Atilana Guerrero Sánchez, Gonzalo Puente Ojea o la metafísica rediviva, El Catoblepas 13:14, 2003 (original) (raw)
El Catoblepas • número 13 • marzo 2003 • página 14
Atilana Guerrero Sánchez
Primera intervención de Atilana Guerrero tras la polémica desencadenada
por su comentario a la crítica de Gonzalo Puente Ojea a Gustavo Bueno
(publicado en el número seis de El Catoblepas, agosto 2002)
La «Respuesta a tres contra-réplicas» de Gonzalo Puente Ojea, además de un «cortés acuse de recibo», es prueba de que su autor continúa la polémica en torno al Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno.
Con ello, en primer lugar, pongo de manifiesto que la acusación que realiza contra sus interlocutores de mostrarse «renuentes para poner punto final a la polémica mientras sus objetores no se abran a la luz de la verdad», es tan gratuita como la que nosotros pudiéramos lanzar contra él por sostener de nuevo lo que considera que es «verdad». ¿De qué «verdad» se trata aquí? Desde luego, no es la verdad científica, como cree Puente Ojea, sino la de un sistema filosófico frente a otro; por tanto, la verdad que se demuestra en la potencia de un sistema de Ideas para destruir a otro que se pretende como alternativa. En este caso, se trata de la posibilidad que tiene el monismo materialista de triturar el materialismo filosófico. Este se constituye precisamente como la negación de todo aquel sistema solidario de la unidad ontológica real del mundo, una de cuyas versiones más claras es esta que pretende que la energía-materia sea la «realidad ontológica universal».
Las razones que se pueden ofrecer para defender el pluralismo radical que comporta toda ontología genuinamente materialista se han esbozado a lo largo de esta polémica y, de hecho, es lo que constituirá el núcleo de nuestra exposición, pero, puesto que hay algo que rectificar en lo que al entendimiento de la polémica por parte de nuestro crítico se refiere, despejaremos, antes de proseguir, los malentendidos que nuestra respuesta pudiera suscitar ante las «reflexiones de fondo» con que termina la que parece su definitiva respuesta.
Estas «reflexiones» a las que nos referimos pretenden zanjar la discusión debido a las supuestas exigencias con que se encuentra el crítico del Materialismo Filosófico de tener que utilizar un determinado vocabulario y unas determinadas premisas conceptuales que, puesto que le son ajenos, se «imponen» dogmáticamente.
Pues bien, es evidente que Puente Ojea ha utilizado libremente un determinado vocabulario, el mismo que pretende criticar, como no podría ser de otra manera. ¿Acaso no ha sido él quien nos ha hablado de «Materialidad Trascendental», «Ser», «Mundo», «Inconmensurabilidad» y demás Ideas de las que se componen los sistemas de los que el sistema de Gustavo Bueno, a su vez, se alimenta?; ¿cómo no habría de contar un crítico que se precie de las premisas conceptuales cuya negación dialéctica constituyen las suyas propias? De hecho, él las ha presupuesto, aunque su destrucción, para aquellos que las defendemos, haya sido aparente.
La realidad es que su crítica quiere presentarse como emanada del saber científico que le ilumina, y ahora sí, con los caracteres dogmáticos que toda «iluminación» exige, adoptando la forma del mito teológico más que del sistematismo filosófico.
Un sistema filosófico, sin embargo, no se contempla desde el «conjunto cero» de premisas, como parece pretender nuestro crítico, puesto que todo sistema se constituye en la inmanencia de las polémicas entre unos sistemas y otros, recurrentes no por casualidad a lo largo de la historia de esta disciplina. La Historia empírica de las Ideas con la que Puente Ojea ha intentado sostener su posición, desligada de cualquier sistema de coordenadas, es imposible en la Historia de la Filosofía, salvo que esa ausencia de coordenadas sea el resultado del escepticismo filosófico. Este, en toda su pureza, está abocado al silencio, que no practica, por cierto, nuestro crítico.
