Congreso Iberoamericano de Intelectuales, Edwin Elmore a los cubanos (original) (raw)
El proyecto de un Congreso Iberoamericano de Intelectuales
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VI
Cartas inéditas de Edwin Elmore
referentes a la preparación del Congreso
Edwin Elmore a Emilio Roig de Leuchsenring
[Buenos Aires] enero 25 de 1925.
uerido Roig: Me tiene ud. en esta metrópoli, llegando a una de las metas de mi quijotesca andanza. Sólo me ha sido posible escribirle después de mis primeros ajetreos en busca de los hombres de opinión, que aquí encuentro bastante anarquizados aunque bien dispuestos en cuanto a nuestro proyecto. De lo que pude hacer en Lima, ya es inútil que le hable, pues estará ud. informado por Antonio Caso o por Baralt. En resumen, lo único positivo es la constitución pública del comité peruano cuya nómina le he enviado con algunos recortes y otros datos. Aquí he conferenciado largamente con Rojas, Ingenieros, Palacios, Capdevila, Cisneros, Amaya, y algunos más estando en vías de realizar una reunión a mi vuelta de Montevideo y Córdoba; reunión de la cual espero que resulte algo práctico y definido. Durante el viaje obtuve la adhesión de un joven muy bien conceptuado entre los intelectuales argentinos: Raúl A. Orgaz (27 de Abril, 894 –Córdoba) que con [132] Enrique Martínez Paz serán nuestra base de acción en la ciudad serrana. También le expuse el plan a Alfredo Colmo y a Ricardo Levene, pero sin resultado positivo: el primero es muy harmonioso y reservado, el segundo tiene el proyecto –lanzado en el Congreso Científico Panamericano– de un congreso de universitarios, lo que como ud. sabe restringe grandemente la importancia de nuestro plan y deja el campo abierto a las jerarquías universitarias, desgraciadamente no tan respetables como deberían serlo. En cambio, puedo felicitarme de haber encontrado en Valparaíso, de paso para Lima, a un joven catedrático de la universidad de La Plata, Carlos Sánchez Viamonte, que tiene la misma dirección de Amaya (Calle 56 nº 989 – La Plata –Rep. Argentina) y con quien conviene que establezca ud. relación directa, pues será indudablemente el principal gestor del movimiento en Buenos Aires.
He sabido que está por estos trigos Pedro Henríquez Ureña, pero no he podido ubicarlo, lo que, como puede ud. suponer, lamento mucho.
Le envío algunos retratos que tal vez pueda ud. aprovechar.
Sus próximas noticias envíemelas a mi casa en Miraflores [Av. Cantuarias nº 180 Miraflores (Lima-Perú)]. Entre otras cosas desearía saber si se ha publicado mi carta abierta al maestro Varona; le agradeceré me lo averigüe ante Orestes Ferrara, a quien se la mandé para que la publicase en La Reforma Social por ser muy larga para Social; otro ejemplar le mandé al mismo Varona, quien debe tenerlo.
Mueva ud. al grupo de la Habana y organice el Comité, pues muy pronto serán necesarios sus trabajos. Dígame también qué ha habido de Antonio Caso.
Entre otras cosas que confirman la necesidad de nuestra acción para constituir el grupo grande o el estado mayor del pensamiento continental he encontrado últimamente el llamamiento de Romain Rolland quien ha dicho: «Que la América Latina diga “su” palabra: esa será su fuerza.»
En espera de sus buenas nuevas soy siempre su amigo cordial y su hermano de ideas
Edwin Elmore.
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Montevideo, febrero 1º de 1925.
Señor Don Alberto Zum Felde.
Distinguido Señor:
Una vez más iba a dormirme con la tranquilidad feliz de todos los egoístas, pero he aquí que me desvelan las ideas que, a poco de llegar a Montevideo, he sentido la necesidad de comunicarle, hallando en Usted el intérprete, acaso más propicio, de las preocupaciones que agitan mi ánimo desde hace años (desde cuando aprendí a pensar, en realidad) y que son el motivo exclusivo de la quijotesca andanza que me ha traído a esta tierra.
Deponga el gesto de sorpresa y tenga la bondad de atenderme un momento. Hace ya dos años o más (antes de que la Liga de las Naciones acogiese la iniciativa de formar el Comité Internacional de Cooperación Intelectual) que un grupo de escritores iberoamericanos, con don Enrique José Varona a la cabeza, venimos ocupándonos de encontrar el modo de canalizar por cauces firmes y serenos el unánime y rico –y sólo en apariencia disperso y pobre– movimiento de ideas en nuestra América. Seriamente preocupados frente al porvenir de las nuevas generaciones intelectuales; poseídos del más vivo interés por todo lo que se refiere a la necesidad de echar las bases de una articulación harmónica de la mentalidad de nuestros pueblos; y convencidos del imperioso deber en que nos hallamos de cooperar en la solución de los problemas que plantea la organización del pensamiento continental, hemos llegado a la conclusión de que, como primer paso de concentración de las fuerzas espirituales con que hoy cuentan nuestros pueblos, se hace precisa la reunión de un «Congreso Libre Ibero-americano de Intelectuales».
De la índole de la asamblea que intentamos reunir, cuya sede probablemente será La Habana por razones de comunicación, podrá Usted darse cuenta por los papeles que le incluyo. En ésta sólo quiero concretarme a llamar la atención de Usted sobre una serie de hechos y circunstancias que, en mi modesta opinión, deben influir en su ánimo para determinarle a prestamos su concurso [134] en la difícil –y a las veces ingrata– labor que nos hemos impuesto.
Es indispensable que en el Uruguay quede constituido un «Comité Organizador» que, con plena autonomía colabore en el plan que tenemos trazado; y Usted, por la vivacidad de su acción cultural y por razones de consecuencia de sus propias opiniones, es uno de los llamados a formar parte de ese Comité.
En no lejanos días Usted ha censurado el «idealismo ocioso», la «bachillería libresca», el «diletantismo literario» y otros vicios y corruptelas de la intelectualidad iberoamericana, y ha ponderado, en cambio, la urgente necesidad de que surja, frente a ese Ariel «afeminado» –motivo de su crítica concerniente a Rodó– un «Ariel de gesto imperioso, montando y dirigiendo con segura rienda a Calibán, representado en una briosa bestia».
Nunca como hoy, señor Zum Felde, se vieron frente a frente y se miraron de hito en hito Ariel y Calibán; nunca como hoy el afeminado Ariel requirió con más urgencia del coraje echado en él de menos por Usted... Mas ¿dónde están los llamados a infundírselo? ¿levantó usted ya su voz de aliento en esta hora difícil para la idealidad acosada por la vida? ¿buscó Usted la forma práctica de «unir al concepto intelectual la energía positiva que trabaja la materia y la toma obediente a las normas ideales», según su frase?...
Mientras nosotros, los del Sur, nos debatimos en anarquía y desconcierto, en un afán destructivo e iconoclasta que quiere confundirse en vano con la severa virilidad de una crítica serena; Ariel, ese Ariel meridional que el gran maestro uruguayo apenas dejara bosquejado para que las nuevas generaciones le diesen un día resistencia broncínea, empieza a oír voces de aliento... ¡mas éstas son del Norte!
Es, en efecto un crítico de la patria de Whitman –_the preast departs, the devine literatus comes_– el que grita a los intelectuales de la América Latina por intermedio de Alfonso Reyes: «Estamos comprometidos a llevar a cabo una solemne y magnífica empresa. Tenemos el mismo ideal: justificar a América, creando en América una cultura espiritual. Y tenemos el mismo enemigo: [135] el materialismo, el imperialismo, el estéril pragmatismo del mundo moderno.»
La lucha está planteada y Calibán, briosa bestia, desafía la rienda que intenta sojuzgarla. «El arielismo de Rodó –ha dicho Usted– no pasará jamás de las veladas de los Ateneos» ¿por qué? Es en nombre de ese mismo arielismo que se le llama a Usted a trabajar en un terreno más áspero que el de la prensa cotidiana, nuevo ateneo de las opiniones efímeras; en nombre de aquel Rodó juvenil que quería ver reunidos en torno al gran maestro cubano, desde hace veinticinco años, a los escritores de América, que ahora se le llama para la realización de ese ensueño. «Es necesario –ha dicho Romain Rolland– que la América Latina diga su palabra», y Usted bien sabe lo difícil que es articular una palabra... Más aún hoy ésta, la nuestra, la que tarde o temprano tendremos que oponer a la caída Europa no tanto como a la parte oficial y negativa de Yanquilandia.
Demuestre Usted, pues, que el Ariel de Rodó estaba llamado a superarse; mas no mediante una crítica verbal, sino mediante esa fe superior del hombre moderno de que habla Vaz Ferreira; fe que la crítica, lejos de debilitar acentúa y fortifica{1}; concurra Usted a crear el instrumento llamado a concentrar en un haz vigoroso y eficaz las fuerzas espirituales de nuestra América; auxílienos Usted en la empresa de demostrar que no bastaba ensalzar a Ariel y denigrar a Calibán, que no basta criticar la civilización de Norte América, como antes que Rodó lo hiciera Matthew Arnold y como ahora lo hace Waldo Frank, cuyas frases citamos, H. L. Menken, Herbert Croly, Ernest Boyd, Harvey Robinson y cien otros, sino que se hace necesario organizar en serio la defensa de lo que Frank llama «minorías creadoras».
