Antonio María Fabié, Examen del materialismo moderno (original) (raw)

Examen del materialismo moderno

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Aunque las tristes circunstancias en que España se encuentra, absorta la atención del público en la contemplación de los hechos que van causando su ruina, no parecen las más propias para consagrarse al estudio en general, y particularmente al de la filosofía, no faltarán personas que, buscando consuelo a las desdichas presentes, quieran engolfarse en el fecundo piélago de las meditaciones científicas, las cuales nos sacan por algunos momentos del mundo de la realidad, o nos le presentan de manera que se pierden de vista las miserias y pequeñeces que tanto nos ofenden cuando somos testigos o tal vez víctimas de ellas, porque no consideramos desde la altura de los principios, más que sus resultados generales y su realización necesaria.

Pero si bien se mira, no es este el único ni el más poderoso motivo que deba impulsarnos al examen y atento estudio de las materias y de los problemas que forman el contenido, vario en su extensión y caracteres, de las ciencias filosóficas, sino su propia importancia; tendríanla grandísima estos asuntos sólo por ser los que más interesan al espíritu humano, que con sólo concebirlos da clara señal de su naturaleza y de su origen divino; pero, además, ya nadie duda que esas fuerzas inmateriales cuya realidad niegan algunos, las ideas, han sido siempre y son, hoy más que nunca, las que rigen y gobiernan con absoluto imperio las sociedades humanas, que constituyen el mundo del espíritu, esfera en que se realizan libremente las más elevadas determinaciones de la idea, siendo su verdadera y propia sustancia.

El carácter predominante de la época actual, lo que distingue la época presente de la mayor parte de las que han pasado, es la anarquía y confusión que se nota en esa misma esfera que hemos llamado mundo del espíritu, produciendo la oposición y la lucha, que reinan en la región meramente especulativa, la más honda perturbación y la más completa falta de armonía en el terreno de los hechos humanos. Tal vez se dirá que en distintas épocas y regiones nuestra especie ha atravesado situaciones y períodos análogos a los presentes, que han sido siempre precursores de grandes y fecundas mudanzas; pero sin negar esto, puede asegurarse que ese fenómeno no se ha presentado nunca con tanta intensidad como al presente, ni se ha extendido a tantos aspectos de la actividad humana. Ni aun en Grecia, cuya organización política se prestaba maravillosamente a la variedad en todas las esferas de la vida, llegó la confusión y anarquía al punto que alcanzan entre nosotros, y aquel importante período de la civilización, que es el antecedente y fundamento de la que en la actualidad existe, presenta rasgos generales y caracteres propios que le dan un aspecto sintético, y que descubren el fondo de unidad que tiene toda su historia.

Existía en Grecia una religión que, si bien contradicha y negada por algunos filósofos en los tiempos que inmediatamente precedieron al predominio de la Monarquía Macedónica, era la creencia general del pueblo, había producido el admirable florecimiento de las artes y constituía la sustancia del espíritu helénico; aquel arte era tan propio, tan característico y tan uno, que aun los menos peritos en esta materia lo reconocen a primera vista en la más insignificante de sus obras. Y en la múltiple variedad de sus sistemas filosóficos, tan grande, que aparecieron entonces en sus fundamentos y principales líneas todos los que después ha pensado la inteligencia humana, se nota, a poco que se estudien, cierto carácter de unidad y un aire de familia, que justifican la denominación genérica de filosofía griega, que han usado y usan cuantos han escrito sobre la historia de esta ciencia.

No sucede hoy así, pues aunque el cristianismo es la religión dominante en los pueblos que forman la vanguardia de la humanidad, y todas las doctrinas religiosas que tienen algún valor son herejías o cismas que de él han nacido, y las sectas que cada día se producen viven vida efímera, no hay que negar que en nuestros tiempos se presenta con pretensiones y aparato científico, y al par con una osadía que muy bien puede llamarse cinismo, una doctrina que niega la religión, que la declara absurda, y que todo lo más que concede es que fue una forma intelectual que ya no puede subsistir; y señala, como ideal de la humanidad y como condición de su futura dicha, la destrucción de todas las religiones positivas; negando unos resueltamente a Dios; afirmando otros, como Vacherot, que no es más que un nombre que oculta nuestra ignorancia, o como Herbert-Spencer, que es lo absoluto incognoscible.

