Jovellanos / Luis Aguirre Prado / Temas españoles 241 (original) (raw)
Temas españoles, nº 241
Publicaciones españolas
Madrid 1956 · 27 + IV páginas
Linaje
Fabio y Jovino
Jovellanos progresa
Jovellanos y Asturias
Jovellanos, dramaturgo
Jovellanos ante el paisaje
La Ley Agraria
Persecución
El patriota actúa
Días finales
Linaje
En Gijón, lugar el más antiguo de las Asturias, surgido como refugio de esos hombres que al mar arrancan sus secretos, a riesgo a veces de su propia vida, nació el 5 de enero de 1744 un niño que, en observancia a la costumbre de la época, fue bautizado al siguiente día en la iglesia de San Pedro. Buen linaje el de este niño que por su vida ejemplar, por los servicios que prestó e intentó prestar a su nación, había de merecer con el tiempo el título de Padre de la Patria.
Desde finales del siglo XV figuraron los antecesores de Jovellanos entre las familias de comprobada nobleza de Gijón. Casa de solar conocido, flanqueada de torres en donde la piedra garantiza la certinidad del abolengo. En esa centuria, vivió el que puede ser considerado como seguro eslabón en el linaje propio, Juan García de Jove. Este mayorazgo contrajo su primer matrimonio con Aldonza Fernández de la Bandera, y de esta pareja procedía la familia de Jovellanos. Su segundo enlace lo verificó con Isabel Ramírez de Alas. Esta dualidad conyugal hizo que al ser dividida la masa de bienes matrimoniales, el patrimonio de los Jovellanos no pasara de lo que el mismo don Gaspar calificó de «mediana fortuna».
Los descendientes de este matrimonio emparentaron por sucesivos enlaces con las familias de pro del Principado y, terminada la línea masculina, sucedió en el mayorazgo doña Lucía de Jove, que casó con el caballero gijonés don Francisco de Llanos Tejera, pareja que dio origen a la línea que adoptó el apellido materno, quedando como Jove Llanos.
Nieto de esta doña Lucía fue el bisabuelo de Jovellanos, don Francisco Gregorio, al que se debe un detallado estudio de la genealogía familiar, para cuya realización recogió cuantos datos y tradiciones pudo hallar en sus investigaciones. Hijo suyo fue don Andrés, que casó con doña Serafina de Carreño, con solar en el Concejo de Siero. El primogénito de este matrimonio, don Francisco Gregorio, fue el padre de nuestro biografiado.
Desde antiguo, uno de esos pleitos familiares que tanto mal causaron a los linajes, y con ellos a la Patria, dividía a las dos ramas descendientes de Juan García de Jove, la de Jove Llanos y la de Jove Ramírez. Para acabar de una vez con la onerosa querella, pensó el abuelo que el matrimonio de su nieto don Francisco Gregorio podía ser la ocasión de terminar con la situación que tanto dañaba a la una como a la otra rama. Con este deseo, y convencido de las bellas cualidades de la mujer elegida, quedó concertada esta nueva unión matrimonial. Se llamaba esta dama doña Francisca Apoliniaria, y era hija de don Carlos Jove Ramírez y de doña Francisca Fernández de Miranda, marqueses de San Esteban de Nataoyo, él caballero de la insigne Orden de Calatrava. Por su madre, enlazaba don Gaspar Melchor de Jovellanos con los marqueses de Valdecarzana.
Los padres de Jovellanos tuvieron trece hijos, de los que fallecieron cuatro siendo muy niños. Quedaron cinco varones y cuatro hembras. Aparte de éstos, hubo un hermano natural, [4] Francisco de Jovellanos, tenido por el padre de don Gaspar con una moza, cuyo nombre procuraron quedase en el mayor secreto, hermano al que estimaron todos, sin hacer distinción de legalidades. Títulos, cargos, veneras, en los miembros de esta nobiliaria familia, conservada en la mayor pureza astúrica.
Desde muy niño, Jovellanos evidenció aquella alteza de miras, aquella sensibilidad y despego de vanidades, que le permitieron formular un día la página admirable que constituye una ejecutoria de tanto rebrillo como los cuarteles que figuran en el exponente gráfico de su linaje: «Acudo a la mesa sagrada cada quince días; he leído de segunda vez toda la Biblia; he decorado un salterio, acomodado a mi solicorio y por toda lectura piadosa tengo el mejor de los libros no canónicos, Kempis, mi antiguo amigo. Por fin, con buen fondo de salud, que el régimen, el uso de menestras y frutas, baños en el mar, de verano, buen sueño y buen ejercicio en todo tiempo, van conservando; con buenos libros y vastísimos y también variadísimos proyectos literarios, para ocupar las mañanas, y con encuadernación de libros, siesta, chaquete, lecciones de Gramática para entretener tardes y noches, y una partida de báciga o malilla, tiene usted el compendio de la vida interior y exterior que hago, olvidado de los que están lejos, compadecido de los que no, y, a lo que creo, bienquisto de los pocos que me oyen, y amado y bien asistido de los que me sirven. Aquéjame un tiempo el cuidado de mi nombre; ya no. Me abandono sin recelo a la opinión de los contemporáneos y a la justicia de la posteridad. No pido a mis amigos que me alaben, como Cicerón a los suyos, porque ni lo merezco como él, ni, si hay de qué, dudo que los míos los harán, sin que yo se lo pida, y si no ahora, cuando puedan.» La nobleza y sensibilidad de este hombre benemérito quedó bien plasmada en el magnífico retrato que Goya le hiciera. Melancolía de lo que pudo ser y no fue. Él quiso; los demás no quisieron.
El año 1757 inicia sus estudios en la Universidad de Oviedo, y el obispo de esa diócesis, Manrique de Lara, le confiere la primera tonsura. En ese mismo año Jovellanos sale para Ávila, y en la ciudad de Santa Teresa le otorga el prelado titular el préstamo de Navalperal y el beneficio simple de Horcajada. Y el año 1763 ese mismo prelado le concede una beca con voto en el Colegio de San Ildefonso de la histórica y universitaria Alcalá de Henares. El año siguiente marca un avance en la vida cultural de Jovellanos: es nombrado colegial mayor, y en fecha inolvidable para los cristianos, el 24 de diciembre, obtiene el grado de bachiller en Cánones.
Dos años más, y cuando se dispone a opositar a la canonjía doctoral de Tuy, sus amigos le disuaden de este propósito y le aconsejan que se dedique al Derecho. Pero no tan sólo al especulativo, sino también al práctico. Hombre de sus virtudes, de la alteza de miras de que es testimonio su vida, su doctrina, la paráfrasis al salmo «Judica mea, Deus», estaba en puesto más determinante al bien común luciendo la toga del jurista. El 31 de octubre de 1767 tuvo efectividad ese deseo de la amistad. Y don Gaspar fue nombrado alcalde del Crimen de la Real Audiencia de Sevilla, con medio sueldo.
En enero de 1768 se halla en Madrid, de regreso de Asturias, adonde había ido a despedirse de sus padres, dispuesto para partir hacia Sevilla. Antes de despedirse del conde de Aranda, éste le hace un curioso encargo: que destierre la peluca de la indumentaria y atuendo de los magistrados. Con Cea Bermúdez marchó a Sevilla, en donde el Martes Santo ya se disponía a tomar posesión de su cargo. Lo que hizo al otro día, previo juramento y poniendo fin a la solemnidad leyendo su discurso en el Ayuntamiento. El 29 de marzo, la fecha que Jovellanos ha de recordar y en la que inicia su actividad jurídica. Desde entonces la actividad del magistrado hispalense es continua. Notabilísimos fueron sus informes sobre cuestiones de [5] policía, penológicas, penitenciarias... Fundamentadas en el orden moral todas sus opiniones, afirmadas en este principio fundamental, por él postulado: «Cuando el estudio de la moral, casi desconocido y olvidado entre nosotros, sea, por decirlo así, el estudio del ciudadano; cuando la educación, mejorada en todos los órdenes del Estado, fije y difunda en ellos sus saludables máximas; cuando la política las abrace y uniforme con ellas sus principios, entonces será uno mismo el modo de ver y de graduar estos objetos, entonces se conocerá que no puede existir la felicidad sin la virtud, y entonces, los que concurrieron en alguna parte a la reforma de las costumbres públicas serán acreedores a la gratitud de sus contemporáneos y a la memoria de la posteridad.»
Reflexión y cordura en la Ciudad del Betis, pero también disfrute de su ambiente, de los atractivos de la ciudad que se ufana de haber sido edificada por Hércules y cercada de muros y torres altas por Julio César. A esos diez años de estancia en Sevilla había de aludir en aquellos versos:
...en medio
del fuego más activo
del amor, y en el tumulto
de los años floridos...
Fabio y Jovino
Porque Jovellanos era también poeta. Y en el verso tuvo idéntica preocupación que en sus informes y que en su vida, el triunfo del bien. Conocía cuál era la base de la prosperidad individual y, por ende, de la social, y pugnaba por propagar ese convencimiento. Con su acierto característico, sintetiza Menéndez y Pelayo la posición: «Y esa nota fundamental del espíritu de Jovellanos es el vivo anhelo de la perfección moral, no filosófica y abstracta, sino 'iluminada (como él dice en su Tratado de enseñanza) con la luz divina, que sobre sus principios derramó la doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de conducta será constante ni verdadera ninguna.' Esta sublime enseñanza dio alientos a Jovellanos en la aflicción y en los hierros. No quería destruir las leyes, sino reformar las costumbres, persuadido de que sin las costumbres son cosa 'vana e irrisoria las leyes'.»
Fabio o Jovino, que ambos seudónimos usa Jovellanos cuando se da a la poesía, conserva la serenidad característica de su vivir y rodea de filosofía sus composiciones. Con su amigo Batilo (Meléndez Valdés), acaso se den a burlas y juegos de ninfas y faunos, a pastoriles escenas en las que intervienen con nombres alegóricos sus amigos y en las que el verso que a esas escenas y a esa bucólica hace referencia, es expresión de gusto y modelo de castellano. Verso que hace referencia a Belisas y Enardas, a Almeras y Galateas, y que a Juicio del poeta contenían la pequeña historia de sus amores y de sus flaquezas. De esos amores que también tuvieron una penetrante flecha para traspasarle el corazón. Pero no estaba en esta poesía el contento de Jovellanos, que diputaba la poesía amorosa como «poco digna de un hombre serio». Su apetencia se desviaba hacia aquella otra que tiende a perfeccionar al hombre, a poner ante él los inconvenientes del desvío moral. Superando a sus odas, endechas y sonetos, estarán en el juicio de los siglos la epístola Al duque de Veragua, desde El Paular (o epístola de Fabio, a Anfriso), en la que se refiere a los encantos de la Naturaleza y de su soledad en contraste con las penas del alma; la epístola a Cea Bermúdez sobre el orgullo de la razón y las fútiles aspiraciones de los hombres; las composiciones A Arnesto sobre la corrupción de las costumbres, una, y sobre la educación de la nobleza, la otra. En todas ellas está manejado a la perfección el metro preferido de Jovellanos, el endecasílabo suelto.
Quéjase a Arnesto de los «fieros males» que ve en su patria, los que él no puede silenciar, y los denuncia transido [6] de pena, mezclando al denunciarlos la tinta en hiel y en acíbar. Porque la virtud de la mujer se desvanece ante los perifollos y las gemas, lama su grito el poeta.
¡Oh ultraje! ¡Oh mengua! Todo se trafica;
parentesco, amistad, favor, influjo,
y hasta el honor, depósito sagrado,
o se vende o se compra...