Frank, que habla «como hijo de un país donde el mal moderno es peligrosamente fuerte» sabe que las reservas del arielismo se encuentran latentes y en potencias en los llanos y en las sierras del Sur; y propone –acaso tarde– «crear hoy una unión intelectual de americanos del Norte y del Sur, un prototipo de la unión espiritual en que vivirán mañana, íntegra e individualmente fuertes, [136] todos los pueblos americanos.» Nosotros, en cambio, estamos sintiendo la necesidad de proclamar la independencia espiritual de la América Española, y estamos en la obligación de asumir este deber con todas sus proyecciones y consecuencias ¿y cómo lograrlo si nos obstinamos en conservar nuestro fiero individualismo ibero como carácter irreducible de nuestros esfuerzos?
He observado en estas latitudes una mayor propensión a este vicio de la raza, y, en la perplejidad de espíritu en que me ha sumido el hecho, a nada mejor he atinado que a esto, que no tiene más objeto que pedirle: Señor Zum Felde, haga Usted campaña para sacar de su aislamiento zahareño y de sus actitudes de incomprensiva intolerancia y orgulloso ensimismamiento a nuestros hombres de letras. La tarea inmensa que tenemos por delante o es de todos o no será de ninguno.
Saluda a Usted cordialmente:
Edwin Elmore.
Escriba ud. tan pronto como pueda a los hombres de Buenos Aires y de Montevideo que le he recomendado; por estas latitudes se extrañan comunicaciones del Norte, y después de mi viaje y refiriéndose a él, haría muy buen efecto cartas suyas.– E.
A mí escríbame a Lima. Av. Cantuarias, 180, Miraflores, 180 (Lima-Perú).
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Montevideo, febrero 2 de 1925.
Querido amigo Roig: Habrá ud. esperado en vano la carta detallada que le ofrecí. En estas andanzas es imposible. Bástele, para darse cuenta, a medias, de mis actividades, con los datos que de vez en cuando voy enviándole. Por estas tierras del Plata las cosas, en relación con nuestro proyecto, van bien y mal. Bien, porque existe un verdadero fervor ideológico, propicio a iniciativas como la nuestra; porque hay muchos elementos con los que se puede contar y porque, en buena cuenta aquí se han sentido las necesidades espirituales que nos impulsan a la obra, en forma [137] muy viva. Pero, al mismo tiempo, mal, porque reinan entre los hombres de pensamiento marcadas diferencias de opinión que los mantienen divididos en pequeños grupos difícilmente asociables en una orientación común. Esto principalmente en cuanto a los círculos de Buenos Aires, La Plata y Córdoba, que, como ud. sabe son los centros culturales y universitarios más importantes de la República Argentina. En cuanto a Montevideo, por lo que he podido observar hasta ahora, puedo decirle que espero poder amalgamar más fácilmente con un grupo dirigente cooperador de nuestros esfuerzos, a elementos distanciados por otros conceptos. Desgraciadamente por ahora no se puede contar para la acción con Vaz Ferreira, que sistemáticamente se retrae y aísla (como Rojas en la Argentina, pero sin la actitud asaz conservadora de éste), ni con Zorrilla de San Martín, un poco decaído y de prestigio menos sólido entre sus paisanos. En cambio he encontrado en Alberto Zum Felde un valor positivo y me ha ofrecido su ayuda en la Empresa, puede ud. dirigirse a él poniendo la dirección de la Biblioteca Nacional – Montevideo. Contamos también aquí con el apoyo de un joven poeta bastante interesado en estas cosas, Sabat Ercasty, cuya dirección le daré después; con Carlos Rodríguez Pintos (Juan B. Blanco 12, Pocitos –Montevideo); con Carlos Santin Rossi, Emilio Frugoni, Dardo Regules y algunos más, a quienes aún no he visto pero que me han sido recomendados (me refiero a los últimos tres). Además existe el grupo de la Revista Teseo, pero por ahora, para comunicaciones le recomiendo especialmente a Carlos Benvenuto, aun joven pero de cuyo espíritu puede esperarse mucho, habiendo acogido con entusiasmo y seriedad la iniciativa; y a Alberto Zum Felde, crítico fuerte que también ha interpretado inteligentemente nuestro plan.
Sin tiempo para más ahora, le abraza cordialmente su amigo
Edwin Elmore.
Carlos Sabat Ercasty – Timbó, 932 – Montevideo.
Carlos Benvenuto – Plaza Artigas 1857 – Montevideo. [138]
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Buenos Aires, febrero 11 de 1925.
Querido Roig:
Por motivos que Ud. fácilmente habrá comprendido, he ido retardando la carta informativa que le ofrecí desde que salí de Lima. Ahora, de vuelta de Montevideo, me tiene Ud. de nuevo en pleno centro de esta urbe trepidante, donde, a poco de estar, a un provinciano como yo le provoca huir y no parar sino en llegando a su tranquila y escondida aldea, donde, al menos, se goza de las frescas brisas del Pacífico bajo pinos familiares.
Ahí quedó esta carta hace tres días: tal es el tráfago en que estoy metido. ¿Cómo ordenar los tópicos de que tengo que hablarle dentro de la amplitud de nuestro tema? Quisiera ser absolutamente franco con Ud. al exponerle mis impresiones, pero al mismo tiempo desearía evitar que mi franqueza, que pudiera resultar cruda, le indujera en error acerca del optimismo que, aunque reducido, aun me alienta.
Como resumen de mis observaciones en esta metrópoli cosmopolita le diré esto: Buenos Aires no es nuestra. Tenemos, pues, que conquistarla. Me explicaré para evitar un mal entendimiento: el Buenos Aires de la cultura moderna, de los ideales modernos y de las aspiraciones más sanas de los pueblos –que es el Buenos Aires nuestro– no pesa ni vale en la ciudad. Es un músculo, vigoroso sí, pero sin ligamen a las coyunturas que pudieran ofrecerle acción sobre el miembro. El dinamismo actual, activo y eficiente de Buenos Aires está concentrado en la industria y el comercio, en su mayor parte extranjeros o semi extranjeros, y por lo tanto ajenos a las palpitaciones de nuestro gran ideal, voluntariamente ignorantes de nuestras aspiraciones y proyectos, y hasta hostiles a los mismos. Esto carecería de importancia si por el lado de los nuestros no reinase un desconcierto difícil de compaginar con el nivel alcanzado por el mundo cultural del Plata. Por eso me inclino a pensar que el estado actual de crisis, perplejidad o inhibición, de las fuerzas morales e intelectuales –fenómenos, por otro lado, general de la época– está aquí llamado a pasar dentro de un plazo más o menos corto. Mientras tanto, no está [139] de más conocer y reconocer el hecho. No se trata ya de la miopía o el egoísmo mal entendido de algunos representativos de la inteligencia argentina para con todo lo que atañe a los grandes intereses y destinos de nuestra cultura en el Continente; se trata de la situación de incapacidad para la obra en que se encuentran los escasos elementos de valor con que, en estas zonas cuenta nuestra conciencia en formación.
Sobre esto conviene que le detalle Ud. un tanto mis impresiones. Establecido el hecho de que entre los factores actuales que rigen la vida social y política argentina no figura sino en un plano muy inferior el que nos es propicio, eso que Uds. en La Habana llaman «grupo minorista»; veamos cómo está formado y cómo tiende a desenvolverse aquí ese factor. Ya le he mencionado el estado de desconcierto que predomina entre los elementos cultos y avanzados. Tendré que decirle ahora –y no lo hago sin meditarlo un poco– que además de ese desconcierto, mal que sería fácil superar mediante un esfuerzo de ordenación, existe (como en el Uruguay de cuyo ambiente le hablaré después) un fuerte individualismo y, lo que es más grave, una tendencia malsana a la insociabilidad, a la anarquía, en el campo intelectual y literario, constituyendo esto, que he llamado incapacidad para la asociación y coordinación de esfuerzos, el obstáculo más serio con que tropieza nuestra iniciativa.
Si Buenos Aires da la impresión de una ciudad fuerte, mucho me temo que sea la «factoría gobernada desde un hotel» de que ya hablaba el gran publicista argentino José Manuel Estrada. Desde aquí veo cómo se prepara el corso carnavalesco –circensis– en la Avenida de Mayo, que servirá para distender un tanto los nervios de las turbas que bregan día y noche por el pan. ¿Dónde están las manifestaciones de quienes bregan por lo otro, es decir, por el espíritu? En esta ciudad fuerte, que todos vemos enclavada en el Sud Atlántico como avizor atalaya de la nueva raza y de la nueva cultura que se están formando, la inteligencia se halla dispersa y anarquizada. Me atrevería a afirmar que no existen en esta urbe otros vínculos que los de los intereses creados. Hablar de una solidaridad fundada en principios de una [140] nueva moralidad que está por instaurarse o en las aspiraciones más o menos vagas de nuestros pueblos hacia un porvenir más justo y más bello, resulta ingenuo. En el campo de las ideas, allí donde se plantean los problemas humanos y las aspiraciones superiores se discuten, parece no existir el sentimiento de solidaridad que brotaría si hubiésemos alcanzado ya ese estado superior de conciencia que nos daría la convicción de nuestro único destino. No se reconoce la unidad moral, la unidad espiritual, capaz de realizar entre nosotros el pluribus unum del lema norteamericano. Por eso no se acepta una norma de tolerancia previa que viniese a evitar prematuras discordias. Ni entre individuos, ni entre grupos, ni entre clases tiene aquí prestigio la actitud tolerante; y sin tolerarnos primero ¿cómo hemos de cooperar? ¿cómo podremos marchar hacia la unión anhelada? Se vive, pues, en una dispersión y una anarquía estériles. En mis discusiones he hablado de pilas aisladas que ninguna eficacia tienen si no se acierta a unirlas en batería. Pero tal es la repugnancia que se manifiesta a la idea de una unión a todo trance, que he llegado a pensar que tal vez aun no ha llegado el momento de formar ese «primer coágulo cósmico» de que me ha hablado Zorrilla de San Martín en reciente visita. Tal vez sea aun necesario –como piensan muchos argentinos– que suframos un poco más cada uno por su cuenta, curándose cada cual de sus llagas y sus enfermedades. Mas yo no creo esto, yo creo que existe una obligada gradación que nos impone la necesidad de tolerarnos primero y solidarizarnos luego, para llegar a ponernos en condiciones de conferir a todos nuestros actos –y hasta en nuestras costumbres, nuestras leyes y nuestras instituciones– esa primacía de los valores morales e intelectuales a que aspiramos, como base indispensable para la creación de una civilización netamente iberoamericana que venga a rectificar los tremendos errores de la europea, buena parte de los cuales ya tenemos injertados.
