Gustavo Bueno, ¿Qué es la democracia? [3], El Catoblepas 111:2, 2011 (original) (raw)

El Catoblepas, número 111, mayo 2011
El Catoblepasnúmero 111 • mayo 2011 • página 2
Rasguños

Gustavo Bueno

Texto base de la conferencia pronunciada en el Colegio de Ingenieros de Asturias el día 24 de febrero de 2011, en Oviedo

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Pirrón de Elis, el escéptico (360-270)Miguel de Montaigne, el escéptico (1533-1592)Francisco Sánchez, el escéptico (1551-1623)

Tercera parte

La respuestas filosóficas a la pregunta «¿qué es la democracia?»

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La pregunta «¿qué es la democracia?» ha recibido y sigue recibiendo múltiples respuestas. Sin embargo, estas respuestas pueden clasificarse en dos grupos, cuya línea divisoria es casi siempre borrosa, porque la clasificación no es dicotómica o disyunta: el grupo de las respuestas conceptuales (tecnológicas, históricas, jurídicas...) y el grupo de las respuestas filosóficas (tomando como criterio la presencia relevante, en las respuestas, de ciertas Ideas –tales como Hombre, Animal, Soberanía, Igualdad, Libertad, Historia, &c.– que desbordan el horizonte de los conceptos tecnológicos, jurídicos o históricos, los cuales, sin embargo, se dan por presupuestos).

Algunos considerarán, en principio, las respuestas conceptuales como más positivas o prácticas que las respuestas filosóficas, que tenderían a ser interpretadas como más vagas y especulativas («los filósofos han querido hasta ahora conocer el mundo, pero de lo que se trata es de cambiarlo»). Sin embargo, estas apreciaciones (incluida la tesis de Marx) son muy superficiales, porque las respuestas filosóficas, aunque no se reconozcan como tales (a pesar de que estas respuestas constituyen el contenido de esa especie que hemos llamado «filosofía centrada» en algunos de los dominios del mundo, mejor o peor delimitado, como puedan serlo la religión, la música o la guerra), suelen formar parte de los mismos programas revolucionarios o de los mismos textos constitucionales. De hecho, las ideas filosóficas incorporadas a las constituciones democráticas son ideas filosóficas mucho más activas que los conceptos tecnológicos, jurídicos o históricos mediante los cuales las «ciencias políticas» intentan definir la democracia («la democracia es un sistema de elección de representantes», «la democracia es un sistema de creación de leyes susceptibles de ser falsadas cada cuatro años», «la democracia es un sistema que establece la separación de poderes, y no ya del poder judicial respecto del ejecutivo, sino, sobre todo, del poder ejecutivo respecto del legislativo»).

En todo caso, cuando los revolucionarios franceses definieron la democracia por la libertad (entendida a veces por los «amigos del pueblo», de Marat, como libertad realizable por una «dictadura plebiscitaria», en la que un pueblo libre deja el poder en manos de un dictador elegido por todo el pueblo), estaban, sin duda, apelando a una idea filosófica, por nebulosa que ella fuese, sin perjuicio de que tal idea estuviese utilizada en los programas prácticos de demolición del Antiguo Régimen y de cambio hacia un Nuevo Régimen (y concretada y positivizada en proyectos más precisos, tales como libertad de prensa, libertad de asociación, libertad de residencia, &c.).

Otro tanto cabría decir de las respuestas a la pregunta ¿qué es la democracia? que se acogen a la idea de igualdad, como es el caso de la respuesta de Tocqueville (ya en la introducción a su obra La democracia en América) y de otros muchos, Bobbio entre ellos (en la medida en la que identificaba a «la izquierda» como la más genuina expresión de la democracia).

Cabría decir en cambio que Rousseau concibió originalmente a la democracia genuina como el reino de la fraternidad, es decir, de la concordia unánime de los ciudadanos; una fraternidad que fue acaso entendida por Rousseau, antes que como una idea explícita, como un concepto cuasiempírico, a saber, el concepto de una república muy pequeña (siguiendo la inspiración de Aristóteles) en la que fuera posible reunir al pueblo, contando con el acuerdo unánime de sus decisiones. Un concepto que implicaba, sin duda, una idea de inmediatismo (y así lo vio también Kant) que llevaba a considerar a la democracia real y posible como basada en la «confraternidad» implicada en la separación del poder legislativo respecto del poder ejecutivo (más que en la separación del poder ejecutivo y el judicial), una idea que llevaba a considerar a la democracia efectiva como el régimen más despótico imaginable, es decir, como la tiranía de las mayorías. Y, por ello, habría que agregar –dice Rousseau (Contrato Social, III, 4)– «que no hay gobierno tan sujeto a las guerras civiles como el democrático o popular». (Kant, en La paz perpetua, puntualiza: «De las tres formas posibles de Estado [autocracia, aristocracia, democracia] es la democracia, en el estricto sentido de la palabra, necesariamente despotismo, porque funda un poder ejecutivo en el que todos deciden sobre uno y hasta a veces contra uno, si no da su consentimiento.»

