José Manuel Rodríguez Pardo, El inverosímil Laberinto del Fauno, El Catoblepas 67:14, 2007 (original) (raw)

El Catoblepas, número 67, septiembre 2007
El Catoblepasnúmero 67 • septiembre 2007 • página 14
Cine

José Manuel Rodríguez Pardo

Crítica a la película El Laberinto del Fauno, un ejercicio de memoria histórica dirigido por el mejicano Guillermo del Toro en el año 2006 y que ha tenido un enorme éxito cuyos motivos se intentan desentrañar

El Laberinto del Fauno

El año 2006 nos dejó entre otras producciones la película de Guillermo del Toro El Laberinto del Fauno, coproducción hispano-mejicana que ha destacado por su éxito en varios festivales cinematográficos. Destacó sobremanera su acaparación de premios en la ceremonia de los Oscars de la Academia Estadounidense de Cine. En total El Laberinto del Fauno consiguió tres estatuillas en la ceremonia del 25 de febrero de 2007: mejor fotografía, para Guillermo Navarro; mejor maquillaje, para David Martí y Montserrat Ribé; y mejor dirección artística, para Eugenio Caballero y Pilar Revuelta. Lo cierto es que las buenas referencias obtenidas en Estados Unidos han servido para enjuiciarla positivamente. Muchos destacaron el hecho de que el cine español «no subvencionado» por el Ministerio de Cultura recibía estatuillas, considerándolas equitativamente otorgadas.

Sin embargo, pese a la fama arrastrada por la película, sería pertinente analizar el filme más allá de los premios concedidos, los efectos especiales utilizados y otras cuestiones de detalle que no pueden valorarse sólo dentro del lenguaje cinematográfico y sí dentro de la ideología que, como sucede en toda película, nos transmite Guillermo del Toro. Ya hace unos meses la película mereció un comentario en los foros de nódulo materialista, «El Laberinto del Fauno y el Pensamiento Zapatero». Siguiendo la línea ya trazada en esa discusión, realizaremos una crítica a la película, señalando y que enlaza con otra cinta previa del autor sobre la guerra civil, El espinazo del diablo (2001), –primera de una trilogía que culminará con la esperada _1939-93_– que utilizaremos como referencia comparativa.

Trama inverosímil

El Laberinto del Fauno narra la historia de una niña, Ofelia, cuyo padrastro es un capitán de la Guardia Civil, apellidado Vidal para más señas y cuya misión es perseguir a los maquis comunistas, escondidos en algún lugar montañoso de España durante el año 1944. Al mismo tiempo, la niña es una princesa en un mundo imaginario y paralelo al mundo real al que debe regresar. Para lograrlo ha de resolver las pruebas que un mitológico fauno le propone, mientras el capitán Vidal se va postulando como candidato a ser el malo más maniqueo de la historia cinematográfica y su hermanito está a punto de nacer. Finalmente, al tiempo que la niña cae asesinada por su padrastro en el mundo real, donde los maquis comunistas derrotan al destacamento de la Guardia Civil, la niña vuelve a su mundo de fantasía, donde su madre biológica y su padrastro son los monarcas y ella la princesa heredera.

La trama argumental se asemeja, en su combinación de fantasía y realidad, a El espinazo del diablo, película donde el protagonista es un niño que llega a un orfanato del bando frentepopulista poco antes del final de la guerra civil. El protagonista se ve acosado por el fantasma de un niño muerto a manos de un antiguo alumno de la institución, en ese momento miliciano y amante de la anciana directora del centro con el objeto de apropiarse de la fortuna de oro que ella esconde. Tal fantasma sólo logrará descansar en paz cuando logre cumplir su venganza mediante sus antiguos compañeros. Sin embargo, la trama de El laberinto del fauno, que aquí hemos expuesto de forma tan sintética para introducir posteriormente el análisis, resulta muy deslavazada, al contrario de lo que sucede en El espinazo del diablo, película mucho más meritoria que la archipremiada que aquí comentamos, como señalaremos más adelante.

