Antonio María Fabié, Examen del materialismo moderno 3 (original) (raw)
Examen del materialismo moderno
Haeckel
Generalizando el principio de la selección, Haeckel ha creado la hipótesis de la evolución universal, y, a fuer de materialista consecuente, afirma que no hay más que una sola sustancia sometida a leyes que lo son inherentes, y que, lo que se llama materia orgánica, no es sino una agrupación molecular análoga a la que da origen a las cristalizaciones que se nos presentan en el mundo mineral o inorgánico. Tal es la base de la obra que comprende la totalidad de su sistema, a la que ha dado Haeckel el significativo y pretencioso nombre de Historia de la creación según las leyes naturales: partiendo de dicha hipótesis, y admitiendo contra los principios fundamentales del empirismo, que toda escuela materialista profesa una tendencia universal a la perfección y al progreso, que aquí ni se explica ni se funda en razón alguna, afirma Haeckel que las clasificaciones de todos los seres deben ser verdaderas genealogías.
Para ser justos, debemos decir que Haeckel no ha hecho más que dar forma nueva a conceptos que de antiguo eran conocidos y que en los tiempos modernos han aparecido, ya en forma general, ya aplicados a determinadas especialidades científicas. Por una parte, los físicos ingleses han preparado el terreno a la teoría de la evolución universal, estudiando la equivalencia de las fuerzas físicas, sobre cuya materia escribió Growe una obra que es el fundamento de la física moderna; el famoso astrónomo Secchi va todavía más lejos, pues afirma la unidad de dichas fuerzas, y en la obra que ha escrito sobre este asunto dice: «El resultado más importante de nuestro análisis se puede formular en algunas líneas. Todas las [302] tendencias abstractas, las cualidades ocultas de los cuerpos, los numerosos fluidos imaginados hasta aquí con el propósito de explicar los agentes físicos, deben ser desterrados del dominio de la ciencia, porque todas las fuerzas del universo dependen del movimiento.» El P. Secchi, no obstante su ortodoxia, admite explícitamente la doctrina evolucionista, pues si las fuerzas físicas forman una unidad, mejor dicho, si no hay más que una fuerza, y si sólo existe una materia, la inmensa variedad de objetos que nos ofrece la naturaleza son metamorfosis o meros aspectos de una sola y sustancial realidad, y esto viene a decir el sabio astrónomo en los siguientes términos: «Una sencilla mirada dirigida a los resultados obtenidos mediante esfuerzos renovados sin cesar, nos muestra que todo se liga en la naturaleza, y que los fenómenos del universo son innumerables anillos de una cadena.»
Estudiando más especialmente les fenómenos vitales, Moleschot llega a conclusiones muy análogas en sus cartas sobre la circulación de la vida, que no es para este sabio más que el movimiento de la materia que produce la unión y la desunión de los átomos, o lo que es lo mismo, la composición y la descomposición. «La materia, dice, se desarrolla sin saltos en los dos sentidos; los cuerpos más elementales, experimentando una pérdida gradual de oxígeno, se convierten en cuerpos organizados; y produce el oxígeno después en ellos una descomposición completa, siguiendo una evolución tan constante como la que ocasiona la composición. Tenemos pruebas tan seguras de estas verdades, que una profesión de fe materialista no se puede, en los actuales momentos, considerar ni como un presentimiento de grande importancia, ni como una profecía atrevida, sino como efecto de una convicción profunda y arraigada.»
Esta profesión de fe materialista, en el sentido más absoluto e intransigente, la ha hecho Buchner en el libro titulado Fuerza y materia, cosas que considera inherentes y como una sola, cuyas modificaciones producen todo lo que existe, no sólo el universo material sino los fenómenos psíquicos y sociales.
Con tales precedentes y con otros muchos análogos, y fundándose en ellos, establece Haeckel su teoría de la evolución universal que, por lo nuevo del nombre, por servirle de principal materia la vida y por ser la generalización de las doctrinas de Darwin, llama hoy tan profundamente la atención de los aficionados a los estudios científicos.
Para Haeckel y sus partidarios, el universo entero, los fenómenos que lo constituyen, pues el mundo no es para los empíricos más que un conjunto de fenómenos; el universo entero, repito, está formado de las series, inmensas en su extensión, que en todas direcciones forman las metamorfosis de la materia, que desde el estado amorfo en que existe en la nebulosa llega a través de infinitas modificaciones hasta producir el hombre, a quien todavía conceden los trasformistas el ser el tipo más perfecto de la creación orgánica, sin que se diferencie mucho por otra parte, según ha pretendido demostrar Huxley, de los antropoideos, nombre dado a los monos por estos sabios, que suponen que nosotros somos descendientes inmediatos de los simios.
