece notarse el colegio de minería, palacio verdaderamente regio dedicado por la ilustración de nuestros monarcas al culto de las ciencias. El arquitecto Tolsa, valenciano, fue quien ideó y dirigió su construcción. Por lo demás hay multitud de templos muy bellos, pero que no merecen notarse después del de la catedral: hay también porción de conventos, notables por sus dimensiones y sólida arquitectura; hay en fin gran número de hospicios, de hospitales y colegios, todos de gran costo y comodidad.

Hay en Méjico una media docena de fondas, servidas por españoles y extranjeros, en donde se cuida bastante bien a la europea por cincuenta a sesenta duros mensuales. La cocina mejicana va sufriendo notabilísimas modificaciones de la irrupción de artistas extranjeros en el importante departamento de la bucólica; y los gastrónomos, que yo sepa, no se han quejado hasta [211] el día de tan radicales innovaciones, que son siempre peligrosas en todo género de materias. Con todo, subsisten en pie en medio de este vasto campo de ruinas los frijolitos, que aunque sea a los extranjeros les gustan; mas por lo que toca al pseudococido español, tan recargado de plátanos, de yerbitas y de zarandajas, va viniendo a tierra por instantes, y concluye si no se le depura de tantos adherentes. Por lo demás, el mole, aunque sea de guajolote, el chile verde o encarnado, los tamalitos, y tantos y tantos comistrajos de la cocina indiohispana, vanse a toda prisa retirando de las mesas escogidas, y refugiándose en las de los rangos mas subalternos. La cocina mejicana carece del importante renglón de los pescados; porque de la mar, sobre ser malos, no vienen, y de tierra solo hay sabroso el bagre, que escasea bastante. Tampoco las carnes y las aves, aunque abundan, son muy sustanciosas; pero en cambio hay copia inagotable todo el año de verduras y de frutas, en especial las del país, que son exquisitas y de prodigiosa variedad; pues de las europeas solo existen comibles los perones y la pera-gamboa, que es particular.

Son allí continuas las romerías y muy concurridas; pero se hacen notar por un [212] cierto aire sombrío de reserva. El indio no hace mas que extasiarse en el templo al brillo de las luces y al aroma de los inciensos, y en saliendo fuera quemar cohetes y ruedas, que es su pasión. El lépero, envuelto en su toga romana (en lenguaje mas modesto frazada), se pasea y observa; hace continuas visitas a la tienda del pulque, (brebaje que no trocaría él por el mismo Lafitte en persona), y cuando mas echa su jarabito, baile de menudos y compasados movimientos, que guarda perfecta consonancia con el gracioso punteado de la bandurria, que le sirve de estímulo y de guía. En cuanto al blanco, echa un vistazo a pie o a caballo, y pasa el mayor rato en una huerta o fonda, en donde reparte su precioso tiempo entre las graves ocupaciones de la mesa y del juego. No hay allí pues aquella explosión de alegría, aquella variedad de juegos que dan una fisonomía tan animada a nuestras romerías, particularmente en las provincias del norte: el carácter mejicano es apagado.

Entre todas estas romerías merecen particular mención las de Guadalupe y San Agustín. La primera se celebra en el santuario de este nombre, a una legua de Méjico y en dos días distintos con interposición [213] de veinte, el uno por los naturales, y el otro por la gente de razón; pero en ambas dominan aquellos, porque la Virgen de Guadalupe es su numen protector. Llega el pobre indio de sesenta leguas a la redonda, despeado y alimentado de las tortillitas que sacó de su choza, y su primer afán es ir a postrarse en el templo y regar con abundante lloro su hermoso pavimento; es ir a saludar a su madre y adorar a su reina y señora. La noche la pasa al rededor del santuario, durmiendo al aire libre. El día de la festividad vuelve con no gastado amor a obsequiar al objeto de su culto, entrando a su presencia con danzas y sonajas, en que toman parte las mujeres, los ancianos y los niños: asiste a todas las ceremonias, y se acurruca al pie de un altar donde pasa horas enteras. En esto saca acaso de entre mil envoltorios una estampita o un santito de bulto, que toca tres veces al altar, y le vuelve a envolver con cuidado para llevársele consigo: compra también multitud de estampas y medallas, y se divierte en echar y recibir muñecos desde la torre. Fuera del templo hay porción de lugares sagrados que visita con la mayor devoción, entre otros una capillita donde hay una cisterna, con cuyas aguas milagrosas se baña [214] una y mil veces la cabeza; terminando su procesión en una ermita colocada en un montecito, lugar de la aparición al indio Juan Diego. Desde allí una mirada al valle sería encantadora; mas el pobre indio se cuida poco de aquel sublime espectáculo: su corazón es todo de la Virgen. Ciertamente es admirable el efecto mágico de la religión sobre una existencia tan humilde, y su divino poderío para colmar en el corazón del indio el vacío de todo otro sentimiento grande, en especial el de su libertad e independencia.

Las fiestas de San Agustín de las Cuevas, situado a tres leguas de Méjico, se celebran por mayo y duran una semana, si bien los días de mayor fuerza son tres: allí no es la piedad la que reúne a los hombres, sino la pasión del juego: allí se rinde culto exclusivo a la diosa de la Fortuna o de la Fatalidad, y hasta las mismas Gracias sufren su tiránico yugo. No les basta jugar todo el año, y llevar consigo esta funesta pasión a las reuniones mas escogidas y a los pasatiempos del campo; los mejicanos necesitan todavía de unas fiestas saturnales, en que sin freno entregarse al juego, y en que aun los mas recatados y prudentes se abandonen a tan peligrosa ocupación. [215] Hay allí montes por todas partes: los hay de oro, en que se ven seis mil onzas formadas en columnas, y crédito indefinido además; los hay de oro y plata, de plata sola, de plata y cobre, y de cobre solo; para que todas las clases de la sociedad, desde el opulento capitalista hasta el proletario, encuentren medio cómodo de entregarse a su favorita pasión. El presidente juega con sus ministros y otras notabilidades: mas el magistrado, el general, el comerciante, el dependiente, todos se confunden al rededor de la mesa pública, en donde no se acatan mas distinciones sociales que las que establece el oro. Solo las señoras de categoría no juegan, al menos públicamente; pero toman parte en las vacas que juegan sus conocidos.

Es de admirar el orden que reina en los montes, donde no se oyen mas palabras que las pocas que exige la marcha del juego, ni otro ruido que el del oro que se paga o se recibe. Si hay alguna cuestión, al punto se decide caballerosamente, pagando el montero cualquiera cantidad que se le reclame. La baraja circula por la mesa, y no hay mas que albur seco. El mejicano no altera su compostura estoica en próspera ni en adversa fortuna, siquiera se esté arruinando completamente, y tenga al salir del juego [216] que sacar a su mujer y a sus hijos de la casa paterna, último resto de su hacienda, como mas de una vez sucede. El español, aunque no de tanta flema, tiene o aparenta por orgullo la misma impasibilidad. Son muy pocas o ninguna las fortunas formadas en el juego, e infinitas las que en él desaparecen; pero son muchas las que deben su origen a la participación de las ganancias del monte, formando este un ramo de especulación de los mas lucrativos en Méjico. En los días de la fiesta se pregunta: “¿Y quién ha hecho hoy campaña?” El afortunado es el héroe del día, y su nombre circula de boca en boca, admirándose su valor y serenidad. La campaña consiste en jugar a la dobla; llegándose a elevar los puntos hasta mil quinientas onzas, y aun a veces a desbancar un monte cuando no tiene gran reserva.

En San Agustín se juega también a los gallos y se atraviesan gruesas sumas. El señor Presidente actual suele bajar a tomar parte en esta arena de apuestas, siendo el juego de gallos una de sus favoritas diversiones. Las señoras se visten tres veces al día, la una de iglesia, la otra de calle y la tercera de sarao; pero es en vano que se adornen y que luzcan su gentil talle y perfecciones: ellas tienen que contentarse con [217] los desechos de los montes, con la sociedad de aquellos que han sido maltratados en el juego, y que por distraerse y dejar pasar las malas horas vienen a buscar su amable trato.

Hay otras funciones en Méjico, y particularmente la de los toros. La cuadrilla es española, si bien los rancheros son los que hacen de picadores. Estos se presentan en buenos caballos cubiertos de cuero; lo cual, y la mayor debilidad de los toros, hace que no sean tan sangrientas como entre nosotros estas bárbaras fiestas, oprobio de nuestra civilización. Hay además los coleaderos, los herraderos y otras diversiones propias del campo, en las que lucen los rancheros su valor, su agilidad y destreza en el manejo del caballo.

Por último, hay tres días notables en Méjico, los de difuntos, Todos Santos, y otro mas en que se celebra la fiesta llamada de las calaveras, seguramente por la multitud de ellas, de tumbas y objetos análogos en dulce que se venden al rededor del Parián. Esos días son unos de los pocos del año en que las señoras pisan la calle y salen a lucir sus galas, y tienen en consecuencia un atractivo singular para el forastero: en tales días es necesario llevar a que compren su [218] calavera a los niños de la casa, y aun cuando no sea a los niños; pues por una costumbre romántica en aquel clásico país, usaron de antiguo los amantes regalar a sus queridas su calavera: los compadres tenían que hacer un regalo igual a sus comadres; mas todas estas prácticas de la edad de oro de aquella sociedad van a toda priesa desapareciendo ante los afanes de la nueva vida pública, y ya la fiesta de las calaveras no es lo que fue hace veinte años.

La turba se dirige en tales días a los cementerios, donde se entretiene en repasar los curiosos epitafios que abundan sobre las sepulturas. Méjico ha entrado también en esta línea de progreso, y se ha dado al cultivo de este precioso ramo de literatura moderna, de que, a pesar de sus adelantos, puede tomar aún provechosas lecciones en Pére la Chaise, y aunque sea en los nebulosos cementerios del otro lado del canal.

Omito hablar de la fiesta de las posadas, y trascribir otros rasgos de la fisonomía de aquella sociedad, que tan notablemente se altera de día en día, revistiéndose del aire común y reservado que da el trato de los extranjeros y los cuidados de una existencia azarosa; mas no puedo [219] excusarme de decir dos palabras sobre los compadres, tratándose de un país en que todo se hace por compadrazgo. Es este un parentesco que se ramifica allí portentosamente, y que impone sacrificios y deberes al padrino; así como le produce sus emolumentos, si bien estos guardan escasa proporción con aquellos. El padrino empieza por hacer frente a todos los gastos del bautizo, los cuales hoy se van reduciendo, pero antiguamente eran muy considerables: tiene que llevar sus bolsillos provistos de bolos y que son medios de plata u oro muy nuevecitos, para regalar a todos los conocidos de la casa; tiene que regalar a la parida el día del bautizo, y que volverla a regalar el día que sale a misa, y que regalar en fin a la nodriza y al ahijadito cuando va creciendo; que es cuento de nunca acabar. En cambio siempre es el bienvenido a casa de la comadre, la cual le envía continuamente platitos de dulce hechos de su mano. El mayor empeño que se puede allí echar a uno es el de su comadre; porque ¿qué cosa podría negar un buen compadre?

Después del de compadre nada es tan común y tan respetado como el título de compañero: allí son por toda la vida [220] compañeros dos generales, o dos magistrados, o dos ministros, o dos porteros que han servido juntos, o dos abogados que ejercen en los mismos tribunales: en una palabra la sociedad entera está trabada por los dulces lazos del compañerismo, y al oír tan grato nombre, cualquiera creería reproducidos allí los tipos del camarada y del hermano de armas, que tan hermosas páginas llenan en la historia de la edad media; pero correría gran riesgo de equivocarse, si no se reducía a afirmar secamente que la boca de los mejicanos es una fuente de miel. Estas y otras expresiones dulces, unidas a frases eternas de civilidad y cumplimiento, con mas una voz insinuante y maneras cultas, dan al trato en Méjico un grande aire de suavidad.

Población

Desde fines del siglo XVI se hicieron padrones en Méjico, pero hasta 1793 no existió el único trabajo de esta especie que merezca el nombre de censo general, el formado por el conde de Revillagigedo, que hacia subir la población de N. E. a 5.200.000 habitantes. [221] Mas es de advertir, que se omitieron en este censo tres intendencias, la de Veracruz, la de Guadalajara y la de Coahuila. Después se ha trabajado continuamente en el censo, aunque no con el método y concurrencia por parte del gobierno que fuera de desear. El boletín del instituto nacional de geografía en Méjico, después de tomar en consideración todos los trabajos precedentes, daba en 1808 a la república dividida en sus veinte y cuatro departamentos una población general de 7.044.000 habitantes, y un aumento en años benignos de 1⅘ por 100. Establece también, aunque no sobre datos bastante completos, un exceso de nacidos en las tierras calientes sobre las frías de 1½ por 100. Resulta además de sus observaciones confirmada la opinión de Humboldt sobre una preponderancia del sexo fuerte, aunque en proporción mucho menor de la que asigna este sabio; siendo por regla general mayor el número de hembras en las latitudes bajas y menor en las altas, con excepción del departamento de Tamaulipas, en que a pesar de su temperamento cálido predomina grandemente el número de hombres. Esta población está repartida en ciento veinte y cinco ciudades y villas (suponiendo que no haya aumentado su número [222] desde la independencia) y en multitud de pueblos y haciendas. Cuatro quintos de ella la componen por partes casi iguales los indios y las castas, y el resto es de europeos y sus descendientes, además de nueve a diez mil africanos que había el año en que comenzó la guerra de la independencia.

Según el mismo periódico era en aquella época la población de la ciudad de Méjico de 205.430 habitantes, en que solo se contaban 69 negros, todos libres. Un estado publicado por el ayuntamiento de aquella ciudad da en 1839 a la misma el siguiente movimiento de población.

| | Hombres | Mujeres | total | | | ----------- | --------- | ----- | ---- | | Nacidos | 3385 | 3254 | 6639 | | Muertos | 2693 | 2945 | 5638 | | Aumento | 692 | 309 | 1001 |

La población mejicana contiene pues tres tipos originales, el del blanco, el del rojo y el del hombre negro; habiendo de su mezcla, y en especial de la de los primeros, provenido las castas, de que hay dos tipos secundarios, el del lépero, habitante de la ciudad, y el del ranchero, habitante del campo. Los negros fueron introducidos allí, ya tarde, en el [223] escaso número que se ha dicho, con el objeto de laborear las tierras calientes, en especial las que se destinaban al cultivo de la caña de azúcar. La ley de 13 de julio de 1824 dada por el congreso constituyente, abolió para siempre en toda la república el tráfico de esclavos, declarando libres a los que fuesen introducidos, y estableciendo penas para los contraventores. Las constituciones de los Estados hicieron igual declaración respecto de los que naciesen en lo sucesivo; y por último una disposición general de 15 de setiembre de 1829 dio la libertad a todos los esclavos existentes en la república, ofreciendo indemnizar a sus dueños. Así acabó la esclavitud en Méjico; pero ha retoñado en Tejas, cuyos colonos yanquis, sin hacer caso de aquellas disposiciones, introdujeron negros en gran cantidad para el cultivo del algodón; constituyéndose de este modo en estado negrero, y siendo este uno de los mayores estímulos que pudieron ofrecer a la inhumana avaricia de los estados del Sur de la Unión para comprometerlos en el fomento y defensa de sus sacrílegos intereses.

Los pueblos que habitaban el territorio del imperio mejicano tenían la tradición (y de ello certifican las pinturas y las escrituras [224] jeroglíficas que pudieron salvarse en el siglo de la conquista) de haber venido peregrinando por la parte occidental de América, deteniéndose en su marcha hacia el Sur en este o el otro punto mas favorable, y fundando ciudades de que conservaban grandes recuerdos: tal entre otras la famosa ciudad de Huehuetlapallan al Norte del río Gila, donde hicieron alto las siete primitivas familias que suponen Boturini y Veytia salieron de Asia, y de donde se ramificaron las expediciones por el continente americano. De todos modos la mezcla confusa de barbarie y de civilización que era de observarse en el famoso imperio de Motezuma, de leyes sabias y de costumbres atroces, de ignorancia y de sabiduría tal como la que arroja de sí el famoso calendario mejicano, obra admirable en precisión y cálculo, arguye un anterior estado social mas adelantado, de que pudo ser teatro aquella ciudad u otro imperio en esa parte del continente.

