Ismael Carvallo Robledo, Contribución a la crítica de la Democracia (II), El Catoblepas 77:4, 2008 (original) (raw)
El Catoblepas • número 77 • julio 2008 • página 4
Ismael Carvallo Robledo
En continuidad con nuestro artículo «Fraude, México 2006 y el mito de la democracia (I)», presentamos ahora las notas que sirvieron de base para nuestra intervención en los XIII Encuentros de Filosofía, cuyo tema central fue la Democracia
Señal
«Es preciso trabajar, desde el corazón mismo del «primer mundo», para conseguir una comprensión actualizada del mecanismo capitalista contemporáneo. Mientras esperamos –escribió en cierta ocasión Trotski con su habitual desenvoltura– a un «sabio» capaz de «introducir en la concepción dialéctico materialista del mundo» todo lo nuevo que se produce incesantemente; y comentaba: «No se trata de artículos de periódico o de revista, sino de piedras millares científico filosóficas, como El origen de las especies y _El capital_». Puesto que escribía en 1923, él mismo se objetaba que no era el momento de dedicarse a este necesario esfuerzo «hasta que el proletariado haya depuesto las armas». Ahora que las armas (metafóricas o no) han sido abandonadas, nos damos cuenta más que nunca de la urgencia de este esfuerzo (que tal vez, si se hubiera realizado antes, habría dado lugar a resultados diferentes). ¡Necesitamos más que nunca un nuevo Marx y un nuevo Darwin!» Luciano Canfora, Crítica de la retórica democrática (2003)
«Los indicios de desmoronamiento de la URSS a finales de los sesenta, y sobre todo su caída a finales de los ochenta, sugerían la necesidad de una «vuelta del revés del marxismo», es decir, de aplicar a Marx el mismo género de crítica que Marx había aplicado a Hegel. Precisamente porque, a pesar de todo, no cabía ver a Marx como perro muerto. En esta línea se publicaron los libros Etnología y Utopía (1971) y Ensayos materialistas (1972), que arremetían contra la interpretación monista del materialismo (cuyas implicaciones anti-ecologistas se vinculaban a la idea de una Energía inagotable suministrada por la Naturaleza) y los artículos antes citados de 1973 y 1974. Pero, sobre todo, en esta línea, se escribió el Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, de 1991, que acaba de ser reeditado en pdf en este mismo mes de junio de 2008. En cierto modo este libro fue un primer «ajuste de cuentas» con la teoría marxista del Estado y con la teoría de las clases sociales, en cuanto el origen del Estado, o con la teoría de la historia del materialismo histórico tras la caída de la Unión Soviética como Imperio Universal.» Gustavo Bueno, «La vuelta del revés de Marx» (2008)
I
Introducción
Teniendo como antecedente el artículo publicado en el número 69 de El Catoblepas que lleva por título «Fraude, México 2006 y el mito de la democracia (I)» –Noviembre 2007, página 4–, tuve ahora la fortuna de participar en la decimotercera edición de los Encuentros de Filosofía que en torno de la idea de Democracia fueron convocados por la Fundación Gustavo Bueno los pasados 3 y 4 de julio de 2008.
En esta ocasión fui invitado a participar, junto con Javier Delgado Palomar y Santiago Armesilla Conde, en la mesa organizada alrededor del tema «La democracia y las izquierdas». Mi intervención no consistió en la lectura de una comunicación sino en la presentación problemática de algunas consideraciones que a mi juicio era pertinente poner sobre el tablero de discusión, situándome en la caracterización de la contradicción como el pivote de todo problema filosófico.
Se trató en efecto de mostrar las contradicciones existentes no ya nada más en las relaciones entre las izquierdas y la democracia, sino las que también están en la base misma del núcleo de lo que he venido llamando el mito de la democracia. Como acta de mi participación, en el presente documento de trabajo me dispongo a poner en orden (con la mejor trabazón y estructura que me es posible lograr) tales consideraciones.
El material del que me serví para desarrollar mis argumentos en la mesa del 4 de julio proviene de la obra de tres autores: Gustavo Bueno (fundamentalmente su Panfleto contra la democracia realmente existente, La esfera de los libros, Madrid 2004, pero teniendo también a la vista su Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, Biblioteca Riojana, Logroño 1991, y otros ensayos relacionados), Luciano Canfora (Crítica de la retórica democrática, Crítica, Barcelona 2003; Democracia. Historia de una ideología, Crítica, Barcelona 2004) y Carl Schmitt (La Dictadura, Alianza, Madrid 2003); se trata de autores que, como se sabe, participan de una estructura de racionalidad (filosófica, histórica y jurídico-política) de inequívoca factura materialista, dialéctica y realista. Felipe Giménez, por ejemplo, en su comunicación del 3 de julio titulada «La crítica de la democracia» –de la que amablemente repartió copias con antelación– consignó precisamente, al lado de Marx, Lenin, Schumpeter y Max Weber, a Carl Schmitt y a Gustavo Bueno como críticos –materialistas, nos permitimos añadir– de la democracia moderna.
Bien. Las notas que ahora escribo han tenido como complemento dos cosas más: la lectura del texto con el que el profesor Gustavo Bueno reexpone las tesis que presentó en la conferencia de clausura de los Encuentros (Consideraciones sobre la Democracia, El Catoblepas, nº 77) y la atención por internet a los planteamientos expuestos por Tomás García López, Marcelino Suárez Ardura, José Manuel Rodríguez Pardo y Sharon Calderón en el debate número 39 del programa de Teatro Crítico transmitido por Oviedo Televisión el miércoles 9 de julio de 2008.
Ante tan bien acabadas intervenciones (el texto y el programa de televisión), este documento pretende tan sólo servir como aportación de algunos materiales de discusión adicionales –como una contribución a al crítica de la Democracia–, esperando que sean de utilidad por mínima que ésta pueda ser.
II
Primera consideración: planteamiento de la cuestión
1. Como señalamiento inicial, nos interesa atraer la atención sobre el carácter problemático implícito en el título de la mesa: «La democracia y las izquierdas»; y esto es así, sobre todo, por el carácter no-unívoco del término democracia (porque la democracia, puesto en términos clásicos, se dice de muchas maneras).
Por cuanto al término «izquierda», sabemos que al aparecer en plural en el sintagma titular está siendo ejercitada la clasificación ya canónica para el materialismo filosófico de las izquierdas (las seis generaciones de izquierda expuestas por el profesor Gustavo Bueno en El mito de la izquierda).
Pero en el caso de la democracia, la convocatoria misma de los Encuentros es ya problemática al ofrecer, entre signos de interrogación, una pluralidad de acepciones del término en cuestión: democracia fundamentalista, procedimental, participativa, real, formal, orgánica, popular, cristiana, liberal, política, social, ….