Lo cierto es que las personas que hayan visto la película y tengan muy vaga idea del franquismo, seguramente se preguntarán al terminar: ¿qué tiene que ver el famoso fauno del laberinto con Franco? Y es que muchas películas pueden realizarse sin tener en cuenta la realidad histórica –el género hollywoodiense del peplum, con películas como Espartaco, es un ejemplo bastante plausible–, pero lo que no puede suceder es que el producto sea tan malo que cuente dos historias que no tienen nada que ver. Su resultado se convertirá en consecuencia en algo totalmente inverosímil. De hecho, sólo quien esté en el secreto de la memoria histórica y rezume antifranquismo por todos los poros de su piel podrá identificar el mal con Franco y los franquistas, caracterizados previamente como fascistas o incluso nazis, como hace Del Toro en su última película. En resumen, sólo un público previamente sumergido en semejantes relatos puede entender una sola línea del argumento.

Sin embargo, y volviendo a la cuestión de la fidelidad histórica, el hecho de que una película o una serie de televisión no respete la Historia, no implica que haya de ser mala ni que vaya a resultar un fracaso de audiencia o taquilla. De hecho, tenemos el ejemplo de la teleserie Cuéntame cómo [no] pasó, de amplio éxito durante varias temporadas en Televisión Española, donde la representación de los hechos del final del franquismo en la que se ambienta sigue un patrón muy similar a la ideología y la memoria histórica que transpira El laberinto del fauno. Con el agravante de que muchas personas no vivieron la época de posguerra y de los maquis comunistas, pero sí vivieron la última década del franquismo, conociendo por tanto de manera sobrada la época de la que se da cuenta en la teleserie. ¿Por qué entonces un éxito tan unánime entre el público, cuando se ofrece una imagen tan deformada de los acontecimientos?

Porque lo que procede hoy día, una vez muerto Franco, no es interpretar los años de prosperidad del final del franquismo como un resultado del propio régimen de Franco, sino como indicios de la libertad para que habría de vivirse después bajo la democracia coronada que iba emergiendo bajo la «represión y oscuridad» impuestas por Franco: los supermercados que facilitan el consumo masivo, la prostitución que va apareciendo en las calles, el «amor libre», el sentimiento antiestadounidense (¡No a la guerra!)... La serie en realidad nos pinta una España donde el franquismo ha quedado reducido a la mínima expresión, a mero trasfondo de Guerrilleros de Cristo Rey y de discursos de Franco en la Plaza de Oriente a los que había que ir por obligación y nunca libremente: la serie y sus guionistas llegan a alcanzar tal grado de mezquindad y ruindad, que insinúan que los obreros que no acudían a los discursos del Caudillo sufrían represalias de parte de sus jefes, cuando incluso el propio régimen pagaba a los asistentes el viaje y las dietas a quienes llegaban a Madrid desde todos los rincones de España.

En este ambiguo y viscoso ambiente donde se desenvuelven los personajes de la serie, diseñado por los guionistas, el objetivo confesado por la voz en off desde el presente del más pequeño de los Alcántara, siempre crítico con sus mayores, es llegar a la «recuperación de la democracia» –la República que siempre recuerda el hijo, mayor, el activista de la familia–. Una vez en ella, lo que habría que hacer es «barrer», cual basura, los restos del franquismo. Misión asumida por el actual gobierno socialista de España, lleno de antiguos franquistas por tradición familiar –el último en aparecer ha sido el Ministro de Justicia, Sr. Bermejo–, que, empeñados en borrar su pasado, no dudan en barrer incluso muchos de los pilares que se asentaron en tiempos del franquismo y que aún vertebran nuestra sociedad: la familia, caricaturizada con la vacua ley de «matrimonios homosexuales» y los ridículos sintagmas Progenitor A y Progenitor B; los derechos sociales y laborales de los obreros, simbolizados en una vivienda cada vez más inaccesible –pese a implantar un Ministerio de la Vivienda que ya existía en tiempos de Franco–; los salarios, degradados en los últimos tiempos a mayor gloria de los beneficios del empresariado a costa de contratar cada vez más inmigrantes de manera irregular, &c. Sólo queda que eliminen las vacaciones pagadas y el utilitario propio que otorgó Franco a la incipiente clase media española, para que así cumplan su feliz sueño antifranquista y logren, de manera freudiana, «matar al padre».

