José Manuel Rodríguez Pardo, La fotografía como reliquia historiográfica y la memoria histórica, El Catoblepas 102:10, 2010 (original) (raw)
El Catoblepas • número 102 • agosto 2010 • página 10
José Manuel Rodríguez Pardo
Ante la crítica de Tomás García López a los trabajos
de Pablo Huerga Melcón sobre la fotografía
Firma del pacto germano soviético de no agresión:
Gaus, Ribbentrop, Stalin y Molotov, en el Kremlin (23 de agosto de 1939)
Tomás García López ha publicado en el número anterior un magnífico artículo, que por sus proporciones y densidad se aproxima más a un libro («El materialismo fotográfico y pictórico de Pablo Huerga visto desde el materialismo filosófico»), donde somete a crítica las tesis que Pablo Huerga defiende en «Once notas para una teoría materialista de la Fotografía». Hemos de felicitar a Tomás García y suscribir su tesis principal: no existe fotografía formal equiparable a la televisión formal. La fotografía, no obstante, sí mantiene relación de apariencia de la realidad que recoge: la fotografía «inmortaliza» un momento determinado en el tiempo. De hecho, la fotografía es clave en el estudio de la conducta animal comparada, la Etología, puesto que la conducta observable no es algo que permanezca, al contrario de reliquias como los huesos en Paleontología. La única manera de preservarla de la «extinción» es reproducirla mediante el vídeo o la fotografía. Tomaremos, por lo tanto, la fotografía, en tanto que apariencia veraz, como una reliquia de máxima importancia para el estudio de la Historia.
Sin embargo, aun dando por buena la tesis principal de Tomás García, hemos de señalar una incorrección concreta a nuestro juicio: la fotografía de la bandera soviética sobre el Reichstag como apariencia que obstruye (apariencia falaz por desconexión, la define Tomás García) la imagen del Pacto Molotov-Ribbentrop de 1939. Afirma Tomás García:
«Por ejemplo: la fotografía trucada del Soldado soviético izando la bandera roja sobre las ruinas del Reichstag (2 de mayo de 1945) sirvió para tapar u obstruir esta otra en la que Stalin y Molotov posan junto a los alemanes Gaus (izquierda) y Ribbentrop tras la firma del pacto de «no agresión» germano-soviético en el Kremlin el día 23 de agosto de 1939, apariencia veraz ésta indecorosa e impresentable para la situación política de la Unión Soviética en el nuevo orden internacional, marcado por la «paz de la victoria» de los aliados sobre los miembros del eje Berlín-Roma-Tokio y que dio paso a la «guerra fría» entre los dos bloques antagónicos: Capitalistas y Comunistas; y bochornosa para el propio Stalin, que conocía, formalmente, la formulación de la operación Barbarroja desde 1924, año en el que logró acceder a la Jefatura del Estado Soviético, tras la muerte de Lenin [...]».
Yevgueni A. Chaldej, Soldado soviético izando la bandera roja
sobre las ruinas del Reichstag (2 de mayo de 1945)
A nuestro juicio, y más allá de lo decoroso o indecoroso del pacto con Hitler (tanto o más que las fotografías de Franco con el líder nazi, que son sin embargo calificadas correctamente como apariencias veraces por Tomás García), cabe establecer un nexo causal entre ambos acontecimientos «inmortalizados» fotográficamente: el pacto con los nazis en 1939 es condición necesaria para derrotarlos de forma total y absoluta en 1945. Y es que, por mucho que Stalin conociese ya el objetivo nazi de invadir Rusia explicitado en Mein Kampf por Hitler, de nada le serviría al socialismo realmente existente conocer tal objetivo si no había posibilidades efectivas para evitarlo; si, en definitiva, el Ejército Rojo no disponía de suficientes divisiones para frenar tal ofensiva.