Son objeto de estas composiciones que dirige a Arnesto las Alcindas emperifolladas, que apagan las nupciales teas y rasgan el velo conyugal. El poeta, hombre justiciero, se enfrenta con el falso juicio que la sociedad fundamenta en la diferenciación de categorías sociales, y exclama viril:
¡Oh viles almas! ¡Oh virtud! ¡Oh leyes!
¡Oh pundonor mortífero! ¿Qué causa
te hizo fiar a guardas tan infieles
tan preciado tesoro? ¿Quién, oh Temis,
tu brazo sobornó? Le mueves cruda
contra las tristes víctimas, que arrastra
la desnudez o el desamparo al vicio;
contra la débil huérfana, del hambre
y del oro acosada, o al halago,
la seducción y el tierno amor rendida;
la expilas, la deshonras, la condenas
a incierta y dura reclusión; ¡y en tanto
ves, indolente, en los dorados techos
cobijado el desorden, o le sufres
salir en triunfo por las anchas plazas
la virtud y el honor escarneciendo!
¡Oh infamia! ¡Oh siglo! ¡Oh corrupción! Matronas
castellanas, ¿quién pudo vuestro claro
pundonor eclipsar? ¿Quién de Lucrecias
en Lais os volvió?...
Los indignados acentos acrecen en la segunda composición que nuestro poeta dirige a Arnesto. Si en la anterior fue la mujer la inspiradora, en esta otra es el varón, que ignora al padre Astete y se sabe de memoria la progenie de Cándido y Marchante, y si Romero o Costillares aciertan con la muleta o hieren «en la cruz al bruto jarameño». El poeta se duele de esa «educación» que los jóvenes al uso reciben y de la que él hace este resumen, que explica muchas cosas de la evolución social de España:
Ve aquí su ocupación; ésta es su ciencia.
No la debió ni al dómine ni al tonto
de su ayo mosén Marc, sólo ajustado
para irle en pos cuando era señorito.
Debiésela a cocheros y lacayos,
dueñas, fregonas, truhanes y otros bichos,
de su niñez perennes compañeros;
mas sobre todo a Pericuelo el Paje,
mozo avieso, chorizo y pepillista
hasta morir cuando lo andaba en torno...
Este y otros constituyeron el ejemplario a tanto amigo de troteras, danzaderas, gitanas, a que aludía un pensador, y cuyo comportamiento suscita las amargas preguntas de Jovellanos:
¿Yes éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? De qué sirve
la clase ilustre una alta descendencia
sin la virtud? Los nombres venerados
de Laras, Tellos, Haros y Girones,
¿qué se hicieron? ¿Qué ingenio ha deslucido
la fama de sus triunfos? ¿Son sus nietos
a quienes fía su defensa el trono?
¿Es ésta la nobleza de Castilla?
Versos blancos, admirablemente pensados y que van destinados a los ideales supremos de Jovellanos, a la Patria y a la Ciencia. La Ciencia (en la que comprendía como esencial la Educación) que ha de engrandecer a España. Para lograr su afecto, Jovellanos tanto se vale del elogio como de la censura, porque él busca en todo la perfección, la forma de llegar al logro de sus ideales de engrandecimiento patrio. Pero la delicadeza del poeta le hace que se eleve sobre lo subjetivo, sobre lo que se exime de matices personales. Amplio el elogio y extensa la censura.
¡Oh, cuánto rostro veo, a mi censura,
de palidez y de rubor, cubierto!
Ánimo, amigos; nadie tema, nadie,
su punzante aguijón: que yo persigo
en mi sátira al vicio, no al vicioso.
El patriota, el gran sabio cuyas magníficas oraciones han sido calificadas de ciceronianas, se duele del clima social de su país. Y utiliza también el verso para expresar su dolor ante el [7] desgobierno de privados y la desviación que el pueblo tiene ante los problemas nacionales. Él sabe que «hubo un día – en que la Patria tuvo nombradía», y quiere volverla a épocas de pujanza. Pero ahora las clases populares se destapan en el holgorio a los sotos manzanareños, en bailes escabrosos, en hacer la mamola por las calles. Los currutacos llevan la vida que Jovellanos ha sintetizado, en unos versos:
Visita, come en noble compañía,
al Prado, a la luneta, a la tertulia
y al garito después ¡Qué linda vida,
digna de un noble!...
Camino seguro al cuarteamiento de las casas nobiliarias, que han de facilitar la creación, completada luego por Mendizábal, de una burguesía que sólo tomó de la nobleza lo negativo. Para el cambio fue fácil el camino,
El noble engaña, empeña, malbarata,
quiebra y perece, y el logrero goza
los pingües patrimonios, premio un día
del generoso afán de altos abuelos...
Una poesía famosa, la que sirvió para darle título de precursor en el Romanticismo, es a la vez portentoso retrato anímico del poeta, sobre quien gravita ya el peso de la insania. La dirige el poeta Fabio a Anfrisio, el duque de Veragua, don Mariano Colón. Desde el comienzo, muestra Jovellanos su anhelo de paz y de apartamiento. Han caído sobre el poeta aquellas tribulaciones y fieros males, que siglos antes cayeran sobre otro vate señero. Anhela huir con la barquilla –que ya ha llegado a puerto «tan seguro»–, de «furia tempestuosa», contrarios vientos, escollos y borrascas, que hicieron aflorar reiteradamente sus lágrimas. Pero esa paz no aparece, y en su lugar halla «la inquietud funesta», que conturba la razón y los sentidos. Pero aún es peor lo que le espera si abandona su circunstancial cobijo:
Conozco bien que fuera de este asilo
sólo me guarda el mundo sinrazones,
vanos deseos, duros desengaños,
susto y dolor; empero todavía
a entrar en él no puedo resolverme.
No puedo resolverme, y despechado,
sigo el impulso del fatal destino,
que a muy más dura esclavitud me guía.
Toda esta poesía facilita elementos para el enjuiciamiento de la aportación de Jovellanos al movimiento romántico. Su vida misma ya es un motivo. Soledad, apartamiento, llanto, búsqueda de moradas silenciosas, notas de espanto resonando de continuo, pesadas cadenas oprimiendo esclavos, umbrías silenciosas, lastimeros arrullos de avecillas trinadoras y agostadas hojas revolando... Y el paisaje con determinación de componentes e imponiendo sus matices para conjurarse al estado anímico del sujeto.
Rodeado de frondosos y altos montes
se extiende un valle, que de mil delicias
con sabia mano ornó Naturaleza.
Pártele en dos, mitades, despeñado
de las vecinas rocas, el Lozoya,
por su pesca famoso y dulces aguas.
Del claro río sobre el verde margen
crecen frondosos álamos, que al cielo
ya erguidos alzan las plateadas copas,
o ya sobre las aguas encorvados
en mil figuras, miran con asombro
su forma en los cristales retratada.
De la siniestra orilla un bosque umbrío
hasta la falda del vecino monte
se extiende, tan ameno y delicioso,
que le hubiera juzgado el gentilismo
morada de algún dios o a los misterios
de las silvanas Dríadas guardado.
Pero ni aún en los momentos en que le abruma el pesar, y pasa la noche «lleno de congojosos pensamientos», «en molesta vigilia», él no cesa de pensar en, la regeneración patria. Lo evidencia su epístola A Bermudo, Cea Bermúdez, en la que se refiere a los «vanos deseos y estudios de los hombres», en la que indica que de nada vale lo material, ni siquiera el estudio, si no lo rige y [8] en cabeza la virtud afianzada en la Religión
Sabiduría y virtud son dos hermanas
descendidas del cielo para gloria
y perfección del hombre. Le alejando
del vicio y del engaño, ellas le acercan
a la Divinidad. Sí, mi Bermudo;
mas no la busques en la falsa senda
que a otros, astuta, muestrea la fortuna.
Jovellanos progresa
Jovellanos, que había llegado a Sevilla con propósitos renovadores, pasó varios años en la Ciudad del Betis completando su formación cultural, su práctica jurídica. Presidía la vida sevillana don Pablo Olavide, intendente de Sevilla y superintendente de las poblaciones de Sierra Morena. Su hogar era foco de actividades culturales. Hombre muy aficionado a los libros franceses, podía servir su biblioteca para conocer el novísimo movimiento científico. Jovellanos fue gran amigo de Olavide, y aun ha habido comentarista que atribuye la incipiencia amorosa del buen gijonés a los encantos de una hermana o una hija del que tanto se distinguió en la repoblación. Amores que, de existir, únicamente quedaron en uno de esos nombres con que la poesía pastoril distinguía a las amadas de los poetas, postizos pastores. Jovellanos estudia la Historia, relee a los clásicos, se aficiona a la cultura inglesa... Y va preparando aquellos informes que le han de dar prestigio entre los juristas y los discursos que han de quedar como modelos en academias y en centros de enseñanza. Su afición a la política, su intervención en actividades de ese orden, van perfilándole como hombre de Estado.
Campomanes, que siente gran admiración por Jovellanos, influye para que su amigo sea destinado como alcalde de Casa y Corte a Madrid. El acontecimiento es en el año 1778. Su viaje a Madrid le da oportunidad para capacitarse sobre problemas nacionales, pues que visita las nuevas poblaciones de Sierra Morena. Los pueblos de Andalucía y los de la inmensa Mancha le dan motivo para apuntaciones de importancia sobre su economía y administración, cultura y estado social.
El que de Sevilla trae consigo nombramientos de la Sociedad de Amigos del País, el original de El delincuente honrado y parte de sus tragedias Pelayo y Los españoles en Cholula, no tarda en ser una de las figuras más estimadas en la Corte. Su talento, su virtud, lo bien fundamentado de su consejo, le colman de reputación. Uno de los conocimientos primeros que hace en la tertulia de Campomanes es el de Cabarrús. El primer nombramiento que en la Corte se le concede es el de individuo de número de la Sociedad Patriótica. No ha pasado un año desde su llegada cuando, a instancias de Campomanes, es propuesto, en 16 de abril de 1779, para académico supernumerario de la Academia de la Historia, de la que él es director, siendo admitido como tal académico en 21 de mayo siguiente. El discurso de Ingreso correspondiente lo lee Jovellanos el 14 de febrero de 1780. Versa ese discurso «Sobre la necesidad de unir al estudio de la legislación el de nuestra historia y antigüedades».
En ese año Jovellanos va a recibir toda clase de lauros y de preeminencias. En 25 de abril recibe el nombramiento de consejero de las órdenes militares y, sucesivamente, el 4 de Junio la Academia de San Fernando le designa como individuo de honor; el 13 de agosto se expide la real cédula, por la que queda admitido como caballero de Alcántara; el 24 de Julio de 1781 le nombra académico, supernumerario la Academia Española, y en ese mismo año, el 24 de octubre, recibe el nombramiento de académico de la Sociedad de San Carlos, de Valencia. Gran actividad académica la de Jovellanos. A su ingreso en la Academia de San Fernando, ha tratado de las Bellas Artes y ha sido una pieza completa su discurso de la Academia Española; pero donde su actividad es más continuada es en la Sociedad [9] Económica de Madrid. Allí se le encomiendan a Jovellanos misiones de importancia y de compromiso y hace el elogio de personalidades como Carlos III y Ventura Rodríguez. Una de las comisiones de la Academia de la Historia es la de informar sobre «La historia de los espectáculos en España», que origina una famosa Memoria. Jovellanos realiza este encargo y pone en su realización el mismo entusiasmo, el mismo deseo de buscar el bien general, que son norma de todos sus trabajos. Comienza la introducción indicando que «siendo tantos y tan varios los objetos de la policía pública, ni es de extrañar que algunos, por escondidos o pequeños, se escapen a su vigilancia, ni tampoco que ocupada en los medios, pierda alguna vez de vista los fines que debe proponerse en la dirección de los más importantes. Algo de uno y otro se ha verificado entre nosotros respecto a las diversiones públicas, en unas partes abandonadas a la casualidad o al capricho de los particulares, como si no tuvieran la menor relación con el bien general, y en otras, o vedadas o perseguidas con arbitrarios e importunos reglamentos, como si nada interesase en ellos la felicidad individual.»