Su dogmatismo ingenuo, que le hace percibir como superflua la exigencia de que se «exhiban las cartas» con las que juega –conocidas por nosotros, pero, por lo visto, no por él mismo–, resulta insultante cuando califica dicha exigencia como la «actitud característica de todo fanatismo, que es proselitista por vocación». Aquí prueba desconocer que la Filosofía académica, en sentido platónico, se manifiesta en el plano pragmático con la forma de una institución cultural llamada «Escuela», cuyos orígenes se encuentran perfilados por primera vez en la Metafísica presocrática (la Escuela de Mileto o la de Crotona, y, posteriormente, en sentido estricto, la Academia o el Liceo). La constitución de las sucesivas «escuelas», conlleva asumir, para quien pertenezca a ellas o para quien quiera criticarlas, un vocabulario característico , cuyo refinamiento a lo largo de los siglos prueba su continuidad, y una sabiduría técnica que obliga, para bien o para mal, no sólo a reflexionar sobre la Realidad, sino sobre ellas mismas y el material acuñado.{1}
No decimos que este plano pragmático sea el decisivo, puesto que más interesaría el semántico, o sea, el de la verdad de la filosofía; pero ya que nuestro crítico se ha ceñido a él para atacar la verdad del materialismo filosófico, podemos responder que, no sólo no afecta a la verdad filosófica el que ella adopte los canales de instituciones sociales o culturales, sino que sólo así puede construirse. De lo contrario, nos situaríamos en el gnosticismo que concibe la verdad filosófica al margen del ámbito político en el que ella se implanta y que pudiera ser revelada al margen del lenguaje específico dado en dicho ámbito.
Por principio, entonces, la defensa de esa sabiduría técnica que todavía hoy es reconocida como un contenido imprescindible de la educación secundaria en España –porque se supone digna de ser conocida, no ya desempeñada profesionalmente, por cualquier ciudadano–, siempre que se valga, como en este caso, de la exposición pública de los argumentos relativos al contenido de una determinada escuela, presenta las características más contrarias a las del fanatismo.
«Nadie entre aquí que no sepa geometría» era la exigencia que Platón impuso, y no por gusto, al que quisiera entrar en la Academia. Esta exigencia, comparada con los planes de estudio de la educación secundaria, se queda bien corta, aunque sea en teoría, pues son muchos más los saberes que un bachiller de 18 años debiera poseer. ¿Qué diría nuestro embajador de la obligación que supone conocer el vocabulario y las técnicas de la Química o la Física o la Música?, ¿no le parecen disciplinas saturadas de taxonomías y «exuberancia de distinciones y subdistinciones»? Pues las mismas que exige la Filosofía como tradición cultural establecida, con la particularidad de que esta se ha constituido históricamente como crítica de las anteriores, adoptando esos «métodos» que al expeditivo Puente Ojea tanto desagradan. Tanto en aquellas como en esta, ese «tecnicismo», gratuito para el lego, está en función de las realidades a las que se dirige y cuya complejidad recoge.
El «hecho cultural» de la Escuela fraguada en torno a la filosofía de Gustavo Bueno no es ninguna «anomalía salvaje», si es que, como Puente Ojea acierta en señalar, es el resultado de una compleja dialéctica histórica que no podemos olvidar, salvo convertirnos en los «bárbaros verticales» de que habló otro filósofo español que también tuvo y tiene su escuela. Así pues, confundir al discípulo de una escuela filosófica con el prosélito de una religión, tal y como ha hecho nuestro crítico, dice muy poco de alguien que especialmente se distingue por ser un estudioso de las religiones, especialmente interesado en publicar sus conocimientos, suponemos que no para «convertir» sino para «convencer» racionalmente. Las religiones, especialmente la católica, se han valido de la Filosofía para ganar prosélitos, y hace muy mal el experto en no saber por qué hay un elemento común en ambas. No desistimos, naturalmente, de «tener la razón», como tampoco en buena lid desistirá nuestro crítico; y la mayor prueba de que no creemos «a priori», como se dice, tenerla, es que para ello necesitamos seguir «a posteriori» respondiendo.
Dirigiéndonos, entonces, al verdadero interés de la polémica, nos parece que la cuestión principal a discutir es aquella que trata acerca de la necesidad de que una Ontología materialista se presente como «desdoblada» en dos planos, a saber, una Ontología General y una Ontología especial. En efecto, esta distinción tradicional le parece a Puente Ojea la prueba de que el Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno no consigue deshacerse de la interpretación metafísica de la Ontología, definida esta, nos parece que «ad hoc», precisamente por estructurarse desde Aristóteles según dicha distinción.