Lo que procedía en una Unión Soviética naciente con los lastres de la Paz de Brest-Litovsk (otra «vergonzosa concesión», a decir de Lenin, pero que cumplió su objetivo de permitir la existencia de la naciente patria del socialismo) y el desarrollo del socialismo en un solo país, era aplazar el peligro y esperar el momento propicio para atacar a su enemigo. Por eso, ya en la década de 1920 Stalin comenzó la ayuda para el rearme alemán, saltándose todas las cláusulas del Pacto de Versalles, y esperando que en el contexto de la crisis capitalista de 1929, las «contradicciones interimperialistas» se agudizasen y se produjese una nueva guerra europea en la que la URSS no se viese envuelta; al contrario, que se viese beneficiada de los conflictos interimperialistas para imponer la pax soviética:
«La crisis contrajo los mercados capitalistas para los productos soviéticos y limitó las posibilidades de conseguir las divisas necesarias para llevar a cabo los programas del plan quinquenal. Atizó las animosidades entre las Potencias imperialistas, y la hostilidad común contra la URSS, en la cual estaban todas unidas, y conjuró visiones de futuras guerras imperialistas que inevitablemente entrañarían la guerra contra la URSS.
El dilema que así se le planteaba a la política soviética no era nada nuevo. Desde el tratado de Brest-Litovsk, en la actitud del régimen soviético hacia el mundo capitalista se combinaban dos motivos dispares: el fomento de la revolución en los países capitalistas y la necesidad, tanto económica como política, de mantener unas relaciones más o menos normales con esos mismos países. La política se basaba en una difícil componenda entre los dos objetivos, representados respectivamente por la Internacional Comunista (Comintern) y por el Comisariado del Pueblo para las Relaciones Exteriores (Narkomindel). Pero, tras el grave fracaso del levantamiento alemán de octubre de 1923, los fracasos menores de Estonia y Bulgaria de 1924 y 1925, y tras la catástrofe de China de 1927, cuando la Comintern, después de haber apoyado rigurosamente a la revolución nacional burguesa se achicó ante la revolución social que debería haberla coronado y completado, el fomento de la revolución dejó de ocupar un lugar destacado en el programa de la URSS». (E. H. Carr, El ocaso de la Comintern, 1930-1935. Alianza, Madrid 1986, págs. 17-18)
En ese contexto, la Internacional Comunista, la Comintern, cobraba un nuevo interés como órgano de expansión del comunismo en todo el mundo, una vez que en el artículo 14 de las «21 condiciones» de 1920 se había exigido a los partidos comunistas de todo el planeta «el “apoyo incondicional a cada una de las repúblicas soviéticas en su lucha contra las fuerzas contrarrevolucionarias”» (E. H. Carr, op. cit., pág. 19), algo que se agudizó con la llegada de Hitler al poder. Pero no amenazando con la revolución en los demás países, una táctica esgrimida por Bela Kun y otros que en su día, en las postrimerías de octubre de 1917 había fracasado, sino «que los partidos comunistas podían cooperar provechosamente con otros partidos de izquierda opuestos a sus gobiernos nacionales burgueses, especialmente contra los de carácter fascista, incluso con partidos que no aceptaban el programa revolucionario del comunismo […]» (E. H. Carr, op. cit., pág. 19).
Negociado el Plan Young en 1930, que devolvía a Alemania al orden internacional, reducidas las sanciones y retirado el ejército de Renania antes de lo previsto en el Tratado de Versalles, las relaciones Alemania-URSS, bajo un gobierno socialdemócrata y con el nazismo ganando fuerza, se enfriaron. Propuesto un «combate ideológico» entre el NSDAP y el Partido Comunista Alemán que fue rechazado, la llegada al poder de Hitler el 30 de enero de 1933 inicialmente propicia acuerdos con la URSS, pero la prohibición del KPD y altercados con la URSS en Danzig advierten del inminente peligro. Comienzan así a forjarse los primeros «Frentes Populares», que aunque no cuajaron en la unidad de las Internacionales Socialista y Comunista, si propiciarían más adelante la formación del Frente Popular con exito en Francia y en España:
«El 11 de octubre de 1934 Cachin y Thorez [líderes del Partido Comunista Francés], en nombre del IKKI, pero sin que esté claro todavía por instigación inicial de quién, enviaron una carta a la secretaría de la Segunda Internacional, en la que ofrecían celebrar una reunión para debatir medios de unidad de acción entre las dos internacionales […] «Adler y Vanderverlde, suspicaces como siempre respecto de la táctica comunista, querían debatir los principios y las condiciones de la colaboración; Cachin y Thorez sólo querían hablar de la planificación de una campaña conjunta […] «Por mayoría, la ejecutiva [de la Internacional Socialista] rechazó la propuesta de celebrar negociaciones directas con la Comintern. Pero entre la gran minoría partidaria de las negociaciones figuraban Blum por los franceses, Nenni por los italianos y Álvarez del Vayo y Largo Caballero por los españoles, así como Dan por los mencheviques» (E. H. Carr, op. cit., págs. 158-159).