Por lo que al arte se refiere, para saber que no existe una manifestación suya peculiar de nuestra época, no hay más que dirigir la vista a nuestro alrededor. [130] ¿Dónde están los edificios que ostenten el carácter y que tengan la significación que tienen las ruinas del Partenon o las catedrales de Colonia y de Sevilla? ¿Dónde las estatuas que expresen lo que el Júpiter, la Venus o el Apolo de los escultores griegos? ¿Dónde los cuadros que hablen al alma, el lenguaje que todavía nos hablan las vírgenes de Rafael y las más ideales del insigne Bartolomé Esteban Murillo? Y es de notar que los secretos de la parte técnica y material de las artes no se han perdido; por el contrario, los adelantos de las ciencias experimentales suministran al artista cada día nuevos y más perfectos medios de expresión; lo que falta es una idea general y avasalladora que con ellos se exprese, y que sea como la sustancia y vida de la sociedad en que el artista se produce.

En cuanto a la filosofía propiamente dicha, la variedad, el número y lo contradictorio de los sistemas ha causado su universal descrédito, y puede decirse que hoy no existen verdaderas escuelas filosóficas, sino pensadores aislados que no arrastran con sus doctrinas grupos considerables de adeptos; sobre la pulverización y el atomismo de la ciencia se levanta y enseñorea la negación sistemática de la filosofía, pues no otra cosa significa el positivismo en sus ya diversas y aun contrarias sectas, todas las cuales suponen que la religión y la metafísica corresponden a dos estados o períodos del desenvolvimiento humano, cuya destrucción y término están en lo que los partidarios de estas doctrinas llaman ciencia; que no es más que el conjunto de hechos que caen bajo la jurisdicción de los sentidos y las generalizaciones que, faltando a las leyes lógicas y desmintiendo sus propios principios, se permiten deducir y formular los que tan impropiamente se llaman positivistas.

Pero no debemos desconocer los hechos: en medio de la anarquía intelectual que brevemente he descrito y quizá a causa de ella, contribuyendo por otra parte al mismo resultado el inmenso desarrollo que ha tenido en nuestra época la producción de la riqueza y los demás hechos económicos, las tendencias materialistas dominan en todas las clases de la sociedad moderna, sirviendo apenas de dique a este torrente avasallador el sentimiento religioso, que no se ha extinguido ni puede extinguirse por completo, más que en algunos individuos que serán siempre una excepción en el conjunto de nuestra especie.

Poderosa es, sin duda, esa fuerza y en ella hay que fiar el éxito de la gigantesca lucha a que asistimos y que tal vez sea el anuncio de una gran crisis social; porque fenómenos análogos a los que ahora presenciamos fueron las señales y los antecedentes de la disolución de Grecia y de la caída de Roma; mas para que los sentimientos, que son la manifestación oscura del espíritu, sean eficaces, es menester determinarlos, esclarecerlos y elevarlos a la categoría de ideas. En todo hombre, que no esté viciado por una educación falsa, u ofuscado por las pasiones que reciben su principal impulso del mero organismo, hay algo que elocuentemente le dice, que su esencia no es el agregado material que cae en el espacio y en el tiempo, y que su único fin no es la satisfacción de los apetitos que nacen del juego de sus miembros y de sus entrañas; pero es menester, para que sea eficaz esa voz vaga del espíritu, que se convierta en verbo facundo, y a este fin pueden y deben seguirse dos caminos. La demostración directa, que no se puede conseguir sino exponiendo de una manera metódica el sistema universal, o sea las determinaciones todas de la idea, que esto y no otra cosa es la filosofía, o la enumeración de las imposibilidades y de los absurdos, que evidencian la falsedad de los sistemas que, cualquiera que sea el nombre con que se designen, no son más que el materialismo, que aparece en la ciencia desde la civilización índica y que se ha reproducido, idéntico en la esencia, aunque vario en la forma, en todos los períodos de la civilización.