Haeckel, a fuer de alemán, restituye a Kant la propiedad de la teoría de la formación del universo, o más propiamente del sistema solar, que los franceses atribuyen exclusivamente a La Place, llegando en la evolución de la materia con el astrónomo francés hasta el momento de la formación del agua, cuando la tierra se enfrió lo necesario para la condensación de los vapores que antes formaban la densísima atmósfera de nuestro planeta. La existencia del agua, que había de coincidir con cierto grado de solidez en la corteza de la tierra, hace posible la organización; y la organización no es para Haeckel un nuevo hecho, sino una mera forma de agregación de la materia; agregación mecánica en cuya virtud los cuerpos organizados reúnen en sí los tres estados, sólido, líquido y gaseoso, que pueden tener los cuerpos inorgánicos; y agregación química mediante la cual la unión del oxígeno, del hidrógeno y del carbono, y alguna vez del ázoe, produce la forma mucilaginosa o albuminosa. Según Haeckel, una de las grandes victorias de la biología moderna y especialmente de la histología, es haber reducido a ciertos elementos materiales el milagro de los fenómenos de la vida, y haber demostrado que las propiedades físicas y químicas, infinitamente variadas y complejas de los cuerpos albuminoides, son las causas esenciales de los fenómenos orgánicos o vitales.
Por lo demás, un organismo se forma del mismo modo que un cristal inorgánico. Cuando se evapora una disolución salina inorgánica, dice Haeckel, se forman en ella cristales de sal que crecen a medida que el agua se desprende, y este crecimiento consiste en que van solidificándose y adhiriéndose al cristal nuevas moléculas. El crecimiento de los organismos se verifica también por la agregación de nuevas moléculas; la diferencia entre ambos modos de crecer consiste en que las nuevas moléculas penetran, en el interior del organismo, y en los cuerpos inorgánicos se quedan en la superficie; pero, según este naturalista intenta demostrar en su tratado de morfología general, no hay ninguna diferencia importante ni de forma, ni de estructura, ni de materia, ni de fuerza entre los cuerpos orgánicos y los inorgánicos, y las únicas que efectivamente existen proceden de la naturaleza especial del carbono, sin que haya entre ambas especies de cuerpos ningún abismo, ninguna división absoluta.
Por lo tanto, al llegar la tierra al período laurenciano, [303] la solidez relativa de la corteza del planeta y el estado líquido del agua, hacen que la materia, que hasta entonces sólo había dado origen a cristales, produzca organismos sin órganos; esto es, masas de materia albuminosa tan homogénea como la de los cristales inorgánicos, organismos análogos a los que ahora existen y se denominan protamibos y protomycetos, que sólo se diferencian de los cristales en la nutrición y la reproducción. Estos organismos no son todavía células, pues carecen de membrana y de núcleo, por lo cual Haeckel afirma que las células provienen de las moneras, cuya masa gelatinosa produce por concentración la película externa y el núcleo. Una vez formada la célula primitiva, los organismos superiores proceden de ella, pues este elemento orgánico se reproduce por segmentación. Resulta, pues, que la monera, agregado de materia análogo al cristal, es la raíz del árbol genealógico que forman todos los seres orgánicos, así animales como vegetales.
Estos dos reinos, que hasta ahora se habían creído distintos aunque difíciles de distinguir en sus especies más sencillas, están confundidos formando una especie de reino neutral o indeterminado, llamado de los protistos, dividido en ocho clases, cuyos nombres omito por lo peregrinos, y porque no aclararían esta exposición. Lo que conviene decir es que, según esta teoría trasformista y monogenética, de los protistos se deducen por generación los animales y los vegetales, sin que se nos diga por qué ni en virtud de qué causas; pero, pasando por alto ahora esta importantísima omisión de que luego me haré cargo, de los protistos vegetales o protófitos salen los algas y los hongos, los líquenes, los musgos, los helechos, y por último las plantas fanerógamas o vasculares, monocotiledóneas y dicotiledóneas, hasta llegar en éstas a las familias que representan el organismo vegetal en su mayor grado de complicación; de los protistos animales o protozoarios se derivan y descienden los zoófitos y los gusanos, y de éstos, con cierto paralelismo, los moluscos, los equinodermos y, por último, los vertebrados hasta llegar al hombre.