En esta situación, y circunscribiéndonos al ambiente argentino o mejor dicho bonaerense, no me ha sido dado observar sino una señal de solidaridad, y ésta con excepciones y limitaciones: la de la llamada «nueva generación», que se inicia en la polémica de la [141] ideología argentina declarando la quiebra de las generaciones anteriores a ella y posteriores a la de 1837 o sea la de Echeverría, el gran precursor, y sus amigos de la «Asociación de la Nueva Generación». La juventud que aquí cuenta de los veinte a los treinta años o algo más no quiere ver nada con sus antecesores, cuyo prestigio repudia. Julio V. González (compañero en ideales de Carlos Sánchez Viamonte, con quien ya le he contado que me encontré en Valparaíso en misión idéntica a la mía, y de Sanguinetti, otro de los «nuevos») ha escrito últimamente: «Circunscribiéndome a lo nuestro –y sin que ello signifique negar las proyecciones al ambiente exterior– puede afirmarse que al asomar el hombre nuevo, no había en el ámbito nacional ningún pensamiento en marcha (esto yo lo he dicho hace años, respecto al Perú, en mi ensayo sobre El esfuerzo civilizador y lo tengo confirmado en El nuevo Ayacucho) o, en el mejor de los casos, con vida lo suficientemente poderosa como para atraer hacia él y dar contenido a la existencia, y a la obra de una generación.» Yo estoy de acuerdo con esto, pero no con el procedimiento adoptado, al parecer, por los nuevos, como consecuencia del mismo. Pues si bien González afirma que «la idea de orfandad y desorientación acerca del pasado que viene formando la sensibilidad de la nueva generación argentina, no implica desconocer la continuidad histórica, aunque esto a primera vista parezca paradojal», no puede negarse que la actitud asumida por los jóvenes es la de un rompimiento no sólo radical, sino violento e irreconciliable, si he de atenerme a las declaraciones de muchos de ellos. Y con esto ya no puedo estar de acuerdo, pues se me hace difícil admitir que las nuevas generaciones argentinas traigan en su seno elementos de pensamiento y acción suficientemente fuertes como para reemplazar valores tan incuestionables como el de Ingenieros, por ejemplo, a la izquierda, y el de Ricardo Rojas, a la derecha. Yo les he repetido esto muchas veces, pero estos jóvenes del Plata no quieren darse cuenta de que, como los ñandúes de sus landas, sus nacionalidades tienen el cuerpo muy grande y la cabeza muy chica. Las nuevas generaciones cometerían, en mi concepto, un gravísimo error, si se inician en la acción con un gesto de [142] incomprensividad e intolerancia que cercenaría a su cuerpo miembros de no escaso poder. También les he repetido esto a los jóvenes argentinos, y a los uruguayos que participan de este separatismo espiritual que no se funda sino en un error de apreciación, como se lo explicaré después. Y me afirma en esta convicción una opinión del famoso político y publicista colombiano doctor Núñez, que en estos días he leído y que define muy bien un pensamiento que frecuentemente he abrigado: «Nuestra población –decía Núñez– no excede de tres millones de habitantes, poco civilizados en su gran parte. Si la fracción social llamada por sus aptitudes a las funciones gubernamentales se divide y se subdivide, consagrándose a debilitarse a sí misma no podremos nunca hacer nada importante como legatarios de la dominación peninsular, mostrándonos superiores.» Y esto es lo que ahora pasa, creo que no sólo en la República Argentina sino en todos nuestros pueblos. Lejos de asociarse en una obra común de cultura y de defensa de los principios y doctrinas superiores de la vida las élites intelectuales se disuelven atomizando sus esfuerzos por culpa de insignificantes y prematuras divergencias, como los conejos de la fábula. Así, mientras el laborioso y admirable García Monge reúne en las páginas de su Repertorio Americano las voces dispersas, demostrando que, en el fondo y en lo principal, no existen discrepancias dignas de dividirnos; cuando se intenta crear, a la manera del Norte, un organismo con más vitalidad y eficacia, se hace imposible reunir las vértebras aisladas. Así, además de las tendencias iconoclásticas de las nuevas generaciones (cosa que resta toda eficacia constructiva a los esfuerzos anteriores y desmoraliza a los actuales restándoles fe en los suyos propios) tenemos la discordia y la insociabilidad entre los consagrados no atribuible a causas dignas, aunque tal se pretenda, sino a razones personales no muy confesables.
Es indudable que en estas condiciones, la labor restauradora de la acción cultural sólo pueden efectuarla los jóvenes, puesto que los mayores se declaran incapacitados para emprender una obra cuya base es la concordia y la unidad de miras (me lo han confesado los más destacados dentro de las diversas tendencias y [143] cada uno a su manera: Ingenieros, Rojas y Lugones); pero también es indudable que si los jóvenes queremos hacer algo nuevo y distinto, si nosotros somos los llamados a «ver y apresurar el final derrumbe de esta fábrica de iniquidad donde han vegetado los parias para que se pavoneen los audaces» como me dice don Enrique José Varona en su contestación a mi carta abierta; debemos empezar por rechazar la herencia de discordia, mala fe, mala voluntad, intolerancia e incomprensión que han esterilizado la obra de los otros.
En otra carta –pues ya ésta es demasiado larga– le explicaré cómo las grandes ciudades como Buenos Aires y tan movidas como Montevideo y La Habana (y podría agregar Lima) los reducidos círculos culturales quedan eclipsados por el tráfago mercantil e industrial y sujetos al flujo y reflujo de los intereses y los apetitos en pugna; y cómo, si sobre las menudas discrepancias no se establece una vinculación superior que permita a las clases intelectuales oponer un frente único contra la ineptitud venal y acomodaticia de los burócratas, el servilismo y el espíritu de lucro de los periódicos y la estupidez y la rapacidad de los políticos ajenos a todo el ideal superior, muy pronto quedará establecido en todas nuestras llamadas «democracias» el predominio de los mediocres, es decir que lejos de acercarnos a la anhelada magistratura de la Inteligencia nos encaminamos hacia el reinado de la Ineptitud, y no así como así, sino de esa ineptitud audaz y cínica, producto de nuestros pueblos semibárbaros, tanto más encanallada y vil cuanto más consciente de su miseria es. Así, pues, a los intelectuales individualistas y zahareños, como dicen que es Vaz Ferreira y como se volvió nuestro González Prada, habría que gritarles: o tolerancia y cordialidad en la obra común o dispersión, esterilidad y aniquilamiento.
Le estrecha, con el afecto de siempre, la mano
Edwin Elmore.
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Buenos Aires, febrero 19 de 1925.
Señor Don Emilio Roig. La Habana.
Querido amigo:
Seguro de no poder terminar hoy esta carta, me obligo, sin embargo a empezarla, pues la anterior requiere un complemento por su deshilvanada incoherencia. Mas ¿cómo escribirle desde esta Babel sin reflejar en mis palabras su confusión y su abigarramiento de bazar? De hoy temprano –ahora anochece– conservo la impresión de la calle Florida: reclames de todas clases, músicas y pregones, charlatanes, diarios y revistas llenos de anuncios, vitrinas atestadas de trapos y baratijas de carnaval, viandantes con cara de comisionistas, comisionistas con aspecto de «niños bien», damas con aspecto de mujerzuelas, mujerzuelas con apariencia de damas... Menos mal que no se puede decir como Góngora en el soneto inolvidable: «calles sucias, lodo eterno»... porque hay una limpieza ejemplar en todo.
Y sin embargo, no es éste el Buenos Aires soñado por el pobre provinciano de la Magna Patria... Se me antoja que existe un contraste grande, fundamental, entre lo que veo y lo que hubiese deseado ver. Este tumulto, este entusiasmo, o mejor, delirio mercantil, lo hubiera mirado hasta con placer en cualquier ciudad progresista de los Balkanes; ahí me hubieran dejado indiferente los signos visibles de este pujante cosmopolitismo invasor, pero aquí me inquietan, me desagradan. Me inquietarían y desagradarían menos, si al frente o siquiera al lado de esta agitación urbana de carácter y de índole que Julien Benda llamaría belfegorista (Belfegor es el demonio representativo de los enemigos del alma) apareciese la enseña de nuestra causa. Es verdad que –como los cristianos de las catacumbas–existen por ahí escondidos, azorados y atónitos unos hombres raros que rinden esotérico culto a ciertos idolillos que denominan «valores morales» y «valores intelectuales» y hasta existen pequeñas sectas de devotos y creyentes con sus respectivos diáconos y obispos, y no faltan los catecúmenos del nuevo y misterioso credo... pero arriba, [145] amigo Roig, ante la luz del sol, en las esferas del poder en todas sus formas ¡cómo «se pavonean los audaces» (para emplear los términos del gran Varona), con qué sonriente voluptuosidad de dominio se niegan a oír y a ver, con qué magnífico cinismo preguntan «¿qué cosa es la Verdad?» los escribas eternos y los eternos publicanos!