Claro está que yo, por falta de suficiencia y por otras razones, no he de emprender ahora la exposición del idealismo absoluto, que no es para mí el mejor de los sistemas, sino la única, sola y verdadera filosofía; ya he hecho cuanto ha estado hasta hoy de mi parte para darlo a conocer en nuestra patria, sirviendo de intérprete y comentarista de la obra capital, de la llave maestra de toda la doctrina, que es la lógica, y ahora me propongo, aunque con brevedad, emplear el segundo procedimiento de que antes he hablado, para combatir las deletéreas doctrinas que tanta boga alcanzan, examinándolas en su propio terreno, aunque siempre con la regla y canon que de mis principios naturalmente se deducen.

En esta obra, a mi parecer meritoria, debería contar, y en realidad cuento con muchos auxiliares, y por eso deploro que algunos que debieran serlo eficacísimos se hayan declarado anticipadamente en actitud de enemigos irreconciliables. En medio de la anarquía intelectual en que vivimos, y por ser España la nación menos iniciada en el movimiento filosófico, no puede ni debe extrañarse que en los albores del renacimiento que principió aquí hace algunos años, aparecieran y pugnaran por prevalecer casi todos los sistemas antiguos y modernos; entre ellos había de tener, por razones especialísimas, un lugar importante el escolasticismo, que había tratado de rejuvenecerse en otras partes. Esto era de esperar; la escolástica había dominado en España sin rival, aunque no sin contradicción, hasta los primeros años del presente siglo, y escolásticos habían sido los escritores más insignes que habían tratado en España, si no propiamente de filosofía, de lo que con ella tiene mayor relación; y no solamente eran escolásticos estos escritores, sino que dentro del escolasticismo los más ilustres, los más profundos, los que mayor huella [131] han dejado en la ciencia, eran partidarios de la doctrina de Santo Tomás; así debió suceder, porque el Tomismo fue el último y supremo grado del escolasticismo.

Un insigne religioso, que viste el mismo hábito que vistió el Sol de la escuela, es el restaurador en España de las doctrinas del gran maestro; hablo del P. Ceferino González, que en medio de sus peculiares trabajos, y bajo el clima abrasador del archipiélago filipino, anunció insólitamente al mundo que no había muerto el espíritu especulativo en el seno de la Iglesia católica, publicando sus Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás, libro que sería famoso si en España tuvieran eco esta clase de trabajos. Tengo el deber de declarar, y lo hago con gusto, que no es el P. González un rezagado de la filosofía y de la ciencia, y por tanto que no es su obra, como algunos pudieran creer a primera vista, un mero extracto u exposición sucinta de las doctrinas de Santo Tomás, en orden a algunas partes de la filosofía, trabajo infecundo hecho con repetición y con más o menos acierto en España y fuera de España desde el siglo décimo cuarto hasta el presente: el P. González, y en esto consiste su mérito, se ha orientado en el mundo de la ciencia moderna, ha estudiado las principales obras de filosofía creadas especialmente en el siglo actual, y las expone y critica con arreglo a sus principios escolásticos.

En su obra brilla su gran erudición y su profundo entendimiento, y se revelan sus grandes cualidades de escritor, apenas afeadas por ciertos descuidos, hijos de no haberse dedicado especialmente al estudio de nuestra dificilísima lengua, lo cual es muy secundario tratándose de obras filosóficas.