Porque la limpia es, como la memoria histórica, selectiva. Se barren las aportaciones del franquismo, que previamente se le han negado, y se implantan los «contratos basura» que constituyen una mera basura política y social, sólo superada por los acuerdos parlamentarios corruptos para el «diálogo» con la ETA. En nuestro caso, lo que habría que barrer de la política española, no ya para preservar «la democracia», sino para que España pueda pervivir como nación política y los derechos de sus ciudadanos se mantengan «perseverando en su ser», es al propio PSOE.

El Laberinto del Fauno

Memoria histórica parcial nuevamente

Frente a muchas interpretaciones de la película que incluyen la referencia a cierto pesimismo antropológico que muchos explican por la filiación católica de Del Toro, u otras que refieren los efectos especiales y demás aparatos técnicos (como la industria norteamericana hizo al otorgar los Oscars), lo cierto es que la película no puede resultar, en su conjunto, más deslavazada, sobre todo si se compara con otras realizadas por el mismo director. Es el caso de la ya citada El espinazo del diablo, del mismo género, el de la memoria histórica, con un engranaje y presentación que resultan totalmente distintas.

Porque efectivamente, en la memoria histórica anda el juego. Nada más empezar la película El laberinto del fauno aparece un rótulo explicativo en el que se dice que la historia se ambienta en la España de 1944, donde un grupo de heroicos guerrilleros lucha contra «el régimen fascista de Franco» [sic], mientras el capitán Vidal de la Guardia Civil comienza a matar a sangre fría como si fuera un psicópata. La primera en la frente, y luego van seguidas todo el rato: el capitán Vidal que persigue al maquis comunista no sólo es un ser depravado que mata por cualquier motivo, sino que quiere que su hijo, el hermanito de la protagonista, nazca viendo «una España grande y libre» [sic] que aparentemente sólo existe en su cabeza: mata a dos personas, depositarias de numerosa propaganda comunista, que en realidad sólo querían cazar conejos, como intentando demostrar Del Toro que no había tal amenaza comunista y el maquis luchaba, como suele decirse últimamente, por «la libertad»; el mismo maquis que escucha en la radio cómo se va produciendo el desembarco aliado de Normandía. Los mismos aliados que, según muchas versiones sobre la guerra civil y el franquismo, deberían haber liberado a España del «fascista» Franco.

La caracterización de la sociedad franquista de posguerra que realiza Del Toro es, como mínimo, patética: en plena montaña, en el puesto de la Guardia Civil, no sólo aparece el propio capitán Vidal presidiendo un banquete suculento –algo completamente fuera de lugar en una misión de alto riesgo como la que se le había asignado– y exaltando como un perturbado a la España grande y libre, sino que además, en uno de los flancos de la mesa, aparece un obispo, sin saberse qué pinta el ministro eclesial en un cuartel de montaña. Otros detalles que resultan patéticos son el rango y la caracterización del propio capitán Vidal. Su uniforme no es el de un militar, sino más bien uno que recuerda por sus colores apagados a los del fascismo de Mussolini o incluso de Hitler, con la estupidez añadida de ponerle el Águila de San Juan en los hombros, como representando la cruz gamada. Claro intento de homologar un símbolo de los Reyes Católicos históricamente establecido al arbitrariamente escogido por los nazis.

Vidal no es, por lo tanto, un militar. Podría ser un policía, incluso miembro de una policía de partido al estilo de las SS; pero entonces ¿por qué un policía encabeza un destacamento de la Guardia Civil en plena montaña? ¿Es un oficial del benemérito instituto o de una fuerza especial nazi-fascista? Es fácil intuir que Del Toro no conoce demasiado de la Historia del instituto armado fundado por Francisco Javier Girón, Duque de Ahumada, en 1844. En suma, Guillermo Del Toro ha realizado una caracterización tan grotesca del nacional catolicismo –militares y curas siempre de la mano– que nadie con un mínimo de instrucción puede soportarla sin soltar una estruendosa carcajada.