Estas negociaciones, aunque no fructificaron, ya arrastraban al PSOE a la entonces en proceso Revolución de Octubre de 1934 con sujetos como Largo Caballero (que durante la guerra civil abjuraría del sobrenombre de «El Lenín Español» que había recibido) y Álvarez del Vayo (en la práctica un bolchevique, que al final de sus días fundaría el grupo terrorista FRAP). Revolución de Octubre de 1934 en la que estaría involucrado también el Partido Comunista de España, tan débil que el comisionado de la Comintern, Humbert-Droz, lo definió en 1931 como «nada, nada, nada» y que, convenientemente recriminado por Vittorio Codovilla y Jorge Dimitrov, fue encauzado hacia la alianza con el PSOE y la CNT (E. H. Carr, op. cit., págs. 333-334). Sería precisamente la alianza con el PSOE, y principalmente con las Juventudes Socialistas Unificadas por el entonces socialista Santiago Carrillo, lo que le permitiría ir creciendo en influencia, sobre todo en plena Guerra Civil.
Llegamos así al Frente Popular, firmado en un manifiesto por José Díaz, André Martí y Palmiro Togliatti, tras el VII Congreso de la Comintern: como prueba de su constitución, el PCE participó el 20 de octubre de 1935 en un discurso de Manuel Azaña, de Izquierda Republicana (E. H. Carr, La Comintern y la Guerra Civil española. Alianza, Madrid 1986, pág. 29). Gobierno que sin embargo se dejó a los republicanos burgueses, quienes tuvieron que lidiar con los problemas de orden público que sus socios generaban, y que fueron casus belli más que suficiente para el alzamiento del 18 de Julio de 1936. El 31 de agosto de 1936 el embajador soviético, Rosenberg, presentó credenciales en Madrid (E. H. Carr, op. cit., pág. 36) y se fueron organizando las Brigadas Internacionales y la ayuda soviética que permitió estabilizar una Guerra Civil en la que el bando rebelde había tomado clara ventaja.
Pero tras una situación anárquica inicial, recompuesta por un gobierno bajo la presidencia de Largo Caballero en septiembre de 1936, se reunían a elementos tan variopintos como los comunistas, los propios socialdemócratas y, auténtico oxímoron, anarquistas, en un ejemplo de imposible unidad de la izquierda que pesaría en el desarrollo de la contienda: «La causa de la izquierda se veía debilitada tanto por la falta de cohesión entre los obreros y los republicanos burgueses como por la profunda división entre socialistas y anarquistas en las filas obreras» (E. H. Carr., op. cit., pág. 38). Gobierno que en rigor no cabe denominar como republicano, no sólo porque estaba formado por quienes habían atacado la República en 1934, sino porque, una vez que el PCE, tal y como Stalin se había figurado al formar el Frente Popular, entró en él, cada vez fue ganando más influencia:
«Cuando el PCE decidió, en septiembre de 1936, entrar en el gobierno, se le asignaron dos ministerios no muy importantes: Instrucción Pública y Agricultura. En las reorganizaciones subsiguientes, cuando el poder comunista se había incrementado enormemente, nunca aumentó el número de ministros comunistas; el partido prefería adoptar una actitud humilde y mantener intacta la fachada del frente popular. Pero tras esta fachada el PCE, servicial instrumento de la autoridad soviética, siguió avanzando inexorable hacia el control absoluto de los órganos supremos del gobierno español, que llegó a convertirse, como le llamaban sus enemigos, en el títere de Moscú. El proceso fue, sin embargo, gradual y se complicó por la situación catalana, en la que el PCE tuvo que competir con el recién formado POUM, que, dirigido por Nin y Maurín y relativamente débil en términos númericos, atraía con éxito a los sectores más radicales de la izquierda.
En presencia de estos grupos disidentes, el PCE nunca hubiera sido capaz de lograr una implantación importante en Cataluña» (E. H. Carr, op. cit., págs. 55-56).