Tema de futuros desarrollos e investigaciones, que no somos capaces de abordar ahora, sería el de ir analizando y pormenorizando el modo en que cada una de las seis generaciones históricas de la izquierda definió y ejercitó la idea de democracia según sus coordenadas específicas (¿qué acepción tuvieron y qué ejercicio de la democracia hicieron, por ejemplo, Robespierre o Saint Just, Jovellanos, Mina, Morelos o Bolívar, Bakunin o Kropotkin, Marx, Lenin, Gramsci o Mao?).
Ahora bien, haciendo un ejercicio desde la superficie (que es la superficie del «sentido común», tanto de políticos como de la ciudadanía en general), podríamos examinar las asociaciones que comúnmente suelen hacerse desde una supuesta «izquierda» esencial y algunos de las tipologías de la democracia que en la convocatoria de los Encuentros fueron puestas sobre la mesa; así, la izquierda estaría vinculada sobre todo con la llamada «democracia participativa», con la «democracia real», con la «democracia popular» y, acaso con la mejor prensa en estos últimos años post-soviéticos, con la «democracia social».
La «derecha», desde esta aproximación por demás superficial, estaría vinculada entonces con la «democracia cristiana», la «democracia liberal» o con la «democracia orgánica».
La «democracia procedimental», la «democracia política» y la «democracia formal» podrían ser acaso asociadas más a círculos gremiales, bien de politólogos o bien de teóricos del derecho constitucional o del derecho electoral, confinados a la supuesta neutralidad valorativa –técnica, se nos dirá– de sus propias disciplinas.
La «democracia fundamentalista», por último, es, en esta primerísima aproximación, el término crítico utilizado por el materialismo filosófico pensado contra los formalismos y los armonismos democráticos no marxistas del presente.
Tomás García López, en su comunicación titulada «La democracia ‘urna-mental’ en España. ¿Urnas democráticas o urnas cinerarias?» y en el programa de Teatro Crítico del 9 de julio antes mencionado, expuso de manera prolija los componentes estructurales, los fulcros de la crítica al fundamentalismo democrático desplegada desde el materialismo filosófico. Pedro Insua, en su comunicación del 3 de julio, por su parte, dibujó las líneas maestras con arreglo a las cuales hizo una comparativa entre la crítica a la idea de democracia pura socialdemócrata del materialismo histórico (Lenin) y la crítica a la idea de fundamentalismo democrático del materialismo filosófico (Bueno). Desafortunadamente, en el caso del segundo el tiempo fue insuficiente para que pudiera desarrollar con mayor extensión sus interesantísimas hipótesis de trabajo. En todo caso, esperamos con interés que ambas comunicaciones, la de García López y la de Insua, aparezcan pronto en las páginas de El Catoblepas.
2. Pero muy pocos son los pasos que podríamos dar de atenernos solamente a este ejercicio asociativo por demás asistemático y capcioso. Porque son múltiples los criterios y los parámetros, y varias las Ideas y las ideologías –sistematizadas o no–, que detrás de ellos trabajan, para definir los campos a la hora de establecer las conexiones históricas entre uno y otro.
El profesor Gabriel Albiac, por ejemplo, según lo planteó en su interesante comunicación con la que los Encuentros dieron inicio, y que se titula «Terror y democracia», parece haber querido mantener –según nuestra apreciación– la tesis siguiente: toda vez que la izquierda revolucionaria, comenzando por la jacobina, hace suya la bandera de la democracia –como puede ser en los casos en que la izquierda defiende la «democracia real»–, ligando así democracia con revolución, el terror aparece no ya como una sombra sino como el horizonte mismo que el curso político de la nación en cuyo seno tal revolución se fragua tiene frente a sí: ‘las naciones que se entregan a las cuestiones sociales van a su perdición (el terror, la dictadura, el colapso; I.C,); antes bien, esas cuestiones deben pertenecer al futuro, así es conmovedor morir por cosas un día triunfantes’, habría dicho ya Renan en su Historia de Israel.{1}
* * *
Glosa marginal: con relación a ese «camino a la perdición» (revolución, terror, dictadura, colapso/derribamiento), Luciano Canfora –a quien comentaremos con mayor amplitud en la consideración siguiente– expone en su libro Crítica de la retórica democrática lo que puede considerarse –partiendo de que tal cosa es en algún sentido posible– como una regla mínima de todo proceso revolucionario en occidente; la regla la extrae de la Revolución inglesa del siglo XVII:
«Una vez alcanzado el poder, los revolucionarios chocan cada vez con el funcionamiento concreto de esa máquina que es la sociedad, generalmente más complicada que sus programas y sus análisis, y se ven obligados a forzarla y a violentarla explicándole que lo hacen por su bien o por un bien futuro: hasta que son derribados. Éste es el esquema general y, aunque presentan muchas variantes en los casos concretos, en sustancia siempre es el mismo.
Si tuviese sentido extraer «reglas» de los pocos casos conocidos, se podría observar que, al menos hasta ahora, las «revoluciones» en Occidente han tenido el mismo desarrollo que la Revolución inglesa del siglo XVII: en primer lugar la fase radical (1640-1648) con el posterior decenio cromwelliano, luego el cansancio, el rechazo y la restauración (que nunca es igual al punto de partida, porque mientras tanto han cambiado las personas, y los logros obtenidos no los anulan ni siquiera quienes se opusieron a ellos), hasta que se produce la «segunda» revolución (1688), que tiene características completamente opuestas a la primera, pero que forzosamente ha de tener presentes algunas exigencias fundamentales de la primera. La experiencia de Francia entre los siglos XVIII y XIX fue análoga, y tal vez la Rusia contemporánea está siguiente un movimiento de este tipo.»{2}
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Así las cosas: la revolución que busca la democracia real está destinada al terror. El terror es, de hecho, la liturgia de la revolución: ‘sin terror no hay revolución ni democracia’, ‘el terror es el momento épico de la democracia’, de tal suerte que ‘el terrorista no es ya el místico de la revolución, es su asceta’; ‘ante el absoluto –la revolución, la «democracia real», el socialismo– todo coste humano es nada’, sostiene el profesor Albiac.
Esto es lo que yace debajo de los argumentos que Arthur Koestler, Víctor Serge o Alexander Solyenitzin plantearon en El cero y el infinito, El caso Tuláyev o El archipiélago Gulag respectivamente.
