Ismael Carvallo Robledo, Sobre Porfirio Muñoz Ledo y la ruptura política, El Catoblepas 80:4, 2008 (original) (raw)
El Catoblepas • número 80 • octubre 2008 • página 4
Ismael Carvallo Robledo
Comentarios al libro de Porfirio Muñoz Ledo, La ruptura que viene. Crónica de una transición catastrófica, editado en julio de 2008, por Grijalbo, en la ciudad de México
«Es imposible sobrestimar el potencial explosivo de _El Estado y la revolución_… Lo que vino a continuación puede llamarse, apropiándonos del título del texto de Althusser sobre Maquiavelo, la solitude de Lenine (la soledad de Lenin): un periodo en el que éste se encontró básicamente solo, luchando contra la corriente en su propio partido. Cuando, en sus Tesis de abril de 1917, Lenin identificaba el Augenblick, la oportunidad única para una revolución, sus propuestas se toparon primero con el estupor o el desdén de la gran mayoría de compañeros del partido. Dentro del partido bolchevique, ningún dirigente destacado respaldaba su llamamiento a la revolución y Pravda tomó la extraordinaria medida de disociar al partido, y al consejo de redacción en su totalidad, de las Tesis de abril de Lenin.»
Slavoj Zizek, Repetir Lenin
«Muchos cuestionan lo que han dado en llamar mi radicalismo. En efecto, me he radicalizado: pero entiendo la palabra en su significación de ir a las raíces de los problemas; porque no puedo vislumbrar una transición democrática liberal como panacea para resolver los problemas del país, ni menos, el vencimiento del Estado frente a una mal entendida economía de mercado. No veo otra vía distinta que la fundación de una nueva República.»
Porfirio Muñoz Ledo, La ruptura que viene. Crónica de una transición catastrófica
«Podemos, no obstante, hablar de su soledad si ponemos de relieve la división que impone el pensamiento de Maquiavelo sobre todos aquellos que se interesan en él. Él divide en este sentido a sus lectores en partidarios y adversarios… Croce, al final de su vida, decía: la cuestión de Maquiavelo _no se resolverá jamás_…. ¿Ha sido Maquiavelo en el fondo un partidario de la monarquía, como parece indicar El príncipe, o un republicano, como parecen indicar los Discursos sobre la primera década de Tito Livio? Así se plantea habitualmente la cuestión. Pero plantearla así significa aceptar como evidente una clasificación previa de los gobiernos, una tipología de los mismos clásica desde Aristóteles, quien considera las diferentes formas de gobierno, su normalidad y su patología. Ahora bien, precisamente Maquiavelo no acepta ni se atiene a esta tipología, y no asigna a sus reflexiones la tarea de determinar la esencia de tal tipo de gobierno. Su objetivo es totalmente diferente. Consiste, como bien lo ha comprendido De Sanctis y, en su estela, Gramsci, no tanto en construir la teoría del Estado nacional existente en la Francia o en la España de su época bajo la forma de la monarquía absoluta, sino en plantearse la cuestión política de las condiciones de la fundación de un Estado nacional en un país sin unidad, Italia, entregada a las divisiones internas y a las invasiones. Esta cuestión Maquiavelo la plantea en términos políticos radicales constatando que esta tarea política, la construcción de un Estado nacional italiano, no puede acometerse por ninguno de los Estados existentes, sean éstos gobernados por príncipes, sean repúblicas o se trate en fin de los Estados papales, porque todos ellos son antiguos, o dicho en términos modernos, porque todos ellos se encuentran atrapados todavía en el feudalismo, incluidas las ciudades libres. Esta cuestión Maquiavelo la plantea en términos radicales declarando que únicamente un “un príncipe nuevo en un principado nuevo” podrá llevar a buen fin esta difícil tarea… La pequeña frase que le resulta tan querida, “es preciso estar solo para fundar un Estado”, resuena extrañamente en su obra, cuando se ha comprendido la función crítica de la misma.»