Pretenden los transformistas confirmar esta teoría con los hechos que les suministra la embriología y con los que creen descubrir en la paleontología. En efecto; todos los seres orgánicos empiezan por una célula que se multiplica por segmentación, esto es, dividiéndose y dando lugar a nuevas células, que se desarrollan absorbiendo la materia que las rodea, dividiéndose a su vez y formando grupos, que son el punto de partida de los diferentes órganos. En los animales superiores estos grupos de célula son tres, unidos entre sí, y de ellos nacen los complicados aparatos que forman el organismo del mamífero más perfecto, esto es, del hombre. El embrión va diferenciándose en el periodo de su desarrollo hasta constituir un ser análogo a aquel de que procede; en el primer momento es una simple célula como las que constituyen todos los organismos, y el germen de los animales superiores atraviesa en su desarrollo todos los estados y formas de los animales inferiores, siendo imposible distinguir al principio el embrión de las diferentes familias de los vertebrados que se va diferenciando y determinando a medida que se desarrolla.
Además de esta sucesión embriológica, como ya he dicho, fundan su doctrina los monogenistas o partidarios de la evolución en la sucesión que llamaré geológica: según ellos, en la formación laurenciana aparece el organismo más sencillo de todos los fósiles que corresponde al reino de los protistos y a que se ha dado el nombre de oozoon canadiensis. En los terrenos superiores, que constituyen la formación cambriana, se encuentran grandes algas, crustáceos y vertebrados acranianos; en la siluriana superior se ven ya algunos peces. Estas tres formaciones geológicas constituyen el primer ciclo del organismo y le llama Haeckel edad arqueolítica o primordial; el segundo ciclo, a que denomina edad paleolítica o primaria, se compone de las formaciones devoniana, carbonífera y permiana, que es la época de los peces y de ¡os helechos.
El tercer ciclo es la edad mesolítica o secundaria, y se compone de las formaciones triásica, jurásica y cretácea; es la época de las coníferas y de los reptiles. El cuarto ciclo es la edad genolítica o terciaria, constituida por los terrenos eoceno, mioceno y plioceno, y es la época de los árboles do hojas caedizas y de los mamíferos; por último, el quinto ciclo, llamado edad antropolítica o cuaternaria, comprende el período glaciario, el postglaciario y el de la civilización, siendo la época de las plantas cultivadas y del hombre.
Estas series formadas con tan notable artificio, demuestran contra la voluntad de su autor, la falsedad de su hipótesis monística o trasformista; no basta decir que no existe entre la materia inorgánica y la orgánica ningún abismo infranqueable, pues se tiene que reconocer y confesar lo contrario, y el mismo Haeckel declara que los cristales, que son los cuerpos inorgánicos más perfectos, crecen por juxta-posición, mientras que los organismos elementales, las móneras o masas albuminoides, se desarrollan por intusucepción; además ¿cómo un escritor que ha consagrado una obra especial al estudio de la forma en general, a que hace tanto tiempo han dado los naturalistas gran importancia, deja de notar que mientras en el mundo inorgánico las formas están determinadas por líneas rectas, en el orgánico lo están por las curvas y principalmente por el circulo, que es la linea de la razón, la línea infinita, al paso que la recta es la línea del entendimiento, la línea finita y mecánica? Por otra parte, si las propiedades del organismo dependen de las de la albúmina y éstas de las del carbono, ¿en qué consiste que dichas propiedades sean especiales y distintas [304] de las de los cuerpos inorgánicos, aunque en ellos exista también el carbono, como existe en tantos y tantos minerales?
Por lo que se refiere a la serie que forman los embriones de los diferentes organismos, partiendo de los más sencillos a los más complicados, paralela a la que se puede considerar formada por los diferentes períodos del desarrollo del germen de cada ser, a que llama Haeckel ontogenia, basta sólo para probar su ineficacia, como fundamento de la doctrina monística, considerar que en la segunda serie, es decir, en la formada por los diferentes períodos del desarrollo del germen de un solo ser, esto es, en la serie ontogenética, no se da nunca el caso de que el embrión de un animal inferior produzca otro superior y que engendre, por ejemplo, un caballo un león, ni tampoco lo contrario, esto es, que un tigre dé origen a una liebre. Lo cual prueba, que a pesar de la aparente igualdad de los gérmenes, cuando sólo son una célula o un compuesto de células, hay algo en ellos que determina y produce su ulterior desarrollo, y este algo es la idea, que comprende no sólo el elemento inmediato, y, por decirlo así, abstracto del organismo; la célula, o si se quiere el protoplasma, sino las determinaciones que son propias y características de cada tipo.
Además, es de ver cómo los trasformistas desconocen o prescinden de las cosas más importantes que se refieren al organismo, y especialmente de las diferencias y relaciones que existen, y no pueden menos de existir entre el reino vegetal y el reino animal; satisfechos con haber creado el reino neutral de los protistos, nada dicen acerca del papel que unos y otros organismos hacen en la naturaleza, ni indican por qué razón el desenvolvimiento progresivo de la monera llega por un lado, según ellos, a producir el hombre, y por el otro a crear el árbol más desarrollado y perfecto; y si una sola materia y unas mismas propiedades fueran origen de cuanto existe, no se podría explicar esta dualidad del mundo orgánico.