O, como dicen los documentos que aparecen en el libro recopilado por Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov, España traicionada. Stalin y la guerra civil (Planeta, Barcelona 2002), se trataba de mantener la apariencia de una república democrática asaltada por el fascismo, donde habrían de comprometerse los países democráticos. Leamos en su página 45 el Documento número 5, cuyo firmante es Jorge Dimitrov, dirigente búlgaro de la Internacional Comunista, en los primeros meses de la Guerra Civil:
«Creo que la política desarrollada hasta ahora es correcta. No podemos permitir que nuestros camaradas enfoquen el desarrollo de los acontecimientos como si creyéramos en una pronta destrucción de los rebeldes y nos lanzáramos a por todas. En la presente etapa no deberíamos asumir la tarea de crear soviets y de tratar de establecer una dictadura del proletariado en España. Eso constituiría un error fatal. Así pues, debemos decir: actuar bajo la apariencia de defender la República; no abandonar las posiciones del régimen democrático en España en este momento, cuando los trabajadores tiene las armas en sus manos, ya que eso tiene una gran importancia para alcanzar la victoria sobre los rebeldes.»
Un Partido Comunista que, pese a su evidente poder, no habría crecido lo suficiente frente a otros partidos del Frente Popular –como dice Carr, «El PCE era débil, el PSOE más fuerte de lo que jamás lo fueran los mencheviques, y una organización de masas anarcosindicalista era un obstáculo para la acción de un proletariado auténtico y disciplinado» (Op. cit., pág. 47). Ante esa posición, el PCE, a orden de Moscú, lo que hizo fue alargar el conflicto lo máximo posible, con el objetivo de derrotar al fascismo, pero no en ese momento, sino en una guerra europea más prolongada en la que las democracias y las potencias fascistas que ayudaban materialmente a Franco. Para ello, era necesario remover a Largo Caballero, como hicieron Codovilla, Marty, Stepanov y otros, la imposición de comisarios políticos, especialmente tras la caída de Málaga en febrero de 1937 (E. H. Carr, op. cit., págs. 63-64), y la formación de un nuevo gobierno con un filocomunista, Juan Negrín, que no dudó en satisfacer los deseos soviéticos de purgar a los elementos que se oponían al predominio comunista: «El gobierno Negrín actuó rápidamente para satisfacer a Moscú. En su primer día en funciones se dio la orden de cerrar el periódico del POUM. Cuando el propio partido fue declarado ilegal, los comunistas se apoderaron de sus sedes en Barcelona y las transformaron en prisión para quienes llamaban trotsquistas. Los dirigentes del POUM, incluido su dinámico jefe Andreu Nin, fueron detenidos. El propio Nin fue asesinado por orden directa de Orlov, el hombre de la NKVD en España. El gobierno Negrín procedió a crear lo que se llamaron Tribunales de Espionaje y Alta Traición, que debían juzgar a las figuras disidentes. Como revela el documento [nº 44] de la Comintern antes citado, Stalin tenía en mente una versión española de las purgas de Moscú, que probablemente debía llevarse a cabo en Barcelona» (España traicionada, pág. 262).
Como sentencia el propio Carr, «con anterioridad, nunca un partido tan pequeño y oscuro como era el PCE antes de 1936 había sido tan rápidamente promovido a un papel tan destacado en los asuntos de un estado. Y era notorio que esto ocurrió no a través de una participación destacada de los comunistas en las tareas de gobierno […] sino mediante la constante y activa dirección de los delegados de la Comintern de varias nacionalidades distintas y de los asesores soviéticos incrustados en cada rama importante de la administración; […]» (E. H. Carr, La Comintern y la Guerra Civil española, pág. 108).
Sin embargo, a medida que avanzaba el conflicto se comprobaba que era imposible que la guerra europea, cada vez más inminente sobre todo tras la conquista de Austria y Checoslovaquia por los nazis y la declarada neutralidad de Franco para el siguiente conflicto –y es que Alemania e Italia intervinieron en España, pero sin siquiera la mitad de influencia que tuvo la URSS sobre el Frente Popular, al que convirtió en su satélite–, estallara en España tal y como había pensado Stalin. Procedía por lo tanto diseñar nueva estrategia, una vez constatado que los distintos gobiernos extranjeros estaban al tanto de lo que sucedía en España, y tanto Francia como Inglaterra intentaron aislar la Guerra Civil española para no verse involucrados (aunque el gobierno del Frente Popular permitió el tránsito de la ayuda soviética a través de su frontera hasta fecha tan tardía como el 16 de febrero de 1939, tal y como nos indica el Documento 81 de España traicionada, pág. 598). Esa estrategía no podía ser otra que prolongar la guerra lo máximo posible, para buscar una fórmula conveniente que permitiera mantener a la URSS fuera del alcance nazi. Lo que se logró en el famoso pacto entre Molotov y Von Ribbentrop, inmortalizado en la ya citada fotografía.