Los chichimecas y otomíes, los ulmecas, toltecas, acolhuis y aztecas fueron las principales tribus que se precipitaron del Norte ya desde antes de nuestra era, y venían empujándose con dirección siempre hacia el Anáhuac, o tierra situada en medio de las aguas, desparramándose después en diversas direcciones. [225] De ellas los aztecas arribaron los últimos a este punto hacia el siglo XII de nuestra era, y de pequeños principios y con varias vicisitudes lograron alzar el poderoso imperio que redujo a la dominación de Castilla Hernán Cortés.

Este imperio tenía a las puertas de su capital dos monarquías, que pueden decirse feudatarias suyas, aunque afectaban grande independencia, las de Tezcoco y Tlacopan o Tacuba; y a poco mas distancia, esto es, a diez y ocho leguas, un estado independiente con el que estaba en perpetua guerra, la famosa república de Tlascala; lo que no da una grande idea de su poder. Pero de todos modos este poder, que se extendía incuestionablemente mas lejos, no era en manera alguna civilizador, sino opresor y guerrero, y su médula se cifraba en los tributos de toda especie, aun de mujeres hermosas, que Méjico estaba en posesión de exigir de los países conquistados, a los que trataba por medio de régulos con la mayor dureza.

Los grandes trabajos de nuestros misioneros y obispos en el siglo mismo de la conquista, no solo para reclamar de la jurisdicción de la idolatría a aquellos infelices indios, sino para enseñarles la agricultura y los oficios mecánicos mas necesarios, [226] para apartarlos de sus hábitos vagabundos e indolentes y para reducirlos a una policía civil, dan idea suficiente del estado de embrutecimiento, abyección y miseria en que debían por entonces encontrarse, sin que sea parte para reformar este juicio tal o cual arte de lujo en que sobresalieron por haberlos fomentado la corte, ni este u el otro residuo de antigua superior civilización. Aquellos trabajos apostólicos se hacen sobre todo admirar por el celo, por la caridad y por la ilustración que los animaban en las personas de los tres primeros obispos de las tres diócesis de Méjico, de Puebla y Michoacán, los señores Zumárraga, Garcés y Vasco de Quiroga: con especialidad este último, el Ambrosio de la América, que pasó a los 68 años de edad desde la toga al episcopado, y consagró el resto de su preciosa vida hasta los 95 a este santo ministerio, lo hizo con tan gran fondo de virtud y superior ilustración, que no habiendo recibido sino indios errantes que aborrecían a par de muerte el yugo español, los dejó a su muerte mansos y civilizados; viviendo en multitud de pueblos con ordenanzas sabias y tantos progresos en las artes de la sociabilidad, que el resultado se hace prodigioso, y solo creíble atendiendo a la virtud civilizadora [227] que nuestra religión encierra. Hoy es, y esos pobres indios aún conservan fresca la memoria de su apóstol, y las madres le muestran a sus hijos en una estampita con el nombre del tata o de padre nuestro.

Los indios, aunque todos lleven el sello de la raza americana, tienen entre sí mil diferencias, ya acaso por alguna variedad secundaria de origen, ya mas principalmente por las influencias del clima según que habitan en la tierra caliente o en la fría, ya en fin por la naturaleza de sus ocupaciones y régimen alimenticio. Los bárbaros fronterizos del norte son de buena talla, fuerte musculatura, fiero mirar y color rojo oscuro con pelo negro y lacio: en Sonora los indios civilizados son también de buena talla, pero de una figura mas agradable y forma mas compuesta. No así en Méjico y en general en el centro de la república, donde el indio es de talla mas aplastada, de seca contextura fuertemente ligada, de color sombrío, ojo negro penetrante, en que la natural fiereza se halla con dificultad vencida al yugo de la nueva civilización; greñas lacias y negras que dan a la fisonomía, de suyo despierta e inteligente, un giro agreste y no poco montaraz. En fin, la indiada degenera al Sur, y llega [228] hasta mancharse su piel en los que se llaman pintos.

El indio mejicano es dócil al gobierno, si bien está un poco desmoralizado por efecto de la guerra en que los insurgentes le hicieron tomar no pequeña parte, y por el de la independencia, no habiéndose aún podido hacer mudar de objeto a la especie de idolatría con que antes respetaba al rey y a sus representantes. El cura es el único que le maneja, y el fraile quien mejor que nadie se insinúa en su corazón; pero se gasta de día en día este prestigio, porque el cura y el fraile van rebajando continuamente en su concepto, y presentándose a sus ojos sin aquel celo desinteresado que antes tanto los recomendaba a su cariño. Al blanco le aborrece interiormente, pero también reconoce su superioridad y la acata en lo exterior, en especial tratándose del español, cuyo tono franco de dominación y mayor liberalidad empeñan mas su sumisión y respeto. Con todo, es difícil sonsacarle, prevenido siempre contra quien se toma interés por él, y eludiendo toda pregunta embarazosa con aquel eterno pues quién sabe, señor; por cuyo medio sale de todo conflicto, que lo es para él el revelar nada de cuanto diga relación con su vida e intereses. [229] Así la presencia del blanco le desconcierta siempre, permaneciendo con los ojos en el suelo aun cuando tiene que contestar. La india es un poco mas abierta y expresiva: hablan poco y mal el castellano, y entre sí siempre el mejicano.

Es además el indio muy codicioso, llevando esta cualidad hasta enterrar el dinero y no revelarlo ni aun en la hora de la muerte, como sobre todo se verifica en la provincia de Oajaca, donde se calculan sustraídas por este medio a la circulación gruesas sumas provenientes de la venta de la cochinilla. Es también no poco indolente, si bien con sus subordinados exigente y cruel: la india es generalmente muy trabajadora y hacendosa, cargando en medio de todos sus afanes con la criatura que lleva a todas partes a la espalda, envuelta en una tela burda que anuda por delante. Es en fin tan parco en la comida como aficionado a la bebida (la del pulque, que es con la que a menudo se emborracha), y dado a la lascivia; llegando a cambiar su mujer con facilidad si el cura o la autoridad no le van a la mano. Su alimento es la tortillita de maíz, que le muele y amasa la india, y es por cierto muy sabrosa, la cual moja por todo regalo en una salsita de chile. Por extraordinario come [230] tasajo de chivo o chito, como allí llaman, y la india le prepara mil comidillas a cual mas repugnantes a una vista profana. Su vestido se compone de sandalias, gregüescos de cuero, y una ropilla de lana o algodón que se mete por la cabeza y se ajusta a la cintura con un correón; sombrero de ala ancha de paja u otra materia económica: así lleva descubiertos aun en tierra fría los brazos y las piernas. La india tiene sus zagalejos burdos, su camisa de algodón, su rebozo y su sombrero de paja: ambos cargan crecidos pesos, con los que vienen en gran diligencia al mercado. El perro y el burro son los inseparables compañeros de fatigas del pobre indio, cuyas faenas son las del campo y las de un pequeño tráfico.

El lépero es una variedad del indio, al cual desdeña altamente en su calidad de habitante de la ciudad emparentado con el blanco. El color rojo de su cepa clarea en él un poco, y se vuelve un tanto manchado: su cuerpo es mas cenceño y mejor proporcionado, pero sin duda alguna mas flojamente articulado: tiene todos los vicios del indio, con mas los que le ha dado un mas íntimo contacto con la civilización.

El amor y el vino (el del maguey) son sus delicias, el asunto eterno de sus pensamientos [231] y el que inspira su musa; pues compone coplillas que canta a la bandurria, y en las que tal vez se desliza alguna sátira de los fraques y de las mantillas, o de alguna voz o noticia caídas de la elevada región de la política. Al trabajo le mira como una odiosa pensión de la naturaleza humana, y organizado para gozar no le otorga mas tributo que el necesario para subsistir en el día, dejando al de mañana su cuidado, y manifestando francamente que obrar de otro modo sería agraviar a la Providencia. Así que, cuando ha ganado un peso suspende en el acto su trabajo, y solo piensa en el modo de gastarle alegremente. Sus necesidades son tan reducidas, que puede dar ancha rienda a sus vicios. Su comida tortillita y chile; su vestido ancho pantalón de algodón y camisa de lo mismo, cuando la lleva; frazada en que se envuelve; sombrero jarano y pie descalzo; su cama el santo suelo cubierto de un petate o estera, en la que duerme como un canónigo; su habitación una cochera o nicho de cualquiera especie, y si no los soportales. En cuanto a su familia disfruta de todas estas comodidades cuando la tiene, pues lo mas ordinario es gozar él de su amada libertad y vivir sobre el país; pero como cada [232] lunes y cada martes tiene el que ver con la señora Justicia, de aquí la necesidad en que está de correr bien al menos con una amiga, que en falta de mujer propia le vaya a ver y asistir a la cárcel.

Es primoroso en cualquier trabajo, y sorprendentes sus obras por el grande ingenio que arguyen, sobre todo si se comparan con la escasez y pobreza de sus instrumentos y recursos. Tiene un prodigioso talento de imitación, y trabaja en cera o trapo figuritas sumamente graciosas, retratando con toda exactitud cualquier persona u objeto. Para el nuevo destino de las fábricas últimamente introducidas ha manifestado una grande aptitud, la cual en verdad es en él general para toda clase de obras de mano y oficios mecánicos; que lo único que a ese perillán le falta es la voluntad. Sabe ordinariamente escribir, leer y contar, y su literatura la pone a disposición de sus hermanos ignorantes, escribiendo con la mayor soltura y gracia, o bien un memorialito a un pretendiente, o una cartita de amor a un mozalbete, o de celos a una mocita desdeñada. Estos son los célebres evangelistas, que con una cestita y recado de escribir se ven sentados al rededor del Parián con un espíritu santo a la oreja que les [235] va sugiriendo la materia, la cual ellos desbastan en seguida y pulen en la forma oratoria mas conveniente.

Pero en lo que sobresale el lépero, y por lo que disfruta en el mundo fama incomparable, es por su afición a lo ajeno y maña y sutileza con que se lo apropia: de este ingenio y trazas que él se da para lograr tan apetecido objeto corren mil y mil historietas, hasta el punto de haberse enriquecido la lengua mejicana con la palabra leperada, que es la que se apropia para significar toda acción baja, pero llena de sal y de travesura. Yo solo diré, que el lépero hace sus agostos en todo género de festividades y apreturas, calzándose con las mascadas o pañuelos, con los relojes, los ridículos, los retazos de mantilla, &c. Pero ¿qué digo apreturas? Este noble oficio le ejerce él en las anchas calles de Méjico y a la clara luz del medio día, sin que nadie le vaya en ello a la mano; pues los transeúntes todo lo mas que hacen es pararse a mirar cómo el lépero termina su hazaña. El bueno del paciente suele acaso dar en lo que pasa, y entonces con la velocidad del rayo revuelve sobre el astuto agresor, quien de ordinario se le escabulle de entre las garras como una anguila, pero que cuando cae en ellas [234] paga bien caro el infeliz su merecido, no contentándose el ofendido en su cruenta sana con un garrotazo ni con un par de puñadas. Recíbelo todo el lépero con ejemplar resignación, como quien sabe que aquel es el hueso de su oficio y el precio con que paga su subsistencia, y tan solo pugna por escaparse de entre las crueles manos de su verdugo, diciendo continuamente: “ya está, señor amo; ya está.” De estas escenas graciosas se ven a cada paso en Méjico, y ellas son el pasto de la curiosidad y risa del público.

El ranchero es hombre de mas altos pensamientos, muy forzudo, gran jinete, buen bebedor, que gasta sin duelo un peso cuando le tiene; que cuando anda va arrastrando sus descomunales y sonoras espuelas, y manejando su cuarta: que a caballo no se desprende de su machete, oprimiéndole bajo del muslo y cruzándole a menudo con el de su adversario, o bien con el de su conocido, dando o recibiendo una cuchillada por puro pasatiempo y diversión. Es hombre que, encerrado en su ranchería, cultiva con su mujer e hijos la tierra, o tal vez deja a su familia esta servil ocupación, y él se da a la mas noble de las armas en los bosques y en las encrucijadas: [235] es hombre que, cuando sirve en las haciendas, desempeña a caballo todas sus tareas y sigue a todas partes a su amo, a quien de ordinario tiene vendida su alma y su cuerpo; es un árabe en sus hábitos, un poco trashumantes, y mas especialmente en el conocimiento y manejo del caballo, que cría y educa como a un hijo, le ejercita en el trabajo sin compasión, y le ama con delirio como al compañero fiel de sus aventuras, y al noble instrumento de sus diversiones y de sus glorias.

Su traje, botas formadas de un cuero con que se da varias vueltas a la pierna, espuelas como he dicho colosales, calzón ancho de cuero o paño sobre calzoncillo de tela, camisa de algodón, banda con que se oprime la cintura, cotona o sea chaqueta de cuero corta que se viste por la cabeza, y sombrero chambergo o jarano muy grande y pesado; para sobrevestido, manga o sarape. Los arreos de su caballo no son menos grotescos, pues la silla vaquera con sus grandes estribos y colgajos, sobre todo si lleva el complemento de la anquera, de las armas de agua y otras zarandajas, es un mundo en medio del cual se encuentra en su centro el ranchero, y se cree superior a todos los potentados de la tierra, ejecutando [236] evoluciones y movimientos sumamente dificultosos.

El blanco se divide en español y criollo. Al español ya le he presentado en escena, laborioso, emprendedor, sufrido, sujeto al principiar su carrera a un noviciado penoso y casi monástico, un poco libre mas tarde en sus maneras y costumbres, puntual en sus tratos y confiado, amante hasta la idolatría de su familia y de su patria, ignorante y religioso, económico y espléndido. Aunque en general no se daban a las letras, tal vez alguno despuntaba por la lectura; y de esta manera se formaron en la última época muchos liberales, llegando acaso a peligrar sus creencias religiosas. Pero ese es el tipo del español antiguo, del que acabó en la independencia y de que ya no quedan sino nobles ruinas. Hoy el español es otro en América, porque su situación allí ha cambiado. Ya no la mira él como una patria, desde que con tanta dureza fue tratado en la época de la expulsión; pero aún no puede dejar de quererla y de hacer mas en su obsequio que ningún extranjero, cuyo dictado todavía no ha podido aplicársele allí. De sus hábitos de antigua dominación se desprende con dificultad; y hablo de esa noble dominación [237] que se ejerce en fuerza de un título de incontestable superioridad. Todavía su voz es la que allí respetan mas el indio, el lépero y el ranchero; porque resuena todavía con el timbre de la antigua voz de amo, amo natural, justo y generoso. Ya con el trato del extranjero y los escándalos de la revolución ha desaparecido la confianza que hacia de aquella sociedad una familia, y por consiguiente el español ha tenido que recogerse y entrar en estas nuevas vías de reserva, de aislamiento y de cautelosa prudencia en sus tratos y relaciones.

El español que llega no se encuentra ya con aquella generosa protección que antiguamente le acogía: ahora, a los trabajos y privaciones con que antes principiaba, tiene que añadir la cruel angustia de la incertidumbre de su suerte, que sus compatriotas no pueden asegurarle; y para formarse un pie de subsistencia, cuanto menos de fortuna, tiene que apechugar con las mismas o mayores dificultades que por acá. Sin embargo, la beneficencia nunca le ha de hacer falta, habiéndose organizado últimamente los españoles en sociedad de este título con el fin de atender a los paisanos pobres y desvalidos, y aun de auxiliarles para volver a España si allí carecen de acomodo. [238]

El mejicano, por cuyas venas siempre circula alguna sangre indígena, es un poco indolente y vicioso: su naturaleza y el clima le estimulan fuertemente a gozar; pero es educación lo que mas que todo le hace falta, educación de trabajo y de severa disciplina, que cuando por circunstancias especiales le asiste fecunda los gérmenes de virtud que su alma encierra, y da en él tan buenos frutos como en el primero. Si de algo ha de servir la independencia es de dar este giro austero a la educación, y empezar así a formar las costumbres y el carácter nacional, todavía indeciso; mas hasta ahora es bien poco lo que se ha hecho en este sentido.