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En consecuencia, cuando expresamos nuestra decisión de dejar de lado las respuestas conceptuales para atenernos únicamente a las respuestas filosóficas a la pregunta «¿qué es la democracia?», no estamos significando que nos desinteresamos por tales respuestas conceptuales, como si estas pudieran quedar reducidas a la condición de conceptos dibujados en una esfera doméstica, de campanario, despreciable. Sólo si se presupone una dicotomía o disyunción radical entre el «plano de los conceptos» (involucrado con los fenómenos) y el «plano de las ideas», tendría algún sentido el desinterés por los conceptos y por los fenómenos. Pero una dicotomía semejante es sólo un efecto de la brocha gorda doctrinal, porque la «filosofía de la democracia» está ya inmersa en los conceptos más característicos (sobre todo los de índole jurídico-constitucional) de la democracia.

Y la razón más importante acaso sea esta: que las respuestas conceptuales a la pregunta «¿qué es la democracia?» presuponen ya alguna idea implícita o ejercitada, una idea implícita que, también es verdad, sólo se nos hace explícita (o representada) con la ayuda de las formulaciones filosóficas más explícitas o exentas (muchas veces «disueltas» en la nematología de las constituciones democráticas).

Con todas estas consideraciones queremos decir que al proyectar el análisis de las respuestas filosóficas a la pregunta «¿qué es la democracia?» nos referimos también, mediatamente, a las respuestas conceptuales, en lo que ellas puedan envolver de filosofía inmersa. Y, desde esta perspectiva, justificaremos en gran medida la tendencia creciente a considerar como filosóficas respuestas que, desde otros puntos de vista, sólo pueden ser llamadas así por un abuso de los términos. En nuestros días, como es bien sabido, cualquier político menor o mayor, o cualquier periodista mayor o menor, habla de la «filosofía» del programa de un candidato a alcalde, a presidente autonómico o a ministro del gobierno. En la presentación de un programa de autopistas de un ministerio de Fomento se habla del «filosófico gesto» del ministro, acaso con el mismo fundamento con el que el Padre Tempel decía, hace setenta años, que la filosofía de los bantúes había que buscarla en sus danzas y en sus tambores más que en sus discursos o en sus libros (que, por cierto, no existían entonces en aquellas latitudes). Un ministro del Interior se resiste a ordenar a la policía nacional que disuelva una concentración ilegal (o acaso ilícita) en la plaza pública, y justifica su razonamiento ante los periodistas diciendo: «La filosofía de la Policía (...) busca resolver problemas, no crearlos» (obviamente el ministro Rubalcaba atribuye a la policía su propia filosofía de la policía). ¿Por qué llamar «mi filosofía» a lo que es una simple norma de prudencia política particular (de política de un partido que, en vísperas de elecciones quiere evitar que una intervención policial violenta hunda la credibilidad que su partido pudiera tener en lo que respecta a la «tolerancia»)? De este modo, lo que es una simple norma efímera de prudencia que se aplica ignorando la ley, aparece revestida de la dignidad propia de una «reflexión filosófica», que, sin embargo, oculta una filosofía más cercana a la de Pirrón que a la de cualquier otro filósofo clásico.

Queremos subrayar que si podemos encontrar indicios de alguna idea filosófica en un mitin electoral o en el tam-tam de una tribu bantú, o en la reflexión de un ministro del interior en crisis, es porque partimos de alguna idea filosófica que haya sido ya, en algún lado, explícitamente delimitada, mediante la confrontación con otras ideas. Si un antropólogo puede hablar de la filosofía del tam-tam bantú, o de la filosofía de un gesto electoral, es porque previamente ha oído hablar de «filosofía» leyendo algún diálogo de Platón o alguna página de Bergson, de Heidegger o de Sartre. Si un hostelero sevillano explica en gran éxito de su empresa apelando a la «filosofía de su negocio», que puede resumirse «en tres palabras, jamón, jamón y jamón», es acaso porque está inmerso, sin saberlo, en una sociedad que aborrece explícitamente las normas teológico filosóficas mahometanas que prohíben consumir la carne de cerdo.