Hace en esa Memoria un estudio detallado de los orígenes de las principales diversiones o entretenimientos públicos, comenzando por la caza, «arte privativa y necesaria entre los salvajes», luego «el más agradable divertimiento de los pueblos bárbaros». Trata a continuación de las romerías, fundamentadas en la «devoción sencilla» que incita al desplazamiento hacia los santuarios cercanos en días de fiesta. Piedad y recreo conjuntarlos, la romería es grato solaz que permite el cultivo de la amistad, la expansión amorosa, el que los jóvenes diestros se ejerciten en el tiro de la barra, en la carrera, en el salto... Canciones y bailes como complemento.
Sobre las sencillas costumbres de España recayó el influjo extranjero. «Entraron y cundieron por España los usos ir costumbres de ultramar, la disciplina, la táctica, los juegos y espectáculos de Oriente que tanto brillaron en los siguientes siglos.»
Al tratar de los juegos escénicos confirma que en tiempos de Alfonso el Sabio Castilla estaba «ya llena de trovadores, juglares y juglaresas, de danzantes, representantes y menestrales, de mimos y saltimbanquis, y otros bichos de semejante ralea.» A éstos los veía actuar el pueblo, que ya comenzaba a «ser algo»; pueblo que «si no se mezcló en las diversiones de la nobleza, por lo menos se dio con ansia a verlas y admirarlas, y a un mismo tiempo se enriqueció y se entretuvo en ellas».
Completa esta sección de la primera parte con un resumen de los juegos privados, ajedrez y damas, como más superados; pelota, tejuelo y dados, como más populares. Con lo que Jovellanos pasa a tratar de su influjo político, indicando como razón para hacerlo que «recoger y apuntar estérilmente los hechos ni es difícil ni provechoso; reunirlos, combinarlos y deducir de ellos axiomas y máximas políticas, es lo que más importa, y lo que sólo puede hacer la historia, ayudada de la filosofía».
Antes de dar por conclusa esta parte, trata de la historia particular de los espectáculos, y luego de abordar todo lo referente a caza, estudia los torneos, indicando que «el valor de nuestros antiguos caballeros, no contento con ejercitarse en los montes, buscó en los poblados y ciudades una escena de lucimiento más pública y solemne y la halló en las justas y torneos». Describe detalladamente estos encuentros entre caballeros, ocasión para que brillara «el espíritu de galantería que les engrandeció», y termina diciendo: «Seamos más justos, y si aplaudimos el destierro de aquel furor que reinaba en los torneos, dolámonos a lo menos de no haber acertado a mejorarlos; dolámonos de no haber subrogado cosa alguna a un espectáculo tan magnífico, tan general y tan gratuito. ¿Hay, por ventura, algo que se le parezca en nuestras ruines, exclusivas y compradas fiestas? ¿Hay alguna que [10] tenga la mas pequeña relación la más remota influencia (se entiende provechosa) en la educación pública?»
Al tratar de los toros, recuerda que esta fiesta se halla comprendida entre aquellas que las Partidas citan como no convenientes a la asistencia de prelados. Y también el horror que la Reina Isabel sentía hacia ella desde que presenciara correr toros en Medina. Arbitrismo patente para mantener la fiesta, pese a la aversión regia, y progreso en sentido espectacular, con la intervención de «cierta especie de hombres arrojados que doctrinados por la experiencia y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa y redujeron, por fin, a arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza». Alba del toreo profesional que duró hasta que «el piadoso Carlos III le prescribió, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan de las cosas por meras apariencias». Y en este estudio un juicio que, de haber sido tomado en consideración, hubiera evitado endiosamientos de profesionales y admiraciones extemporáneas, degeneradas hartas veces en papanatismo: «Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres, criados desde la niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo.»
Las fiestas palacianas las estima como «gran paso hacia la cultura del espíritu», con lo que se logró hacer más sociales y sensibles a los hombres, que por este medio fueron guiados «hacia los tranquilos y honestos placeres de la buena compañía».
Los juegos escénicos, las representaciones, tanto sagradas como profanas, le suscitan comentarios y juicios que han de tenerse en cuenta cuando se aborde, en plan crítico de conjunto, el estudio del desarrollo de la sensibilidad española. La conclusión ofrece perdurabilidad aplicativa: «Por lo que a mí toca, estoy persuadido a que no hay prueba tan decisiva de la corrupción de nuestro gusto y de la depravación de nuestras ideas como la fría indiferencia con que dejamos representar unos dramas en que el pudor, la caridad, la buena fe, la decencia y todas las virtudes y todos los principios de sana moral, y todas las máximas de noble y buena educación son abiertamente conculcados.»
Jovellanos y Asturias
El 1 de julio de 1780, Jovellanos recibía el título de individuo honorario de la «Sociedad de Amigos del País», de Oviedo. Con él significaba oficialmente el Principado que reconocía los méritos de su hijo esclarecido, sobre el que comenzaban a acumularse lauros académicos. Al año siguiente, en 24 de octubre, Jovellanos dirigía a esa sociedad ovetense su notable discurso sobre los medios de promover la felicidad del Principado. A éste, en sucesión fecunda, habrían de unirse otras oraciones, con las que Jovellanos deseaba crear en su patria chica valores de responsabilidad, que contribuyesen, y en cierto modo se adelantasen, al progreso nacional. Y este anhelo lo exterioriza en forma personal dos años después.
Jovellanos, luego de entrevistarse con Meléndez Valdés y de cantar los verdes campos de la Vega del Bernesga, sale de León para Asturias, en donde su estancia sería fecunda para los intereses regionales. Hombre de realidades en el que las musas no cubiletean con los números de las estadísticas, recorre las tierras del Principado, indaga, estudia, analiza, escucha... Costumbres, cultivos, industrias realidades y propósitos, quedan anotados con exactitud, y de ellos hará uso Jovellanos en beneficio de su tierra, que es tanto como beneficiar a España. Y al mismo tiempo que realiza esta labor lleva a cabo la copia de cuanto de notable encierran los códices, becerros y documentos históricos existentes en Asturias. [11]
En la «Sociedad de Amigos del País» de Oviedo, pronuncia un discurso sobre la necesidad de cultivar en el Principado el estudio de las ciencias naturales. En este discurso se observa la preocupación del eximio gijonés por la capacitación de la juventud, su deseo de crear la verdadera base de industrias transformadoras. No es Jovellanos de esos arbitristas a los que basta el dar una disposición legal para creer que ya han logrado el hecho taumatúrgico en la economía. No. Le consta que para crear es necesario el conocimiento cierto de lo que se va a utilizar y la idoneidad de las personas encargadas del proceso creador. Sus palabras alertan: «Por eso me parece que el momento de pensar en el establecimiento de algunas fábricas ha llegado ya, y yo se lo anuncio con la mayor satisfacción, no para que piense desde ahora en los ramos que debe fomentar con preferencia (porque estas operaciones son demasiado importantes y delicadas para entrar en ellas a ciegas), sino para que desde luego procure atraer y derramar por esta provincia aquellas luces y conocimientos sin los cuales podría errar en la elección y dirección de las empresas.» Porque el engranaje de los conocimientos es obligatorio, si no se quiere acumular el fracaso. El empirismo sale derrotado de las palabras de Jovellanos: «Y, en efecto, ¿cómo será posible, sin el estudio de las matemáticas, adelantar el arte del dibujo, que es la única fuente donde las artes pueden tomar la perfección y el buen gusto? Ni cómo se alcanzará el conocimiento de un número increíble de instrumentos y máquinas, absolutamente necesarios para asegurar la solidez, la hermosura y el cómodo precio de las cosas. ¿Cómo, sin la química, podrá adelantarse el arte de teñir y estampar las fábricas de loza y porcelana, ni las manufacturas trabajadas sobre varios Metales? Sin la mineralogía, la extracción y beneficio de los más abundantes minerales, ¿no sería tan difícil y dispendiosa, que en vano se fatigarían los hombres para sacarlos de las entrañas de la tierra? ¿Quién, finalmente, sin la metalurgia, sabrá distinguir la esencia y nombre de los metales, averiguar las propiedades de cada uno y señalar los medios de fundirlos, mezclarlos, purificarlos y convertirlos, y los de darle color, brillo, dureza o ductilidad, para hacerles servir a toda especie de manufacturas?»
Para conseguir esta capacitación precisa, Jovellanos propone sean elegidos jóvenes asturianos que, una vez impuestos en gramática, humanidades y lógica, vayan a estudiar a Vergara, a realizar los siguientes estudios: primero, un curso completo de matemáticas; segundo, otro de física experimental; tercero, otro de química; cuarto, otro de mineralogía y metalurgia. Terminados estos estudios, los jóvenes así preparados marcharían a Francia, Inglaterra y algunas otras provincias del Norte para visitar minas, fábricas y talleres, «tomando razón de los métodos, operaciones, máquinas e instrumentos usados en otros países y haciendo de ellos una descripción la más exacta y completa que les fuere posible, para presentarlos a su vuelta a esta sociedad». Fijémonos en la fecha en que Jovellanos formula su programa de capacitación científica y de perfeccionamiento moral, ciclo completo de la cultura, 6 de mayo de 1782.
Jovellanos, verdadero estadista, estaba convencido de que no existe régimen ni gobierno que pueda edificar sobre un pueblo ignorante. Y como él lo que deseaba era construir una patria, no usufructuar el poder, preconizó la educación de los españoles. Terminantes son sus palabras: «Ya no es un problema, sino una verdad generalmente reconocida, que esta instrucción es la medida común de la prosperidad de las naciones, y que así son ellas de poderosas o débiles, felices o desgraciadas, según que son ilustradas o ignorantes.» Constante es la reiteración de este pensamiento. En sus informes y discursos, en el «Reglamento y plan de estudios del Colegio de Calatrava», en las «Bases para la formación de un plan general de [12] Instrucción pública», en la «Memoria sobre la educación» y en tantos otros documentos que de su talento salieron. Sorprende la concepción moderna que de la enseñanza y de los problemas pedagógicos posee este jurista y poeta. Anticipación fecunda la suya si no hubiera sido expuesta en un país dado a la improvisación, a la politiquería y a la vana exaltación de los mediocres. Jovellanos traza sus planes en forma armónica, de conjunto. Con ellos se hubiera logrado la formación integral, sin dejar fisuras en los estratos, sin que exista separación entre lo que se debe al espíritu y lo que ha de otorgarse a la inteligencia. Como base, la virtud; sobre ella, los conocimientos, pero enlazados, sin alteraciones ni superposición que impliquen a la juventud por falsos caminos. Desde la escuela las pruebas de suficiencia, que han de ser completadas en los establecimientos superiores, en los laboratorios. Y es de admirar que en este acertado plan, Jovellanos incluye también la enseñanza premilitar, porque él, tan dado al pensamiento elevado, a la exaltación poética, no se diluye en falsos humanismos. La realidad perfila sus contornos en presencia de su enjuiciamiento, y a ella acopla sus especulaciones. Los juegos tienen gran importancia psíquica y él se la concede. Y también pueden tenerla en el orden físico para un futuro en que cese la actividad del intelecto y se emplee en toda su intensidad la fuerza. La instrucción asentada sobre la educación.