Entre tanto es con bastante generalidad el mejicano disipado y amante del juego, en donde con facilidad consume la fortuna heredada: propende a depender del gobierno, en lo que satisface además su natural vanidad, ansiosa de distinciones; es improvidente, y gasta hoy sin duelo por la sola razón de que puede gastar, sin cuidarse del día de mañana ni de la suerte de su familia; y lo peor es que esos gastos son de ordinario locos y antojadizos, no pudiéndose él dar a sí mismo una buena razón sobre ellos: es en fin pródigo de su tiempo, que lejos de mirarse allí como un capital no se [259] estima sino como una carga, dejándose siempre las ocupaciones y los negocios para el día de mañana.

En punto de religión todo va bien mientras ella no se entromete en las costumbres, estableciéndose una mezcla singular de vicios y de prácticas religiosas, que forma un lunar grande en la moral de aquellos países. Pero son mas celosas en el cumplimiento de estas últimas las señoras que los hombres, entre quienes ha cundido con lastimosa generalidad un indiferentismo práctico, hijo de la época y de la relajación, y en manera alguna producto de un exceso de idealismo; enfermedad de que está completamente libre la sociedad mejicana.

Las señoras carecen de instrucción, y en este particular la nueva generación, sin embargo de que acude al colegio a recibir algunas nociones de geografía, puede decirse que camina por la antigua trillada senda. Aun la educación doméstica es viciosa, como siempre lo fue allí, flaqueando de ese mimo y señorío, que hacían que una joven no debiese tocar a nada y hubiese de ser eternamente servida. Hoy van introduciéndose ideas mas racionales en punto de educación mujeril, pero con gran reserva y dificultad; y preciso será que se extiendan y que triunfen [240] si la sociedad se ha de reformar, y ha de purgarse de tantos vicios como la afean y la desvirtúan.

Tales son los elementos de que principalmente se compone la población mejicana: vése nadar dentro de ella sin apegarse a ningún lado el cuerpo de los indios; depender las castas con lazos bien débiles de la clase inteligente y dominadora, y existir esta plagada de vicios y de nulidades, que hoy que está en escena le salen a la cara mas que nunca, si bien se encuentra en vía lenta de mejora.

Debo añadir dos palabras sobre los extranjeros. Los ingleses, dedicados al comercio en grande y a la minería, se hacen respetar, mas no querer. Los franceses, que se destinan en general a oficios y profesiones comunes, ni se hacen respetar ni mucho menos querer: ellos forman rancho aparte, y ni aun entre sí están comúnmente muy de acuerdo. Váyase por los primeros años de la independencia, en que fueron recibidos y tratados por los mejicanos como una especie de héroes de novela. En fin, hay norte-americanos, alemanes y otros; pero en general todos carecen de simpatías en Méjico, y ellos en consecuencia se limitan a hacer su negocio y a levantar [241] lo mas pronto posible el vuelo, que es una calamidad para el país. En vano Santa Anna les ha concedido el derecho de fincarse, pues no han hecho uso de esta gracia, ni le harán mientras la ciudadanía mejicana no sea mas apetecible que en el día.

Riqueza

La agricultura es en Méjico el primer ramo de la riqueza pública, y guarda con los demás íntimas relaciones, prosperando o abatiéndose con ellos y en especial con la minería. Desde el año de 80 del siglo pasado al 10 del presente los progresos de la agricultura fueron rápidos y visibles, siéndolo en igual proporción los de la minería y del comercio; y atestigua de ello mas que todo el movimiento de ascenso que por el mismo periodo tuvieron los diezmos. Calculábanse al fin de él los productos de los dos ramos mas nobles de la labranza, el maíz y el trigo, en 24 millones de pesos, cantidad igual a la que por entonces rendía la minería.

Se hacían además buenas cosechas de [242] centeno y de cebada, alguna de avena y arroz, y muy abundante de chile, artículo de general consumo. Cultivábase también en grande abundancia el maguey, de cuyo jugo se hacen el pulque y el aguardiente mezcal. La viña se cultivaba también; pero se oponen a la sazón del fruto las aguas periódicas del verano y otoño, y solo se hace algún vino flojo en el Parral y el Paso en el departamento de Chihuahua. En fin, el olivo se ha cultivado sin gran resultado en Tacubaya y en la alta California, así como ya desde el siglo XVI la morera, el lino y el cáñamo.

De las plantas coloniales prosperan en las tierras calientes y en las costas la caña de azúcar, el cacao y el café (aunque no en cantidad bastante para surtir el mercado interior), el algodón, la vainilla, la zarzaparrilla, el añil, el tabaco y el nopal. De sus frutos eran artículos de exportación en tiempo del gobierno español el azúcar por su superior calidad, aunque en corta cantidad, la vainilla, la zarzaparrilla, y sobre todo la cochinilla, que formaba un importante ramo de exportación para la provincia de Oajaca, y que hoy ha dejado de serlo por el progreso en Europa de los tintes químicos: calcúlanse en 90 millones de pesos [243] los ingresos que tuvo por este ramo Oajaca en los sesenta años que precedieron a la independencia.

El movimiento ascendente en que el gobierno español dejó la agricultura de Méjico ha continuado después, si bien contenido por la inseguridad de las instituciones y de los intereses, por la gran diminución de los productos de la minería, y por la considerable emigración de capitales verificada desde la época de la expulsión. Sobre su estado actual no hay sino trabajos parciales y conjeturas.

El ramo de la ganadería, a que tan admirablemente se presta Méjico sobre todo en sus departamentos septentrionales, ha sufrido infinito de la inseguridad en que han quedado estos contra las irrupciones de los bárbaros. La pesca de la perla en las costas del mar de Cortés es hoy casi insignificante; y la de la ballena, para la que tan bien situada está la alta California, ni siquiera se ha intentado; abandonándose así al extranjero un ramo de tanta utilidad, en cuya explotación pudiera además formarse una marina nacional. En fin, las maderas exquisitas de construcción, de ebanistería y aun de tinte de que abunda Méjico, allí se están en los bosques, expuestas al hacha del indio, [244] que para aprovecharse de una rama corta un gran tronco, o para hacer una carga de carbón destruye una riqueza y sacrifica el porvenir.

La minería ha sido considerada siempre sin bastante fundamento como el principal ramo de la riqueza pública en Méjico: sin embargo su importancia es inmensa, y lo sería aún mayor si de una vez se le soltasen las trabas que la encadenan; considerándola como uno de tantos manantiales de riqueza, sin ese privilegio fatal que le da el producir los signos de esta. Las ordenanzas de minería publicadas al fin del reinado de Carlos III son una de las mejores piezas que hayan salido de la mano de nuestro legislador, y en ellas se combina sabiamente el interés privado de la propiedad con el público de la explotación; se reducen a términos sencillos las innumerables cuestiones que de aquí deben nacer, y se someten en su curso a formas ligeras, y en su decisión a la mano inteligente de un juez especial. La revolución no respetó en sus desvaríos esta entendida organización, así como ni la económica de la junta de minería en que estaban representados los mineros, y que atendía a la dirección del ramo. Las acciones de minería, sin embargo de que había [245] alguna exactitud en el pago de los intereses, no excedían de un 20 por 100 de valor en el mercado.

Si bien eran hasta cierto punto justificables las trabas y requisitos puestos por la ordenanza a la explotación, no lo eran en el mismo grado las cargas que pesaban sobre la minería, y los exorbitantes derechos que sobre sus productos se cobraron siempre por la real Hacienda (aunque reducidos en los últimos tiempos), como lo probó muy bien el Sr. Elhuyar en una memoria que anda impresa. De poco sirve que a estos derechos se haya tocado por el gobierno mejicano, si lo ha hecho con mano insegura, y por otros medios y bajo diferentes nombres continúa gravando las platas, las cuales no pueden salir de la mina sin que el fisco se eche encima para imponerles el sello de la moneda, sin que él se encargue de su conducción y las acompañe hasta el embarcadero, donde, como si se tratase de un reo de estado, vigila su extracción y la grava con el exorbitante derecho de un 6 por 100, además del 4 de circulación, del 1 de conducta y otras gabelas.

Y todo esto en un tiempo en que el gobierno ha perdido el único título que antes legitimaba semejantes exacciones, [246] la provisión barata de azogue. Las dos terceras partes de platas cuando menos tienen que beneficiarse allí por la amalgama: el azogue le proveyó el gobierno en los primeros tiempos a 187 pesos el quintal, cuyo precio fue disminuyendo hasta el de 41 ps. 2 rs., en que le fijó en 1777; mas desde la independencia ha vuelto a subir el precio, que antes de la última contrata era en las minas de 130 a 140 pesos; resultando quedar sin beneficio porción de metales que no le sufren tan costoso, y paralizarse el vuelo de la minería, que de 24 millones a que ascendieron sus productos hasta el año 10, vinieron a quedar reducidos a menos de la mitad en los primeros años de la independencia, sobre cuya altura poco se han alzado después.

Los ingleses se apoderaron, como llevo dicho, de la minería, y sus capitales le comunicaron una vida facticia por los años de 25 y 26; mas sus locas especulaciones fueron seguidas de crueles desengaños, y hoy ya proceden con mas cordura, aprovechándose de la sagacidad instintiva del minero americano, y sustituyendo a los malacates las máquinas de vapor para el desagüe; único progreso que allí se halla realizado en este ramo. [247]

Una de las empresas florecientes en 1842 era la compañía de minas zacatecano-mejicana del Fresnillo. Sus 120 acciones, de un coste primitivo de a 22.800 pesos, recibían dividendos mensuales de 500, y paraban en manos de españoles y mejicanos. Administradas las minas por el estado de Zacatecas, Santa Anna se había apoderado de ellas en 1836 por derecho de conquista, y las arrendó por doce años a esta empresa. En el primer semestre de 1841 dieron por beneficio total de patio 17.313 montones 7½ quintales, que produjeron 883.681 pesos con un costo total de 356.558. El término medio del costo de beneficio de cada montón con azogue fue de 20 pesos 5 rs. 10 gr., la pérdida de azogue de 13 onzas por marco, y la ley general de los metales de 5 marcos, 6 onzas 5 ochavas.

En el año económico que comprende desde setiembre de 1825 hasta junio de 1826 se labraron en las cinco casas de la república, en oro 603.971 pesos, en plata 6.859.329; total 7.463.300 pesos. La casa de moneda de Méjico, fundada en 1535, trabajó de cuenta de particulares hasta 1733, y desde esta época ha corrido por cuenta del gobierno, amonedando hasta fin de junio de 1826: [248]

En oro pesos 63.365.406
En plata 1.318.853.130
Total pesos 1.382.218.536

Seis casas de moneda han labrado allí además en este siglo 53.440.073 pesos, resultando desde 1733 hasta dicha época un total de 1.435 millones de pesos.

En lo antiguo la industria de Méjico se halló reducida a los paños ordinarios de Querétaro, mantas y cordoncillo de Puebla, sobrecamas y sarapes de San Miguel y el Saltillo, pintados de Méjico, rebocería y loza ordinaria. Sus productos los calculó Humboldt a principios del siglo en 2 millones de pesos, pero Abad y Queipo asegura que no podían estimarse en menos de 6.

Méjico independiente ha querido ser industrial aun antes de haberse sometido su magnífico y vasto terreno: violando de este modo una ley de la historia, la de que una nación no es nunca industrial sino después de tomar vigorosa posesión de su suelo por la agricultura, o cuando este suelo es reducido e ingrato pero bien situado, y siempre contando con una población exuberante y con el amparo de un orden legal fuertemente constituido. Así Egipto, Tiro y Cartago; así Genova, Venecia, [249] las ciudades anseáticas y Holanda; así España en los siglos XV y XVI; así Francia antes de la revocación del edicto de Nantes, y después de Napoleón; así Inglaterra desde el advenimiento de Isabel; así en fin la Unión americana, en cuyos antiguos estados del Norte, hoy repletos de gente y capital, se desarrolla una poderosa industria fabril; pero es después de haber atravesado con gloriosa rapidez el periodo agrícola, en el que se hallan aún completamente sumergidos sus hermanos menores, los estados del Sur y del Oeste de la Unión. Invertir este orden me parece invertir el que la naturaleza ha prefijado al desarrollo y progreso de la sociedad humana; e invertirle, ¿para qué? Para precipitar ese periodo corto, en que las naciones sin desmesuradas pretensiones ni grandes vicios disfrutan de una moderada y tranquila existencia, y para lanzarse en otro de agitación, de azares y de lucha eterna, de opulencia y de miserias igualmente corruptoras, que consumen como una fiebre la vida de los pueblos reducidos a alimentarse de la industria, sobre todo en los tiempos modernos. No de otro modo un joven precoz se impacienta del yugo de la educación, y pugna por lanzarse antes de tiempo en el torbellino de la vida: así [250] un muchacho mimado desdeña por las lejanas y agrestes las sazonadas manzanas que han crecido a su vista y tiene al alcance de su mano en el jardín paterno; y el sibarita desprecia los delicados manjares que come el vulgo, y cubre su mesa de otros indigestos y costosos.

Como quiera que sea, Méjico debe su iniciación en la agitada vida industrial al ministro Alamán, hombre de estado práctico y positivo, si los hay, empapado en el espíritu de los Ensenadas, Floridablancas y Campomanes, sin desconocer por eso el espíritu y los recursos de su época. Su sistema económico es el de Colbert y Napoleón: ama la industria como una joven sus dijes: créela planta aclimatable en todos los países, y acomodable a cualquier estado social mediante el fomento del cultivo; pero siempre al abrigo del aire de la libertad, y encerrada en el invernáculo de la prohibición, al menos hasta arraigar profundamente.

Lleno de estas ideas creó en 1830 un banco nacional de avío para auxiliar a la naciente industria a atravesar con bien los cuidados y conflictos de la infancia: todo empresario que acometiese con tales o cuales garantías la importación y establecimiento [251] de una industria cualquiera, podía contar con el capital del banco al interés legal, que muchas veces y por un favor especial se suspendía en circunstancias críticas; con cuyo estímulo no es difícil adivinar que surgiría en la sobrehaz de la república con cierto color de vida un gran movimiento industrial, como evocado por el contacto de una vara mágica. No obstante la industria, en medio de este precoz desarrollo, fue sobrecogida como por un hielo mortal al aspecto de la revolución, que reapareció terrible en 33; y los puertos y los caminos se vieron regados de máquinas de todas especies abandonadas por los arruinados empresarios.

Pero la semilla estaba echada, y el banco continuaba dispensando sus favores, si bien acribillado de reveses. Una fábrica, la Constancia mejicana, resiste el temporal, y la industria algodonera se inaugura en Méjico. Tras de ella siguen otras en Puebla, en Orizava, en la capital misma y sus inmediaciones, en Querétaro y hasta en Mazatlán: estas fábricas se levantan con lujo y se proveen de las mejores máquinas venidas de Inglaterra y los Estados-Unidos, y servidas por oficiales inteligentes; pero he aquí que tras de un breve plazo de prosperidad, [252] los fabricantes echan de menos el algodón; y a grito herido demandan, los unos la introducción de hilaza, los otros la de la primera materia, y todos una relajación en este punto de la protección que en todos los demás reclaman para el trabajo nacional.