Louis Althusser, La soledad de Maquiavelo
I
En una ocasión singular, hace alrededor de dos o tres años, tuve la oportunidad de participar en una charla en cierto modo informal con Porfirio Muñoz Ledo, a quien no conocí personalmente sino hasta ese momento, en la sala de juntas de sus oficinas. Un amigo entrañable, Gustavo Bueno Sánchez, estaba de visita por México y habíamos logrado organizar, gracias a las mediaciones de mi querida amiga Lourdes Seeman, una reunión con el exembajador de México ante la Unión Europea, quien, en esos momentos, y en plena campaña electoral, estaba concentrado, en su carácter de presidente, en la organización de la agenda de actividades del Consejo Consultivo del Proyecto Alternativo de Nación, plataforma programática del en esos momentos candidato de la Coalición Por el Bien de Todos a la presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador.
La charla, repito, se desarrollaba con un tempo y tenor relajado y distendido, pasando de cuestiones generales sobre la trayectoria del embajador y puntos específicos de su conocimiento y estudio de la historia reciente de España, sobre todo en cuanto a lo relativo a lo que llamaremos el mito o, mejor, la estafa de la transición democrática española, pues lejos de ser el éxito del que todos hablan sin descanso, la transición del 78 puede –y debe, tal es nuestro juicio– ser considerada como uno de los fracasos históricos más escandalosos de los últimos tiempos, pues su resultado más patente no es otro que el de tener hoy a España al borde de su desmembración política, de su balcanización; y hablamos de «fracaso escandaloso», sobre todo, y para decirlo coloquialmente, porque todo el mundo se tragó el cuento idealista –formalista– de la transición democrática; pero pasábamos en compañía del embajador, en todo caso, decimos, de «el problema» de España a la exposición y discusión sobre El mito de la izquierda, del profesor Gustavo Bueno, y la fenomenología política e histórica de las seis generaciones de izquierda por él expuesta.
En algún momento de la charla, el teléfono celular de Muñoz Ledo sonó y no tuvo otra opción que contestar; al hacerlo, manteniendo siempre ese aplomo en todo cuanto hace –por menor que sea el asunto en cuestión–, espetó con amable severidad aunque de inmediato a quien lo había interrumpido: ¡qué pasa, que estoy en un debate!
En ese momento, al tiempo de ajustarme un poco la corbata y de sentarme más derecho para estar así a tono con el nivel que entonces se advirtió, supe que por más ameno y distendido que fuese el tono y el tempo de la reunión, no era en modo alguno «una charla»; para Porfirio Muñoz Ledo se trataba, como en todo momento se trató y se trata al día de hoy para un hombre que se considera obligado a encumbrar todo aquello en lo que se involucra, ¡de un debate!
Supe, también, que estaba frente a un hombre circundado por la impronta de quien pertenece a otro tiempo. A alguien, de algún modo, aislado en una forma singular de soledad histórica.
II
Miembro de una generación de reformistas más que de revolucionarios, Porfirio Muñoz Ledo (Ciudad de México, 23 de julio de 1933), uno de los hombres políticos de más consistente formación intelectual y de más aguda lucidez, nos ofrece en La ruptura que viene. Crónica de una transición catastrófica (Grijalbo, Ciudad de México, Julio, 2008), un compendio sistematizado de sus artículos, discursos, cartas y entrevistas que, ordenado cronológicamente de 1999 hasta hoy (al tiempo de coordinar el Frente Amplio Progresista –FAP– y de ser consejero político estratégico y cercano a Andrés Manuel López Obrador, contribuye con una columna semanal en el periódico nacional El Universal, además de conducir también un programa de debate, transmitido por el canal local del Estado de México –Televisión Mexiquense–, denominado Bitácora Mexicana), presenta al lector uno de los aspectos del esquema general de una vida consagrada por igual, así como la de Gramsci o la de Lenin, al pensamiento político que a la praxis política, y en cuya trama aparecen entretejidas las claves de la dialéctica política que atraviesa y tensa las últimas tres décadas de historia contemporánea mexicana, expuestas, además, desde la cercanía de un primer plano, por uno de sus protagonistas centrales.