Fácilmente triunfa el escolástico de la mayor parte de los sistemas que examina, porque, a pesar de la reacción excesiva, y por lo tanto en gran parte injusta, que empezó a manifestarse en contra del escolasticismo desde el siglo décimo sexto, y no obstante los rudos golpes asestados contra él por Descartes y por Bacon, hay que reconocer que en el orden puramente filosófico, todo lo que se produjo, a partir de esta época y a consecuencia de esta reacción, vale mucho menos que el escolasticismo; sólo a fines del pasado siglo y en el principio del presente, ha llegado a haber, representada por Kant, Fichte, Schelling y sobre todo por Hegel, una verdadera filosofía, a la cual sólo puede compararse en importancia y en trascendencia la filosofía helénica.

Contra los pensadores últimamente nombrados y contra sus sistemas, se estrella, y no puede menos de estrellarse, la crítica escolástica, porque comprendido el escolasticismo en el idealismo, no tiene canon para juzgarlo, y sus principios son o inexactos o inferiores a los que sirven de base y fundamento a aquel sistema, que es el sistema absoluto. Sólo apelando de la ciencia al sentimiento, de la filosofía a la religión, es como pueden los escolásticos no destruir, sino negar dogmáticamente la teoría idealista.

Claro es que planteadas las cuestiones en ese terreno, la discusión verdaderamente científica es imposible, porque cuando en nombre de un dogma revelado se dice esto es verdadero y aquello es falso, no cabe más que discutir el dogma, y los dogmas son indiscutibles e indemostrables por su naturaleza. Pero lo que suele suceder es, que damos con frecuencia por contrarias a una religión cosas que no lo son en realidad, y las damos, porque solemos confundir con lo que es esencial en ella lo que o ha vivido a su lado o sólo es una consecuencia temporal, accidental, pasajera, aunque necesaria condicionalmente de la religión misma. En este caso se encuentra la escolástica, y en la escolástica el tomismo. Es sin duda la escolástica una filosofía cristiana, pero no es la filosofía cristiana, y este es el error fundamental e indudable de los partidarios contemporáneos de aquella doctrina; error muy semejante, por no decir igual, al de los políticos que, fundándose en que desde el siglo XVI el cristianismo ha vivido en estrecha unión con algunas monarquías absolutas, dicen y afirman que no hay más régimen ni más organización compatible con la Iglesia que el absolutismo.

No, la escolástica no es la única filosofía cristiana; lo son todas las que han existido desde el advenimiento de Jesucristo, sin más excepción que el materialismo en sus variadas formas, y aun éste no ha podido menos de sentir la influencia de una religión que, siendo la religión absoluta, ha informado la vida toda de la humanidad desde que le fue revelada; y digo más: la filosofía que corresponde verdaderamente al dogma cristiano, es el idealismo; aquél es el absoluto en la región y esfera del sentimiento, es el símbolo de lo absoluto; éste es la idea absoluta.

Tan cierto es lo que digo, que sin conciencia o con ella el escolasticismo deja sustancialmente de serlo, cuando tomando en cuenta los adelantos hechos después de su florecimiento por el espíritu humano, trata de modificarse para abarcarlos en su sistema. En efecto, me causa gran maravilla y al propio tiempo hondísimo gozo, leer, en un escrito publicado por el Sr. D. Alejandro Pidal, la explicación de Dios dada a éste y a otros discípulos suyos en sus conversaciones socráticas por el P. Ceferino González; aquella determinación del más alto concepto a que el hombre puede elevarse, es una fórmula del idealismo absoluto, que podrá parecer más o menos precisa, más o menos científica, pero que no es otra cosa.

Y sin embargo, el P. González ha tratado en la persona modestísima del que escribe estas líneas al idealismo con la más terrible dureza, y al par, aunque desde luego reconozco que sin intención; con suprema injusticia. En su estudio sobre la filosofía de la historia se ocupa el eminente dominico de [132] algunas consideraciones puestas por mí en la introducción a la Lógica de Hegel: consisten éstas en una explicación de lo que es la guerra en la historia y en la ciencia, en el hecho y en el conocimiento; y contra el sentimentalismo sandío de ciertas escuelas, demostraba yo que la guerra es consecuencia natural de la constitución del espíritu humano;esto es, del espíritu acondicionado por la naturaleza; y de aquí dedujo para declamar contra el idealismo el P. González, que yo afirmaba que la guerra era un bien: ardid dialéctico que no está por cierto a la altura de la capacidad científica del gran discípulo del gigante de Aquino.