Con efecto, el algodón le recibían los fabricantes a precio triplicado o cuadruplicado del que pudiera costarles el del Norte, ya porque los cosecheros se aprovechaban de la escasez, ya por los subidos portes, teniendo que hacerse las conducciones a lomo; pero los cosecheros sostenían su derecho a la protección del gobierno, el cual no se atrevía a negársela, y recurrió para aquietar la industria a un aumento de rigor en la prohibición. Los fabricantes se unieron y estrecharon con los vínculos de la corporación, fundaron un periódico, y clamaron todos los días por protección: llegaron hasta proponer que ellos se encargarían de la represión del contrabando: pero el gobierno tuvo el buen sentido de no acceder a sus desmesuradas exigencias. Así pues la industria da ya en Méjico una inequívoca señal de su existencia en ese espíritu turbulento con que en todas partes se ha anunciado; en ese sistema de guerra a todo lo [253] que no es ella, siquiera se sacrifiquen los intereses generales, siquiera se desmoralice el pueblo y se hunda la sociedad, con tal que sobre sus ruinas pueda ella quedar todavía vendiendo a un céntimo mas la vara. La industria tiene en nuestros días la singular pretensión de ser ella por excelencia la fuerza y la gloria, la carne y el hueso de la sociedad, cuya vida y porvenir lleva en sus entrañas; pero este exclusivismo salvaje, que hace su fuerza y su debilidad, toca al poder reprimirle, si realmente ha de gobernar.

Además de la industria algodonera se han planteado en Méjico, aunque en mas reducida escala, las de paños, cristales, papel continuo de trapo y de maguey, y las de hierro. De este hay tres fábricas en la república con hornos altos de fundición, la una en Puebla, la otra en Tierra-Caliente y la otra en Durango; pero no tienen un gran porvenir.

El comercio es la vida de Méjico, el que, venciendo obstáculos de todo género, llega a la choza del indio después de haber llamado a la puerta de las grandes haciendas y bajado al fondo de las minas para estimular por todas partes el trabajo con los goces de una existencia mas cómoda; [254] el que une a la villa con una numerosa clientela de pueblos, a la ciudad con la provincia, a la capital con el reino: él es quien hiere una de las fibras que hacen palpitar a aquel vasto país con la vida del sentimiento nacional, y del más elevado aún de la unión con el resto de la familia humana. Cualquiera que haya estado en Méjico un año solamente se apercibirá de que aquella sociedad florece o decae mas que otra alguna por el comercio, el cual reanima por donde quiera con su presencia los campos y las poblaciones, o todo lo deja sumido, si se retira, en la noche del abandono y del desaliento.

De antiguo la flota de Veracruz fijaba una vez en el año la vida comercial en las grandes ferias de Jalapa, donde los comerciantes de Méjico bajaban a comprar para luego vender en todo el país: el galeón de Acapulco conducía las riquezas del Asia que se distribuían por igual método; mas el comercio llamado libre vino a limar al monopolio sus uñas, y el tráfico cundió con vida lozana por aquella sociedad. Sin embargo, Méjico continuó siendo el nudo del comercio de Europa y Asia, el gran centro de todas las negociaciones del reino. Acudían en tropa los mercaderes del interior, [255] y el Parián les abría créditos indefinidos, que ellos cumplimentaban religiosamente al plazo de cuatro o seis meses con provecho propio y beneficio del comerciante que se había confiado en su honradez. La mas estricta buena fe y la mas ciega confianza constituían la base de este comercio, que en ellas encontraba facilidades prodigiosas, y un adecuado suplente de las instituciones de banco. Hoy falta la buena fe proverbial antigua, que solo existe como un punzante recuerdo en la memoria del pueblo, y no han aparecido todavía esos bancos de que tanto beneficio deriva el comercio de Europa.

Desde la independencia se ha dislocado allí el antiguo asiento del comercio, y ya Veracruz tiene que partir sus beneficios con otros puertos rivales, en especial con Tampico, por donde mas directamente se provee el interior, que encierra la mejor y mas granada parte de la población; así como por el Pacífico el comercio de Asia y aun de Europa se ha esparcido por San Blas y otros puertos del mar de Cortés. Ha resultado de aquí un gran golpe para la importancia comercial de la capital, que hubiera sido político sostener por toda clase de medios indirectos, aun sin contrariar abiertamente las doctrinas de una [256] prudente libertad; siendo o debiendo ser la capital el gran nudo de la nacionalidad mejicana. ¿Ha hecho algo el gobierno en el sentido de estas miras de porvenir? El gobierno lo que ha hecho allí es arrastrar una mísera y a veces culpable existencia por entre los motines y las asonadas.

Hasta 1833 aún dio el comercio algunas señales de vida en Méjico; mas desde entonces comenzó a sentir de lleno las consecuencias de la expulsión y los efectos de la continuada revolución: desde esa época ha ido ligándose cada vez mas con el gobierno, cuyos apuros y vicisitudes le han hecho vivir de una manera sumamente precaria. Los capitales han buscado esta viciosa senda del agio, y abandonado gradualmente las vías del trabajo lento y modestamente recompensado. El numerario también ha escaseado extraordinariamente desde la independencia, no solo por la grande y continua emigración de capitales, sino por la notable disminución de productos de la minería y por la balanza cada vez mas desfavorable del comercio europeo; siendo ya preciso suprimir de los artículos de exportación el importantísimo de la cochinilla, y cercenar otros.

Abad y Queipo, en su carta a Espinosa [257] sobre la imposibilidad de llevar a cabo la imposición en las cajas reales de los capitales piadosos sin arruinar la América, establece después de un elaborado cálculo, fundado sobre los muchos datos que él poseía, que no había en el reino plata acumulada bastante para efectuar el pago de los 44½ millones de pesos que importaban ellos; pero su noble empeño en resistir la inicua medida y en oponerse a todo trance a la rapacidad de la corte de Godoy le cegó indudablemente hasta el punto de quedar muy bajo en la apreciación. En 1810 una junta nombrada por el virrey valuaba el numerario circulante y acumulado en el reino en 85 millones; y no podía ser de otro modo atendido el gran vuelo del comercio, el bajo interés del dinero que no excedía del legal, y la abundancia de los recursos y facilidad de hacer fortuna. Es cierto que el crédito suplía en mil y mil casos la presencia de la moneda fuerte y multiplicaba prodigiosamente los medios de negociar, comprando al fiado los pacotilleros y circulando activamente por cuatro y seis meses las letras mineras en el comercio; pero también lo es que la moneda fuerte abundaba en la misma proporción, y que los comerciantes usaban entonces atesorar talegas sobre talegas [258] en sus almacenes, como lo atestiguan los que tuvieron la dicha de presenciar aquel estado próspero, y aun de participar de él.

Después acá el numerario ha escaseado sucesivamente por las causas que llevo apuntadas; no habiendo nada que haya contribuido a neutralizar este movimiento sino el aumento que ha tenido en estos últimos años la industria, y que es todavía demasiado insignificante para producir resultados visibles: faltan datos estadísticos para apreciar la existencia actual de numerario. Por su escasez tuvo el gobierno que recurrir, aun en tiempo de la federación, a la acuñación de cobre, hasta que en 828 se mandó recoger la existente; pero en el año siguiente se autorizó al gobierno para acuñar 600.000 pesos, de cuya autorización se excedió él no poco. La falsa acuñación creció tanto, que en 837 estaba el mercado inundado de esta fatal moneda, y el gobierno tuvo que obviar el mal con un proceder sultánico, que fue el de reducir a la mitad el valor de la moneda de cobre sin indemnización de ninguna especie a los tenedores; resultando perjudicado el pobre, que era quien únicamente la recibía por su valor nominal: también se erigió entonces un banco con el objeto de amortizar esa moneda. [259] Continuó sin embargo la falsa acuñación; y no habiendo sido eficaces las operaciones del banco para atajar el mal, volvió de nuevo el mercado a encontrarse atestado, hasta que Santa Anna, después de mil hesitaciones, redujo de nuevo el valor y mandó reacuñar la existente bajo mayor volumen, dando bonos a los tenedores de ella por una suma de 4½ a 5 millones de pesos, que fue la existencia que próximamente resultó en los departamentos en que dicha moneda circulaba.

El comercio ha sufrido otras muchas vicisitudes, ya por el descrédito en que en estos últimos años ha caído el papel del gobierno, ya por las quiebras que desde 1840 se han repetido con escandalosa frecuencia; resultando de todo, no solo una disminución real de numerario, sino que el capital existente se haya retirado obstinadamente del mercado, ahuyentado de la desconfianza que es ya universal. Con esto el interés del dinero ha crecido extraordinariamente, siendo el del 1½ y 2 mensual con hipoteca, y otros mayores en casos mas apurados.

El arancel de 1842, fundado en términos bastante equitativos, hizo concebir al comercio esperanzas lisonjeras; mas no bien empezó a regir cuando fue sometido a [260] porción de variaciones; habiéndose refundido estas en el nuevo de 26 de setiembre de 1843, dado con el fin de “establecer las reformas que la experiencia ha aconsejado ser necesarias, dice el decreto, tanto en beneficio del erario como del comercio de buena fe, y el fomento de la industria nacional.” En consecuencia se ha enriquecido la lista de las prohibiciones, y se ha aplicado a los géneros permitidos un derecho de 30 por 100 de importación, que luego se duplica cuando menos con el de internación, consumo y otras gabelas. Según él paga el aguardiente de uva simple o compuesto, sin abono de mermas ni tambores, 4 pesos en arroba por derecho de importación, el vino blanco en barril 2.50 por arroba y embotellado 3.25, tinto en barril 2.25 y embotellado 3. Papel florete y medio florete 12 pesos quintal, para cartas 16, y lo mismo el de marca, marquilla y rayado para música. La librería en rústica se admite libre de derechos, excepto los devocionarios y libros de primera enseñanza; constituyendo este un ramo importante de nuestro comercio, por apreciarse allí nuestras ediciones, si bien hoy día en grande abatimiento.

Uno de los grandes tropiezos del comercio en Méjico es la dificultad de las comunicaciones, [261] que se hace doblemente sentir por ser las distancias inmensas. Nada se ha adelantado en este punto, como llevo dicho, y antes al contrario se ha retrocedido desde la independencia; que es una mengua infinita para aquel gobierno e instituciones. Las conducciones siguen haciéndose a lomo, excepto en la carrera de Veracruz, en que a fuerza de milagros se hace una parte sobre ruedas. ¿En qué han pensado pues allí los gobiernos? En vivir un día mas; pero así no se justifica la independencia; ni se sueldan así las quiebras que de ella vinieron; ni se restaña la sangre que hizo verter; ni se lavan las perfidias, las atrocidades y los crímenes que su adquisición costó a aquella triste y trabajada sociedad; así no se gobierna; en fin, así solo se adquieren títulos incontestables al desprecio universal, y se desdora, y se desvirtúa, y se anula el mando.

Las comunicaciones con Europa son mas activas, merced a los ingleses, que desde un principio organizaron un servicio regular de paquetes, que hoy se hace por medio de vapores. Los ingleses son comerciantes, y en tal concepto dan a las comunicaciones la importancia que se merecen: ellas tienen a los ojos del político y del filántropo un interés mas elevado; pero nosotros, que poseímos [262] por trescientos años la América, esa América tan codiciada, astro luminoso, que a pesar de las fuertes sacudidas recibidas aún se mueve dentro de la órbita de nuestra moral influencia; nosotros, que al poner el pie en aquella querida playa empezamos a aspirar por todos los poros el aire de Castilla, y que al penetrar en aquella tierra adorada y en aquella sociedad hecha a nuestra imagen no podemos menos de exclamar: “Esta es nuestra tierra; estos nuestros hermanos,” ¿qué hemos hecho en esta línea a fin de que la América no se nos escape? ¡Vergüenza para nuestro gobierno, que aún no ha sabido organizar ni un triste servicio de goletas entre la Habana y Veracruz! Una carta que se echa en Méjico para España, o en España para Méjico, es una carta que se echa para el otro mundo, la cual llega o se queda en el camino, y de la que por una gran fortuna se recibe en el primer caso contestación al cabo de seis u ocho meses, o de un año. Esto es desconocer la época en que se vive; esto no es gobernar; esto es vivir al acaso.

En 1802, año del apogeo de su comercio por la terminación de la guerra con los ingleses, hubo el siguiente movimiento en el puerto de Veracruz: [263]

Importación de España en efectos nacionales pesos 11.539.219 20.390.859
Ídem extranjeros 8.851.640
Exportación para España 33.866.219
Total comercio con España pesos 54.257.078
Importación de América 1.607.729 6.188.877
Exportación para id. 4.581.148
Movimiento total del puerto de Veracruz 60.445.955

No se comprenden aquí ni 21½ millones de importaciones y exportaciones hechas por cuenta de la real hacienda, ni cosa de 3 a 4 en que se calcula el comercio de contrabando que se hacía con Jamaica y otros puntos.

En 1819, año en que empezó a reponerse un poco el comercio, hubo en el mismo puerto:

Importación de España en efectos nacionales 3.693.023 6.158.179
Ídem extranjeros 2.465.156
Importación de América en efectos nacionales 884.150 3.941.017
Ídem extranjeros 3.056.867
Exportación para España 7.064.827
Ídem para América 1.619.955
Comercio total pesos 18.783.978

En las exportaciones para España figuran en dinero 4.552.765 pesos, en grana fina 2.430.848, valor de 21.704 arrobas, y en otros productos 81.214 pesos: en las exportaciones [264] para América figuran en dinero 1.619.955, en grana 1.423.062, y 167.437 en frutos regionales.

En 1822 hubo en el mismo puerto el siguiente movimiento.

Importación de efectos de España 1.259.023 1.578.776
Ídem extranjeros en buques españoles 319.753
Ídem de Cuba y puertos del Seno 650.033 974.479
Ídem de Europa 324.446
Ídem del extranjero directamente 1.169.764
Total pesos 3.723.019
Exportación para España 7.161.312
Ídem para América 2.137.308
Ídem para el extranjero 1.008.839
Comercio total pesos 14.030.478

En 1817 daba el consulado de Veracruz el siguiente cálculo de la producción general anual del reino.

Agricultura Consumos interiores pesos 133.852.625
Extracción 4.997.496
Industria 61.011.818
Minerales 27.951.000
Total pesos 227.812.939

Después acá no hay datos estadísticos para fundar un cálculo razonable sobre la producción de la república; y sin embargo el Boletín de estadística no dudaba en 1838 en suponer que esa producción había [265] subido a 300 millones, fundado en el progreso de la industria, en alguna mayor división del terreno, en el subido valor de las tierras y de los alquileres, y otros datos igualmente vagos y generales. Yo no dudo que el movimiento de progreso que imprimió la administración de Carlos III a la sociedad mejicana ha continuado hasta el día a pesar de la independencia (porque es preciso que se convenzan los grandes hombres de Estado que ha producido la república, de que nada han hecho en el sentido de afirmar y acelerar ese movimiento, sino en el de entorpecerle); pero me parece que el Boletín pudo con igual exactitud, y llevado de su impulso patriótico, extender la suma a 400 millones en vez de haberse quedado en la de 300. Y pues que de presunciones se trata, no puedo menos de citar un hecho del cual no se derivan consecuencias tan lisonjeras, a saber: que de una docena de años a esta parte, según convienen todos los que han estado allí, el comercio de Méjico ha ido de caída, y que este movimiento de descenso no interrumpido ha llegado a un extremo que parece no puede ya continuar: de donde infieren muchos, supuesta la inestabilidad de las cosas humanas, que el comercio debe empezar allí otra vez a subir; [266] mas hasta el día aún no se han visto síntomas que favorezcan tan grata ilusión. De lo cual resulta, que por mas que exista probablemente una mayor masa de riqueza que en tiempos anteriores, esa masa, sujeta por otra parte a una disminución anual, como no se pone en circulación por la actividad del comercio, se halla estancada o poco menos, y la sociedad entera se resiente de este estancamiento y paralización, a la manera que el cuerpo humano se duele de todo entorpecimiento en el movimiento de la sangre, que cuando es ordenado le vivifica y le alegra.