Sí, querido Roig, no hay proporción entre la multiforme y febril actividad material de esta urbe y su laboriosidad espiritual. En vano –ahora me convenzo de ello– han querido hablar los publicistas argentinos de un paralelismo y sincronismo entre el desarrollo industrial y económico de la gran República y la formación moral, la educación estética y la articulación mental del pueblo argentino. No, amigo; Baal, como buen crack está a la punta, y está batiendo records. ¿Qué podrán en una nueva Cartago que bajo la Cruz del Sur se empeñe en emular los prodigios de la Tiro del Norte, los indefensos diáconos, obispos y catecúmenos del nuevo credo o de la nueva utopía? Megaterios del periodismo continental, se ha llamado a los grandes rotativos argentinos, y hasta se atribuye a un gran crítico –creo que Groussac– la ocurrencia de decir que son dreadnoughts manejados por grumetes... Tal es el descontento que entre los hombres de fina sensibilidad y claro intelecto suscita el modo como llenan sus funciones rectoras de la opinión y de las modas y costumbres los grandes diarios. Son ellos los grandes martillos que día a día, y hasta hora a hora, majan este hierro candente que es la masa humana bonaerense. Y he aquí que los herreros invisibles que manejan el fuelle de la fragua parecen no querer que el hierro que forjan sea duro y resistente sino quebradizo, dúctil y maleable...
Pero hace rato que estoy hablándole con metáforas; y lo que es peor, no le aclaro los puntos que dejé suspensos en mi anterior. Ud. disculpará este desorden en gracia a la premura con que intento coordinar mis pensamientos.
Le prometí insistir sobre dos tópicos interesantes: primero (y lo pongo así para no pasarme a la otra banda del Plata) sobre el grave error que en mi concepto, cometen las generaciones nuevas [146] al rechazar algunos valores de las otras; y, segundo, sobre el hecho de participar los uruguayos de este error.
Ahora que he dejado bosquejado –aunque muy a la ligera y mediante figuras un tanto anfibológicas–ese fenómeno de eclipse o inhibición de los factores de la inteligencia crítica y constructiva frente al auge y la preponderancia automática y omnímoda de los valores materiales; puedo exponerle menos confusamente mis observaciones en las catacumbas –casi diría ergástulas– donde murmuran y gimen los otros. No particularizaré por ahora, pues obispos y catecúmenos andan mezclados y puedo cometer errores contra las nacientes jerarquías... y quiero respetarlas, en lo posible, para no incurrir en lo propio que censuro.
El error de apreciación en que incurren, a mi juicio, las generaciones nuevas respecto a las anteriores, puede explicarse de este modo, por lo demás cosa frecuente: los hombres, los jóvenes, que asumen en determinado momento histórico, la alta responsabilidad del pensamiento juzgan a quienes ejercieron esa función, en sus actitudes y en sus obras, haciendo uso de un caudal de datos y elementos de comprensión y de análisis de que los otros no dispusieron. Retrospectivamente es fácil conocer los errores y dictaminar el procedimiento que los hubiese evitado; pero acusa falta de ponderación o penetración en el criterio el hecho de inculpar a alguien que carecía de los datos necesarios, la mala resolución de un problema, por cuanto otra persona lo ha resuelto bien (y habría que demostrarlo) después de una previa e indispensable reducción de términos semejantes y la consiguiente eliminación de incógnitas. Voy a referirme al vocero acaso más autorizado de esta actitud: Julio V. González. En un artículo titulado «La nueva generación argentina en la perspectiva histórica», González dice (y a éste se le puede citar sin cuidado pues ya no es catecúmeno pero todavía no es obispo...): «Los hombres que han vivido una época tienen la obligación de entregar un legado a los que llegan a sustituirlos, y cuando este hecho no se realiza quiere decir que se ha producido un divorcio entre éstos y aquéllos, simultáneamente con el nacimiento de una nueva generación que va a analizar, juzgar y reanudar la marcha con [147] nuevo rumbo mediante el aporte de elementos propios y energías nuevas.» «Se desvirtúa así –continúa González– la aparente paradoja que anotaba, haciendo las siguientes relaciones. La nueva generación niega totalmente el pasado histórico, porque no lo encuentra buscándolo a través de la generación precedente. Pero comprendiendo que no puede escapar a la ley que le impone reconocer su filiación histórica, se desvincula de la predecesora, para interpretar por su cuenta el pasado y buscar en él las raíces recónditas de ideología propia. Se coloca con esto –sigue González– en una situación de la más absoluta libertad; libertad para juzgar, porque en principio no reconoce nada; para orientarse, porque no acepta ideas hechas. Abre, en último análisis, una amplísima perspectiva histórica –por encima del estrecho horizonte que se dio la generación anterior– y al hacerlo responde a la continuidad histórica y la consagra.»
No he de ocultar que, en lo sustancial, estoy de acuerdo con las intenciones críticas y con la actitud de severo examen y de esfuerzo de renovación que implican las citadas frases; mas es preciso hacer distinciones y reparos de importancia; pues en mi concepto, el modo preconizado por González para restablecer la continuidad histórica, remontándose hasta la generación de 1837, y haciendo –aunque explícitamente no lo dice– tabla rasa de los valores intermedios, no me parece acertado. Hasta podría aceptarse que teóricamente es el mejor modo de cortar definitivamente las desviaciones que tanto daño nos han causado, viniendo a dejarnos en el estado actual de orfandad cultural y de perplejidad, atonía y anarquía ante los hechos que nos envuelven y arrastran sin que acertemos a oponerles un alto designio orientador y un programa de acción eficaz e inmediata; pero esta teoría se me antoja demasiado pura. Si se tratase solamente de formular un juicio crítico acerca de los aportes culturales y de civilización de los hombres que nos han precedido, yo sería el primer partidario de la severidad sin miramientos y sin ambages, y ya he iniciado –en un medio poco adecuado a ella– una censura que se ha calificado de apasionada. Pero nuestro propósito –es preciso no olvidarlo ni un instante– es constructivo y hay que evitar caer en el [148] sofisma de los pesimistas y de los escépticos –que en el fondo no creen en la eficacia de las renovaciones– que consiste en afirmar que para edificar es necesario destruir. En el fondo esto no significa sino entrar por el camino de las menores resistencias, porque se esquiva la difícil y poco airosa labor de estudiar un sistema de andamiaje y de apuntalamientos y en esta clase de trabajos los «arquitectos» no se lucen... Mi padre, que fue un ingeniero ejemplar en esto de sacrificar las apariencias a la solidez de la obra, solía hacer doctrina de honradez profesional en ese sentido. No caigamos en lo mismo que censuramos. Una de las causas de la esterilidad de las generaciones que nos han precedido ha sido su preocupación constante en cuanto a la opinión de los coetáneos. No cabe duda que el sufragio de la opinión más codiciado hoy por los hombres inteligentes es el de los sectores avanzados; y hay quienes lo sacrifican todo, hasta la eficacia positiva de su esfuerzo, al prurito de ser tenidos por «reformadores de vanguardia». Es preciso tener la honestidad de negarse este impuro goce. La mayor grandeza y la mayor tragedia del espíritu heroico consiste en tener que soportar, en nombre de la pureza de su ideal, que se le tenga por opositor a él.
No creo equivocarme al pensar que, en cuanto se refiere al concepto de las generaciones y su misión histórica, Julio V. González se inspira en las ideas tan magníficamente expuestas por José Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo. Pues bien, con esas mismas ideas, interpretadas en todos sus alcances lógicos, se puede y se debe sustentar la teoría de la cooperación de las generaciones, poniendo especial empeño en establecer vínculos de continuidad –por sutiles que sean– entre los gestores de las diversas etapas del proceso cultural. Esto, por cierto, sin llegar nunca al artificio; pues si por algo objetamos el método de las rupturas más o menos violentas es porque vemos que hay mucho de artificial en éstas. Esto de destruir valores y derribar ídolos es de las cosas más serias que con menos seriedad hacen los jóvenes. En su afán de ser severos para con los demás, los jóvenes olvidamos ser severos para con nosotros mismos. Por eso he solido citar yo la advertencia de Rodó ¡otro de los valores declarados [149] inútiles por los exigentes de última hora!: «La juventud que vivís es una fuerza de cuya aplicación sois los obreros y un tesoro de cuya inversión sois responsables», decía el Maestro. Olvidando la responsabilidad propia, las «nuevas generaciones», llamándose innovadoras, han solido vivir con la cara vuelta hacia el pasado, dedicando la mayor parte de sus energías a la crítica destructora, sin innovar ni sustituir nada, y mucho menos crear cosa nueva, realmente nueva, alguna; ni siquiera la actitud, porque si vamos a ver cómo se iniciaron en la vida las generaciones combatidas encontramos las mismas actitudes de rebeldía inconciliable, la misma ingenua pretensión de querer sacárselo todo de las entrañas como las arañas.
Si bien es cierto que, como afirma Ortega, vivimos una «época de filosofía beligerante» en la que «se siente el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raíz», también es evidente, y el mismo Ortega lo dice en las apretadas líneas de su ensayo, que el pasado que se aspira a destruir ha de serlo mediante una «radical superación» –escúchese bien _superación_–. La superación no puede ni debe confundirse con la negación. Antes bien, puede afirmarse que las fuerzas que se dedican a la negación son fuerzas que se restan al impulso superador, que es eminentemente positivo, es decir, creador no destructor. La destrucción viene a ser una consecuencia adicional y secundaria del esfuerzo creador, no su finalidad. Y no cabe duda que más prejuicios y falsos valores y viciadas instituciones y costumbres destruye el que crea nuevos principios y nuevas normas positivas de vida, nuevos núcleos de concentración de energía orientados hacia un ideal constructivo, que quien gasta sus energías en la pasión destructora. A aquél le inspira el amor por algo bueno y bello; a éste, el odio por algo feo y malo; y desgraciadamente –tal es la naturaleza humana– no siempre el odio a lo malo y a lo feo implica amor por lo bello y lo bueno (que no suele ser fácil de concebir) sino más bien la venganza de la impotencia para usufructuar de ello.