En efecto, yo no he afirmado nunca que la guerra sea un bien, como tampoco afirmaré nunca que sea un mal; la guerra es la guerra; la guerra es un fenómeno del orden espiritual, como las tempestades son fenómenos del mundo físico, no sólo análogos sino correspondientes en la naturaleza a lo que aquella es en la humanidad, y las tempestades producen estragos inmensos; desplómanse rocas que aplastan, como ha sucedido hace poco, pueblos enteros; se desbordan ríos que arrastran en su corriente árboles, ganados, y míseros individuos de nuestra especie; el mar se altera y se levantan de su seno olas como montañas que sumergen en el abismo naves y aun flotas numerosas, destruyéndose inmensos tesoros y pereciendo gran número de hombres. ¿Y habrá, sin embargo, quien diga que las tempestades son un mal? ¿No demuestra la ciencia que son meros accidentes del juego de las fuerzas físicas, mediante los cuales conserva su inmarcesible juventud la naturaleza?

¿Qué prueba esto? Que el mal no es nunca, no puede ser nunca absoluto, por más de que sea necesario como condición del bien; como lo es el error de la verdad; como lo es la negación de la afirmación; como lo es al no-ser del ser, y esto es lo cristiano y lo verdadero; reflexiónelo bien el P. González, a quien no haré la ofensa da creerle incurso en pecado de maniqueísmo, afirmando, con más fundamento del que él ha tenido para calificarme de anti-cristiano, que admite la realidad sustancial del mal, y por lo tanto la existencia de dos principios irreductibles e igualmente poderosos que rigen y gobiernan el mundo; sistema absurdo que rechazan de consuno la religión y la filosofía, el cristianismo y la ciencia, pues lo absoluto no puede tener nada que se le oponga y lo limite, porque entonces dejaría de ser lo absoluto.

Afirmo, pues, y declaro, con la espontaneidad que nace del más íntimo convencimiento, no sólo que el idealismo que yo profeso es en mi espíritu compatible con el cristianismo, sino que por su esencia presupone esta religión y la reconoce única verdadera y absolutamente necesaria. Ya sé que a esto se dirá que la escuela llamada extrema izquierda Hegeliana ha tomado una actitud resueltamente hostil al cristianismo, y me citarán a este propósito los nombres de Feuerbach y de Strauss; pero a esto respondo perentoria y victoriosamente, que esos pensadores y los que les siguen dejaron de ser idealistas desde el punto en que se declararon anti-cristianos; y no es que esto se deduzca con más o menos violencia de sus escritos, sino que explícitamente lo declaran ambos. En efecto, el primero de ellos, en sus estudios sobre la religión, se dirige al hegelianismo y le invita a que abandone el terreno de la especulación, a que prescinda de la idea y de su dialéctica; y declarando que este método de conocer no es eficaz, y que debemos atenernos sólo a la observación y a la experiencia, esto es, al procedimiento inductivo, cae en el más absoluto y el más grosero materialismo. Otro tanto ha sucedido antes de su muerte, ocurrida hace poco, a Strauss, el cual en su última obra titulada la Nueva fe se muestra partidario de Darwin, y todo lo que se le ocurre para dar carácter filosófico a su nueva doctrina, es sustituir a la idea el todo, que es ni más ni menos que el caos de Heráclito; esto es, la materia cósmica difusa que por su constante evolución llega a ser todas las cosas; el conjunto sideral, el sistema solar, la vida y el hombre, conclusión idéntica a la formulada por Haeckel en su libro titulado La Creación, según las leyes naturales.