Asturias, la región materna por él tan querida, recibe la palabra, acompañada de la acción, de Jovellanos. Concreción de su pensamiento, seguridad de las posibilidades económicas de su Asturias nativa, es la fundación del Instituto Asturiano, primera escuela de Ingenieros de Minas en España y modelo que Jovellanos quería presentar para la erección de otros establecimientos de enseñanza superior. Dado que el Ayuntamiento de Gijón había solicitado con anterioridad que fuera creada una Escuela de Náutica, Jovellanos acoge esta petición y su deseo del Instituto minero y solicita la creación de un Instituto de Náutica y Mineralogía, donde se puedan «enseñar las ciencias exactas y naturales para criar diestros pilotos y hábiles mineros, para sacar del seno de los montes el carbón mineral y para conducirlo en nuestras naves a todas las naciones». El ministro de Marina, don Antonio Valdés, apoya la idea, y por real cédula de 24 de agosto de 1792 recibió Jovellanos el encargo de establecer la enseñanza de Mineralogía y Náutica, y el 7 de enero de 1794 se inaugura la actividad de ese centro, al que Jovellanos presta su concurso directo. Este ha dictado sus lecciones de Gramática, ha redactado la «Ordenanza», la «Noticia del Real Instituto Asturiano» y ha compuesto la «Oración inaugural».
Ya existe un templo del saber con el lema «Quid verum, quid utile», que responde a su amor a Asturias, la región en donde él ha conseguido que se abran también caminos que pongan en comunicación a los que habitan en las balconadas de los escarpes y encuentran dificultades para darse a la placidez de los valles por donde el agua canta, luego de su descenso vertiginoso desde albos picachos.
Doce años después de haber abogado por la utilización de los recursos asturianos, Jovellanos va a pronunciar la «Oración inaugural» del Real Instituto Asturiano, ante muchos de los que antaño oyeran sus alentadoras palabras. Palabras de aliento que también va a pronunciar ahora, porque los nuevos estudios que se proponen a los asturianos con esta inauguración tienen como finalidad «promover los conocimientos útiles para perfeccionar las artes lucrativas, para presentar nuevos objetos al honesto trabajo, para dar nueva materia al comercio y a la navegación, para aumentar la población y la abundancia y para fundar sobre una misma base la seguridad del Estado y la dicha de sus miembros...» Jovellanos desea que sean buscadas en la Naturaleza «aquellas verdades que están calificadas para el bien [13] y el provecho». Su deseo es que el Instituto mejore la educación pública y lleve a la juventud hacia el campo de la Ciencia, para sacar de la Naturaleza los tesoros que guarda y que entrega a aquellos que la hacen «único objeto de estudio y contemplación».
¡Admirable su invocación a los asturianos!: «¡Oh amados compatriotas! ¡Cuánto se complace mi alma al contemplaros dedicados a tan inocente, tan agradable, tan provechoso estudio; a un estudio tan propio para mejorar y engrandecer vuestro espíritu! ¡Qué escenas tan magníficas no presentará la física a vuestra razón, al pasar en alarde la rica colección de seres que pueblan el universo y al reconocer las eternas leyes que dirigen su movimiento y reproducción; cuando se os enseñare a distinguir la índole de estos fluidos, que traen a nosotros la luz, y el calor, y el fuego, y el sonido; de estas admirables y tenuísimas sustancias que minan y penetran todos los entes y en medio de los cuales nada, por decirlo así, y se sumerge toda la naturaleza! ¡Qué perspectivas tan nuevas y agradables, cuando la química, corriendo el velo misterioso que envuelve la esencia y propiedades de los cuerpos y reduciéndolos a sus simplicísimos elementos, ponga delante de vosotros aquellas afinidades, aquellas íntimas relaciones de amor y de aversión que los atraen o repelen, que los hacen buscarse o huirse y que con tan portentosa armonía los conservan en la gran cadena de la creación!» Anhelos de este patricio que conoce los bienes que se guardan en los «tenebrosos abismos», que está viendo lo que ha de enriquecer a sus paisanos de la tierrina: piedras, sales, betunes, metales... Cuando lleguen esos días de «plenitud y de holganza y de gloria para los asturianos», que en constante panorámica ha contemplado simbólicamente, incluso cuando la plenitud solar sevillana ha borrado toda la bruma de sus quintanas nativas.
Soñaba, soñaba con esa grandeza astur, cuando el 13 de noviembre de 1797, tan sólo un día después de haber sido puesta la primera piedra del edificio para el Instituto Asturiano, recibió el nombramiento de ministro de Gracia y Justicia. Se desconsuela Jovellanos, el hombre que tanto interés tiene en servir a su Patria y en cuyo lustre ha intervenido constantemente. Comprueba una vez más que el sosiego le está vedado, que para él no se ha concedido ese apartamiento creador tan necesario a la acción del pensamiento. Aquel gozo de la contemplación de los arcádicos parajes propios, aquel regusto de lecturas favoritas, aquella intervención creadora, van a tener cabo ahora que se le ordena pasar a la Corte. Y entonces lanza su grito de desaliento: «¡Adiós, felicidad; adiós, quietud, para siempre!» Pero el hombre permanece. En el pesar que le abruma, en esa zozobra ante lo que es una incógnita no del todo desconocida para él, Jovellanos no piensa tan sólo en él; piensa en los demás, en el bien que pueda allegar a sus compatriotas. Y anota también en su Diario: «Empieza la bulla: venida de amigos y la de los que quieren parecerlo; gritos y abrazos, mientras yo, abatido, voy a entrar en una carrera difícil, turbulenta, peligrosa; mi consuelo, la esperanza de comprar con ella la restauración del dulce retiro en que escribo esto; haré el bien y evitaré todo el mal que pueda; dichoso si vuelvo inocente.»
Si cualquier pasaje de las obras de Jovellanos, si un esbozo cualquiera de su vida, no dieran la pauta para juzgar a este varón todo claridad, el período transcrito nos lo delinearía con firmes trazos. Él, que va hacia la vorágine política, que ve cortada la placidez de su vivir consagrado al estudio y a la creación, no se ofusca ante el posible dolor propio, sino que mantiene su propósito benefactor del prójimo. Y junto a este beneficio a los ajenos coloca el beneficio propio. Pero no el que en materia económica se granjean los políticos banales, que son sujetos activos del cohecho, sino el espiritual con que se refacciona [14] la conciencia. «Dichoso si vuelvo inocente...»
También como el paisano de la canción, gala del cancionero astur, Jovellanos pasó el puerto de Pajares con mucha pena. Se encaminaba hacia la Corte a cumplir una penosa obligación.
Jovellanos, dramaturgo
En mayo de 1782, durante aquella estada tan fructífera del gran patricio en Asturias, se representaron en Gijón las dos obras capitales de su dramaturgia, la tragedia Pelayo y el drama El delincuente honrado, ambas gestadas en el tiempo en que desempeñaba su cargo de alcalde del Crimen en la Real Audiencia sevillana. La segunda de esas obras incluye a Jovellanos en el prerromanticismo. Ya había dado en sus versos, pese a su mantenimiento de la ortodoxia clásica, pruebas de esa adscripción prerromántica. Ha evocado lo medieval, ha aludido a los «medrosos claustros», a la «plateada luna», a esa «voz tremenda» que surge del «centro oscuro», a la «taciturna mansión». Y el ciprés no tiene para él sentido de exorno, sino de misterio. Todos estos motivos parecen influir en la concepción y desarrollo de su Delincuente. El tema es romántico: el choque entre la ley escrita, positiva, y la ley moral, natural. Lo convencional, lo que los hombres han establecido, enfrentado a imperativos inmodificables.
Jovellanos, que es magistrado desde su juventud, ha comprobado lo lesivo de la letra de los Códigos cuando hay que aplicarla sin otro enfoque que el objetivo, cuando no se deja al arbitrio judicial la modificación de los preceptos. Por eso lanza su grito de rebeldía, que ha sido recogido por los espíritus selectos para reiterarlo ante las sociedades. No existe concepción escueta del delito, ni tipo de criminal uniforme, que obligue a la generalización penológica. Lo que había de mantener la escuela moderna, y por lo que luchó denodadamente esa excelsa mujer que se llamó Concepción Arenal.
Al final de la que él califica de comedia, pero que por sus tintes emotivos debe ser comprendida entre las dramáticas, Jovellanos coloca unas palabras del penalista italiano, modificador de sistemas y con el que debe unirse siempre el nombre de nuestro Ladirzábal, que son todo un grito de protesta ante sistemas estratificados: «¡Dichoso yo, si he logrado inspirar aquel dulce horror con que responden las almas sensibles al que defiende los derechos de la humanidad!»
Jovellanos quiso ocultar su nombre como autor de esta pieza teatral tan comentada, pero pudo más en él aquel amor que sentía hacia ella y que le lleva a ponerla como modelo en su «Curso de Humanidades Castellanas». El autor nos da a conocer cómo surgió la obra: «Una disputa literaria suscitada en cierta tertulia de Sevilla a principios del año 1773, produjo la comedia que ahora damos a luz. A poco tiempo de escrita pasó confidencialmente a manos de un amigo del autor, y muy luego a la noticia de otros muchos, por una de aquellas casualidades que suelen evaporar los secretos de literatura más bien guardados. En 1774 se representó por primera vez en el teatro de Aranjuez o de San Ildefonso, y de allí fue transplantada a los demás de España, donde siempre se recibió con general aplauso.» Luego prosigue la historia de la obra, a la que puso en verso «añadió y desfiguró cierto ingenio de la Corte». Así fue aplaudida todavía «sobre las tablas de Madrid». Nuevas modificaciones que quebrantaron el vigor del original, hasta que en 1777 la elogiaron en Cádiz «los cultos extranjeros establecidos en aquella plaza», uno de los cuales la tradujo al francés y fue representada en teatros galos. Al año siguiente un alemán la vertía en Sevilla a su idioma propio, y en 1779 lo era al inglés, con admisión en todos los teatros de Inglaterra.
Ese asenso internacional fuerza al [15] autor a presentarla al público «bien impresa y fielmente corregida». Lo hace porque cree que con ello presta un servicio al público. La obra se corresponde con los postulados mantenidos por Jovellanos en «Curso de Humanidades Castellanas»: «Algunos pretenden que el éxito de esta acción haya de ser precisamente infeliz; pero los más de los críticos llevan que no es absolutamente necesario y que bastará que el héroe o personaje principal se vea en grandes peligros y persecuciones, que conmuevan fuertemente nuestros ánimos y nos interesen a favor de la virtud oprimida.» Con el procedimiento preconizado por él, se logran los fines propuestos: «Así se conseguirán todos los fines morales de la tragedia, interesándonos a favor de la virtud oprimida.» ¡Siempre el deseo de amparo en el jurisconsulto-poeta, que así acusa lo agudo de su sensibilidad, y que, al expresarse de este modo, ya afirma una nueva concepción! Buen propósito este de sensibilizar que obsesiona a Jovellanos, y por eso predica constantemente la ilustración, pero completa. Porque si a la obtención de conocimientos no se une la educación que lima aristas de animalidad nada se habrá conseguido. ¡Bien definido el camino que conduce a la adquisición de sensibilidad!
Dos obras teatrales en el acervo de Jovellanos. El título de una de ellas es, como ya hemos indicado antes, Pelayo, tragedia escrita en 1769 y corregida a poco de su terminación. En el prólogo hace el autor una advertencia demostrativa de unos sentimientos que no torcieron su decisión como español cuando fue llegada la ocasión terrible de las definiciones que ponen en juego la vida propia: «Si los franceses imitaron a los griegos, yo imito a los franceses, aunque en la pureza de la lengua y en el sentimiento patrio no quiero dejar de ser español.» Esta tragedia también fue conocida con el titulo de Munuza.
