Antonio María Fabié, Examen del materialismo moderno 2 (original) (raw)

Examen del materialismo moderno

El darwinismo

< II >

Aunque, como hemos visto en la anterior exposición, la doctrina transformista se ha extendido y aplicado a todo el universo, la especialidad científica, que hasta hace poco ha sido su dominio peculiar, es la que se ocupa en el estudio y conocimiento de los seres orgánicos. El dogma fundamental de cuantos profesan dicha doctrina consiste en suponer que el conjunto de fenómenos, que para ellos constituye el universo, no se origina en ningún principio determinante, no reconoce ni causa, ni fin, sino que todo es accidental y fortuito, de tal manera, que uno de los sectarios del transformismo acepta como evidente la doctrina de Empédocles, expuesta por Aristóteles en su Física, poco más o menos en los siguientes términos:

«¿Qué razón hay para dejar de creer que la naturaleza obra sin fin alguno y sin el propósito de alcanzar lo mejor en cada cosa? Júpiter no envía la lluvia para que el grano se forme y crezca, sino que llueve por una ley necesaria; porque los vapores que se elevan de la tierra se enfrían, y enfriándose se convierten en agua, que necesariamente tiene que caer, y si el trigo se aprovecha de este fenómeno, es por mero accidente; pues el que está ya recogido se pudre si se moja, siendo también accidental que se pudra. ¿Por qué no se ha de decir que están los órganos corporales sujetos en la naturaleza a la misma ley, y que por ejemplo los dientes salen porque es necesario que salgan, los de delante incisivos, propios para cortar, y los de detrás molares, a propósito para triturar los alimentos, sin que esto suceda en vista y con el fin de verificar la masticación, sino por una simple coincidencia? Y no hay razón alguna que vede decir lo mismo de las demás cosas que parecen tener objetos y fines peculiares. Así, cuando los seres se producen accidentalmente, como si se produjeran con un fin determinado, subsisten y se conservan, porque han adquirido espontáneamente las condiciones propias para ello; pero los que no están en este caso perecen, como dice el mismo Empedocles, que aconteció con ciertos animales que tenían la parte anterior de toros y la posterior de hombres.»

El escritor que señala al transformismo este antecedente, o por mejor decir, este origen, prescinde de su victoriosa refutación, y con una ceguedad y una soberbia muy propia de los sectarios, se atreve a decir que no entendió esta doctrina, que no peca de oscura, el filósofo de Stagira, quien tenía uno de los entendimientos más claros y profundos que han producido los siglos.

Es evidente, a juzgar por los fragmentos de las obras de Empedocles, que ha conservado Plutarco, que aquel filósofo tuvo, por lo que se refiere al mundo orgánico, las mismas opiniones que hoy nos quieren dar por cosa nueva Darwin y sus partidarios, pues dice que al principio la creación orgánica solo produjo partes incoherentes, y que por el principio de la amistad, que viene a ser lo mismo que hoy se llama selección natural, se unieron las que por casualidad se encontraron y podían unirse, produciéndose primero las plantas, luego los animales que viven en el agua, y y por último los terrestres y los que pueblan el aire. Hasta la facultad de hablar provino, según Empedocles, de una combinación de órganos feliz, pero accidental, que una vez realizada fue causa de que los seres en que se verificó emitieran la voz de sus pechos. En el curso do esta obra se verán con claridad las analogías que existen entre este sistema y el de los transformistas contemporáneos.

Si el filósofo griego casi llegó a formular la teoría de la selección natural, Lucrecio entrevió el principio de la lucha por la existencia, pues dijo en su poema De la naturaleza de las cosas, que para que se conserven las razas o especies es necesario el concurso de muchas circunstancias, y muy principalmente que encuentren a su alcance el necesario alimento.