De entrada reconocemos que la cuestión es decisiva, no habiéndose equivocado nuestro crítico en decidirse a atacarla para «desmontar» el sistema. Así lo expresaba Gustavo Bueno en Ensayos Materialistas:
«Mi principal «descubrimiento» –si se me permite hablar así– en este Ensayo es la distinción de los dos planos, esencialmente diferentes –aunque con un entretejimiento muy preciso y complejo–, en los cuales se configuran «por encima de nuestra voluntad» las ideas de «materialismo» y sus opuestas, a saber: el plano de la Ontología general y el plano de la Ontología especial.»{2}
Y hace bien Gonzalo Puente Ojea en considerar «desmontada» también, como efecto de su crítica, toda forma de «filosofía crítica», porque así es como, desde las coordenadas del materialismo de Gustavo Bueno, se entendería el ejercicio real histórico que la Filosofía académica ha desarrollado desde Platón. Ahora bien, además de este coherente «efecto dominó» –si la filosofía de Bueno es metafísica, es porque toda la filosofía, entendida en sentido estricto, lo es– Puente Ojea nos regala en su última respuesta la idea de que la obra de Bueno es un «mentefacto», es decir, el producto de una mente –privilegiada, eso sí– que no tiene ninguna relación con la realidad, salvo la del mero ejercicio lingüístico vacío (el nominalismo del crítico se proyecta en todo aquello que analiza). ¿Cómo se casan ambas tesis, aparentemente tan incompatibles?: por un lado, la concatenación objetiva de ideas que da como resultado un sistema que repite la tradición, y por otro, la elucubración subjetiva de una mente con una imaginación sorprendente. La forma en que podemos armonizarlas está expresada también en su concepción de la Filosofía, pues, según Puente Ojea, esta sería la institucionalización de ese delirio racionalizado consistente en hablar del Ser, es decir, de lo que no existe.
Ahora bien, ¿acaso no estamos ante una metodología ella misma delirante por hiperpsicológica?, ¿cabría menor tributo al materialismo que considerar cualquier obra o tradición cultural, no ya filosófica, como un producto de la «mente»?
Pero esta metodología oscurantista, por oscurecedora de aquello que trata de interpretar, tampoco es un misterio para nosotros: reside en aplicar el esquema de la verdad científica desde unas coordenadas positivistas –la verdad es una descripción de los hechos– a la verdad filosófica, o mejor, consiste en confundir la divulgación científica con la filosofía. De alguna manera, Puente Ojea pide a la filosofía que le informe acerca de la realidad concreta y en su lugar obtiene «discursos sobre el Ser».
Pero ni la Ontología es «la ciencia del Ser en cuanto ser», sino el tratamiento filosófico positivo de ideas presentes ya en los conceptos mundanos –incluidos los científicos–, como «unidad», «pluralidad» o el mismo de «ser», ni la filosofía tiene la misión de informar, en este caso, de lo que está «más allá» de las categorías científicas.
Digamos que nosotros no tenemos la culpa de que Puente Ojea tenga una concepción metafísica de la Metafísica.{3} Y además en su versión originaria, a saber, la de la Metafísica Presocrática.
Él mismo se reconoce continuador del «naturalismo jonio» para el cual, como dice Aristóteles, la Física es la Filosofía primera. La Física de la que nos habla Puente Ojea no es la categoría científica, sino el saber «radical» que nos lleva al fundamento de la realidad, otra forma de decir la substancia metafísica por antonomasia: si Tales viene a decir que «todo es agua», Puente Ojea nos dice que «todo es energía». El hecho de apelar en ambos casos a un contenido material del mundo (agua, energía), no impide que el marco desde el cual dicho contenido se presenta sea metafísico, es decir, se proponga como «principio» o «arqué» del que se derivan todas las cosas. Entendemos como «metafísica» aquí la concepción del universo como un todo, que es el resultado de la operación de sustancializar o hipostasiar una realidad que se alza en esquema de identidad de la «omnitudo rerum». Ahora bien, la diferencia entre Tales y Puente Ojea es evidente; aquel inicia la Metafísica del monismo axiomático,{4} que será la materia sobre la que reflexione la filosofía posterior, cuya ruptura con dicho esquema constructivo es la razón por la cual podemos llamarla propiamente «filosofía» como saber crítico. Puente Ojea, en cambio, abstrae la dialéctica con que se desarrolla esta metafísica, y aplica indiscriminadamente el mismo monismo axiomático del que él es presa a todo sistema con independencia de su distinto «lugar» histórico.