Profesor (y estudioso) de teoría política y de historia del sistema político mexicano en la Universidad Nacional Autónoma de México y El Colegio de México, entre otras muchas universidades nacionales e internacionales; presidente –y siempre nacionalista y latinoamericanista, vale decir bolivariano– del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del Partido de la Revolución Democrática (PRD); diputado y senador de la República; Secretario del Trabajo y de Educación Pública, además de embajador ante la Organización de las Naciones Unidas y la Unión Europea, Muñoz Ledo es también de ese tipo de personas –y de hombre político, pues su vida, pensamos ahora en alguien como Fidel Castro, es sencillamente ininteligible al margen de la política– que parece llevar consigo, ejercitándolos siempre en su conducta, los designios de una época que parece irse desdibujando poco a poco con el postrero dramatismo de algo que está situado en la antesala de su ocaso. Una época la suya en donde virtudes políticas como la grandeza, la severidad y el desprecio por la pequeñez marcaron y troquelaron vidas tan emblemáticas y tan llenas de fatalidad (¿no es acaso la fatalidad la compañera fiel de la grandeza?) como las de José Vasconcelos o Jaime Torres Bodet, y que están siendo hoy desplazadas, y cada vez con más acusado empeño, por nuevos criterios de conducta y práctica política presentados con insidiosa y no menos estúpida ligereza bajo modalidades retóricas como las de “la modernidad”, la “visión de futuro”, la “eficiencia”, la “neutralidad técnica”, la “calidad de vida” o, acaso la más irritante por su vacuidad, la de los “nuevos paradigmas”: nada peor, sabedlo bien, que escuchar a un joven tecnócrata mexicano, satisfecho por su doctorado en Harvard, Yale o Chicago, hablando con la severidad de alguien que cree tener en sus manos la última verdad –pero que no hace más que regurgitar obviedades, lo que le confiere aún más inanidad y simplismo– sobre la “inversión en ciencia y tecnología”, sobre “la I+D” o sobre “la sociedad del conocimiento”.
Poseedor de una retórica nutrida, de un conocimiento profundo de la historia y de una penetrante habilidad dialéctica; polemista sagaz y fino parlamentario que sabe como Mariátegui que la política es la trama de la historia, Porfirio Muñoz Ledo es en cambio de esos hombres que fueron educados y formados dentro del canon político de la obsesión por la grandeza; de él podríamos muy bien decir lo que Arturo Uslar Pietri, en ese hermoso texto escrito ante la muerte de André Malraux, hubo de decir respecto de De Gaulle: Porfirio Muñoz Ledo, diríamos pues, es de aquéllos que en el tiempo de las estadísticas, la econometría, el marketing político y la calidad de vida, se atreve a seguirse manteniendo firme en el empeño de no dejar de hablar de la grandeza. Ante su impronta y su celo político, uno se queda siempre detenido ante el recuerdo de esa tesis de José Aricó que, por clara, es asimismo lapidaria: no siempre en la historia se perfila una nueva generación.