Como ya queda indicado en el capítulo anterior, el materialismo y sensualismo modernos habían de producir y han producido en orden a todas las esferas de la naturaleza y del conocimiento, teorías análogas a las que crearon esas mismas escuelas en la antigüedad. Ya he dicho de qué manera influyó la filosofía del siglo XVIII en las opiniones de los naturalistas de aquel tiempo. Bufon, en vista de la existencia de las variedades, creyó posible la mutación o cambio de las especies, si bien limitaba esta posibilidad a las que pertenecían, por decirlo así, a un mismo tipo, explicando por este medio la existencia real de las familias naturales, punto de vista aceptado y desenvuelto por Goethe, especialmente en sus escritos sobre anatomía comparada; pero el verdadero fundador del moderno transformismo, el que, si en serlo puede haber gloria, [226] merece sin duda la que Darwin usurpa, es el naturalista francés Lamarck, que expuso las doctrinas que hoy prevalecen en su Filosofía Zoológica, publicada en 1804. Véanse en prueba de ello sus mismas palabras:

«Puede asegurarse que la naturaleza no ha formado en sus producciones realmente ni clases, ni órdenes, ni familias, ni especies constantes, sino solo individuos que se suceden unos a otros y que se parecen a los que los han producido. Ahora bien, estos individuos pertenecen a razas infinitamente diversificadas que se combinan bajo todas las formáis y en todos los grados de la organización, las cuales se conservan sin variación mientras no obra en ellas alguna causa de mutación o cambio.» (Tomo I, pag. 22.)

«La suposición, casi generalmente admitida, de que los cuerpos vivos constituyen especies constantemente distintas por virtud de caracteres invariables, y que la existencia de tales especies es tan antigua como la de la misma naturaleza, se estableció en un tiempo en que no se había observado bastante, y en que casi no existían las ciencias naturales, pero todos los días se ve desmentida a los ojos de los que han estudiado atentamente la naturaleza.» (Tomo I, pag. 84.)

«En realidad las especies solo tienen una permanencia relativa a la duración de las circunstancias, en que se han encontrado los individuos que las representan.»

En vista de estas y de otras consideraciones, sienta Lamarck las consecuencias siguientes:

1.° «Que todos los cuerpos organizados de nuestro globo son verdaderas producciones de la naturaleza, ejecutadas por ella en el trascurso de mucho tiempo.»

2.° «Que en su marcha, la naturaleza principió y vuelve a principiar todos los días formando los cuerpos organizados más sencillos, y no forma más que éstos directamente; es decir, esos bosquejos de la organización que se designan bajo el nombre de generaciones espontáneas.»

3.° «Formados los primeros bosquejos del animal y del vegetal en lugares y circunstancias convenientes, las facultades de la vida que comienza y de un movimiento orgánico establecido, han desarrollado necesariamente poco a poco los órganos, y con el tiempo los han diversificado así como las partes.»

4.° «Siendo inherente a los primeros efectos de la vida la facultad de crecer, en cada parte del cuerpo organizado ha dado lugar a diferentes modos de multiplicación y de regeneración de los individuos, y de aquí que los progresos adquiridos, en la composición de la organización y en la forma y diversidad de las partes, se hayan conservado.»

5.° «Con la ayuda del tiempo, de las circunstancias que han sido necesariamente favorables, de los cambios que han tenido en su estado todos los puntos de la superficie del globo; en una palabra, con el poder que tienen las nuevas situaciones y los nuevos hábitos para modificar los cuerpos dotados de vida, los que en la actualidad existen se han formado insensiblemente hasta ser tales como los vemos.»

6.° «Según este orden de cosas, habiendo experimentado los cuerpos vivos diferentes cambios, más o menos grandes, en el estado de su organización y de sus partes, lo que se llama especie se ha formado sucesiva e insensiblemente, sólo tiene una permanencia relativa y no puede ser tan antigua como la naturaleza.» (Tomo I, paginas 65 y siguientes.)

Y más adelante dice:

«La serie progresiva de la organización presenta en algunos puntos de la serie general de los animales, anomalías producidas por la influencia de las circunstancias de lugar y por los hábitos.» (Tomo I, pagina 135.)

