Antonio María Fabié, Examen del materialismo moderno 1 (original) (raw)

Examen del materialismo moderno

Antecedentes del moderno materialismo

< I >

El moderno positivismo y los demás sistemas que se han desarrollado a su sombra y por su influencia, aunque bajo nombres sonoros y pretendiendo pasar por cosa peregrina y nueva, son en verdad antiguos, tan antiguos como el error, achaque a que está sometido el entendimiento; y puede decirse, que el principio en que se funda desde la cuna de la filosofía esta especie de doctrinas, es una de las formas más comunes del error mismo, considerado en general, o como lo opuesto a la verdad; esta es quizá su principal disculpa, tal vez su justificación, la cual no debe considerarse, sin embargo, como motivo suficiente para que se admitan y se coloquen tales doctrinas en el lugar que sólo a la verdad pertenece.

El error es, sin duda, en muchos casos condición o antecedente de la verdad, y la sabiduría vulgar lo ha sentido así hace siglos, formulando el conocido adagio latino Errando, errando deponitur error; pero aunque el error sea una verdad incompleta, debe negarse y destruirse por el término superior que ha de reemplazarle, y en ningún caso ha de gozar de las prerrogativas que son inherentes a la verdad y peculiares y exclusivas de ella.

Cuando la filosofía era meramente una explicación más o menos satisfactoria del universo, es decir, cuando revestía un carácter esencialmente ontológico, lo cual sucedió en Grecia hasta que Sócrates abrió el período que tan propiamente se llama psicológico, era natural que hubiese escuelas que admitieran como base única de sus sistemas lo material y tangible, y así lo hicieron los físicos de Elea, de (los) que se conserva poca noticia: la escuela jónica tuvo también su materialismo, representado por Heráclito, llamado el oscuro por su espíritu profundo y verdaderamente especulativo, quien dejó por virtud de estas condiciones hondas huellas en la filosofía helénica hasta los últimos períodos de su existencia, no obstante sus trascendentales evoluciones. Muchas ideas de los modernos materialistas, y especialmente las que forman la base y fundamento de las doctrinas de Darwin y de Haeckel, fueron claramente expuestas por Heráclito y pueden todavía estudiarse en los fragmentos que se conservan de su libro Sobre la Naturaleza.

Conforme al sistema de Heráclito, todas las cosas proceden de un principio sutilísimo, a que unas veces llamó fuego y otras hálito caliente, que hace el papel del éter o de los fluidos imponderables de la física moderna, cuya unidad es hoy generalmente admitida. Este éter llena la infinidad del espacio, y según Heráclito, cuanto existe de él procede, y a él vuelve después de varias metamorfosis. Como se ve, esta es, ni más ni menos, la moderna doctrina de la evolución universal o del trasformismo.

El sistema atómico, cuyo principal representante en el período anterior a Sócrates fue Demócrito, se da la mano con el de Heráclito, pues para el filósofo de Abdera todo lo que existe no son más que combinaciones de átomos que se forman y se deshacen sucesivamente; la muerte no los destruye, que son eternos y están sometidos a el hado, ley general que rige todas las cosas: aquí tenemos la eternidad de la materia y de la fuerza que va a ella unida, produciendo necesariamente cuanto existe, que es la conclusión necesaria del positivismo reinante.

El punto de vista del materialismo tenía que persistir, y persistió en efecto después del triunfo del subjetivismo socrático, y Epicuro fue en este segundo período el que lo abrazó con mayor claridad, de una manera más absoluta, y por lo tanto más lógica, que los actuales trasformistas; sólo admite la sustancia material dividida en partículas levísimas, como los atomistas del período anterior, partículas que, agitándose en el caos, chocan entre sí y se mezclan formando infinitas combinaciones meramente accidentales que son los cuerpos que constituyen el universo. Esta misma aseveración es la esencia del Darwinismo, pues si no hay en el mundo orgánico ni en el inorgánico tipos específicos determinados y reales, todo cuanto existe no son más que combinaciones accidentales y hasta arbitrarias de la materia.