Víctor Serge, por ejemplo, en sus fantásticas memorias (Memorias de mundos desaparecidos 1901-1941, México, Siglo XXI, 2002) consigna lo siguiente:
«He visto a Europa cambiar varias veces de rostro. He conocido la Europa pletórica, optimista, liberal y sórdidamente dominada por el dinero de antes de la primera guerra mundial. Andábamos en nuestros veinte años de jóvenes obreros idealistas y estábamos rabiosos y desesperados, a veces, a causa del Muro: no se veía nada más allá de un mundo burgués eterno, inicuo y contento de sí mismo.
La Europa de las revoluciones nació de pronto en Petrogrado. Nuestros soldados rojos perseguían por todas las Rusias y las Siberias a las bandas de generales. Las insurrecciones y las ejecuciones sumarias se sucedían en Europa Central. En los países victoriosos reinaba la tranquilidad, la estúpida seguridad de la gente que recomienda los buenos negocios.
Una Europa totalitaria crecía sin embargo detrás de nosotros. Allí, estábamos ciegos. Revolucionarios, queriendo crear una sociedad nueva, la más vasta democracia de los trabajadores, habíamos construido con nuestras propias manos, sin darnos cuenta, la más terrífica máquina estatal que pueda concebirse, y cuando nos dimos cuenta de ello con rebeldía, esa máquina, dirigida por nuestros hermanos y nuestros camaradas, se volvía contra nosotros y nos aplastaba. Transformada en un despotismo implacable, la Revolución rusa no atraía ya a las masas de Alemania cuyos recursos y cuyos nervios estaban exhaustos. El nazismo se instalaba imitando al marxismo al que execraba. Europa se cubría de campos de concentración, quemaba o destruía libros, trataba al pensamiento por medio de la apisonadora, divulgaba, a través de todos sus altoparlantes, mentiras delirantes….» (el énfasis es mío, I.C.){3}
3. Pero como contrapunto crítico a uno posición anti-totalitaria como la de Albiac, e insertado en la tradición del pensamiento crítico marxista-lacaniano (con todo lo que de saturación de jerga psicoanalítica esto conlleva), el crítico esloveno Slavoj Zizek se sitúa en una muy distinta y lejana postura respecto del discurso anti-totalitario para arremeter, en su interesante libro ¿Quién dijo totalitarismo? (Pre-Textos, Valencia, España, 2002), precisamente, contra la autora que, a juicio suyo, contribuyó decididamente a construir lo que no es otra cosa, según Zizek, que el subterfugio ideológico del totalitarismo, a saber: Hannah Arendt:
«Otra de estas normas –se refiere a las normas y prohibiciones no escritas en el mundo académico «crítico» o «radical»– ha sido, durante la última década, la elevación de Hannah Arendt al rango de autoridad intocable, de punto de transferencia. Hasta hace dos décadas los representantes de la izquierda radical rechazaban a la autora como responsable de la noción de «totalitarismo», el arma fundamental de Occidente en la lucha ideológica de la Guerra Fría. Así, si en un coloquio de «estudios culturales» durante la década de los años setenta se preguntaba inocentemente a alguien, «¿no está Vd. en una línea de argumentación similar a la de Arendt?», era un signo cierto de que el interpelado de esta forma se encontraba en serias dificultades. Hoy, sin embargo, se da por supuesto que la autora va a ser tratada con todo respecto…»
Y esto es lo que, según Zizek, refleja el triunfo político (hegemónico) de la nematología «democrático liberal» sobre el resto de las construcciones ideológicas –y de las realidades políticas a las que daban sentido– antagónicas, es decir –puesto en nuestro términos–, en esto queda reflejado el predominio absoluto y soberano, a lo largo y ancho de las izquierdas y las derechas en las sociedades de mercado pletórico satisfechas y felices contemporáneas –las del bloque euro-atlántico–, del fundamentalismo democrático:
«Este encumbramiento de Arendt es quizá el signo más claro de la derrota teórica de la izquierda; de que la izquierda ha aceptado las coordenadas centrales de la democracia liberal («democracia» frente a «totalitarismo», &c.), y está tratando en este momento de redefinir su (o)posición dentro de este espacio.
A lo largo de toda su trayectoria, el «totalitarismo» ha sido una noción ideológica que ha apuntalado la compleja operación de «inhibir los radicales libres», de garantizar la hegemonía demoliberal; ha permitido descalificar la crítica de izquierda a la democracia liberal como el revés, el «gemelo» de las dictaduras fascistas de derecha. Y es inútil tratar de redimir el «totalitarismo» mediante su división en subcategorías (poniendo el acento en las diferencias entre la modalidad fascista y la comunista). Desde el momento en que uno acepta la noción de «totalitarismo» queda inserto firmemente en el horizonte democrático liberal […] Desde el momento en que se muestra la más ligera inclinación a tomar parte en proyecto políticos que pretenden oponerse seriamente al orden existente, la respuesta es inmediata: «¡Por bienintencionada que sea, acabará necesariamente en un nuevo Gulag!» El «retorno a la ética» en la filosofía política de nuestros días explota vergonzosamente los horrores del Gulag o del Holocausto como pesadilla última para chantajearnos a fin de que renunciemos a cualquier compromiso radical efectivo.»{4}
¿Y no es acaso un posición similar a la criticada por Zizek aquella en la que Albiac se situó en su comunicación inaugural? A nosotros nos parece que sí. En todo caso, Zizek encuentra y propone una salida bien simple, a saber: ‘lo primero que hay que hacer es quebrantar sin miedo alguno estos tabúes liberales, aun a riesgo de ser acusado de «antidemocrático», «totalitario»…’{5}. ¿Y no fue acaso una salida como ésta la que el propio profesor Bueno utilizó al recordar de inmediato, una vez terminada la conferencia de Albiac, que en Francia, con todo, se habla francés «gracias a la guillotina»? A nosotros también nos parece que sí.
Segunda consideración: la crítica a la democracia como ideología. Luciano Canfora
1. Y poniendo también sobriedad y distancia de por medio respecto de los escalofríos anti-totalitarios, y situándose más bien, no ya en coordenadas lacaniano-marxistas, sino en una perspectiva realista y dialéctica, vale decir materialista (y de hecho gramsciana), Luciano Canfora, autor de una obra que no dejamos de recomendar por encontrar en ella un ejercicio crítico solidario de las posiciones defendidas desde el materialismo filosófico en tanto que crítica a los formalismos y al idealismo, acomete una prolija y nutrida reconstrucción histórico-crítica de la ideología de la democracia en sus libros Crítica de la retórica democrática (Crítica, Barcelona 2003), Democracia: historia de una ideología (Crítica, Barcelona 2004) y Julio César, un dictador democrático (Ariel, Barcelona 2000) –en éste último acaso no de modo directo aunque sí ejercitada–.
