Del materialismo político (original) (raw)
Hay su materialismo en política, y es manifiesta la consanguinidad que le liga con el materialismo en metafísica, en moral, en religión. El error es también fecundo, y en medio de la actividad que la imprenta ha venido a comunicar a la inteligencia, no es posible que un principio capital arrojado de la región de la teoría, deje de fermentar al punto, extender sus raíces en el terreno de la práctica, y llevar sus frutos dulces o amargos. La reforma había depositado en el espíritu público el germen del libre examen, o de un racionalismo ilimitado, antípoda del principio católico, que es la fe. Francia, país central, eminentemente dotado para cautivar la imaginación de Europa, había recibido en sus venas ese virus, que comprimido al cabo de crisis sangrientas, guardó todavía bastante influjo para inclinar el pensamiento del país hacia la oposición y la duda.
En medio de la corrupción de la corte y del alto clero, se desarrolló una filosofía que, tomando por texto esa oposición y esa duda, todo lo combatió y lo minó, obteniendo bastante crédito en la descarriada opinión para que sus epigramas pasasen por razones, y sus ensayos y enciclopedias por prodigios de erudición y de ciencia. El campo de la discusión quedó por suyo, no porque faltasen campeones, a la verdad, sino porque el jurado estaba pervertido, y el viento que soplaba favorecía el incendio que cundía y amagaba envolver a la sociedad en sus llamas. La generación que había de consumar la ruina, se empapaba en escepticismo y odio a lo pasado, y creía sinceramente en el poder de la razón para reanimar este montón de cenizas, y hacer surgir de su seno todo un nuevo orden de cosas. La filosofía, que todos los conocimientos humanos había desflorado, presentaba en todo plausibles puntos de vista que fanatizaban a la perezosa ignorancia, enamorada de tener a la mano fórmulas para fallar de todo, y para subir sin trabajo a la cumbre del saber. En metafísica la sensación, en moral el placer y el dolor, en religión el culto ideal de una primera causa indolente que nos había abandonado el imperio del mundo, en historia una teoría a la cual tenían que venir a medirse los hechos; nada de lo nuevo ofrecía materias ni dudas, todo aquí era dogmático, y tanto como se había escatimado la fe a lo que caía, se prodigaba ahora a lo que se alzaba en idea por mil atrevidos arquitectos a la vez, tragándose el elefante los que poco antes escrupulizaron en el mosquito.
En política, se creía así bien que la autoridad sobre que descansaba la vieja sociedad, era una superchería, una falsa moneda puesta en curso por la religión, y de que se servía sin escrúpulo la tiranía. Solo el pueblo era impecable, señor de sí mismo y de sus señores, y no tardaría mas en recobrar este dominio de lo que tardase en reconocerlo: todo el que ejerciese una autoridad que no fuese en su nombre, y por su mandato, era usurpador, era tirano: tal era la unidad de hierro que había imaginado la filosofía en el orden político. A la verdad, no era esta la doctrina de los enciclopedistas, lacayos de los reyes, y que se envanecían de vestir la librea de su servidumbre; pero era la del contrato social, que resumía la filosofía política del siglo, y dio una fórmula a la revolución.
El hombre nace libre, independiente, y vincula una parte de esta libertad e independencia en una fórmula social para asegurar el ejercicio de la restante. No hay, pues, otro origen del derecho político que el pacto. ¿Pero el hombre de ayer, el que será mañana, pueden pactar con el hombre de hoy? Sin embargo, la humanidad se compone de estos tres eslabones que, firmemente unidos, le dan el ser y la fuerza para no ser aplastada por la naturaleza, para cruzar con brío y con gloria el tiempo y el espacio. La humanidad, pues, en la teoría del pacto, se ve sacrificada a uno de sus elementos, al egoísmo del individuo que hoy se agita entre los apetitos y las convulsiones de la vida, y forzada a recomenzar en cada generación la tela de Penélope desu existencia; no es ella la que tiene derechos, sino la unidad política, el YO que hoy se remueve en el cieno de las pasiones, y al cual se le dispensa de tener memoria y previsión para no pensar mas que en sí.