«En todo animal que no ha alcanzado el término de su desarrollo, el uso más frecuente y continuo de cualquier órgano lo fortifica poco a poco, lo desarrolla y agranda, y le da una potencia adecuada a la duración de este uso; por el contrario, la falta de él lo debilita insensiblemente, lo deteriora, disminuye progresivamente sus facultades, y acaba por hacerlo desaparecer.
Todo lo que ha hecho la naturaleza que adquieran o pierdan los individuos por la influencia de las circunstancias, en que su raza se encuentra durante largo tiempo, y asimismo por la influencia del uso predominante o por el desuso de cualquier órgano, lo conserva por generación en los nuevos individuos que de ella proceden.» (Tomo I, pag. 235.)

«Los animales contraen para satisfacer sus necesidades diversos hábitos, que se convierten en otras tantas inclinaciones a que no pueden resistir y que no pueden cambiar; de aquí el origen de sus acciones habituales y de sus inclinaciones particulares, a que se da el nombre de instinto. La inclinación de los animales a conservar los hábitos y a repetir las acciones que de ellos provienen, una vez adquirida, se propaga por la reproducción o por la generación que conserva el organismo y la disposición de las partes en el estado obtenido, de manera que esa inclinación existe en los nuevos individuos antes de ejercitarla.» (Tomo I, pag. 325.)

«Como la voluntad depende siempre de algún juicio, no es nunca verdaderamente libre; porque el juicio que la determina es como el cociente de una operación aritmética, resultado necesario de las operaciones que lo forman.» (Tomo I, pag. 342.)

Aunque menos explícito en determinadas conclusiones, y aceptando principalmente la idea de Bufon respecto a la existencia de tipos orgánicos generales, dentro de cuya circunscripción podía verificarse el tránsito de una especie a otra, Geofroy de Saint-Hilaire, [227] debe contarse entre los precursores del transformismo con los mismos títulos que Goethe, el cual, en los últimos días de su vida, siguió con exquisita atención la controversia promovida entre este sabio y el famoso barón Cuvier, declarándose partidario decidido del primero; mas a pesar de un voto, que andando el tiempo se había de aducir como de gran peso, ni las teorías de Lamarck, ni las más reservadas y menos radicales de Geofroy de Saint-Hilaire tuvieron por de pronto séquito, pues todo lo avasallaba la gran autoridad de Cuvier, que fundándose en el principio de la permanencia de las especies, hizo tan grandes adelantos en la anatomía comparada, creando la paleontología con el estudio de los fósiles del terreno terciario de los alrededores de París, descubiertos al hacerse las fortificaciones de esta ciudad. Cuvier formó con el inmenso cúmulo de hechos por él observados, su célebre clasificación de los animales que, si se ha modificado en los grupos inferiores, se tiene en los demás como definitiva y perfecta por la mayor parte de los naturalistas.

Como en Alemania encontró antecedentes y analogías, el sistema de Lamarck fue allí mejor acogido, pero los anatómicos y zoólogos de este país seguían el desarrollo espontáneo de sus doctrinas propias, según puede verse en las obras de Oken, especialmente en su Tratado de Filosofía natural, publicado de 1809 a 1812, y en las de Carus. También en Inglaterra puede considerarse a Ricardo Owen como predecesor del transformismo, pues, aunque discípulo de Cuvier, opina que es menester admitir la existencia de un tipo general del organismo de que se deriven las especies que no cree Owen que fueron creadas directa y milagrosamente.

Todas estas doctrinas estuvieron cerca de un tercio de siglo, si no olvidadas, relegadas al menos a lugares secundarios en las obras de los naturalistas; y terminada la polémica que se suscito en 1830 entre Geofroy de Saint-Hilaire y Cuvier en el seno mismo de la Academia francesa, no se agitaron los problemas de lo que antes se llamaba filosofía natural o filosofía zoológica hasta que los abordó directamente Darwin en su célebre obra sobre El origen de las especies. Este naturalista explica del siguiente modo, en carta dirigida a Haeckel, como y con qué ocasión estableció sus hipótesis transformistas.