III
Prologada precisamente por Andrés Manuel López Obrador, La ruptura que viene puede ser considerada como una obra dispuesta como obertura para las Memorias de Porfirio Muñoz Ledo (de las que sabemos algo ya y que esperamos sean editadas a la brevedad). Se trata de trescientas sesenta páginas, ordenadas en cinco bloques y un epílogo, que conforman una síntesis de reflexión política coyuntural (las Memorias pueden acaso ser vistas como una síntesis de reflexión política estructural o histórica) que a lo largo de casi veinte años fueron desplegadas (o disparadas, pare evocar la idea de las armas de la crítica de Carlos Marx) al compás de la intervención directa en los acontecimientos que con mayor fuerza han configurado la escena política contemporánea de México: la imposición fáctica de Carlos Salinas de Gortari ante el triunfo electoral de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y el concomitante y –a la postre– catastrófico afianzamiento del bloque neoliberal en el poder del Estado; la conformación histórica del Partido de la Revolución Democrática; su participación como candidato en las elecciones presidenciales de 2000; su persistente defensa a lo largo del tiempo del proyecto de Reforma del Estado, además de su participación en la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador; y el patético y vergonzoso paréntesis histórico en el que México tuvo la desgracia de tener como jefe de Estado a un abyecto cretino: Vicente Fox, ese pobre diablo respecto de quien, con el propósito de lograr mantener la imperturbabilidad de carácter –aunque con la ira intacta; porque la ira es, para Vasconcelos, precisamente, una de las virtudes políticas cardinales–, hemos de limitarnos a afirmar, lamentándonos ante la fatalidad de lo imposible, lo que Marco Aurelio expone en el pensamiento 42 del capítulo IX de sus Pensamientos:
«Cuando tropezares con la desvergüenza de alguien, pregúntate al instante: “¿Puede haber un mundo sin gente desvergonzada?” No, no es posible. No reclames, pues, lo imposible. El tal que tienes delante es uno de aquellos insolentes cuya existencia es forzosa en el mundo, y esta reflexión tenla a la mano por lo que mira a un tramposo, a un traidor o a un vicioso cualquiera.»
IV
«Cuando los editores de este libro me invitaron a prologarlo acepté con gusto, no sólo en virtud del gran aprecio que tengo por el licenciado Porfirio Muñoz Ledo, sino porque estimo que un esfuerzo de esclarecimiento sobre el pasado reciente del país merece tener la mayor audiencia… Estoy convencido de que nuestra historia contemporánea sería impensable sin la visión y determinación de dos personajes excepcionales: el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y el licenciado Porfirio Muñoz Ledo. Por motivos convergentes ambos se opusieron al cambio de orientación que apuntaba hacia la adopción del modelo neoliberal a mediados de los ochenta. Cuando decidieron impulsar una corriente crítica dentro del sistema, fueron orillados a la disidencia y obligados finalmente a la renuncia. En vez de doblegarse y disciplinares, como lo habrían hecho políticos tradicionales, respondieron con dignidad y eficacia, mediante la articulación progresiva de partidos, grupos y movimientos sociales en torno al Frente Democrático Nacional… Fue en esas circunstancias [las elecciones fraudulentas de 1988] cuando me acerqué a estos líderes democráticos con dimensión social y les propuse participar en las elecciones de Tabasco. Conocí entonces personalmente al licenciado Muñoz Ledo y trabé con él una relación política estrecha y respetuosa que, con breves paréntesis, se ha fortalecido hasta la fecha…»{1}
Son éstas algunas líneas extraídas del prólogo de Andrés Manuel López Obrador a La ruptura que viene; un prólogo que de inmediato llama la atención por partida doble: en primer término, por la generosidad y objetividad con la que López Obrador defiende por igual a Muñoz Ledo y a Cuauhtémoc Cárdenas después de que el segundo, Cárdenas –extrañamente llamado todavía “líder moral del PRD”– se haya comportado de la manera más ambigua y pusilánime a lo largo de toda la campaña de López Obrador, incapaz de aceptar –con la nobleza política que esto requiere– que el liderazgo de la corriente histórica de la que se siente depositario –el nacionalismo cardenista– se resume hoy en la figura de quien fuera el candidato a la presidencia por el partido del que supuestamente es el “líder moral” en 2006: López Obrador, precisamente.