Por otra parte, ¿quién asume sobre sus hombros la representación y la responsabilidad de la generación viviente, para que al menos resulte ligada por el pacto? Esta generación se compone de hombres que comienzan a doblegarse ante la tumba, de otros que retozan ante los albores de la vida, y de otros que llevan con vigor los ardores de su mediodía; se compone de fuertes y de flacos en todas las escalas y en todos los tonos, con la particularidad de que las flaquezas sobreabundan y son las que reclaman el asilo del vínculo social, mientras que la fortaleza, por desgracia, es la excepción, es la que bulle y acude al llamamiento a pactar por sí y para sí, y llevar la voz de la sociedad entera. ¿Valía la pena de derrocar la tiranía para volver a colocar la humanidad en una nueva y mas intensa servidumbre, la servidumbre de la fuerza y del número? ¿De repudiar una ficción en que al cabo se reconocía el derecho del débil a la protección del poder público, para entronizar otra ficción que al fin se resuelve en el imperio absoluto del mas fuerte? ¿Quién y con qué derecho en vuestra teoría representa a la mitad de nuestra especie, a las mujeres, y a las tres cuartas partes de la otra mitad, los niños y adolescentes, los enfermos y caducos, los ignorantes, los imbéciles, los pobres destituidos de abrigo, la inmensa mayoría, en suma, del género humano, para la cual se ha hecho principalmente la sociedad? ¿A dónde está, pues, la firmeza incontrastable de la base sobre que se asienta vuestro derecho político?
Pero vuestra teoría, no es sino un sueño qua acertó a cruzar por la enfermiza mente de uno de vuestros filósofos; una hipótesis que jamás ni en ningún rincón del mundo se realizó, y que por otra parte no explica nada; un contrasentido deplorable, que subvierte las leyes de la lógica y del tiempo, que hace al contenido mayor que el continente; al hijo primero que el padre, al individuo primero y mayor que la sociedad. ¿Por ventura necesitó esta de la virtud mágica del pacto para existir? ¿No preexistía en virtud de la palabra de Dios, antes que la palabra del hombre viniese a ratificarla? ¿No era ya fecunda antes que el hijo de sus entrañas viniese a autorizarla? Pero vosotros necesitabais de un trámite para sellar el proceso: habíais declarado vana y muerta la obra de Dios, y necesitabais poner en su lugar a toda costa la obra del hombre; enterrar a la vieja sociedad, y hacer revivir la nueva por un ensalmo de la razón: se presentó el hechicero con este ensalmo, y le proclamasteis como la antorcha, como el hachón del mundo. No merecíais sino sofistas, porque no buscabais la verdad, y sofistas os envió la Providencia, que más y más os sepultasen en la sima de la negación que absorbía vuestro espíritu, mientras llegaban los convencionales y los descamisados que tradujesen en hechos las ideas, y abriesen bajo la horripilada sociedad el vasto sepulcro que debía tragarla.
Pero los parlamentarios de la primera constituyente no iban tan lejos como la lógica; plantaban su tienda del pueblo oficial a medio camino y en ella meditaban detener la vida de la humanidad, detener sobre todo los impulsos indomables de esa lógica intratable. ¿Qué era para ellos ese pueblo? Era el tercer estado, es decir, un punto medio de la escala social, en que se recogía la suma de las inteligencias cultivadas y de las riquezas adquiridas, y que era o debía ser como el cuartel general de la sociedad entera, el estado mayor al cual debía obedecer la masa del pueblo: todo para el pueblo; nada por el pueblo. Bella teoría, si tuviese base, ¡bella cabeza pero sin seso! Es muy bello y muy natural que manden los más entendidos y los más interesados en el orden social, pero cuando la sociedad está habituada al mando, cuando la autoridad está acreditada; mas si comenzáis por desprestigiarla, por derribarla del ancho pedestal de las ideas morales y religiosas; ¿cómo queréis que las masas desorganizadas os obedezcan, y reconozcan en vosotros una autoridad que habéis asaltado y envilecido en vuestros superiores, atándola al carro de vuestras victorias? ¿Cómo queréis que se contenten con este trasiego y con este cambio de señores por señores, y que no deseen que caiga hasta ellos ese objeto de tantas codicias? ¿Por qué procedimiento singular pretendéis que se pare en el aire, y no llegue a besar el suelo, la estatua una vez derribada? ¿Dónde está el taumaturgo del siglo, el San Vicente de la política, cuya voz poderosa diga al infeliz obrero caído del andamio: detente mientras pido a mi superior licencia para hacer este milagro?