Está escrita en buenos versos libres, que no se hacen pesados ni aun en la lectura, y que, por su tono, por la elevación del pensamiento, muestra interés interpretativo, dando lugar al lucimiento de los actores a quienes corresponde la encarnación de los personajes. Patriótica, cual cumple al título y al autor, se reviste en algunas escenas de matices epopéyicos y en su desarrollo canta la grandeza de unas horas en que se iniciaba el recobro de territorios que llegarían a formar un imperio.
Su argumento hace referencia a Munuza, gobernador moro de la plaza de Gijón, el que se vale de la situación política para intentar contraer matrimonio con Dosinda, la hermana de Pelayo. Quiere valerse de la fuerza para conseguir su propósito, y son el mismo Pelayo y el prometido de Dosinda, el noble godo Rogundo, los que frustran el propósito de Munuza dándole muerte. Los caracteres están certeramente trazados y el juego pasional está bien llevado. El verso es en todo momento fiel servidor de las ideas e influjos de los personajes que intervienen en la tragedia. Por su boca, el mantenimiento de la independencia, la oposición a yugo que únicamente sufren los pueblos cobardes. Claramente expuesta se halla la situación y el pensamiento en el concepto de Rogundo:
¿... y la conquista
pudo adquiriros el poder violento
de profanar los vínculos más santos?
La fuerza y la invasión hicieron dueño
de esta ciudad al moro; pero el moro
contentó su ambición con el terreno,
sin pasar a oprimir nuestro albedrío.
Ante la repercusión de El delincuente honrado, cede la fama de Pelayo. fue gestada esta obra con el deseo de llamar la atención de los que en la sociedad tienen una responsabilidad acerca de una injusticia punitiva, la que equiparaba en intencionalidad a provocado y provocador en los duelos. El jurista que es Jovellanos, no se contenta con la eficacia que en estrados pueda tener su razonamiento, y busca una tribuna de mayor amplitud, encontrándola en el tablado de la farsa. Más fuerza han de tener [16] sus argumentos, expuestos por personajes que los apoyan con voz, ademán y gesto, que si salen de una oración forense o si son motivo de alegatos escritos a los que no se les puede dar la vida que alcanzan en la representación teatral. Lustrar el honor era el fin principal de los duelos. El honor, esa cosa sutil que a veces está puesto en flaquezas de mujer, según el bello verso del dramaturgo clásico. El honor, del que tiene este concepto uno de los personajes de la obra de don Gaspar: «Yo bien sé que el honor es una quimera; pero sé también que sin él no puede subsistir una monarquía, que es el alma de la sociedad, que distingue las condiciones y las clases, que es el principio de mil virtudes políticas.»
El argumento de El delincuente honrado es como sigue: Torcuato ha causado una muerte en desafío. Contra su voluntad, ha tenido que ser homicida. Un hombre le ha insultado en forma baja, rastrera, lanzándole al rostro como un estigma la ilegitimidad de su origen. Como él es un hombre honrado, que ha podido, a fuerza de trabajo y virtud, hacerse un nombre, no puede tolerar el insulto. Azares de la vida han llevado a Torcuato a contraer matrimonio con la viuda del hombre a quien él ha quitado la existencia. Cuando la obra comienza, las autoridades talonean ya al matador, del que creen poseer una pista. Torcuato ve que le falta ese asilo contra el rigor de las leyes que le acechan. Su estado es febril, como lo demuestra, en la escena con su amigo, el resumen que de su vida hace en ella:
Torcuato. —El cielo me ha condenado a vivir en la adversidad. ¡Qué desdichado nací! Incierto de los autores de mi vida, he andado siempre sin patria ni hogar propio, y cuando acababa de labrarme una fortuna, que me hacía cumplidamente dichoso, quiere mi mala estrella...
Apunta el sino en la concepción de este hombre que se duele de su situación. Signo típicamente romántico.
Cuando queda solo, aparece uno de los dos magistrados que contrapone Jovellanos en esta obra, don Simón. Este no comprende otra cosa que la ley tal y como va escrita de mano del legislador, sin causas modificadoras. El otro, don Justo, es humano, piensa en la causa de los demás, no acierta a comprender que exista una persona que pueda dormir tranquila en tanto los infelices maldicen su descanso. Jovellanos tiene mucha parte en la etopeya de este magistrado, que luego resulta padre de Torcuato.
En cuanto a don Simón, padre de Laura, la mujer ahora de Torcuato, un pasaje de la escena desarrollada con su yerno nos dará certero su pensamiento:
Simón. —¿De las leyes? ¡Bueno! Ahí están los comentarios que escribieron sobre ellas; míralos y verás si las conocieron. Hombre hubo que sobre una ley de dos renglones escribió un tomo en folio. Pero hoy se piensa de otro modo. Todo se reduce a libritos en octavo, y no contentos con hacernos comer y vestir como la gente de extranjía, quieren también que estudiemos y sepamos a la francesa. ¿No ves que sólo se trata de planes, métodos, ideas nuevas?... ¡Así anda ello! ¿Querrás creerme que, hablando la otra noche don Justo de la muerte de mi yerno, se dejó decir que nuestra legislación sobre los duelos necesitaba de reforma, y que era una cosa muy cruel castigar con la misma pena al que admite un desafío que al que le provoca? ¡Mira tú qué disparate tan garrafal! ¡Como si no fuera igual la culpa de ambos! Que lea, que lea los autores, y verá si encuentra en alguno tal opinión.
Queda descrito un carácter, indicado un mantenimiento de criterio cerrado a las modificaciones humanas de la ley. Frente a esta opinión petrificada, la de Torcuato, abierta a todo lo que pueda servir para aminorar un mal, acorrer una desdicha:
Torcuato. —La buena legislación debe atender a todo, sin perder de vista el bien universal. Si la idea que se tiene del honor no parece justa, al legislador toca rectificarla. [17] Después de conseguido se podrá castigar al temerario que confunda el honor con la bravura. Pero mientras duren las falsas ideas es cosa muy terrible castigar con la muerte una acción que se tiene por honrada.
Con lo trascrito, quedan elementos suficientes para comprender lo que Jovellanos se propuso al escribir esta obra, en la que reúne sus facetas de jurista, hombre de evangélica actuación, poeta y pensador.
Al acabar el primer acto, luego de la escena en donde don Simón ha expuesto sus teorías, Torcuato considera que no existe resquicio ya en su vida por donde puedan filtrarse luces amparadoras.
El segundo acto es acaso lo más teatral de la obra, y durante todo él domina el patetismo en las dos figuras centrales, Torcuato y Laura. Escenas de ternura, de encontrados sentimientos, de alternativas anímicas. Al saber que su amigo Anselmo ha sido detenido como el presunto duelista que causó una muerte, Torcuato se decide. Sabe que no puede salvar a su amigo sino a costa de vida, pero le horroriza que el otro sufra el rigor de la ley, y acaso de la tortura, que arranca gritos a la inocencia oprimida en un siglo que respeta a la humanidad. Termina el acto con las emotivas palabras de Torcuato, que sabe a lo que le obliga el honor: «Perdona, triste Laura; tú, cuyas virtudes eran dignas de suerte más dichosa; perdona a este infeliz el sacrificio que va a hacer de una vida que es tuya, en las aras del honor y de la amistad.»
Torcuato, se ha delatado. Su criado Felipe da cuenta a don Simón, en presencia de su hija Laura, de que su señor ha logrado que don Anselmo, que quería sacrificarse por su amigo, se retracte. El sólo es el duelista matador. La reacción de don Simón se ajusta en un todo a su pensamiento, y para él no existe duda: su yerno es un pícaro engañador. Pero sus palabras resbalan ante el convencimiento que de la inocencia de su esposo tiene Laura, la que se dispone a actuar en favor del que ahora ha de habérselas con lo inflexible de la ley. Don Justo, el magistrado, da fin al acto tercero con estas palabras: «...Pero no hay remedio; el rey lo manda y es fuerza obedecer. Yo no sé lo que me anuncia el corazón ...Este don Torcuato... El está inocente... Un primer movimiento... un impulso de su honor ultrajado... ¡Ah, cuánto me compadece su desgracia!... Pero las leyes están decisivas. ¡Oh leyes! ¡Oh duras e inflexibles leyes! En vano gritan la razón y la humanidad en favor del inocente... Y seré yo tan cruel que no exponga al Soberano... No; yo le representaré en favor de un hombre honrado, cuyo delito consiste sólo en haberlo sido.»
Al fin logra la obra el final plácido que todos desean ante la bondad de los personajes y lo justo de la causa en que están implicados. Don Justo, a pesar de conocer que es padre del reo, ha tenido que confirmar la real voluntad, y don Torcuato sufre la condena fatal. Pero, Anselmo, que ama de modo extraordinario a su amigo, corre desde Segovia, población de la escena, a Madrid, y logra el indulto de quien es honrado en todo momento y que ha estado a punto de perecer de no darse esa demostración efectiva de la amistad, que hasta al mismo rey ha hecho verter «tiernas lágrimas». Una vez más sobre el frío razonamiento se ha impuesto el latido del corazón. La razón vencida por el sentimiento.
Jovellanos ante el paisaje
Don Gaspar, hombre de la acusada sensibilidad que demuestra su obra, que no es de aquellos en que el hombre se halla en contraposición con su prédica, tenía que sentir el paisaje, que captarlo en todos sus componentes capaces de mostrarlo corporeizado ante quien a él llegara. Jovellanos pasa por vegas, puertos, laderas, costas, y percibe con propiedad lo que dice la cumbre, la [18] barrancada, el hondón adonde van a fenecer canturías de aguas. En lo inerte puso Jovellanos gran parte de ese amor con que se asoma a la vida y a los libros. Cuando en coche, a caballo o a pie, cruza los campos de España, muestra avidez por conocerlos, por penetrar en ellos y en su significado. De cómo ha logrado la autenticidad dejó testimonio en sus apuntes de viaje, en sus notas... Posee un modo especial de ver, acordado a su original concepción de lo que el paisaje es en sí, y correlacionado a otros elementos humanos y físicos. Ya hemos aludido en otra parte de este trabajo a su descripción de El Paular en su famosa epístola Fabio a Anfriso. En esta y en la Epístola a Batilo, utilizó el verso para trasladar de la Naturaleza en acertada operativa. Pero no sólo se confió al verso para esa labor de certero paisajista; empleó en ella la prosa, que alcanza gran plasticidad y concisión. Sensación ante el paisaje, podría titularse un estudio en donde se recogiera cuanto el varón justo captó de las tierras de su España, y, en plano destacado, de su Asturias nativa y de las comarcas que le ponen cíngulo de montañas. En ese estudio quedaría acreditado, si testimonios de otros escritores no fueran suficientes en el propósito demostrativo, que no fue necesario que llegaran las postrimerías del siglo XIX para valorar el paisaje como con exceso de atrevimiento se ha venido sosteniendo. Ni tampoco para dar sensación de sensibilidad.