En la civilización romana, la filosofía no tuvo existencia y desarrollo peculiares de aquel período, en el cual se propagó por el universo, a la sazón conocido, el saber de la Grecia, preparando por este medio y en virtud de la unidad política, que fue su consecuencia, el triunfo de la religión verdadera, de la religión absoluta que Dios había prometido revelar al mundo en la plenitud de los tiempos. Desde que ocurrió este hecho trascendental, la filosofía se empleó en la explicación y desarrollo de los dogmas; esto no impidió su progreso, pues la escolástica no es, como algunos creen, una época de estancamiento y de atraso y las doctrinas [162] de Platón y de Aristóteles, en manos de los teólogos, sirvieron de base a notables adelantos en las ciencias del espíritu; mas dentro de la escolástica no podían tener la importancia que en períodos anteriores tuvieron ciertos problemas que se presentan de nuevo en la época del renacimiento; pero si entonces Epicuro tuvo algunos partidarios atraídos, más que por otras cosas, por las bellezas literarias del famoso poema de su fiel discípulo Lucrecio, se tardó algún tiempo en que la especulación filosófica se aplicara a la naturaleza, y los libros de La Física de Aristóteles continuaron por de pronto sirviendo de fundamento a lo que se pensaba en este orden de fenómenos.

La observación directa de la naturaleza renovó, al cabo, la constitución de las ciencias físicas abriendo caminos desusados al conocimiento y produciendo resultados notables; pero no se creyó que empleando ese método podría abandonarse el estudio de la metafísica, y mucho menos que bastase la sensación para construir el armónico y majestuoso edificio de la ciencia. Las leyes descubiertas por Keplero, relativas al movimiento de los planetas, sólo nos enseñan sus relaciones cuantitativas, pero no la causa que lo determina; y ni los torbellinos de Descartes, hoy generalmente abandonados por ser en efecto una hipótesis mecánica e insuficiente para explicar el sistema planetario; ni la gravitación universal, teoría dinámica más racional y más verosímil, pero al cabo verdadera hipótesis, aunque su autor afirmó que no las fingía, son ni pueden ser resultado de la observación y de la experiencia, sino determinaciones lógicas de la idea, aplicadas a la esfera más simple de la naturaleza, que es el mundo astronómico.

Aunque el movimiento sensualista que siguió al renacimiento y la escuela física, que fue su consecuencia, aparecieron antes que en otra parte en Italia, el haber sistematizado Bacon los procedimientos seguidos por los físicos italianos, le ha dado una importancia y un nombre superiores a lo que merecen sus obras, que tuvieron la circunstancia feliz de producirse en el momento en que la filosofía, reivindicando su independencia, mostraba en este escritor su aspecto sensualista, y el espiritualista en Descartes; por eso los positivistas modernos que hablan con sinceridad reconocen como su antecesor al famoso autor del Nuevo órgano de las ciencias.

Algunos puntos de vista propios de una de las doctrinas engendradas por el materialismo, el de la evolución universal entre otros, se descubren en los naturalistas que ya pertenecen a la época moderna. Carlos Linneo, el más eminente de todos, contemplando el orden y la armonía que se observan en el mundo orgánico, afirmó que la naturaleza no procedía a saltos, Natura non fecit saltum; y estudiando más especialmente el reino animal, dijo que todo procedía del germen, omnia es ovo, que casi equivale a decir que todo organismo procede de la célula o del protoplasma; pero con una intuición superior a la pretendida ciencia de sus sucesores, afirmó dos cosas: la primera, y más importante, que la naturaleza es un sistema, y la segunda, la permanencia de las especies.

Dos hombres que ocupan lugar preeminente en los anales de la ciencia contribuyeron con gran eficacia al desarrollo ulterior de las teorías materialistas del transformismo, aunque el uno de ellos es en filosofía el creador del idealismo subjetivo, y el otro uno de los restauradores del arte romántico: el primero es Kant y el segundo el famoso Goethe. El filósofo de Kenisberg escribió poco después de mediado el siglo XVIII, su Historia general de la Naturaleza y la teoría del cielo según los principios de Newton, por consiguiente aún no había concebido la Crítica de la razón pura, que es su obra fundamental en la ciencia filosófica, y el punto de partida del gran movimiento alemán que produjo, además de este insigne pensador, a Fichte a Schelling y a Hegel.