Esta es la causa de que el Doctor Juan Negrín, socialdemócrata pero más filocomunista que Largo Caballero, se afanase en resistir a ultranza como resumen de sus famosos trece puntos. Incluso el líder socialista, tal y como se sugiere en el Documento 79 de la recopilación de España traicionada, habría planeado al final de la contienda la creación de un partido único en el que «los comunistas ejercerían la dirección de importantes sectores de ese partido. Por otra parte, las principales ramas de la economía española serían nacionalizadas, y la burguesía catalana, que deseaba más autonomía con respecto a España, sería puesta en su lugar. Este documento sugiere que si los republicanos hubieran ganado la guerra civil, España habría sido muy diferente del país que existía antes del 18 de julio de 1936 y muy parecida a las democracias populares de la Europa posterior a la segunda guerra mundial» (España traicionada, págs. 581-582). Y por eso mismo se vio como traición la revuelta de liberales, anarquistas y socialistas encabezada por el coronel Segismundo Casado, cuando sólo desde una perspectiva mitológica, la de la unidad mítica de la izquierda, puede considerarse traición lo que no fueron sino divergencias entre las distintas generaciones de izquierdas en España: al final, todos ellos prefirieron la rendición incondicional a Franco que someterse a los dictados soviéticos.
Evidentemente, el pacto en el que nazis y soviéticos se repartieron Polonia no tardaría ni dos años en ser vulnerado, con la Operación Barbarroja en 1941, y cambiarían completamente las tornas. Pero ya entonces, pese a que Stalin no previó correctamente el ataque alemán, las tropas soviéticas pudieron rechazar a los nazis y conquistar Berlín, poniendo la bandera soviética en el Reichstag. Causalidad histórica y resultados de los que el Pacto Molotov-Ribbentrop no puede desconectarse. Sería este el comienzo de la Guerra Fría entre los bloques capitalista y comunista, la «coexistencia pacífica» entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que todos sabemos bien como terminó, pese a que algunos no acaban de despertar del tremendo impacto que los ladrillos del Muro de Berlín les supuso. La Historia es, como nos indica el materialismo histórico, determinista, y la etapa de la URSS ha de considerarse en consecuencia clausurada, al igual que se clausuró el Imperio de Alejandro, el Imperio Romano o el Imperio Español. Por más que sigan existiendo restos importantes suyos de distinta magnitud.
¿Y qué dicen los actuales detentadores de la memoria histórica democrática? Que el Frente Popular, «gobierno legítimo y democrático» de la República, fue derrotado por una conjura fascista, hoy reivindicada por la socialdemocracia gobernante y codificada en forma de ley desde el año 2007. Curiosamente, la versión propagandística del estalinismo y después asumida por los historiadores comunistas. Fijémonos:
«El verano de 1936, los reaccionarios españoles encabezados por el general Franco organizaron una sublevación militar contra el legítimo gobierno del Frente Popular. Inmediatamente, los fascistas italianos y alemanes intervinieron en la guerra civil de España enviando en ayuda de la sedición nutridas unidades militares, tanques, aviones y buques de guerra.
La intervención germano-italiana cobraba cada día mayores proporciones, mientras los gobiernos de las potencias occidentales y la Sociedad de Naciones prácticamente controlada por ellos se abstenían de tomar medida alguna para ayudar al pueblo español en su dura y sangrienta lucha contra los enemigos interiores y exteriores. El llamado Comité de no intervención formado por iniciativa de Inglaterra y Francia fue de hecho una pantalla tras la cual los fascistas germano-italianos siguieron libremente su intervención contra la República española.