Pero nos llama la atención también, en segundo término, por el hecho de que el primer bloque del libro de Muñoz Ledo, que se organiza bajo el rótulo que reza “Los pilares éticos de una campaña”, es precisamente el balance de una denuncia histórica contra Cuauhtémoc Cárdenas esgrimida ante la evidencia de la ulteriormente conocida entrevista que, en plena crisis post-electoral en 1988, y negándolo reiteradamente, sostuvo no obstante con aquél contra quien habría de organizarse todo el movimiento del Frente Democrático Nacional y el propio PRD. En el apartado “La entrevista secreta”, Muñoz Ledo consigna lo siguiente:
«La reunión de Cárdenas con Salinas no debe soslayarse como un hecho aislado, carente de importancia, como lo ha considerado el propio Cárdenas al manifestar que “no aporta más el que se haya conocido o no ese asunto para aclarar qué sucedió en 1988”. Por el contrario, es menester dar a ese encuentro y a los contactos subsecuentes de los que se ha tenido noticia pública la justa dimensión en la coyuntura del momento, valorar su trascendencia e indagar sobre su contenido y acuerdos alcanzados, con el objeto de emitir un juicio objetivo que permita establecer la responsabilidad histórica de los actores.
Ha quedado documentado en diversas publicaciones que la primera entrevista tuvo lugar dos días después de las elecciones presidenciales de 1988, es decir, el 8 de julio; por lo que resulta altamente reprobable que el entonces candidato del FDN no sólo haya mantenido en secreto el suceso –escudándose en haber cumplido un compromiso de discreción que asumió con Salinas–, sino que no lo consultó con la dirigencia colectiva de la coalición de partidos que lo postuló, lo hizo a espaldas de la militancia y, lo que es peor, mintió en repetidas ocasiones al no aceptar que sostuvo dicho encuentro.»{2}
Y más adelante, Muñoz Ledo apuntala:
«Curiosamente, Cárdenas fue fiel a su “compromiso de discreción” con Salinas, pero faltó a la palabra empeñada con los compañeros de lucha, con los militantes esperanzados y con los millones de mexicanos que sufragaron por el cambio democrático. Aseguró que jamás reconocería a Salinas y, en cambio, se reunió con él. Ofreció respaldar las impugnaciones electorales con la movilización popular y, por una extraña coincidencia, bajó dramáticamente el tono, la intensidad y el tamaño de las manifestaciones de protesta. Un doble lenguaje inaceptable, propio de una concepción patrimonialista de la política, que revela un profundo desdén hacia la dirigencia y hacia la base del gran movimiento político que lo llevó a contender por la presidencia de la República….
Por otra parte, sería conveniente precisar a qué se refiere Cárdenas al hablar de “propuestas que flotaban en el aire para buscar salidas no constitucionales, violentas, al movimiento democrático”. La dirigencia colectiva del FDN buscó en todo momento defender el voto popular a través de movilizaciones pacíficas y de cauces legales; en ningún momento prosperaron alternativas radicales vinculadas con la violencia o la ilegalidad. Cárdenas pretende justificarse con el argumento velado de que la entrevista con Salinas evitó un derramamiento de sangre en la República. Más falsa no podría ser esta aseveración, puesto que la entrevista tuvo lugar apenas dos días después de la jornada electoral, cuando todavía no se anunciaban los resultados definitivos. Los ánimos no se encendieron sino semanas más tarde, ya bien entrado el conflicto postelectoral, y nunca se encauzaron por canales violentos. Jamás existió tal riesgo, quizá lo hubo en la imaginación de los heraldos del sistema que, catastrofistas, asustaron a los pusilánimes sin capacidad de análisis político.»{3}
He aquí, a nuestro juicio, la clave central que anuda el cuerpo entero del libro de Muñoz Ledo: Cuauhtémoc Cárdenas no hizo en 1988 lo que Andrés Manuel López Obrador sí hizo y está haciendo, desde 2006 a la fecha, ante la imposición fáctica y de Estado de un bloque político en el poder, el bloque que hemos denominado como el del neoliberalismo democrático; una imposición que debe llevar a la conclusión terminante de que la transición democrática, que sigue teniendo a muchos dando vueltas teóricas sobre lo que “falta por hacer para consolidar nuestra democracia”, es, al igual que en el caso de España, una escandalosa estafa ideológica. La democracia es una ideología más. Y la elección de Estado de 1988 es el referente político inmediato, la contrafigura del movimiento que hoy encabeza Andrés Manuel López Obrador en el contexto de la imposición fáctica de Felipe Calderón.