Kant, en el primer período de su actividad intelectual, se consagró a! estudio de las matemáticas y de la física, y estaba bajo la influencia de las doctrinas sensualistas que popularizaron Locke y Condillac, no habiendo todavía descubierto su insuficiencia, que fue lo que más tarde le condujo al estudio profundo de la razón, a la determinación de los conceptos de espacio y de tiempo, condiciones de la sensación, y a la de las categorías que lo son del conocimiento.

Fue ocasión de que Kant publicara sus primeras ideas sobre cosmología un tema propuesto por la Academia de Berlín, creada como se sabe por el gran Federico, y dominada por el ultramaterialista francés Lametrie; consistía ese tema en averiguar si la tierra había experimentado algún cambio en su rotación desde el principio del mundo, qué causa lo había producido, y cómo podría demostrarse. En la memoria que escribió sobre esta cuestión, anunció Kant una cosmogenia o ensayo sobre la derivación del origen del mundo, la formación de los cuerpos celestes, las causas de su movimiento y las leyes generales de la materia, conforme a los principios de Newton, y esta obra fue la que publicó en 1785, siendo todavía estudiante, bajo el título que antes he copiado. La hipótesis de Kant fue aceptada en 1761 por el famoso Lambert, y más tarde por Laplace como luego veremos.

En este tratado, el filósofo de Kenisberg se lanzó a velas desplegadas por los espacios imaginarios, adoptando una explicación del universo muy análoga a la de Heráclito, en la cual se presupone la eternidad del mundo. Como se sabe, más tarde, el mismo Kant comprendió entre las antinomias de la razón pura la creación y la eternidad del universo. Pero en este ensayo cosmológico se parte de la existencia sin principio de todos los cuerpos celestes, y especialmente de los que constituyen el sistema solar de que la tierra [163] forma parte, y se supone, que en un momento dado que se habrá repetido infinitas veces en la eternidad del tiempo, cansados los planetas de girar en sus órbitas, cayeron sobre el sol que los abrasó, reduciéndolos a átomos impalpables, los cuales, difundidos por la fuerza expansiva del calor, se extendieron por la inmensidad del espacio, es decir, que se formó una gran nebulosa, en la que obrando la atracción y el movimiento se determinaron nuevos astros que recorrieron sus órbitas, hasta que al cabo de un tiempo incalculable desfallecerán de nuevo, caerán otra vez en el sol y se reproducirán los fenómenos que he descrito.

Goethe profesó siempre un naturalismo inspirado, sin duda por el materialismo poético de Lucrecio; y admitiendo, como todos los que adoptan esta doctrina, la virtud evolutiva de la materia, expuso esta teoría, en su tratado de la metamorfosis de las plantas, aunque sin llegar por falta de conocimientos histológicos a las conclusiones que hoy son el fundamento de la biología positivista, tal como la exponen Virchow y Du-Bois Reymond y más sistemáticamente Haeckel, quien reconoce al gran poeta como uno de los fundadores del trasformismo, no sin ser contradicho por algunos jefes de la secta, y principalmente por O. Schmidt, que alega, en apoyo de su opinión, razones muy poderosas.

Goethe concibió la primera idea de su teoría metamórfica hacia el año de 1780, y la completó y desarrolló durante su viaje por Italia; según él mismo declara, esto ocurrió en 1787, en vista de que ciertos órganos que tienen de ordinario en las plantas formas especiales, adquieren en algunos casos el aspecto de hojas; lo cual se ve con frecuencia en el cáliz y en la corola de las flores; y como por otra parte las yemas o brotes de las plantas, sin que nada determine su ulterior desarrollo, o a lo menos nos lo indique con señales visibles, producen a las veces flores y a las veces sólo hojas, infirió de aquí la teoría de que un sólo órgano constituye todas las partes de las plantas, la cual formuló en los siguientes términos. «El mismo órgano que se extiende en el tallo formando hojas de tan vario aspecto, se contrae para constituir el cáliz, se extiende de nuevo para formar el pétalo, vuelve a encogerse para formar los órganos genitales, extendiéndose por último al convertirse en fruto.» Generalizando este concepto y aplicándolo al reino animal, afirmó también que el cráneo y la columna vertebral estaban formados por un solo elemento que es la vértebra modificada de diferentes maneras.