¿Y acepta tales conclusiones ni semejantes puntos de vista ningún partidario del Hegelianismo? Para probar que no, véase el elocuente libro en que el profesor Vera contesta al último del autor de la Vida de Jesús, y su contestación no podía ser mas que la que ha sido; el error pulula por todas partes en la doctrina materialista de la evolución, y ese error consiste en negar el idealismo. En efecto, si se prescinde de la idea, si no se siguen las determinaciones que de ella nacen en virtud de su propia dialéctica, el conocimiento es imposible, la ciencia se convierte en un mundo de densas tinieblas; y el empirismo, sólo cuando a pesar suyo es conducido por la luz inefable de la idea, que palpita en el seno de la naturaleza y que es la esencia del espíritu humano, puede a pedazos y sin la unidad, que el el supremo carácter de la ciencia, descubrir algo en las esferas de la realidad y de la vida.

Basta lo dicho para demostrar que la extrema izquierda Hegeliana y sus representantes más renombrados, Feuerbach y Strauss, no son meros disidentes, sino enemigos declarados o irreconciliables del idealismo, por más que éste haya influido en alguna parte de sus doctrinas, como ha influido en cuantas han aparecido en el mundo intelectual desde que dio a luz su concepción gigantesca, y a mi ver definitiva en lo sustancial, el autor de la Enciclopedia, que es y será para la civilización presente y para las futuras ni más ni menos que lo que fue Sócrates para toda la obra intelectual que después de él ejecutó la Grecia.

Esta aseveración que hoy admiten cuantos siguen con [133] atención el movimiento científico de Europa, se verá confirmada en el curso de estos estudios; sólo indicaré ahora que la clasificación de las ciencias de Augusto Comte, que presentan sus discípulos quizá como el mayor título de gloria de su maestro, en lo que tiene de exacta estaba ya hecha por Hegel veinte años antes que publicara su Filosofía positiva el escritor francés; pero con esta diferencia, que mientras que la clasificación de las ciencias es en el pensamiento de Comte meramente arbitraria y fundada sólo en el mayor o menor grado de complejidad de cada especialidad científica, en la Enciclopedia es una deducción necesaria del desenvolvimiento de la idea, la cual, después de ponerse como ser, se determina como cantidad, categoría, que en pos de aquella es la más abstracta de la naturaleza; luego como fuerza creando el mecanismo; después aparece el quimismismo, luego la vida, y por último, el espíritu; todo lo cual está en la idea y es la idea, recibiendo de ella su realidad y siendo causa de que lo conozcamos. El positivismo prescinde de la idea y nos presenta el universo como se ofrece la vida en un anfiteatro anatómico, en el cual vemos los órganos, vemos los aparatos, vemos la forma total del hombre o de otros animales; y si aplicamos a sus partes el microscopio descubriremos las fibras, los epitelios, las células y el proto-plasma; pero la vida no la descubriremos porque lo que allí se presenta a nuestra vista son cadáveres.

Para deshacer las preocupaciones de distinta índole que reinan acerca del idealismo, debo también hacerme cargo de otro linaje de argumentos que contra el sistema y contra su carácter se dirigen, muy dignos de tenerse en cuenta, no sólo por la elocuencia con que aquí mismo se han producido, sino porque provienen de un pensador que se declara partidario de esta doctrina, aunque acusa de inconsecuente, y lo que es más grave, de transaccionista a su autor. El Sr. Castelar, que es a quien me refiero, en el ensayo que ha publicado sobre la La filosofía del progreso, halla admirable toda la doctrina Hegeliana, salvo la filosofía del derecho.

Semejante excepción es inconcebible, porque la filosofía del derecho no se puede dislocar del sistema a que pertenece sin destruirlo, pues en el idealismo, al revés de lo que sucede en otros sistemas, todo es deducción necesaria de su principio; cada parte es un sistema comprendido dentro del sistema total, como que procede de una determinación de la idea que está en relación íntima y necesaria con todas las demás, sin que sea hija de la arbitrariedad de quien la expone y desenvuelve. Pero el Sr. Castelar, comprometido por sus antecedentes, y a causa de la propaganda republicana que tan funesta ha sido para nuestra patria, y de que tiene la responsabilidad, como hubiera tenido la gloria, si hubiera sido fecunda y provechosa, por ser el principal, y con mucho, el más eficaz de sus apóstoles, rechaza en Hegel las conclusiones monárquicas de su sistema.