O para decirlo de otro modo, desde una perspectiva de segundo grado, las decisiones estratégicas de López Obrador no están siendo tomadas en función dialéctica de lo que haga el bloque en el poder (sea ya por vía de Calderón, sea ya por la de Salinas de Gortari, sea ya por la de los grupos oligárquicos que controlan la economía y la política del país), aunque por supuesto que se tienen a la vista desde una perspectiva de primer grado, sino en función dialéctica de lo que Cuauhtémoc Cárdenas no hizo ni ha hecho nunca. Como el propio Muñoz Ledo lo consigna, Cuauhtémoc Cárdenas sostuvo en su momento que no reconocería jamás a Salinas de Gortari, cuando, en realidad, se reunió con él; López Obrador sostuvo que no reconocería jamás a Calderón, y así lo ha hecho hasta el día de hoy; Cuauhtémoc Cárdenas ofreció en su momento respaldar las impugnaciones electorales con la movilización popular, cuando, en realidad, bajó el tono de la movilización; López Obrador, al día de hoy, mantiene firme la movilización popular con el propósito de vertebrar un movimiento político y popular como basamento de un proyecto de transformación política nacional. ¿Cómo podía esperarse, en todo caso, que Cuauhtémoc Cárdenas fuera a apoyar el triunfo y la lucha de alguien más, López Obrador en nuestro caso, cuando no tuvo la fortaleza y la valentía para defender en su momento su propia lucha y triunfo políticos? ¿Y por qué seguir llamándolo, nos preguntamos, líder moral del PRD? ¿De dónde proviene esa supuesta “autoridad moral”? Y en caso de que se tratase de una autoridad ética la de Cárdenas, ¿de qué firmeza, de qué fortaleza, de qué generosidad estaríamos en posibilidad de hablar?
V
El resto del libro, correspondiente a los bloques o capítulos segundo (“Una democracia al garete”), tercero (“Diversificar la globalidad”), cuarto (“La reforma del Estado: una ocasión para la neutralidad”), quinto (“La venganza y la justicia”), además del Epílogo con el que remata el libro (y que es una entrevista realizada por Muñoz Ledo y los editores del libro de febrero de 2008), recoge la amplísima variedad de artículos, ponencias y discursos que podríamos reagrupar para efectos sintéticos en dos grandes bloques: el bloque que organiza los problemas concernientes a las cuestiones internacionales (cifrada, según nuestras coordenadas, en la dialéctica de Estados) y el bloque que organiza los problemas concernientes a las cuestiones nacionales (cifrada, según nuestras coordenadas, en la dialéctica de clases).
La cuestión nacional es, sin duda ninguna, aquélla en torno de la cual gravita la mayoría de las preocupaciones e indagaciones teóricas que guían la praxis política de Porfirio Muñoz Ledo. Insertado fundamentalmente dentro de la órbita de la ciencia política y el derecho constitucional, esa cuestión nacional tan acuciante tanto para Maquiavelo como para Gramsci, y que podríamos denominar como el problema de Maquiavelo (el problema político de la unidad nacional y el de las condiciones históricas para la formación de un nuevo Estado), es abordada por Muñoz Ledo desde los frentes de las teorías de la transición democrática, por un lado, y el de las teorías constitucionales y de la reforma del Estado, por el otro.
La tesis central que lleva trabajando, estudiando y defendiendo desde hace ya décadas es la de apuntar hacia la necesidad de orquestar políticamente una transición democrática por medio de la cual sea posible abrirle paso a una nueva etapa histórica para México bajo la forma de una Nueva República, lo que implica estructuralmente una Nueva Constitución para el país.