Como ya he indicado, los adelantos de la anatomía y fisiología comparadas, han facilitado el trabajo de los trasformistas que apoyan hoy sus opiniones en los elementos orgánicos, o mejor dicho, en el elemento orgánico universal y único que es, según ellos, la célula, o más propiamente el protoplasma; pero si la evolución del protoplasma puede explicar en cierta manera el desarrollo de la parte material de los órganos, como en estos es más importante todavía la forma, de aquí que los evolucionistas no deban negar a Goethe la gloria de haber sido, si no el primero, uno de de los que más han contribuido a fundar y propagar la teoría del cambio y modificación gradual de las formas orgánicas, que sirve de base a la ciencia que, aun antes que Haeckel lo expusiera, y desde el siglo pasado, llaman morfología los naturalistas alemanes.

Pero O. Schmidt tiene razón en no contar a Goethe entre los partidarios del actual trasformismo, porque el poeta alemán suponía la existencia de tipos orgánicos determinados, no admitiendo las variaciones de forma, sino dentro de los límites de aquéllos, lo cual es lo mismo que afirmar la permanencia de las especies, pues esos tipos son la idea real y concreta que, al aparecer en la naturaleza, se determina por medio de lo particular y aun de lo accidental, que es propio de esta esfera del ser; y en tales determinaciones es donde tienen lugar los cambios de forma que no pueden llegar, según Goethe, hasta el extremo de alterar la esencia de los órganos. Sin duda Goethe no aceptaba las últimas consecuencias de su doctrina por ser contrarias a sus convicciones sensualistas, pero ya se las hizo notar Schiller cuando al exponerle su teoría (por cierto la primera vez que se vieron y se hablaron los dos grandes poetas), dijo el autor de la Intriga y el amor al del Fausto, «Todo eso no es observación, es una idea.»

Ya he dicho que la teoría cosmológica de Laplace es sustancialmente idéntica a la de Kant. Cuéntase que habiéndosela expuesto aquel sabio al Emperador Napoleón I, le preguntó éste qué papel representaba Dios en ella, a lo que contestó el famoso físico, que no había necesitado esa hipótesis para constituir su sistema. Verdadera o falsa, esta anécdota da idea del carácter esencial de todas las doctrinas materialistas; pero si se examinan con atención, se descubre que, no obstante la soberbia de sus autores, si omiten o rechazan las causas o principios superiores a los fenómenos sensibles, admiten ciertos fantasmas, como los llamaría Bacon, que siendo inmateriales, tienen el inconveniente de no explicar nada aunque pretenden que lo explican todo, tal es la condición del caos de Epicuro; del acaso, que es la categoría universal de ¡as teorías cosmológicas empíricas; y del todo principio absoluto que el tristemente célebre Strauss, autor de la Vida de Jesús, ha pretendido sacar triunfante da las ruinas de la religión y de la metafísica.

Los partidarios entusiastas de Laplace, afirman que éste no conocía la teoría cosmológica de Kant cuando concibió y expuso su mecánica celeste, objeto de su admiración y de sus alabanzas, pero si en efecto no había llegado a su noticia la concepción no [164] menos grandiosa que fantástica del filósofo alemán, difícilmente dejaría de tener conocimiento de las obras de Lambert, y de seguro no ignoraba las ideas de Herschel sobre las nebulosas, y estos escritores suministraron a Laplace el fundamento de su teoría, aceptada hoy por casi todos los astrónomos, físicos y naturalistas.