Por eso la revolución no se contuvo, ni ha reconocido hasta hoy otro freno que el de la fuerza; freno que solo pudo ajustarle Napoleón el grande, y que su sobrino acaba de tener bastante destreza y fortuna para volverle a encajar, hiriéndola por sus mismos filos, por el sufragio universal, de ella siempre aclamado, y que esta vez ha servido para significar la verdadera voluntad del pueblo, cansado ya de la palabrería de los parlamentarios, y hostigado de las andanzas de los demagogos, ávido en fin de orden y de reposo.
Nosotros tenemos la fortuna de poseer esa autoridad entera, asentada sobre la base secular de nuestras ideas religiosas, y representada en la monarquía, que todo el pueblo español ama y acata, y he aquí por qué en ajenas tierras la sociedad ha perdido el culto de esa divinidad, y no cree en nada o cree en cosas muy distintas, variando de experimento en experimento para volver a encontrar su centro; hoy el imperio, mañana el parlamentarismo, otro día el republicanismo bajo esta o aquella forma; ¿por fuerza nosotros hemos de sentir las mismas dolencias, y apechugar por los mismos brebajes, para tener el placer de ocupar a nuestros sabios médicos políticos?
No; decimos nosotros. El medio de no andar divagando en cosa tan vital como la vida política, es atenernos a nuestra vida española con sus órganos reconocidos y naturales funciones, cuales los ha hecho la doble acción del tiempo y de la naturaleza; es no cambiar nuestro estómago por el estómago delvecino, nuestra cabeza por la ajena, porque de seguro, por imperfectos que sean estos órganos, siempre para nosotros tendrán la inapreciable ventaja de que ellos solos pueden elaborar el quilo de que se sustenta nuestro cuerpo, el fluido nervioso que le entona y le anima.
Queremos además que estos órganos naturales no se vean comprimidos ni debilitados; que puesto que tenemos, por nuestra gran fortuna, una monarquía vigorosa, no hagamos de ella una monarquía raquítica, una media-tinta de monarquía, solo porque allá, en una lejana isla, dicen que hay una semi-monarquía que funciona o aparenta funcionar con la regularidad de un cronómetro inglés, que señala con envidiable exactitud la hora parlamentaria; o porque mas acá, en una nación vecina, también se ensayó con éxito ese ingenioso mecanismo, el cual, si al fin se desconcertó, no fue por culpa suya, sino del que debía darle cuerda y no se la dio, o por otro accidente extraño.
Queremos al lado de esa monarquía entera, una libertad también entera, por la sencilla razón de que no necesitamos pedirla prestada a ninguno, sino que la sentimos latir en nuestras venas, y bullir en toda nuestra historia: libertad municipal lo primero, y lo segundo libertad política, o facultad de ofrecer a los pies del trono nuestros recursos para hacer marchar el Estado, como siempre lo practicaron nuestros padres, y no lo resistieron nuestros buenos reyes; y facultad de emitir nuestro sentir en todos los negocios graves del gobierno, y en el mas grave de todos, la legislación; para que se pueda impregnar de nuestras costumbres, de nuestra vida social, como también se usó en España de tiempo inmemorial, sin que de ello resultara sino más íntima unión de la cabeza con los miembros del cuerpo social, y una gloriosa y envidiada codificación. Esto en el fondo, y en la aplicación las variantes que exija la diversa índole de los tiempos.