Hay que ser, sí, de esa escasa minoría de corazones de vanguardia, de almas alerta que vislumbran a lo lejos zonas de piel [150] aún intactas», según la frase de Ortega; mas hay que concentrar los esfuerzos en la visión de esas zonas, en abrir senderos hacia ellas; no empecinarse en una terapéutica o cirugía cruel y peligrosa, sino dar preferencia a una profilaxia previsora. En las diversas épocas en que puede dividirse el proceso general de la cultura –que no puede interrumpirse del todo sin quedar aniquilado, pues nunca cesa en sus efectos invisibles lo que místicamente llama Carlyle «la Comunión de los Santos»– existe, como observa Ortega, «bajo la más violenta contraposición de los pro y los anti, una común filigrana.» Esa escisión, pues, de que Ortega habla, que divide a la «colectividad intelectual» es más aparente que sustancial; se puede, por lo tanto intentar lo que con tan admirables resultados practican los anglosajones, lo que he llamado la cooperación en la polémica. Esta cooperación en la polémica puede realizarse, no sólo dentro de una misma generación, sino entre elementos de distintas generaciones. Fundado en esta convicción es que yo sostengo la necesidad de que nuestras juventudes nuevas llamen al puerto de salvación a los náufragos más o menos maltrechos que las últimas borrascas arrojaron a las playas. No se trata de brindar nuevo acomodo a los fracasados del feroz, aunque hipócrita individualismo del 800; se trata de sumar a las fuerzas vivas de la nueva época las fuerzas sobrevivientes de la anterior. Sería clamorosamente injusto, en mi sentir, que se privase de las actuales oportunidades de la nueva «beligerancia constructiva» a los viejos luchadores de ayer; a esos precursores nuestros, más o menos inteligentes o tenaces; a esos tired radicals como los llama el notable y malogrado ensayista norteamericano Walter Weyl.
Y va de carta, amigo Roig! Seguiré en la próxima.
Edwin Elmore
P. S. Hemos tenido una segunda reunión preliminar en casa de Palacios, sobre la que le hablaré después. Vale. [151]
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Buenos Aires, febrero 22 de 1925.
Querido Amaya:
Cumplo con enviarle la copia de los «puntos de vista» aprobados en la reunión de ayer. Por no producir discusiones inútiles no insistí ayer mayormente acerca de algunos aspectos de nuestro proyecto; pero como probablemente no asistiré a la próxima reunión del comité que quedó constituido, quiero dejar constancia ante Ud. de las condiciones que considero indispensables para la realización de un Congreso tal y como lo habíamos planeado en Lima, pues como le he repetido a Ud. y a todas las personas con quien me he puesto al habla en mis viajes, ni yo ni mis compañeros de Lima, La Habana y México somos partidarios de la organización de un congreso más que venga a caer bajo la égida, los auspicios y el amparo de un oficialismo cualquiera que él sea, no a constituir aporte de fuerzas más o menos inconscientes e irresponsables a parcialidad u orientación particular alguna.
Por deber de lealtad para con quienes me han acompañado en las gestiones que vengo realizando desde hace más de dos años y por el deseo que tengo de proceder con la mayor circunspección posible, exigiendo otro tanto de quienes cooperan conmigo, juzgo necesario y oportuno, pues, insistir sobre los siguientes puntos:
1.– Por ningún motivo debe consentirse la enajenación o la limitación de la libertad de orientaciones y procedimientos del Congreso.
2.– Es indispensable mantener a todo trance el carácter no oficial del mismo, es decir, que debe evitarse toda vinculación con las autoridades constituidas.
3.– Desde el principio, es decir, desde el primer documento que produzca la comisión en su carácter de tal, deben quedar claramente expresados los requisitos anteriores además del reconocimiento o declaración explícita del hecho de no tratarse de un movimiento aislado sino del esfuerzo de concentración de la serte importantísima de movimientos que se han producido en el Continente.
Por conducto de Ud. someto lo anterior a la consideración del Comité provisional. [152]
Además pido yo a la Comisión que incorpore en el programa los tópicos siguientes:
En problemas políticos: 1.– Mantenimiento y desarrollo práctico de la doctrina Drago.
2.– «Aut lawry of war».
3.– Proclamación de la doctrina Saenz Peña.
4.– Creación de una Corte de Justicia Internacional, en sustitución de la que ha disuelto en Centro América Mr. Hughes.
En problemas de cultura: Insisto en mantener el punto d del programa elaborado en Lima y que no se salva en el proyecto aprobado ayer.
En este documento se habla de un Comité Intelectual de la Juventud Iberoamericana y se insiste en la vinculación de los jóvenes. En el plan de Lima y La Habana se proyecta la Creación de una oficina de concentración de estudios políticos, económicos, sociales e internacionales.
Creo que es inútil e inconveniente limitar la edad de los intelectuales que deben colaborar en nuestra acción constructiva, por eso insisto en mantener la fórmula que dejo transcrita. Considero este punto de capital importancia en el movimiento.
Tampoco se salva en el programa aprobado ayer uno de los puntos de mayores proyecciones prácticas del programa que traje de Lima y pido igualmente a la Comisión que lo incorpore: en el punto cinco del plan (que se aprobó por unanimidad en la reunión celebrada en el Hotel Bolívar de Lima el 30 de diciembre del año último, a la que concurrieron Argentinos, Uruguayos, Mejicanos, Paraguayos y Cubanos, además de los peruanos y que por lo tanto tiene un valor excepcional que debe tenerse en cuenta).
El punto cinco dice: Organización de una defensa de la cultura y de las clases intelectuales. Juzgo que, aunque en el programa ya aprobado existen muchos tópicos convergentes a esta finalidad, no estaría de más que el propósito quedase expresado de un modo concreto.
En cuanto a la parte del programa relativa a Problemas económicos creo indispensable incluir los siguientes puntos:
1.– Repudiar toda política financiera que limite la soberanía [153] nacional o comprometa para el futuro la independencia de los pueblos;
2.– Exclusión de los monopolios industriales y principios de compensación en las concesiones;
3.– Vigilancia especial en lo que atañe al petróleo, carbón y hierro.
Es de Ud. cordial compañero y amigo
Edwin Elmore
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Puntos de vista a los que deberá ceñirse
el Comité organizador para elaborar el programa definitivo
Problemas políticos
Repudio del régimen de las dictaduras militares implantado en algunos países de Ibero América.
Actitud de los intelectuales de Ibero América que aplauden o propician el régimen de las dictaduras militares.
Influencia del imperialismo yankee sobre la cultura y la política iberoamericana.
Crítica de la aplicación de doctrina de Monroe a los problemas internacionales de América.
Crítica del Panamericanismo. Necesidad de afirmar frente a éste el concepto de Iberoamericanismo.
Política armamentista de los gobiernos de América del Sur. El militarismo: su ineficacia frente a la absorción angloamericana, elemento de disolución interna y exterior en las repúblicas latinoamericanas.
Revisión general del concepto clásico y tradicional de Democracia.
Problemas universitarios
Generalización del movimiento reformista en todas las Universidades de Iberoamérica, en su triple aspecto político, pedagógico y social: [154]
Político: Participación de los estudiantes en el gobierno universitario.
Pedagógico: Reforma de los métodos y del contenido tradicionales de la enseñanza universitaria. Substitución en los estudios de la vieja orientación materialista y positivista por una amplia orientación humanista y filosófica, sobre la cual fundamentará la América del porvenir la Nueva Cultura Idealista.
Social: Afirmación del principio de la doble función técnica y social de la Universidad, considerada como órgano de difusión de la cultura en el ámbito del pueblo.
Elaboración de un Código que contendrá los principios cardinales de la reforma Universitaria y su estructura interna, y cuya aplicación será propiciada en todas las Universidades de Ibero América.
Creación a estos efectos de un órgano superior permanente que representará a todos los estudiantes de Ibero América y que será la Federación Universitaria Iberoamericana.
Afirmación del principio de la agremiación estudiantil; medios para llevarlo a la práctica en toda Ibero América.
Problemas culturales
Afirmación de la idea general de que el problema a que están avocadas las nuevas generaciones americanas, es ante todo un problema de cultura.
Las juventudes de América deben propiciar el advenimiento de una nueva cultura sana y optimista, inspirada en los descubrimientos más recientes del pensamiento contemporáneo, frente a la cultura materialista ante la inminente disolución de la cultura europea.
Reacción contra las corrientes de pesimismo intelectual surgidas en algunos grandes centros europeos.
Afirmación y mantenimiento del principio y del sentimiento de la nacionalidad y de la raza, en el sentido cultural y elevado de la palabra, como única manera eficaz y concreta de que los países iberoamericanos lleguen a constituir una personalidad vigorosa y [155] sui generis capaz de resistir a la absorción, a la disolución de culturas viejas o de civilizaciones contrarias a nuestros espíritus.
Creación de un órgano intelectual, que podrá llamarse Comité Intelectual de la Juventud Iberoamericana, que vinculará a los jóvenes intelectuales de todos esos países, intercambiando y estimulando especialmente las obras de carácter filosófico, político, económico literario y artístico que importen una contribución al punto de vista de la Cultura Americana. Tendrá a su cargo, además, todas las iniciativas culturales que quiera asignarle el Congreso. Fundación de una Revista Iberoamericana, organización de próximos congresos, &c.