Además, Del Toro en ningún momento nos explica que quienes se han atrincherado en la montaña española son comunistas. Pero la memoria histórica en realidad no puede sino ser una adaptación de los recovecos del pasado en el presente, ignorando aquello que resulte molesto para el fundamentalismo democrático que, cual babosa, se filtra entre nosotros. Un ejemplo de lo señalado lo tenemos en el pasado año 2006: todos sufrimos el continuo y agobiante bombardeo de los aniversarios de la II República y la guerra civil, 75 y 70 años respectivamente, en descarada clave antifranquista, pero nadie mencionó el 50 aniversario de la primera gran acción contra el régimen de Franco: la huelga estudiantil de 1956. ¿A qué es debido esta flagrante omisión, incoherente con la propia memoria histórica? A que los protagonistas principales (y prácticamente únicos) de estos sucesos fueron los miembros del Partido Comunista de España, partidario de la dictadura del proletariado y de la Unión Soviética, y no de la actual democracia coronada, por lo que conviene a los actuales partidos democráticos, inmersos de lleno en la alianza de «todos contra el PP», no mencionarlo.

De hecho, la única mención que conocemos de la protesta de 1956 tuvo como objeto denigrar a sus actores: Ramón Cotarelo, en un reciente artículo suyo, afirma que las acciones de los comunistas durante el franquismo se reducen a «terrorismo» [sic], por una simple mención biográfica que le sirve de excusa para su larga diatriba anticomunista: Pablo Lizcano señala en su famoso libro La generación del 56. La Universidad contra Franco (1981) que la madre de Ramón Cotarelo era confidente policial en aquella época. Lo más curioso es que Cotarelo haya tenido que esperar al 50 aniversario de aquellos acontecimientos –25 años después del libro de Lizcano, que para todo un catedrático de Ciencia Política como Cotarelo debería ser de lectura obligada– para afirmar que demandará por calumnias a Lizcano. Afirmación que intenta ocultar el verdadero objeto de su artículo, que no es sino denigrar las acciones del Partido Comunista; dentro de la memoria histórica de nuestra democracia coronada, no es el partido sino «el pueblo» el sujeto de la Historia y el resistente antifranquista, como si estuviéramos asistiendo a un capítulo de la teleserie Cuéntame como [no] pasó.

Lo mismo sucede hoy día con la memoria histórica del año 1937, en plena guerra civil. Numerosos grupos, algunos de ellos nombrados previamente por nosotros, insisten en el desentierro de muertos en combate en el bando del Frente Popular, presentándolos como fusilados e inflando su número desproporcionadamente. Sin embargo, nada se dice, desde semejantes organizaciones destinadas a preservar la memoria histórica, de la represión y guerras civiles habidas dentro del Frente Popular. En mayo de 1937, hace ya setenta años, tuvieron lugar en Barcelona los famosos enfrentamientos entre comunistas, por un lado, y anarquistas y militantes del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), por otro.

Fue la primera de las dos guerras civiles dentro de la guerra civil que caracterizaron al Frente Popular. Una vez derrotados anarquistas y poumistas por los comunistas al servicio de Estalin, se acabó la influencia de los primeros en Barcelona, siendo sus cúpulas dirigentes desarticuladas. Especialmente macabro fue el caso del POUM, cuyo líder Andrés Nin sufrió tortura y asesinato a cargo de los agentes del NKVD, posteriormente KGB, sin que los representantes de la memoria histórica hayan movido un dedo para intentar recuperar su cadáver. ¿Cabe mayor prueba del carácter selectivo de la memoria histórica que el comprobar cómo se gastan millones para recuperar a muertos en combate, disfrazándolos de represaliados, al tiempo que se rehúsa siquiera buscar el emplazamiento de una de las víctimas de la represión del Frente Popular? Precisamente, los mismos historiadores oficiales del régimen de 1978, que en tiempos del primer gobierno socialista rechazaban con buen criterio el concepto memoria histórica por psicológico, hoy día aplauden que el Valle de los Caídos, donde fueron enterrados combatientes de ambos bandos de la guerra civil, se convierta en un centro para el estudio de la memoria histórica, otra vez con el PSOE gobernando pero en mayoría precaria. Difícilmente podrían encontrarse ejemplos más palmarios sobre el parcialismo y funcionalidad política de la memoria histórica.