Queremos que para que estos dos grandes poderes, la monarquía y el pueblo, puedan marchar acordes, se les deje a sus naturales instintos, que siempre los aproximaron, sin malearlos con resabios de naciones en que hace tiempo desapareció esa feliz armonía, y en que solo queda una libertad altanera, militante, facciosa, y una autoridad rodeada de bayonetas y satélites, y que por toda precaución se les trace sus respectivas órbitas, asignando al pueblo lo que no puede buenamente quitársele sin relegarle de la región de los altos poderes, el voto del impuesto y de las leyes, y dentro de esta medida, al monarca toda la esfera del gobierno.
El molde parlamentario, en que hasta hoy se han fundido estos dos grandes y nobles poderes, ha servido para achicarlos y adulterarlos, no habiéndose consumado el daño precisamente, porque la fusión no ha sido completa; porque el parlamentarismo no ha triunfado aquí soberanamente; de modo, que donde otros ven el remedio, nosotros columbramos el exceso del mal. La libertad que ha salido de ese molde no es aquella de que se siente digno el pueblo español: todo pecho en que hierva española sangre, la rechaza diciendo: no te conozco, ¿qué tienes que ver conmigo? La monarquía ha salido de él igualmente lisiada, porque, ¿qué monarquía es la que teniendo ojos para ver, y brazo para obrar no se le permite ver sino por el ojo de un ministro responsable al Parlamento, ni obrar sino por la mano del mismo? Si lleváis a cabo esta traza, de una naturaleza sana y completa habréis logrado hacer otra enfermiza y manca, un pobre cieguecito cubierto de púrpura y conducido de puerta en puerta de los partidos por su lazarillo ministerial. El ministro es solo responsable al monarca, en un país como España, en que el monarca es el gobierno.
Queremos, en suma, un gobierno fuerte, precisamente porque amamos la libertad, la cual es inconciliable con todo gobierno débil; y ya que la Providencia nos ha distinguido entre tantos pueblos, dejándonos, en medio de las vicisitudes y desastres porque ha cruzado en estos tres siglos Europa, el primer elemento de aquel gobierno en una monarquía intacta por el huracán revolucionario, tenemos la singular osadía de pretender que no se eche a perder este regalo de la Providencia retocándolo por la mano de un artista poco diestro, y que antes al contrario nos sirvamos de él, reconocidos, para atravesar en salvo, fiados en tan poderosa ayuda, las tempestades que sin duda lleva en su seno el pesado horizonte que hoy envuelve a la sociedad europea.
Y ved aquí cómo de cualquier lado que nos revolvamos encontramos de frente al materialismo, que como lobo carnicero ronda el redil y atisba el menor descuido; en metafísica la sensación, que materializa la idea y corta sus alas con que vuela en la atmósfera espiritual: en religión el ateísmo que niega brutalmente a la creación su genio ordenador, y el panteísmo que diviniza al YO humano; en política la revolución que deja a la sociedad sin padre y la entrega al torpe abrazo del más grosero individualismo, y la semi-revolución, que, adoptando la misma negación por punto de partida, rechaza sus naturales corolarios, y parapetándose tras de cualquier hecho consumado, pretende hacerse fuerte contra los riesgos de una sociedad desmantelada, y sacarla airosa del peligro a fuerza de frases y de figuras de retórica, y que si por dicha esos riesgos no existiesen en algún pueblo privilegiado, todavía los llamaría sobre él por el placer de conjurarlos.
Por eso nos hemos situado en una posición central que nos permite acudir prontamente al socorro de cualquier punto atacado, y esgrimir contra nuestros variados enemigos unas mismas armas. Esa posición es la fe, estas armas son la lógica que, haciendo llevar a cada germen sus frutos, a cada principio sus consecuencias, es inexpugnable cuando se emplea en defensa de la verdad, y la verdad en lo humano es la fe: somos católicos en religión, en filosofía y en política.