Problemas económicos
Repudiar toda política financiera que limite la soberanía nacional o comprometa para el futuro la independencia de los pueblos.
Exclusión de los monopolios industriales y principio de compensación en las concesiones.
Vigilancia especial en lo que atañe al petróleo, carbón y hierro.
Plan de Mr. Shipstead sobre prohibición de empréstitos con fines militares.
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Buenos Aires, febrero 28 de 1925
Querido Roig:
Sin tiempo para más antes de mi viaje a Córdoba, hacia donde parto esta tarde, le incluyo estos papeles. Los «puntos» fueron aprobados como base para el programa y quedó formada la comisión local. Sánchez Viamonte llegó hace pocos días de regreso del Perú y Chile y parece que ha hecho algo de provecho en Lima y Santiago. Opina que es prematuro hacer un programa antes de las informaciones y aportes que vengan de todas nuestras ciudades, y yo creo muy conveniente lo que propone: reunir informes y puntos de vista y después tomar de ahí los puntos [156] mayormente sugeridos. Aquí predomina la idea de reunir el Congreso en Montevideo.
Suyo siempre
Edwin Elmore.
Le envío el Boletín que aquí han empezado a publicar como órgano del Congreso.
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Buenos Aires, 7 de marzo de 1925.
No fue posible continuar. Aquel escándalo de la Avenida, que pretendí vencer en la meditación de mis notas, se impuso victorioso. Y a tal punto aniquiló mi pensamiento que sólo ahora, quince días después, intento reasumirlo.
Ahora, estando de por medio mi viaje a Córdoba contribuyen a excitarlo la fiesta que celebramos ayer en honor de Sánchez Viamonte y la lectura de un artículo de Francisco García Calderón. Comentando ambos trataré de exponerle a Ud. los pensamientos y observaciones que dejé en suspenso al iniciar mi viaje a Córdoba, motivo principal de esta interrupción.
La fiesta de ayer fue un banquete verdaderamente augural, y el augur mayor, Pedro Henríquez Ureña; el artículo de hoy, es tal vez uno de los más interesantes que ha escrito García Calderón desde nuestro punto de vista actual. Ayer no más conversando con Henríquez Ureña me quejaba del apartamiento de Francisco y ambos conveníamos en que se alejaba de nosotros en esta hora en que nos es tan necesaria la asociación de nuestros esfuerzos. Está bien, pues que, aunque tal vez sin proponérselo de un modo muy especial, vuelva «nuestro pensador» por sus laureles que si no ha perdido ya del todo, ha estado a punto de perder. El discurso de Henríquez, como síntesis de nuestras aspiraciones y expresión de nuestros ideales no dejó nada que desear, y el revuelo de pensamientos que suscitó en mi mente se ha agitado ahora más con el comentario de Francisco a las críticas del conde Keyserling a la civilización occidental y su mayor exponente, [157] los Estados Unidos de Norte América. Discurso y artículo tratan en el fondo de la misma cuestión: la decadencia de Occidente y la posibilidad de crear una nueva cultura y fundar una civilización distinta. Cuando Ud. lea el discurso, que trataré de enviarle, podrá comprobar cuan inteligentemente ha definido Henríquez Ureña la situación de la intelectualidad de nuestros pueblos frente a los problemas de todo orden que nos urge resolver. En ese discurso se evidencia la necesidad en que nos hallamos los hispanoamericanos de asumir la responsabilidad de las nuevas orientaciones, ya bastante precisadas pero que aún no nos atrevemos a seguir. El comentario de García Calderón a las ideas de Keyserling confirma esa evidencia, que como Ud. sabe, en mí es antigua como para todos los que supieron interpretar el mensaje de Rodó y no le dejaron convertido en una pieza de literatura muerta sino que han hecho de él un órgano vivo del espíritu que nos anima. Las ideas de Keyserling no son, en realidad, sino una repetición modernizada de las de Rodó quien a su vez reflejaba la ideología de los grandes pensadores liberales de Europa. Esa ideología, que ha sufrido un largo eclipse, está empezando a renacer y día a día se robustece a pesar de todos los síntomas de ofuscamiento y desconcierto hoy predominantes. Pero si antes tenía sus núcleos más eficientes en Europa, es necesario que nos convenzamos de que ahora tienen su único refugio en América. En diversas ocasiones he insistido sobre el hecho del desplazamiento de la fuerza de gravitación de la cultura, al menos en sus formas prácticas de Europa a Norte América (vea mi artículo titulado El fenómeno del Norte) y no me cansaré nunca de repetir ahora la convicción que tengo de ser nosotros los llamados a rectificar las desviaciones que, antes que Keyserling, habían observado en la civilización del Norte Arnold, Spencer y James para no citar sino los críticos de habla inglesa. Es sobre esa crítica que nosotros tenemos que basar el derecho que nos asiste para crear algo nuevo. Por eso están tan cerca de nosotros los que piensan en los Estados Unidos como el mismo Keyserling: Upton Sinclair, H. L. Mencken, Lewis Munford, Herbert Croly, James Harvey Robinson y tantos otros. Merece especial mención el caso de John Dewey, [158] interesantísimo por sus semejanzas con Ortega y Gasset, al menos en cuanto se refiere a la valorización de los hechos y el significado de los esfuerzos humanos. Dewey sigue en esto la tradición de Arnold, Spencer y James, como los otros a quienes he mencionado, paro tiene puntos de vista en extremo interesantes. Yo espero grandes frutos del estudio que hagamos los hispanoamericanos del pensamiento de los grandes críticos de la civilización europea y norteamericana que aún algunos insisten en creer insuperable en nuestra época. Tanto en Europa como en los Estados Unidos es notorio el movimiento de reacción contra las iniquidades y aberraciones en que ha venido a caer esa fastuosa civilización positivista que yo he llamado bélico-industrial. Observando esto Stoddard ha escrito un libro titulado The revolt against civilisation y por ese estilo hay varios. Pues bien, nosotros los hispanoamericanos somos quienes estamos en mejores condiciones para revelarnos contra esa intangible y soberbia civilización, ya sometida a juicio por las más preclaras mentalidades de Occidente: Chesterton, Bernard Shaw, Wells y Bertrand Russell en la Gran Bretaña; Anatole France, Romain Rolland, Barbusse y Benda, en Francia. Hombres como éstos forman una heterodoxia universal, si bien un tanto anárquica, y han empezado a mirar a nuestra América como posible refugio de las utopías nuevas. Sin caer en los extremos de la rebelión bolchevique contra la férula imperialista de las oligarquías plutocráticas ¿por qué no hemos nosotros de preparar en nuestro suelo el advenimiento de un régimen distinto? ¿Toleraremos que se inocule en nuestros nacientes organismos el virus del capitalismo? ¿Seremos incapaces de concebir algo mejor que esa civilización pingüina de que se burlaba France o ese culto de Belfegor de que habla Julien Benda?
Ayer he tenido la evidencia de que a estas interrogaciones se puede contestar con optimismo. No eran meras palabras las del discurso de Henríquez Ureña al saludar en Sánchez Viamonte a uno de los nuevos hombres de la América nuestra. Vibraba en ellas un sentimiento claro y profundo de nuestros nuevos deberes y nuestros inalienables derechos. Se desprendía de ellas algo [159] como una elocuencia que estaba por encima de toda retórica verbal, una palpitación íntima que, cual más cual menos, sentía en el fondo de su corazón como hombre de una generación que han comprendido al fin la misión que le corresponde desempeñar en el mundo. Nada importa que, imitando a los energúmenos de Yanquilandia, los chinos digan hoy «China para los chinos» y los indios «La India para los indios». Ayer se sentía repercutir en las conciencias, como un eco de las hermosas frases del perspicaz y generoso dominicano que nos hablaba, las palabras de aquel argentino que una vez adivinando o presintiendo, como tantos de los nuestros, el porvenir que se nos reserva, supo oponer al egoísta utilitarismo de los tardíos organizadores de una América para la industria y el comercio yanquis el concepto de una América llamada a amparar las difíciles esperanzas de nuestro tiempo.
Yo no le daría tanta importancia a las fiestas de ayer si sólo fuese testigo del entusiasmo renovador que todos elogiamos en Sánchez Viamonte y de la clara visión de Henríquez Ureña. Prescindiendo de lo que yo ya tengo vivido de este anhelo, en realidad, tanto Sánchez Viamonte como Henríquez Ureña no eran ayer –y esto lo observó el juvenil viejo Korn– sino símbolo de un nuevo estado de la conciencia americana que aspira a traducirse en una acción enérgica para imponer, en medio del caos contemporáneo lo que Ortega llama las «nuevas valoraciones». Los críticos españoles de las sociedades de Occidente han ejercido, como en carta anterior se lo decía sobre las nuevas generaciones argentinas, una influencia decisiva. Si bien ha habido cierta tendencia a poner en tela de juicio el valor cultural y científico de la obra de hombres como Eugenio D'Ors por ejemplo, es incuestionable que las semillas echadas por los hombres de pensamiento que han venido de España al Plata en los últimos años han caído en tierra fecunda. Lo que hay de más constructivo en el pensamiento de los jóvenes argentinos que hoy ya no pueden someterse a la tutela de Rojas o de Ingenieros es lo que han aprendido de los nuevos maestros españoles quieran o no reconocerlo algunos de ellos. Ya le he dicho cómo Julio V. González, uno de los mozos de más talento de la nueva generación se inspira en Ortega; Valoraciones, [160] la revista de Amaya y de Sánchez Viamonte, refleja la misma influencia y otro tanto sucede con la nueva revista Inicial que le tenía citada. Fuera de la influencia de los moderaos pensadores españoles (entre los cuales no hay ni que mencionar a Unamuno por supuesto, que sigue siendo maestro cuando muchos han dejado ya de serlo), apenas si he observado huellas de otras. La influencia francesa está casi reducida al campo efímero de las novelerías literarias o al Derecho; pues a pesar de todo lo que se ha dicho sobre ella, el hecho es que existe yo no sé qué impermeabilidad de parte de los nuestros para con la cultura francesa o no sé qué falta de afinidad entre las ideas de unos y otros que hace difícil el maridaje. Los franceses más celebrados y seguidos son los que más se han universalizado, es decir, desafrancesado: Romain Rolland, Anatole France, Barbusse, ya se sabe lo que estos nombres significan en Francia; las críticas de que han sido objeto estos predilectos son muy significativas, sobre todo la reacción contra France. En cuanto a la cultura inglesa es apenas conocida por las traducciones españolas, salvo una que otra excepción; la americana, casi podría afirmar que se ignora, de modo que no se conoce más pensamiento norteamericano aquí que el que trasmite el cable, es decir la lluvia cotidiana de embustes pergenios intencionados del oficialismo, cuando no las inepcias y bellaquerías de los corresponsales.