Ilustración

No confundo con ella la educación, a la cual doy otra importancia mayor, como la que forma las costumbres, echándolas desde la infancia en el molde de la moral, que tiene por norte la virtud, y por garantía el trabajo y el respeto habitual del orden público y del doméstico. En vano se ilustrará el entendimiento, y se enriquecerá con vastos y variados conocimientos, y se [267] formará de ellos una vistosa galería, si la sabiduría no radica en el corazón, si la verdad, auxiliada de hábitos de todo género, no fija su trono indestructible en la elevada región del sentimiento, para desde allí alumbrar y calentar la existencia toda entera, presentándole un fin razonable que no la consienta divagar, y antes por el contrario la atraiga irresistiblemente con su divino imán. La naturaleza humana ha menester esta severa disciplina, si no han de abortar los gérmenes de perfección que encierra, y producir monstruos que la devoren; y es la educación la encargada de realizar en ella el sublime modelo del orden eterno, que dándoles un fin digno establezca la armonía entre sus grandes facultades, y regule convenientemente su acción. Toca a la madre, toca al padre, al maestro, al sacerdote, al magistrado, a la sociedad entera dirigir la educación bajo tan gran presupuesto y noble plan; mas en Méjico, como en otras muchas partes, apenas se comprende así la educación, cuanto menos practicarse, y por consiguiente habré yo de reducirme a lo que malamente usurpa su lugar y nombre, a saber, a la ilustración.

La instrucción primaria es una de las pocas cosas que han prosperado en Méjico, [268] si hemos de creer a las memorias de los ministros, siempre interesados en pintarlo todo con colores de rosa. De todos modos, este progreso parece incuestionable, si bien no fue este un asunto olvidado por el gobierno español, que antes por el contrario le prestó grandes cuidados y atenciones. También es cierto que la Federación fue quien mas hizo en este sentido, sobre todo en los Estados del centro; habiéndose después grandemente detenido el impulso comunicado. Según una de dichas memorias había en 1829 en nueve Estados{4} 1504 escuelas con inclusión de 40 lancasterianas, y en ellas se educaban 92.317 jóvenes. El Boletín de estadística deducía de varios datos, que en 4302 individuos, tomados al acaso en diversas clases del pueblo, 2687 tenían alguna instrucción, esto es, un poco mas de las cinco octavas partes.

Se fundaron también por la misma época ocho colegios o institutos en diferentes Estados, sobresaliendo entre ellos los de Guadalajara y Guanajuato, y en Méjico y algún otro punto se han establecido casas [269] francesas de educación: pero sea que en dichos colegios se dé una educación literaria demasiado exclusiva (extendiéndose en alguno la enseñanza a facultades superiores), o que ni aun esa educación ofrezca las necesarias garantías, lo cierto es que los padres que han querido educar con esmero a sus hijos se han obstinado en enviarlos a los colegios de Europa, donde por lo general han comprado una falsa tintura de saber con la ruina de sus costumbres y de su espíritu de nacionalidad, volviendo después a una patria que no sabían mas que ridiculizar, y dejando las relaciones que debieran ligarlos con ella y con la religión en el país del cosmopolitismo.

Había de antiguo en la ciudad de Méjico y otras de aquel reino varios colegios dotados abundantemente para formar la educación preparatoria de la universidad, y aun para enseñar en algunos las ciencias eclesiásticas y civiles. El sistema de educación literaria que aquella sociedad requería era un todo compacto, en que la instrucción, entonces corriente, se suministraba metódicamente, a la vez que una disciplina severa velaba sobre las costumbres, y las encaminaba por la estrecha senda de la moral bajo el sol de la religión. [270] Este sistema subsiste, pero en ruinas; porque el espíritu moderno que ha penetrado en la sociedad, ha tenido bastante autoridad para desacreditarle, poniendo en evidencia su desacuerdo con las necesidades públicas y privadas, mas no igual virtud para reemplazarle con otro mas adecuado a los tiempos que corren: la universidad es la que mas que todo ha padecido en este periodo de transición, y hoy puede decirse en ruinas.

Ya el gobierno conoció en 1830 la necesidad de arbitrar un término prudente, y el ministro de relaciones proponía en su memoria las bases de la reforma de los estudios, si bien esta reforma solo miraba a la parte literaria y no tocaba a la moral, que es la mas interesante. Manifestaba pues que existían los elementos de un sistema nacional de educación, pero dispersos; y que era preciso centralizarlos a la disposición del gobierno, quien cuidaría de distribuirlos en la posible armonía con las necesidades sociales, y sin forzar demasiado violentamente las fundaciones, asignando a cada colegio de los que existían en una ciudad, como la de Méjico, su particular enseñanza. Mas esto no pasó de conversación; y si el gobierno en 1833 pareció volver a tomar en sus manos este negocio, lo hizo con [271] tan pocos miramientos, y gozaba de tan escaso prestigio en aquella sociedad, que la obra volvió a quedar por el suelo dentro de poco, y mas dislocado que nunca el sistema general; salvándose acaso los estudios médicos, que desde entonces han dado algunas mas señales de vida.

El colegio de minería sigue instruyendo a los jóvenes que se dedican al ramo de su nombre, así como sirve en algún modo para formar ingenieros y artilleros para el ejército. Han figurado en él entre otros dos sabios profesores, Elhuyar y Río, alumnos enviados por Carlos III a instruirse en Alemania, y que han contribuido a la gloria de aquel establecimiento, haciéndose conocer muy ventajosamente en el mundo científico por sus producciones: de ellos vivía en 1842 el segundo. Hay en fin en Méjico un colegio general militar, situado en el hermoso palacio de Chapultepec, y que se sostenía en regular pie a pesar de las penurias del tesoro.

Tal es el sistema de instrucción en Méjico, si sistema puede llamarse lo que no es sino un montón de ruinas y de nuevas y desordenadas construcciones, una confusa mezcla de recuerdos y de vagas aspiraciones hacia un porvenir que todavía no se bosqueja en el horizonte. [272] Que la instrucción sea un gran fundamento de los estados, sobre todo de aquellos en que el pueblo es llamado a una considerable participación de la cosa pública, no hay para qué discutirlo ni por qué detenerse a probarlo. En la línea de trabajo inteligente en que han entrado los pueblos modernos, de esfuerzos y de competencia recíproca, la sociedad debe a ese trabajo una ilustración, el auxilio de los conocimientos científicos indispensables para hacerle marchar al nivel de la época: la navegación, el comercio, la labranza, la industria, todo lo que es trabajo, cualquiera que sea su forma y denominación, tiene derecho a esta protección; pero la sociedad reconoce a todos sus individuos una deuda aún mayor, la de hacerlos hombres y ciudadanos: este es el cuidado de la educación.

Por ningún título deben separarse en la educación la instrucción y la moral, pues para ser ella completa debe hacerse cargo del hombre entero, de su cuerpo, de su entendimiento y de su albedrío, y formarle para la vida, no solo teórica, sino también prácticamente. Para ello necesita someterle desde el principio a una disciplina constante, que sin forzar la naturaleza, [273] antes adaptándose a sus numerosas formas y multiplicados repliegues, le conduzca insensiblemente por el lado de la virtud y le endurezca en los hábitos del orden. Nada mas opuesto a esta máxima que esa fatal separación entre cosas tan esencialmente unidas, esa completa ausencia de disciplina con que hoy por desgracia marcha nuestra educación, sobre todo en las universidades, en donde la juventud, casi al despedirse de la infancia, entra desde luego en el pleno goce del albedrío humano, y de una responsabilidad que ni en estado se encuentra de sospechar: esto es absurdo, es lastimoso y altamente deplorable. Ni la infancia ni la juventud pueden dejarse a sus propios instintos sin fiar del acaso la suerte y el porvenir de la sociedad, y hacerlo así es renunciar por completo al beneficio de la educación. La escuela y el colegio deben recibirlas en su seno, y ayudadas de la cooperación doméstica labrarlas para la virilidad, en que la sociedad a la vez que se sirva del hombre le siga educando hasta la muerte. Mas la escuela y el colegio, ¿cómo están organizados entre nosotros? ¿Qué parte puede reclamar en su dirección la previsión de la sociedad, cuál el acaso?

Pero me olvido de que mi asunto es [274] demasiado vasto para que yo me permita hacer excursiones fuera del límite que me prescribe: vuelvo pues a mi Méjico.

He dicho que las señoritas empiezan allí a aprender geografía, lo que prueba que ya se conoce que la educación de la mujer debe ser otra de la que hasta el día ha sido, y que debe preparársela para corresponder mas dignamente a sus grandes destinos, mas no que se haya dado en el blanco de la dificultad. Lo es con efecto grandísima haber de fortificar el espíritu de la mujer sin ajar los delicados sentimientos de su corazón; criarla para la sociedad sin robarla del santuario de la familia, cuya divinidad debe ser; mezclar en fin la instrucción y la práctica de la vida doméstica de forma que no se perjudiquen, antes recíprocamente se sostengan y contribuyan a ponerla a la altura de su destino en la vida. La educación pública es de absoluta necesidad para el hombre, y dañaría a la delicadeza y a la gracia de los sentimientos de la mujer, y aun a su moralidad, si no se empleaban grandes correctivos. La educación de la mujer debe ser mas bien doméstica: la hija debe crecer bajo la mano amorosa de la madre; pero es preciso al mismo tiempo excogitar un medio de soplar en el cuerpo de esta educación doméstica [275] un espíritu mas social, mas desenvuelto, menos rutinario y encogido del que por lo regular habita dentro de las paredes de la casa paterna; es preciso abrir la inteligencia de la mujer al espectáculo de la naturaleza y de la historia, arrancándola de las eternas fruslerías que constituyen su pan cotidiano, y despertar en su corazón los grandes sentimientos de la patria, de la humanidad y de la religión, que le den el sabor de otra cosa que esos amoríos que perpetuamente ocupan a la joven, cuando su corazón y su inteligencia han sido dejados sin cultivo.

Hay en Méjico escuelas de niñas, y se distinguen principalmente en la capital el colegio de niñas educandas de San Miguel de Belén, fundación de un arzobispo, y el titulado de las Vizcaínas. En ambos se educan porción de niñas pobres con el mayor esmero y cristiandad, y no puedo dejar de decir algo sobre el segundo. Desde luego el edificio es de los mas notables de Méjico por su inmensa capacidad, solidez y bellas formas. Se educaban en él últimamente 130 niñas huérfanas, hijas o descendientes de vizcaíno{5}. Hay en el establecimiento [276] varias señoras mayores que han envejecido en él, cada una de las cuales hace vida común con doce jóvenes en una habitación separada y dotada de todas las dependencias y menesteres propios para atender a las comodidades de cada familia. Estas jóvenes se sirven a sí mismas y turnan en todos los quehaceres domésticos: el tiempo que les queda libre le emplean en todas las labores que hacen el adorno de una mujer, en aprender a leer, escribir y contar, gramática, &c., en ejercicios espirituales, para los que tienen una magnífica capilla y varios capellanes, y en pasatiempos en las inmensas galerías y azotea, y en los jardines del colegio; pero siempre bajo el ojo solícito de la maestra, que es una madre que no se separa un momento de sus doce colegialas. Entre esos pasatiempos se cuenta también la música y la representación, para lo que tienen un bonito teatro. Crecen así las jóvenes, y alguna vez suelen salir a paseo, hasta que son solicitadas en matrimonio, o bien prefieren entrar religiosas, en cuyo caso el colegio las paga la dote, o si ni lo uno ni lo otro acontece, se quedan en él por toda su vida, y llegan a ser maestras, directoras, &c.

El colegio está dirigido por una llamada [277] Mesa de Aránzazu, compuesta precisamente de vizcaínos, elegidos periódicamente por los vizcaínos que residen en Méjico, los cuales dan sus cuentas y lo llevan todo con un orden y un celo admirables; habiendo solo así y a fuerza de tenacidad vizcaína logrado atravesar el terrible periodo de la revolución, en el que sin embargo el gobierno ha quedado debiendo al establecimiento algunos cientos de miles de pesos. En dicho colegio y con absoluta separación se educan además gratuitamente 400 o 500 niñas pobres en primeras letras, doctrina y labores caseras.

Tal es este bello establecimiento, a todas luces admirable y digno de proponerse por modelo a toda beneficencia ilustrada. Y aún es mas curiosa su historia, explicando ella uno de esos rasgos característicos de la fisonomía de nuestra dominación en América. La tradición la refiere así.

Tres vizcaínos se retiraban allí, hace poco mas de un siglo, al anochecer del paseo, en el que la conversación había acaso girado sobre muchas pobres huérfanas desvalidas que se prostituían por falta de arrimo; y antes de separarse se concertaron en el proyecto de erigirles un lugar de asilo, donde se formasen para la maternidad [278] o para la vida religiosa, según mas les conviniese: unieron a este proyecto el de fundar una cofradía con la advocación de nuestra Señora de Aránzazu, para no ser menos que los riojanos que tenían la suya; estipularon la suma que cada uno había de poner, y fue la de los tres de 360.000 pesos: antes de separarse también diputaron a uno de entre ellos que al día siguiente fuese a solicitar la venia y la protección del virrey. Esa suma se aumentó con muy mas crecidos desembolsos, a los que contribuyeron otros muchos paisanos movidos de la bondad del pensamiento. Los fundadores no solo manifestaron su generosidad en este proceder y su grande ilustración en el giro que dieron a su beneficencia y sabios reglamentos que dejaron, sino que atestiguaron su firmeza vizcaína en el pleito ruidosísimo (en el que hasta se vieron excomulgados) que sostuvieron por veinte y dos años, y al fin ganaron contra la mitra sobre el patronato y dirección del colegio, habiendo llegado un momento de apuro en que tuvieron tratado de poner fuego a la magnífica fábrica antes que apartarse de su primitivo plan.

La literatura de Méjico tuvo de antiguo el carácter severo y modesto que le daba la [279] religión y la organización de aquella sociedad. La filosofía, las antigüedades y lenguas, la jurisprudencia civil y eclesiástica, la teología y la medicina se cultivaban en la universidad y colegios numerosos, que tanto en la capital como en otras ciudades del reino existían: estos estudios se hacían con solidez, y si no estaban calculados para hacer marchar las ciencias, al menos acudían a satisfacer las necesidades de aquella sociedad. Sin embargo, desde el principio lucieron allí ingenios sobresalientes en los estudios filológicos y de antigüedades, en la historia y ciencias naturales y exactas; mereciendo contarse entre los españoles que despuntaron en estas investigaciones científicas los PP. Sahagún y Acosta, el famoso naturalista Hernández, médico de Felipe II y enviado por él para estudiar aquella naturaleza, y modernamente Elhuyar y Ríos; y entre los mejicanos el anticuario Sigüenza, los historiadores Clavigero y Veytia, y el astrónomo Gama, que estuvo en correspondencia científica con Laplace.

Al principio de este siglo, en que el arte de hacer versos estaba aún en olor de santidad, tuvo Méjico su turba pastoral de árcades de Roma, en que se apresuraron a alistarse los mas agudos ingenios; pero bien [280] pronto la literatura cayó en manos de la política, y a aquellos suaves acentos de la musa pastoril sucedieron los roncos bramidos del genio de la revolución. Empeñada la lucha, ya no se pensó mas que en folletos, proclamas y artículos de periódico; mas hostigado a su vez el dulce genio mejicano de esta destemplada orquesta, vuelve con nuevo vigor cobrado en el duro combate de la polémica política a familiarizarse con las letras, aunque todavía sin dirección fija ni carácter nacional, obedeciendo antes bien a lejanos impulsos y constituyéndose el eco de las voces que parten de Madrid, de París o de Edimburgo. Sobresalen en esta generosa tarea los nombres de varios jóvenes agitados del patriótico ardor de elevar la literatura de su país del grande abatimiento en que se encuentra: tales son los de Pesado, Rodríguez, Prieto y Calderón entre otros. El periodismo ha desustanciado el suelo de aquella sociedad sin haber logrado echar en él profundas raíces. El ingenio mejicano, de suyo espontáneo y ligero, dio al punto en el escollo de la facilidad periodística: había que decir mil cosas, y todo el mundo se creyó llamado a escribir su nombre en la magnífica portada del edificio inmortal de la regeneración de aquella sociedad. [281] La lectura de algunas obras extranjeras o de algunas páginas de la historia de Roma y de Atenas, y mas que todo un impávido desprecio de lo pasado y una paleta bien provista con que pintar con colores de rosa el porvenir, eran los dotes e instrumentos que requería el ejercicio de escritor, el cual hablaba como un oráculo en medio de un público nuevo evocado de las entrañas de la sociedad por el acento mágico de la libertad; público que carecía de criterio político y literario, y que estaba pronto a seguir a sus sabios conductores al través de riscos y enmarañados bosques, como de jardines y palacios encantados. Entonces para ser aplaudido no se necesitaba mas que emplear las grandes palabras de libertad, de república, del feroz despotismo de los trescientos años, del Nuevo-Mundo virgen destinado a recoger los restos del naufragio del antiguo; con las que y otras tales se llenaba la laguna de ideas, y no se echaba menos la ausencia de la filosofía, de la lengua y hasta de la gramática, pareciéndoles a los mejicanos que su emancipación gloriosa debía eximirles también del yugo un poco pesado de la hermosa lengua castellana.