Contra lo que se ha querido dar a entender, prevaliéndose de la lamentable ignorancia que reina entre nosotros, el autor del idealismo es religioso y conservador, y los que empezaron por aceptar su sistema han tenido que abandonarlo para ser ateos y revolucionarios; en efecto, la llamada impropiamente extrema izquierda hegeliana, es al mismo tiempo anti-cristiana y ultra-radical, pues para todos los que toman por único fundamento científico la observación y la experiencia, viendo sólo en el universo fenómenos que son en el hombre sensaciones, el placer y el dolor tiene que ser y es siempre el único principio ético.

No es esta ocasión oportuna para hacer una exposición, que había de ser necesariamente incompleta, de la filosofía del derecho, tal como resulta de la doctrina idealista; me propongo dar a luz este trabajo, que tengo ya muy adelantado y que me parece no sólo útil, sino necesario para poner algún correctivo a los delirios y absurdos que han tomado y tienen todavía el lugar casi de axiomas en materia de derecho desde hace algunos años en nuestra patria; pero anticiparé algunas ideas, y diré que pocas cosas ha dicho Hegel tan profundas, y dijo infinitas con esta cualidad, como el juicio que forma de la república; y si necesitáramos pruebas materiales para demostrarlo, nos las suministraría en abundancia el movimiento republicano de nuestra patria; porque ¿cuál ha sido, no su principal, su único fermento? Los apetitos, el deseo ardoroso, hidrópico de mejoras materiales que acosa a las clases ínfimas. Así que para el pueblo, la palabra república no significa más que aumento de goces sensibles y abolición de todo género de obligaciones sociales; alcanzar la propiedad excluyendo a sus actuales poseedores sustraerse por completo al pago del impuesto y a la obligación de defender la patria con las armas, son para las masas los principios y fines que constituyen la esencia de la república.

Y así tiene que ser, porque esta forma de gobierno no es adecuada a la idea del Estado y sólo es compatible con aquel grado inferior de la asociación humana, que se llama sociedad civil, cuyo fin es el bienestar, mientras que la misión del Estado es más alta; porque no mira a los individuos, no se atiene al momento actual, sino que debiendo ser el agente de la civilización y del progreso en cuanto éste es realizable, considera sólo a la humanidad y extiende su vista al porvenir, para lo cual, no a las veces, sino de ordinario, tiene que sacrificar a los individuos cuya muerte es condición indispensable de la vida inmortal de la especie, cosa distinta del conjunto de los individuos y superior a ellos.

El bienestar es móvil legítimo del hombre y debe tener y tiene su esfera propia de acción, pero subordinada al Estado; es aquella la vida municipal, y nuestros [134] políticos de los siglos XVI y XVII así lo entrevieron, dando al gobierno local ordinariamente el nombre de república, y designando los cargos y magistraturas municipales con la significativa denominación de oficios de república. Hasta el carácter federal que va indisolublemente unido a la república en la creencia de las masas, es demostración evidente de esta verdad. En efecto, si la asociación política no tiene más fin que el mayor bien del mayor número, si no hay una idea superior que sirva de alma al cuerpo nacional, ¿para qué el gobierno central? ¿para qué una metrópoli? ¿para qué, en fin, la centralización indispensable, a pesar de sus abusos, a la existencia de una verdadera nación, que no es ni puede ser un agregado de municipios unidos por el lazo exterior de pactos sinalagmáticos?

En efecto, el republicanismo, que no puede ser siendo lógico más que federal, representa en el organismo de las naciones lo que representan en la vida animal las funciones de nutrición, cuyo objeto es el entretenimiento material de los órganos. La monarquía, suponiendo este orden de funciones, representa en la sociedad lo que el sistema cerebro-espinal en los vertebrados, en los cuales un ganglio del gran simpático se ha convertido en centro y dirección de la vida entera, elevando el organismo a su punto supremo y siendo ya el espíritu que duerme en la naturaleza, y que al despertar, es decir, al tener conciencia de sí, creará al hombre.