Pero vengamos al examen de la serie paleontológica que se alega como confirmación de la doctrina evolutiva, y veremos que lejos de serlo la desmiente de tal y tan evidente manera, que no obstante el inmenso número, no de años, sino de siglos, que ha trascurrido desde la edad primordial o arqueolítica a la cuaternaria o antropolítica, en una y otra coexisten las moneras y los vertebrados y las plantas fanerógamas, esto es, los dos extremos del mundo orgánico. Todo esto tiene su explicación verdadera, que no es la que los trasformistas suponen, y que consiste en que la naturaleza es un sistema comprendido en el sistema absoluto o de la idea; y las partes que constituyen aquella no forman ni un proceso cronológico, ni un proceso de lo simple a lo compuesto, sino un proceso real y concreto, un conjunto de condiciones para que aparezca en la naturaleza el espíritu, a cuyo fin la idea pone el mundo astronómico, el físico, el químico y el orgánico.
El hombre, pues, es el fin de la creación, y si considerada nuestra especie como mero organismo, no es sólo una suposición gratuita, sino un verdadero absurdo afirmar que somos hijos naturales, herederos legítimos de un cuadrumano distinto, pero muy análogo al orangutan, al chipanci o al gorrila, animal que nadie ha visto pero a quien Haeckel ha puesto el nombre de Pitecantropo. ¿Qué diremos de lo que es peculiar y característico de nuestra especie del espíritu, imagen de la divinidad que Dios puso en nosotros, y que es la idea que tiene conciencia de sí, la cual tratan de explicar los transformistas como una mera propiedad de la materia? Ya veremos cómo salen con su intento, apenas confesado antes por Darwin, pero acometido con despreocupación notable por sus discípulos, a los cuales ha tenido que seguir el maestro, confesando que antes le habían detenido ciertas consideraciones de bien parecer, pero en su libro sobre la descendencia del hombre, y en otro que tira a demostrar que la palabra humana es resultado de la evolución del gesto y del grito de los animales, está conforme en el fondo con los más exagerados trasformistas y asiente a las conclusiones de Huxley, de Haeckel y de Smidt, que siguen por cierto con gran fidelidad, aunque otra cosa pretendan, las ideas y conceptos de los sensualistas del pasado siglo.
Este género de dificultades no detienen a los trasformistas, que, olvidándose por completo de que, según ellos, no debe admitirse en la ciencia nada que no resulte de la observación y de la experiencia, construyen a su antojo el árbol genealógico del hombre. Haeckel nos le da hecho, formando una serie o cadena compuesta de veintidós grados o eslabones, que se divide en dos partes desiguales, la una compuesta de los antepasados invertebrados, y la otra de los progenitores vertebrados del hombre. El primer grado es la monera distinta de las actuales, pero análoga a ellas y constituida por una masa de protoplasma; el segundo una ameba o emiba, organismo monocelular, como la amiba vulgar que hoy existe; al tercero le ha dado Haeckel el nombre de sinamiba para indicar que es un ser compuesto de varias células procedentes de la segmentación de la primera, y corresponde este organismo al segundo estado del desarrollo del germen, no habiendo en la naturaleza ningún ser que en la actualidad lo represente, y siendo por tanto un supuesto gratuito la afirmación de que haya existido en alguno de los anteriores períodos geológicos. El cuarto grado lo forma el organismo llamado planeades, que es una especie de larva ciliada; pero es de advertir que el germen humano en su evolución no presenta esta forma, y Haeckel, para llenar esta laguna de la ontogenia humana, la toma del desarrollo del anfioxus, como pudiera de cualquier otro animal; es decir, arbitraria [305] y caprichosamente. El quinto grado está conformado por la gastreades, momento que tampoco aparece en el desarrollo del germen humano, y que toma para su propósito del del anphioxus el autor de esta serie. El sexto grado supone Haeckel que es la turbelaria, no por otra razón, sino porque en su genealogía universal el tipo de las turbelarias actuales, no sólo está considerado como la raíz y origen de todos los gusanos, sino también de los cuatro tipos zoológicos superiores. El séptimo grado de esta cadena de antepasados del hombre son los Scolecidos, y aunque no se puede determinar cuál de ellos sea aquél de que descendemos por línea recta, cree Haeckel que debía ser análogo al Balanoglosus actual. El grado octavo pertenece a los gusanos sacciformes, porque de ellos se derivan los vertebrados, al decir de los monistas,que llenan con ellos el enorme abismo que separa los animales invertebrados de los que tienen vértebras.