«En la América del Sur, tres clases de fenómenos llamaron poderosamente mi atención: en primer lugar el ver como especies muy próximas se suceden y se representan o sustituyen cuando vamos del Norte al Sur; después el íntimo parentesco de las que habitan las islas próximas a la costa con las del continente; estas observaciones me causaron una profunda sorpresa, y particularmente la diversidad de las especies que existen en el archipiélago de Galápagos, cuyas islas están entre sí muy próximas; y por último, el tercer hecho fue la profunda relación que existe entre los mamíferos edentados y los roedores de especies que ya no existen: nunca olvidaré la admiración que me produjo un pedazo gigantesco de una armadura o caparazón, semejante al de un tatu de la especie que en la actualidad vive.
Reflexionando sobre estos hechos y comparándolos con otros fenómenos análogos, me pareció verosímil que especies muy próximas pudieran derivarse de una forma común. Pero durante muchos años, no pude comprender como llegaba cada forma a adaptarse a condiciones especiales de existencia; entonces me dediqué a estudiar sistemáticamente los animales domésticos y las plantas de los jardines, y al poco tiempo vi claramente, que la causa más importante de la metamorfosis consistía en la selección de las razas verificada por el hombre, valiéndose, para la reproducción, de individuos escogidos. Estudios especiales y variados sobre las costumbres de los animales, me habían dispuesto a juzgar con exactitud la lucha por la existencia y para la existencia, y gracias a mis trabajos geológicos, la larga serie de los tiempos estaba presente a mi espíritu. Una feliz casualidad hizo que leyese entonces el libro de Malthus sobre la población, y me vino al pensamiento la formación natural de las razas. El último punto que descubrí en este vasto asunto fue la importancia y la causa del principio de la divergencia.»

Darwin se nos presenta en esta carta cual inventor exclusivo de todas las bases de su sistema, y como ya hemos visto, prescindiendo de antecedentes más remotos, lo que hay de fundamental en la hipótesis transformista, había ya sido expuesto por Lamarck; no siendo verosímil que desconociese un naturalista de profesión, que se había dedicado especialmente al estudio de los invertebrados, las obras del sabio francés, pues, aunque no hubiera estudiado su filosofía zoológica, no podía dejar de tener conocimiento de los principios en ella establecidos y aplicados luego por él a los animales sin vértebras.

Lamarck afirmó la propiedad de modificarse las partes y los órganos de los seres vivos y de comunicar por generación cada uno a sus descendientes las modificaciones adquiridas, que es lo principal de la teoría metamórfica; así lo reconocen hoy los más entusiastas partidarios de Darwin, entre ellos V. Smidt, el cual dice que el eterno honor del naturalista inglés es haber mostrado la fuerza que obra sobre los individuos y las especies variables, y haberla consignado en una frase que ha adquirido gran popularidad, la lucha por la existencia; esta frase ni siquiera es la fórmula de una ley, sino la mera expresión de un hecho que Malthus observo en nuestra especie; pues como generalmente se sabe, el célebre economista inglés afirma que el género humano se reproduce siguiendo una progresión geométrica ascendente, [228] mientras que el aumento de las subsistencias se verifica solo en progresión aritmética, de lo cual surge una encarnizada lucha por la existencia y para la existencia, en la que perecen por el hambre, por la guerra y por los vicios, todos los seres humanos que son menester para que los que queden tengan cubierto en el banquete de la vida.

Darwin no ha hecho más que generalizar este pensamiento, cuya exactitud no es del caso examinar, aplicándolo a todo el mundo orgánico, y afirmando que vive en una continua guerra, en la que sucumben los seres que por cualquier causa son más débiles, entre los que aspiran a devorar los mismos alimentos, venciendo los que son más fuertes por el desarrollo de aquellos órganos que le dan ventaja en la lucha, los cuales la comunican por herencia a sus descendientes; y ese desarrollo de determinados órganos y partes, modifica los individuos con el trascurso del tiempo hasta convertirlos en nuevas especies. Este escoger inconsciente de la naturaleza, entre los seres de una misma especie, aquellos que tienen mejores condiciones para la lucha y la victoria, es lo que llama Darwin ley de la selección natural, consecuencia de la lucha por la existencia.