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En todo caso, cuando hablamos de filosofía de la democracia nos referimos, ante todo, a las democracias homologadas realmente existentes en el siglo XXI, y a las ideas que estas democracias tienen de sí mismas o de otras democracias coetáneas o pretéritas. Y constatamos que las democracias realmente existentes presentan notables diferencias. Por ejemplo, existen hoy democracias en cuya constitución figura la pena de muerte, y otras en las que se la excluye. Y esta diferencia (que cabría interpretar como extrapolítica, por ejemplo, como una característica ética) no es meramente ética, sino política, por cuanto una constitución que admite la pena de muerte presupone también la idea de la subordinación última del ciudadano a la república (al Estado), mientras que una constitución que no contenga la pena capital es compatible con la concepción del Estado como una entidad orientada a atender, ante todo, a la vida y al bienestar de los ciudadanos particulares.

Sin embargo, las democracias homologadas tras la Segunda Guerra Mundial (es decir, tras la caída del nacional socialismo, del fascismo, y sobre todo del estalinismo), es decir, las democracias que quieren alejarse de las democracias orgánicas (de las democracias populares o de las dictaduras plebiscitarias) y acercarse a las llamadas democracias representativas o democracias realmente existentes carecen también de definición precisa (la expresión «democracia real» fue utilizada por Bobbio en 1980, por contagio de la expresión «socialismo real» –o realmente existente– que Suslov había acuñado en la Unión Soviética de la época de Brezhnev para marcar la diferencia entre el régimen comunista y el «socialismo perfecto», pero inexistente, de los trosquistas).

En consecuencia, cuando hablamos de filosofía de la democracia no nos referiremos directamente a las doctrinas que sobre la democracia aparecen en las Historias del pensamiento filosófico; nos referiremos a las ideas inmersas en las democracias realmente existentes de los países occidentales, en sentido amplio. Es decir, a las ideas, o conceptos ideológicos, que estas democracias realmente existentes inscriben en sus banderas o utilizan en sus programas de cooperación con los países no democráticos en vías de desarrollo (incluyendo aquí a los países islámicos). No nos referimos, por ejemplo, a las democracias históricas (a la democracia de Pericles o a la democracia republicana de Jefferson o a la de Jackson), ni tampoco a las ideas de la democracia que nos ofrece una Historia de las Ideas políticas. Nos referimos a la filosofía de las democracias hoy realmente existentes, y sólo a su través a las democracias históricas cuya consideración fuera pertinente.

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Sin embargo, la expresión «filosofía de la democracia realmente existente» no tiene sentido unívoco, porque, como hemos dicho, no cabe hablar de una única filosofía de la democracia (de «la filosofía de la democracia», en singular), por cuanto filosofía de la democracia es expresión que envuelve a diversas filosofías centradas (a filosofías genitivo objetivas sobre la democracia; remitimos, para la explicación de estos términos al opúsculo «¿Qué es la filosofía?, Pentalfa, Oviedo 1955).

La expresión filosofía de la democracia será aquí sobreentendida no ya como un singular, sino como un plural, sin perjuicio de que este plural, a su vez, asuma el significado dialéctico que implica necesariamente la pluralidad de filosofías, entendida esta pluralidad como el enfrentamiento de determinadas filosofías de la democracia con las que constituye una unidad polémica. O, si se prefiere, la unidad formada por las «verdaderas filosofías» de la democracia que, sin embargo, no se confunden con la unidad de las «filosofías verdaderas» de la democracia.

Y, sin duda, caben muchos criterios de clasificación. Aquí nos atendremos a un criterio que puede ser aplicado, no ya a la clasificación de las diversas filosofías de la democracia (o de la política, en general), sino también a las diversas filosofías centradas (o «filosofías de») en torno a dominios tales como la religión, la ciencia, la música, la cultura o el hombre.

Un criterio gnoseológico que ha de suponerse aplicable a todas las verdadera filosofías centradas consideradas, como pueda serlo el criterio de la corporeidad referencial, en cuanto piedra de toque para discriminar una metodología racional e intersubjetiva (los sujetos que debaten sobre ideologías siguen siendo sujetos corpóreos) de una metodología poética o mística.