La guerra revolucionaria nacional comenzada en julio de 1936 figura entre las páginas más relevantes de la historia del pueblo español y de los anales del internacionalismo proletario. En ayuda de los demócratas españoles, del legítimo gobierno de España, que sostenían una lucha desigual contra los sediciosos fascistas y los intervencionistas, acudieron las fuerzas progresivas del mundo entero. Voluntarios que formaron varias brigadas internacionales llegaron a la España republicana desde decenas de países. Estos hombres desempeñaron un papel importante el otoño de 1936, cuando fue rechazada la primera embestida de los fascistas, así como en otras muchas batallas posteriores. La Unión Soviética prestó al pueblo español una gran ayuda en armamento y hombres. Todo esto –y, ante todo, el heroísmo y la abnegación de millones de trabajadores españoles– permitió a la España republicana aceptar el combate y sostenerlo en condiciones sumamente desfavorables durante más de dos años y medio. La fuerza motriz y alentadora de la lucha contra el fascismo fue el Partido Comunista de España dirigido por José Díaz y Dolores Ibárruri. En aquellos años se efectuaron en la zona republicana profundas reformas sociales merced a las cuales el pueblo comenzó a cumplir una función importante en la gobernación del país. El aniquilamiento de las conquistas del pueblo era el objetivo de los seguidores del general Franco y de los intervencionistas fascistas, con los que cada vez simpatizaban más las esferas gobernantes de Inglaterra, Francia, y los Estados Unidos. Sus esfuerzos mancomunados asfixiaron a la República española. En abril de 1939, los sublevados fascistas entraron en Madrid. Para ello fue preciso aún que una conjura de traidores les abriera las puertas de la capital española» (A. Z. Manfred (compilador), Historia Universal, Tomo Segundo. Akal, Madrid 1978, páginas 132-135).
Este texto recoge la propaganda estalinista como doctrina histórica de carácter idealista: la democracia burguesa republicana como «legítimo gobierno»; las fuerzas que se sublevaron contra la amenaza de repetirse desde el poder la revolución de Octubre de 1934, son simplemente «fascistas»; las fuerzas comunistas que acudieron a apoyar al Frente Popular son «fuerzas progresivas»; el Partido Comunista de España es defensor de la democracia y la república burguesa; y finalmente, los miembros del Frente Popular que no aceptaban el dominio comunista y se sublevaron para evitar la prolongación de la guerra son simplemente «una conjura de traidores» que entregaron España al «fascismo»; un «fascismo» español, añadirán nuestros historiadores socialdemócratas, que no acabó de intervenir en la Segunda Guerra Mundial y sólo pudo ser derrotado a la muerte de su líder, Franco, con la recuperación de la feliz democracia republicana tras cuarenta años de oscurantismo e ignominia. Leer esto es leer a Moradiellos, Juliá y otros historiadores mercenarios socialdemócratas.
Pero lo cierto es que la Unión Soviética intervino en España para satisfacer no sólo sus intereses de expandir el comunismo en Europa occidental, sino pensando en la inminente guerra europea, lo que conocemos hoy como Segunda Guerra Mundial, para que en ese foco de guerra civil española las democracias francesa e inglesa y los fascistas alemanes e italianos se despedazasen; después, la Unión Soviética se limitaría a avanzar y conquistar una Europa en ruinas, algo que sucedió al menos parcialmente.
La Historia real, efectiva, es otra bien distinta: el bando rebelde de Francisco Franco logró la victoria total (fue reconocido como gobierno legítimo español por Inglaterra y Francia en febrero de 1939) y mantuvo la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, mediante el envío al frente oriental de la División Azul, «pagando con sangre» la colaboración germana en la Guerra Civil y logrando lo que era precisamente el objetivo principal de los aliados compartido con el propio Franco: la neutralidad española que evitase la pérdida de Gibraltar; un Frente Popular victorioso en 1939 o con la guerra aún en marcha no hubiera evitado la invasión de España por Hitler, y ahí sí que la Segunda Guerra Mundial se hubiera complicado muchísimo.
Como vemos, Stalin y Franco se pusieron de acuerdo en pactar con Hitler, pero con distintos fines y en distintos momentos: España para mantenerse en el ámbito del mundo capitalista desarrollado y Stalin para posteriormente derrotar a Hitler y satelizar la mitad de Europa a la trayectoria del Imperio soviético. Por lo tanto, hay que considerar que nuestra democracia coronada, isomorfa al rango de sociedad capitalista que ostenta España, cuya jefatura del estado instauró Franco en la Ley de Sucesión de 1947 y confirmó en 1969 en la persona del futuro Juan Carlos I, es un resultado más de la paz de la victoria franquista, cuyo desarrollo ininterrumpido provocó un crecimiento económico sin freno desde 1959 en adelante.