Arístides, Catón, Junio Bruto, y qué se [282] yo cuánto noble griego y romano tenían que consentir de grado o por fuerza en venir a decorar con sus dichos o con el relato de sus acciones las arengas y los escritos de los mejicanos, no pudiendo escribirse ni aun sobre aduanas o alcabalas sin que se encabezase el sublime trabajo con una sentencia de Epicteto, o con algunos suavísimos versos de Horacio o de Virgilio: estos hombres eran universales, y sobre todo demostraban un tan gran sabor de clasicismo, que no parecía sino que el republicanismo de Grecia y Roma había pasado en espíritu a habitar dentro de sus pechos.

Con todo descollaba entre los periodistas tal o cual escritor un poco mas profundo, cuyas producciones sobrevivirán a esta época fecunda; y entre estos poquísimos no puedo dejar de notar a Mora, clérigo ilustrado, de quien se había apoderado un grande espíritu democrático, y que escribió, además de innumerables artículos de periódico, una obra notable sobre las revoluciones de Méjico, con sobra empero de pedantismo filosófico. Zavala también, historiador contemporáneo, escritor fácil, es digno de notarse, aunque no de la consecuencia del primero.

El periodismo ha servido casi exclusivamente [283] en Méjico los intereses de la política, y no en la debida proporción los de la instrucción científica y popular. Se han empezado a escribir allí algunas revistas; mas sea falta del público o de los autores, no se han sostenido. Un Boletin de estadística empezó a salir en 1838, y no pasó del primer número; y eso que se trataba de una corporación, y que en la introducción se hablaba con tan seguro tono como todo esto: “No arredrará al instituto el temor de ver criticados sus trabajos: por defectuosos que sean, siempre pondrán a la república mejicana al nivel de otras muchas naciones que se cuentan entre las mas antiguas e ilustradas, y que difícilmente le excederán en la perfección de su estadística.” Con el nombre de Mosaico, Semanario de Señoritas, &c., se publicaban allí algunas compilaciones de periódicos de Europa, ilustradas con láminas, en las que acaso lucía alguna producción original. En esta línea contaré a la España pintoresca, en que con bonitas láminas se dan los mejores artículos de costumbres y literatura que publica la prensa de Madrid; periódico que proporciona a los españoles allí residentes apartar su hostigada vista de la movible, fatigante y a veces desesperante escena política de su patria, [284] para fijarla en otro orden mas puro y estable de bellezas. Merecen en fin contarse entre las producciones de la prensa popular los calendarios que todos los años se publican con grande acopio de noticias y de láminas, y con bastante lujo tipográfico.

En 1826 se publicaron en la república 14 periódicos diarios, 11 semanales, y 747 impresos sueltos. En 1842 había en la capital dos diarios, el del gobierno y el Siglo XIX, y dos periódicos que salían dos días a la semana, todos destinados a la política; un periódico francés y dos españoles, que igualmente salían dos días a la semana, y varias publicaciones semanales: cada capital de departamento tenía su periódico. El tono de la discusión, lánguido en los papeles de primer orden, se animaba con un espíritu virulento en los subalternos. Santa Anna ha tenido después la alta gloria de encadenar con la previa censura una prensa moribunda.

El periodismo, que excitó al principio un vivo entusiasmo, ha ido decayendo hasta llegar casi a desaparecer: consiste en que aquella sociedad no tiene la pasión de la discusión de los intereses públicos; y por cierto que el espectáculo que le ha ofrecido la política no ha sido de los mas adecuados [285] para inspirársela: consiste en que tampoco hay gusto literario en el público. Este gusto le forma la educación, base de todo progreso en el particular: mil publicaciones periódicas, mil gabinetes de lectura, un ateneo y un liceo en cada villa, si todo esto fuera posible donde no hay apetito de saber, no harían mas que dar un colorido de verdad al fantasma de la vida intelectual. En Méjico no hay liceos (y creo no deban por esta falta apesadumbrarse): un ateneo que en la capital se fundó, daba a mi salida muy pocas señales de vida; gabinetes de lectura no ha sido posible aclimatarlos allí; en fin, las bibliotecas y los museos continúan en el estado, si no peor, en que los dejó el gobierno español. La librería circuló con furor en los primeros años de la independencia, y formó entonces un ramo pingüe de especulación; pero el público devoraba las novelas y todo género de alimento de frívola o dañosa instrucción: la manía de las bibliotecas particulares también es de aquella época; mas todo esto pasó, como pasan allí los tremendos aguaceros de verano, tan preñados de electricidad y de viento.

En clase de producciones serias, los eclesiásticos son los que mas atrás se quedan, [286] no habiendo sacado a luz nada de su cosecha, si bien con frecuencia han metido la hoz en la ajena mies de la política. Los médicos dan a luz un periódico, que forma una colección interesante de la ciencia: los jurisconsultos un Boletín en que publican las órdenes y leyes que les conciernen, y algunos artículos de legislación. Merecen también mención un Febrero Mejicano, un Sala mejicano, manual de jurisprudencia sumamente cómodo y abundante, y mas particularmente una Práctica forense mejicana, en que el Sr. Peña y Peña ha tratado con gran copia de erudición y mucha solidez las principales cuestiones de esta ciencia; metiéndose además no poco en la jurisdicción del derecho público y del de gentes, con el fin de poner a la jurisprudencia de su país a la altura de las innumerables cuestiones de esta especie que suscitan allí las relaciones con los extranjeros.

La cátedra, el pulpito, el foro y la tribuna están reducidos a miserabilísimas proporciones en su existencia. Como no hay sistema de enseñanza ni viva curiosidad de saber en la sociedad, el magisterio está completamente desautorizado. Las creencias amortecidas, el epicureísmo de la sociedad, [287] la desorganización y la ignorancia del clero, y el mal giro que ha dado a su influencia no son circunstancias propicias para hacer lucir la elocuencia sagrada. La noble profesión causídica se ve invadida de profanos, y por parte del orden público no recibe estímulos que la reanimen. La tribuna en fin no resuena con los grandes acentos de la elocuencia popular, porque tampoco hay pueblo que la inspire; ni grandeza de ningún orden hay que irla a buscar a Méjico, en donde todo es mezquino, excepto la naturaleza y los recuerdos: en ella no he oído sino tal cual razonador y muchos declamadores. La palabra pues no se anuncia en Méjico con aquella sonoridad de timbre ni con aquella vida de pensamiento y copia de expresión que fuera de esperar en una sociedad que nace repentinamente a la vida pública a la faz de una naturaleza incomparable y en presencia de un mundo que, movido de la novedad del espectáculo, presta atención exquisita y anticipa su deseo de aplaudir y de admirar. Consiste en que la vida intelectual es pobrísima en Méjico, y la del corazón aún mas mezquina, si cabe: consiste en que no hay allí grandes caracteres, en que todo gime bajo el yugo tiránico de la mediocridad y de la corrupción, [288] y en que la situación es falsa y está en completo desacuerdo con la historia y las necesidades de la sociedad. En cambio la palabra se muestra ágil, y a menudo viva y picante en la conversación.

Ni por esto tienen de sí menos concepto los mejicanos, que con toda inocencia se creen, aun hoy que tantos desengaños han recibido de su negra estrella, grandes políticos, elocuentes oradores, y con una disposición privilegiada para las ciencias y para las artes. Ya he presentado algunos ejemplos de esta su inofensiva fatuidad, que pudiera multiplicar al infinito; pero me contentaré con exponer uno.

Debatía el Congreso constituyente en 1842 su famoso y malhadado proyecto de federación con aquel calor con que allí se debaten estas cosas, y que acá pudiera pasar por el frío de la indiferencia. En esto un joven orador, engreído de los laureles que recogía continuamente en la discusión, anuncia un día gravemente al Congreso, que hacía años estaba meditando sobre un vicio radical de los gobiernos representativos, el cual había sido ya denunciado al mundo por los grandes pensadores de Europa, pero sin el remedio que debía curarle: él en su modestia se lisonjeaba de haber [289] topado con el precioso hallazgo de este maravilloso específico; y empezando por los griegos y los romanos, entrándose después por lo mas cerrado del mundo feudal, y saliéndose en fin por lo mas claro de las grandes monarquías que de él han brotado (entre las cuales la pobre España no merece mas que un saludo de desprecio al universal político viajador), saca en limpio de su magnífica peroración, de la cual estaba colgado el estupefacto auditorio, que en los gobiernos representativos había un vicio radical, el cual consistía en que en ellos las minorías estaban tiranizadas, y que para redimirlas del Egipto de esta servidumbre era preciso suscitarles el Moisés de una legal representación. Para esto sentaba que la representación debía sorprender al cuerpo electoral en daguerrotipo (sublime imagen empleada por él), y reproducir fidelísimamente los matices todos de la opinión.

No quiera el cielo que el daguerrotipo pueda tener una tan funesta aplicación a la política; porque, Dios mío, ¡qué cuadro tan horrible no reproduciría la representación de una sociedad sin fe, sin costumbres, sin opinión, en que todos los sentimientos se confunden y todas las fuerzas se chocan y se neutralizan! No solamente Méjico sino [290] todas las sociedades modernas debieran temblar de semejante atrevida aplicación. Pero si el pensamiento del impávido publicista era ejecutable (de que yo no vislumbro la menor probabilidad), ¿a qué aspiraba por su medio? ¿A tornar lo de arriba abajo y lo de abajo arriba, como con el bravo rey Don Pedro hizo aquel menguado francés? Pero entonces acababan los gobiernos de mayorías. No era sino para dar una voz a la minoría; mas las minorías, vive Dios que no solo tienen una, sino mil voces y mil lenguas a su disposición, con que, ya que otra cosa no puedan, atruenan los oídos de las mayorías: las tienen en el reglamento, las tienen en la prensa y en todo el mecanismo del gobierno liberal.

De todos modos, un diputado grave dijo muy gravemente al siguiente día, que él sabio diputado había descubierto la piedra filosofal, y una panacea de las enfermedades del cuerpo político; y la prensa añadió que era una gloria inmensa para Méjico haber hecho dar a la ciencia política un paso tan gigantesco.

Yo no quisiera absolutamente desencantar a los buenos de los mejicanos de este culto de adoración que se tributan a sí mismos, porque él es un síntoma de vitalidad; [291] solo les aconsejaría que se esforzasen por merecerle, y que para ello saliesen un poco de sí mismos, y mirasen atrás y adelante, a la derecha y a la izquierda.

Capacidad política

“¿Qué habéis hecho de la Francia que os entregué?” preguntaba Napoleón a su vuelta de Egipto; y el mundo pudiera dirigir con mejor razón a los políticos de Méjico una interpelación semejante y decirles: ¿Qué habéis hecho de la nación que la independencia puso en vuestras manos, de esa nación que entonces rebosaba en vida, y cuyos destinos se ostentaban tan grandiosos? ¿Qué partido habéis sacado de las circunstancias propicias que por do quiera le reían; del aura del favor universal, que dulcemente la acariciaba y la impelía? ¿Cómo habéis correspondido a las esperanzas que hicisteis concebir y a los votos fervientes que en ese día dirigieron al cielo por vuestro acierto en el gobierno los corazones todos que en el mundo palpitan por la independencia y libertad de las naciones?

Esa Méjico, entonces entusiasta de la [292] libertad, en cuyo seno hervía un tan grande espíritu público, hoy asiste indiferente a la ruina de las instituciones compradas con tanta sangre, y consiente en recibir sobre sí todo género de cadenas; hoy en su pulso apenas se nota el movimiento de la vida, de la que solo dan cierto testimonio sus hondos gemidos. Esa nación entonces compacta, amiga y aclamada de las naciones de la tierra, hoy desunida, empieza a deshacerse como las hojas de un libro mal encuadernado, y está embrollada casi con todo el mundo. De tantas esperanzas concebidas, de tantas promesas y caminos intentados, solo queda un desengaño cruel; quedan la miseria y la zozobra; queda la representación nacional abatida y la prensa encadenada; queda un hastío universal; y por encima de todo quedan sables y bayonetas, y desnudos pechos en que impunemente hundirse.

Mas tengo yo en mi alma sobra de independencia para no unir mi voz a esa alharaca de la opinión, que cual rabioso can muerde al caído, o en sus mil lenguas mentirosas lleva el tributo de vil adulación a los pies del trono alzado por la fortuna. Ese es el grosero criterio del vulgo: yo me serviré de otro mas racional. [293]

En circunstancias difíciles y grandes es cuando una gran nación ostenta el genio del gobierno: nada me importan los conflictos mercantiles en que se ve la Unión americana, ni las grandes cuestiones que le suscita su vigorosa y variada existencia para poner de acuerdo los intereses del Sur con los del Norte y el Oeste, los de la esclavitud con los de la libertad, los del cultivo con los de la manufactura. Tampoco me asusta ver la Inglaterra embarazada con las inmensas dificultades de su política exterior, complicadas con los problemas mas graves aún de su organización social y política, y de su dominación en Irlanda: ni me ahoga asistir en Francia al desarrollo trabajoso del espíritu moderno en una sociedad ya labrada por los tiempos antiguos; porque al lado de esos grandes problemas está la inteligencia igualmente grande, y cuerpo a cuerpo con esas inmensas dificultades lucha el corazón, que ha crecido animoso en el eterno combate de la vida; porque la vida es un combate, y si la del individuo es una escaramuza, la de las naciones es una campal batalla. Pero en la misma proporción me sobresaltan, no las dificultades, sino la vacilación eterna y la ausencia de todo pensamiento fijo en la [294] política de España, y me acongoja la postración en que se encuentra Méjico.

Es un deber de los hombres de estado, por lo mismo que su cabeza descuella por encima de las cabezas de la muchedumbre, mirar un poco mas adelante que esta, y advertirla en tiempos de crisis y de agitación de los malos pasos y precipicios del camino, empleando para con ella todo su valimiento a fin de retardar, de acelerar o de variar la marcha. Los políticos de Méjico, los que han capitaneado la revolución, desde el cura Hidalgo hasta el general Santa Anna, han renunciado a este noble e importante papel; y lejos de dirigir el movimiento no han hecho mas que mezclarse en las turbas para promoverle, soplando el fuego de toda mala pasión en ellas, y exagerando toda idea justa. No hay para ellos excusa de ninguna especie, ni tienen que alegar que el torbellino popular los ha envuelto: ese torbellino era facticio, excitado por ellos mismos para promover sus menguadas miras, y estaba en su mano moderarle o anularle a su antojo. No; allí el volcán de la revolución no tenía el alimento que ha solido tener en Europa de grandes injusticias sociales y de bárbaras tiranías seculares; porque aquella sociedad estaba dulce [295] y patriarcalmente gobernada: allí el pueblo no era ese pueblo profundamente irascible de Londres o mágicamente impresionable de París, que es necesario conducir con infinito arte: el pueblo de Méjico, estaba avezado al yugo del gobierno; era un pueblo niño a quien se lleva con inocentes engaños. Si hay en el mundo un pueblo sufrido, poco exigente, y sobre todo dócil y fácil de gobernarse, ese pueblo es el de Méjico, y lo era mucho mas que en el día en la época de la independencia, porque entonces era confiado, y ahora los desengaños le han vuelto incrédulo y receloso. Sobre ello apelo al testimonio de todo el que conozca un poco aquel país.