De ahí, su interpretación de Aristóteles, como de la filosofía escolástica, como del propio Bueno.
La metafísica aristotélica, en primer lugar, se podrá llamar «metafísica» en un sentido muy distinto al presocrático cuando no parte de un «primer principio», el Ser o el Acto Puro, del que se deducen el resto de los seres, como Puente Ojea ha expuesto. El Acto Puro es ahora el resultado del regressus desde los entes de un mundo finito y eterno, que «necesita» (he aquí la perspectiva «transcendental») de dicha instancia que garantice la unidad o «armonía del conjunto». Dicho resultado, en efecto, acabará renovando un sistema metafísico en la medida en que mantenga la finitud del mundo del monismo eleático, pero que parte «in medias res» de la pluralidad de sustancias sin declararlas, como Parménides, «apariencias».
Por otra parte, la aparente continuidad entre Aristóteles y la filosofía escolástica no es más que la misma asunción del esquema teológico por parte de Puente Ojea al no considerar la ruptura que entre uno y otra supone, entre otras, la idea de Creación. El Ser de Aristóteles, que ni siquiera conoce el mundo («pensamiento que se piensa a sí mismo») es inasimilable al Dios cristiano, de lo que se derivarán novedades filosóficas cuyos frutos aún no han sido bien contemplados por los historiadores de la filosofía. Esto se debe en buena medida al «prejuicio ilustrado» que tacha de irracional todo aquello que tenga que ver con el ámbito religioso en el que la filosofía escolástica se desenvuelve. Sin embargo, Gustavo Bueno ha puesto de manifiesto el error que subyace en la interpretación de la filosofía moderna como crítica de la teología, cuando se supone que dicha crítica es una vuelta al naturalismo griego. Más bien al contrario, el cristianismo introduce la crítica del sustancialismo aristotélico al pretender compaginarlo con la tesis del Dios creador que, entonces, no puede estar desvinculado del mundo corpóreo (dogma de la Providencia y dogma del Verbo encarnado). Para el cristianismo el mundo no es eterno ni necesario, porque Dios podría haber creado infinitos mundos, lo cual nos sitúa en la senda del materialismo en lo que tiene de reconocimiento de la contingencia del mundo de las formas. La doctrina de la «analogia entis» nos remite, más que al conocimiento de Dios, aunque fuera su «finis operantis» –imposible desde el materialismo–, al análisis de las relaciones entre las partes del mundo y sus límites, como su verdadero «finis operis». A partir de este análisis de las realidades mundanas será como podamos llegar al concepto de «Materia» como concepto crítico. Esta idea de Materia no puede ser una recuperación de la metafísica aristotélica si tenemos en cuenta, en primer lugar, que el Acto Puro es un ser inmaterial, y en segundo lugar, que la correspondencia que cabe establecer entre el Ser de la metafísica y la Materia de la Ontología General se hace mediante su relación con la Ontología Especial, es decir, atendiendo a su «función ontológica» dentro del sistema . La analogía intrínseca de proporcionalidad que Puente Ojea cree que mantienen el Ser aristotélico y la Materia de la Ontología General no hace, por cierto, sino confirmar su falta de conexión, puesto que los análogos así relacionados lo son en tanto que su semejanza es «simpliciter diversa et secundum quid eadem», de tal manera que no hay aspecto alguno formalmente semejante en ambos que pueda caber en un solo concepto común. Aquí «simpliciter diversa» son los dos sistemas filosóficos enfrentados. Precisamente por ello la escolástica, manteniendo la analogía de proporcionalidad entre Dios y las criaturas en la medida en que sigue a Aristóteles (tomismo), habrá de salvar el problema de la vinculación de Dios al mundo por la creación, con la analogía de atribución (Suárez). La teología medieval se convertirá en una ciencia humana, frente a Aristóteles, para el cual «sólo Dios es teólogo». El efecto de la «inversión teológica» que consiste en contemplar el mundo desde Dios, en lugar de contemplar a Dios desde el mundo, sólo podrá comenzar a partir del siglo XVII en lo que llamamos la filosofía moderna, mediando la filosofía medieval que exploró las posibilidades que el dualismo ontológico aristotélico ofrecía hasta romper su propio marco. Supuestamente dicha ruptura tiene su aparición histórica en Kant, pero semejante visión histórica impide reconocer la labor de siglos que se tradujo en la posibilidad de sustituir el entendimiento divino por el humano en el idealismo trascendental. Ahora bien, desde el materialismo filosófico, poco importa, por decirlo así, que sea humano y no divino el entendimiento que sienta las condiciones de posibilidad de la experiencia, puesto que ambas filosofías comparten el mismo error:
«La trascendentalidad a priori, que los escolásticos reservaban a Dios (al Ser extracategorial), Kant las atribuye a las categorías, a las formas a priori del Entendimiento (que se apoya a su vez en las formas a priori de la sensibilidad). No pretendemos insinuar que estos paralelos pongan en entredicho la profundidad del tratamiento filosófico kantiano. Ellos desenvuelven la idea de categoría en su dimensión arquitectónica, y ofrecen una de las dos alternativas posibles, para entender esta función, la alternativa del idealismo (que habrá que componer con la alternativa del realismo). La profundidad del tratamiento kantiano no se encontraría en la «superficie argumentativa», en las tesis acerca de la autonomía o de la trascendentalidad apriorística. Desde el punto de vista del materialismo filosófico, la autonomía de la deducción de las categorías, el apriorismo trascendental de sus condiciones de posibilidad es sólo, a lo sumo, un modo escolástico de referirse a las verdaderas «líneas de fuerza» que pasan por los contenidos materiales que son efectivamente determinantes y formantes: aquellos cuya morfología tiene fuerza para desbordar su círculo originario (dado a posteriori) y para extenderse constitutiva y recurrentemente a otras regiones de la realidad fenoménica o a todas ellas (a la manera como una condena positiva de infamia, originariamente recaída sobre una persona concreta y positiva, podía ser trascendental o recurrente a sus herederos).»{5}
Desde la idea de trascendentalidad positiva recuperamos, entonces, tanto a la filosofía escolástica como a Kant, reservando ahora la fuente de la trascendentalidad para el sujeto corpóreo cuyas operaciones «quirúrgicas», manuales, establecen, en su radio posible de acción, la conformación del mundo según morfologías variables, no eternas ni inmutables, y que son aquellas que quedan recogidas por la Ontología especial. Ahora bien, si es cierto que el materialismo filosófico sitúa en las ciencias las construcciones que con mayor potencia organizan los fenómenos, siendo la «realidad» misma la que queda definida por los distintos campos científicos, no «toda» realidad es científica. Más bien al contrario, la pluralidad de ciencias constituídas a partir del siglo XIX lo que ha demostrado ha sido la inconmensurabilidad de los círculos categoriales, y cómo el ideal de la «mathesis universalis» se ha desvanecido, manifestándose con toda su profundidad el principio de la «Symploké» platónico. Ni toda la realidad puede ser el campo de una ciencia, puesto que así todo estaría vinculado con todo y siempre tendríamos algo anterior que conocer, con lo que no podríamos conocer nada; ni nada, con nada, que sostendría el discontinuismo radical, que tampoco nos permitiría establecer relaciones entre las cosas dispersas; es necesario, por tanto, admitir conexiones necesarias, precisamente aquellas de las que son prueba las ciencias. Paradójicamente, en la posición del fundamentalismo científico seguido por Puente Ojea, se pierde el valor que las ciencias puedan tener en cuanto constituyentes de la realidad, ya que su pluralidad se entendería como aparente, o coyuntural, hasta que se alcance la unidad de la ciencia que nos conduzca a ese «todo» presupuesto que sería el mundo. Así, se ven las implicaciones ontológicas de una concepción de la ciencia que presupone un «todo» que se va conquistando, a la vez que haciendo perder sus funciones a la filosofía, cuya existencia actual sería prueba de que todavía no hemos acabado de conocer científicamente el «mundo». Pero, ¿desde donde se puede alcanzar la visión de ese todo unitario del que todavía nos faltan territorios por conquistar si no se han recorrido sus límites?