No hay ruptura alguna en la cadena causal (puramente determinista, siguiendo los cánones más estrictos del materialismo histórico) de nuestra Historia contemporánea desde 1939 en adelante. La II República desapareció como tal en 1936, y postular como una suerte de «luz» democrática, como en el fondo se considera desde la memoria histórica, el fantasmagórico y fantasioso «gobierno en el exilio» republicano, sin reconocimiento internacional alguno (salvando en Méjico, donde muchos exiliados acudieron y compartían afinidades con los sucesivos gobiernos y en la curiosa excepción de Yugoslavia), y sin facultades gubernativas (¿sobre qué territorio ejercía soberanía ese «gobierno republicano en el exilio»? ¿qué ejército y marina ficticios podría usar para la defensa de una capa basal inexistente?) es recaer en el idealismo histórico que defiende la socialdemocracia y su última modulación, el Pensamiento Alicia que representa Zapatero y postula una humanidad armoniosa que camina guiada por el Progreso indefinido hacia la Paz Perpetua.
De hecho, lo que postula la memoria histórica es un idealismo histórico de apariencias falaces por desconexión con la realidad histórica, que rompe arbitrariamente las cadenas causales que establecieron la paz de la victoria de Franco, para conducir sin otra alternativa a la actual democracia. Idealismo que ignora también que las izquierdas del Frente Popular no defendieron ninguna «democracia», sino que fueron simplemente marionetas de la geopolítica de Stalin (evolucionando el PCE de la lucha armada a los actuales sindicatos de clase, las Comisiones Obreras fundadas en pleno franquismo). Los socialdemócratas pretenden (desde su evidente mala fe) que, como no han podido influir en la Historia como ellos fantasean, ha de actuarse como si la Historia hubiera acontecido a la manera que ellos han planteado, estableciendo de manera arbitraria los nexos causales mediante cortes artificiosos (los «intolerantes y oscurantistas» son segregados de la Historia como si no hubieran existido), en un proceso histórico que consideran armónico y que conducirá a la Humanidad, caracterizada por el Progreso, a la Paz Perpetua.
Para ello, se inventan un exilio depositario de la legalidad republicana que, tras cuarenta años de «oscurantismo franquista», volvería a España para restaurar la democracia vulnerada, en la forma de legalidad republicana. Así, la memoria histórica se convierte en una manera de prolongar el resentimiento de los exiliados del Frente Popular, que pensaban que al desaparecer la República, España se había perdido y había desaparecido para siempre: para ellos España había dejado de existir (negación de su existencia de forma representativa, como señala Gustavo Bueno en España no es un mito); resentimiento que el PSOE ha heredado inequívocamente. Veamos un ejemplo de esta visión idealista de la Historia de España, colindante con la Leyenda Negra, que nos aporta el socialista y exiliado de la Guerra Civil, Juan Simeón Vidarte:
«Cierto que España es también un país de pesadillas, donde el fanatismo quemó en las hogueras de la Inquisición el pensamiento disidente; donde esa misma intolerancia ha hecho imposible, hasta la fecha, un régimen de democracia y libertad. Pero sólo las luchas difíciles valen la pena de entablarlas y no es deseable que la batalla por la libertad haya que ganarla en nuevos y sangrientos campos de batalla, sino en el cerebro de las nuevas generaciones, en las almas libres de odio y llenas de esperanza y de ambición creadora, que pretendan incorporar a España al movimiento ascendente del progreso, al que están vedados todos los retrocesos, donde no existen movimientos de péndulo, sino la lucha generosa y redentora por una humanidad mejor» (Juan Simeón Vidarte, Todos fuimos culpables. Testimonio de un socialista español, Volumen I. Grijalbo, Barcelona 1978, página 14).
Recordemos esa imagen de 1977, exhibida el 21 de Junio de 2010, treinta y tres años después, por TVE en sus informativos, en las que la República en el exilio [sic] «entrega» la legitimidad democrática al gobierno de Adolfo Suárez salido de las urnas en ese mismo año, toda una apariencia falaz por desconexión con la realidad histórica que suponía la reforma democrática «de la ley a la ley». Una apariencia que oculta el asalto a la legalidad democrática republicana que protagonizó el PSOE en Octubre de 1934, y del que luego oportunistamente renegó, al igual que renegó de sus colaboradores del Frente Popular al abandonar España para dejarles prendidos en un gigantesco cepo por las represiones de retaguardia que habían protagonizado.