Lo que observamos no obstante a lo largo de sus textos relativos a esta cuestión nacional, es, atendiendo precisamente al subtítulo del libro de Muñoz Ledo, una crónica de un proceso catastrófico y fallido una y otra vez. Y es que nos parece que buena parte de sus planteamientos siguen estando insertados dentro de las coordenadas de eso que hemos querido referir como el mito de la transición democrática; un mito formalista, denominado por el profesor Gustavo Bueno como fundamentalismo democrático, en virtud del cual piensa quien en él está inmerso que la Democracia, con mayúscula, es el fin último del curso de toda sociedad política y la solución para todos y cada uno de los problemas de referencia; y cuando surjan nuevos problemas, la solución seguirá siendo la misma, a saber, más Democracia.
Así, desde el fundamentalismo democrático, entonces, el terrorismo, la guerra, la dictadura, el fraude o la traición, antes que estar desplegadas históricamente contra una figura histórica determinada, como pueden serlo España en tanto que nación política (en caso del terrorismo secesionista de ETA), el México del nacionalismo popular cardenista (en caso de la imposición fáctica del bloque neoliberal en el poder) o la revolución bolivariana (en caso del bloque oligárquico venezolano y del imperialismo norteamericano), pongamos por caso, estarían desplegándose contra la Democracia: el problema y las condenas contra el terrorismo secesionista de ETA, no se darían tanto en función de que estén dirigidos contra España sino porque están dirigidos contra la Democracia; la imposición fáctica de Felipe Calderón en México, no es criticada tanto por que rompe con la línea histórica del nacionalismo mexicano como sillar de la soberanía nacional sino porque atenta contra la Democracia; Vicente Fox, sigue diciéndose hasta hoy, más que un traidor al nacionalismo político mexicano, es un traidor a la Democracia, según las afirmaciones del mismo López Obrador, ¿pero quién puede creer, señores míos, que a Vicente Fox le importe ser un traidor a la Democracia?: sólo aquél que piensa que la Democracia es la solución para todos los problemas de México.
Dice el profesor Gustavo Bueno en su libro Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el país de las maravillas (nos permitimos referir al lector mexicano al artículo de quien esto escribe titulado «Crítica a Carlos Ramírez: sobre AMLO y el Pensamiento Alicia», El Catoblepas, número 67, septiembre 2007, pág. 4):
«Piensa Alicia: “La transformación de las sociedades despóticas en sociedades democráticas ha permitido a los hombres alcanzar la libertad y la igualdad como personas, sujetos de derechos civiles y políticos. En consecuencia, la condición de demócrata habrá de asumirse como título de legítimo orgullo por cualquier hombre consciente de que la fuente de su dignidad como persona humana mana precisamente de la sociedad democrática de la que forma parte. Sólo con la democracia cada hombre podrá relacionarse de mil maneras con los demás, cambiando de discursos y de pases cuando haga falta. No olvidemos nunca que la esencia de la democracia es la cintura”»{4}
Y en el final de su crítica a ese capítulo (el 10 del libro) su conclusión es contundente:
«Hay que rechazar la tendencia creciente a juzgar, positiva o negativamente, en nombre de la democracia, sobre asuntos que no tienen que ver directamente con ella. Como si la democracia fuese la fuente de todos los valores y el valladar contra todos los contravalores. “La democracia no puede tolerar el terrorismo”, pero ¿acaso la aristocracia o la autocracia lo toleraban? La orquesta, la escuela, el ejército y hasta el fútbol progresarán decididamente si asumen la forma de una organización democrática (de una orquesta democrática, de una escuela democrática, de un ejército democrático, de un fútbol democrático). Todas esta conclusiones “democráticas” son sinsentidos de un pensamiento Alicia que confunde todo con la brocha gorda y demagógica de la “libertad y de la igualdad democráticas”.