Los revolucionarios de la primera época trabajaron infinito para malear la índole pacífica del pueblo, y para despeñarle por el derrumbadero de la insurrección; y no pudiendo inocular en sus ideas ni en sus hábitos la revolución, ni aun el proyecto de una completa independencia, se dirigieron a esos instintos, latentes siempre en el fondo de su corazón, de robo y de matanza, y de odio implacable contra los gachupines, a fin de unirle a la lucha por el lazo sangriento del crimen. ¡Ah! Si ese ímprobo trabajo empleado por ellos con tan negro fin, [296] ese trabajo de que nos da una idea cierta la carta de Rayón al Congreso de Chilpancingo, hubiese sido empleado para moralizar mas y mas al pueblo y hacer germinar en su ilustración y sus virtudes el gran pensamiento de la independencia, otra habría sido la suerte de América, y otra también la nuestra.

Itúrbide llegó en esto, y pareció por un momento simbolizar en su persona el pensamiento y las necesidades de la sociedad americana. Repito que la independencia se hacía necesaria y de día en día inminente, mas que por la situación de América por el estado triste y azaroso de España. Yo no culpo a los mejicanos de quererla y solicitarla, pues que en su caso habría deseado para mi patria igual beneficio: solo en la elección de los medios y coyuntura es en lo que puede recaer el vituperio. Mas una vez dado el grito de Iguala, era un deber santo de Itúrbide mantenerse firme en la custodia del pensamiento, que acababa de recibir de la adhesión entusiasta de la opinión un bautismo de nacionalidad; porque hay deberes sagrados que tienen que cumplir las naciones como los individuos que están colocados al frente de ellas, y la suerte aciaga de Méjico es un [297] vivo ejemplo de esa sanción terrible con que la Providencia castiga la violación de esos deberes: hay una moralidad política, que en vano se desconoce, cuidando de suplir su vacío por el empleo de las artes, que pomposamente condecora el mundo con los nombres de inteligencia de los negocios, razón de estado y otros; el orden político lo mismo que el moral se funda sobre esta base indestructible, la justicia.

Pues a la justicia con España faltó la nación mejicana, y mas que ella faltó Itúrbide, que precipitó su caída fraguando su elevación y apartándose del pensamiento de Iguala, cuando era su primer deber haberle llevado a cabo, o al menos haber tentado todos los medios de darle puntual ejecución.

Después los políticos de Méjico se pusieron a vociferar ¡república! y república respondió el eco del pueblo, a cuyos oídos era tan extraña y disonante esa voz como a su razón era inaccesible el significado. Si media docena de años antes, o a la época misma de Iguala, se hubiese anunciado semejante destino a Méjico, quien tal hubiese dicho habría pasado por visionario, porque entonces una reflexión desinteresada hubiera hecho conocer que Méjico no encerraba [298] los elementos ni tenía los antecedentes de este género de gobierno; mas a la altura a que había llegado la revolución, la república era casi el destino fatal de Méjico, así como la anarquía y la dictadura debían deducirse un día de la república. Tal es la lógica inflexible de las vías de hecho, cuando la política se abandona a su brutal dominación.

Sin embargo, nada menos apto que Méjico para una república: es esta como aquellos vestidos cortos y ajustados al cuerpo que le dejan libres sus movimientos, pero también descubren todos sus defectos; al contrario de la monarquía, que semeja mas a las ropas talares, que si embarazan el movimiento cubren las imperfecciones naturales y dan un cierto aire de majestad. La república parte del corazón del pueblo: si ese corazón está sano, no contaminado por el vapor de la molicie ni por el veneno del crimen, ella funcionará bien, con tal que por otro lado ese pueblo se halle avezado a los negocios, ame la cosa pública, tenga en una palabra, un gran patriotismo. Sin estas condiciones el gobierno se llamará republicano; pero solo tendrá de tal el nombre y de ningún modo la sustancia, que se cifra en ser el gobierno del pueblo, [299] en nacer de él y volver a él: será un artificio político a la disposición del primer atrevido que quiera y sepa servirse de él.

Ya no me maravillo de que Méjico no haya podido gobernarse con república; porque ¿qué tiene que ver aquel pueblo con semejante forma de organización política? ¿Cuándo se gobernó él a sí propio? Nunca: sin la inteligencia y la pasión del mando un pueblo podrá ser independiente bajo una monarquía, pero jamás gobernarse republicanamente; y en este caso se ha hallado Méjico. Por otra parte, la vida de una república es agitada, y está empedrada de las mas grandes vicisitudes y fuertes contrastes: los mas pequeños negocios pueden también adquirir las proporciones de los grandes, y todos recibir de la publicidad y del calor popular una escandescencia peligrosa para la vida pública: las ambiciones particulares pueden atizar en fin este hervor de la sangre, y elevarle hasta la fiebre, comprometiendo al pueblo en resoluciones violentas que le constituyan en grandes atolladeros.

De aquí la necesidad, en el pueblo que ha de regirse por la república, de un temple fino de carácter que le sostenga en la adversa y no le permita desvanecerse en [300] la próspera fortuna: de aquí la necesidad de instituciones que le contengan y le dirijan en sus resoluciones; instituciones que, cuando está dotado del genio del gobierno, él mismo se busca y se da; de aquí en fin la necesidad de grandes y patrióticas ambiciones que neutralicen el efecto de las pequeñas, y que nunca faltan en una verdadera república, porque ella las engendra y produce naturalmente, y porque entre ella y esas nobles ambiciones y altas capacidades existen misteriosas simpatías y una correlación tal, que ambas se explican recíprocamente por el solo hecho de su coexistencia, y nunca existen separadamente.

Pero en Méjico, ¿qué es lo que ha habido de todo esto? En primer lugar falta a aquel pueblo un carácter nacional, que en el día se forma trabajosamente en la única escuela en que puede formarse, la de las vicisitudes de la vida pública; mas hasta la independencia sus días se deslizaron en los blandos brazos de un trabajo moderado y abundantemente recompensado, a la sombra de un gobierno en cuya formación y ejercicio no tenía la menor parte; se deslizaron como los días de la infancia, y como se deslizan con suave murmullo las aguas del arroyo modesto por entre flores y menudas piedras. [301] Agregase a esto, que la naturaleza no pone allí mucho de su parte; porque la fibra que ella da no es esa fibra que constituye las organizaciones vigorosas que el ejercicio del poder requiere, sino esa otra que grandemente habilita para gozar en el círculo doméstico y social.

Interés por la cosa pública, ese patriotismo que hace anteponer la patria a toda otra afección, eso que en lenguaje técnico se llama virtud en las repúblicas, y sin lo que estas no pueden existir, el pueblo mejicano ni lo ha conocido ni lo conoce. En 1830 se quejaba oficialmente el gobierno de la apatía del pueblo en las elecciones, las cuales se hacían en toda la república por medio de los clubs: después a este pueblo soberano se le ha impuesto una multa cuando en su inapelable juicio estime por conveniente no ejercitar el precioso derecho de la elección: yo he visto allí esas elecciones y presenciado la frialdad con que proceden, habiéndose solo en las del último congreso constituyente notado alguna mas animación por haber en ellas echado el resto el partido federal. En fin, dos veces un atrevido soldado se ha metido las llaves de la representación nacional en el bolsillo, y esto ha podido hacerlo impunemente, [302] aun sin promover el mas ligero murmullo. ¿Qué inferir de todos estos hechos? Que el pueblo mejicano será virtuoso, pacífico, avezado a los hábitos domésticos, fácil de gobernarse; pero ¿capaz de gobernarse a sí mismo en república? No; mientras no adquiera hábitos públicos.

Instituciones se ha dado él también con mano pródiga, y ¡qué instituciones! Mas estas solo prestan la forma, solo son la organización por medio de la cual ha de obrar una vida preexistente, y Méjico no tenía ni conocía la vida republicana. De todos modos, ¿cabe en ninguna cabeza sana imaginar para un pueblo de hábitos tan domésticos y de una vida exterior tan apagada, una organización tan complicada y vasta como la de la república federal? ¡Quinientos legisladores soberanos debatiendo permanentemente y poniendo en cuestión cada día la existencia misma, o sean los mas caros intereses, de una sociedad constituida como lo estaba la de Méjico! Yo sostengo que en ninguna época de la historia la familia española ha podido llevar sobre sus hombros el peso y la balumba de una tan inmensa discusión, y que no se necesitaba de otro expediente para arruinar la república en Méjico. [303]

Con efecto, la discusión no está en nuestro genio ni en nuestros hábitos, y esta consideración debe hacer parco al legislador en suministrarnos tan fuerte alimento. Ella es el nudo social de los pueblos germánicos, que ponen en común la mas grande porción de su existencia; pero nosotros, que estamos animados de una personalidad tan fuertemente pronunciada, y que no la sacrificamos sino a Dios; nosotros, que estamos organizados de una manera tan admirable para sentir y para obrar, y que en fuerza de esta organización, y como su primera necesidad, damos a la fe en las personas e instituciones que han de regirnos lo que otros buscan en garantías de todos géneros, no podemos hacer de la discusión el sustentáculo de nuestra vida social, ni darle sino una importancia relativa. Lejos de mí la idea de abogar por sistemas absolutistas: desde que tuve uso de razón ha latido mi pecho por las ideas liberales, como el puerto donde a la altura a que ha llegado la civilización pueda refugiarse la dignidad humana y salvarse del naufragio que parece hoy amagar a todo noble sentimiento y grande institución; pero procuro poner las cosas en claro, y no alucinarme en el juicio de nuestra situación: [304] quiero y debo reconocer que la discusión es un arroyo que viene a aumentar el río de nuestra existencia; que es una agregación de vida que nos viene de fuera, y que bajo la forma de parlamento y de periódicos nos envía la vida general de la sociedad europea, en la que hemos comenzado a mezclarnos; agregación que yo recibo con mil amores por proceder de un origen tan puro, la gran civilización occidental, animada de un fuego tan vivificador como lo es el cristianismo, y alumbrada de un astro tan luminoso como lo es la ciencia.

Otra consideración había muy fuerte para retener al legislador mejicano y apartarle de la nueva vía en que iba a entrar. El pueblo aquel, como llevo dicho, está organizado para gozar, y la naturaleza que le rodea remunera con tanta largueza su trabajo, que parece también invitarle al descanso y a la holganza: la clase acomodada aún está con dobles cadenas atada a esta general tendencia por su viciosa educación, y por hallarse acostumbrada a heredar. Pues he aquí que a una sociedad así constituida, que tiene religiones degeneradas y un ejército numeroso que sostengan la vagancia y el espíritu de vivir sobre el trabajo ajeno, se le abre todavía el nuevo y vastísimo campo [305] de una complicadísima máquina de gobierno, que exige infinitos brazos para moverse, y se inocula en sus venas ese beleño fatal de la empleomanía, verdadera plaga de las sociedades modernas y muy especialmente de la española. Yo no exijo en nada que sea humano la perfección; pero de aquí a sembrar el mismo legislador con solícita mano de piedras de escándalo el camino que ha de correr su pueblo para que en ellas tropiece y caiga, en vez de despejársele con esmerada atención a sus flaquezas y propensiones viciosas, creo que haya una distancia inmensa.

Todas estas observaciones tienen rigurosa aplicación a la época en que el pueblo mejicano entró en el camino nuevo de la república; y si él no tenía inteligencia suficiente para hacérselas, debieron suplirle en este trabajo sus directores: hoy no hay mas diferencia que la mayor experiencia y el principio de la formación de hábitos públicos y de un carácter nacional. Tales son los vicios radicales de la política mejicana respecto del gobierno: veamos cómo se ha conducido en otras grandes cuestiones.

Entre todas descuella por su importancia y ramificaciones la de razas, que llega a confundirse con la de colonización, y que [306] el gobierno español trató a su modo siempre como cuestión de primer orden, y resolvió provisionalmente cuanto bastaba a la estabilidad de aquel orden de cosas. Hoy, que aquella sociedad pretende haberse constituido definitivamente, esa cuestión está sin embargo intacta; porque si se ha resuelto en el orden legal con arreglo a principios de alta política y humanidad, permanece la misma en el social, no habiéndose alzado por la opinión la valla que separa las razas, y siendo iguales en número o acaso menos que antes los puntos de contacto que existen entre ellas. Bien se ve que esta es una posición falsa para una sociedad organizada en república, que lo primero de todo debe mostrarse celosa en definir y garantir el estado civil de todos sus súbditos bajo el nivel inexorable de la igualdad ante la ley, y de una igualdad de hecho a la vez que de derecho, so pena de falsificar y destruir la base del edificio del gobierno; mas esta obra está por acabar, y aun no exagero si digo que está por empezar: cuatro quintos de la población mejicana son ciudadanos solo en el papel, porque la ley tiene la bondad de darles este nombre. Y que la cuestión es de importancia y además urgente, bien lo acreditan algunos [307] chispazos que de cuando en cuando vienen a avisar a la descuidada sociedad de que pisa unas cenizas que encubren un fuego mal apagado. En 1842 los indios del Sur, probablemente excitados por oculta mano, tomaron a su cargo hacerse justicia en ciertas demandas de lindes, y se la hicieron quemando porción de haciendas, asolando sus edificios y asesinando a sus moradores. En Sonora estaban por la misma época los indios en armas con otros motivos.

Es doblemente crítica la posición de la clase reinante, hoy que no tiene el apoyo de un gobierno fuerte, cual lo era el de España; hoy que en sus flacas filas son de notarse los claros dejados por los españoles, que ya carecen de interés en este asunto, y que sin embargo eran los que estaban dotados del genio necesario para manejar y subyugar por su ascendiente moral a los indios lo mismo que a las castas. Los mejicanos deben pues insistir con empeño en hacer desaparecer todos estos ilotas, elevándolos hasta la ciudadanía y alzándolos para ello de su condición abatida; pero no deben descuidarse por esto en reclutar y aumentar sus filas con nuevas adquisiciones de ciudadanos.

La colonización es un interés de [308] primer orden en Méjico, no solo por las afinidades que tiene con la gran cuestión de razas, sino porque encierra el porvenir de aquel rico, extendido y privilegiado país. La América del norte miró en los grandes momentos de su emancipación a Europa, y la vio agobiada bajo el peso de caducas instituciones y minada por el vicio y por la miseria: volvió luego la vista sobre su bello continente virgen, y comprendiendo al punto los designios de la Providencia, alzó la voz diciendo: “A mí todos los pobres y todos los desgraciados;” y Europa respondió al llamamiento, y América fue feliz, porque comprendió los designios de Dios. Si Méjico hubiera imitado esta conducta, probablemente habría recogido los mismos o mas abundantes frutos; porque su suelo y su clima son mucho mas apetecibles que los de la vecina América, y porque la necesidad de emigrar se hacía y continúa haciéndose sentir mas que nunca en Europa: pero Méjico ha sacrificado este porvenir a su fe; y ciertamente, si hay algo sobre la tierra digno de recibir tan grande y noble sacrificio es la fe. Pudieran sin embargo haberse conciliado ambos a dos intereses, el de las creencias y el de la colonización; y si Méjico hubiese acertado a [309] darse un gobierno estable y protector, no habrían escaseado los colonos; mas sin virtudes y sin juicio no hay gobierno, y sin gobierno no puede haber colonización, o si la hay es para desgarrar las entrañas de la madre patria, como ha sucedido a Méjico con Tejas.