Tomando como punto de partida –como no podría ser de otra manera– el principio realista según el cual «la historia la escriben los vencedores», Canfora defiende no obstante, en un artículo de enero de 2006 titulado ‘El nuevo anticomunismo de la nueva derecha post-antifascista europea’, una tesis sugerente:
«la recuperación historiográfica de una parte más o menos grande de la experiencia fascista y la consiguiente demonización martilleante de la experiencia comunista no son una operación erudita: son una operación política que pretende resultados de todo punto políticos. De lo que se trata es de destruir la noción positiva de antifascismo (concepto que asume el fascismo como mal principal), y de _fundar un orden constitucional conforme a las aspiraciones de aquellos estratos que en su momento no vacilaron en avalar precisamente al fascismo como remedio._»{6} (énfasis añadido, I.C.)
Se trata, nos parece, del orden democrático liberal amparado en la ideología del fundamentalismo democrático en la que han quedado anegadas tanto la «izquierda moderna» –la socialdemocracia– como la «derecha moderna» –la democracia cristiana– post-soviéticas, ambas, en efecto, post-antifascistas (el enemigo real de las dos, durante todo el siglo XX, fue el socialismo soviético; es por eso que, caída la URSS, la izquierda y la derecha democráticas se homologan en el fundamentalismo democrático y en la sociedad de mercado del bienestar como correlato material; ésta es la clave del mito de la izquierda).
Y es que con lo que acabamos de comentar es posible sumergirnos a lo que a nuestro juicio puede ser uno de los puntos de apoyo nucleares del libro de Canfora Democracia: historia de una ideología en lo que atañe a la modulación de ésta en el siglo XX, el siglo en el que la democracia hubo de convertirse en uno de los mitos más poderosos; se trata de lo expuesto por él en el capítulo 12 («La ‘guerra civil’ europea») en los términos que siguen:
«La cuestión real que hay que plantearse frente al hecho innegable del terrible conflicto político, social y militar (y a veces las tres cosas juntas) que sacudió a Europa desde 1914 hasta 1945 ya no es librarse de las irreflexivas conexiones establecidas por Nolte –se refiere a los comentarios críticos que realiza al libro de Ernst Nolte sobre _La guerra civil europea 1917-1995_–, sino más bien comprender cuántos fueron los sujetos de aquel conflicto. No fueron dos (comunismo y fascismo en sus distintas formas y versiones) sino tres: y el tercero es el más importante, hasta el punto de que de él se dice, y se repite, que al final salió vencedor, al haberse prolongado la guerra civil mucho más allá de 1945, hasta el hundimiento de la URSS a comienzos de los años noventa del siglo XX. Y este tercer sujeto, finalmente vencedor, serían precisamente las llamadas «democracias liberales».
Este sujeto es, en efecto, capital, y sin él no se entiende nada. Es el promotor de la rendición de cuentas con Alemania lanzada hacia el poder mundial. Y en todo caso, cualquiera que sea el reparto de responsabilidades entre Entente e imperios en el «primer golpe» de 1914, teniendo en cuenta que eran todos los sistemas de régimen parlamentario los que se lanzaron unos contra otros en aquel memorable agosto, se puede afirmar tranquilamente que precisamente _al «tercer sujeto» se le puede atribuir el «mérito», no desdeñable, de haber provocado y desencadenado el infierno del siglo XX._»{7} (énfasis añadido, I.C.).
Dicho en otros términos (que son términos justamente dialécticos), para Canfora el terror del siglo XX –el infierno, en sus palabras– no proviene ni de la revolución ni de la izquierda, ni de la democracia revolucionaria de los trabajadores, proviene ni más ni menos que de la democracia liberal misma; se trata de la dialéctica de imperios que –ahora podemos verlo– subordinó siempre a la dialéctica de clases. El imperio de los Estados Unidos es el imperio de la democracia liberal:
«Una vez estalladas las revoluciones, el «tercer sujeto» intentó sofocarlas. En el caso de Rusia puso todo su empeño; pero fracasó y se encontró entonces con que debía hacerles frente en su propia «retaguardia», en su propia casa, una vez fracasada la política del cordón de seguridad y del estrangulamiento en su lugar de origen. El rey de Italia tuvo en este terreno un derecho de primogenitura: entendió que una posible vía de salvación era derrotar al pueblo con el populismo nacionalista, y puso como jefe de gobierno a Benito Mussolini con el sustancial y decisivo consenso activo del establishment liberal. El tono con que el Corriere della Sera del liberal Albertini habla del primer gobierno Mussolini, a toda página, el 31 de octubre de 1922, está impregnado de adulación al nuevo jefe. Hindenburg fue más prudente, pero fue empujado a la misma conclusión por las mismas fuerzas. Cuando en junio de 1940 el mariscal Pétain, líder de una révolution nationale, reconoce al fascismo, firmaba la rendición de Francia a la Alemania nazi e instauraba la república antisemita de Vichy, toda la Europa continental, a excepción de la Unión Soviética, era ya fascista. Los regímenes parlamentarios habían ido cayendo debido al descrédito que las distintas burguesías, vinculadas a los fascismos que abundaban en Europa, habían arrojado sobre aquello que a los más benévolos les parecía no ser ya más que una reliquia del siglo XIX: precisamente el sistema pluripartidista parlamentario.