La segunda y última guerra civil que sufrió el Frente Popular fue la de una coalición de «todos contra el PCE» dirigida por el coronel Segismundo Casado en Madrid, que dio paso a la derrota de los comunistas y a la rendición incondicional que puso fin a la guerra civil el 1 de abril de 1939. Esta situación conflictiva, característica de las distintas generaciones de izquierda –al menos para quienes no nos movemos en el mito de la izquierda–, aparece insinuada en El espinazo del diablo: el miliciano amante de la institutriz colabora en el fusilamiento de varios miembros de las comunistas Brigadas Internacionales, bajo la excusa de ser extranjeros –«¿qué hace un chino en una guerra española?», se pregunta el miliciano con sorna, justo antes de la ejecución–. Como es natural, la representación de la película es que la guerra civil la pierden los frentepopulistas por culpa de traidores y egoístas –el mismo miliciano aparece caracterizado como un oportunista que sólo desea llevarse el tesoro que guarda la institutriz en su pierna ortopédica– que sólo buscan enriquecerse a costa de los demás. Pero al centrarse el filme exclusivamente en el bando perdedor, inevitablemente surgen las contradicciones que hubo dentro de él. El espinazo del diablo muestra claramente que no todo fue tan idílico como la memoria histórica de nuestra democracia coronada nos pretende hacer creer.

Volviendo a El laberinto del fauno, seguramente muchos de quienes la han valorado positivamente se han quedado con la historia fantástica y han reducido al mínimo el interés por la España de posguerra, que en su inmensa mayoría los españoles no vivieron y apenas conocen. Harán como el jurado de los Oscars y se quedarán con la magnífica fotografía, los magníficos efectos especiales, poco habituales en las películas de habla extranjera y ajenas al cine estadounidense, aunque el conjunto de la obra tenga una articulación muy débil. Otros la habrán visto desde su memoria histórica partidista y a fe que habrán valorado muy bien su contenido.

Y lo curioso es que la película no puede ser más burda y descaradamente partidista. Es más, seguramente no haya en el mercado cinta más partidista que esta, pues los maquis acaban derrotando a la Guardia Civil, utilizando además artillería pesada –no cabe mayor absurdo que una guerrilla que se mueve en territorio montañoso con algo tan difícil de transportar como la artillería pesada–, secuencia representada como si en realidad el Frente Popular hubiera logrado vencer la guerra civil y a Franco –el sueño a veces confesado de los miembros del actual gobierno socialista de España–. Esta secuencia es preludio del momento en el que Ofelia, la princesa atrapada en el mundo de los humanos, logra volver a su mundo aliciesco donde su madre y su degenerado padrastro son reyes de un mundo feliz y armónico que está no al otro lado del espejo, pero sí al otro lado de una puerta pintada con tiza. Se trata del mundo de la democracia recuperada tras el franquismo, muy en la línea del Poema histórico de los maquis presentado en dos episodios por el Canal de Historia en el año 2005.

Todas estas especulaciones no tendrían mayor trascendencia si no fuera por la importancia internacional de la película, Oscars incluidos. Y toda esta digavación infantil se acabaría de un plumazo si se citara que el alzamiento del 18 de Julio de 1936 se realizó en nombre de la República, como ya hemos señalado en nuestro artículo «Franco, treinta años después». Pero es que la memoria histórica es funcional, se eclipsa y se ilumina según conviene a quien la ejercita.

Tales mentiras y manipulaciones, dado su carácter críptico, sorprenden por su éxito, sobre todo en el caso del cine español –en este caso hispano– que acude a los Oscars de los que tanto reniega. Cine de una elite socialdemócrata que se cree por encima del vulgo sólo por el hecho de estar cerca de lo que ellos llaman «La Cultura» o «El Arte».

Conclusión

Se observa por lo tanto una verdadera degeneración ideológica en el proceso de la trilogía de la guerra civil a cargo de Guillermo Del Toro: en El espinazo del diablo son los propios republicanos quienes pierden la guerra por sus disidencias internas, aun representadas en la forma de malévolos traidores que sólo desean oro y fusilan a sus compañeros de la humanidad progresiva y avanzada, las Brigadas Internacionales. Visión bastante realista, pues precisamente en mayo se cumplieron setenta años de las jornadas de Barcelona en las que los comunistas se enfrentaron a los anarquistas y poumistas, toda una guerra civil dentro de la guerra civil. Pero El laberinto del fauno recae en los tópicos de la memoria histórica presentando a los maquis como una suerte de precursores de la democracia actual, en la línea del Poema histórico antes citado.

Habrá que ver la siguiente película, 1939-93, que cierra la trilogía, para corroborar si la degeneración ideológica del director mejicano, camino del Pensamiento Alicia, se ha visto completada.

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