La selección natural fue otra generalización tan infundada como la de la observación de Malthus; en efecto, es evidente que el hombre modifica, pero dentro de límites muy restringidos, ciertas especies de animales y de plantas; entre los primeros, Darwin estudio las palomas de un modo directo, y observó lo que ocurre con las gallinas, con los perros, con los caballos y con los toros, animales que acompañan y están sometidos al hombre desde los tiempos prehistóricos; y en vista de que en estas especies se han producido y se producen actualmente modificaciones que dan lugar a formación de razas, que casi no llegan ni a ser verdaderas variedades, afirma el naturalista inglés que en la naturaleza, la lucha por la existencia obra resultados análogos, pero mucho más intensos que los que obtiene el hombre por su voluntad y para sus fines particulares.

La lucha por la existencia produce una especie de selección natural que Darwin ha creído de bastante importancia para formar con ella una clase aparte, fundándose sin duda en que la guerra entre los animales no tiene por causa única la conservación del individuo, sino también la reproducción, lo cual no es ya en este sistema la conservación de la especie. Esta clase particular es la llamada selección sexual, objeto de una obra especial del naturalista inglés, en la que se exponen numerosas observaciones hechas en todo el reino animal, para deducir que en cada especie, ya porque intervenga lucha que es lo más general, ya sin ella, sólo logran reproducirse aquellos individuos que son más fuertes o tienen ciertas propiedades atractivas para el sexo contrario; estas propiedades son, entre otras, los colores y forma de las plumas y de otros apéndices que adornan a los animales; el canto o el simple ruido, cualidades que facilita la reproducción de los que las poseen, los cuales las trasmiten a sus descendientes. En resumen, la concurrencia vital, dando origen a la selección natural y a la sexual, ha producido la infinita variedad de seres orgánicos que han poblado y pueblan la tierra desde que apareció en ella la primera manifestación de la vida.

Como no es mi objeto escribir la historia de las ciencias naturales, ni aun de aquellas que se comprenden generalmente bajo el nombre de biología, no haré más que indicar, que antes que Darwin, otro naturalista inglés, Wallace, inspirándose también en las ideas de Malthus, concibió y publicó una teoría muy análoga a la de Darwin, quien por ser ya antes conocido y por las condiciones que le adornan como escritor, ha oscurecido a su émulo, de quien apenas hacen mención los escritores trasformistas.

Las objeciones que suscitan estas hipótesis son tantas, que sería necesario larguísimo espacio para desenvolverlas: la lucha por la existencia en el género humano tal como Malthus la supone, no es un hecho evidente por sí, ni demostrado por la experiencia; al contrario, todo indica que existe un equilibrio natural entre las subsistencias y la población, que no se establece por la lucha, sino por las relaciones que existen entre la naturaleza en general y la especie humana que es su fin, pues la religión y la ciencia afirman de consuno que el universo ha sido creado en contemplación del hombre y para el hombre. La destrucción o la muerte de los individuos humanos, en los diferentes períodos de su desarrollo, depende, no de la abundancia o escasez de la subsistencia, lo cual es un mero accidente, sino de la esencia misma de la vida que envuelve y presupone la muerte, y ésta ocurre y no puede menos de ocurrir en los individuos que viven y están sometidos a las leyes generales de la naturaleza por lo accidental que es propio de esta esfera de la idea. Puede afirmarse que no existe caso alguno de lo que se suele llamar muerte natural, pues siempre que ésta ocurre, lo que pasa es que el organismo, o más propiamente la vida, deja de someter a su acción y de apropiarse el mundo inorgánico; y las leyes inferiores de éste, mecánicas, físicas y químicas, obran sobre el individuo y lo destruyen, o por mejor decir, lo disuelven; como estas fuerzas inorgánicas no son exteriores al ser vivo, sino que obran constantemente en él, aunque bajo la acción directiva de la fuerza vital que se las asimila trasformándolas, basta cualquier accidente para que recobren su primitivo carácter en el individuo y la vida se destruya. La vida es eterna en la naturaleza, mas para serlo, tiene que ser transitoria y fugaz en cada ser vivo, supuesto que la vida consiste en la organización y desorganización de la materia, términos opuestos y necesarios, pues si solo existiera [229] el primero, la vida sería imposible, más digo, no podría ni aun concebirse, porque llegaría un punto en que toda la materia estuviera organizada sin que la vida pudiese seguir obrando, de donde había de resultar que el organismo existiría sin la vida, lo cual es contradictorio y absurdo.