Esto de las influencias tiene una gran importancia porque del predominio de una u otra tendencia depende la orientación que tome nuestro movimiento ideológico. Yo soy de los que tienen la firme convicción de que actualmente es saludable la influencia de los pensadores españoles no malogrados por la deletérea acción del Directorio. Más tarde, cuando hayamos adquirido sobre la base hispánica una mayor homogeneidad y cohesión mental, estaremos en condiciones de recibir sin peligro otras influencias; por ahora me parece beneficiosa la barrera del lenguaje. Por supuesto, me refiero a la generalidad de las gentes y no a los estudiosos y verdaderos líderes de nuestra cultura en formación, pues éstos deben por el contrario estar atentos a todas las manifestaciones de la inteligencia en el mundo; otear, por decirlo así, todos los vientos y [161] distinguir los perfumes que no introduzcan en nuestra flora y en nuestro ambiente culturales dañinas esencias. La selección natural y forzosa que establece el idioma está dando por resultado la formación de una mentalidad que libra, en lo fundamental y trascendente, de las influencias exóticas. Si añadimos a esto el deliberado propósito de los hombres nuevos de mantenerse fieles a ciertas normas que conducen a la homogeneidad es fácil comprender cómo si bien aún predomina en nuestra producción intelectual cierta abigarrada profusión, estamos en vías de adquirir una familiaridad especial para ciertos tópicos susceptibles de ser reducidos a un común denominador.
Para referirme, al fin, a lo que le tengo prometido desde mi anterior fárrago (insisto en llamar así estas notas) le diré que además de Nosotros y Renovación, revistas de formación anterior al período de que me ocupo, son buena muestra de la convergencia actual de las orientaciones las tres revistas que ya le tengo mencionadas: Inicial, Valoraciones y Revista de América. Examinándolas puede hallarse una fundamental concordancia de inspiraciones y motivos que apenas si vela un leve tejido superficial de discordancias atribuibles a inevitables imperfecciones o defectos de información en el estudio de los problemas que nos interesan. Lo que no cabe dudar es que existe un gran número de preocupaciones y puntos de vista comunes y que sólo falta descubrir el modo de asociar los esfuerzos que dispersamente se hacen para atender a unas y coordinar los otros.
A base de las predominantes influencias españolas tenemos hoy los hispanoamericanos una orientación cultural bien definida. Los grupos de espíritus avanzados que hoy existen en muchas de nuestras ciudades en abierta pugna con el oficialismo empeñados en introducir reformas fundamentales en las costumbres, las instituciones, la educación y las leyes son fruto de la labor ingente realizada por los hombres precedentes. No sería difícil establecer una filiación o genealogía de los espíritus nuevos. Si bien es cierto que los últimos acontecimientos históricos con su cortejo de fenómenos sociales han influido grandemente en la formación de nuestra mentalidad, también es verdad fácil de demostrar que [162] existía una base sobre la cual ha venido a ejercer su acción ese insospechado reactivo que fue la última guerra. Esa base era la cultura hispánica, era ese conjunto de valores españoles que todos comprendimos que se hacía necesario mantener contra las corrientes deshispanizantes que nos envolvían. Nuestro humanitarismo y nuestro democratismo actuales (no menos evidentes por no estar aún bien definidos ni plasmados en creaciones de carácter social e institucional originales) son de pura cepa española. Después de Larra, tan español como unánimemente venerado, paralelamente a la influencia tan beneficiosa de Clarín y los ovetenses cuyo representante en la Argentina fue Posada, la pareja Ganivet-Unamuno contribuyó enérgicamente, con una penetración extraordinaria y con un sentido histórico genial a definir el carácter español y la índole de la cultura y la civilización hispánica. Sin rechazar, antes bien realizando una gran labor de asimilación de los más valiosos elementos de las otras culturas los españoles y los hispanoamericanos, reconociendo la gran importancia de esas enseñanzas hemos ido realizando una severa labor de selección y de crítica que nos ha conducido al actual estado de conciencia colectiva que aún requiere concretarse y definirse orientándose hacia finalidades prácticas. Muerto Ganivet tan triste y prematuramente, Unamuno cogió el cetro de la soberanía espiritual de la raza, y no habrá quien se atreva a negarle el «quilate rey» de que hablaba Gracián. Padre espiritual a lo menos de un ochenta por ciento de los hombres nuevos de América y de España, Unamuno es tal vez el único pensador europeo que ha intentado formular un credo humano con posibilidades más o menos remotas de renovar o galvanizar el claudicante cristianismo de las naciones de Occidente. Su concepción del quijotismo cristiano, que se entronca con la de Ganivet sobre el senequismo ibérico, está muy lejos de perder la eficacia moral y la gran significación espiritual que tiene en nuestra cultura. Ha sido una gran lástima que el fiero individualismo de los españoles y la característica incapacidad de organización y asociación de la raza haya privado al gran maestro de buena parte del proselitismo de que era merecedor. Sin acción directa en la política de su país; sin medios para ejercer una [163] influencia más inmediata y rápida que la de sus propias ideas, don Miguel ha gozado, en cambio, de la adhesión fervorosa de los hispanoamericanos que adivinamos en él al profeta máximo de la estirpe ibérica. No importa, pues, que la inteligencia y la pasión creadoras de ese hombre extraordinario se hayan estrellado en España contra uno de los baluartes más sombríos del conservadorismo escéptico que tan diversos disfraces adopta; no importa que los pensadores más jóvenes de España aun no hayan acertado a interpretar y valorizar en todas sus proyecciones y trascendencias la obra creadora de Unamuno: los nuevas generaciones de América llevan íntegramente vivo en el corazón y en la mente al insigne autor de El sentimiento trágico.
Si dando forma práctica al anhelo que muchos de nosotros abrigamos, se lograse crear un órgano centralizador de los esfuerzos culturales de la raza; si, trasladando a América por razones políticas el centro de irradiación del pensamiento hispánico contemporáneo, se lograse reunir en un concilio supremo a las grandes mentalidades dirigentes del grupo humano perfectamente caracterizado a que pertenecemos, no tardaría en evidenciarse la vitalidad de las ideas de Unamuno y el profundo arraigo que han adquirido en estas tierras. Ortega y Gasset y Eugenio D'Ors, que son tal vez los hombres de pensamiento que más se acercan al valor de Unamuno por la universalidad y la penetración de sus juicios y concepciones, comprenderían que es casi imposible en América intentar ninguna edificación espiritual sin tener en cuenta las sólidas bases implantadas por Unamuno. Por si algo faltara para conferir al viejo profesor de Salamanca la preeminencia de que hoy se halla investido, surgió el incidente del destierro. En esta época que será caracterizada como la verdadera guerra civil de la humanidad, Unamuno –ya considerado por autorizados críticos de habla inglesa como el más vigoroso y original de los pensadores contemporáneos– ha sido el único hombre de esa talla que ha tenido el coraje, o mejor dicho, la abnegación de tomar bandera. Este hecho ha agigantado su figura, ofreciéndola a la consideración de quienes están en condiciones de apreciarla, con relieves de inconfundible heroicidad. Ningún rey, ni ningún [164] político, ni ningún tirano o dictador de los que ahora se reparten el poder en la tierra puede vanagloriarse de cosa semejante. Es, pues, la cultura hispánica la que ha producido el tipo más excelso de dignidad espiritual.
«España –ha dicho Sanín Cano, profundo conocedor de estos problemas– es un país hispanoamericano.» La honda crisis que atraviesa la política española hace concebir a algunos la idea de que la decantada decadencia española, contra lo que hacía preveer el florecimiento de las artes, las industrias y las letras en los últimos años, es irremediable y por ende inconveniente solidarizarse a ella. Este es un error que conviene corregir pronto y la afirmación de Sanín Cano implica una promesa...
(Como Ud. comprenderá, voy escribiendo estas notas en medio de mis trajines entre aduanas, estaciones y puertos; y hasta he pensado darles la forma de diario para excusar sus repeticiones y su confusión. Hoy, con mis maletas listas para salir de Buenos Aires hacia Santiago, después de un día atareado en los consulados y esos templos modernos que llaman bancos, continúo en el fárrago.)