En efecto, según Herschel, la nebulosa es una masa indeterminada y difusa de materia cósmica que. mantiene en ese estado el calor producido por la destrucción de un sistema planetario, explicada en los términos y de la manera que Kant supone; y esa materia cósmica, obedeciendo a la acción de las fuerzas que le son inherentes, ha de formar en la sucesión del tiempo un nuevo sistema planetario. El modo supuesto de verificarse este fenómeno y su aplicación al sistema solar, es lo que ha pretendido explicar Laplace sirviéndole de punto de partida una opinión del mismo Herschel, quien afirma que en las actuales nebulosas se nota cierto movimiento interior que a su parecer es debido a la concentración de su materia, que producirá astros y sistemas planetarios análogos a los demás que pueblan el espacio.

Laplace, siguiendo al gran astrónomo, supone que el sistema de que la tierra forma parte ha sido antes una masa de materia gaseiforme y difusa, esto es, una nebulosa dotada de cierto movimiento de rotación, y que por virtud de su enfriamiento las partes lejanas del centro se fueron precipitando hacia este punto; y, a medida que aumentaba la densidad de la sustancia, se aceleraba de rotación y con ella la fuerza centrífuga; de suerte que no pudiendo equilibrarse con la fuerza centrípeta, se desprendían de la masa general de la nebulosa anillos de materia en diversos estados de condensación, determinándose en cada uno un centro particular de atracción que agrupaba toda la masa del anillo, convirtiéndole en un cuerpo independiente, en un planeta, que, una vez formado, recorre su órbita siguiendo la dirección que tenía el anillo de que procede: el sol es el resultado de la materia precipitada al principio del enfriamiento hacia el centro de la nebulosa.

En esta hipótesis se pretende explicar nuestro sistema planetario como simple resultado de la evolución o trasformación de una sustancia, a que los astrónomos y físicos han dado el nombre de materia cósmica, en virtud de dos fuerzas que dicen que le son inherentes, el movimiento y el frío; y generalizando este conjunto de suposiciones gratuitas, se quiere demostrar que el origen de todos los cuerpos celestes son nebulosas, que en la actualidad se hallan en diferentes momentos de su evolución, desde el estado de difusión completa hasta el de sistemas planetarios análogos al nuestro.

Aunque los físicos y astrónomos afirman que la teoría de Laplace explica satisfactoriamente el origen de todos los astros, y especialmente el de aquellos que constituyen el sistema solar, convienen sin embargo en que es una mera hipótesis, sin duda porque no es susceptible de demostración experimental y directa; pero aun sin ella, debiera tenerse por verdad científica, si diese razón cumplida de todos los fenómenos astronómicos; mas no la da ni aun de los que se observan en nuestro sistema planetario: a él pertenecen ciertos cometas, y los que no tienen órbitas determinadas por la ciencia, por más que les sirva el sol de centro o de foco, no sólo no se puede explicar su existencia y movimiento con la hipótesis de Laplace, sino que la contradicen y destruyen.

Bastaría este reparo para aniquilar la ambiciosa y al par arbitraria teoría del sabio francés; pero la examinaré más a fondo para descubrir en ella otros errores sustanciales; preguntaré en primer lugar: ¿el movimiento de la nebulosa de que el sistema planetario procede, le era, en efecto, inherente o procedía de alguna fuerza extraña a ella? Si lo primero, ¿qué experiencia directa nos autoriza a afirmarlo? Si lo segundo, ¿de quién y dé dónde procede la fuerza que determina este movimiento? Como se ve, la famosa hipótesis empieza por suposiciones, o cuando más por analogías que nada demuestran.

El frío, que es factor tan importante como el movimiento en esta hipótesis, no tiene explicación satisfactoria; no se comprende la causa que determina su acción, ni cuáles son sus límites; y esto sucede porque ambas cosas se presentan en esta teoría como circunstancias fortuitas y completamente accidentales, que lo mismo pueden existir que no existir, y lo que es peor, se las supone obrando de un modo contrario a su naturaleza y a lo que la observación nos da a conocer en ellas. El movimiento, que tiene sus leyes propias y determinadas, porque es un momento esencial de la naturaleza, aparece aquí de una manera anormal y que se puede llamar anárquica, agitando primero en un sólo sentido la masa general de la nebulosa, y obrando después en distintas direcciones para dar origen al movimiento de traslación, y al propio tiempo al de rotación de cada planeta. Por otra parte, consideradas ya en su ejercicio las fuerzas centrífuga y centrípeta que determinan el movimiento, se rompe el equilibrio que debe existir entre ambas para colocar los planetas a distancias desiguales del sol, lo cual sólo una vez ocurre en el período de formación del sistema, pues luego cada uno de los cuerpos que lo forman recorre su órbita particular de un modo invariable.