Se abre el Diario Primero de Jovellanos en 20 de agosto de 1790, en que vuelve de Salamanca a Madrid, viaje suscitado por la prisión de su excelente amigo el conde de Cabarrús. En ese Diario hallamos apuntes como éste, cuya paternidad no se hubiera negado a otorgar el escritor de más moderna concepción: «En la jornada de Ribadesella, por Collia: Telas de araña hermoseadas con el rocío; así (las diseña): Cada gota, un brillante redondo, igual, de vista muy encantadora. Marañas entre las árgomas (aulagas), no tejidas vertical, sino horizontalmente; muy erradas, sin plan ni dibujo. ¡Cosa admirable! Hilos que atraviesan de un árbol a otro a gran distancia, y que suben del suelo a las ramas sin tocar el tronco, metiéndose en un callejón. ¿Por dónde pasaron estas hilanderas y tejedoras, que sin trama ni urdimbre, ni sin lanzadera, peine ni enjullo tejen tan admirables obras? ¿Y cómo no las abate el rocío? El peso del agua que hay sobre ellas excede, sin duda, en un duplo al de los hilos. Todo se trabaja en una noche; el sol del siguiente día deshace las obras y obliga a renovar la tarea.»
El Diario Segundo lo comienza un año después. El primero lo ha dedicado a recorridos por su tierra nativa; el segundo tiene mayor amplitud comarcal. De las Asturias de Oviedo a las de Santillana, y de éstas a Vasconia, para bajar a Castilla, y desde aquí, por tierras de León, volver a su retiro asturiano. En este Diario, escrito con la minuciosidad y percepción en él características y en el que se puede recoger datos que afectan al costumbrismo, a las artes, a la práctica agrupecuaria y a las industrias peculiares, describe la tierra alavesa como llana, árida, rasa y batida de los vientos, y califica así el panorama que se le abre cuando deja los límites de la provincia de Álava: «Enormes peñas de Pancorbo, de sublime y hórrida vista. Pasadas, aparecen los inmensos llanos de Castilla, a que sirve de llave y entrada a aquel paso.» Sigue adelante y se encuentra «lugares viejos, sucios y malos edificios». Sigue captando el poeta, que en él alterna con el sociólogo: «Se ve la espalda de los montes divisorios de Castilla que describen lo exterior de los círculos que se ven en las provincias del Norte español. Ninguna peña ni piedra, sino guijo, mineral antiguo, lecho de ríos y torrentes...»
El Diario Tercero muestra la amplitud del recorrido que, a partir de Gijón, realiza, Tierras asturianas, leonesas en este viaje, que asombra por los lugares recorridos y las observaciones hechas. En él ha visitado el Bierzo, que está [19] esperando que otro viajero, poeta como Jovellanos, enmarque con él, con sus bellísimos parajes, a los dos personajes de su deliciosa novela romántica. La exuberancia de cuanto ve le arranca aquella exclamación que basta para comprender lo que el paisaje es al alma pura de Jovellanos: ¡Oh Naturalaza! ¡Qué desdichados son los que no pueden disfrutarte en estas augustísimas escenas, donde despliegas tan magníficamente tus bellezas y ostentas toda tu majestad!». A la sombra propicia de un avellano, junto a la sonoridad de las aguas, este grito de una sensibilidad que en su tiempo no tuvo superación.
Un viaje a Pravia, el pueblo tan cantado entre quejumbres de gaita, es el contenido de su Cuarto Diario. Durante este viaje visita parajes de Guimarán, hasta los que llegaría con el tiempo un cáustico escritor, a quien las vayas que prodiga a diario no impiden mostrar un alma de poeta, sensible también a los efectos del paisaje. Desde ese sector prosigue su viaje Jovellanos, que ha de extasiarse ante ingentes montañas, donde se pone a prueba la fortaleza del astur, legitimo descendiente de aquellos antiguos defensores de la independencia, que supieron aprovechar bien el escenario en donde les correspondía actuar bélicamente. Ante esas montañas de fantasmagórica masa, Jovellanos no reprime su asombro: «¡Qué espectáculo el que ofrecen las peñas de Escobio miradas de la parte de Belmonte!»
La desigualdad con que se trata a los vaqueiros, esa raza cuyo origen es un misterio y cuyos componentes son los que más saben del diálogo de la peña y del agua, le hace testimoniar su repulsa: «¡Cuándo querrá el cielo vengar a la mayor parte del género humano de tan escandalosas y ridículas distinciones! Me avergüenzo de vivir en un país que las ha criado y las fomenta. Pero al cabo la razón vengará algún día las injurias que hoy recibe de la ignorancia.»
Otros cinco Diarios más cierran este apuntamiento de don Gaspar respecto a los pueblos y parajes de España. En todos ellos el mismo tono, la misma sensación, idéntica preocupación por cuanto ve y adivina. Por estos cinco Diarios pasan las mismas tierras asturianas y las que hasta el confín pirenaico se extienden, más las que van descendiendo a Castilla la Vieja para su continuidad en las que enlazan con la Mancha. Con las notas espirituales, con los esbozos de paisaje, con las descripciones artísticas, se unen los apuntes sociológicos, la preocupación por los problemas que él considera como decisivos para su Patria: «¿Cómo, pues, tanta pobreza? Porque hay baldíos; porque las tierras están abiertas; porque el lugar es de señorío del duque de Alba; porque hay mayorazgos, vínculos, capellanías... ¡Oh suspirada ley agraria!» El anhelo de carreteras, tan exteriorizado por los pueblos de España y del que se valieron para sus forzosas electorales tantos cuneros, lo recoge Jovellanos, que desea enlazar los pueblos de su España con esas líneas que se van perdiendo por entre los campos para sacar del aislamiento a las comunidades. Ha abogado ya por la carretera general de Asturias, pero no está muy seguro de los logros: «Todo el mundo cuenta con la carretera; yo aún no. ¡Ah! ¡Si lograse dar este auxilio a mi país y a las provincias vecinas! De él depende la felicidad de unas y otras.»
Una moderna edición de esta colección de Diarios de Jovellanos sería una aportación eficaz al conocimiento de un pasado sin el cual no podrá totalizarse el estudio de la. evolución social española, que también serviría para explicar acontecimientos que han ido encadenándose en el transcurso de siete cuartos de siglo.
La Ley Agraria
El informe de la Sociedad Económica de Madrid al Real y Supremo Consejo de Castilla, en el expediente de Ley Agraria, es pieza fundamental en la obra [20] total de Jovellanos y uno de los documentos más meditados de cuantos fueron redactados en España referentes a cuestión capital de la economía nacional. Hombre de realidades, Jovellanos no habla nunca de memoria cuando trata una cuestión básica para la nación. Estudia y observa. Cuando se enfrenta con el campo realiza una doble captación, estética y sociológica. Para la primera está el poeta, para la segunda el sociólogo, estadista en potencia cuyos conocimientos y austeridades no supieron ser recogidos por quienes estaban obligados a hacerlo en beneficio de España. La sociedad encarga de la redacción de ese informe a Jovellanos, segura de que únicamente un hombre de su talento puede salir avante en empresa tan dificultosa. Y Jovellanos da cima a su obra y lega a la posteridad una admirable tesis.
A petición de algunas poblaciones, autoridades, determinados individuos de prestigio y entidades interesadas, fueron instruidos varios expedientes sobre cuestiones relacionadas con el progreso de la agricultura y el trabajo agrícola. De 1752 a 1769 se fueron acumulando estos estudios que tanto interesaban a la economía nacional. En 1771 se ordenó que todo el trabajo acumulado se reuniera en un expediente único, juntamente con otro que a instancias de Campomanes se había iniciado referente a una Ley Agraria. A este asesoramiento de carácter nacional concurrieron los Sexineros, procuradores generales de Salamanca, Ciudad Rodrigo, Ledesma y Segovia; los intendentes de Soria, Burgos, Ávila, Ciudad Rodrigo, Granada, Córdoba, Jaén, Ciudad Real y Sevilla: el decano de la Audiencia de esta última ciudad y el procurador general del Reino. fue después de todas estas intervenciones cuando fue requerida la Sociedad Económica de Madrid para que interviniera, a cuyo efecto le fueron remitidos todos los documentos incorporados, los que formaban un expediente de noventa piezas de autos. La Comisión o Junta de la Ley Agraria que había sido designada para estudiar el asunto, lo extractó para conocimiento de los vocales. Este fue el origen del Memorial ajustado, que apareció en 1784. La Junta, luego de detenida deliberación, dio el encargo de redactar la respuesta a su vocal Jovellanos. Con su informe, se esté conforme o no con la totalidad de los puntos de vista por él fijados, se coloca este economista en la línea de los grandes tratadistas acuciados por el bien de su Patria.
Comienza su informe aludiendo a las guerras que han dificultado el desarrollo de la agricultura nacional hasta comienzos del siglo XVII y afirma «que el cultivo se ha acomodado siempre a la situación política que tuvo la nación coetáneamente», sin que hubiera otra causa que más influyese en él. Como es natural, la tendencia al progreso que muestra la agricultura, todas las leyes que sobre ella se dicten, han de encaminarse a «proteger el interés de sus agentes, separando todos los obstáculos que pueden obstruir o entorpecer su acción y movimiento».
A su juicio, las leyes agrarias únicamente pueden dirigirse a tres fines: la extensión, la perfección y la utilidad del cultivo. Como quiera que las leyes agrarias han de tener como mira la protección del interés particular de sus agentes, han de remover los estorbos que se opongan a esa finalidad. Los estorbos pueden ser clasificados en la tesis de Jovellanos en tres clases: políticos, morales y físicos. Comienza su análisis, de los comprendidos en la primera clase, estudiando los Baldíos. Al estudiarlos, Jovellanos muestra su aversión a cuanto sea privilegio para el ganado, lo que había luego de desarrollar en el apartado que dedica a la Mesta. Tajante es la solución propuesta por este ponente respecto a los Baldíos: «Estas reflexiones bastan para demostrar a vuestra alteza la necesidad de acordar la enajenación de todos los baldóos del reino.» Esa enajenación acarrearía la progresión económica, y con ella las gentes poblarían infinitos parajes entonces desiertos. En cuanto a los sistemas de [21] otorgamiento de estas propiedades resultantes de la distribución propugnada, Jovellanos no generaliza, sino que indica: «Es por lo mismo necesario acomodar las providencias a la situación de cada provincia y preferir en cada una las más convenientes.» El latifundio andaluz, base de tanta injusticia social, lo trata con una anticipación asombrosa de soluciones equitativas: «En Andalucía, para ocurrir a su despoblación convendría empezar vendiendo a censo reservativo a vecinos pobres e industriosos suertes pequeñas, pero acomodadas a la subsistencia de una familia, bajo de un crédito moderado, y con facultad de redimir el capital por partes, para adquirir su propiedad absoluta. Este rédito pudiera ser mayor para los que labrasen desde los pueblos, y menor para los que hiciesen casa y poblasen su suerte; mas de tal modo arreglado, que el rédito más grande nunca excediese del dos, ni el menor bajase del uno por ciento del capital, estimado muy equitativamente; porque si la pensión fuese grande, se haría demasiado gravosa en un nuevo cultivo, y si muy pequeña, no serviría de estímulo para desear su redención y la libertad de la suerte.» Para todas las regiones propone la solución correspondiente.
Idéntica providencia propone para las tierras concejiles, otro de los estorbos políticos que considera. Quiere unir Jovellanos el interés social con el individual, y aún llega a afirmar rotundo: «Ni la sociedad hallaría inconveniente en que se hiciesen ventas libres y absolutas de estas tierras.» Cree que los fondos resultantes de estas ventas acrecentarían las rentas de las comunidades.
Tratada la propiedad comunal o concejil, Jovellanos trata de la abertura de heredades, y califica de «bárbara y vergonzosa» la prohibición de cerrar las tierras, lo que va en menoscabo de la propiedad individual. Detenido es el estudio jurídico que realiza, demostrativo de que esa prohibición no se halla en el derecho histórico, procede de una ordenanza circunscrita al territorio de Granada. Decisivos son sus argumentos para terminar con lo que califica de «hipoteca de la sociedad», que va contra los intereses de los propietarios, pues que sólo beneficia a ganados y viandantes, que encuentran a su disposición las fincas abiertas. La conclusión que establece es el inmediato cerramiento de las tierras laborables de España.