Por lo demás, si la ley de Malthus fuese cierta, resultaría que en las clases, que, en diferentes períodos de la historia y en diversas naciones, han tenido asegurada por larguísimo tiempo la subsistencia, la vida media sería de ordinario la extrema longevidad, y no sucede así, pues con muy cortas diferencias, las muertes prematuras se dan en proporciones equivalentes en todas las clases sociales, y la vida media difiere muy poco de unas a otras.

Todo lo que se atribuye a la concurrencia vital tiene una explicación tan sencilla como antigua, y mucho más exacta que la famosa teoría de la lucha por la existencia, esta explicación consiste en que la naturaleza, o más concretamente la vida, atiende sólo a la conservación de lo general, o sea a la permanencia de los tipos orgánicos, llámense géneros o especies, y para esto es pródiga en gérmenes, en los cuales se manifiesta llevándolos a distintos grados de desarrollo, siendo la destrucción del mayor número, como queda indicado, condición y resultado de la esencia misma de la vida, pues según ya observó el filósofo de Stagira corruptio unius est generatio alterius.

De aquí que no sea cierto que en la lucha por la existencia triunfen los más fuertes, pues si esto sucede alguna o muchas veces, no es tan constante el hecho que se pueda elevar a la categoría de ley, más exacto es el principio de la adaptación de Lamarck, y no me explico como no lo ponen los modernos transformistas por cima de la lucha por la existencia; en efecto, los seres vivos modifican sus órganos para adaptarse al medio en que se encuentran; el desequilibrio entre este medio y el organismo es lo que produce siempre la muerte, y si hubiera selección natural, ésta debía consistir en que cada individuo trasmitiera a sus descendientes aquellas modificaciones orgánicas que los hacen más aptos para acomodarse al medio ambiente, y no las que les dan ventaja en la lucha con sus semejantes o con los otros seres organizados.

Por lo demás, el ejemplo de la selección obrada por la voluntad del hombre para modificar los tipos orgánicos en determinado sentido, produciendo razas especiales, es poco concluyente, pues vemos que así las plantas como los animales modificados de esta manera, cuando recobran sus condiciones naturales, vuelven a su forma normal, mostrando todos sus caracteres específicos, por más que lo traten de desconocer los transformistas; y no se presentará un solo caso bien comprobado de la formación de una especie por selección artificial, conservada luego lejos de la acción del hombre, el cual, por otra parte, no ha sido poderoso a producir, en la larga serie de los tiempos históricos, verdaderos tipos específicos, sino meras razas que a duras penas se pueden elevar a la categoría de variedades.

Lo que no puede hacer el hombre que tiene sometidas a su poder las fuerzas naturales, supuesto que cuando menos modifica su acción en una escala amplísima, y cuyo límite no es posible alcanzar hoy ni con el pensamiento, ¿como lo ha de verificar la naturaleza siempre idéntica en el ejercicio de sus facultades? La hipótesis transformista es a todas luces insostenible, y a mi ver se funda en la interpretación errónea de las leyes de la vida, que brevemente trataré de exponer en el proceso de este escrito.

Para dar a sus obras cierto aparato científico, aglomera Darwin en todas ellas gran número de observaciones y algunas experiencias; más desconociendo la índole de la inducción, todas sus doctrinas son generalizaciones infundadas y contradichas por otros hechos: ya veremos al final de esta obra, que todas las hipótesis materialistas son resultado de la aplicación incompleta, y por lo tanto, falsa, del razonamiento, que no puede conducir a verdaderos resultados, sino en cuanto le sirven de guía la idea y sus determinaciones.

Antonio María Fabié