Se considera de mal gusto decir que –en la primera posguerra– las «democracias liberales» estuvieron «pasando la mano por el lomo» de los fascismos a fin de cerrar el paso a las izquierdas. En todo caso, puede decirse de manera más elegante y ciertamente más precisa. Las clases que apoyaban a los partidos que hasta entonces habían gobernado (liberales, radicales, &c.) les fueron retirando el crédito, perdieron la confianza en la «democracia parlamentaria» y optaron por el fascismo. Las tensiones sociales, el «miedo» y el descrédito de los sistemas parlamentarios llevaron a la opinión centrista moderada a esa situación. El apoyo de sectores del gran capital a los movimientos fascistas fuer por supuesto vital, y los aparatos de «orden público», orientados por las fuerzas decisivas «de entre bastidores» que son los altos jerarcas de las burocracias de los aparatos estatales, proporcionaron la necesaria cobertura logística y «militar».»{8}
2. Y oponiéndose a la «nueva leyenda negra» contra la Unión Soviética, Canfora reinterpreta en su libro la compleja dialéctica política de posguerra (1945) poniéndola en los términos de una proceso histórico de «democracia progresiva», operada tanto en los países de Europa occidental como en la Unión Soviética misma, destinada a realizar «reformas estructurales» radicales –el término es para nosotros conocido, aunque en un sentido opuesto al aquí usado: se trata de música ya escuchada pero en el sentido de las reformas estructurales neoliberales que con tanto ahínco y ortodoxia fueron puestas en marcha por tecnócratas democráticos iberoamericanos formados en Chicago, en Harvard, en Yale o en el MIT–, como las que Atltlee pone en práctica en Inglaterra: no se trata ya –dice Canfora– de un repliegue en espera del asalto a cualquier palacio de Invierno, sino el mejor programa político que el movimiento obrero pudiera plantearse allí y entonces:
«En definitiva, la historia no se reanudaba con un heri dicebamus, una vez superado el paréntesis del fascismo, sino que proseguía, enriquecida con todo aquello que había sucedido entretanto, desde un punto completamente diferente. Incluso lo que había creado el fascismo –con su interclasismo, en varios aspectos parecido al _New Deal_– debía entrar a formar parte de la amplia y variada «materia prima» con la que había que volver a empezar; _como tampoco podía desdeñarse todo aquello que en el terreno de las conquistas concretas había realizado y codificado en una constitución, la de 1936, la experiencia soviética._»
Y aquí va Canfora contra los anti-totalitarios arendtianos liberales democráticos (los fundamentalistas democráticos socialdemócratas y demócrata cristianos de hoy):
«Aquel inmenso laboratorio, que una falsa historiografía reduce hoy a una especie de gigantesco campo de detención, había suscitado interés en los años treinta –antes de que el hitlerismo arrastrase al mundo hacia una catástrofe– y adhesión crítica o adhesión tout court en los ambientes más diversos, ya sea por la forma totalmente insólita del texto constitucional, ya sea por la planificación económica y sus consecuencias. Si Silvio Trentin dedica un importante y elogioso ensayo de «comentario» a la Constitución soviética de 1936, la revista Europe del editor «radical» parisino River había ido publicando por entregas en 1931 el «primer plan quinquenal». La novedad radical de aquella Constitución era la prioridad otorgada, precisamente en el capítulo I, a la descripción de la «organización social», de la disciplina de la propiedad y de los derechos sociales, detallados minuciosamente en el capítulo X (piénsese en especial en los artículos 121, 122 y 123, donde entre otras cosas está previsto el castigo con arreglo a la ley del delito de «desprecio de raza o de nacionalidad»). Es la primera vez que una carta magna incluye en su articulado «el derecho a la asistencia material en la vejez, así como en caso de enfermedad y de pérdida de la capacidad laboral» (art. 120), o bien el «derecho a la enseñanza gratuita, incluida la enseñanza superior» (art. 121), o el «derecho a tener un empleo garantizado con una remuneración correspondiente a la cantidad y calidad del trabajo» (art. 118), a partir del supuesto del principio general afirmado en el artículo 12: «El trabajo en la URSS es un deber de todo ciudadano apto para el trabajo», según el principio de «quien no trabaja no come», de curiosa resonancia paulina […] Pues bien, todo esto, es decir, el fruto de las luchas y de las conquistas de la primera mitad del siglo, es lo que se intenta verter en las constituciones que se están redactando a partir de 1946.»{9}
3. Una de las herencias más desagradables de la propaganda difundida en tiempos de la guerra fría es el «fundamentalismo democrático», dice Canfora al inicio del capitulo primero de su libro –al que ya hemos acudido líneas arriba– Crítica de la retórica democrática. Ese fundamentalismo consiste en el uso arrogante de una palabra («democracia») y ‘a la vez la intolerancia frente a cualquier otra forma de organización política que no sea el parlamentarismo, la compraventa de votos, el «mercado político»’{10}. Detrás de esa utilización se esconde un hecho contundente: que todo sistema alcanza su eutaxia gracias a la existencia permanente de oligarquías (económicas en occidente –Canfora las llama _oligarquías liberales_–, ideológicas en el sistema soviético –llamadas por Canfora _oligarquías populares_–).
Y la izquierda post-soviética, la socialdemócrata –la llamada «izquierda moderna»–, quedó encerrada en el callejón sin salida para cuya construcción, durante la segunda postguerra –la guerra fría–, ella misma fue materia prima político-ideológica. No ha podido advertir (por lo menos esa es la impresión que producen al querer alejarse aterrados de todo pasado marxista o socialista, sin darse tampoco cuenta de que, como dice el profesor Bueno: si borras a Lenin de los partidos de izquierda te quedas con puras ONG) que el proyecto soviético fungió de bloque geopolítico que frenaba los mecanismos de expansión y reproducción global del sistema capitalista. La distribución de partidos políticos y sindicatos de clase en el occidente europeo, pero sobre todo la existencia de un «modelo alternativo» de organización socio-política del otro lado de la cortina de hierro, obligaba a multinacionales y a Estados occidentales a aminorar su dialéctica de expansión –tanto interna como externa– por vía de las «políticas sociales», es decir, por vía del Estado de bienestar. En otras palabras, el Estado de bienestar es un logro geopolítico –sin tener mucho o más bien nada que ver con la democracia– de la Unión Soviética (véase, líneas arriba, lo anotado por Canfora sobre la Constitución soviética de 1936).
Hoy en día, cuando ya no existe la URSS –y hay que decir que tras esa caída, la oligarquía popular, la del PCUS y la burocracia soviética, devino oligarquía no ya liberal ni democrática sino mafioso-capitalista–; cuando no existe más el enfrentamiento entre dos sistemas en Europa, asistimos (Canfora habla de Europa misma) ‘al desmantelamiento de esas políticas sociales […] La política social de las clases económicas dirigentes estaba condicionada, en los grandes países europeos, por la «competencia de sistemas». El mundo que se proponía como «alternativa», y que podía suscitar el consenso entre las fuerzas de oposición social en el seno de los grandes países europeos occidentales, interfería desde el exterior. E interfería hasta tal punto que no sería erróneo considerar ese enfrentamiento político social diplomático como un único fenómeno, como un único conflicto, en el que las concesiones estaban en relación directa con la correlación de fuerzas. Ahora estas correlaciones han cambiado y lo que Aron llamaba «la extensión de la legislación social» está sufriendo una drástica inversión de tendencia, que está pilotado por organismos supranacionales y no electivos, como el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario’{11}. Esto, la caída de la URSS, y no otra cosa, es lo que explica la ideología de la globalización y el neoliberalismo.
Mientras esto sucede, el nuevo antagonista geopolítico, China, se fortalece a escala atómica y nuclear –igualmente sin tener nada que ver en absoluto con la democracia o con la libertad–:
«El otro punto fundamental era (Canfora se refiere a los puntos que determinaron el hecho singular y nada democrático de que en las elecciones de 2000 George Bush «ganó» porque él era el que tenía que ganar), si cabe, más inquietante aún: se trataba de aplastar a China, considerada el único posible antagonista del predominio mundial de Estados Unidos (Europa es, desde el punto de vista militar, un club domesticado e inofensivo). Ya el 30 de enero de 2001, esto es, apenas veinte días después de la toma de posesión de Bush, Jr., el Pentágono simulaba la batalla virtual Estados Unidos-China a golpes de misil y «escudo espacial», en previsión de un conflicto no virtual sino real, previsto, con reservas, para el 2017.»{12}
Pero el 11 de septiembre de 2001 cambió drásticamente las coordenadas de previsión y estrategia.