Así pues, si no podemos salirnos del mundo, sólo cabe hablar, evidentemente, desde dentro de él, pero tampoco podemos tener el alcance de sus límites desde fuera del mismo. La Ontología General no es más que la perspectiva crítica que desde el mundo mismo nos permiten adoptar las fracturas o inconmensurabilidades que en él se detectan. La ciencias van ligadas al surgimiento de la filosofía precisamente porque arrojan fuera de sus campos respectivos el material que las desborda, que no deja de ser por ello ajeno a otro tipo de construcciones, como puedan ser las filosóficas. Estas, formuladas desde la ontología, en la medida en que sean críticas, y no dogmáticas, no pueden consistir simplemente en la acción de «levantar acta» de lo que las ciencias «descubren», como cree Puente Ojea.
Ya la ontología especial supone el tratamiento de las Ideas que atraviesan las categorías y que no se encierran en ninguna de ellas, como Ideas trascendentales. Pero además, en la medida en que la realidad no deja de estar construyéndose incesantemente, es necesario desbloquear el efecto que tendría el movimiento constante de progressus hacia los nuevos materiales incorporados, como si ellos no introdujeran a su vez la destrucción de la realidad previamente configurada. La idea de Materia General es una idea dialéctica, no el compendio que resulta de abstraer los rasgos comunes de las materialidades especiales. Ello nos hace recaer en la metafísica al intentar positivizar lo que se muestra como la crítica de toda positividad irrevocable. La perspectiva de la ontología general se muestra como la necesidad de no dar por terminado el mundo tal y como hoy lo conocemos, entre otras cosas, porque son las mismas ciencias las que han demostrado que eso es imposible. En palabras de Gustavo Bueno:
«La Materia ontológico general, tal como fue introducida en Ensayos materialistas, cuando se la considera desde el principio de symploké (y en la medida en que éste hace posible algo así como una «ontología negativa») se nos muestra desde luego muy lejos de la unidad. Ni siquiera es un apeiron, un absoluto (como lo seguiría siendo el Incognoscible spenceriano), del que pueda decirse que está sometido a una ley global, por ejemplo a un ritmo de sístole y diástole como en Anaximandro (o como en el universo cíclico de algunos cosmólogos de nuestro tiempo, que dotan al Universo de sucesivos big bang y big crunch). La materia ontológico general no es, sencillamente una totalidad unitaria. No es un «orden» pero tampoco es un «caos». Tampoco es una masa homogénea, una materia prima, sin cantidad, sin cualidad, es decir, pura potencia; porque esa materia está siempre en acto y, en algún punto de su curso, lleva en su seno la vida y las mismas inteligencias de los cuerpos vivientes que llegan a «representársela». El principio de symploké, al prohibirnos ver a la materia ontológico general como unidad de conjunto, nos obliga a verla como un conjunto de corrientes diversas e irreductibles algunas de las cuales han debido confluir para dar lugar a la conformación del mundo. Un mundo en el que, sin embargo, apreciamos, como si fueran indicios de fracturas más profundas, esas líneas divisorias («punteadas») de círculos de objetos que llamamos _categorías._»{6}
Notas
{1} Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974, págs. 87 y ss.
{2} Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, capítulo II, pág. 45.
{3} Véase en El papel de la filosofía en el conjunto del saber (Ciencia Nueva, Madrid 1970) de Gustavo Bueno, «Nota terminológica: sobre el sentido de la palabra 'Metafísica'» (pág. 74).
{4} Leemos en La metafísica presocrática (pág. 47): «Tales es el fundador del método metafísico, de la metafísica axiomática, fundada en el supuesto de que concebir racionalmente la realidad equivale, en todo caso, a concebir racionalmente la unidad de esta realidad, a concebir la realidad a partir de un principio único (el 'arqué', como se llamará más tarde).»
{5} Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, tomo 2, Pentalfa, 1993, pág. 113.
{6} Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, tomo 2, Pentalfa 1993, págs. 195-196.