Implica –decía– una promesa de la amplia refutación de ese error que pronto hemos de ver desprenderse de los hechos mismos en nuestra historia civil y cultural. Todo conspiró durante el siglo XIX, bajo apariencias de lo contrario, a determinar la formación de la solidaridad hispanoamericana. Mal comprendido y mal definido este fenómeno por muchos de los mismos que dicen profesarle su entusiasmo coadyuvante, es más significativo y trascendente de lo que vulgarmente se cree. A pesar de algunas desviaciones debidas a la superficialidad del criterio histórico predominante, las ideas madres del hispanoamericanismo han seguido en su desarrollo normal y hoy se hallan convertidas en ideas fuerzas de cuya eficacia no puede dudarse. Afirmo esto después de haber observado la ciudad más peligrosa de América, en cuanto a nuestras orientaciones, por su cosmopolitismo invasor e indiferente. Prescindiendo de algunas tesis, más o menos cuestionables de argentinidad, habría que atender aquí a lo que podría llamarse «corriente de latinismo». Italia y Francia entran aquí en [165] juego. La primera, con sus fuertes e influyentes avenidas inmigratorias; la segunda con su persistente, aunque va en vías de desvanecerse, influencia intelectual. Este latinismo, que eclipsó algo al concepto de españolidad, tan combatido como deficientemente estudiado, se inspira por un lado en razones puras, es decir, desinteresadas; pero en vano quiere ocultarse los motivos de interés que lo abonan dándole ciertas orientaciones que es preciso rectificar. Tarde abrieron los ojos las potencias latinas de Europa para mirar las amplias perspectivas abiertas a nuestro porvenir. Mientras Inglaterra y los Estados Unidos, con ese espíritu previsor de la raza sajona, enderezaban todos sus esfuerzos para convertimos en meros mercados suyos; mientras Italia y Francia mostraban hacia estas tierras una indiferencia que harto ha de pesarles hoy; España, contra todos los obstáculos (aun el de la imponderable ineptitud de sus clases oficiales), por la sola virtud del idioma, por las afinidades raciales abonadas por la creciente corriente inmigratoria, siguió conquistándonos espiritualmente. Así se explica al paralelismo de nuestro desarrollo social, político, ideológico, industrial y económico. (Continúo escribiendo ahora en Santiago donde me encuentro desde ayer. Ya ve Ud. que llego a Chile en oportunidad excelente para observar el interesante movimiento político que hace, tal vez, de este país el sitio donde mejor pueden estudiarse las acciones y reacciones de las fuerzas y elementos sociales que hoy se hallan en lucha en el mundo entero. Ofrece, además, este escenario otra causa de complejidad: el problema internacional con el Perú, ahora en uno de sus períodos más críticos, pues como Ud. sabe el Papá del Norte acaba de dar su fallo. Pero, en fin, aquí sólo me refiero a esto para llamarle la atención sobre el ambiente en que se desarrollan los pensamientos que malamente voy hilvanando acerca de problemas de mayor trascendencia con los cuales éstos tienen relaciones que Ud. percibirá bien.)
El paralelismo notado entre la evolución de los pueblos hispanoamericanos y el proceso civil español, de que le hablaba, se hace evidente aquí. No necesitaré puntualizarle las semejanzas entre la acción del militarismo español y el chileno en la política. [166] El hecho es el mismo aunque aquí, al menos en su actual veleidad, los militares propicien orientaciones avanzadas, mientras en España se han convertido en el amparo de las derechas ineptas e impotentes. Pero la semejanza es más amplia y general y envuelve a todo el Continente, si bien aquí es más palmaria. En la Argentina hay indicios claros de una tendencia conservadora bélico-industrial-capitalista que ha mirado con simpatía la reacción española. Pero, aparte de todo esto que son observaciones de detalle, hoy, como en 1812, los problemas de España, con ligeras variantes, son los nuestros. La lucha civil tiene los mismos caracteres en la península y en nuestro Continente, y las influencias exóticas que contribuyen a complicarla son idénticas. Los problemas sociales, los económicos y los internacionales surgen simultáneamente con igual intensidad y con los mismos factores en las diversas zonas que abarca el mundo hispano parlante. Después de la independencia de Cuba se ha venido pronunciando este paralelismo que la guerra última hizo evidente aun a las gentes de criterio menos penetrante, marcando más (a pesar de los esfuerzos de la política norteamericana de distanciamiento de Europa y de acercamiento hacia nosotros) las diferencias existentes entre las dos Américas. La unidad de destinos que, a pesar de su negligencia para cultivar las afinidades que les unían, ha impuesto a nuestros pueblos el libre juego de los factores históricos y los más inmediatos como son la psicología racial, el lenguaje, el grado de desarrollo económico de nuestros países frente a las potencias y otra serie de circunstancias que determinó primero su actitud durante la guerra (desvirtuada sólo por la influencia norteamericana y por un ilusorio latinismo favorable a Francia) y después su actitud en la Liga de las Naciones, es hoy incuestionable y más significativa que nunca. Después de este viaje de estudio a la Argentina puedo confirmar mi opinión según la cual el mundo puede dividirse en nuestros días en cinco grupos de pueblos, desde nuestro punto de vista: 1, el grupo hispánico que es el que nos interesa íntima y directamente; 2, el grupo de las potencias, al cual ha quedado definitivamente incorporado Estados Unidos debido a su política bélico-financiera que como Ud. sabe despierta seria [167] oposición en los sectores más sanos de la opinión en el Norte; 3, Rusia a la que se debe el despertar del sentido democrático moderno no obstante todas las desviaciones; 4, el pan-islamismo; y 5, esos fantasmas del Pacífico que son el Japón y la China. A nosotros nos corresponde hacer cada vez más viva la conciencia del grupo hispánico. Ya Rodó presentía esta necesidad, y yo dediqué un folleto a remarcar su españolismo. Oliveira Lima, en un reciente artículo que titula «Nuevo iberismo» dedicado a comentar un movimiento encabezado por el portugués Antonio Sardinha afirma que el desenvolvimiento de lo que llama «simpatía hispánica» será uno de los rasgos capitales de este siglo.
El mundo de las potencias capitalistas cuyo vértice candente son los Estados Unidos, con sus tenazas panamericanas y otros instrumentos que Ud. conoce, es el mayor enemigo del desarrollo creador de la «simpatía hispánica», esa fuerza histórica cuyo valor se ha conocido y estimado poco hasta ahora y de la cual nosotros tenemos que extraer nuestras mejores energías. Oliveira Lima escribe con razón que el hispanismo tomando el lugar del latinismo, vacío de realidad, constituía lo que Moniz Barreto definía como un programa de conservación. En tanto que las naciones latinas de Europa sigan la política internacional de las potencias se distanciarán de nosotros. Italia apoyando, por una u otra razón, el juego del imperialismo británico en la Liga de las Naciones con motivo del Protocolo es el último ejemplo de distanciamiento que puedo ofrecer. Por otro lado, México, iniciando orientaciones independientes y afrontando el imperialismo económico de los Estados Unidos interpreta elocuentemente nuestro espíritu; mientras en el extremo sur del Continente Chile se prepara a seguir sus rumbos, es decir, los de México no obstante la acción pertinaz de sus elementos conservadores; la Argentina permanece social y políticamente estacionaria, sin decidirse, o tal vez sin poder, asumir orientaciones propias debido a la innegable preponderancia que ya han adquirido ahí las fuerzas del capitalismo organizado. A pesar de esto los argentinos avanzados reclaman la primacía en las orientaciones independientes y renovadoras, y para que Ud. se dé cuenta del celo con que miran estas cuestiones, aunque [168] no aciertan a organizar sus fuerzas para una acción vigorosa, le trascribo un párrafo de la nota editorial que con motivo de mi viaje publica Nosotros: «Numerosos fueron los esfuerzos, oficiales y privados, que en el pasado se hicieron para fomentar la unión latinoamericana. Pero el movimiento contemporáneo data solamente del 11 de octubre de 1922, fecha en que José Ingenieros pronunció su memorable discurso a Vasconcelos, en el banquete que Nosotros le ofreció. Aquella pieza oratoria marca una época en la evolución del pensamiento latinoamericano. fue la primera vez, en efecto, que un gran pensador relacionó el problema de nuestro futuro con el vasto movimiento de emancipación mundial que, en todas partes, opone el derecho de los pueblos productores al privilegio de las clases parasitarias, servidas por gobiernos de presa. Pueblos y gobiernos toman su lugar en uno u otro bando. Nuestros pueblos deben tomar el suyo del lado de la justicia, social e internacional, uniéndose en torno de los nuevos ideales renovadores. Para sustentar esta prédica de elevado nacionalismo continental fue fundado, en Buenos Aires, el periódico Renovación, y no sabemos que en parte alguna hayan sido expuestas, en forma más amplia y enérgica, las ideas del neo latinoamericanismo. Aplaudimos, pues, de corazón toda iniciativa como la de nuestro amigo Elmore, pero no olvidamos que aquí, en la Argentina, nació y se desarrolla el más significativo de cuantos movimientos propiciaron la unión latinoamericana.»
Esto merece algún comentario y alguna rectificación que haré otro día. Desde luego puedo decirle que en las otras revistas que le he mencionado hay indicios de la formación de un espíritu más propicio que el de Nosotros para la creación de la nueva mentalidad iberoamericana.
Dejo aquí estos apuntes para poder enviárselos desde Santimgo.
Hoy visité a Pedro Prado quien me mostró el Repertorio Americano donde García Monge ha publicado mi carta a Varona que también ha publicado Nosotros.
Sobre todos los puntos que aquí he tocado escribiré después algo más ordenadamente. Esto me ha salido tan enrevesado que [169] no me atrevería a publicarlo, pero no he querido dejar de comunicarle, tal y como se me han ido presentando las observaciones.
Al llegar a Lima, espero tener noticias de Ud.
Reciba Ud. un saludo cordial de su amigo y compañero
Edwin Elmore
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{1} Ver Moral para intelectuales, pág. 207.