En el eslabón o grado nono de la serie empieza la segunda sección de las dos en que, como he dicho, se divide la serie fantástica de nuestros antepasados que, por lo que se ve y se ha de ver, no tienen nada de ¡lustres; este grado noveno lo forman los animales acranianos, es decir, sin cabeza, hoy representados por el anphioxus lanceolatus. El décimo grado lo forman los animales monorrinos, hoy representados por las lampreas y otros peces cartilaginosos. El onceno grado lo forman los selacianos, que ya tienen la nariz dividida, y que siendo análogos a los actuales squalos, alcanzaron la honra de contar entre sus sucesores al hombre. El duodécimo grado lo forman los dipneustos, y el que supone Haeckel que fue nuestro antepasado debía ser parecido a los actuales Ceratodus o Protopterus. El grado decimotercero es el de los Sosobranchios, los cuales son los más antiguos de nuestros antepasados anfivios, que debieron vivir hacia la mitad de la edad paleolítica, y de los que se derivó el grado décimo cuarto, que está formado de los Sozuros, amphivios que perdían por metamorfosis las agallas al llegar a la edad adulta, como pasa con las ranas que hoy viven.
El grado decimoquinto es, como los anteriores, un mero nombre inventado por Haeckel para completar y arreglar su arbitraria serie, y a los animales imaginarios que lo constituyen les da el nombre de Protomniatos, por suponerlos raíz y origen de las tres clases de vertebrados superiores, y se supone ad libitum, que debieron vivir en la edad mesolítica o secundaria: de ellos, como se han inventado para eso, ha sido fácil derivar el decimosexto grado de esta serie de nuestros abuelos, y se les ha dado el nombre de Promamalianos, justificando la creación de este grado con la existencia actual del ornitorrinco y otros animales análogos.
Ya para el grado decimoséptimo se ha podido echar mano de los marsupiales, y de uno de éstos, que debió vivir en el periodo jurásico según Haeckel, se derivaron los prosimianos, que forman el grado diez y ocho, los cuales, según Haeckel, son los mamíferos más interesantes, porque entre ellos estaban los verdaderos antepasados de los monos y del hombre, y debían parecerse a los makis; de esta clase de animales salieron los menocercos que forman el grado decimonono de nuestro árbol genealógico, que está compuesto de monos catarrinos, que todavía conservaron el rabo o cola, si bien ya habían modificado su dentadura y convertido sus garras en uñas; de estos monos salieron los antropoideos que forman el grado vigésimo de la serie, los cuales aparecerían en el período myoceno, y de uno de ellos, parecido al gibon, al orang-gutan o al gorilla, procedió el animal completamente fantástico, de que ya he hablado, que forma el grado veintiuno y a que ha dado Haeckel el nombre de Pitecantropo; es decir, hombre-mono que todavía no poseía la palabra, signo característico de nuestra especie, último eslabón de esta cadena. Pero la palabra no es una cosa especial y sui generis, sino una perfección del grito que se ha conseguido por medio de la modificación de la laringe que ha producido luego cuando ya ha podido articular el sonido, desarrollos de la masa encefálica, que han favorecido el progreso de la inteligencia hasta el punto que hoy la posee el hombre.
No hay necesidad de detenerse mucho para demostrar lo arbitrario, lo verdaderamente anticientífico de esta serie de nuestros antepasados, compuesta de seres fantásticos, y que se suponen parecidos a animales hoy existentes, y creados otros por la imaginación de Haeckel ex profeso, fuera de toda especie de analogía, para salir con su sistema adelante, lo cual es fácil cuando se prescinde de la realidad; pero entonces la ciencia se convierte en el delirio de un calenturiento, pues lo real y lo racional deben ser y son una misma y sola cosa, y cuando esto no sucede es porque nos apartamos de la idea y de sus determinaciones, las cuales son y comprenden la existencia y el conocimiento.