Repito que la fe es digna de los mas grandes sacrificios, y que en un Estado ya formado como el de Méjico no hay interés que no deba subordinarse al de la religión; no siendo justo que lo presente se ofrezca en holocausto a lo porvenir, antes bien mas equitativo y razonable que la sociedad venidera vaya recibiendo la ley de existencia de la sociedad actual ya desenvuelta. La libertad de cultos habría en el instante poblado los desiertos de Méjico; pero probablemente Méjico habría dejado de existir a estas fechas; quiero decir la antigua y española Méjico, y no puede exigirse de nadie que se suicide. Si pues la unidad de creencias era una ley de la existencia social de Méjico, todo otro interés ha debido subordinársele. Esa unidad es por otra parte un vínculo precioso de nacionalidad, que por desgracia va desapareciendo en Europa, si bien la tolerancia religiosa le ha traído el gran bien de calmar los odios que antes la [310] devoraban, y de permitir producirse a los grandes gérmenes de progreso que lleva en su seno. Mas entre nosotros no habría la libertad de conciencia acarreado este bien, y ciertamente nos hubiera privado del beneficio inestimable de aquella unidad: ella no podía tener respecto de nosotros ese carácter pacificador, pues que la guerra no preexistía, y sí en su lugar el de atizadora de la discordia y encendedora de la guerra: de aquí el que en España ni en Méjico no haya debido en sana política imitarse en el particular la conducta de la Europa culta.

Hasta aquí estoy de acuerdo con el sesgo de la política mejicana; pero la cuestión religiosa, no por despejarse de las teorías filosóficas del siglo deja de ser complicada y difícil, y creo que Méjico en el modo de tratarla no ha añadido luz ninguna a la ciencia del gobierno en este importante ramo.

Las relaciones entre el Imperio y el Sacerdocio han quedado en el mismo pie, sin alteración de ninguna especie, en que las dejó el gobierno español. ¿Y podrá nadie persuadirse a que la fórmula buena para reglar esas relaciones en un estado colonial regido por un gobierno monárquico-absoluto-teocrático, pueda continuar siéndolo [311] respecto de ese mismo Estado hecho independiente, y regido por la forma de gobierno mas avanzada y libre que se conoce? Yo supongo que no estoy tratando de dogma, y sí de un punto de libre discusión, que en tal concepto pertenece al patrimonio de la ciencia, cual lo es indudablemente el de fijar en cada época y con sujeción a sus necesidades espirituales y sociales las relaciones que han de ligar ambas a dos potestades sin menoscabo esencial de su recíproca independencia y con provecho de la sociedad. De otro modo sería un poco difícil explicar las eternas variaciones de la mezcla en que cayeron esas relaciones desde que la cruz coronó no solo los templos sino también los palacios, y adornó los estandartes del imperio romano: en esta mezcla ha dominado, según los tiempos y el temple de los papas y de los reyes, cuándo el elemento religioso, y cuándo el político: la guerra ha sido permanente y viva, y se ha conducido con extrañas vicisitudes: últimamente, lo que ha habido es transacción y no paz, la cual acaso se establezca un día por la misericordia divina, pero no será sino despojando la cuestión de lo que tiene de terreno y dejándola en su pureza inmaculada. En ese día se firmará por las dos potestades un [312] tratado de absoluta independencia recíproca, y sus relaciones quedarán bajo el pie de viva fraternidad, como hijas que son de un mismo padre celestial: la fórmula no habrá que pedírsela a la ciencia, que la da el Evangelio con sublime simplicidad. Pero lo repito, esa república tan lozana de vida, tan rica de porvenir; esa Méjico que con tantos bríos y denuedo entró en la noble lid de la vida pública, nada ha puesto de su parte, ningún contingente ha traído a la ciencia, nada ha hecho para acelerar la llegada de ese día suspirado de paz. Uno de los defectos de la política mejicana ha sido el de que en sus manos haya casi desaparecido el precioso legado que el gobierno español le dejó en la existencia de una capital. Sin capital no hay nación; y de este vicio grandemente flaquea y adolece la nacionalidad de la Unión americana, si bien está en alguna manera compensado por la existencia de un inmenso espíritu público. Pues bien, Méjico era realmente la capital de Nueva España, no solo por su importancia material y sus antecedentes gloriosos, pero también por ser el corazón donde latía la vida política, religiosa y comercial de toda aquella extendida sociedad. ¿Qué ha hecho la política de la revolución para conservar siquiera [313] el beneficio de una capital formada por trescientos años de trabajo social? Parece increíble que en tan corto espacio de tiempo como el que ha mediado desde la independencia se pueda haber perdido tanto terreno en este punto. Desacreditado el principio del gobierno, este inmenso descrédito ha recaído todo entero sobre la capital, que no excita por fuera sino profundas antipatías. Méjico, se dice, no hace mas que consumir toda la sustancia de la nación, sin devolverle en cambio sino corrupción y miseria: Méjico no atiende a los departamentos fronterizos ni a los que tiene a sus puertas, y su solicitud no se extiende fuera del radio de lo que la vista alcanza a descubrir desde la torre metropolitana; Méjico en fin no gobierna en ningún sentido. Por otra parte el comercio de Europa y Asia va olvidando el camino de la capital y abriéndose nuevas sendas. Este es un daño incalculable, y uno de los mas graves peligros de la nacionalidad mejicana. Solo ese odio universal que excita Méjico puede explicar el voto del último congreso constituyente por la federación; sistema que permite a los departamentos sacudir el ignominioso yugo que sufren. Ese odio vive con mayor energía en los departamentos [314] del centro, cuales son San Luis, Zacatecas, Guanajuato y Jalisco, avocados en consecuencia a aprovecharse de los lazos que los unen y de los elementos que encierran para formar una pequeña nacionalidad tan luego como suene la hora del desmembramiento.

No quiero engolfarme mas ni en esta ni en otras cuestiones, contentándome con haber tocado y no manoseado las mas grandes que se me han ofrecido en mi camino. Las de administración y de gobierno interior en su lugar las he tratado, no siendo dudoso mi juicio en ellas según lo que llevo dicho. Mas después de todo, ¿qué es lo que se saca en limpio? ¿Dónde está el pensamiento de gobierno, alma de ese cuerpo que se dice nación mejicana independiente, gobernada por república representativa popular? ¿En qué orden o clase del pueblo radica, cuáles intereses representa, en qué grandes inteligencias ha encarnado a fin de recibir miembros y proporción que le dispongan a la vida, o con qué resolución y energía se ha planteado y ha funcionado? Yo no lo descubro por mas que miro, porque en lugar de pueblo solo vislumbro una masa informe de hombres sin principios comunes de existencia, en donde sobra la [315] materia y falta el espíritu; en vez de intereses que se correspondan, hallo intereses que se contradicen por falta de mano que los ponga en consonancia; en lugar de esas grandes inteligencias y acrisolado patriotismo que han marcado en todos tiempos la fundación de los estados y sobre todo la era de las repúblicas, no encuentro sino pobreza de miras y fuerza de pasión individual; porque en fin, en vez de la energía que da un carácter bien templado en el pueblo y virtudes en los ciudadanos, no hallo mas que indecisión eterna y mano insegura en el mando.

No culpo a aquellos hombres de Estado de no haber hecho mas, sino de no haber acertado a discurrir que no se podía tampoco esperar mas: un artista no trabaja del aire, ni pudo forjarse de barro la estatua de la Venus antigua; y a este modo el político necesita un pueblo sobre que operar. Ni por eso trato de desalentar: la educación puede suplir el genio, y la experiencia de la vida formar el carácter: el pueblo mejicano va teniendo estas dos cosas, cuya posesión definitiva mejorará infinito su posición respecto del gobierno. [316]

Conclusión

Repito que solo he pretendido bosquejar. Decir algo sobre aquel hermoso país que con tanta gloria y acierto conquistaron y gobernaron nuestros padres, sobre su revolución y estado actual, con el fin de despertar el deseo de conocerle mas a fondo; he aquí mi objeto por lo que dice relación a mi patria: un cohete de luz arrojado en noche cerrada sobre un país extraño suele así producir la curiosidad de examinarle y conocerle a la clara lumbre del sol.

Ni quisiera yo que nos olvidásemos completamente de que tuvimos Américas y de que las poseímos por tanto tiempo; arrojando así por la ventana trescientos años de glorias, de sacrificios, de sabiduría y de virtudes, hoy que es cuando debemos recoger sus frutos: una política de aislamiento que tomase sus inspiraciones de tal sistema de apocamiento nos degradaría a nuestros propios ojos y a los del mundo, y nos haría bajar del puesto de un pueblo grande por su pasado y por el porvenir que aún le espera. [317] Nuestras relaciones con América bien entendidas y cultivadas con empeño pueden sernos de infinito precio, y a la América sacarla de ese estado lastimoso de desvarío y postración en que yace. Para ello es necesario plan, es necesario cordura, es sobre todo necesario un gobierno.

Nuestra palanca para obrar sobre América es la posición que trescientos años de dominio nos han creado en ella, y que ninguna nación nos puede disputar; pero esta palanca necesita del punto de apoyo del crédito de nuestras instituciones, de nuestros hombres, de nuestra literatura, de todo aquello que constituye la vida y la gloria de las naciones. Si nosotros llegamos a salir de la confusión que nos ahoga; si del caos de la revolución acertamos a sacar a luz un gobierno, y a su sombra se incorpora y se reanima esta magnánima nación, aquella inmensa influencia podrá aún ejercerse en beneficio nuestro y de nuestros hermanos de América (se entiende siempre en el sentido de la libertad y del progreso humano); pero en otro caso nuestra influencia se hundirá en el abismo de nuestro descrédito. Es preciso haber estado allí para comprender hasta qué punto son desastrosos sobre ese nuestro crédito los efectos de los escándalos permanentes y de [318] la pobreza radical e incurable de nuestra revolución.

En cuanto a Méjico, puedo acaso parecerle hostil; pero reconozca en el fondo de esa aparente hostilidad un vivo interés y anhelo de su bienestar y prosperidad. Yo no soy ese amigo falso que se insinúa para hurtar el secreto del hogar doméstico y luego propalarle entre los ociosos, sino ese otro franco y veraz acaso hasta la imprudencia, cuyo lenguaje hiere, es verdad, pero como hiere la mano del cirujano al tratar la llaga. Algunos disimulan la verdad cuando la creen triste y hecha para descorazonar: yo la he proferido toda entera, cual la concibo y la siento; porque tengo fe en los sublimes atributos de la verdad, y sobre todo en su divina eficacia para curar los males de la humanidad. Afortunadamente que para hablar así no he necesitado hacer contraer a mi voz ninguna desusada inflexión. Yo no soy hombre de tener una conciencia aquí y otra allá, ni un valor en Madrid de que no haya dado pruebas en Méjico; y por el tono de lealtad y franqueza con que ahora me dirijo a los mejicanos reconocerán la misma voz que en medio de ellos resonó con genial rudeza y candor.

Ni es ya hora de disimular ni de contemplar, [319] sino de decir a toda prisa la verdad, y de decirla aguda, penetrante, vehemente, para que se imprima muy adentro allá en el fondo del alma, traspasando como cuchillo de dos filos la endurecida corteza de la confianza que cría el hábito de vivir en el peligro y el amor propio exagerado: pasó ya el tiempo de soñar impunemente, y se hace urgente aprestarse al combate, que cada día es más inminente: es preciso pensar en disponer en el exterior de todos los recursos de la vida nacional. ¡Y se disputa aún en Méjico sobre el principio del gobierno, y están por ventilarse todas las cuestiones de organización interior!

Yo en este particular tengo el interés general de la civilización cristiana, que hace estremecer de anhelante placer mi corazón a los mágicos nombres de América, de África y de China; pero tengo todavía en el que me tomó por América otro mas cercano estímulo y mas doméstico, el de la gloria de la gran familia española, que quisiera ver reintegrada en la fuerza y el genio de sus mejores días, para combatir en buena lid con las demás naciones por el premio de la civilización.

En resumen, hubo un tiempo en que no cabiendo el genio de los hijos de España [320] en los conocidos confines del mundo, salvó la barrera del Océano, erizada en vano de tormentas y de monstruos. En medio de ese semillero de héroes, que la envidia ha tomado a su cargo difamar, descolló uno por la grandeza de su destino, solo inferior al temple de su alma. La historia nos ha trasmitido las glorias militares del conquistador de Méjico; pero no ha estudiado aún debidamente el genio político y administrativo del fundador del imperio mejicano.

La conquista determinó el carácter de aquella sociedad, inoculando en sus venas un bastardo espíritu aristocrático. Sin embargo se organizó a su lado el trabajo, cuya alma era el español que todos los días asomaba por el oriente, y cuyo brazo era el indio, que trabajó duramente, pero que habiendo desde luego ganado infinito en el cambio, de señores ha visto de día en día irse mejorando su suerte bajo la doble protección del gobierno animado de la grande alma de Isabel, y la del sacerdote que vio en él siempre la mas humilde y atendible de las ovejas del Pastor divino.

El rey de España, por medio de un personal plebeyo, tomó desde luego firme y exclusiva posesión del mando, y gobernó con fuerza moral aquella sociedad, a la que aseguró [321] una existencia humilde y apartada de las miradas del mundo, pero quieta, dulce y lentamente progresiva. Mas tarde la hizo entrar en vías de mas acelerado progreso, y el bienestar y la abundancia llovieron sobre ella, y comenzaron a minar el cimiento de su antigua bienandanza, la moderación de sus deseos.

El mundo se conmueve en esto, y la sociedad española que entra en nuevas condiciones de existencia se desorganiza; y América, que espía la coyuntura, huye de la casa paterna, y se avoca con un mundo que no conoce, y se compromete en sendas peligrosas: en una palabra, América no sabe vivir, y necesita comprar la experiencia de la vida a precio de su felicidad. [322]

[Fin]

Nota. Entre otras merecen advertirse por su importancia las cuatro erratas siguientes. Donde en la página 206 dice de la vida de los siglos, léase la vida de los siglos. Donde en la página 233 dice como un águila, léase como una anguila. Donde en la página 57 dice abrogádose, léase arrogádose. Donde en la página 79 dice entre el león y el cordero, léase entre el lobo y el cordero.

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{1} Ya que de esto hablo debo añadir, que en las casas consistoriales de Tlascala ví y besé con indecible amor y respeto el pendón de Castilla que tremoló Cortés en el Nuevo-Mundo, y puede no ser el único, el cual se mantiene en buen estado de conservación. Muéstranse en el mismo sitio el cáliz y ornamento que sirvieron a las primeras misas del P. Olmedo, y en el museo de Méjico la armadura de Cortés. Todos estos y otros muchos objetos, preciosos para nosotros, son hoy indiferentes a los mejicanos, después de haber acaso servido de alimento a su indignación o a su burla. Es imposible darse en el mundo nación menos curiosa de lo pasado que la mejicana, siendo solo comparable esta su indiferencia a la con que mira el porvenir; mas si ese pasado pertenece a España, ha llegado a excitar el odio y el deseo del exterminio. Calmado hoy el resentimiento de la lucha, me parece que el gobierno español está en el caso de negociar la adquisición de aquellos objetos, reclamándolos por la mas sagrada de las propiedades, la de familia. Si nosotros no los recuperamos pronto, no tardarán en venir a hermosear algún museo de Europa.

{2} En Méjico cada nueva situación está precedida de un grito acompañado de su plan, en el que se describen las llagas de la patria y se anuncia el nuevo gobierno, llamado por la Providencia para curarlas.

{3} Allí jamás se usa llamar a nadie por su apellido neto: el coronel Tal sería una trivialidad, y se hace preciso decir: el bizarro coronel Tal, el dignísimo general Cual. Hay además la sublime categoría de héroe, y el país está cubierto de ellos: así el héroe de Dolores, el del Sur, el de Iguala, el del Gallinero, el de Tampico y Veracruz y otros.

{4} Chihuahua, Durango, Guanajuato, Jalisco, Méjico, Potosí, Puebla, Morelia y Nuevo-León, con un total de 4.475.211 almas.

{5} Compréndense bajo esta denominación los naturales de las cuatro provincias.

[ Transcripción íntegra del texto contenido en el original impreso sobre 322 páginas. Se han renumerado las notas al pie de página. ]