Mientras esto sucede, la socialdemocracia europea y sus burdas y blandas, blandísimas copias alrededor del mundo –como lo son en México partidos como Alternativa Socialdemócrata (véase la nota del 31 de marzo de 2008 de la corresponsalía que en México tiene el periódico El Revolucionario titulada La izquierda indefinida elige a su dirigencia nacional), corrientes internas del mismo Partido de la Revolución Democrática o el propio PRI, en cuyos estatutos se declara como partido socialdemócrata– se desgarran las vestiduras por el aborto, los matrimonios homosexuales o legislaciones anti-tabaco; buscan éticamente el respeto a la diferencia, la «identidad cultural» y la des-colonialización del «saber», «el sentir» y «el enunciar», porque «otro mundo es posible»; o, en México, proponen la «democracia participativa de los zapatistas» según el principio de «mandar-obedeciendo», como señala con ingenuidad verdaderamente irritante, por su infantilismo, Luis Villoro, según consigna la misma corresponsalía mexicana de El Revolucionario en su nota del 23 de julio de 2008 titulada ¿«La Otra democracia»? No, por favor.
Y, seguramente, todos ellos, socialdemócratas e izquierdas modernas, sueñan ingenuamente con un Estados Unidos renovado, pacifista y armonista, que habrá de retirara sus tropas de Irak («No a la guerra»), de ganar Obama las elecciones.
Se trata en definitiva de su derrota histórica e ideológica: ‘parece, pues, que la izquierda está condenada en Occidente a una política mediocre y, por tanto, a un fracaso periódico: a hacer una política cauta y decepcionante para sus propios seguidores, tímida y, sin embargo, irritante para las fuerzas que le son hostiles y que periódicamente consiguen arrancarle, aprovechándose de su escasa fuerza incisiva, su propio electorado «natural»’{13}.
Tercera consideración: Carl Schmitt
1. Carl Schmitt distingue entre parlamentarismo y democracia –nos recuerda Felipe Giménez en la página 9 de la copia de su comunicación compartida con los asistentes a los Encuentros en su intervención del 3 de julio–. El parlamentarismo es el régimen en donde queda privilegiada la deliberación racional libre y pública, es la consumación política de la ilustración burguesa. Se trata para Schmitt, no obstante, de un sistema obsoleto y caduco:
«en el siglo XX los parlamentos ya no funcionan según la teoría del liberalismo clásico del siglo XIX como canales institucionales de la discusión racional, libre y abierta que debía caracterizar al régimen parlamentario. En lugar de esto, merced a la extensión del sufragio y a la aparición de los partidos políticos de masas, tiene lugar la suplantación del Parlamento por los partidos y por sus dirigentes. Los arreglos secretos a puerta cerrada entre los comités directivos de los partidos y fuera del Parlamento, lo convierten de cámara de discusión en cámara de manifestación de acuerdos adoptados previamente entre los partidos.»{14}
La discusión racional democrática y libre es, a la luz del pensamiento schmittiano, un mito oscurantista.
La democracia, por otro lado, es entendida por Schmitt como la identidad entre gobernantes y gobernados (seguimos el texto de Felipe Giménez). La dictadura es antiliberal, pero no necesariamente antidemocrática:
«la democracia es un procedimiento, es una forma de organización. Tiene el valor de una mera forma. La democracia es algo instrumental para realizar determinadas políticas de las más variadas especies. Como bien dice Schmitt, una democracia puede ser militarista o pacifista, absolutista o liberal, centralista o descentralizada, progresista o reaccionaria y todo ello sin dejar de ser al mismo tiempo democracia.»{15}
Con estas notas, Felipe Giménez sitúa en su comunicación a Carl Schmitt como uno de los críticos modernos de la democracia.
2. Un interés similar al de Giménez fue el que nos condujo a poner a Schmitt en la mesa de discusión en nuestra intervención del 4 de julio, pues encontramos en él el ejercicio de una racionalidad materialista de refinada y, sobre todo, potente agudeza dialéctica a la luz de la cual estemos acaso en posibilidad de considerarlo como uno de los más contundentes exponentes del que llamaremos materialismo jurídico (y defendemos categóricamente que la racionalidad de cualquier izquierda definida políticamente no puede ser otra cosa que materialista; de esto hablaremos brevemente en nuestra última consideración).
Estamos, según dice Jan-Werner Müller, ante el más brillante enemigo del liberalismo, de la modernidad liberal, que el siglo XX haya conocido:
«‘El liberalismo’, declaró José Ortega y Gasset en 1930, ‘contiene la determinación de compartir la existencia con el enemigo’. Alrededor de los mismos años, Carl Schmitt profesó su determinación de no compartir la existencia con el liberalismo. En cambio, buscó desenmascarar y minar al supuesto ‘enemigo de la enemistad’ –una tarea a la que dedicó la mayor parte de su larga y extremadamente fructífera vida intelectual. Muchos de sus oponentes liberales, sin embargo, no estaban solamente preparados –y dispuestos– para compartir la existencia con Schmitt. Trataron también de aprender del más brillante enemigo del liberalismo del siglo.»{16}
3. Y en el ejercicio de tal racionalidad materialista, Schmitt encuentra una realidad ontológico política que está por encima de la democracia (o la aristocracia o la monarquía): el Estado político como coagulación de un orden histórico determinado obligado necesariamente a perseverar en el ser. En su importante trabajo sobre la dictadura (La Dictadura, Alianza, Madrid 2003, págs. 45-50), ofrece un agudo juicio sobre el dispositivo del arcanum político a través del cual nos es posible identificar esa primacía ontológica a la que nos hemos referido. Siguiendo la línea crítica de Schmitt, la ideología de la democracia podría ser considerada como parte del repertorio de los arcana políticos modernos:
«Pero en un grado aún más elevado que el concepto de razón de Estado y de salus publica, oscuro y fácil de moralizar por una cierta concepción del Estado, y en el punto medio de esta especie de literatura política, se encuentra el concepto de arcanum político […] Al final del siglo XV, cuando se había agotado el vigor de la teología y ya no satisfacía científicamente la visión patriarcalista del nacimiento del reino de los hombres, la política se desarrolló como una ciencia, la cual ha configurado una especie de doctrina esotérica en torno del concepto casi místico del ratio status. Pero el concepto de arcanum político y diplomático, incluso allí donde significa secretos de Estado, no tiene ni más ni menos de místico que el concepto moderno de secreto industrial y secreto comercial, que tal vez también, si se ha entablado la lucha por el control de los consejos de empresa, llega a salir de la esfera de la sobria utilidad, apareciendo con frecuencia como una cuestión de cosmovisión.»{17}
El arcanum político es entonces el dispositivo clave para mantener la eutaxia del Estado. Para su explicación, Schmitt acude a la obra de Arnold Clapmar (De Arcanis rerumpublicarum, Bremen 1605), quien a su vez estudia la expresión arcana imperii que Tácito emplea en los Anales para calificar la política –«política astuta», señala agudamente Schmitt– de Tiberio.