Una vez producido el hombre por esa serie de trasformaciones de la materia, que empieza en la nebulosa, abordan los transformistas los problemas que ofrece nuestra especie, y el primero de todos los que examinan es el ya famoso, que consiste en determinar si todos los hombres proceden o no de una sola pareja; a pesar de que su sistema debiera ser poligenista, Haeckel se inclina a creer que toda nuestra familia procede del hombre-mono, por él imaginado, que debió aparecer en un continente hoy sumergido, que ponía en comunicación el Asia, la Oceanía, el África y la América. Este hombre-mono, que, como se ha dicho, no poseía todavía la palabra, se extendió por todos los continentes antes de hablar, por lo cual son irreductibles los idiomas que se conocen; y, diversificándose el [306] tipo humano, ha dado origen a las variedades hoy existentes que forman, según Haeckel, seguido en esta parte por el filólogo Federico Muller, dos especies distintas. Por lo tanto, la humanidad es para estos sabios un género zoológico de la familia de los antropoideos, para cuya afirmación aducen los trabajos anatómicos de Huxley, de Broca y de otros naturalistas, y las teorías filológicas del mismo Muller. Estas dos especies se caracterizan, la una por tener la cabellera lanosa y la otra por tenerla lisa. La especie de cabellera lanosa se subdivide en una sección que la tiene dividida en tufos, colocados como los haces de cerdas de un cepillo, y a ella corresponden los Papúes y los Otentotes; y en otra, cuyos cabellos forman un vellón, y está constituida por los Negros de África y por los Cafres. La especie caracterizada por la cabellera lisa se subdivide en hombres de cabellos rígidos y hombres de cabellera más o menos ondeada: los primeros forman las razas de Oceanía, que habitan la Australia, las costas del Océano Ártico y la América, y las razas del Asia oriental, que son los Malayos y los Mogoles. Los hombres de cabellos ondeados son los del interior de los continentes, los de la Nubia y los de la costa del Mediterráneo, que comprenden cuatro tipos lingüísticos: los vascos, los caucasianos, los semitas y los indo-europeos.
Lo arbitrario de esta clasificación del género humano es tan evidente, que basta una atención superficial para conocerlo. En primer lugar, si se admite la idea de especie tal cual la explican los naturalistas que se han dedicado a las clasificaciones o sea a la taxonomía, la humanidad forma una sola especie como lo prueba la fecundidad indefinida de los cruzamientos, la cual es de tal índole, que los mismos etnólogos trasformistas reconocen que, a partir del siglo XVI, la confusión y mezcla de las razas va creciendo de modo que dificultan, si no hacen imposible, cualquier clasificación. Pero este fenómeno de las mezclas de razas es muy antiguo, y desde el origen de la historia se han verificado sucesivas emigraciones y conquistas que han producido ese resultado; por lo cual, a mi parecer, lo que se puede asegurar respecto de este punto, es que la humanidad, término superior del desarrollo sistemático de la naturaleza y manifestación en ella del espíritu, tiene unidad real e ideal, y por tanto que contiene en su seno la variedad producida por su necesidad interna, determinada por el medio geográfico y por el medio social para formar el organismo humano, que comprende toda nuestra especie en su existencia terrestre.
Ya hemos visto que en la clasificación de Haeckel y Muller, aunque el cabello es el carácter diferencial del género humano, los idiomas se tienen en cuenta para formar las últimas divisiones, aunque éstos constituyen una dificultad insuperable para los materialistas de todas las épocas, quienes por lo mismo han puesto el mayor empeño en explicar la creación del lenguaje; a este fin han afirmado que ese atributo peculiar del hombre es mero resultado de su organización, y atribuyen a los animales más elevados la facultad de expresar sus afectos, llamando lenguaje natural a las actitudes y gritos que son los signos exteriores de aquellos, y lenguaje artificial a la palabra.
No podían los trasformistas modernos dejar de seguir en esta materia las huellas de sus predecesores, y como ya he dicho, Darwin, jefe de la secta, ha tratado esta grave cuestión en un libro dedicado a ella exclusivamente. Con arreglo a los principios de la concurrencia vital, de la selección y de la herencia que ya hemos visto obrando toda la diferenciación y todo el progreso del mundo orgánico, el gesto o grito que expresa las pasiones del animal y le reporta alguna utilidad, ya porque cause temor a sus enemigos, ya porque le procure el auxilio de los de su especie, ya porque le facilite el ejercicio de las funciones de reproducción, se repite en circunstancias análogas a las que por primera vez lo produjeron, se perfecciona y se deja por herencia a los descendientes. Por este procedimiento, desde de la contracción y dilatación que la irritabilidad produce en las células, más todavía en el protoplasma de que están compuestas las moneras, se llega por sucesivas metamorfosis a los medios más complicados y perfectos de expresión, a los poemas de Hornero, a los discursos de Demóstenes y a los escritos de los grandes filósofos de la antigüedad y de los tiempos modernos, que abarcan y expresan la totalidad de la idea, el espíritu y la naturaleza.
Para dar más verosimilitud a sus opiniones, los trasformistas modernos, y entre ellos Haeckel, traen en su apoyo una ciencia, si tal nombre merece, que contando poco tiempo de vida no pudieron utilizar los antiguos empíricos materialistas y sensualistas; hablo de la filología comparada, esto es, del estudio comparativo de las diferentes lenguas que se hablan o se han hablado en el mundo, y de que hasta ahora se tiene noticia. No es posible exponer, aunque sea en resumen, las teorías de la moderna ciencia del lenguaje en un escrito como el presente, teorías que se tratan de sustituir a aquel capítulo de la lógica que pretendieron algunos convertir en ciencia independiente, bajo el nombre de gramática general, y que comprendía las leyes generales de la palabra deducidas a priori su naturaleza. La filología comparada pretende llegar por medio de la observación al conocimiento de los principios generales del lenguaje, a la determinación de su origen y a la exposición de su desenvolvimiento, o lo que es lo mismo, a la narración de su historia.