Lo mismo que con el movimiento ocurre en esta teoría con el frío, que como los físicos enseñan no existe por sí sino con relación al calor; sus combinaciones constituyen la temperatura y todos los fenómenos que en ella se originan; pues bien, Laplace admite en su teoría la existencia aislada del frío como una fuerza, aunque sólo por el tiempo que la ha menester [165] para la formación de los planetas, y aunque el sol pertenece al sistema planetario, no se sabe por qué conserva su naturaleza ígnea sin que influya el frío en su creación.

No se diga que la tierra y los demás planetas están sujetos desde su origen a un enfriamiento constante, y que en lo futuro tendrán absoluta falta de calor, y que tal vez esta sea la causa de que, en un período de tiempo que ni la imaginación puede alcanzar, se verifique aquel cansancio que supone Kant en su Teoría del cielo, aquella especie de muerte que los precipita y hace caer en el sol, para volatilizarse y formar de nuevo la nebulosa; esto sería contradictorio, toda vez que para llegar a la difusión de la materia cósmica es menester que dentro del sistema se conserve el calor, y que lejos de disminuir aumente.

Además esa hipótesis del enfriamiento constante está en contra de hechos experimentales que sirven de apoyo a una teoría de que se muestran satisfechos los geólogos modernos, según la cual la tierra ha pasado ya cuando menos por dos períodos glaciarios, durante los cuales han reinado en nuestro planeta temperaturas tan bajas, que las neveras, que hoy sólo existen en los barrancos de las montañas más elevadas, llegaban a los llanos de Europa y cubrían en ellos muchas leguas; después de esto la tierra ha recobrado el calor, lo cual no hubiera sucedido a ser cierta la hipótesis del enfriamiento constante y progresivo de todos los planetas.

Tales son algunas, no todas, las dificultades que, sin salir del terreno de la observación y de la inducción, demuestran lo inexacto de la teoría cosmológica de Laplace, y la poca razón que le asistía para afirmar que no necesitaba a Dios para explicar el mundo; en efecto, sin admitir una razón, una idea superior, causa y fin de cuanto existe, nada tiene verdadera explicación y todo so reduce a mero accidente, a fenómeno fortuito, que lo mismo puede ser que dejar de ser, lo cual sería el mayor de los absurdos; pues a nadie que tenga el entendimiento sano, se le podrá persuadir de que el universo que le rodea, y con el que está en relación, es producto del acaso, que ha podido no existir nunca; y que el acaso lo destruirá también, no se sabe cuándo ni cómo.

Las combinaciones de la materia cósmica que pueden suponerse producidas por la selección natural, no explican de modo alguno la formación del universo, y ya veremos que lo que se designa con esa frase tan repetida hoy, y que tanta fama ha dado a Darwin, no basta para explicar la creación de los cuerpos orgánicos o inorgánicos que forman la tierra; y si no bastan para eso, si es menester admitir la idea y sus diferentes determinaciones para explicar la creación; si como dice el Génesis cada cosa se formó según su especie, es delirio suponer como lo hace Herbert-Spencer, que baste la selección natural para comprender los fenómenos psicológicos, y que con ella sola se explique el curso de la historia como afirma Bagheot. En la evolución de los sistemas filosóficos sometidos a una ley de sucesión, que indicó Coussin, ha tocado el turno en estos momentos al materialismo que se disfraza con nombres nuevos; pero la verdad prevalecerá al fin, y pasará el reinado del positivismo y del trasformismo, como ha pasado el de todos los sistemas que no admiten el valor absoluto de la idea.

Antonio María Fabié