Cada ciencia, en efecto, tiene su arcana: la teología, la jurisprudencia, el comercio, la pintura, la estrategia militar, la medicina. Todos utilizan ciertos ardides, incluso la astucia y el fraude, para alcanzar su fin. Pero en el Estado siempre son necesarias ciertas manifestaciones que susciten la apariencia de libertad, para tranquilizar al pueblo, esto es simulacra_, instituciones decorativas._{18}
Dos son los tipos de arcana: los arcana imperii y los arcana dominationis. A los arcana imperii atañe todo lo concerniente al Estado, a la situación de poder existente de hecho en los tiempos normales. A ellos pertenecen, por tanto, «los distintos métodos empleados en las distintas formas de Estado (monarquía, aristocracia, democracia) para mantener tranquilo al pueblo; por ejemplo, en la monarquía y aristocracia, una cierta participación en las instituciones políticas, pero particularmente una libertad de expresión verbal y la libertad de imprenta, que permitan una participación ruidosa, pero políticamente insignificante en los acontecimientos estatales, además de un inteligente miramiento para la vanidad humana»{19}.
Los arcana dominationis, en cambio, se refieren «a la protección y defensa de las personas que ejercen la dominación durante acontecimientos extraordinarios, rebeliones y revoluciones, y a los medios para arreglárselas con estas cosas: al pueblo amotinado hay que prometerle todo, después se puede retirar la promesa»{20}.
En todo caso, la diferencia entre una y otra forma de arcana, acota Schmitt, no es en verdad tan grande, porque el Estado no puede permanecer incólume sin que permanezca incólume el príncipe o el partido dominante. Especialmente, la dictadura se describe como un arcanum dominationis específico de la aristocracia; debe tener por fin amedrentar al pueblo, estableciendo una autoridad contra la cual no haya ninguna apelación{21}.
La democracia, para Schmitt, a mil leguas del formalismo y el fundamentalismo democrático, es, como vemos por igual en Aristóteles, una forma más de organización que una sociedad política puede o no tener. La primacía está siempre del lado del Estado. Pero no se trata de que Schmitt no sea un demócrata sino de que es un materialista, crítico del formalismo y del idealismo, es decir, un crítico, el más implacable para algunos, del liberalismo.
Última consideración:
racionalidad, universalidad, izquierda y democracia
1. Aunque en nuestra intervención del 4 de julio haya sido objeto de los comentarios iniciales, dejamos para el final de este documento lo que consideramos como uno de los núcleos problemáticos más complejos que atraviesa la historia de las izquierdas. Y por estar rebasados por completo ante tal problema filosófico, somos tan sólo capaces de presentar aquí dos palabras al respecto.
2. Nos referimos, como ya ha quedado indicado en el subtítulo, a las relaciones que median entre la racionalidad (y la universalidad que le es inmanente –todo lo racional es universal, aunque no todo lo universal es racional–) y las izquierdas, por un lado, y las repercusiones que tales vínculos pueden provocar en una sociedad política cuando en su curso histórico aparece el criterio democrático como canon de organización, por el otro.
Ante todo, remito a los potentes trabajos que al respecto han desarrollado el profesor Gustavo Bueno (sobre todo su libro El mito de la izquierda y su artículo «Notas sobre la socialización y el socialismo» que aparece en El Catoblepas, nº 54, en agosto de 2006) y Javier Pérez Jara (me refiero a su artículo «Cuestiones relativas al Socialismo, la Izquierda y otras ‘categorías políticas’ desde la perspectiva materialista» que aparece también en el nº 54 de El Catoblepas de agosto de 2006).
Y la repercusión fundamental sobre la que nos interesa centrar la atención es aquella en virtud de la cual, por la universalidad propia de todo racionalismo político verdadero (atribuido en un sentido materialista a toda izquierda política definida), la necesidad de ese racionalismo se abre camino en el seno de la sociedad política en donde tal izquierda política está inserta. Es la necesidad no-relativista (porque no todo lo universal es racional) que está detrás de la revolución y de la necesidad de expandir (de exportar) esa revolución. En esto se encierra, nos parece, una de las claves de la historia de las izquierdas y de los procesos revolucionarios a ellas atados:
«Con arreglo a esto, podemos definir algunas generalidades en torno a la dialéctica de las corrientes de izquierda en cuestión.
Consideremos que, por cuanto al curso de las sociedades políticas, aparece siempre, de alguna forma o de otra y desde unas condiciones de posibilidad más que de otras, una norma objetiva de desdoblamiento que conduce siempre a los Estados a desbordar sus propios límites (sea ya por la vía del comercio, o por la vía de la guerra).
[…] el momento histórico político de verdad de cada una de las corrientes expuestas, un momento en donde éstas adquirieron sus perfiles y límites más precisos y en donde se cifró su verdadera dialéctica política, aparece cuando se configura la circunstancia en la que, desde el seno del Estado y sólo desde ahí, cada una de estas corrientes se ve objetivamente obligada a desbordar los límites del Estado en que nació: la izquierda jacobina, por ejemplo, sólo adquirió su verdadera consistencia cuando, por vía de la línea bonapartista, desbordó los límites del Estado francés para triturar el resto de las estructuras del Antiguo Régimen que en Europa quedaban y que ejercían una presión política objetiva; la izquierda comunista, por otro lado, adquirió la verdadera magnitud de su tarea histórica en el momento en que, tras la Revolución de Octubre, apareció la necesidad inminente de desbordar el recinto ruso y de que fuesen operadas las revoluciones bolcheviques en Europa (en Alemania, en Hungría, &c.).