Del estudio comparativo, de las lenguas conocidas, deducen los filólogos que la palabra fue primero monosilábica, y algunos de ellos, que estos monosílabos son las interjecciones, las cuales no son mas que los gritos ya articulados con que el hombre primitivo [307] manifestaba sus afectos. La repetición de estos gritos articulados, los determinó y distinguió cada vez más, tomando cada cual una significación propia; más adelante se unieron estos monosílabos para expresar modificaciones de los primitivos significados, formándose las lenguas de aglutinación. La unión de los monosílabos primitivos llegó a ser tan íntima por el uso constante de los grupos aglutinados, que se perdió la memoria de las raíces primitivas, modificándose el sonido de ellas para mayor facilidad de la pronunciación, y de este modo se llegó a la formación de las lenguas de flexión, instrumento propio de las razas superiores, con cuyo auxilio han alcanzado el gran desarrollo intelectual que hoy las distingue.
La antigua lengua chinesca es el único ejemplar conocido de los idiomas monosilábicos; de los de aglutinación existe grandísimo número, y en realidad los filólogos, bajo esta rúbrica, comprenden infinitas lenguas poco estudiadas que deben tener, por lo que de ellas se sabe, muy diversos caracteres. Las lenguas de flexión forman dos familias que hasta ahora son las que únicamente se han analizado con alguna profundidad; a saber: la de las lenguas semíticas y la de las lenguas indo-europeas; pero especialmente respecto a la primera, no se puede decir que forme todavía una especialidad científica bien determinada, y aunque el descubrimiento del sanskrit y la gramática comparada de Bop han contribuido a formar un sistema de aspecto científico con las lenguas llamadas indoeuropeas, todavía está tan distante de ser definitivo, que mientras que Díez y la mayor parte de los filólogos tienen como lengua neo-latina el francés y los dialectos antiguos y modernos que comprende, un escritor moderno, Pablo Barbe, afirma que esta lengua es céltica.
Por otra parte, son tan infundadas las pretensiones de la filología comparada, al querer explicar el origen del lenguaje, que no pueden serlo más, supuesto que ni aun posee todavía esta especialidad científica el conocimiento de la materia que debe formar su inmediato contenido; nuestro compatriota, el jesuita Hervas y Panduro, fue el primero que procuró reunirlo en su famoso Catálogo de las lenguas, para cuya formación le fueron de tan gran provecho las gramáticas y glosarios de las lenguas de América, hechos por nuestros misioneros en los siglos XVI y XVII; pero es tanto lo que resta por saber en esta materia, que W. W. Hunter formó hace poco un glosario de ciento cuarenta y cuatro lenguas antes desconocidas, que se hablan en la India y en la alta Asia. De los idiomas del África poco o nada se sabe, y para mayor confusión, ni siquiera existe relación alguna entre las razas y las lenguas. El hombre llamado ahora mediterráneo, que es el que antes se denominada caucasiano, habla diversos idiomas, que corresponden a cuatro tipos irreductibles: el vasco, el caucásico, el semítico y el indo- europeo, por lo cual llaman políglota a esta raza los etnógrafos, y también lo son los negros africanos, creyéndose probable que estén en el mismo caso los mogoles, los árticos y los americanos.
Sucede, pues, con la lingüística lo que hemos visto con la paleontología cuando le ha querido buscar en ella la serie de nuestros antepasados: todo son hipótesis arbitrarias, lagunas inmensas en el encadenamiento de los hechos, y, en una palabra, lo que resulta es que se trata de explicar obscurus per obscurius. La suposición de que el hombre empezó a hablar lenguas monosilábicas es enteramente gratuita, nadie puede asegurar que sean monosílabos las raíces de las lenguas de flexión; las trilíteres de las lenguas semíticas no lo fueron sin duda en su origen, y es evidente que eran polisilábicas muchas raíces de las lenguas indo-europeas, pues como tales deben considerarse muchas palabras no monosilábicas que son comunes a todas las lenguas de esta familia.