Intenta adscribir totalmente el colono a la tierra: «Una inmensa población rústica derramada sobre los campos, no sólo promete al Estado un pueblo laborioso y rico, sino también sencillo y virtuoso. El colono situado sobre su suerte y libre del choque de las pasiones que agitan a los hombres reunidos en pueblos, estará más distante de aquel fermento de corrupción que el lujo infunde siempre en ellos con más o menos actividad. Reconcentrado con su familia en la esfera de su trabajo, si por una parte puede seguir sin distracción el único objeto de su interés, por otra se sentirá más vivamente conducido a él por los sentimientos de amor y ternura, que son tan naturales al hombre en la sociedad doméstica.» Vuelta a los campos preconizada por Jovellanos, oponiéndose a la continuidad de la «muchedumbre de propietarios de mediana fortuna, que amontonados en la corte y en las grandes capitales, perecen en ellas a manos de la corrupción y del lujo» y con ella la «turba de hombres miserables e flusos, que huyendo de la felicidad que los llama en sus campos, van a buscarla donde no existe, y a fuerza de competir en ostentación con las familias opulentas, labran en pocos años su confusión, su ruina y la de sus inocentes familias».
Luego de oponerse a la protección parcial de los cultivos que contribuye al atraso de los que no gozan del privilegio protector, trata de la renta de las tierras y concluye el apartado con la afirmación de que no puede esperarse la prosperidad de la agricultura «de sistemas de protección parcial y exclusiva, sino de aquella justa, igual y general protección que, dispensada a la [22] propiedad de la tierra y del trabajo, excita a todas horas el interés de sus gentes».
Con gran pasión trata de la Mesta, no obstante afirmar que lo hace «libre de las encontradas pasiones con que se ha hablado hasta aquí de la Mesta». El apartado está rebosante de geniales apreciaciones, de consideraciones propias. Jovellanos no se dejaba influenciar jamás, y su doctrina tiene el marchamo de la exclusividad. No podrá ser tratada la Mesta en estudio de conjunto sin acudir a la apreciación que de ella hace Jovellanos. Como tampoco podrá enjuiciarse el problema de la desamortización sin tener presente lo que Jovellanos postula en este Informe respecto a la amortización. Serenidad apreciativa la suya, con el ideal del bien común sobre todas las cosas.
Abolidos los Mayorazgos, el interés de su apreciación por Jovellanos no alcanza al hombre actual sino como aportación en posibles estudios de carácter histórico, pero sí le afecta el estudio de sus opiniones referentes a los restantes estorbos que él ha fijado como onerosos al desarrollo agrícola de la nación. En la distancia, no han perdido mucho de su valor, y aún, en algunos casos, no carecen de aplicación. En la obra de limpieza toca su parte a la nación, pero las provincias y los concejos no quedan exentos de obligaciones. A todos incumbe poner remedio a los males que quedan determinados en el extenso Informe, a cuyo término hace este ruego, que puede tomarse como resumen de todo lo expuesto: «Dígnese, pues, vuestra alteza de derogar de un golpe las bárbaras leyes que condenan a perpetua esterilidad tantas tierras comunes; las que exponen la propiedad particular al cebo de la codicia y de la ociosidad; las que, prefiriendo las ovejas a los hombres, han cuidado más de las lanas que los visten que de los granos que los alimentan; las que, estancando la propiedad privada en las eternas manos de pocos cuerpos y familias poderosas, enriquecen la propiedad libre y sus productos, y alejan de ella los capitales y la industria de la nación; las que obran el mismo efecto encadenando la libre contratación de los frutos, y las que, gravándolos directamente en su consumo, reúnen todos los grados de funesta influencia de todas las demás. Instruya vuestra alteza la clase propietaria en aquellos útiles conocimientos sobre que se apoya la prosperidad de los estados, y perfeccione en la clase laboriosa el instrumento de su instrucción, para que pueda derivar alguna luz de las investigaciones de los sabios. Por último, luche vuestra alteza con la Naturaleza, y, si puede decirse así, oblíguela a ayudar los esfuerzos del interés individual o, por lo menos, a no frustrarlos.» El diagnóstico con la anticipación suficiente.
Persecución
Los méritos de Jovellanos fueron reconocidos con sorprendente unanimidad, y sobre él recayeron nombramientos académicos y cargos. (En tanto, se aprestaban a caer sobre él sus contados enemigos, esos resentidos que siempre encuentra en su camino el justo.) El 16 de octubre de 1797, hallándose en Pola de Lena, le notifican que ha sido, nombrado embajador en Rusia, y un mes después recibe el nombramiento de ministro de Gracia y Justicia. En noviembre siguiente se encarga del despacho correspondiente a su alta jerarquía administrativa. Pero poco tiempo desempeña su cargo, puesto que en 15 de agosto del año siguiente es exonerado del cargo de ministro. Tres personajes a los que enfocó críticamente la Historia, van a desplegar su ataque solapado contra el benemérito astur. Son estos personajes la Reina María Luisa, Godoy y Caballero. No basta ya con su alejamiento de la Corte, como ocurrió en 1790, ahora es preciso que la ofensiva deje más hondas huellas. Jovellanos sale para Trillo el día 20. Allí toma las aguas y continúa hacia su destierro, y entra en Gijón el 27 de octubre.
En su retiro de Gijón no alcanza el [23] sosiego esperado, y del que disfrutó en otras ocasiones. La emoción de estar en su tierra no es suficiente a aquietarle. El valido queda en la Corte y con él los que desean perder a este patriota. Contra la opinión de Godoy en sus «Memorias» de haber ayudado al patriota de Gijón, están los hechos. La intriga persiste, se buscan pretextos, se atribuyen hechos, se intenta por todos los medios justificar una persecución oficial, y ya es sabido que cuando esto se intenta y se prohíbe al acusado todo medio lícito de defensa, la culpabilidad aparece comprobada en todos los extremos de la acusación.
En los documentos reservados del Archivo de Gracia y Justicia está la clave de esta persecución, que se fundamenta en alardes de sicofante y en el apoyo que a los delatores de infundadas comisiones prestan los que usurpan el poder. El primero de esos documentos, que está destinado «Reservadísimo a los Reyes nuestros Señores», es modelo de ¿es enfado y de servilismo. En él se llega a negar a el apellido Jove, que se dice ha usurpado. Dado ese comienzo, puede colegirse el contexto total de la denuncia, en la que se le acusa de haberse entregado a «esta pésima filosofía del día»; se le niega la solidez de su oratoria, y a éste se la toma por mera verbosidad. Se le considera incluido entre los hombres ambiciosos, orgullosos, que se llenan de ambición. De sugestión en el Ministerio se hace este resumen: «Arbitro en este tiempo de alguna manera en dispensar gracias y aplicar la justicia, sólo se advirtió en ambas cosas un no disimulado espíritu de partido y afición hacia sus paisanos y secuaces de su opinión; un enfadoso orgullo que le hacía falsamente creer que él solo era el sabio, y los que le seguían y los demás, unos ignorantes de primer orden.» Si ésta fue la conducta en la Corte, en Gijón, se dice, «comenzó a colocarse en un verdadero despotismo, independencia y libertad, arrollándolo todo y cerrando los ojos y oídos a toda ley».
A continuación da la prueba de esa despótica actitud: El monumento que a Jovellanos ha sido erigido por el «mismo Principado de Oviedo, fijado en las mismas murallas de la ciudad». Copia la inscripción y luego niega toda intervención a Jovellanos en el progreso de su país y termina solicitando de Sus Majestades «una situación y estado que sea el escarmiento de él y de los infinitos libertinos que abrazan su perniciosa doctrina y máximas corrompidas, que apestan más que la misma peste a toda nuestra España...» El documento es seguido luego por una orden de Caballero para que sea comprobado si es cierto que la inscripción del monumento se corresponde con la nota enviada. En ella se impone la «absoluta reserva», y se ordena, luego de otros extremos de baja chismografía, se dé cuenta de «cuanto sepa o pueda saber de la conducta, sentimientos y opiniones del expresado señor Jovellanos, procediendo con la mayor cautela, y en el supuesto de que son muchos los partidarios que tiene en ese Principado, a quienes se les debe ocultar cualquiera indagación que se haga sobre el caso, en el cual debe ser toda suma prudencia». La contestación a este oficio, en donde se incita a la delación, es obra de don Andrés Lasauca, y lleva fecha de 26 de noviembre de 1800. No obstante el propicio camino que se abre a este señor de secundar a Caballero, en su contestación no se aliene sino a la verdad. El monumento ha sido obra de la Diputación, y en lo restante no ha hallado cargo alguno que recoger. Del mismo son otros informes que subsiguen al primero, ya aludido, los que tampoco fundamentan culpabilidades. La vida de Jovellanos no da «ocasión por ningún capítulo a hacerse reprensible. Se mantiene sin fausto alguno, con muy poca familia, que todavía ha disminuido últimamente, y no deja de extrañarse que, a lo menos por decoro, no sostenga una mayor ostentación.
La virtud y el patriotismo resaltados, Jovellanos «no puede disimular la [24] extremada pasión a su patria y el ansia desmedida de engrandecerla por cuantos caminos le sea posible».
Pero la decisión de sus enemigos era firme, y el 13 de marzo de 1801 es detenido en su casa y conducido al día siguiente, como reo de Estado, a la isla de Mallorca. Por León, Burgos, Zaragoza y Barcelona hace el viaje, y a las tres de la tarde del siguiente mes de abril llega a la cartuja de Jesús Nazareno, en el valle de Valldemuza, a treinta y seis leguas de Palma. En la representación que don Gaspar hace al rey, está descrito este atropello, que el fiel servidor Caballero perpetra forzando a que de él sea agente el digno magistrado Lasauca, que no se ha prestado a emitir falsos informes: «Señor: Sorprendido en mi casa al rayar el día 13 de marzo último por el regente de la Audiencia de Asturias, que a nombre de V. M. se apoderó absolutamente de mi persona y de todos mis papeles; sacado de mi casa antes de amanecer al siguiente día, y entre la escolta de soldados que la tenían cercada; conducido por medio de la capital y pueblos de aquel Principado hasta la ciudad de León; detenido allí recluso en el convento de franciscos descalzos por espacio de diez días, sin trato ni comunicación alguna; llevado después entre otra escolta de caballería, y en los días más santos de nuestra religión, por las provincias de Castilla, Rioja, Navarra y Aragón hasta el puerto de Barcelona; entregado allí al capitán general, y de su orden nuevamente recluso en el convento de Nuestra Señora de la Merced; finalmente, como si se quisiera dar en mí un nuevo ejemplo de rigor y de ignominia, o como si yo no fuese digno de pisar el continente español, embarcado en un correo, trasladado a Palma, presentado a su capitán general y conducido al destierro y confinación de su Cartuja, he sufrido con resignación y silencio por espacio de cuarenta días toda la fatiga, vejaciones y humillaciones que pueden oprimir a un hombre de honor_..._»
Razonada esta representación, reitera los argumentos en una segunda, sin que sus alegatos sean recogidos, como tampoco se recogen los de sus hermanas, sor Josefa de San Juan Bautista y doña Catalina de Jovellanos. El mismo desdén se tiene para con otra exposición que dirige don Gaspar a Caballero a los cuatro años de su llegada a la isla balear; con la intervención de don Pedro José Sarapia y con otra exposición de Jovellanos a don Sebastián Piñuela.