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En función de este criterio de corporeidad referencial, la clasificación de las filosofías que vamos a utilizar es una clasificación binaria, pero no dicotómica o disyunta, salvo cuando nos refiramos a algún rasgo o «estroma» muy determinado, en función del cual cabrá definir posiciones contradictorias (por ejemplo, la cuestión de si en la democracia parlamentaria cabe o no la figura de un Rey). En cualquier caso, el reconocimiento de los cuerpos como referencias existentes fuera del sujeto corpóreo, puede tener o bien un sentido asertivo o bien un sentido exclusivo. En cualquiera de estos casos hablaremos de filosofía materialista; y cuando la realidad de los cuerpos no sea reconocida, ni en la forma exclusiva de los materiales corpóreos, ni en la forma asertiva del materialismo filosófico, hablaremos de idealismo (o de filosofía idealista).

Ahora bien, en el idealismo, entendido en función de los cuerpos como «incorporeísmo», habrá que distinguir, a su vez, dos tipos muy diferentes, dado que los cuerpos en función de los cuales se define son muy heterogéneos según sus géneros o especies, y pueden a su vez ser clasificados, por ejemplo, en cuerpos vivientes y cuerpos no vivientes (al menos por todo aquel que no se aferre a la tesis de que todos los cuerpos son química), clasificación que nos conduce a su vez, combinatoriamente, a la clasificación de los vivientes en dos tipos: vivientes corpóreos y vivientes incorpóreos. Y es entonces cuando el idealismo filosófico puede ser definido como aquella filosofía que asume la posibilidad de contar con los vivientes incorpóreos. De este modo, el idealismo incorpóreo queda determinado como espiritualismo.

Y no por ello el espiritualismo se identifica con el idealismo, aunque resulta ser muy afín a él. Esta es la razón por la cual el materialismo filosófico, aunque cuenta en su sistema con materialidades incorpóreas (tanto en sentido exclusivo, como las que designa como M2, M3 y M, como en sentido asertivo, como las que designamos por M1), no es un espiritualismo. Las ideas abstractas (más precisamente: lisológicas) que suelen formar parte de los sistemas filosóficos (como puedan serlo las Ideas que se contienen en los libros de la Metafísica de Aristóteles) no son entidades vivientes, aunque sean incorpóreas, porque, para el materialismo filosófico, los vivientes sólo pueden ser corpóreos.

Finalmente diremos que la clasificación binaria de las filosofías centradas en idealistas y materialistas no es disyuntiva, puesto que estas filosofías generales no se dibujan en algún lugar previo a los dominios de referencia («religión», «fútbol», «cocina», «música», «guerra» o «democracia»), sino que resultan de la confrontación de diversas filosofías centradas, en donde los componentes idealistas pueden estar involucrados con componentes o estromas materialistas. Por ejemplo, la filosofía escolástica tomista, inequívocamente espiritualista cuando presupone la realidad de las «formas separadas», y la de Dios inmaterial, contiene abundantes estromas materialistas cuando habla de la «Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad», de su presencia real en el pan y en el vino de la Eucaristía, o de la resurrección de la Carne; otro tanto habría que decir del dualismo cartesiano, establecido entre los cuerpos autómatas no vivientes (salvo en apariencia) y las almas vivientes incorpóreas.

En cualquier caso, cada una de estas filosofías se redefine por oposición a las otras. Lo que tiene una consecuencia metodológica decisiva, a saber: que no es posible afectar una distante neutralidad entre el idealismo y el materialismo filosófico. Asumir la neutralidad como un apartamiento propio de quien a distancia se limita a dar cuenta de ambas posibilidades, sin inclinarse por ninguna, sólo es posible desde el escepticismo.

Y esto equivale a decir que la oposición dialéctica entre una filosofía idealista y una filosofía materialista sólo puede hacerse tomando partido, es decir, situándose o bien desde el idealismo (para, desde él, analizar y triturar el materialismo), o bien desde el materialismo (para, desde él, analizar y triturar el idealismo). Quien no se decide a tomar partido (y no ya a priori, sino acaso como consecuencia de innumerables recorridos apagógicos), es decir, quien no quiere «comprometerse», no podrá decir nada, salvo que se refugie en la «historia de las ideas filosóficas», renunciando a cualquier valoración veritativa de las mismas.

Juan Teófilo Fichte, que expuso la clasificación binaria de la filosofía según el criterio del idealismo y del materialismo, aceptó la perspectiva del idealismo, lo que le llevó a considerar como materialista al «padre del idealismo material», en fórmula de Kant, a saber, al obispo Berkeley. El idealismo subjetivo de Fichte, precisamente por no reconocer la realidad de los sujetos corpóreos a no ser sino como «posiciones del yo incorpóreo», se aproxima al acosmismo y aún al nihilismo, y así fue visto por Jacobi. Y sólo desde una concepción monista radical del idealismo –es decir, desde la concepción de los diversos sujetos aparentemente corpóreos como determinaciones de un mismo sujeto o ego absoluto incorpóreo de naturaleza divina– pudo mantener Fichte a flote su filosofía del idealismo absoluto subjetivo, aunque declarándose incapaz de reconocer, desde su perspectiva, la posibilidad misma de un materialismo racional.