El PSOE, con su victoria electoral de 1982, representó lo que era una simple alternancia democrática como una ruptura con el franquismo («el cambio», que también reclamó Zapatero al vencer en 2004), tal y como señaló el gran falsario Paul Preston en su obra El triunfo de la democracia en España (Grijalbo, Barcelona 1986). Bien es cierto que esa perspectiva fue aparcada al no serle necesaria políticamente: la oposición de Alianza Popular estaba liderado por el antiguo ministro franquista Manuel Fraga, con lo que el mito de la derecha funcionaba para movilizar a un electorado un tanto olvidadizo y preso del maniqueísmo derecha/izquierda: bastaba gritar el socorrido ¡que viene la derecha! para que todos votasen en masa al PSOE. Sin embargo, una vez que son expulsados del poder, los socialfascistas del PSOE ejercitan la memoria histórica para identificar al PP con el franquismo y al PSOE con la democracia y el antifranquismo, conectando a los primeros con el 18 de Julio de 1936 –previamente desconectado de manera mendaz del Octubre de 1934 en el que intervinieron los socialdemócratas. Todo con la aquiescencia de los restos de la izquierda comunista. Algo que, para quienes hemos sido influidos por la izquierda comunista, nos resulta ciertamente llamativo, pues la URSS jamás ejercitó la memoria histórica, sino todo lo contrario:
«Con el de Pedro I brilla en toda la ciudad [Leningrado] el recuerdo de otro nombre. Catalina la Grande, la princesita alemana que pasó a la historia con toda la secuela de habilidad política y acusaciones de inmoralidad, la culta amiga de Voltaire, pero que vio en la Revolución francesa algo absolutamente monstruoso, algo antiaristocrático...
(Su estatua está también aquí; Pregunto al guía: «¿No sufrieron con la Revolución?» «¿Por qué? –me contesta extrañado–. Son obra del pueblo ruso, de sus artistas... ¿Por qué iban a tirarlas?» No le contesto. Me da vergüenza decirle que en la proclamación de la República, en Madrid, derribaron la bellísima estatua de Felipe III en la Plaza Mayor, sin mencionar lo que ocurrió en la guerra...)» (Fernando Díaz Plaja, La Europa de Lenin. Plaza y Janés, Barcelona 1974, páginas 189-190).
¡Qué envidia hemos de sentir de la manera en que los soviéticos, pero también sus herederos rusos y bálticos, defienden la Historia de su Nación! Aquí nuestras «izquierdas», si es que son dignas de tal nombre tras la caída del Muro de Berlín, no pierden ocasión para denigrar toda nuestra Historia bajo el manto de la Leyenda Negra, para ser así más «europeos» o más progresistas y avanzados, e imitar a quienes consideran sus antecesores de la II República, que no tardaron en derribar la estatua de Felipe III y en quitar los nombres de calles que evocasen a la monarquía y por lo tanto a la Historia de España; en eso sí que se parecen los republicanos de 1931 a los que fabularon la Transición a la democracia como ruptura con el franquismo.
Pero también ¡qué diferencia del cine soviético de Eisenstein, glosando las glorias inmortales de Alexander Nevski (1938), mientras que aquí no se pierde oportunidad de ridiculizar toda nuestra Historia!; ya sea la Monarquía Hispánica (véase Juana la Loca de Vicente Aranda, en el 2001 o El rey pasmado del inefable Imanol Uribe en 1991), el Imperio Español (el ya inevitable Alatriste de Agustín Díaz Yanes en 2006, pero también El Dorado, de Carlos Saura, en 1988) o, por supuesto, nuestra guerra civil, que, según estos intelectuales, habría sido el comienzo de una era de brutalidad y oscurantismo (representada en El laberinto del fauno de Guillermo del Toro, el año 2006) destructora de la Belle Epoque republicana (como la pintó Fernando Trueba en 1992), y que nos dejaría la única opción de ejercitar la memoria histórica como tan bochornosamente se realiza en las teleseries Amar en tiempos revueltos o Cuéntame cómo pasó.
Pero quizás lo más lamentable no sea esto, que más o menos era de esperar, sino que a toda la cohorte de aduladores del socialfascismo se añadan los otrora miembros de la izquierda comunista, que, desorientados ante la pérdida de referentes, se suman al oportunismo de los engañadores de las clases trabajadoras y los cómplices de los enemigos de la Nación Española.