La monarquía y su carácter hereditario, es y representa la permanencia del Estado, la solidaridad del pasado, del presente y del porvenir, y la representa como debe representarla, es decir, haciéndose el Estado persona, por más que esto choque al Sr. Castelar, que no debe ignorar que en la especulación, tan diferente del racionalismo unilateral y contradictorio, es claro, es evidentísimo que la determinación del Estado como persona, tiene la legitimidad de todos los momentos de la idea, esto es, el carácter necesario de su deducción, el ser un término en ella comprendido; y esto que es un misterio para el intelectualismo corriente, como lo son las verdades más altas y más fecundas, no puede serlo para un idealista.

Subordinado a este carácter de la monarquía está otro que estimo menos importante: hablo de la unidad y de la individualidad que por su medio adquiere el Estado; pero en la personalidad está este carácter comprendido por ser una determinación más rica y más concreta, siendo además su necesidad tal, que las repúblicas atienden a su satisfacción por medio de una magistratura especial, que cuando no es por la ley unipersonal, lo es siempre de hecho, ya dividiéndose el ejercicio del poder como hacían los cónsules en Roma, ya imponiéndose uno de los magistrados como sucedió en el Directorio de la nación vecina. Para evitar los inconvenientes del polipersonalismo de esta institución, las repúblicas modernas establecen todas el cargo de presidente. ¿Y qué es un presidente de república sino un monarca temporal, un monarca imperfecto, y por lo tanto ineficaz para el ejercicio de sus verdaderas funciones? Así, y todo, es el Estado hecho persona, sólo que siendo producto de una elección y resultado de una mayoría, ni representa la solidaridad de los momentos sucesivos del Estado, ni siquiera la totalidad de los seres que en el momento presente le componen; y si la organización política es puramente democrática, existiendo por tanto en ella la mera soberanía del número, resultará, no de ordinario sino siempre, que la presidencia representará las pasiones, los apetitos, las concupiscencias, pero no la idea que debe ser el viático del Estado. Esto sucede en las repúblicas hispano-americanas, y por eso cada elección es una guerra civil; y si en la de la América del Norte no ha sucedido más que cuando la elección de Lincoln, se debe a que el cargo de presidente no se obtiene allí por sufragio universal ni por votación directa.

Justificar las excelencias de la república empleando esas enumeraciones históricas que son uno de los más frecuentes y usados recursos de la admirable elocuencia del Sr. Castelar, no tiene valor ninguno científico, porque a su enumeración de hechos favorables se puede oponer otra mucho más concluyente de hechos adversos, y decir por ejemplo: ¿cómo no ha de ser funesta la república que en Grecia proscribe a Arístides el justo, condena a muerte a Sócrates el más admirable de los hombres, y destierra a Platón el más profundo entre los filósofos; que en Roma da leyes, mediante las cuales pueden los acreedores repartirse , el cuerpo del deudor proletario cubierto de gloriosas cicatrices por las heridas que recibió en las guerras que sostenía la república en su defensa, o para satisfacer la ambición de los que al fin poseyeron toda la Italia convertida en aquellos latifundia, que la perdieron, y que en la Edad Media renace en Venecia, donde las meretrices eran beneméritas y los hombres más ilustres tenían su vida pendiente de las inquisitoriales y arbitrarias resoluciones de los pregads?

Pero no es así como deben discutirse los problemas filosóficos, porque no se trata, o al menos no debe tratarse cuando en ellos nos ocupamos, de arrastrar por la magia de la palabra el asentimiento momentáneo de las masas, sino de buscar la verdad y la luz por el camino árido pero recto de la especulación, único que conduce a la verdadera ciencia; este es el que procuraré seguir en el examen crítico de las modernas doctrinas materialistas, que es el objeto del presente trabajo.

Antonio María Fabié