En cambio, el materialismo filosófico, en tanto cuenta con la idea de materiales incorpóreos, puede concebir la posibilidad del idealismo, al menos en lo que él tiene de incorporeísmo.

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Los dominios gnoseológicos (tales como Democracia, Religión, Música, &c.) en torno a los cuales se organizan las «filosofías centradas» desde las cuales se dan respuestas filosóficas a preguntas como «¿qué es la Democracia?» (o bien ¿qué es la Religión?, ¿qué es la Música?, ¿qué es el Fútbol?), no son entidades simples ni absolutas (aisladas), sino muy complejas, estratificadas y vinculadas a otros dominios, como si las ideas que pudiésemos encontrar en su ámbito se dibujasen en algún «plano secante» que cortara a un conjunto dado de dominios. Cada dominio estaría atravesado por múltiples planos secantes, en número indefinido; lo que no quiere decir que su morfología (la morfología del dominio) quede «disuelta» o dispersada en esa multiplicidad de planos secantes a los que cada dominio aparece incorporado.

Esto nos lleva al reconocimiento de la necesidad de interpretar la filosofía de la democracia (como filosofía centrada en el «dominio democrático») no como una enciclopedia de las ideas que aparecen en los diversos planos secantes que lo cortan. Aún suponiendo, en general, que la morfología de un dominio dado se mantiene a escala de un plano secante preferencial, mejor que a escala de otros planos secantes, no por ello habría que concluir que la filosofía de ese dominio tuviera que quedar circunscrita al «plano preferencial». Si la filosofía resulta de la confrontación entre diferentes dominios, entonces la filosofía de un dominio dado (la democracia, en nuestro caso), aunque se asiente en la plataforma del plano preferencial, tendrá que concatenar sus ideas con las que resulten de su intersección con otros planos secantes, al margen de los cuales la idea filosófica de democracia permanecerá «inacabada».

Y, desde luego, el «dominio democrático» está atravesado por muy diversos planos secantes, como puedan serlo el plano de las sociedades animales (en el Político de Platón, el jefe de una democracia se presenta como «pastor de un rebaño»); el plano de la Humanidad (en el que se situaba Juan Bautista Cloots –Anacarsis Cloots–, diputado o «apóstol de la Humanidad», quien siguiendo la inspiración de Volney presentó, en forma de enmienda al dictamen de la Comisión constitucional de 1793, un proyecto de República Universal cuyo primer artículo decía: «No hay otro soberano que el Género humano»); o el plano de las sociedades políticas humanas, sustantivadas en la idea del Estado o de la República, entendida como nombre común a la monarquía, a la aristocracia y a la democracia; el plano de las normas jurídicas; el plano de la cultura o incluso el plano que atraviesa los dominio sebasmáticos (religiosos o teológicos):

«No es necesario que Dios hable por sí mismo para describir signos indudables de su voluntad; basta con examinar el curso habitual de la naturaleza y la tendencia continuada de los acontecimientos. Yo se, sin que el Creador eleve la voz, que los astros siguen en el espacio las curvas trazadas por su dedo. Si prolongadas observaciones y sinceras meditaciones llevaran a los hombres de nuestros días a reconocer que el desarrollo gradual y progresivo de la igualdad [de la democracia] es a la vez el pasado y el futuro de su historia, este solo descubrimiento bastaría para dar a dicho desarrollo el carácter sagrado de la voluntad del Soberano Señor. Querer contener a la democracia sería entonces como luchar contra el mismo Dios, y a las naciones no les quedaría más que acomodarse al estado social impuesto por la providencia.» (Alexis de Tocqueville, introducción a La Democracia en América.)

Por nuestra parte nos atendremos a unos principios menos teológicos, aunque no sea más que porque contienen la «inversión teológica», es decir, la visión desde Dios de las cosas de los hombres: nos atenemos al principio de que el plano preferencial en el que se dibuja la idea de democracia es el plano (que corta al dominio) constituido por los conceptos políticos, por los conceptos que tienen que ver con el Estado y con el Derecho. Desde esta «plataforma» nos proponemos dibujar tanto las respuestas filosóficas idealistas como las respuestas filosóficas materialistas a la pregunta «¿qué es la democracia?».

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