Ajustando un poco las cosas, podríamos sostener entonces que si, según nuestras premisas, el Imperio es la figura que define el curso político de la Historia, la verdadera relevancia que cada una de las generaciones de izquierda pudo haber tenido, apareció en el momento en que se veían obligadas a constituir una plataforma capaz de afectar la ordenación, tanto política como racional, del mundo entero: la plataforma del Imperio.»{22}
3. Como ha sido expuesto con maestría por el profesor Bueno en El mito de la izquierda, la razón propia de la izquierda (a partir de la izquierda jacobina) fue la producida a través de la implantación política de la razón de los científicos modernos dentro del grupo revolucionario jacobino que terminó por convertirse en la estructura real –y no ideológica o simbólica– de la racionalidad política de la izquierda. Se trataba de la holización como canon de un nuevo y amplio proceso de racionalización política y revolucionaria:
«lo cierto es que la izquierda revolucionaria tomó como bandera filosófica «el culto a la Razón» (frente a la superstición). Pero la «Razón» fue utilizada de un modo mítico, sustantivada de un modo alegórico, por no decir ridículo, personificada en una mujer con gorro frigio, exhibida en Nuestra Señora de París, en la época del Terror.
Sin duda, la izquierda política asumió desde el principio, como filosofía propia, la del racionalismo ambiente. En esto tuvieron parte importante hombres como Condorcet o Robespierre. Pero detrás de esa utilización mítica de la Razón, por los ideólogos y los demagogos, estaba actuando una Razón efectiva, que era la razón que estaba moldeándose en el proceso mismo de construcción de las ciencias modernas –la Mecánica, la Química, la Teoría cinética de los gases–. Los ideólogos de la Ilustración, que no siempre transitaban por los nuevos caminos abiertos por la razón científica, se aprovecharon sin embargo de su prestigio.
[…] Nuestro punto de partida se basa en la constatación de que la racionalización política llevada a cabo por los revolucionarios franceses estuvo en estrecho contacto no ya tanto con las Ideas sobre la Razón que mantenían los escritores ideólogos o los philosophes de la Ilustración, cuanto con los procedimientos de los creadores de las ciencias modernas, tales como Newton, Laplace, Lavoisier, etcétera, muchos de los cuales formaron parte directamente del movimiento revolucionario. Desde este punto de vista parece imprescindible atenernos al análisis de la Razón ejercitada por estos científicos, más que a las Ideas sobre la Razón que fueron manejadas o representadas por los ideólogos (tipo Volney) en el momento de intentar comprender la naturaleza de la Revolución francesa, en cuanto «producto de la Razón».»{23}
4. Ante esto, diremos tan sólo que las relaciones entre la universalidad/necesidad inmanentes a la racionalidad política de la izquierda y la democracia, no tienen tanto que ver con la democracia procedimental y técnica, con la libertad de, sino con la democracia objetiva y material, con la libertad para, que es la que se conecta orgánicamente con la potencia racional que los ciudadanos de una sociedad política pueden alcanzar según la racionalidad de los planes y programas que la izquierda de referencia esté en posibilidad de ofrecer. Toda irracionalidad, por más ética o bienintencionada que pueda ser, estará siempre más del lado del Antiguo Régimen.
Pero en esto estriba precisamente la dificultad, porque las llamadas izquierdas modernas del presente, homologadas con la derecha moderna, e inmersas por igual en la nematología del fundamentalismo democrático (que se limita a la democracia como técnica, como libertad de) no parecen tener claridad respecto de esa necesaria universalidad racional; y viviendo en el engaño del relativismo estén acaso destinadas a sucumbir en el marasmo del irracionalismo y el nihilismo más absolutos.
* * *
«¿Cómo puede alguien «sentirse orgulloso» de una democracia realmente existente en la cual los partidos políticos enfrentados (y que, por tanto, no pueden representar cada uno al Pueblo) están empatados en las elecciones (aun suponiendo que los votos y los recuentos hayan sido correctos) y los resultados se deciden mediante la ficción de unas décimas de mayoría? La ficción mediante la cual las ventajas en decimales de un partido permiten transferir al Pueblo la victoria no puede enorgullecer a nadie. A lo sumo, podrá darle ocasión para meditar sobre los motivos por los cuales los electores deciden atenerse a la ficción, motivos que tampoco pueden considerarse causas de orgullo[…] Hay que rechazar la tendencia creciente a juzgar, positiva o negativamente, en nombre de la democracia, sobre asuntos que no tienen que ver directamente con ella. Como si la democracia fuese la fuente de todos los valores y el valladar contra todos los contravalores. «La democracia no puede tolerar el terrorismo», pero ¿acaso la aristocracia o la autocracia lo toleraban?» Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el país de las maravillas.
Notas
{1} No tengo a la vista, porque desafortunadamente no cuento con ella, la Historia de Israel de Ernesto Renan; lo que tengo es el libro de Soma Morgenstern Huida y fin de Joseph Roth, editado por Pre-Textos en Valencia, España, en 2008, en donde ahí cita lo que de Renan comentó él al propio Roth en alguna ocasión, alrededor de 1920, con motivo de sus conversaciones sobre la cuestión judía, págs. 42 y 43.
{2} Luciano Canfora, Crítica de la retórica democrática, Crítica, Barcelona 2003, pág. 94.
{3} Víctor Serge, Memorias de mundos desaparecidos (1901-1941), Siglo XXI, México 2002, con prólogo de Jaime Labastida, págs. 389-390.
{4} Slavoj Zizek, ¿Quién dijo totalitarismo? Cinco intervenciones sobre el (mal)uso de una noción, Pre-Textos, Valencia 2002, págs. 12-14.
{5} Ibid., pág. 13.
{6} El artículo en cuestión aparece en la revista electrónica sinpermiso (www.sinpermiso.info), la liga directa es la que sigue: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=341
{7} Luciano Canfora, Democracia: historia de una ideología, Crítica, Barcelona 2004, pág. 183.
{8} Ibid., pág. 183-184.
{9} Ibid., págs. 202-204.
{10} Canfora, Crítica de la retórica democrática, pág. 23.
{11} Ibid., pág. 52.
{12} Ibid., pág. 30.
{13} Ibid., pág. 99.
{14} La cita es del documento de Felipe Giménez titulado La crítica de la democracia con la que participó en la mesa de comunicaciones el jueves 3 de julio de 2008.
{15} Ibid.
{16} La cita es una traducción libre del inglés del libro de Jan-Werner Müller A Dangerous Mind. Carl Schmitt in Post-War European Thought (Una mente peligrosa. Carl Schmitt en el pensamiento europeo de post-guerra), New Hven y Londres, Yale University Press.
{17} Carl Schmitt, La Dictadura, Alianza, Madrid 2003, pág.45.
{18} Ibid., pág. 46.
{19} Ibid.
{20} Ibid., pág. 47.
{21} Ibid.
{22} Ismael Carvallo, «Tesis de Gijón: hacia la séptima generación de la izquierda», El Catoblepas, número 53, julio de 2006.
{23} Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, págs. 103-104 y 106.