¿Qué tipo de libertad-de respecto de Julio II necesitó Miguel Ángel para crear la Capilla Sixtina?»{5}
En definitiva, nos parece que el prime paso por dar es el de romper o salirse de las coordenadas teóricas y prácticas de la transición democrática, de ese «transicionismo» que se adueñó en los últimos quince o veinte años de todas las cátedras de ciencia política, tanto en la UNAM como, no se diga, en las universidades privadas; y hay que hacerlo precisamente sin el temor de ser señalado, tal como este mito ideológico (el mito de la Democracia) sostiene, que quien lo hace es un totalitario, un autoritario o un dictador en potencia; alguien que al salirse de las vías institucionales y de las estúpidamente llamadas «reglas de juego» está atentando ni más ni menos que contra nuestra Democracia (véanse también, si se me permite, los artículos «Fraude, México 2006 y el mito de la democracia (I)», El Catoblepas, número 69, noviembre 2007, pág. 4 y «Contribución a la crítica de la Democracia (II)», El Catoblepas, número 77, julio 2008, pág. 4, de quien esto escribe, además del artículo del profesor Gustavo Bueno, «Consideraciones sobre la Democracia», El Catoblepas, número 77, julio 2008, pág. 2).
Y es Muñoz Ledo quien, en el propio Epílogo de su libro, una vez habiendo hecho balance de la catastrófica dialéctica que desembocó en lo que hoy tenemos, da señal de la advertencia a la que nos referimos:
«Muchos cuestionan lo que han dado en llamar mi radicalismo. En efecto, me he radicalizado: pero entiendo la palabra en su significación de ir a las raíces de los problemas; porque no puedo vislumbrar una transición democrática liberal como panacea para resolver los problemas del país, ni menos, el vencimiento del Estado frente a una mal entendida economía de mercado. No veo otra vía distinta que la fundación de una nueva República.
Necesitamos de una nueva mayoría en el país: somos mayoría social, pero no cultural, ni mucho menos política. Y será muy escarpado lograrlo mientras persista la hegemonía de los medios de comunicación: por ello insistimos en una profunda reforma constitucional y legal en la materia. La gran batalla por el cambio se va a dar en sistemas de comunicación, debidamente abiertos a la pluralidad, pero también en las calles. Por ahora no creo en el Congreso como un espacio propicio para impulsar el cambio que México necesita. Acaban de volver a defraudar, con escasos escrúpulos, el nuevo episodio de la reforma del Estado al que se habían comprometido.»{6}
Se trata del problema de Maquiavelo; ese problema que, según Croce, no se resolverá jamás. Un problema que para Maquiavelo mismo se resume en la tesis según la cual es preciso estar solo para fundar un Estado. Es el problema que Porfirio Muñoz Ledo, con su magnífico libro, ha puesto una vez más sobre la mesa de debate.
El día de ayer, el Congreso de la Unión mexicano aprobó los siete dictámenes de que consta la Reforma Energética en torno de la que se organizó el Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo comandado por Andrés Manuel López Obrador, el más complejo e importante líder político del México contemporáneo. Una vez aprobada la reforma, López Obrador anunció que la resistencia civil y política continuará, ampliando sus horizontes estratégicos y políticos con el fin último no ya de «consolidar la Democracia» sino de transformar radicalmente la vida pública de México.
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«Para César, aquellos primeros años de vida “consciente” bajo la dictadura de Sila significaron probablemente una experiencia decisiva. Comprobó, al mismo tiempo, qué representaba arriesgarlo todo en una situación de poder absoluto de los enemigos políticos, y qué podría significar el dominio incontrolado de la factio paecorum.» Luciano Canfora, Julio César. Un dictador democrático
Notas
{1} Líneas del Prólogo de Andrés Manuel López Obrador, firmado en México el 19 de mayo de 2008, al libro de Porfirio Muñoz Ledo, La ruptura que viene. Crónica de una transición catastrófica, editado en la ciudad de México por Grijalbo, en julio de 2008.
{2} La ruptura que viene, págs. 16-17.
{3} Ibid., pág. 21.
{4} Gustavo Bueno, capítulo 10, Sobre la democracia, de Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el país de las maravillas, Temas de hoy, Madrid 2006, pág. 269.
{5} Ibid., pág. 306.
{6} La ruptura que viene, pág. 356.