Ni aun admitiendo la teoría que hace derivar el lenguaje de las interjecciones, que es lo que más se parece a los gritos inarticulados de los animales, se prueba que las lenguas primitivas fueran monosilábicas, pues muchas interjecciones, quizá las más naturales y frecuentes, constan de más de una sílaba. Pero demos de barato cuanto en esta parte aseguran los trasformistas; ¿en qué consiste y cómo se demuestra la transición por cuyo medio el grito o el canto se convierte en lenguaje? El famoso Max-Muller, ante la imposibilidad de explicar esta transición, admite en el hombre una facultad de crear las raíces de las lenguas, análoga a la voluntad que produce sus actos, porque si la voz es por una parte la animalización del sonido y por otra la base material de la palabra, estos tres términos: sonido, voz y palabra, forman un sistema producido por tres determinaciones de la idea, relacionadas, pero distintas, y sólo pueden confundirse por los que olvidan que la unidad y la diferencia son elementos igualmente necesarios en la realidad y en el conocimiento; quererlos unir confundiéndolos, sería más absurdo que tratar de echar puentes entre los astros, pues cada término pertenece a diferente esfera, el sonido al mundo físico, la voz al orgánico y la palabra al espíritu.
Si el lenguaje fuera sólo consecuencia de ciertas particularidades orgánicas, se podría dar con propiedad ese nombre a la repetición mecánica de las palabras que ejecutan con maravillosa perfección algunas aves, y nadie lo hace, sin embargo; anatómica y fisiológicamente nada falta a estos animales para, poseer la palabra, pues los vemos articular con precisión y claridad; luego lo que les falta es el elemento supra-orgánico, aquello que no es resultado de ninguna combinación física u orgánica, la cual, aunque sea condición para la manifestación del lenguaje, no es en manera alguna su causa ni su esencia. [308]
Basta reflexionar con alguna atención acerca de la naturaleza de la palabra, para convencerse de que es atributo peculiar de nuestra especie, pues lo primero que esta facultad presupone es la conciencia de sí en quien la ejerce, y el uso de todas las demás funciones del espíritu, por lo cual los psicólogos, que consideran como diversos aspectos del alma las propiedades del espíritu, dan el último lugar a la palabra.
El conjunto y combinación mecánica de sensaciones y los actos que de ella se originan, así como la unidad sustancial y sistemática de la vida de los animales, son una preparación para el advenimiento del espíritu; pero esta determinación superior de la idea dista del animal más que éste dista del mundo inorgánico; el animal no es causa de sí, no obra por propio movimiento, sino obedeciendo a impulsos más o menos enérgicos, más o menos próximos, que están fuera de él, por lo que Descartes llamó, no sin propiedad, autómatas a los animales; así es que los gestos o los gritos, que producen, son la repercusión de las impresiones que experimentan, mientras que la palabra supone la intervención del sujeto libre, del yo, de la persona, que ya a consecuencia de impresiones externas, ya de un modo espontáneo se manifiesta, se exterioriza dando cuenta reflexiva de sus modificaciones y estados, que pueden ser y son a veces contrarios a lo que debieran ser, si sólo estuviera el hombre sometido a las leyes de la naturaleza, si no fuera superior a ellas y capaz de someterlas a su albedrío.
La serie cronológica de las lenguas es un supuesto tan gratuito como la serie cronológica de los organismos, y la misma razón hay para creer que el espíritu se manifestó primero en la naturaleza por la palabra monosilábica que por la polisilábica; siendo lo cierto que las lenguas se determinan en su naturaleza y forma por las condiciones del medio geográfico, por las particularidades anatómicas y fisiológicas de las razas y principalmente por el momento y grado de cultura y civilización de los pueblos.
Si la ley de progreso y perfección que admiten contra sus principios los trasformistas fuera absolutamente cierta, resultaría que los idiomas serían más perfectos cuanto fuesen más modernos, y esto, como se sabe, no es exacto. Por lo que se refiere a las propiedades artísticas de las lenguas, la cuestión no admite duda, y todo el mundo reconoce que el sansckrit, el griego y el latín poseen en el mayor grado las condiciones necesarias para la poesía y la elocuencia, no habiéndose producido en cuanto abarca la historia obras superiores a los poemas y discursos escritos en estas lenguas de la familia indo-europea, y nada hay en los idiomas semíticos que aventaje a los libros del Viejo Testamento. Ni es tampoco exacto decir que para las ciencias, llamadas impropiamente abstractas, sean más adecuadas las modernas; la lengua que sirvió para sus explicaciones a Euclides, a Platón y a Aristóteles, bien pudiera servir a los más profundos sabios de los tiempos modernos, aunque sean trasformistas, pues ya hemos visto que el mismo Haeckel acude al griego para sacar los elementos de su tecnicismo, según se ha hecho para todas las ciencias.
Véase cómo, lejos de dar apoyo y fundamento a la doctrina trasformista el estudio de las lenguas, suministra refutaciones victoriosas y concluyentes de sus pretendidas leyes, que si son inaplicables a la naturaleza, si no bastan para explicar sus diversas manifestaciones, son todavía más insuficientes para comprender el mundo del espíritu.