El confinado ha hallado en el convento a un religioso a quien conoció en El Paular, y con él se dedica al estudio de la Botánica. El estudio, las traducciones y la compañía de los Padres van mitigando el dolor de la ausencia. Así pasa un año. A su cabo, lo trasladan al castillo de Bellver, en las cercanías de Palma de Mallorca. Fecunda para la bibliografía mallorquina es esta estancia. De la pluma del confinado van surgiendo los estudios dedicados a la isla y a sus monumentos. Sucesivamente termina «Descripción del castillo de Bellver y de sus vistas», «Apéndice a la descripción del castillo de Bellver», «Memoria sobre la fábrica de la Lonja de Palma» y «Memoria sobre las fábricas de los conventos de Santo Domingo y San Francisco de Palma». Y en este orden de estudios realizados en el castillo de Bellver, no deben omitirse las cartas que dirigió al Padre Manuel Bayeu sobre pintura.
El 5 de abril de 1808 recibe Jovellanos una Real Orden, que tiene fecha de 22 de marzo anterior, y que ha sido expedida en Aranjuez, por la que dan término a su destierro de España. Entonces marcha a pasar la Semana Santa a Valdemuza, en donde con tantos afectos cuenta. Pero no descansa. El ha de vindicar su honor, salir adelante con su justa causa, y por eso se dirige al rey solicitando que le juzgue un Tribunal. Don Juan Escoiquiz es el que se encarga de entregar la representación. Luego de hacer un recorrido por la isla que le ha retenido durante casi siete años, Jovellanos embarca para Barcelona. [25]
El patriota actúa
En Barcelona está sólo un día, saliendo inmediatamente para Zaragoza. Los franceses se han apoderado de su equipo en la Ciudad Condal. No acepta la invitación de Palafox para que se quede en Zaragoza y sale camino de Madrid. En Jadraque recibe órdenes de Murat para que se persone en Madrid. Y entonces el patriota de corazón, el hombre que todo lo da y ha dado por su Patria, demuestra que ninguno de los que le persiguieron son capaces de llegar al sacrificio como llega él. Godoy, María Luisa, Caballero, no solamente han claudicado ante el invasor, sino que han llegado al servilismo. Jovellanos, que ya no estima por afrancesado a su amigo del alma, Cabarrús, encarna la resistencia nacional ante el invasor. Su conducta, limpia de toda mácula, su carácter insobornable, resplandecen ante órdenes, ofrecimientos y amenazas. Cuando Murat le ordena vaya a Madrid, desobedece la orden; cuando le dicen que está nombrado ministro del Interior con el Rey José, se niega a aceptar el nombramiento. En cambio, acepta el nombramiento de Individuo de la Junta Central, que ha de cuidar de lo poco de soberanía que queda en España. Y comienza a actuar.
Todas las facultades de Jovellanos, puestas al servicio de su Patria. Al general Sebastián le dirige una valiente exposición, en la que las palabras respaldan una conducta: «Yo no sigo un partido; sigo la santa y justa causa que sostiene mi Patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto encargo de defenderla y regirla, y que todos habemos jurado seguir y sostener a costa de nuestras vidas. No lidiamos, como pretendéis, por la Inquisición ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los grandes de España; lidiamos por los preciosos derechos de nuestro Rey, de nuestra Religión, nuestra Constitución y nuestra Independencia. Ni creáis que el deseo de conservarlos esté distante del de destruir cuantos obstáculos puedan oponerse a este fin; antes, por el contrario, y para usar de vuestra frase, el deseo y el propósito de regenerar la España y levantarla al grado de esplendor que ha tenido algún día y que en adelante tendrá, es mirado por nosotros como una de nuestras principales obligaciones. Acaso no pasará mucho tiempo sin que la Francia y la Europa entera reconozcan que la misma nación que sabe sostener con tanto valor y constancia la causa de su rey y de su libertad contra una agresión tanto más injusta cuanto menos debía esperarla de los que se decían sus primeros amigos, tiene también bastante celo, firmeza y sabiduría para corregir los abusos que la condujeron insensiblemente a la horrible suerte que le preparaban.»
En ese mismo documento, ejecutoria del que siempre actuó con lealtad, el desahucio del rey intruso, del mismo en cuyo nombre le fuera ofrecida una cartera: «En fin, señor General, yo estaré muy dispuesto a respetar los humanos y filosóficos principios que, según nos decís, profesa vuestro Rey José, cuando vea que ausentándose de nuestro territorio reconozca que una nación cuya desolación se hace actualmente a su nombre por vuestros soldados, no es el teatro más propio para desplegarlos.»
Si obrara así y el general a quien se dirige coadyuvase al fin de respeto a la soberanía española, entonces Jovellanos aceptaría el diálogo. Explícito el párrafo: «Sólo en este caso me permitirán mi honor y mis sentimientos entrar con vos en la comunicación que me proponéis, si la Suprema Junta Central lo aprobare.»
Cuando se releen estos párrafos henchidos de fe en los destinos de su Patria, de convencimiento de que existe ese guía providencial de la Historia, parece que se escuchan aquellas inflamadas estrofas de su incitación poética a la lucha.
A las armas, valientes astures;
empuñadlas con nuevo vigor;
que otra vez el tirano de Europa
el solar de Pelayo insultó. [26]
Ved que fieros sus viles esclavos
se adelantan del Sella al Nalón,
y otra vez sus pendones tremolan
sobre Torres, Naranco y Gozón.
Corred, corred briosos,
corred a la victoria,
y a nueva eterna gloria
subid vuestro valor.
Cumple con verdadero entusiasmo sus deberes en la Junta este vocal que no ha de hallar descanso en el resto de sus días. Ajetreo constante de una en otra población haciendo frente a las necesidades que crea una guerra cruenta en la que hay que improvisarlo todo. Situándonos en aquella fragorosa época, se comprende cuál fue el esfuerzo, que los miembros de las Juntas, y especialmente los de la Central, hubieron de realizar para enfrentarse con los ejércitos organizados del corso invasor. Cuando cesa la autoridad de la Junta Central y deposita todo el poder en la Regencia, Jovellanos solicita su retiro. Un día después de comenzar su ejercicio de poderes la Regencia, el 1 de febrero de 1810, ha hecho esa petición quien ya tiene necesidad de descanso. Quebrantada su salud, fatigado, de vuelta ya de todas las cosas de la vida, no desea otro gaje que el sosiego del apartamiento.
En el bergantín Covadonga, acompañado de otro buen asturiano, Campo Sagrado, sale para Asturias. Afrontan la borrasca y luego de un penoso viaje arriban a Muros de Noya. Desean marchar a Gijón, pero el mal tiempo y las noticias desfavorables que reciben les obligan a desistir. Se quedan en Muros, en donde les recogen militarmente los pasaportes, lo que acarrea gran disgusto a Jovellanos. Que ahora también tiene que ejercitar su defensa, reivindicando a los miembros de la Junta Central, sobre los que ha caldo la calumnia. Una nueva Memoria sale de su pluma, en la que, con el brío y la sinceridad que el caso requiere, va refutando uno por uno todos los puntos acusatorios.
El resto del año 1810 y parte del siguiente los pasa entre la finca del marqués de Santa Cruz de Rivadulla, Muros y La Coruña, de donde sale el día 27 de julio para dirigirse a su casa de Gijón. Hace el viaje por tierra, recorriendo el conjunto de parajes ribereños, gama que puede afrontar el parangón con los lugares más bellos del mundo. El 6 de agosto ya está en Gijón. Otra vez ante el espejismo de su tranquilidad.
Días finales
Poco tiempo le quedaba a Jovellanos para comparecer ante «el Gran Dios, a cuya voz se inclinan los ángeles del cielo y obedecen los elementos de la tierra». Pero se hallaba preparado de modo conveniente para el tránsito. Su caridad, su celo por el bien público, la pureza de su conducta, el patronazgo ejercitado para favorecer a cuantos hubieron necesidad de su acorrimiento, le garantizaban. Todo lo tenía preparado el patricio. Durante su permanencia en el castillo de Bellver dispuso la constancia de su última voluntad y esas disposiciones mantenían su vigencia. Jovellanos no fluctuó jamás en su pensamiento. Magistral documento esa disposición que habla de sentir de norma a su muerte. En él queda patentizada una fe, acreditados reconocimientos, reflejada toda una conducta. Era la hora en que se conoce bien a los hombres.
«En el nombre de Dios Nuestro Señor Trino y Uno. Amén.
Sepan cuantos esta carta de poder para testar vieren, cómo yo, don Gaspar Melchor de Jovellanos, caballero profeso en la Orden de Alcántara, del Consejo de Estado de S. M. (q. D. g.), y residente en el castillo de Bellver, de la isla de Mallorca, habiendo cumplido ya la edad de sesenta y tres años, y sintiendo que mi vista y salud se van degradando, así por un efecto natural del tiempo, como por los grandes trabajos que he sufrido y por la estrecha situación en que he vivido y vivo, de más de seis años a esta parte; considerando, por lo mismo, [27] que el tiempo de mi muerte no puede estar distante, y deseando aclarar y arreglar para después de mis días los negocios propios y ajenos que están a mí cargo y que, por mi ausencia y reclusión, deben hallarse en bastante oscuridad y desorden; y, finalmente, teniendo presente que no me es posible otorgar por mi mismo clara y cumplidamente mi testamento y última disposición, así por no tener noticia del estado actual de mis intereses, de cuya administración estoy privado de hecho, aunque no de derecho, como por hallarme ausente de ellos y de mi casa y familia desde tan largo tiempo...»
Expuestas las razones anteriores y hecho constar hallarse en sano juicio y temeroso de la muerte, «deuda tan forzosa de todos los hombres», concede amplio poder a don Juan José Arias de Saavedra Verdugo y Oquendo, Caballero de la Orden de Santiago.
En este documento, la declaración sin ambages de la fe de Jovellanos, de los sentimientos religiosos que toda su vida testimonió, sin relieve alguno de beatería, que él repelió por su falseamiento. «...declaro que desde mi primera edad y por todo el curso de mi vida he profesado y actualmente profeso, con sincera y constante fe, la Santa Religión Católica, Apostólica, Romana, creyendo, como firmemente creo y confieso, todos los dogmas y artículos que su Santa Iglesia tiene y confiesa; y que es mi deseo, así como he nacido y vivido, permanecer y morir en su santo gremio, y en la Comunión de los fieles que la profesan, a cuyo fin imploro también la protección e intercesión de la bendita Virgen María, Madre de Dios y protectora de los hombres, para con su Hijo Santísimo Jesucristo, mi Señor Piadoso Redentor, en cuya intercesión confío, por el mérito e infinito valor de su preciosa sangre, lavando las manchas de mi alma, le abrirá las puertas del Cielo, para que goce de la presencia divina en la eterna bienaventuranza...»
El, día 6 de noviembre tiene noticias de la llegada de los franceses y prepara su marcha. En el bergantín Volante y acompañado de su amigo Pedro Valdés Llanos, se hace a la mar. Los incidentes de la salida parecían presagiar poca bonanza durante el viaje, y así fue. Una violenta tempestad estorba la navegación y les hace retardar sus intentos. Al fin el día 14 pueden arribar a Vega, pueblecito de pescadores en uno de los concejos más bellos de Asturias, el de Navia. Se hospedan en la casa de su amigo Trelles Osorio. Dos días han pasado y ya desea Jovellanos, proseguir su viaje. Una tempestad le retiene en Vega. Allí se le declara la pulmonía que ha de acabar con su vida entre nueve y diez de la noche del 29 de ese mes tan ingrato para el gran hombre que nació frente al Cantábrico y al sonido de su oleaje, que rompe bien en los escarpes de Vega, había de abandonar un mundo que tantos abrojos le presentó.
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